Esto sí que es una sorpresa.
Las señas del Upper East Side y el hecho de que Robert Jorgensen fuera cirujano ortopédico había inducido a Amelia Sachs a creer que la residencia Henderson, cuya dirección figuraba en la nota adhesiva, sería mucho más bonita.
Era, en cambio, un tugurio repugnante, una pensión de mala muerte habitada por borrachos y yonquis. El sórdido vestíbulo, lleno de muebles desparejados y mohosos, apestaba a ajo, a desinfectante barato, a ambientador inservible y a sudor agrio. Los albergues para indigentes eran, en su mayoría, más agradables.
Sachs se detuvo en la entrada oscura y se dio la vuelta. Inquieta todavía por la vigilancia de 522 y por la facilidad con que había engañado a los federales en Brooklyn, inspeccionó cuidadosamente la calle con la mirada. Nadie parecía prestarle atención, pero el asesino tenía que haber estado muy cerca de la casa de DeLeon Williams, y ella no se había dado cuenta. Observó un edificio abandonado, al otro lado de la calle. ¿Estaría observándola alguien desde una de las ventanas cubiertas de mugre?
¡O allí! En la segunda planta había un ventanal roto y estaba segura de haber visto moverse algo entre las sombras. ¿Era una cara? ¿O era una luz procedente de un agujero en el tejado?
Se acercó y examinó el edificio con detenimiento, pero al no ver a nadie llegó a la conclusión de que sus ojos le habían jugado una mala pasada. Regresó hacia el hotel y entró respirando agitadamente. En el mostrador de recepción, enseñó su insignia al gordísimo empleado. No pareció sorprendido en absoluto, ni tampoco preocupado por la llegada de un agente de policía. Le indicó el ascensor, que al abrirse exhaló un olor fétido. Muy bien, iría por las escaleras.
El dolor de sus articulaciones artríticas le hizo esbozar una mueca cuando empujó la puerta del sexto piso y encontró la habitación 672. Llamó y luego se hizo a un lado.
—Policía. ¿Señor Jorgensen? Por favor, abra la puerta.
Ignoraba qué relación podía tener aquel hombre con el asesino, de modo que acercó la mano a la empuñadura de su Glock, una buena pistola, tan fiable como el sol.
No hubo respuesta, pero le pareció oír el sonido de la tapita metálica de la mirilla.
—Policía —repitió.
—Meta su identificación por debajo de la puerta.
Sachs así lo hizo.
Un silencio. Luego se descorrieron varias cadenas y un cerrojo. La puerta se abrió un corto trecho, pero la detuvo una barra de seguridad. El hueco era más grande que el que dejaba una cadena, pero no lo suficiente para que entrara una persona.
Apareció la cabeza de un hombre de mediana edad. Tenía el pelo largo y sucio y la cara cubierta por una barba agreste. Sus párpados se movían espasmódicamente.
—¿Es usted Robert Jorgensen?
El hombre miró su cara, luego miró de nuevo su identificación, dio la vuelta a la tarjeta y la levantó hacia la luz, a pesar de que el rectángulo plastificado era opaco. Se la devolvió y quitó la barra de seguridad. Se abrió la puerta. Robert Jorgensen echó un vistazo al pasillo, a espaldas de Sachs, y luego le indicó que entrara. Ella entró con cautela, con la mano todavía cerca del arma. Echó una rápida ojeada a la habitación y a los armarios. No había nadie más allí y el ocupante de la habitación iba desarmado.
—¿Es usted Robert Jorgensen? —repitió.
El hombre asintió con la cabeza.
Sachs miró más detenidamente la lúgubre habitación. Contenía una cama, un escritorio, una silla, un sillón y un sofá mísero. La moqueta gris oscura estaba manchada. La lámpara de pie, la única que había en la habitación, proyectaba una luz mortecina y amarillenta, y las persianas estaban echadas. Al parecer, todas las pertenencias del señor Jorgensen se hallaban en cuatro maletas grandes y una bolsa de deporte. No tenía cocina, pero a un lado del cuarto de estar había una nevera pequeña y dos microondas. También una cafetera. Su dieta se componía principalmente de sopa y fideos chinos. Alineadas con esmero junto a la pared, había un centenar de carpetas de color marrón.
Sus prendas de vestir procedían de un periodo distinto de su vida, de una época más próspera. Parecían costosas, pero estaban manchadas y raídas. Los tacones de los zapatos de aspecto lujoso estaban gastados. Era de suponer que hubiera perdido su consulta por culpa de un problema con las drogas o la bebida.
En aquel momento estaba ocupado en una extraña tarea: diseccionar un grueso manual de tapa dura. Sujeta al escritorio había una lupa desportillada, montada sobre un cuello plegable, y el señor Jorgensen había estado arrancando páginas del libro y cortándolas en tiras.
Tal vez fuera la enfermedad mental lo que le había conducido a la ruina.
—Ha venido por las cartas. Ya era hora.
—¿Las cartas?
Jorgensen la miró con recelo.
—¿No?
—No sé nada de ninguna carta.
—Las mandé a Washington. Pero ustedes hablan, ¿verdad? Todos los policías. La gente que se dedica a la seguridad pública. Claro que sí. Tienen que hablar, todo el mundo habla. Las bases de datos policiales y todo eso…
—La verdad es que no sé a qué se refiere.
Jorgensen pareció creerla.
—Pues entonces… —Miró su cadera y sus ojos se dilataron—. Espere, ¿lleva el móvil encendido?
—Pues sí.
—¡Santo Dios! ¿Se puede saber qué le pasa?
—Yo…
—¿Por qué no va corriendo desnuda por la calle y le da su dirección a cualquier desconocido con el que se tope? Quite la batería, no se limite a apagarlo. ¡La batería!
—No voy a hacer eso.
—Quítesela o ya puede largarse. La agenda electrónica también. Y el buscapersonas.
No parecía dispuesto a negociar, pero Sachs dijo con firmeza:
—No voy arriesgarme a perder la memoria. Apagaré el teléfono y también el busca.
—Está bien —refunfuñó él, y se inclinó hacia delante mientras Sachs quitaba la batería a los dos dispositivos y apagaba la agenda electrónica.
Luego le pidió la documentación. Jorgensen dudó, pero finalmente sacó su permiso de conducir. La dirección era de Greenwich, Connecticut, uno de los municipios más ricos del área metropolitana.
—No he venido por las cartas, señor Jorgensen. Sólo quiero hacerle unas preguntas. No le entretendré mucho tiempo.
Él le indicó el sofá raído y se sentó en la desvencijada silla del escritorio. Como si no pudiera refrenarse, se volvió hacia el libro y cortó un trozo del lomo con una cuchilla. Manejaba la cuchilla con habilidad, rápidamente y con mano firme. Sachs se alegró de que el escritorio se interpusiera entre ellos y de tener a mano su pistola.
—Señor Jorgensen, estoy aquí por un crimen que se ha cometido esta mañana.
—Ah, claro, desde luego. —Frunciendo los labios, la miró de nuevo con clara expresión de asco y de resignación—. ¿Y qué se supone que he hecho esta vez?
¿Esta vez?
—El crimen al que me refiero es una violación con resultado de muerte. Pero sabemos que usted no está implicado. Estaba aquí.
Una sonrisa cruel.
—Ah, conque han estado siguiéndome la pista. Cómo no. —Luego hizo una mueca—. Maldita sea —dijo en respuesta a algo que había encontrado, o que no había encontrado, en el trozo de lomo del libro que estaba cortando. Lo tiró a la basura. Sachs vio varias bolsas de basura abiertas a medias y llenas de restos de ropa, libros, periódicos y cajitas que también había hecho trizas. Luego miró el microondas de tamaño más grande y vio que tenía dentro un libro.
Fobia a los gérmenes, supuso.
Jorgensen reparó en su mirada.
—Pasarlos por el microondas es el mejor modo de destruirlos.
—¿Las bacterias? ¿Los virus?
Su pregunta la hizo reír como si fuera una broma. Señaló con la cabeza el volumen que tenía delante.
—Pero a veces cuesta mucho encontrarlos. Hay que hacerlo, de todos modos. Uno tiene que ver qué aspecto tiene el enemigo. —Señaló otra vez el microondas—. Y muy pronto ellos empezarán a hacerlos de tal manera que no se puedan desactivar pasándolos por el microondas. Sí, más vale que me crea.
«Ellos», «el enemigo»… Sachs había sido policía de a pie en la División de Patrullas durante varios años: un «comodín», los llamaban en la jerga policial. Había trabajado en Times Square cuando todavía era eso, Times Square, antes de que se convirtiera en el Disneyland del Norte. La patrullera Sachs tenía mucha experiencia con indigentes y perturbados psíquicos. Reconoció en Jorgensen los síntomas típicos de una personalidad paranoica, quizás incluso de esquizofrenia.
—¿Conoce a un tal DeLeon Williams?
—No.
Sachs le dio los nombres de las otras víctimas y los chivos expiatorios, incluido el primo de Rhyme.
—No, no me suenan de nada. —Parecía contestar con sinceridad. El libro acaparó su atención durante medio minuto largo. Arrancó una página, la levantó y volvió a hacer una mueca. Tiró la página.
—Señor Jorgensen, el número de esta habitación figuraba en una nota que hemos hallado hoy cerca de la escena del crimen.
La mano que sostenía la cuchilla se detuvo de pronto. Jorgensen le lanzó una mirada ardiente y atemorizada.
—¿Dónde? —preguntó casi sin aliento—. ¿Dónde diablos la encontraron?
—En una papelera, en Brooklyn. Estaba pegada a unas pruebas. Es posible que la tirara el asesino.
—¿Saben su nombre? —preguntó Jorgensen con un susurro espantoso—. ¿Qué aspecto tiene? ¡Dígamelo! —Se levantó a medias y su rostro se puso de un rojo vivo. Le temblaban los labios.
—Cálmese, señor Jorgensen. Tranquilo. No estamos seguros de que sea él quien dejó la nota.
—Oh, claro que es él. Puede estar segura. ¡Ese hijo de puta! —Se inclinó hacia delante—. ¿Sabe su nombre?
—No.
—¡Dígamelo, maldita sea! Hagan algo por mí para variar, en vez de ir contra mí.
Sachs dijo con firmeza:
—Si puedo ayudarle, lo haré. Pero tiene que calmarse. ¿De quién está hablando?
Él dejó la cuchilla y se echó hacia atrás con los hombros hundidos. Por su cara se extendió una sonrisa amarga.
—¿De quién? ¿De quién? ¡Pues de Dios, claro!
—¿De Dios?
—Y yo soy Job. ¿Conoce a Job? El inocente al que Dios atormentaba. ¿Todas las pruebas que tuvo que pasar? Eso no es nada comparado con lo que he pasado yo… Es él, claro que es él. Ha averiguado dónde estoy y lo ha escrito en esa nota suya. Creía que había escapado. Pero ha vuelto a pillarme.
A Sachs le pareció ver que lloraba.
—¿A qué se refiere? —preguntó—. Cuéntemelo, por favor.
Jorgensen se frotó la cara.
—Bien… Hace un par de años, yo ejercía como médico, vivía en Connecticut. Tenía mujer y dos hijos maravillosos. Dinero en el banco, plan de pensiones, segunda residencia. Una vida cómoda. Era feliz. Pero entonces pasó algo extraño. Nada del otro mundo, al principio. Solicité una tarjeta de crédito nueva, para conseguir puntos en el programa de usuario frecuente de líneas aéreas. Ganaba trescientos mil dólares al año. No había dejado de pagar un solo plazo de la hipoteca o de la tarjeta de crédito en toda mi vida. Pero rechazaron mi solicitud. Será un error, pensé. Pero la empresa me dijo que se me consideraba un riesgo crediticio, puesto que había cambiado de domicilio tres veces en los seis meses anteriores. Sólo que yo no me había mudado ni una sola vez. Alguien se había adueñado de mi nombre, de mi número de la Seguridad Social y de mis datos bancarios y había alquilado pisos haciéndose pasar por mí. Después había dejado sin pagar el alquiler, no sin antes haber gastado casi cien mil dólares en mercancías y haber pedido que las enviaran a esas direcciones.
—¿Usurpación de identidad?
—Ya lo creo: la madre de todas ellas. Dios abría tarjetas de crédito a mi nombre, pagaba con ellas facturas altísimas y hacía que enviaran los recibos a distintas direcciones. Nunca pagaba, claro. En cuanto yo conseguía aclarar uno de sus pufos, hacía otra cosa. Y conseguía continuamente información sobre mí. ¡Lo sabía todo! El nombre de soltera de mi madre, su fecha de cumpleaños, el nombre de mi primer perro, mi primer coche: todas esas cosas que las empresas te preguntan para que sirvan de contraseña. Se hizo con mis números de teléfono y con el número de mi tarjeta de llamadas. Gastó diez mil dólares en teléfono. ¿Cómo? Llamaba para saber la hora y la temperatura que había en Moscú, en Singapur o en Sídney y dejaba el teléfono descolgado durante horas.
—¿Por qué?
—¿Que por qué? Porque es Dios. Y yo soy Job. ¡El muy hijo de puta compró una casa a mi nombre! ¡Una casa, nada menos! Y luego la dejó sin pagar. Yo sólo me enteré cuando un abogado que trabajaba para una agencia de cobro de impagos dio conmigo en mi clínica de Nueva York y me propuso llegar a un acuerdo para el pago de los trescientos setenta mil dólares que debía. Dios dejó también un cuarto de millón de dólares en deudas de juego online.
»Hizo reclamaciones falsas en mi nombre a mi empresa aseguradora y cancelaron mi seguro de responsabilidad civil. No podía seguir trabajando en la clínica sin seguro, y nadie quería suscribirme una póliza. Tuvimos que vender la casa y, cómo no, invertir hasta el último centavo en pagar las deudas que supuestamente había contraído yo y que en ese momento ascendían ya a unos dos millones de dólares.
—¿Dos millones?
Jorgensen cerró los ojos un instante.
—Luego fue aún peor. Mi mujer aguantó el tirón mientras duró todo aquello. Fue duro, pero siguió a mi lado… hasta que Dios empezó a mandar regalos, regalos muy caros, en mi nombre a algunas antiguas enfermeras de la clínica, regalos comprados con mi tarjeta de crédito y que incluían invitaciones y comentarios insinuantes. Una de ellas dejó un mensaje en el contestador de mi casa dándome las gracias y diciendo que le encantaría pasar conmigo un fin de semana fuera. Mi hija lo oyó. Le dio un ataque de llanto cuando se lo contó a mi mujer. Creo que mi mujer siguió creyendo que era inocente, pero aun así me dejó hace cuatro meses y se fue a vivir a Colorado, con su hermana.
—Lo siento.
—¿Lo siente? Ah, vaya, muchísimas gracias, pero no he acabado aún. No, nada de eso. Justo después de que me dejara mi mujer, empezaron las detenciones. Por lo visto, varias armas compradas con una tarjeta de crédito y un permiso de conducir falso a mi nombre se habían utilizado en robos a mano armada en el este de Nueva York, en New Haven y en Yonkers. Un empleado había resultado herido de gravedad. La Oficina de Investigación de Nueva York me detuvo. Finalmente me dejaron marchar, pero ya tenía una detención en mi historial. Se quedaría para siempre, lo mismo que cuando me detuvo la Agencia Antidroga porque alguien había comprado con un cheque a mi nombre fármacos importados ilegalmente y que sólo se podían comprar por prescripción facultativa.
»Ah, y también estuve en la cárcel una temporada. Bueno, yo no, una persona a la que Dios vendió unas tarjetas de crédito falsas y un permiso de conducir a mi nombre. Naturalmente, el detenido era otra persona completamente distinta. ¿Quién sabe cuál es su verdadero nombre? Pero oficialmente los archivos administrativos muestran que Robert Samuel Jorgensen, con número de la Seguridad Social nueve, dos, tres, seis, siete, cuatro, uno, ocho, dos, anteriormente vecino de Greenwich, Connecticut, estuvo en la cárcel. Eso también figura en mi historial. Para siempre.
—Supongo que habrá tomado medidas, que habrá hablado con la policía.
Jorgensen resopló.
—Por favor… Usted es policía. ¿Sabe qué prioridad tiene esto dentro del trabajo policial? Más o menos la misma que cruzar la calle por donde no se debe.
—¿Averiguó algo que pueda servirnos de ayuda? ¿Algo acerca de ese individuo? ¿Edad, raza, formación, lugar de residencia?
—No, nada. Allá donde mirara sólo aparecía una persona: yo. Me robó mi identidad. Dicen que hay salvaguardas, claro, que hay garantías. Tonterías. Sí, si pierdes la tarjeta de crédito, quizás estés protegido hasta cierto punto. Pero si alguien se empeña en destrozarte la vida, no hay nada que puedas hacer al respecto. La gente cree lo que le dicen los ordenadores. Y si los ordenadores dicen que debes dinero, es que debes dinero. Si dicen que eres un cliente de riesgo, eres un cliente de riesgo. Si el informe dice que no tienes crédito, es que no tienes crédito, aunque seas multimillonario. Creemos en los datos, no nos importa la verdad.
»¿Quiere ver cuál fue mi último empleo? —Se levantó de un salto y abrió el armario para mostrarle el uniforme de una cadena de restaurantes de comida rápida. Regresó a su escritorio y se puso a trabajar de nuevo en el libro mascullando—: Te encontraré, cabrón. —Levantó la mirada—. ¿Y quiere saber qué es lo peor de todo?
Sachs asintió con una inclinación de cabeza.
—Que Dios nunca vivió en los pisos que alquilaba a mi nombre. Nunca recogió las drogas compradas ilegalmente, ni ninguno de los productos que encargó. La policía lo recuperó todo. Y jamás vivió en la preciosa casa que compró. ¿Entiende? Su único objetivo era atormentarme. Él es Dios y yo soy Job.
Sachs se fijó en una fotografía que había sobre el escritorio. En ella aparecían Jorgensen y una mujer rubia más o menos de su misma edad, rodeando con los brazos a una chica adolescente y un niño pequeño. La casa que se veía al fondo era muy bonita. La detective se preguntó por qué se había tomado tantas molestias 522 para destruir la vida de aquel hombre, si en efecto era él quien se hallaba detrás de todo aquello. ¿Estaba poniendo a prueba técnicas que luego utilizaría para acercarse a sus víctimas e inculpar a sus chivos expiatorios? ¿Había sido Jorgensen su conejillo de Indias?
¿O era 522 un sociópata implacable? Lo que le había hecho a Jorgensen podía calificarse de violación no sexual.
—Creo que debería buscarse otro sitio donde vivir, señor Jorgensen.
Una sonrisa resignada.
—Lo sé. Es más seguro así. Ponerle las cosas difíciles para que no me encuentre.
Sachs se acordó de una expresión que solía emplear su padre y que le parecía que se ajustaba bastante bien a su propia vida: «Cuando te mueves, no pueden atraparte».
Jorgensen señaló el libro con la cabeza.
—¿Sabe cómo me ha encontrado aquí? Tengo la sensación de que ha sido por esto. Las cosas empezaron a torcerse justo después de comprarlo. No dejo de pensar que la respuesta está dentro. Lo he pasado por el microondas, pero no ha servido de nada, obviamente. La respuesta tiene que estar dentro. ¡Tiene que estar dentro!
—¿Qué está buscando exactamente?
—¿No lo sabe?
—No.
—Pues dispositivos de seguimiento, claro está. Los ponen en los libros. Y en la ropa. Muy pronto los pondrán en casi todo.
Así que no eran gérmenes.
—¿Los microondas destruyen los dispositivos de seguimiento? —preguntó, siguiéndole la corriente.
—La mayoría sí. Se les puede romper la antena, pero ahora los hacen tan pequeños… Casi microscópicos. —Se quedó callado y Sachs advirtió que la miraba intensamente mientras sopesaba una idea. Después anunció—: Lléveselo.
—¿Qué?
—El libro. —Sus ojos se movían frenéticamente, recorriendo la habitación—. Tiene la respuesta dentro, la respuesta a todo lo que me ha pasado… ¡Por favor! Es usted la primera que no ha puesto cara de fastidio cuando le he contado mi historia, la única que no me ha mirado como si estuviera loco. —Se echó hacia delante—. Usted tiene tantas ganas de atraparlo como yo. Y ustedes tienen toda clase de equipamiento, me juego algo. Microscopios de barrido, sensores… ¡Usted puede encontrarlo! Y la llevará hasta él. ¡Sí! —Empujó el libro hacia ella.
—Bueno, no sé qué estamos buscando.
Jorgensen asintió, comprensivo.
—Dígamelo a mí. Ese es el problema. Que cambian las cosas constantemente. Ellos van siempre un paso por delante de nosotros. Pero, por favor…
Ellos…
Sachs cogió el libro y se pensó si debía guardarlo en una bolsa de plástico para pruebas y adjuntar una tarjeta de cadena de custodia. Se preguntó si se reirían mucho de ella en casa de Rhyme. Seguramente sería mejor llevarlo en la mano sin más.
Jorgensen se inclinó hacia delante y apretó su mano con fuerza.
—Gracias. —Había empezado a llorar otra vez.
—Entonces, ¿va a mudarse? —preguntó ella.
Contestó que sí y le dio el nombre de otro hotel en el Lower East Side.
—No lo anote. No se lo diga a nadie. No hable de mí por teléfono. Ellos están escuchando todo el tiempo, ¿sabe?
—Llámeme si se le ocurre algo más sobre… Dios. —Le dio su tarjeta.
Jorgensen memorizó la información que contenía y rompió la tarjeta. Entró en el cuarto de baño y tiró de la cadena sólo a medias. Se dio cuenta de que Sachs lo observaba con curiosidad.
—Luego tiraré del todo de la cadena. Tirarlo todo por la cadena de una vez es tan estúpido como dejar facturas en tu buzón con la banderita roja subida. La gente es tan tonta…
La acompañó a la puerta y se inclinó hacia ella. El hedor de la ropa sucia asaltó a Sachs. Sus ojos enrojecidos la miraban con fiereza.
—Escúcheme, agente. Sé que lleva esa pistola tan grande en la cadera, pero eso no le servirá de nada contra alguien como él. Tiene que acercarse mucho para dispararle. Él, en cambio, no tiene que acercarse en absoluto. Puede quedarse sentado en una habitación a oscuras, en cualquier parte, bebiendo una copa de vino, y hacerle trizas la vida. —Señaló el libro que ella llevaba en la mano—. Y ahora que tiene eso, usted también está infectada.