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Sachs les contó una historia acerca de un hombre al que le habían robado la identidad y arruinado la vida. Un hombre que llamaba «Dios» a su bestia negra, y a sí mismo «Job».

Evidentemente, estaba trastornado: decir que era «raro» era quedarse muy corto. Sin embargo, aunque sólo fuera cierta en parte, su historia era conmovedora y dura de escuchar. Una vida hecha trizas, y un crimen sin objeto.

Sachs acaparó la atención de Rhyme cuando dijo:

—Jorgensen asegura que el responsable ha estado siguiéndole la pista desde que compró este libro, hace dos años. Parece saber todo lo que hace.

—Lo sabe todo —repitió Rhyme mirando los esquemas de las pruebas—. Precisamente de eso estábamos hablando hace unos minutos. Consigue toda la información que necesita sobre las víctimas y los chivos expiatorios. —La puso al corriente de lo que habían averiguado.

Ella entregó el libro a Mel Cooper y le dijo que Jorgensen estaba convencido de que contenía un dispositivo de seguimiento.

—¿Un dispositivo de seguimiento? —bufó Rhyme—. Ha visto demasiadas películas de Oliver Stone. Muy bien, revísalo si quieres, pero no descuidemos las verdaderas pistas.

Las llamadas que hizo Sachs a la policía de las distintas jurisdicciones en las que Jorgensen había sido víctima de 522 no dieron resultado alguno. Sí, había habido usurpación de identidad, de eso no había duda.

—Pero —le dijo un policía de Florida— ¿sabe con qué frecuencia pasan estas cosas? Encontramos un domicilio falso y hacemos una redada, pero cuando llegamos está vacío. Se llevan toda la mercancía que han cargado a la cuenta de la víctima y se largan a Texas o a Montana.

La mayoría habían oído hablar de Jorgensen («Escribe un montón de cartas») y se compadecían de él, pero ninguno tenía pistas concretas que pudieran conducir a un individuo o a una banda que pudiera hallarse detrás de los delitos y no podían dedicar a los casos tanto tiempo como les gustaría.

—Podríamos tener a cien personas más en nómina y ni así haríamos ningún avance.

Después de colgar, Sachs explicó que, dado que 522 conocía la dirección de Jorgensen, le había dicho al recepcionista del hotel que la avisara inmediatamente si alguien llamaba o se pasaba por allí preguntando por él. Si el recepcionista accedía, ella no informaría a la oficina de inspección de edificios del ayuntamiento del estado en que se hallaba el establecimiento.

—Bien hecho —comentó Rhyme—. ¿Sabías que habían cometido infracciones?

—No hasta que me dijo que sí aproximadamente a la velocidad de la luz. —Sachs se acercó a las pruebas que Pulaski había recogido en el loft de los alrededores del Soho y les echó un vistazo.

—¿Alguna idea, Amelia? —preguntó Sellitto.

Ella se levantó y se quedó mirando las pizarras, arañándose un dedo con otro mientras intentaba dar sentido a aquella colección de pistas dispares.

—¿De dónde sacó esto? —Recogió la bolsa que contenía la fotografía con la cara de Myra Weinburg: la joven miraba fijamente a la cámara que había hecho la foto, con expresión tierna y divertida—. Deberíamos averiguarlo.

Tenía razón. Rhyme no se había parado a pensar en la procedencia de la fotografía: había dado por sentado que 522 la habría descargado de alguna página web. Le había interesado más el papel como fuente de restos materiales.

En la fotografía, Myra Weinburg aparecía de pie al lado de un árbol en flor, mirando a la cámara con una sonrisa. Sostenía en la mano una bebida de color rosa en una copa de martini.

El criminalista notó que Pulaski también miraba la fotografía, de nuevo con ojos angustiados.

El caso es que… se parecía un poco a Jenny.

Rhyme advirtió unos bordes característicos y, a la derecha, lo que parecían ser los trazos de varias letras que se salían del encuadre.

—La habrá conseguido en Internet. Para que pareciera que DeLeon Williams le estaba siguiendo la pista.

Sellitto dijo:

—Quizá podamos encontrarlo a través de la página de donde la descargó. ¿Cómo podemos averiguar de dónde la sacó?

—Busca su nombre en Google —sugirió Rhyme.

Cooper probó a hacerlo y encontró una docena de correspondencias, varias de ellas referidas a otra Myra Weinburg. Las que atañían a la víctima eran todas ellas páginas de carácter profesional, pero ninguna de las fotografías que figuraban en ellas se parecía a la que había impreso 522.

—Tengo una idea —dijo Sachs—. Deja que llame a mi experto en informática.

—¿A quién? ¿A ese tipo de Delitos Informáticos? —preguntó Sellitto.

—No, a alguien todavía mejor.

Levantó el teléfono y marcó un número.

—Hola, Pammy, ¿dónde estás? Vale. Tengo un encargo. Conéctate a Internet para un chat. El audio lo haremos por teléfono.

Sachs se volvió hacia Cooper:

—¿Puedes conectar tu cámara web, Mel?

El técnico pulsó unas teclas y un momento después apareció en su monitor una imagen de la habitación de Pam en la casa de sus padres de acogida en Brooklyn. La cara de la guapa adolescente apareció ante ellos cuando se sentó. La lente de gran angular distorsionaba ligeramente su cara.

—Hola, Pam.

—Hola, señor Cooper —dijo su voz cantarina a través del altavoz del teléfono.

—Ya me ocupo yo —dijo Sachs, y sustituyó a Cooper ante el teclado—. Cariño, hemos encontrado una fotografía y creemos que procede de Internet. ¿Puedes echarle un vistazo y decirnos si sabes de dónde?

—Claro.

Sachs levantó la fotografía a la altura de la cámara web.

—Se ve borrosa. ¿No puedes sacarla del plástico?

La detective se puso unos guantes de látex, sacó con cuidado la hoja y volvió a levantarla.

—Así está mejor. Claro, es de OurWorld.

—¿Qué es eso?

—Pues ya sabes, una red social. Como Facebook y MySpace. Es la que está más de moda. Está todo el mundo.

—Rhyme, ¿sabes lo que es eso? —preguntó Sachs.

El criminalista asintió con la cabeza. Curiosamente, había estado pensando en ello hacía poco, a raíz de un artículo del New York Times sobre las redes sociales y los mundos virtuales como Second Life. Le había sorprendido descubrir que la gente pasaba cada vez menos tiempo en el mundo exterior y más en el virtual: desde avatares a redes sociales, pasando por el teletrabajo. Por lo visto los adolescentes pasaban ahora menos tiempo en el exterior que en cualquier otro periodo de la historia de Estados Unidos. Lo irónico era que, gracias a un régimen de ejercicio que estaba mejorando su estado físico y su capacidad de adaptación, él era cada vez menos virtual y se aventuraba cada vez más en el mundo exterior. La línea divisoria entre la capacidad y la discapacidad empezaba a desvanecerse.

Sachs preguntó a Pam:

—¿Estás segura de que es de esa página?

—Sí. Tienen ese borde especial. Si te fijas bien, no es sólo una línea. Son como globos, como la Tierra repetida muchas veces.

Rhyme aguzó la vista. Sí, el borde era tal y como acababa de describirlo Pam. Hizo memoria y recordó que en el artículo se hablaba de OurWorld.

—Hola, Pam. Hay muchos miembros, ¿verdad?

—Ah, hola, señor Rhyme. Sí. No sé, como treinta o cuarenta millones de personas. ¿De qué dominio es esa?

—¿De qué dominio? —preguntó Sachs.

—Así es como se llama a tu página: tu «dominio». ¿Quién es la chica?

—Me temo que la han asesinado hoy —contestó Sachs sin alterar la voz—. Es el caso del que te hablé antes.

Rhyme no le habría hablado del asesinato a una adolescente, pero era Sachs quien estaba llamando: ella sabía qué debía contar y qué no.

—Vaya, lo siento. —Pam se mostró apenada, pero no impresionada, ni consternada por la cruda realidad.

El criminalista preguntó:

—Pam, ¿cualquiera puede conectarse a Internet y entrar en tu dominio?

—Bueno, se supone que para eso tienes que unirte a la red. Pero si no quieres colgar nada ni tener tu propio dominio, puedes entrar solamente para echar un vistazo.

—Entonces, tú dirías que la persona que imprimió esta fotografía sabe de ordenadores.

—Sí, tiene que saber, supongo. Sólo que no la imprimió.

—¿Qué?

—No se puede imprimir ni descargar nada. Ni siquiera dándole al icono de imprimir de la pantalla. El sistema tiene un filtro. Ya sabe, para evitar acosos. Y no se puede forzar. Es como lo que protege los libros electrónicos para evitar la piratería.

—Entonces, ¿cómo consiguió la fotografía? —preguntó Rhyme.

Pam se rio.

—Bueno, seguramente hizo lo que hacemos todos en el instituto si queremos una foto de un chico mono o de una chica gótica un poco rara. Hacemos una foto a la pantalla con una cámara digital. Es lo que hace todo el mundo.

—Claro —dijo el criminalista, meneando la cabeza—. No se me había ocurrido.

—Bueno, no se preocupe, señor Rhyme —repuso la chica—. Muchas veces, a la gente no se le ocurre la respuesta obvia.

Sachs miró a Rhyme, que sonrió al oír la respuesta tranquilizadora de la muchacha.

—Muy bien, Pam. Gracias. Luego nos vemos.

—¡Adiós!

—Vamos a completar el retrato de nuestro amigo.

Sachs cogió el rotulador y se acercó a la pizarra.

Rhyme estaba mirando los pormenores del esquema cuando oyó reír a Mel Cooper.

—Vaya, vaya, vaya.

—¿Qué pasa?

—Esto es interesante.

—Sé más concreto. No necesito cosas «interesantes». Necesito datos.

—Aun así es interesante. —El técnico había estado iluminando con una luz potente el lomo rasgado del libro de Robert Jorgensen—. ¿Creíais que el médico estaba chalado porque hablaba de dispositivos de seguimiento? Pues ¿adivina qué? Puede que aquí haya una película para Oliver Stone. Hay algo implantado aquí dentro. En la cinta del lomo.

—¿En serio? —dijo Sachs sacudiendo la cabeza—. Creía que estaba loco.

—Déjame ver —dijo Rhyme, al que de pronto le picaba la curiosidad. De momento había dejado aparcado su escepticismo.

Cooper acercó una pequeña cámara de alta definición a la mesa de examen y enfocó el libro con una luz de infrarrojos. Vieron bajo la cinta un rectángulo minúsculo de líneas entrecruzadas.

—Sácalo —ordenó Rhyme.

Cooper rasgó con cuidado la cinta del lomo y sacó lo que parecía ser un trozo de papel plastificado de dos centímetros y medio de largo, con líneas de circuitos informáticos grabadas en él. Había además una serie de números y el nombre del fabricante: DMS, Inc.

Sellitto preguntó:

—¿Qué cojones es eso? ¿De verdad es un dispositivo de seguimiento?

—No veo cómo iba a serlo. No tiene batería ni fuente de alimentación, que yo vea —dijo Cooper.

—Busca la empresa, Mel.

Una búsqueda rápida reveló que se trataba de Data Management Systems, con sede a las afueras de Boston. Cooper leyó una descripción de su actividad, una de cuyas ramas se dedicaba a la fabricación de aquellos aparatitos, conocidos como etiquetas RFID para la identificación de radiofrecuencias.

—He oído hablar de ellas —dijo Pulaski—. Salió en la CNN.

—Ah, la fuente definitiva del conocimiento forense —exclamó Rhyme con socarronería.

—No, eso es CSI —dijo Sellitto, y Ron Pulaski abortó de nuevo una carcajada.

Sachs preguntó:

—¿Para qué sirven?

—Es interesante.

—Otra vez «interesante».

—Básicamente se trata de un circuito integrado programable que puede leerse con un escáner de radio. No necesitan batería: la antena capta las ondas de radio y con eso tienen alimento suficiente para funcionar.

—Jorgensen dijo algo de romper las antenas para desconectarlos —explicó Sachs—. También dijo que algunos se pueden destruir con un microondas. Pero que ese… —señaló el aparatito— no había podido desactivarlo así. O eso dijo.

Cooper añadió:

—Los fabricantes y los minoristas los utilizan para el control de inventarios. Dentro de unos años casi todos los productos que se vendan en Estados Unidos llevarán su etiqueta RFID. Algunas grandes cadenas de tiendas los exigen ya antes adquirir una línea de productos.

Sachs se rio.

—De eso me hablaba Jorgensen. Tal vez no esté tan chiflado como yo creía.

—¿Todos los productos? —preguntó Rhyme.

—Sí. De ese modo las tiendas saben dónde están las cosas inventariadas, cuántas existencias tienen, qué cosas se venden más rápidamente que otras, cuándo tienen que rellenar las estanterías o volver a hacer un pedido. También las utilizan las aerolíneas para el manejo del equipaje. De ese modo saben dónde están tus maletas sin tener que escanear el código de barras. Y se usan en las tarjetas de crédito, en los permisos de conducir, en las tarjetas de identificación de los empleados… En esos casos, las llaman «tarjetas inteligentes».

—Jorgensen quiso ver mi carné de la policía. Lo miró con mucha atención. Quizás era esto lo que buscaba.

—Están por todas partes —agregó Cooper—. En esas tarjetas de descuento que se usan en los supermercados, en las tarjetas de puntos de la gente que viaja a menudo en avión, en el telepeaje de las autopistas…

Sachs señaló con la cabeza las pizarras.

—Piénsalo, Rhyme. Jorgensen decía que ese hombre al que llamaba «Dios» lo sabía todo sobre su vida. Sabía lo suficiente para robarle su identidad, para comprar cosas a su nombre, para conseguir préstamos y tarjetas de crédito y averiguar dónde estaba.

El criminalista sintió la emoción de estar avanzando en su cacería.

—Y Cinco Dos Dos sabe lo suficiente sobre sus víctimas para acercarse a ellas, para conseguir que confíen en él. Sabe lo suficiente sobre sus chivos expiatorios para colocar en la escena del crimen pruebas falsas elaboradas con cosas idénticas a las que tienen en sus casas.

—Y —añadió Sellitto— sabe exactamente dónde están en el momento del crimen. Para que no tengan coartada.

Sachs echó una ojeada a la pequeña etiqueta.

—Jorgensen dijo que su vida había empezado a derrumbarse más o menos en la época en que compró ese libro.

—¿Dónde lo compró? ¿Hay algún recibo o alguna pegatina con el precio, Mel?

—No. Si los había, los ha cortado.

—Llama a Jorgensen. Vamos a traerlo aquí.

Sachs sacó su teléfono y llamó al hotel donde acababa de reunirse con él. Frunció el ceño.

—¿Ya? —preguntó al recepcionista.

Esto no pinta bien, se dijo Rhyme.

—Se ha marchado —dijo ella al colgar—. Pero sé adónde ha ido. —Encontró un trozo de papel e hizo otra llamada, pero tras mantener una breve conversación volvió a colgar y lanzó un suspiro. Jorgensen tampoco estaba en aquel hotel, informó; ni siquiera había llamado para hacer una reserva.

—¿Tienes su número de móvil?

—No tiene móvil. No se fía de ellos. Pero sabe mi número. Con un poco de suerte, llamará. —Se acercó al minúsculo dispositivo—. Mel, corta el cable. La antena.

—¿Qué?

—Jorgensen dijo que ahora que tenemos el libro, nosotros también estamos infectados. Córtalo.

Cooper se encogió de hombros y miró a Rhyme, al que la idea le parecía absurda. Aun así, Amelia Sachs no se asustaba fácilmente.

—Claro, adelante. Pero haz una anotación en la tarjeta de cadena de custodia. «Prueba desactivada».

Una expresión que solía reservarse para bombas y armas de fuego.

Rhyme perdió entonces el interés por las etiquetas RFID. Levantó la mirada.

—Muy bien. Hasta que tengamos noticias suyas, vamos a especular. Vamos, chicos. Sed valientes. ¡Necesito ideas! Tenemos un criminal que es capaz de conseguir todo tipo de información sobre la gente. ¿Cómo lo hace? Sabe todo lo que compran las personas a las que inculpa. Sedal, cuchillos de cocina, espuma de afeitar, fertilizante, preservativos, cinta aislante, cuerda, cerveza… Ha habido cuatro víctimas y cuatro chivos expiatorios, como mínimo. No puede seguir a todo el mundo, ni entrar en sus casas.

—Puede que trabaje en una de esas grandes tiendas de artículos baratos —sugirió Cooper.

—Pero DeLeon compró algunas de las pruebas en Home Depot, y allí no pueden comprarse preservativos ni aperitivos.

—Quizá trabaje en una empresa de tarjetas de crédito —sugirió Pulaski—. De ese modo podría ver lo que compra la gente.

—No está mal, novato, pero en algunos casos las víctimas habrán pagado en efectivo.

Sorprendentemente, fue Thom quien les proporcionó la respuesta. Sacó sus llaves.

—He oído hablar a Mel de las tarjetas de descuento. —Enseñó varias tarjetitas de plástico que llevaba en el llavero. Una de A&P y otra de Food Emporium—. Paso la tarjeta y me hacen un descuento. Aunque pague en efectivo, la tienda sabe lo que he comprado.

—Bien —dijo Rhyme—, pero ¿qué hacemos ahora? Seguimos teniendo delante decenas de lugares distintos donde compraron las víctimas y los inculpados.

—Ah.

Rhyme miró a Sachs, que estaba observando el esquema de las pruebas con una leve sonrisa en la cara.

—Creo que ya lo tengo.

—¿Qué? —preguntó Rhyme, esperando la aplicación inteligente de un principio de la ciencia forense.

—Zapatos —dijo ella con sencillez—. La respuesta está en los zapatos.