He estado viendo las noticias (hoy día hay tantas manera eficaces de conseguir información) y no he oído nada sobre una policía pelirroja abatida por otro agente de la ley en Brooklyn.
Pero por lo menos Ellos tienen miedo.
Deben de estar nerviosos.
Bien. ¿Por qué iba a ser yo el único?
Mientras camino, reflexiono: ¿cómo ha ocurrido esto? ¿Cómo es posible que haya ocurrido?
Esto no va bien, no va bien, no va…
Parecían saber exactamente lo que iba a hacer, quién era mi víctima.
Y que iba camino de la casa de DeLeon 6832 en ese preciso momento.
¿Cómo lo sabían?
Repasando los datos, variándolos, analizándolos. No, no entiendo cómo lo han conseguido.
Todavía no. Tengo que seguir pensando.
No dispongo de información suficiente. ¿Cómo voy a extraer conclusiones si no tengo los datos? ¿Cómo?
Cálmate, cálmate, me digo. Cuando caminan deprisa, los dieciséis van arrojando datos, desvelando información de todas clases, al menos para aquellos que son listos, que saben hacer buenas deducciones.
Arriba y abajo por las calles grises de la ciudad, el domingo ha perdido su encanto. Un día feo, arruinado. El sol es áspero y turbio. La ciudad es fría, tiene los bordes deshilachados. Los dieciséis son burlones, hipócritas y pedantes.
¡Los odio a todos!
Pero mantén la cabeza baja, finge que estás disfrutando del día.
Y, sobre todo, piensa. Analiza. ¿Cómo analizaría un ordenador los datos si se enfrentara a un problema?
Piensa. Bien, ¿cómo han podido enterarse Ellos?
Una manzana, dos manzanas, tres manzanas, cuatro…
No hay respuestas. Sólo una conclusión: son buenos. Y otro interrogante: ¿quiénes son exactamente Ellos? Supongo…
Me asalta una idea espantosa. No, por favor… Me paro y rebusco en mi mochila. ¡No, no, no! ¡No está! El Post-it pegado a la bolsa de las pruebas, olvidé quitarlo antes de tirarla. La dirección de mi dieciséis favorito: 3694-8938-5330-2498, mi mascota, conocido oficialmente como el doctor Robert Jorgensen. Acababa de averiguar adónde había huido intentando esconderse y lo había anotado en el Post-it. Me enfurece no haberlo memorizado y haber tirado la nota.
Me odio a mí mismo, odio todas las cosas. ¿Cómo he podido ser tan descuidado?
Tengo ganas de llorar, de gritar.
¡Mi Robert 3694! Ha sido durante dos años mi conejillo de Indias, mi experimento humano. Archivos públicos, usurpación de identidad, tarjetas de crédito…
Pero, sobre todo, arruinarlo fue un enorme subidón. Orgásmico, indescriptible. Como la coca o la heroína. Coger a un padre de familia feliz y completamente normal, a un médico bueno y atento, y destruirlo.
Bien, no puedo correr ningún riesgo. Tengo que dar por descontado que alguien encontrará la nota y hablará con él. Él huirá… y yo tendré que dejarlo marchar.
Hoy me han robado algo más. No puedo describir cómo me siento cuando eso pasa. Duele como una quemadura, es un miedo parecido al pánico ciego, es como caer y saber que vas a estrellarte contra el suelo borroso en cualquier momento, pero… todavía… no.
Deambulo entre las manadas de antílopes, entre los dieciséis que vagan de acá para allá en su día de fiesta. Mi felicidad está aniquilada, mi bienestar ha desaparecido. Hace apenas unas horas miraba a todo el mundo con curiosidad benévola o con lujuria. Ahora sólo quiero abalanzarme sobre alguien y rajar su carne blanca, fina como la piel de un tomate, con una de mis ochenta y nueve cuchillas de barbero.
Quizá con mi modelo Krusius Brothers de fines del siglo XIX. Tiene una hoja extralarga, un mango fino de asta de venado y es el orgullo de mi colección.
—Las pruebas, Mel. Vamos a echarles un vistazo.
Rhyme se refería a las pruebas que habían recogido en la papelera, cerca de la casa de DeLeon Williams.
—¿Crestas de fricción?
Cooper buscó primero huellas dactilares en las bolsas de plástico: la que contenía las pruebas que presuntamente iba a colocar 522 y las bolsas que había dentro, una con sangre todavía fresca y otra con una toalla de papel ensangrentada. Pero no había huellas en el plástico, lo cual fue una desilusión teniendo en cuenta lo bien que las conserva. (A menudo son visibles, no latentes, y pueden distinguirse sin iluminación especial ni productos químicos). Cooper encontró, en cambio, indicios de que el sujeto no identificado había manipulado las bolsas con guantes de algodón: los criminales expertos los prefieren a los de látex, que conservan perfectamente las huellas dactilares en el interior de los dedos.
Sirviéndose de diversos aerosoles y fuentes de luz alterna, Mel Cooper examinó el resto de los objetos sin encontrar huellas en ninguno de ellos.
Rhyme comprendió que aquel caso, como los demás que cabía atribuir a 522, se diferenciaba de la mayoría en que presentaba pruebas de dos clases. En primer lugar, pruebas materiales falsas con las que el asesino tenía intención de inculpar a DeLeon Williams. Indudablemente, se había cerciorado de que ninguna de ellas pudiera conducir hasta su persona. En segundo lugar, pruebas auténticas que había dejado accidentalmente y que podían muy bien conducir hasta su domicilio. Los restos de tabaco, por ejemplo, o el pelo de muñeca.
La toalla de papel manchada de sangre y la sangre fresca pertenecían a la primera categoría, la de las pruebas que pensaba colocar en casa de Williams. Del mismo modo, no cabía duda de que la cinta aislante que pensaba depositar en el garaje o en el coche de Williams encajaría a la perfección con las tiras empleadas para amordazar o atar a Myra Weinburg, pero había sido cuidadosamente aislada de la casa de 522 para que no se contaminara con ningún otro resto material.
La zapatilla deportiva marca Sure-Track del número 47 seguramente no iba a ser depositada en casa de Williams, pero aun así era una prueba falsificada en el sentido de que 522 la había utilizado indudablemente para dejar en el lugar de los hechos la huella de un zapato parecido a los que gastaba Williams. Mel Cooper la examinó de todos modos y descubrió algunos restos materiales: había cerveza en los intersticios de la suela. Según la base de datos de ingredientes de bebidas fermentadas que Rhyme había creado años antes para el Departamento de Policía de Nueva York, era con toda probabilidad cerveza de la marca Miller. Podía pertenecer a cualquiera de las dos categorías de pruebas: falsas o auténticas. Para salir de dudas, tendrían que ver qué recogía Pulaski en la escena del crimen de Myra Weinburg.
La bolsa contenía además una fotografía de la joven impresa por impresora que seguramente 522 había incluido a fin de sugerir que Williams le había estado siguiendo la pista a través de Internet. Por tanto, estaba también destinada a servir de prueba falsa. Aun así, Rhyme pidió a Cooper que la examinara con cuidado. El test de ninhidrina no reveló, sin embargo, ninguna huella dactilar. Los análisis microscópicos y químicos pusieron de manifiesto que el papel era genérico, imposible de rastrear, y que se había utilizado una impresora Hewlett-Packard láser, también ilocalizable más allá del nombre de la marca.
Hicieron, no obstante, un descubrimiento que podía ser útil: encontraron algo incrustado en el papel: restos de un hongo, Stachybotrys chartarum, el célebre moho de los «edificios enfermos». Dado que la cantidad hallada en el papel era muy escasa, era improbable que 522 pensara utilizarla como prueba falsa. Procedía, más probablemente, de la casa del asesino o de su lugar de trabajo. La presencia de dicho moho, que se encontraba casi exclusivamente en interiores, suponía que su vivienda o lugar de trabajo era, al menos en parte, húmedo y oscuro. El moho no prolifera en lugares secos.
La nota adhesiva, que el asesino seguramente tampoco preveía dejar como prueba inculpatoria, no era genérica, de las más baratas, sino de la marca 3M, pero aun así resultaba imposible localizar su origen. Cooper no encontró restos materiales en ella aparte de unas cuantas esporas de moho, lo cual les sirvió al menos para constatar que probablemente procedía de 522. La tinta era de un bolígrafo desechable de los que se vendían en un sinfín de tiendas de todo el país.
Y eso era todo, aunque mientras Cooper estaba anotando los resultados, un técnico del laboratorio externo que utilizaba Rhyme para los análisis médicos de urgencia llamó para informarles de que las pruebas preliminares confirmaban que la sangre hallada en las bolsas era de Myra Weinburg.
Sellitto atendió una llamada telefónica, mantuvo una conversación breve y colgó.
—Nada. La Agencia Antidroga ha rastreado la llamada acerca de Amelia. Se hizo desde un teléfono público. Nadie vio a la persona que llamó y en la autopista nadie vio a un tipo corriendo. Los interrogatorios en las dos estaciones de metro más cercanas no han dado resultado. Nadie vio nada sospechoso a la hora en la que escapó ese tipo.
—Bueno, no estaba haciendo nada sospechoso, ¿no? ¿Qué se piensan los que han hecho los interrogatorios? ¿Que un asesino que huía iba a saltarse el torniquete o a quitarse la ropa y a ponerse un traje de superhéroe?
—Sólo te estoy diciendo lo que me han dicho, Linc.
Rhyme hizo una mueca y pidió a Thom que anotara los resultados de la búsqueda en la pizarra.
Sonó el timbre y Ron Pulaski entró en la habitación con paso enérgico, llevando dos cajas de plástico, de las que se usaban para las botellas de leche, llenas de bolsas de plástico. Eran las pruebas del lugar donde había sido asesinada Myra Weinburg.
Rhyme advirtió de inmediato que su expresión había cambiado. Su rostro permanecía inmóvil. Pulaski gesticulaba a menudo, o parecía perplejo o, de vez en cuando, orgulloso. Incluso se sonrojaba. Ahora, en cambio, sus ojos parecían desprovistos de emoción, carecían por completo de la mirada decidida de antes. Saludó a Rhyme con una inclinación de cabeza, se acercó con aire hosco a las mesas de examen, le entregó las pruebas a Cooper y le dio las tarjetas de cadena de custodia, que el técnico firmó.
Luego, el novato se apartó y echó un vistazo al esquema de la pizarra que había hecho Thom. Con las manos en los bolsillos y la camisa hawaiana suelta, no vio una sola palabra.
—¿Estás bien, Pulaski?
—Claro.
—Pues no lo parece —comentó Sellitto.
—Qué va, no es nada.
Pero no era cierto. Algo le había afectado mientras inspeccionaba por primera vez solo la escena de un homicidio.
Por fin dijo:
—Estaba allí tumbada, boca arriba, mirando el techo. Era como si estuviera viva, buscando algo. Con el ceño fruncido, como si tuviera curiosidad. Supongo que esperaba que estuviera tapada.
—Sí, bueno, ya sabes que no los tapamos —masculló Sellitto.
Pulaski miró por la ventana.
—El caso es… Vale, sé que es una locura, pero es que se parecía un poco a Jenny. —Se refería a su mujer—. Ha sido muy raro.
En muchos sentidos, Lincoln Rhyme y Amelia Sachs se parecían a la hora de desempeñar su trabajo. Creían que, al inspeccionar el lugar de un crimen, había que poner en juego la empatía a fin de sentir lo que habían experimentado el asesino y la víctima. Ello ayudaba a entender mejor la escena del crimen y a encontrar pruebas que de otro modo podían pasar desapercibidas.
Quienes tenían esa habilidad, por espeluznantes que pudieran ser sus consecuencias, eran maestros en el arte de «recorrer la cuadrícula».
Pero Rhyme y Sachs diferían en un aspecto fundamental: ella creía que era importante no embotarse, no hacerse inmune al horror del crimen. Había que sentir ese horror cada vez que se entraba en la escena de un asesinato, y después. Si no, decía, se te endurecía el corazón y te hallabas más cercano a las tinieblas que habitaban en el interior de la gente a la que perseguías. Rhyme, en cambio, opinaba que había que mostrarse lo más desapasionado posible. Sólo desentendiéndote fríamente de la tragedia podías ser el mejor agente de policía posible e impedir que ocurrieran futuras tragedias. («Ya no es un ser humano», les decía a sus nuevos reclutas. «Es una fuente de pruebas materiales. Y muy buena, además»).
El criminalista creía que Pulaski estaba más cerca de ser como él, pero en aquel momento, estando tan al comienzo de su carrera, pertenecía más bien al bando de Amelia Sachs. Sintió lástima por el joven, pero tenían un caso que resolver. Esa noche, cuando llegara a casa, Pulaski podría abrazar con fuerza a su mujer y llorar en silencio la muerte de la joven a la que tanto se parecía su esposa.
—¿Estás aquí, Pulaski? —preguntó en tono malhumorado.
—Sí, señor, estoy bien.
No del todo, pero Rhyme se había hecho entender.
—¿Has inspeccionado el cadáver?
Un gesto de asentimiento.
—También estaba allí el forense de guardia. Lo hemos inspeccionado juntos. Me he asegurado de que se pusiera gomas en los zapatos.
Para evitar confusiones a la hora de examinar las huellas de pisadas, Rhyme exigía a sus colaboradores que se pusieran gomas alrededor de los zapatos incluso cuando vestían monos de plástico con capucha para impedir que sus cabellos, sus células epidérmicas y otros restos materiales contaminaran la escena del crimen.
—Bien. —El criminalista miró con avidez las cajas de leche—. Vamos a ponernos en marcha. Le hemos estropeado el plan. Puede que esté enfadado y que en estos momentos esté buscando a otra víctima. O puede que esté comprando un billete con destino a México. En cualquier caso, quiero que nos demos prisa.
El joven policía abrió su cuaderno.
—Yo…
—¡Thom, ven aquí! ¡Thom! ¿Dónde demonios estás?
—Dime, Lincoln —dijo su asistente con una sonrisa alegre al entrar en la habitación—. Siempre estoy dispuesto a dejarlo todo para atender una petición tan amable.
—Te necesitamos otra vez. Otro esquema.
—¿Ah, sí?
—Por favor.
—No lo dices sinceramente.
—Thom…
—Está bien.
—«Escena del crimen de Myra Weinburg».
El asistente escribió el encabezamiento y permaneció en guardia con el rotulador en la mano mientras Rhyme preguntaba:
—Bueno, Pulaski, tengo entendido que no ha sido en el apartamento de la chica.
—Así es, señor. Los dueños son una pareja. Están de vacaciones, en un crucero. He podido comunicarme con ellos. Nunca habían oído hablar de Myra Weinburg. Dios mío, debería haberles oído. Estaban disgustadísimos. No tienen ni idea de quién ha podido ser. Y para entrar rompió la cerradura.
—Así que sabía que la casa estaba vacía y que no había alarma —comentó Cooper—. Muy interesante.
Sellitto sacudía la cabeza.
—¿Tú qué crees? ¿Que lo escogió sólo como decorado?
—Es una zona muy tranquila —respondió Pulaski.
—¿Y qué crees que estaba haciendo ella por allí?
—Encontré su bici fuera. Tenía la llave de una cadena de seguridad en el bolsillo y encajaba.
—Montando en bicicleta. Quizá Cinco Dos Dos se había informado de la ruta que seguía la víctima y sabía que pasaría por allí a cierta hora. Y también se había enterado de algún modo de que los dueños de la casa iban a estar de viaje, así que nadie le molestaría… Está bien, novato, cuéntanos qué has encontrado. Thom, si tienes la amabilidad de anotarlo…
—Se te ve el plumero.
—¡Ja! ¿Causa de la muerte? —preguntó Rhyme a Pulaski.
—Le he dicho al forense de guardia que le diga al patólogo que se dé prisa en mandarnos los resultados de la autopsia.
Sellitto se rio de mala gana.
—¿Y qué te ha dicho?
—Algo así como «Sí, vale» y un par de cosas más.
—Necesitas tener un poco más de empaque antes de poder pedir cosas así, pero te agradezco el esfuerzo. ¿Cuál es el dictamen preliminar?
Pulaski echó un vistazo a sus notas.
—Sufrió varios golpes en la cabeza. Para que dejara de forcejear, dedujo el forense. —El joven agente hizo una pausa, recordando quizá la herida que había sufrido un par de años antes. Luego añadió—: Murió por estrangulación. Tenía petequias en los ojos y en el interior de los párpados, pequeñas hemorragias…
—Sé lo que son las petequias, novato.
—Ah, claro. Vale. Y distensión venosa en la cara y el cuero cabelludo. Esta es posiblemente el arma homicida. —Levantó una bolsa que contenía un tramo de cuerda de unos ciento veinte centímetros.
—¿Mel?
Cooper cogió la cuerda y la desplegó cuidadosamente sobre una gran hoja de papel fino en blanco. A continuación le pasó un brochín para desalojar los restos materiales. Examinó lo que había encontrado y tomó un par de muestras de las fibras.
—¿Qué? —preguntó Rhyme con impaciencia.
—Lo estoy comprobando.
El novato volvió a refugiarse en sus notas.
—En cuanto a la violación, fue vaginal y anal. Post mórtem, en opinión del forense de guardia.
—¿El cadáver había sido colocado de alguna manera especial?
—No, pero me he fijado en una cosa, detective —dijo Pulaski—. Tenía todas las uñas largas, menos una, que estaba cortada muy corta.
—¿Tenía sangre?
—Sí. Estaba cortada casi hasta la raíz. —Titubeó—. Seguramente, pre mórtem.
Así que 522 es un poco sádico, pensó Rhyme.
—Le gusta el dolor.
—Comprueba las fotografías de los otros casos, desde la violación anterior.
El joven corrió a buscar las fotografías. Rebuscó entre ellas, encontró una y la miró guiñando los ojos.
—Mire esto, detective. Sí, aquí también le cortó una uña. Del mismo dedo.
—A nuestro chico le gustan los trofeos. Es bueno saberlo.
Pulaski asintió con entusiasmo.
—Y fíjese: el dedo donde se lleva la alianza de casado. Seguramente tiene algo que ver con su pasado. Puede que lo dejara su mujer, o que su madre o alguna figura maternal lo abandonara…
—Buena idea, Pulaski. Eso me recuerda que nos hemos olvidado de otra cosa.
—¿De cuál, señor?
—¿Has mirado tu horóscopo esta mañana, antes de empezar la investigación?
—¿Mi…?
—Ah, ¿y a quién le tocaba hoy leer los posos del té? Se me ha olvidado.
Sellitto se echó a reír. Pulaski se sonrojó.
—Los perfiles psicológicos no sirven de nada —soltó Rhyme—. Lo que sí sirve es saber que Cinco Dos Dos tiene ahora en su poder material genético, una uña que lo vincula con la escena del crimen. Eso por no hablar de que, si conseguimos deducir qué tipo de instrumento utilizó para recoger su trofeo, tal vez podamos dar con el lugar donde lo compró y encontrar al asesino. Pruebas, novato. No paparruchas psicológicas.
—Claro, detective. Entendido.
—Con «Lincoln» me vale.
—Muy bien. Claro.
—¿La cuerda, Mel?
Cooper estaba revisando la base de datos de fibras.
—Cáñamo genérico, disponible en cientos de tiendas al por menor en todo el país. —Hizo un análisis químico—. No hay restos.
Mierda.
—¿Qué más, Pulaski? —preguntó Sellitto.
El joven fue repasando su lista. Le habían atado las manos con hilo de sedal que le había cortado la piel, haciéndola sangrar. Tenía la boca tapada con cinta aislante. La cinta era marca Home Depot, claro está, cortada del rollo que había tirado 522: los extremos deshilachados coincidían perfectamente. Cerca del cuerpo se habían descubierto dos preservativos sin abrir, explicó el joven agente levantando la bolsa. Eran de la marca Trojan-Enz.
—Y aquí están las muestras de fluidos.
Mel Cooper cogió las bolsas de plástico y analizó las muestras vaginales y rectales. La oficina del patólogo les proporcionaría un informe más detallado, pero estaba claro que entre las sustancias presentes había restos de un lubricante espermicida semejante al que se utilizaba con los preservativos. No había semen en ningún lugar de la escena del crimen.
Otra muestra recogida en el suelo, donde Pulaski había encontrado la huella de una zapatilla deportiva, resultó ser de cerveza, de la marca Miller. La imagen electrostática de la suela era, naturalmente, la de una zapatilla Sure-Track del pie derecho y del número 47: la misma que 522 había tirado a la papelera.
—Y los dueños del loft no tenían cerveza, ¿verdad? ¿Has registrado la cocina y la despensa?
—Sí, señor, claro. Y no he encontrado ninguna.
Lon Sellitto estaba asintiendo.
—Te apuesto diez pavos a que Miller es la marca de cerveza preferida de DeLeon.
—Esta apuesta no te la acepto, Lon. ¿Qué más había?
Pulaski levantó una bolsa de plástico con un hebra marrón que había encontrado justo encima de la oreja de la víctima. Los análisis revelaron que era tabaco.
—¿Qué puedes decirnos, Mel?
Los exámenes del técnico revelaron que era una hebra cortada finamente, de las que se empleaban en los cigarrillos, pero no idéntica a la muestra de Tareyton que figuraba en la base de datos. Lincoln Rhyme era uno de los pocos no fumadores del país que renegaba de las leyes antitabaco: el tabaco y la ceniza eran vínculos forenses maravillosos entre el criminal y la escena del crimen. Cooper no pudo decirles la marca. Concluyó, sin embargo, que la sequedad del tabaco se debía probablemente a que era viejo.
—¿Fumaba Myra? ¿O los dueños del loft?
—No vi nada que lo indicara. Y además hice lo que siempre nos dice: olisqueé la escena del crimen cuando llegué. No olía a tabaco.
—Bien. —Rhyme estaba satisfecho con la inspección, hasta el momento—. ¿Qué hay de las huellas dactilares?
—He recogido muestras de las huellas de los dueños de la casa, del armario de las medicinas y de las cosas que tenían sobre la mesilla de noche.
—Así que no era un farol: de verdad has leído mi libro. —Rhyme había dedicado varios párrafos de su manual de técnicas forenses a la importancia de recoger huellas de control en la escena de un delito y acerca de los mejores sitios para encontrarlas.
—Sí, señor.
—Me alegro mucho. ¿Gané algo en derechos de autor gracias a ti?
—El libro se lo pedí prestado a mi hermano. —Pulaski tenía un hermano gemelo que era policía en la comisaría número seis, en Greenwich Village.
—Espero que lo haya comprado.
La mayoría de las huellas halladas en el loft eran de la pareja, lo cual pudieron determinar gracias a las muestras. Las otras pertenecían posiblemente a visitas, pero cabía la posibilidad de que 522 se hubiera descuidado. Cooper las pasó todas por el Sistema Automatizado de Identificación de Huellas Dactilares. Los resultados tardarían poco en estar disponibles.
—Muy bien, cuéntame, Pulaski, ¿qué impresión te dio la escena del crimen?
La pregunta pareció sorprenderle.
—¿Qué impresión me dio?
—Esos eran los árboles. —Rhyme bajó los ojos hacia las bolsas de pruebas—. ¿Qué opinas del bosque?
El joven agente se quedó pensando.
—Bueno, la verdad es que sí que pensé algo. Pero es una tontería.
—Tú sabes que seré el primero en decírtelo si se te ocurre una teoría idiota, novato.
—Es sólo que cuando llegué tuve la impresión de que había algo extraño en el forcejeo.
—¿Qué quieres decir?
—Verá. La bicicleta de la víctima estaba sujeta con la cadena a una farola, fuera del loft. Como si la hubiera aparcado, sin pensar que pasaba nada malo.
—Así que no la asaltó en la calle.
—Exacto. Y para entrar en el loft hay que pasar por una verja y luego recorrer un pasillo largo que llevaba a la puerta de entrada. Era muy estrecho y estaba lleno de cosas que la pareja guardaba fuera: tarros y latas, cosas de deporte, algunos envases para reciclar, herramientas para el jardín… Pero estaba todo intacto. —Tocó otra fotografía—. En cambio, mire dentro: fue allí donde empezó el forcejeo. La mesa y los jarrones… Justo junto a la puerta de entrada. —Volvió a bajar la voz—. Parece que se defendió con uñas y dientes.
Rhyme asintió con un gesto.
—Muy bien, así que Cinco Dos Dos la engatusa para llevarla al loft. Ella echa el seguro a la bici, recorre el pasillo y entran en la casa. Ella se para en la entrada, ve que está mintiendo e intenta salir.
Se quedó pensándolo.
—Así pues, él tenía que saber algo sobre Myra que la tranquilizara y que le hiciera sentir que podía confiar en él. Claro, pensadlo bien: tiene toda esa información acerca de quiénes son esas personas, de lo que compran, de cuándo están de vacaciones, de si tienen alarma y de dónde van a estar… No está mal, novato. Ahora sabemos algo concreto sobre él.
Pulaski se esforzó por refrenar una sonrisa.
El ordenador de Cooper emitió un pitido. El técnico leyó la información desplegada en la pantalla.
—Ninguna coincidencia respecto a las huellas. Cero.
Rhyme se encogió de hombros, nada sorprendido.
—Me interesa esa idea: que sepa tantas cosas. Que alguien llame a DeLeon Williams. ¿Cinco Dos Dos acertó de lleno en las pruebas que iba a plantar en su casa?
La breve conversación que sostuvo Sellitto confirmó que, en efecto, Williams usaba zapatillas Sure-Track del número 47, que solía comprar preservativos de la marca Trojan-Enz, que tenía sedal de cuarenta libras, que bebía cerveza Miller y que hacía poco había comprado cinta aislante y cuerda de cáñamo en Home Depot para amarrar una carga que tenía que transportar.
Al mirar el esquema de pruebas de la violación anterior, Rhyme reparó en que los preservativos utilizados por 522 en ese caso eran Durex. El asesino los había empleado porque Joseph Knightly compraba esa marca.
—¿Le falta alguna zapatilla? —preguntó a Williams por el manos libres.
—No.
—Así que compró un par —comentó Sellitto—. Del mismo tipo y del mismo número que las que tiene usted. ¿Cómo lo sabía? ¿Ha visto a alguien rondando por su casa últimamente, quizás en su garaje, o rebuscando en su cubo de basura o en su coche? ¿Han sufrido algún robo en casa en los últimos tiempos?
—No, claro que no. Yo estoy en paro y paso casi todo el día aquí, cuidando de la casa. Me habría dado cuenta. Y este no es el mejor barrio del mundo. Tenemos una alarma. Siempre la dejamos puesta.
ESCENA DEL CRIMEN DE MYRA WEINBURG
Rhyme le dio las gracias y colgaron.
Echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando la pizarra mientras le dictaba a Thom lo que quería que escribiera.
Rhyme preguntó:
—Nuestro chico llamó a emergencias, ¿verdad? ¿Para informar sobre el Dodge?
—Sí —confirmó Sellitto.
—Informaos sobre la llamada. Qué dijo, cómo sonaba su voz.
Sellitto añadió:
—De los casos anteriores también: el de tu primo, el del robo de monedas y la violación anterior.
—Claro, muy bien. No lo había pensado.
Sellitto se puso en contacto con la centralita de la policía. Las llamadas al 911 eran grabadas y se conservaban durante periodos de tiempo variables. Solicitó la información. Diez minutos después recibió una llamada. Las llamadas al número de emergencias en el caso de Arthur y en el asesinato de Myra Weinburg estaban todavía grabadas, le informó el supervisor de la centralita, y habían sido enviadas a la dirección de correo electrónico de Cooper en formato.wav. Las de los casos anteriores habían sido enviadas a Archivos en formato CD. Podían tardar días en encontrarlas, pero habían mandado a un ayudante a solicitarlas.
Cuando llegaron los archivos de audio, Cooper los abrió para que los oyeran. Una voz de hombre pedía a la policía que se diera prisa en llegar a una dirección en la que había oído gritos. Describía los vehículos de huida. Las voces sonaban idénticas.
—¿Huellas de voz? —preguntó Cooper—. Si conseguimos identificar a un sospechoso, podremos compararlas.
En el mundo de las ciencias forenses, las huellas de voz se consideraban más fiables que los detectores de mentiras y algunos tribunales las admitían como pruebas, dependiendo del juez. Pero Rhyme meneó la cabeza.
—Escuchad. Está hablando a través de una caja. ¿No lo notáis?
Una «caja» es un aparato que disfraza la voz. No produce un sonido extraño, a lo Darth Vader: el timbre es normal, aunque suene un poco a hueco. Muchos servicios de información telefónica y atención al cliente los utilizan para uniformizar las voces de sus empleados.
Entonces se abrió la puerta y Amelia Sachs entró en el salón llevando un objeto grande bajo el brazo. Rhyme no pudo ver qué era. Ella inclinó la cabeza, miró el esquema de pruebas y le dijo a Pulaski:
—Parece que has hecho un buen trabajo.
—Gracias.
Rhyme advirtió que lo que sostenía era un libro. Parecía medio deshecho.
—¿Qué demonios es eso?
—Un regalo de nuestro amigo el doctor Robert Jorgensen.
—¿Qué es? ¿Una prueba?
—No sabría decirte. La verdad es que hablar con él ha sido una experiencia muy rara.
—¿Rara en qué sentido, Amelia? —preguntó Sellitto.
—Pues como si el Niño Murciélago, Elvis y los alienígenas estuvieran detrás del asesinato de Kennedy. Así de rara.
Pulaski soltó una rápida carcajada, y Lincoln Rhyme la lanzó una mirada fulminante.