—¿Ventanas rotas?
Sachs estaba contándole a Rhyme lo del logotipo de SSD.
—Me gusta.
—¿Sí?
—Sí. Piénsalo. Es una metáfora de lo que hacemos aquí. Encontramos pequeños fragmentos de pruebas que nos conducen a la gran respuesta.
Sellitto señaló con la cabeza a Rodney Szarnek, que estaba sentado en la esquina, silbando todavía, ajeno a todo salvo a su ordenador.
—El chaval de la camiseta ya tiene la trampa lista. Y está intentando introducirse en su sistema. ¿Ha habido suerte, agente? —preguntó.
—Eh… Esos tipos saben lo que se hacen, pero yo tengo un buen montón de ases en la manga.
Sachs les dijo que el jefe de seguridad no creía que nadie pudiera introducirse ilegalmente en innerCircle.
—Eso hace el juego aún más dulce —comentó Szarnek. Se acabó otro café y siguió silbando suavemente.
Sachs les habló entonces de Sterling, de la empresa y de cómo funcionaba el proceso de búsqueda y criba de datos. Pese a lo que les había explicado Thom la víspera y a sus pesquisas preliminares, a Rhyme le sorprendió la importancia del sector.
—¿Parecía sospechoso ese tal Sterling? —preguntó Sellitto.
Rhyme soltó un gruñido. La pregunta le parecía absurda.
—No. Se ha mostrado dispuesto a cooperar. Y por suerte para nosotros es un verdadero creyente: los datos son su dios. Quiere erradicar cualquier cosa que ponga en peligro a su empresa.
Les describió a continuación las fuertes medidas de seguridad de la empresa, el número reducido de personas que tenía acceso a los tres rediles de datos y que era imposible sustraer datos incluso si alguien conseguía entrar en ellos.
—Tuvieron un intruso, un periodista que sólo buscaba material para un reportaje, ni siquiera quería robar secretos corporativos. Cumplió condena y su carrera se ha terminado.
—Conque es vengativo, ¿eh?
Sachs se quedó pensándolo.
—No. Yo diría que es protector. En cuanto a sus empleados, he entrevistado a la mayoría de los que tienen acceso a los dosieres. Hay un par que no tienen coartada para ayer por la tarde. Ah, y he preguntado si archivan las descargas, pero no. Y van a facilitarnos un listado de clientes que han comprado datos sobre las víctimas y los chivos expiatorios.
—Pero lo importante es que les has hecho saber que se está llevando a cabo una investigación y les has dado a todos el nombre de Myra Weinburg.
—Exacto.
Sachs sacó un documento de su maletín. El dosier de Arthur, explicó.
—He pensado que podía ser útil, aunque sólo sea porque quizá te interese ver a qué se dedica tu primo. —Quitó la grapa y colocó el dosier en el atril de lectura que Rhyme tenía a su lado: un aparato que pasaba las páginas a medida que leía.
El criminalista miró el documento. Luego volvió a fijar la vista en los esquemas de las pizarras.
—¿No quieres echarle un vistazo? —preguntó Sachs.
—Puede que luego.
Ella volvió a hurgar en su maletín.
—Aquí está la lista de empleados de SSD que tienen acceso a los dosieres. «Armarios», los llaman.
—¿Porque en ellos guardan sus secretos?
—Exacto. Pulaski está comprobando sus coartadas. Tenemos que volver a hablar con los dos encargados de mantenimiento técnico, pero esto es lo que tenemos de momento. —Escribió en una pizarra los nombres de los empleados y algunos comentarios.
—¡Mel! —llamó Rhyme—. Búscalos en el NCIC y en la base de datos del departamento.
Cooper pasó los nombres a través del NCIC, el Centro Nacional de Información sobre Delincuencia y por su equivalente dentro del Departamento de Policía de Nueva York, así como el Programa de Detención de Criminales Violentos del Departamento de Justicia.
—Espera, puede que aquí haya una coincidencia.
—¿Cuál? —preguntó Sachs acercándose.
—Arlonzo Kemper. Un centro de internamiento para menores en Pensilvania. Una agresión, hace veinticinco años. El expediente sigue cerrado.
—La edad coincide. Tiene unos treinta y cinco años. Y es de piel clara. —Sachs señaló el esquema del perfil de 522.
—Pues vamos a abrir el expediente. O al menos a averiguar si se trata de la misma persona.
—Veré qué puedo hacer. —Cooper pulsó algunas teclas.
—¿Alguna referencia a los demás? —Rhyme indicó con la cabeza la lista de sospechosos.
—No, ninguna. Sólo él.
Cooper llevó a cabo varias búsquedas en bases de datos estatales y federales y consultó diversas asociaciones profesionales. Finalmente se encogió de hombros.
—Fue a la Universidad de California-Hastings. No encuentro ningún vínculo con Pensilvania. Parece un tipo solitario: aparte de los datos sobre sus estudios universitarios, sólo figura en la Asociación Nacional de Profesionales de Recursos Humanos. Formó parte del grupo de trabajo sobre tecnología hace dos años, pero desde entonces no ha hecho gran cosa. Vale, esto es lo que tienen sobre su detención cuando era menor de edad. Agredió a otro chico en una casa de internamiento… Ah.
—¿Ah qué?
—No es él. No tiene guión. El nombre es distinto. El detenido se llama Arlonzo de nombre y Kemper de apellido. —Miró el esquema—. El nuestro se llama Peter y de apellido Arlonzo-Kemper. Lo he copiado mal. Si hubiera puesto el guión, no habría aparecido. Lo siento.
—No es el peor de los pecados. —Rhyme se encogió de hombros. Daba qué pensar respecto a la naturaleza de los datos, se dijo. Parecían haber encontrado un sospechoso, y hasta la caracterización que había hecho Cooper de él sugería que era el asesino (Parece un tipo solitario). Era, sin embargo, una pista totalmente errónea, surgida de un error minúsculo: la falta de un solo guión. Podrían haber cargado contra aquel hombre (y haber desperdiciado recursos) si Cooper no se hubiera dado cuenta del error.
Sachs se sentó junto a Rhyme que, al ver su mirada, preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Tiene gracia, pero ahora que estoy aquí tengo la sensación de que se ha roto una especie de hechizo. Creo que quiero una opinión externa. Sobre SSD. Estando allí he perdido la perspectiva. Es un sitio que te desorienta.
—¿Y eso? —quiso saber Sellitto.
—¿Habéis estado alguna vez en Las Vegas?
Sellitto había estado con su exmujer. Rhyme soltó una breve carcajada.
—Las Vegas, donde la única cuestión es cuánto vas perdiendo. ¿Y por qué iba a querer tirar así mi dinero?
Sachs prosiguió diciendo:
—Bueno, es como un casino. Lo de fuera no existe. Las ventanas son pequeñas, o no hay. No hay conversaciones junto al dispensador del agua, nadie se ríe. Todo el mundo está totalmente centrado en su trabajo. Es como estar en otro mundo.
—Y quieres que alguien de fuera te dé su opinión —dijo Sellitto.
—Sí.
—¿Un periodista? —sugirió Rhyme. Peter Hoddins, la pareja de Thom, había sido periodista en el New York Times y se dedicaba ahora a escribir libros de ensayo sobre temas políticos y sociales. Seguramente conocería a gente de la sección de economía que conociera el sector de la minería de datos.
Pero ella negó con la cabeza.
—No, alguien que haya tenido contacto de primera mano con ellos. Un antiguo empleado, quizá.
—Bien. Lon, ¿puedes llamar a alguien de Desempleo?
—Claro. —El detective llamó al Departamento de Desempleo del estado de Nueva York. Después de diez minutos pasando de una oficina a otra dio con el nombre de un antiguo subdirector técnico de SSD. Había trabajado para la empresa durante unos años, pero lo habían despedido hacía año y medio. Se llamaba Calvin Geddes y vivía en Manhattan. Sellitto anotó sus datos y le pasó la nota a Sachs, que llamó a Geddes y quedó en encontrarse con él una hora después.
Rhyme no puso objeciones. En cualquier investigación hay que cubrir la mayor cantidad de terreno posible. Pero las pistas como la de Geddes o la comprobación de coartadas que estaba haciendo Pulaski eran para él como imágenes vistas en el reflejo de una ventana opaca: espejismos de la verdad, pero no la verdad misma. Eran únicamente los indicios materiales, por escasos que fuesen, los que contenían la verdadera respuesta a la pregunta de quién era el asesino. Así pues, él regresó a las pruebas.
Aparta…
Arthur Rhyme había dejado de acobardarse delante de los latinos, que de todos modos le ignoraban. Y sabía que aquel grandullón negro que le había dicho «que te jodan» no era ningún peligro.
Era el blanco de los tatuajes el que lo molestaba. Aquel «pellizquero» (así llamaban, por lo visto, a los adictos a la metanfetamina) le daba mucho miedo. Mick, se llamaba. Le temblaban las manos, se rascaba la piel amoratada y sus ojos blancos y fantasmales brincaban como burbujas de agua hirviendo. Hablaba en susurros consigo mismo.
Arthur había intentado esquivarlo todo el día anterior, y por la noche, mientras yacía despierto, entre accesos de depresión, había pasado mucho tiempo deseando que Mick se marchara, que fuera ese día a juicio y que desapareciera de su vida para siempre.
Pero no había tenido suerte. Esa mañana había vuelto y parecía no separarse de él. No dejaba de mirarlo.
—Tú y yo —murmuró una vez, y Arthur sintió un escalofrío que lo recorrió hasta la rabadilla.
Hasta los latinos parecían rehuir a Mick. Quizás en la cárcel hubiera que seguir ciertos protocolos. Reglas tácitas respecto a lo que estaba bien y mal. Gente como aquel yonqui flaco y tatuado podía no seguir esas normas, y allí todo el mundo parecía saberlo.
Aquí todo el mundo lo sabe todo. Menos tú. Tú no sabes una mierda.
Una vez se rio, miró a Arthur como si lo reconociera y comenzó a levantarse, pero luego pareció olvidar lo que se disponía a hacer, se sentó otra vez y comenzó a arañarse el pulgar con la uña.
—Tú, el de Jersey. —Una voz junto a su oído.
Arthur se sobresaltó.
El negro grandullón se le había acercado por la espalda. Se sentó a su lado. El banco crujió.
—Antwon. Antwon Johnson.
¿Debía cerrar el puño y golpear con él el de Johnson? No seas idiota, joder, se dijo, y se limitó a inclinar la cabeza.
—Arthur…
—Ya lo sé. —Johnson miró a Mick y añadió—: Ese pellizquero la ha cagado. No te metas cristal, es un mierda. Te jode la vida para siempre. —Pasado un momento dijo—. Entonces, ¿eres un cerebrito?
—Algo así.
—¿Cómo que «algo así»? ¿Qué coño quieres decir?
No juegues.
—Soy licenciado en Física. Y en química. Fui al MIT.
—¿Al Mit?
—Es una universidad.
—¿Buena?
—Muy buena.
—Entonces, ¿sabes cosas de ciencias? ¿Química y física y todo eso?
Aquel interrogatorio no se parecía en absoluto al de los dos latinos, los que habían intentado extorsionarle. Johnson parecía de verdad interesado.
—Algunas cosas, sí.
Entonces el grandullón preguntó:
—Entonces sabrás hacer bombas. Una bien gorda, para volar esa puta pared.
—Bueno… —El corazón volvió a latirle con violencia, más fuerte que antes—. Yo…
Antwon Johnson se rio.
—Me estaba cachodeando de ti, tío.
—Yo…
—Me… estaba… cachondeando de ti.
—Ah. —Arthur se rio y se preguntó si le estallaría el corazón en ese momento o si esperaría a hacerlo más tarde. No tenía todos los genes de su padre, pero ¿estaría incluido en el paquete su deficiencia cardíaca?
Mick masculló algo para sí mismo y se concentró en su codo derecho, que se rascó hasta dejarlo en carne viva.
Johnson y Arthur estuvieron observándolo.
Pellizquero…
Johnson dijo entonces:
—Oye, tú, Jersey, deja que te pregunte una cosa.
—Claro.
—Mi madre es muy religiosa, ¿sabes lo que te digo? Me decía que la Biblia tenía razón. Que toda esta mierda era exactamente como estaba escrito ahí. Vale, pero oye, digo yo, ¿dónde están los dinosaurios en la Biblia? Dios creó al hombre y a la mujer y la Tierra y los ríos y los burros y las serpientes y tal. Pero ¿por qué no pone que Dios creó a los dinosaurios? Porque yo he visto sus esqueletos, ¿sabes? Así que existieron. Así que, ¿cuál es la puta verdad, tío?
Arthur Rhyme miró a Mick. Después, al clavo incrustado en la pared. Le sudaban las manos y pensó que, de todas las cosas que podían ocurrirle en prisión, iban a matarlo por adoptar una postura científica frente al creacionismo.
Pero ¿qué cojones?
Dijo:
—Iría contra todas las leyes conocidas de la ciencia, leyes que han reconocido todas las civilizaciones avanzadas del planeta, que la Tierra tuviera solamente seis mil años de antigüedad. Sería como si a ti te crecieran alas y salieras volando por esa ventana de ahí.
Johnson arrugó el ceño.
Soy hombre muerto.
Su interlocutor fijó en él una mirada intensa. Luego asintió con la cabeza.
—Lo sabía, joder. No tenía sentido, seis mil años. Joder.
—Puedo darte el título de un libro que leí sobre eso. Hay un escritor, Richard Dawkins, que…
—No quiero leer ningún puto libro. Te creo, Señor Jersey.
Arthur sintió el impulso de entrechocar su puño con él, pero se refrenó.
—¿Qué va a decir tu madre cuando se lo digas? —preguntó.
Su cara redonda y negra se contrajo, llena de perplejidad.
—No voy a decírselo. Sería una gilipollez. Cuando discutes con tu madre, nunca ganas.
O con tu padre, se dijo Arthur.
Johnson se puso serio de repente.
—Tú —dijo—, dicen por ahí que te han trincado por algo que no has hecho.
—Claro que sí.
—¿Y aun así te han metido en la trena?
—Sí.
—¿Qué cojones ha pasado?
—Ojalá lo supiera. No he parado de darle vueltas desde que me detuvieron. Sólo pienso en eso. En cómo se las ha arreglado.
—¿Quién?
—El verdadero asesino.
—Tío, como en El fugitivo. O como O. J. Simpson.
—La policía encontró un montón de pruebas que me relacionaban con el crimen. El verdadero asesino lo sabía todo sobre mí, no sé cómo. Mi coche, dónde vivía, mis horarios. Sabía qué cosas compraba… y las puso allí, como pruebas. Estoy seguro de que fue eso lo que pasó.
Antwon Johnson se quedó pensando. Luego se echó a reír.
—Tío, ese es el problema.
—¿Cuál?
—Que te comprabas esas cosas. Deberías haberlas mangado. Así nadie sabe nada de ti.