Otro vestíbulo.
Pero muy distinto del de SSD.
Amelia Sachs nunca había visto tanto desorden. Quizá sí, cuando trabajaba en patrullas y respondía a algún aviso por una riña doméstica entre drogatas, en Hell’s Kitchen. Pero hasta esa gente, o mucha de ella, tenía dignidad: hacían un esfuerzo. Aquel sitio le ponía los pelos de punta. La asociación sin ánimo de lucro Privacidad Ya, ubicada en una antigua fábrica de pianos en el distrito de Chelsea, se llevaba el premio a la mugre.
Montones de papeles impresos, libros (muchos de ellos de derecho, o amarillentos reglamentos administrativos), periódicos y revistas. Y cajas de cartón que contenían más de lo mismo. Guías de teléfono. Boletines oficiales.
Y polvo. Polvo a toneladas.
Una recepcionista con vaqueros azules y un jersey astroso aporreaba con furia el teclado de un ordenador viejo mientras hablaba en voz baja por un teléfono con el manos libres conectado. Personas apresuradas con vaqueros y camisetas o pantalones de pana y arrugadas camisas de faena entraban en el despacho desde el pasillo, cambiaban unas carpetas por otras o recogían notitas con mensajes telefónicos y desaparecían.
Las paredes estaban repletas de carteles y letreros pobremente impresos.
¡¡¡LIBREROS, QUEMAD LOS RECIBOS DE VUESTROS CLIENTES ANTES DE QUE EL GOBIERNO QUEME SUS LIBROS!!!
En un rectángulo de cartulina arrugada se leía la famosa cita de 1984, la novela de George Orwell, como una sociedad totalitaria:
El Gran Hermano te vigila.
Y en un lugar prominente, sobre la pared desconchada, enfrente de Sachs:
Sachs estaba digiriendo aquella información cuando se abrió una puerta arañada y un hombre bajo y de mirada vehemente se acercó a ella, le estrechó la mano y la condujo a su despacho, que estaba aún más desordenado que el vestíbulo.
Calvin Geddes, el exempleado de SSD, trabajaba ahora para aquella asociación pro derecho a la privacidad.
—Me pasé al lado oscuro —dijo, sonriendo. Había abandonado el código de vestimenta de SSD, tan clásico, y llevaba una camisa de botones amarilla sin corbata, vaqueros y zapatillas deportivas.
Pero su sonrisa cordial se borró rápidamente cuando Sachs le habló de los asesinatos.
—Sí —susurró con una mirada dura y concentrada—. Sabía que pasaría algo así. No tenía ninguna duda.
Geddes le explicó que tenía formación técnica y había trabajado en la primera empresa de Sterling, la predecesora de SSD, en Silicon Valley, programando para ellos. Después se había mudado a Nueva York y había llevado una vida muy agradable mientras SSD proseguía su camino fulgurante hacia el éxito.
Después, las cosas se habían agriado.
—Tuvimos problemas. En aquel entonces no encriptábamos los datos y fuimos los responsables de algunos casos graves de usurpación de identidad. Varias personas se suicidaron. Y un par de acosadores se registraron como clientes, pero sólo para obtener información de innerCircle. Dos de las mujeres a las que buscaban fueron agredidas, una estuvo a punto de morir. Después, varios padres que estaban batallando por la custodia de sus hijos utilizaron nuestros datos para encontrar a sus excónyuges y secuestrar a los niños. Fue muy duro. Me sentía como el tío que ayudó a inventar la bomba atómica y luego se arrepintió. Intenté que se pusieran más controles, pero eso equivalía a no creer en, y cito textualmente, la «visión SSD», según mi jefe.
—¿Sterling?
—En última instancia, sí. Pero en realidad no fue él quien me despidió. Andrew nunca se ensucia las manos. Las cosas desagradables, las delega. Así puede presentarse como el jefe más amable y maravilloso del mundo. Y, en un terreno más práctico, hay menos pruebas contra él si otros le hacen el trabajo sucio. En fin, que cuando me marché me uní a Privacidad Ya.
La asociación era como EPIC, el Centro de Información sobre Privacidad Electrónica, le explicó Geddes. Denunciaba los riesgos que entrañaban para la privacidad de los ciudadanos ciertas prácticas de las instituciones administrativas, empresariales y financieras, proveedores informáticos, compañías telefónicas y corredores y procesadores de datos comerciales. Ejercía presión sobre Washington, demandaba al gobierno acogiéndose a la Ley de Libertad de Información para averiguar qué había tras los programas de vigilancia y a las empresas privadas que incumplían las leyes de privacidad y derecho a la intimidad.
Sachs no le habló de la trampa preparada por Rodney Szarnek, pero le explicó a grandes rasgos que estaban buscando a clientes y empleados de SSD que hubieran podido reunir dosieres.
—La seguridad parece muy estricta, pero eso fue lo que nos dijeron Sterling y su gente. Quería una opinión externa.
—Estoy encantado de ayudar.
—Mark Whitcomb nos habló de los cortafuegos de cemento y de cómo mantenían separados los datos.
—¿Quién es Whitcomb?
—Trabaja en el departamento de autorregulación.
—No me suena ese departamento. Será nuevo.
Sachs explicó:
—Es como una oficina de defensa del consumidor dentro de la propia empresa. Para asegurarse de que cumplen la normativa.
Geddes pareció complacido, pero añadió:
—Seguro que no ha salido sin más del bondadoso corazón de Andrew Sterling. Es probable que tuvieran demasiadas demandas y hayan querido hacerse los buenos ante la opinión pública y el Congreso. Sterling nunca va a ceder ni un milímetro si no tiene que hacerlo. Pero respecto a los rediles de datos, eso es verdad. Sterling trata los datos como si fueran el Santo Grial. ¿Y colarse en el sistema? Seguramente es imposible. Y nadie podría entrar allí físicamente y robar datos.
—Me dijo que hay muy pocos empleados que puedan conectarse a innerCircle y extraer dosieres. ¿Es cierto, que usted sepa?
—Sí, claro. Algunos tienen que estar autorizados, pero nadie más. Yo nunca tuve acceso. Y estuve allí desde el principio.
—¿Se le ocurre alguna idea? ¿Quizás algún empleado con un pasado problemático o violento?
—Han pasado varios años, y nadie me pareció nunca especialmente peligroso. Pero tengo que decir que, a pesar de que a Sterling le gusta aparentar que forman una familia feliz, nunca llegué a conocer de verdad a ninguno de mis compañeros de trabajo.
—¿Qué me dice de estas personas? —Le enseñó la lista de sospechosos.
Geddes le echó un vistazo.
—Trabajé con Gillespie. Y conocí a Cassel. No me caía bien ninguno de los dos. La minería de datos está en auge, como Silicon Valley en la década de 1990, y ellos están metidos en eso hasta el cuello. Son muy ambiciosos. A los demás no les conozco, lo siento. —La observó atentamente—. Entonces, ¿ha estado allí? —preguntó con una sonrisa despreocupada—. ¿Qué le ha parecido Andrew?
Se le agolparon las ideas cuando intentó formular un breve resumen de sus impresiones. Por fin dijo:
—Decidido, educado, inquisitivo y listo, pero… —su voz se apagó.
—Pero en realidad no lo conoce.
—Exacto.
—Porque muestra su gran cara de piedra. En todos los años que trabajé para él, no llegué a conocerlo verdaderamente. Nadie lo conoce. Insondable. Me encanta esa palabra. Así es Andrew. Yo siempre andaba buscando pistas. ¿Notó algo extraño en sus estanterías?
—No se veían los lomos de los libros.
—Exactamente. Yo les eché un vistazo una vez. ¿Y adivina qué? No eran sobre ordenadores, sobre privacidad, sobre datos o sobre economía. Eran sobre todo libros de historia, de filosofía, de política: el Imperio romano, los emperadores chinos, Franklin Roosevelt, John Kennedy, Stalin, Idi Amín, Kruschev… Leía mucho sobre los nazis. Nadie utilizaba la información como ellos, y Andrew no vacilaba en decírtelo. La primera vez que se emplearon sistemáticamente los ordenadores para seguir la pista de los grupos étnicos. Así fue cómo consolidaron su poder. Sterling está haciendo lo mismo en el mundo empresarial. ¿Se ha fijado en el nombre de la empresa, SSD? Corre el rumor de que lo eligió a propósito: SS, por el ejército de élite nazi, y SD por su cuerpo de seguridad y espionaje. ¿Sabe qué dicen sus competidores que significa? «Vendemos almas por dólares[6]». —Geddes se rio amargamente.
»En fin, no me malinterprete. Andrew no odia a los judíos. Ni a ningún otro grupo. La política, la nacionalidad, la religión y la raza no significan nada para él. Una vez le oí decir: «Los datos no tienen fronteras». En el siglo veintiuno el poder reside en la información, no en el petróleo, ni en la geografía. Y Andrew Sterling quiere ser el hombre más poderoso de la Tierra. Estoy seguro de que le soltó el discurso de los atributos divinos de la minería de datos.
—¿Salvarnos de la diabetes, ayudarnos a pagar la casa y los regalos navideños y resolver casos para la policía?
—Ese. Y es todo cierto. Pero dígame si por obtener esos beneficios merece la pena que alguien sepa cada detalle de tu vida. Puede que a usted no le importe, con tal de ahorrarse unos pavos. Pero ¿de veras quiere que un láser de Consumer Choice escanee sus pupilas en un cine y grabe su reacción ante los anuncios que pasan antes de la película? ¿Quiere que la etiqueta RFID de la llave de su coche este disponible para que la policía sepa que la semana pasada condujo a ciento sesenta por hora cuando en el itinerario que seguía sólo había carreteras con un límite de cincuenta por hora? ¿Quiere que unos extraños sepan qué clase de bragas lleva su hija? ¿O cuándo exactamente practica el sexo?
—¿Qué?
—Bueno, innerCircle sabe que esta tarde compró preservativos y lubricante y que su marido cogió el tren de las seis y cuarto para volver a casa. Sabe que tiene usted la tarde libre porque su hijo ha ido a ver el partido de los Mets y su hija se está comprando ropa en la tienda de Gap en el Village. Sabe que a las siete y dieciocho puso el canal porno de su televisión por cable. Y que a las diez menos cuarto pidió comida china por teléfono para una agradable cena poscoital. Toda esa información está ahí.
»SSD sabe si sus hijos se han adaptado mal al colegio y cuándo deben enviarle publicidad directa sobre profesores particulares y servicios de psicología infantil. Sabe si su marido tiene problemas en la cama y cuándo mandarle folletos discretos acerca de tratamientos contra la disfunción eréctil. Y cuándo su historial familiar, sus pautas de compra y sus bajas en el trabajo la sitúan en un perfil previo al suicidio…
—Pero eso es bueno. De ese modo puede ayudarte un psicólogo.
Geddes se rio con frialdad.
—Se equivoca. Porque aconsejar a suicidas en potencia no es rentable. SSD manda la información a funerarias locales y a psicólogos especializados en duelos que pueden tener a toda la familia por clientes, no sólo a una persona deprimida que se pega un tiro. Y, por cierto, fue un negocio muy rentable.
Sachs estaba impresionada.
—¿Ha oído hablar de la «adhesión»?
—No.
—SSD ha creado una red basada solamente en usted. Llámelo «el mundo de la detective Sachs». Usted es el centro de la rueda y los radios van a sus parejas, cónyuges, padres, vecinos, compañeros de trabajo, a cualquiera que pueda ayudar a SSD a recabar datos y a beneficiarse de ese conocimiento. Cualquier persona con la que tenga relación está «adherida» a usted. Y todas y cada una de esas personas son también el centro de otra rueda y hay docenas de otras personas adheridas a ellas.
Sus ojos brillaron al asaltarle otra idea.
—¿Sabe algo de los metadatos?
—¿Qué es eso?
—Datos sobre datos. Cada documento que crea o almacena un ordenador, cartas, ficheros, informes, hojas de cálculo, informes jurídicos, páginas web, correos electrónicos, listas de la compra… Todos están cargados de datos ocultos. Quién los creó, dónde se mandan, todos los cambios que se han hecho y quién y cuándo los hizo. Todo está grabado ahí, segundo a segundo. Escribe usted un informe para su jefe y por hacer una broma empieza diciendo «Estimado Capullo», luego lo borra y lo escribe correctamente. Bien, pues lo de «estimado capullo» sigue ahí.
—¿En serio?
—Claro que sí. El tamaño de un documento típico de procesador de texto es mucho mayor que el texto del documento propiamente dicho. ¿Qué es lo demás? Metadatos. El programa de gestión de datos Atalaya tiene robots informáticos especializados en encontrar y almacenar los metadatos de todos los documentos que recoge el sistema. Lo llamábamos el Departamento Sombra, porque los metadatos son como una sombra de los datos principales. Y por lo general es mucho más reveladora.
Dieciséis, rediles, armarios, sombra… Aquel era un mundo totalmente nuevo para Amelia Sachs.
Geddes disfrutaba teniendo una oyente receptiva. Se inclinó hacia delante.
—¿Sabe que SSD tiene una división educativa?
Sachs recordó el organigrama del folleto que había descargado Mel Cooper.
—Sí, EduServe.
—Pero Sterling no le habló de ella, ¿verdad?
—No.
—Porque no quiere que se sepa que su función principal es recabar todos los datos posibles acerca de los niños. Empezando desde la guardería. Lo que compran, lo que ven, las páginas web a las que van, sus notas, sus historiales médicos desde el colegio… Y esa es una información muy muy valiosa para los establecimientos comerciales. Pero en mi opinión lo que da más miedo de EduServe es que los consejos escolares pueden acudir a SSD para que su software prediga el futuro de sus estudiantes y por tanto puedan orientarles hacia uno u otro programa educativo, siempre por el bien de la comunidad, o de la sociedad, si quiere ponerse orwelliana al respecto. Teniendo en cuenta el origen social de Billy, creemos que debería hacer formación profesional. Suzy debería ser médica, pero especializada en salud pública… Controle a los niños y controlará el futuro. Otro elemento de la filosofía de Adolf Hitler, por cierto. —Se rio—. En fin, se acabó el sermón. Pero ¿comprende usted por qué no pude soportarlo más?
Geddes frunció entonces el ceño.
—Sólo pensar en su situación… Una vez tuvimos un incidente en SSD. Hace años, antes de que la empresa se trasladara a Nueva York. Hubo una muerte. Probablemente fue sólo una coincidencia, pero…
—No, cuénteme.
—Al principio encargábamos buena parte de la recolección de datos concretos a rapiñadores.
—¿A qué?
—A empresas o individuos que proporcionan datos. Una gente muy rara. Son un poco como los exploradores antiguos: prospectores, podría decirse. Verá, los datos ejercen una extraña atracción. Se puede uno volver adicto a su búsqueda. Nunca se descubre lo suficiente. Por más que recojan, siempre quieren más. Y esos tipos están siempre buscando nuevas formas de reunirlos. Son competitivos, implacables. Así fue cómo empezó Sean Cassel en el negocio. Era un rapiñador de datos.
»El caso es que había un rapiñador asombroso. Trabajaba para una empresa pequeña. Creo que se llamaba Rocky Mountain Data, en Colorado. ¿Cómo se llamaba él? —Geddes entornó los ojos—. Puede que Gordon no sé qué. O puede que ese fuera su apellido. El caso es que nos enteramos de que no le hacía ninguna gracia que SSD fuera a absorber su empresa. Corre el rumor de que reunió todos los datos que pudo sobre la empresa y el propio Sterling: cambió las tornas. Pensaba que quizás estaba intentando sacar trapos sucios y chantajear a Sterling para impedir la absorción. ¿Conoce a Andy Sterling? ¿Andrew hijo? Trabaja en la empresa.
Ella asintió.
—Oímos rumores de que Sterling lo había abandonado hacía años y que el chico le había seguido la pista. Pero también oímos que quizás era otro hijo al que había abandonado. Puede que de su primera mujer o de una novia. Algo que quería mantener en secreto. Pensamos que quizá Gordon estaba buscando esa clase de basura.
»En fin, que mientras Sterling y otras personas estaban allí, negociando la compra de Rocky Mountain, ese tal Gordon murió. En un accidente de algún tipo, creo. Es lo único que oí. Yo no estaba allí. Estaba en Silicon Valley, escribiendo códigos.
—¿Y la absorción siguió adelante?
—Sí. Andrew siempre consigue lo que quiere. Ahora, permítame lanzar una idea acerca de su asesino. Es el propio Andrew Sterling.
—Tiene una coartada.
—¿Sí? Bueno, no olvide que es el rey de la información. Si controlas los datos, puedes cambiarlos. ¿Han comprobado su coartada con verdadero cuidado?
—Estamos en ello.
—Pues, aunque la confirme, tiene hombres que trabajan para él y que hacen todo lo que quiere. Y me refiero a todo. Recuerde que el trabajo sucio se lo hacen otros.
—Pero es multimillonario. ¿Qué interés puede tener en robar monedas o un cuadro y luego matar a la víctima?
—¿Qué interés? —Geddes levantó la voz como si fuera un profesor hablando con una alumna que no se está enterando de la lección—. Lo que le interesa es ser la persona más poderosa del mundo. Quiere que su pequeña colección incluya a todos los habitantes del planeta. Y le interesan especialmente las fuerzas de la ley y los clientes institucionales. Cuantos más delitos se resuelvan utilizando innerCircle, más cuerpos de policía, aquí y en el extranjero, se apuntarán a él. La primera tarea de Hitler al llegar al poder fue reforzar todos los cuerpos policiales de Alemania. ¿Cuál fue nuestro gran problema en Irak? Que desmantelamos el ejército y la policía, en vez de servirnos de ellos. Andrew no comete ese tipo de errores.
Se rio.
—Cree que estoy chiflado, ¿verdad? Pero convivo continuamente con estas cosas. Recuerde, no es paranoia si de veras hay alguien ahí fuera vigilando todo lo que haces cada minuto del día. Y eso, en resumen, es SSD.