17

El dormitorio estaba en silencio.

Rhyme había mandado a Thom a casa, a pasar la noche del domingo con Peter Hoddins, su pareja desde hacía tiempo. Rhyme le daba mucho la lata. No podía remediarlo y a veces se sentía mal por ello, pero intentaba compensarle y, cuando Amelia Sachs se quedaba con él, como esa noche, le mandaba marcharse. El joven necesitaba hacer más vida fuera de aquella casa, cuidando de un tullido viejo y gruñón.

El criminalista oyó un tintineo en el cuarto de baño. Los ruidos que hacía una mujer preparándose para acostarse. Repiqueteos de cristal, chasquidos de tapas de plástico, siseos de aerosol, un grifo abierto, fragancias que escapaban al aire húmedo del baño.

Le gustaban los momentos como aquel. Le recordaban a su vida de Antes del accidente.

Lo cual le trajo a la memoria las fotografías que había abajo, en el laboratorio. Junto a la que aparecía él en chándal, había otra en blanco y negro. Mostraba a dos jóvenes veinteañeros, larguiruchos y desgarbados, vestidos con traje, el uno al lado del otro, con los brazos colgando rectos, como si dudaran en abrazarse.

Su padre y su tío.

Pensaba a menudo en el tío Henry. En su padre, no tanto. Había sido así toda su vida. Teddy Rhyme no tenía nada que objetar: el más joven de los hermanos era sencillamente reservado, a menudo tímido. Le encantaba su trabajo procesando números en diversos laboratorios, adoraba leer, lo que hacía cada noche recostado en un grueso y gastado sillón de orejas mientras su esposa, Anne, cosía o veía la televisión. Era un apasionado de la historia, especialmente de la Guerra Civil estadounidense, un interés que (suponía Rhyme) estaba en el origen del nombre que había escogido para su hijo.

El niño y su padre convivían cordialmente, aunque recordaba muchos silencios incómodos cuando se hallaban a solas. Lo que te preocupa, también te estimula. Lo que supone un desafío, te hace sentirte vivo. Y Teddy nunca era un desafío, ni una preocupación.

El tío Henry, en cambio, sí. A montones.

No podías estar en la misma habitación que él más de un par de minutos sin que fijara sus ojos en ti como un faro. Y luego estaban las bromas, las curiosidades, las noticias familiares recientes. Y siempre las preguntas, algunas de ellas formuladas porque sentía verdadera curiosidad. La mayoría, sin embargo, las hacía como una invitación a debatir con él. ¡Ah, cómo le gustaban las justas intelectuales a Henry Rhyme! Podía uno acobardarse, podía sonrojarse, podía ponerse furioso, pero también arder de orgullo por uno de los raros cumplidos que hacía, porque sabías que te lo habías ganado. De los labios del tío Henry jamás salía un halago o una palabra de aliento injustificada.

—Estás cerca. ¡Piensa más! Lo llevas dentro. Einstein hizo todos sus descubrimientos importantes cuando era poco mayor que tú.

Si acertabas, recibías como premio una ceja levantada en señal de aprobación, equivalente a ganar el premio Westinghouse de las Ciencias. Pero con demasiada frecuencia tus argumentos eran falaces, tus premisas inútiles, tus críticas viscerales, tus datos sesgados… Lo que estaba en juego, sin embargo, no era su victoria sobre ti; su única meta era alcanzar la verdad y asegurarse de que entendías cómo llegar hasta ella. En cuanto hacía picadillo tu argumentación y se cercioraba de que entendías el porqué, se acababa la cuestión.

Entonces, ¿entiendes dónde te has equivocado? Has calculado la temperatura basándote en una serie de premisas incorrectas. ¡Exacto! Ahora vamos a hacer unas llamadas, a ver si nos juntamos para ir a ver a los Medias Blancas el sábado. Necesito un perrito caliente de los del estadio, y seguro que no vamos a poder comprarlo en Comiskey Park en pleno octubre.

Lincoln siempre había disfrutado de aquel forcejeo intelectual, y a menudo iba en coche hasta Hyde Park para asistir a los seminarios de su tío o tomar parte en los grupos de discusión informales que había en la facultad. De hecho, había ido con más frecuencia que Arthur, que solía estar ocupado con otras actividades.

Si su tío estuviera vivo, sin duda entraría en la habitación sin lanzar una sola mirada al cuerpo inmóvil de Rhyme, señalaría el cromatógrafo de gases y le espetaría: ¿Por qué usas todavía esa antigualla? Luego se acomodaría delante de las pizarras blancas y empezaría a interrogarlo acerca de cómo había manejado el caso 522.

Sí, pero ¿es lógico que ese sujeto se comporte de esta manera? Exponme otra vez tus argumentos.

Pensó en la noche que había recordado poco antes: la Nochebuena de su último año en el instituto, en casa de su tío en Evanston. Estaban presentes Henry, Paula y sus hijos. Robert, Arthur y Marie; Teddy y Anne con Lincoln; algunos otros tíos y tías, otros primos. Y un vecino o dos.

Lincoln y Arthur se habían pasado buena parte de la velada jugando al billar abajo y hablando sobre sus planes para el otoño siguiente y la universidad. Lincoln estaba empeñado en entrar en el MIT. Arthur también pensaba ir allí. Los dos confiaban en que los admitieran y esa noche estuvieron debatiendo si debían alojarse juntos en una residencia para estudiantes o buscar un apartamento fuera del campus (la camaradería masculina frente a una guarida donde llevar a las chicas).

La familia se reunió luego en la gran mesa del comedor de sus tíos. El lago Michigan se agitaba allí cerca, el viento silbaba entre las ramas desnudas y grises del jardín de atrás. Henry presidía la mesa igual que presidía su clase, siempre alerta y al mando, con una leve sonrisa por debajo de aquellos ojos incansables, atentos a todas las conversaciones que tenían lugar a su alrededor. Contaba chistes y anécdotas y preguntaba por las vidas de sus invitados. Rebosaba curiosidad, interés… y a veces era también un manipulador.

—Bueno, Marie, ahora que estamos todos aquí, cuéntanos lo de esa beca para Georgetown. Creo que estamos de acuerdo en que sería excelente para ti. Y Jerry puede ir a visitarte los fines de semana en ese coche nuevo tan elegante que tiene. Por cierto, ¿cuándo acaba el plazo de solicitud? Muy pronto, si no recuerdo mal.

Y su hija de cabello fino y algodonoso esquivaba su mirada y decía que, entre las Navidades y los exámenes finales, no había terminado de rellenar los impresos. Pero lo haría. Claro que sí.

El objetivo de Henry era, naturalmente, conseguir que su hija se comprometiera delante de testigos, a pesar de que ello la obligara a pasar otros seis meses separada de su novio.

Rhyme siempre había tenido el convencimiento de que su tío habría sido un abogado o un político excelente.

Después de retirar de la mesa los restos del pavo y del pastel de carne, cuando hicieron acto de aparición el Grand Marnier, el café y el té, Henry les hizo entrar a todos en el cuarto de estar, dominado por un árbol de Navidad enorme, por las llamas alegres de la chimenea y por un severo retrato del abuelo de Lincoln: un profesor de Harvard con tres doctorados.

Era la hora de la competición.

Henry lanzaba una pregunta de ciencias y el primero en responderla acertadamente ganaba un punto. Los jugadores que quedaban en los tres mejores puestos recibían como premio un regalo elegido por Henry y cuidadosamente envuelto por Paula.

La tensión se palpaba en el ambiente (siempre era así cuando Henry estaba al mando) y la gente se tomaba muy a pecho la competición. Podía contarse con que el padre de Lincoln acertara unas cuantas preguntas sobre química. Si el tema tenía que ver con los números, su madre, que enseñaba matemáticas a tiempo parcial, respondía a algunas preguntas antes incluso de que Henry hubiera acabado de formularlas. Pero quienes abrían la marcha a lo largo de todo el concurso eran los primos (Robert, Marie, Lincoln y Arthur) y el novio de Marie.

Hacia el final, poco antes de las ocho de la tarde, los concursantes se hallaban sentados literalmente al borde de sus sillas. El ranking cambiaba con cada pregunta. Les sudaban las palmas de las manos. Cuando sólo faltaban unos minutos para que el reloj de Paula marcara el final de la competición, Lincoln contestó a tres preguntas seguidas y se puso en cabeza. Marie fue segunda y Arthur tercero.

En medio de los aplausos, Lincoln hizo una reverencia teatral y aceptó el primer premio de manos de su tío. Todavía recordaba la sorpresa que sintió cuando quitó el papel verde oscuro: una caja de plástico transparente que contenía un cubo de cemento de una pulgada. Pero no era un premio de broma. Lo que sostenía Lincoln era un pedazo del Stagg Field de la Universidad de Chicago, donde había tenido lugar la primera reacción atómica en cadena bajo la dirección de Enrico Fermi y del tocayo de su primo, Arthur Compton. Al parecer, Henry había comprado aquel fragmento cuando el estadio fue derribado en los años cincuenta. Lincoln se sintió muy conmovido por aquel premio histórico y de pronto se alegró de haber jugado en serio. Todavía tenía la piedra en alguna parte, guardada en una caja de cartón, en el sótano.

Pero no había tenido tiempo de admirar su recompensa.

Porque esa noche había tenido una cita nocturna con Adrianna.

Al igual que su familia, que ese día se había colado inopinadamente en sus pensamientos, la bella gimnasta pelirroja también figuraba en sus memorias.

Adrianna Waleska (se pronunciaba con una uve suave, un eco de sus raíces en Gdansk, de donde su familia había salido hacía dos generaciones) trabajaba en el despacho del orientador universitario del instituto de Lincoln. A principios de su último curso, mientras le entregaba unos impresos, había visto sobre su mesa un ejemplar muy manoseado de Forastero en tierra extraña, la novela de Heinlein. Se habían pasado la hora siguiente hablando sobre el libro, coincidiendo a menudo en sus opiniones y disintiendo otras veces, de resultas de lo cual Lincoln se percató de que se había saltado la clase de química. No importaba. Lo primero era lo primero.

Era alta, delgada, llevaba un aparato invisible en los dientes y tenía una figura atractiva bajo sus jerséis peludos y sus vaqueros acampanados. Su sonrisa iba de efervescente a seductora. Pronto empezaron a salir, la primera incursión para ambos en el campo de las relaciones serias. Cada uno asistía a las competiciones deportivas del otro, visitaban las Salas Thorne del Instituto de las Artes de Chicago, los clubes de jazz del casco viejo y, de vez en cuando, el asiento trasero del Chevy Monza de Adrianna, que difícilmente podía considerarse un asiento trasero y que por tanto añadía su toque de encanto. Ella vivía a un corto trecho de su casa conforme a los parámetros de corredor de fondo de Rhyme, pero no podía ir hasta allí corriendo (¿cómo iba a presentarse sudando?), de modo que les pedía prestado el coche a sus padres cuando podía y se iba a verla.

Pasaban horas hablando. Al igual que con tío Henry, Adie y él se picaban entre sí.

Había obstáculos, sí. Él se iba al curso siguiente a estudiar a Boston; ella, a San Diego a estudiar biología y a trabajar en el zoo. Pero eran simples complicaciones, y Lincoln Rhyme, tanto entonces como ahora, no aceptaba las complicaciones como excusa.

Más tarde (después del accidente, y de que Blaine y él se divorciaran), se había preguntado a menudo qué habría pasado si Adrianna y él hubieran seguido juntos y llevado adelante su relación. Esa Nochebuena, de hecho, había estado a punto de pedirle matrimonio. Había pensado ofrecerle no un anillo sino, según había ensayado ingeniosamente, «otro tipo de piedra»: el premio del concurso de ciencias de su tío.

Pero se había echado para atrás por culpa del tiempo. Mientras estaban sentados, abrazados en un banco, la nieve empezó a lanzarse con ímpetu suicida desde el silencioso cielo del Medio Oeste y a los pocos minutos tenían el pelo y los abrigos cubiertos de una capa blanca y mojada. Adrianna volvió a su casa y Lincoln a la suya antes de que quedaran bloqueadas las carreteras. Esa noche, tumbado en la cama, con la bolsa de plástico que contenía el trozo de cemento a su lado, ensayó su petición de matrimonio.

Pero nunca llegó a efectuarla. Surgieron cosas que les hicieron tomar caminos distintos, acontecimientos aparentemente insignificantes que, al igual que los átomos invisibles a los que se engañó para que se fisionaran en un gélido campo de deportes, cambiaron para siempre el mundo.

Todo habría sido distinto…

Rhyme entrevió a Sachs cepillándose el largo pelo rojizo. Estuvo observándola unos instantes, contento de que fuera a quedarse a pasar la noche: más contento de lo habitual. Rhyme y Sachs no eran inseparables. Eran personas de una independencia obstinada, y a menudo preferían pasar la noche separados. Esa noche, en cambio, él quería que estuviera allí. Quería disfrutar de la cercanía de su cuerpo. La sensación (en las escasas partes en las que era capaz de sentir algo) era aún más intensa precisamente por su infrecuencia.

Su amor por ella era de las razones que lo habían impulsado a asumir su régimen de ejercicios, para el que se servía de un cinta andadora informatizada y de una bicicleta Electrologic. Si la ciencia médica, que avanzaba a paso de tortuga, llegaba alguna vez a la línea de meta (es decir, si le permitía volver a caminar), quería que sus músculos estuvieran preparados. Estaba pensando, además, en someterse a una nueva operación que podía mejorar su estado hasta que llegara ese día. Era una técnica experimental y controvertida conocida como «redirección del nervio periférico». Llevaba años hablándose de ella (y se había ensayado de vez en cuando) sin muchos resultados positivos, pero últimamente unos médicos extranjeros habían practicado con cierto éxito la operación pese a las reservas de la comunidad médica estadounidense. El procedimiento consistía en conectar quirúrgicamente nervios de más arriba del punto de la lesión con nervios de más abajo. Un desvío para rodear un puente inutilizado, de hecho.

Los resultados positivos se habían dado en su mayor parte en pacientes con lesiones menos graves que las de Rhyme, pero en todo caso eran notables: recuperación del control de la vejiga, del movimiento de algunas extremidades e incluso de la capacidad de caminar. Esto último era imposible en su caso, pero sus conversaciones con un médico japonés pionero en el uso de la técnica y con un colega que trabajaba en el hospital asociado a una prestigiosa y selecta universidad de la Costa Este le habían hecho concebir ciertas esperanzas de mejoría. Cabía la posibilidad de que recuperara en parte la sensación y el movimiento de brazos y manos y el control de la vejiga.

Y el sexo, también.

Los paralíticos, incluso los tetrapléjicos, son perfectamente capaces de mantener relaciones sexuales. Si el estímulo es mental (ver a un hombre o a una mujer que nos atrae), entonces no, el mensaje no pasa más allá del punto en que se ha producido la lesión en la médula espinal. Pero el cuerpo es un mecanismo brillante y existe un nudo mágico de nervios que opera por sí solo, más abajo de la lesión. Un pequeño estímulo local y hasta los hombres con mayor grado de parálisis pueden hacer, a menudo, el amor.

Se apagó la luz del cuarto de baño y vio que la silueta de Amelia se acercaba a él y se subía a la que, según había afirmado ella misma hacía tiempo, era la cama más cómoda del mundo.

—Yo… —comenzó a decir Rhyme, y su voz quedó sofocada de inmediato por un beso apasionado de Sachs.

—¿Qué decías? —susurró ella, moviendo los labios por su barbilla y luego por su cuello.

Se le había olvidado.

—Se me ha olvidado.

Tomó la oreja de Sachs entre los labios y notó que apartaba las mantas. Le costó cierto esfuerzo: Thom hacía la cama como un soldado que temiera a su sargento instructor. Pero pronto vio las mantas arrebujadas a los pies de la cama. Y, a su lado, la camiseta de Sachs.

Ella volvió a besarlo. Rhyme la besó con ansia.

Y entonces sonó el teléfono de ella.

—Oh, oh —susurró—. No lo he oído. —Tras cuatro pitidos, el bendito buzón de voz se hizo cargo de la llamada. Pero un momento después el teléfono volvió a sonar.

—Puede que sea tu madre —dijo Rhyme.

Rose Sachs tenía un problema cardíaco y estaba en tratamiento. El pronóstico era bueno, pero últimamente había sufrido algunos reveses.

La detective refunfuñó y abrió el teléfono, bañando sus cuerpos con una luz azulada. Miró la pantalla y dijo:

—Es Pam. Será mejor que lo coja.

—Claro.

—Hola, ¿qué pasa?

Rhyme dedujo de la conversación que siguió que algo iba mal.

—De acuerdo… Claro… Pero estoy en casa de Lincoln. ¿Quieres venir aquí? —Miró a Rhyme, que asintió con la cabeza—. Está bien, cariño. Claro que estaremos despiertos. —Cerró el teléfono.

—¿Qué ocurre?

—No lo sé. No ha querido contármelo. Sólo ha dicho que esta noche Dan y Enid han recibido a dos niños nuevos, un caso de emergencia, y que los más mayores tenían que dormir juntos en la misma habitación. Le apetecía salir de allí y no quiere estar sola en mi casa.

—Por mí no hay problema, ya lo sabes.

Sachs se tumbó y lo besó enérgicamente. Susurró:

—He hecho cuentas. Tiene que hacer la mochila, sacar su coche del garaje… Tardará tres cuartos de hora largos en llegar aquí. Tenemos un poco de tiempo.

Se inclinó hacia delante y lo besó de nuevo.

En ese instante sonó estruendosamente el timbre y se oyó decir por el intercomunicador:

—¿Señor Rhyme? ¿Amelia? Hola, soy Pam. ¿Pueden abrirme?

Él se echó a reír.

—O puede que haya llamado desde los escalones de la puerta.

Pam y Sachs estaban sentadas en uno de los dormitorios de arriba.

Aquel era el cuarto de la chica, para cuando le apetecía quedarse a dormir allí. Sobre la estantería había sólo uno o dos peluches abandonados (cuando tu madre y tu padrastro huyen del FBI, los juguetes no tienen una gran presencia en tu infancia). Tenía, en cambio, varios cientos de discos y libros. Gracias a Thom, siempre había algún chándal limpio, así como camisetas y calcetines. Una radio Sirius por satélite y un lector de discos. Y también sus zapatillas deportivas: a Pam le encantaba correr por la pista de dos kilómetros y medio que rodeaba el lago de Central Park. Corría porque le gustaba correr, y también por una necesidad ansiosa.

Sentada en la cama, se pintaba con esmero las uñas de los pies con laca dorada, separando los dedos con bolas de algodón. Su madre le tenía prohibido pintárselas, lo mismo que maquillarse («por respeto a Cristo», argumentaba con dudosa lógica), y en cuanto se vio libre de su vida en la clandestinidad ultraderechista, Pam había adoptado pequeños y reconfortantes hábitos como aquel, o como teñirse el pelo de un tono rojizo o llevar tres pendientes en la oreja. Sachs se alegraba de que no se hubiera pasado de la raya: si alguien tenía motivos para zambullirse de cabeza en lo extravagante, era Pamela Willoughby.

La detective estaba arrellanada en un sillón, con los pies en alto y las uñas de los pies sin pintar. La brisa llevaba hasta el interior del cuartito la compleja mezcla de olores primaverales de Central Park: estiércol, tierra, follaje mojado por el rocío, humo de motor. Bebió un sorbo de su chocolate caliente.

—¡Uf! Sóplalo primero.

Pam sopló suavemente sobre su taza y probó el chocolate.

—Está bueno. Y caliente, sí. —Siguió pintándose las uñas. Su expresión preocupada contrastaba con su semblante de esa mañana.

—¿Sabes cómo se llama a eso? —Sachs señaló con el dedo.

—¿A los pies? ¿A los dedos?

—No, a la parte de abajo.

—Claro. La parte de abajo de los pies y la parte de abajo de los dedos.

Se rieron.

—Plantas. Y también tienen huellas, igual que los dedos de las manos. Lincoln atrapó a un criminal una vez porque dejó inconsciente a una persona dándole patadas con el pie descalzo. Una de las veces falló y dio en la puerta. Y dejó una huella.

—Es genial. Debería escribir otro libro.

—Estoy intentando convencerlo para que lo escriba —comentó Sachs—. Bueno, ¿qué pasa?

—Stuart.

—Cuéntame.

—A lo mejor no debería haber venido. Es una tontería.

—Vamos, soy policía, ¿recuerdas? No pararé hasta que me lo cuentes.

—Es sólo que me ha llamado Emily, y es muy raro que me llame un domingo. Nunca me llama en domingo, así que enseguida he pensado, vale, pasa algo. Al principio parecía que no quería decirme nada, pero luego sí. Y me ha dicho que hoy ha visto a Stuart con otra, con una chica del instituto, después del partido de fútbol. Y resulta que a mí me había dicho que iba a irse directamente a casa.

—Bueno, ¿y qué más? ¿Sólo estaban hablando? No hay nada de malo en eso.

—Emily dice que no está segura, pero que parecía, ya sabes, que estaba abrazándola. Y cuando vio que alguien lo estaba mirando, se fue rápidamente con ella. Como si intentara esconderse. —La labor de pedicura quedó a medias—. Me gusta muchísimo, de verdad. Sería una mierda que quisiera cortar conmigo.

Las dos habían visitado juntas a una psicóloga y, con permiso de Pam, Sachs había hablado a solas con ella. La chica pasaría un largo periodo de estrés postraumático, no sólo debido a su prolongado cautiverio en manos de su madre trastornada, sino como resultado de un episodio concreto en el que su padrastro había estado a punto de sacrificar su vida al intentar matar a varios agentes de policía. Incidentes como aquel con Stuart Everett, de poca importancia para la mayoría de la gente, cobraban proporciones desmesuradas en la mente de la muchacha y podían tener efectos devastadores. La psicóloga le había dicho a Sachs que no diera pábulo a sus temores, pero que tampoco les quitara importancia. Que sopesara con cuidado cada uno de ellos e intentara analizarlos.

—¿Habéis hablado de salir con otras personas?

—Stuart dijo que… Bueno, hace un mes dijo que no salía con nadie más. Y yo tampoco. Se lo dije.

—¿Algún otro soplo? —preguntó Sachs.

—¿Soplo?

—Me refiero a que si alguna otra de tus amigas te ha dicho algo.

—No.

—¿Conoces a los amigos de Stuart?

—Más o menos, pero no puedo preguntarles nada. Quedaría fatal.

Sachs sonrió.

—Entonces lo de los espías no sirve. Bueno, lo que deberías hacer sería preguntárselo a él. Directamente.

—¿Tú crees?

—Sí, creo que sí.

—¿Y si me dice que está saliendo con otra?

—Entonces deberías dar gracias porque sea sincero contigo. Es buena señal. Y luego convencerlo de que deje a la otra. —Se rieron—. Tienes que decirle que tú sólo quieres salir con un chico. —La madre en ciernes que llevaba dentro se apresuró a añadir—: Pero no estamos hablando de que os caséis, ni de iros a vivir juntos. Sólo de salir.

Pam asintió rápidamente con la cabeza.

—Sí, claro.

Aliviada, Sachs agregó:

—Y que con quien quieres salir es con él. Pero que esperas lo mismo de él. Que entre vosotros hay algo importante, que os entendéis, que podéis hablar, que tenéis un vínculo fuerte y que eso no se encuentra muy a menudo.

—Como tú y el señor Rhyme.

—Sí, así. Pero si él no quiere, no pasa nada.

—No, sí que pasa. —Pam arrugó el ceño.

—No, sólo te estoy diciendo lo que tienes que decirle. Pero luego dile que tú también vas a salir con otros chicos. Que no puede tenerlo todo.

—Supongo que sí, pero ¿y si me dice que vale? —Se le ensombreció el semblante al pensarlo.

Sachs se rio y sacudió la cabeza.

—Sí, es una faena que te tomen la palabra. Pero no creo que vaya a hacerlo.

—Muy bien. Mañana voy a verlo después de clase. Hablaré con él.

—Llámame para contarme. —Se levantó, recogió el bote de laca de uñas y lo tapó—. Duerme un poco. Es tarde.

—Pero mis uñas… No he terminado.

—Pues no te pongas zapatos abiertos.

—Amelia…

Se detuvo en la puerta.

—¿El señor Rhyme y tú vais a casaros?

Sachs sonrió y cerró la puerta.