11

Observo a la policía que registra la papelera en la que he tirado las pruebas. Al principio me he quedado de piedra, pero luego me he dado cuenta de que era lógico: si Ellos son lo bastante listos para descubrir lo que me traigo entre manos, también son lo bastante listos para registrar una papelera.

Dudo de que me hayan visto bien, pero estoy teniendo mucho cuidado. Naturalmente, no estoy en el lugar mismo de los hechos; estoy en un restaurante, al otro lado de la calle, comiéndome con mucho esfuerzo una hamburguesa y bebiendo agua. La policía tiene una brigada especial para labores «antidelincuencia», lo cual siempre me ha parecido absurdo. Como si otras labores policiales fueran pro delincuencia. Los agentes antidelincuencia visten de paisano y circulan por los escenarios del delito en busca de testigos y a veces incluso de sospechosos que han vuelto al lugar de los hechos. La mayoría de los criminales lo hacen porque son idiotas o porque se comportan de manera irracional. Yo, en cambio, estoy aquí por dos motivos concretos: primero, porque me he dado cuenta de que tengo un problema. No puedo convivir con él, de modo que necesito una solución. Y no se puede resolver un problema sin conocimiento. Y yo ya he descubierto un par de cosas.

Conozco, por ejemplo, a varias de las personas que van detrás de mí. Como esta pelirroja con su mono de plástico blanco que se concentra en su inspección como yo me concentro en mis datos.

La veo salir con varias bolsas de la zona acordonada, delimitada por cinta amarilla. Las deposita en cajas de plástico grises y se quita el mono blanco. A pesar de que todavía me espanta el desastre de esta tarde, siento esa punzada dentro de mí al ver sus vaqueros ceñidos. La satisfacción de mi transacción de hoy con Myra 9834 empieza a disiparse.

Mientras los policías regresan a sus coches, ella hace una llamada.

Pago la cuenta y salgo tranquilamente por la puerta, fingiendo ser un cliente cualquiera esta hermosa tarde de domingo.

Fuera del casillero.

Ay, ¿y la segunda razón por la que estoy aquí?

Muy sencillo: para proteger mis tesoros, para preservar mi vida, lo que equivale a hacer lo que sea necesario para que desaparezcan Ellos.

—¿Qué ha dejado Cinco Dos Dos en esa papelera? —Rhyme estaba hablando por el manos libres.

—No mucho, pero estamos seguros de que es suyo. Una toalla de papel manchada de sangre y un poco de sangre todavía fresca en bolsas de plástico, para poder dejarla en el coche o el garaje de Williams. Ya he mandado una muestra al laboratorio para que hagan una prueba preliminar de ADN. Una fotografía de la víctima sacada por impresora. Un rollo de cinta aislante marca Home Depot y una zapatilla deportiva. Parecía nueva.

—¿Sólo una?

—Sí, la derecha.

—Puede que la haya robado de casa de Williams para dejar una huella en la escena del crimen. ¿Alguien ha podido verlo?

—Un francotirador y dos chicos del equipo de Búsqueda y Vigilancia, pero no estaba muy cerca. Blanco, seguramente, o de etnia de piel clara, complexión media. Gorra de color marrón verdoso, gafas de sol y mochila. Ni edad, ni color de pelo.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—Bien, trae las pruebas enseguida. Luego quiero que inspecciones el lugar donde fue violada Weinburg. Lo están preservando hasta que llegues.

—Tengo otra pista, Rhyme.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—Hemos encontrado una nota adhesiva pegada al fondo de la bolsa de plástico que contenía las pruebas. Cinco Dos Dos quería tirar la bolsa, pero no estoy segura de que quisiera tirar la nota.

—¿Qué pone?

—Un número de habitación de un hotel residencia en el Upper East Side, en Manhattan. Quiero ir a echar un vistazo.

—¿Crees que se aloja allí?

—No, he llamado a recepción y me han dicho que el inquilino lleva todo el día en su habitación. Un tal Robert Jorgensen.

—Bien, tenemos que inspeccionar el lugar del crimen, Sachs.

—Manda a Ron. Puede hacerlo él.

—Prefiero que lo hagas tú.

—Creo en serio que tenemos que ver si hay alguna relación entre ese tal Jorgensen y Cinco Dos Dos. Y deprisa.

Rhyme no pudo contradecirla. Además, los dos se habían empeñado en enseñar a Pulaski a «recorrer la cuadrícula», una expresión acuñada por el propio criminalista con la que designaba la inspección de la escena de un crimen, el método para examinar la zona siguiendo el dibujo de un damero, y el modo más exhaustivo de descubrir pruebas materiales.

Rhyme, que se sentía al mismo tiempo jefe y padre, sabía que el chico tendría que inspeccionar su primera escena del crimen tarde o temprano.

—Está bien —refunfuñó—. Esperemos que esa pista de la nota lleve a alguna parte. —No pudo evitar añadir—: Y no sea una completa pérdida de tiempo.

Ella se rio.

—¿No es esa siempre nuestra esperanza?

—Y dile a Pulaski que no la cague.

Colgaron y Rhyme informó a Cooper de que las pruebas estaban de camino.

Mientras miraba los esquemas de las pizarras masculló:

—Ha escapado.

Ordenó a Thom que escribiera la escueta descripción de 522 en la pizarra blanca.

«Probablemente blanco y de piel clara…».

¿De qué servía eso?

Amelia Sachs estaba en el asiento delantero de su Camaro, con el coche aparcado y la puerta abierta. El aire del atardecer de primavera entraba en el coche, que olía a cuero viejo y a aceite. Estaba tomando notas para su informe. Lo hacía siempre en cuanto le era posible después de examinar la escena de un crimen. Era asombroso lo que podía olvidar uno en un corto lapso de tiempo. Cambiaban los colores, la derecha se volvía izquierda, las puertas y las ventanas se movían de una pared a otra o desaparecían por completo.

Se detuvo, distraída de nuevo por las extrañas circunstancias del caso. ¿Cómo se las había ingeniado el asesino para estar a punto de culpar a un inocente de un asesinato y una violación atroces? Nunca se había tropezado con un criminal así. No era infrecuente que se dejaran pruebas falsas para despistar a la policía, pero aquel tipo era un genio a la hora de conducirles en la dirección equivocada.

La calle donde había aparcado estaba a dos manzanas de la papelera que acababa de inspeccionar, desierta y en sombras.

Un movimiento atrajo su atención. Pensando en 522, sintió un hormigueo de inquietud. Levantó la vista y vio por el espejo retrovisor que alguien caminaba hacia ella. Guiñó los ojos y observó con detenimiento al desconocido, a pesar de que parecía inofensivo: un profesional cualquiera, pulcro y formal. Sujetaba con una mano una bolsa de comida para llevar y con la otra hablaba por el móvil, sonriendo. Un vecino cualquiera que había salido a comprar comida china o mexicana para cenar.

Sachs volvió a sus notas.

Acabó finalmente y las guardó en su maletín. Pero entonces reparó en algo extraño. El hombre de la acera ya debería haber dejado atrás el Camaro. Pero no había pasado. ¿Había entrado en alguno de los edificios? Se volvió hacia la acera para mirar.

¡No!

Vio la bolsa de comida para llevar sobre la acera, a la izquierda, detrás del coche. ¡No era más que un señuelo!

Echó mano de su Glock, pero antes de que pudiera sacarla se abrió de golpe la puerta del lado derecho y se halló mirando cara a cara al asesino que, con los ojos entornados, le apuntaba de frente con una pistola.

Sonó el timbre y un momento después Rhyme oyó pasos conocidos. Unos andares pesados.

—Estoy aquí, Lon.

El detective Lon Sellitto lo saludó con una inclinación de cabeza. Había embutido su rolliza figura en unos vaqueros y una camisa Izod de color púrpura oscuro, y llevaba zapatillas deportivas, lo cual sorprendió a Rhyme. Casi nunca veía a Sellitto con ropa informal. También le extrañó que, aunque no parecía tener ni un solo traje que no estuviera irremediablemente arrugado, su ropa parecía recién salida de la tabla de planchar. Lo único que estropeaba el efecto era la forma en que se estiraba la tela allí donde sobresalía su barriga, por encima de la cinturilla del pantalón, y el bulto de sus riñones, donde había ocultado desmañadamente la pistola que llevaba cuando no estaba de servicio.

—Me han dicho que se ha escapado.

—Se lo ha tragado la tierra —masculló Rhyme.

El suelo crujió bajo el peso del orondo detective cuando se acercó a las pizarras para echarles un vistazo.

—¿Ese es el nombre que le has puesto? ¿Cinco Dos Dos?

—Mes cinco, día veintidós. ¿Qué ha pasado con los rusos?

Sellitto no contestó.

—¿El señor Cinco Dos Dos ha dejado alguna pista?

—Estamos a punto de descubrirlo. Tiró una bolsa con las pruebas falsas que iba a colocar. La bolsa viene para acá.

—Qué amabilidad por su parte.

—¿Té con hielo, café?

—Sí —refunfuñó el detective en respuesta a Thom—. Café, gracias. ¿Tienes leche desnatada?

—Con un dos por ciento de materia grasa.

—Estupendo. ¿Y una de esas galletas de la última vez? ¿Las de chocolate?

—Sólo de avena.

—También están buenas.

—Mel —dijo Thom—, ¿tú quieres algo?

—Si como o bebo cerca de una mesa de examen, me gritan.

Rhyme soltó:

—No es culpa mía que los abogados defensores tengan la manía de excluir las pruebas contaminadas. Yo no hice las normas.

—Veo que tu humor no ha mejorado —observó Sellitto—. ¿Cómo va lo de Londres?

—No quiero hablar de ese tema.

—Bueno, pues para que mejore tu humor tenemos otro problema.

—¿Malloy?

—Sí. Se ha enterado de que Amelia estaba haciendo una inspección ocular y de que yo había autorizado una operación de la Unidad de Emergencias. Se puso contentísimo creyendo que era el caso Dienko, y luego tristísimo cuando se enteró de que no. Preguntó si tenía algo que ver contigo. Estoy dispuesto a que me den un puñetazo en la barbilla por ti, Linc, pero no a que me peguen un balazo. Te vendí… Ah, gracias. —Asintió cuando Thom le llevó el refrigerio.

El asistente de Rhyme puso una bandeja similar en una mesa no muy lejos de Cooper, que se puso unos guantes de látex y empezó a comerse una galleta.

—Para mí un poco de whisky, si haces el favor —dijo Rhyme rápidamente.

—No. —Thom desapareció.

El criminalista frunció el ceño.

—Me figuré que Malloy nos pillaría en cuanto intervinieran los de Emergencias —dijo—. Pero necesitamos a los jefazos de nuestra parte ahora que el caso está candente. ¿Qué hacemos?

—Más vale que se nos ocurra algo deprisa porque quiere que lo llamemos. Hace media hora, más o menos. —Sellitto bebió un sorbo de café y dejó de mala gana el cuarto de galleta que le quedaba, con la aparente determinación de no acabársela.

—Pues necesito el respaldo de la plana mayor. Necesitamos gente ahí fuera, buscando a ese tipo.

—Entonces vamos a llamar. ¿Estás listo?

—Sí, sí.

Sellitto marcó un número y activó el manos libres.

—Baja el volumen —dijo Rhyme—. Sospecho que puede haber gritos.

—Aquí Malloy.

El criminalista oyó el ruido del viento, voces y un tintineo de platos o cristalería. Tal vez estuviera en la terraza de una cafetería.

—Capitán, he puesto el manos libres. Estoy con Lincoln Rhyme.

—Muy bien, ¿qué demonios está pasando? Podría usted haberme dicho que la operación de la Unidad de Emergencias era para el asunto del que me habló Lincoln esta mañana. ¿Sabía que pospuse hasta mañana la decisión respecto a cualquier posible operación?

—No, Lon no lo sabía —respondió Rhyme.

El detective balbució:

—No, pero sabía lo suficiente para imaginármelo.

—Me conmueve que intenten protegerse el uno al otro, pero la cuestión es por qué no me lo han dicho.

Sellitto respondió:

—Porque teníamos la oportunidad de atrapar a un violador y asesino y decidí que no podíamos permitirnos retrasos.

—No soy un niño, teniente. Usted presénteme sus argumentos, que yo sacaré mis conclusiones. Es así como se supone que funciona esto.

—Lo siento, capitán. En su momento me pareció la decisión acertada.

Silencio. Después:

—Pero se ha escapado.

—Sí, se ha escapado —dijo Rhyme.

—¿Cómo?

—Organizamos un equipo lo más rápido que pudimos, pero falló el camuflaje. El sospechoso estaba más cerca de lo que pensábamos. Vio un coche sin distintivos o a algún miembro del equipo, supongo. Y se largó. Pero tiró algunas pruebas que podrían ser de ayuda.

—¿Y que van camino del laboratorio de Queens? ¿O del tuyo?

Rhyme miró a Sellitto. En una institución como el Departamento de Policía de Nueva York, la gente ascendía a fuerza de experiencia, ambición e ingenio. Malloy iba un paso por delante de todos ellos.

—He pedido que me las traigan aquí, Joe —respondió Rhyme.

Esta vez no se hizo el silencio. Se oyó un suspiro de resignación por el altavoz.

—Entiendes el problema, ¿verdad, Lincoln?

Conflicto de intereses, pensó Rhyme.

—Hay un claro conflicto de intereses: eres consejero del cuerpo y al mismo tiempo intentas exonerar a tu primo. Y aparte de eso estás dando por sentado que se ha detenido a la persona equivocada.

—Pero es exactamente lo que ha ocurrido. Y se ha condenado por error a otras dos personas. —Le recordó los casos de los que les había hablado Flintlock: la violación y el robo de las monedas—. Y no me sorprendería que hubiera pasado otras veces. ¿Conoces el principio de Locard, Joe?

—Estaba en tu manual, el de la academia, ¿no?

El criminalista francés Edmond Locard afirmaba que cada vez que se comete un crimen se produce una transferencia de pruebas materiales entre el delincuente y el lugar de los hechos o la víctima. Se refería concretamente al polvo, pero la norma se aplica a numerosas sustancias y tipos de pruebas. La relación puede ser difícil de establecer, pero existe.

—Nuestra labor se rige por el principio de Locard, Joe, pero he aquí un criminal que se está sirviendo de él como arma. Es su modus operandi. Mata y sale impune porque otra persona es condenada por el crimen. Sabe exactamente cuándo atacar, qué clase de pruebas dejar y cuándo dejarlas. Los equipos de inspección forense, los detectives, la gente de laboratorio, los fiscales y los jueces… Ha utilizado a todo el mundo, les ha convertido en sus cómplices. Esto no tiene nada que ver con mi primo, Joe. Tiene que ver con parar a un individuo muy peligroso.

Siguió un silencio sin suspiro.

—Está bien. Autorizaré la operación.

Sellitto levantó una ceja.

—Con condiciones. Vais a mantenerme informado de todas las novedades del caso. Y me refiero a todas.

—Claro.

—Y, Lon, vuelva a intentar no decirme la verdad y haré que lo trasladen a Presupuestos. ¿Entendido?

—Sí, capitán. Absolutamente.

—Y ya que está en casa de Lincoln, imagino que quiere que le reasignen y le retiren del caso de Vladimir Dienko.

—Petey Jimenez está al tanto de todo. Ha hecho más trabajo de calle que yo y se ha ocupado personalmente de preparar los señuelos.

—Y Dellray se está ocupando de los soplones, ¿no? ¿Y de la jurisdicción federal?

—Exacto.

—Muy bien, queda libre del caso. Temporalmente. Ábrale un expediente a ese individuo. Quiero decir que me mande una memoria sobre el expediente que ya le habían abierto. Y escúcheme: no voy a sacar a relucir el tema de esa gente a la que se ha condenado erróneamente. No voy a decírselo a nadie. Y ustedes tampoco. Ese tema no está sobre el tapete. El único delito que están investigando es una violación con resultado de muerte que ocurrió esta tarde. Punto. Puede que, como parte de su modus operandi, el criminal haya intentado inculpar a otra persona, pero eso es lo único que pueden decir, y únicamente si surge el tema. No hablen de ello por iniciativa propia y, por amor de Dios, no digan nada a la prensa.

—Yo no hablo con la prensa —contestó Rhyme. ¿Quién hablaba con la prensa si podía evitarlo?—. Pero vamos a tener que revisar los otros casos para hacernos una idea de cómo opera.

—Yo no he dicho que no puedan hacerlo —repuso el capitán con voz firme, pero no estridente—. Manténgame informado. —Y colgó.

—Bueno, ya tenemos caso —comentó Sellitto y, rindiéndose al cuarto de galleta abandonado, lo engulló con el café.

Parada en la acera, con otros tres policías de paisano, Amelia Sachs estaba hablando con el hombre rechoncho que había abierto la puerta de su Camaro y la había apuntado con su arma. Había resultado no ser 522, sino un agente federal que trabajaba para la DEA, la Agencia Antidroga.

—Todavía estamos intentando averiguarlo —dijo, y miró a su jefe, el agente especial que ejercía como subdirector de la oficina de la DEA en Brooklyn.

—Sabremos más dentro de unos minutos —añadió el subdirector.

Poco antes, en su coche y a punta de pistola, Sachs había levantado las manos lentamente y se había identificado como agente de policía. El agente del FBI le había quitado el arma y había comprobado su identificación dos veces. Luego le había devuelto la pistola meneando la cabeza.

—No lo entiendo —había dicho. Se había disculpado, pero su cara no parecía sugerir que lo sintiera. Sugería más bien que, en fin, no lo entendía.

Un momento después habían llegado su jefe y otros dos agentes.

El subdirector recibió una llamada y escuchó unos minutos. Luego cerró su móvil y explicó lo que al parecer había ocurrido. Un rato antes, alguien había hecho una llamada anónima desde un teléfono público para informar de que una mujer armada cuya descripción coincidía con la de Sachs acababa de disparar a alguien en lo que parecía ser una reyerta por cuestiones de drogas.

—Tenemos una operación en marcha en esta zona —explicó el agente especial al mando—. Estamos investigando el asesinato de varios camellos y pequeños traficantes. —Señaló con la cabeza a su subalterno, el que había intentado detener a Sachs—. Anthony vive a una manzana de aquí. El director de operaciones lo ha mandado para inspeccionar la zona mientras reunía a las tropas.

Anthony añadió:

—Pensé que iba a irse, así que agarré una bolsa vieja y me acerqué. Madre mía… —De pronto parecía haber comprendido la magnitud de lo que había estado a punto de hacer. Se puso pálido, y Sachs se hizo la reflexión de que las Glock tenían un gatillo muy sensible. Se preguntó hasta qué punto había estado cerca de recibir un disparo.

—¿Qué estaba haciendo aquí? —preguntó el subdirector de la oficina de la DEA.

—Teníamos una violación con homicidio. —No les habló de la táctica de 522 de incriminar a personas inocentes para que pagaran por sus crímenes—. Supongo que el sospechoso me vio e hizo esa llamada para frenar la búsqueda.

O para que me mataran de un tiro por error.

El agente federal sacudió la cabeza, ceñudo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sachs.

—Estaba pensando que ese tipo es muy listo. Si hubiera llamado a la policía local, como habría hecho la mayoría de la gente, habrían estado al tanto de la operación y habrían sabido quién era usted. Así que nos llamó a nosotros. Lo único que sabíamos era que presuntamente había disparado a alguien, así que nos acercaríamos con precaución, listos para abatirla si sacaba un arma. —Arrugó el ceño—. Es muy astuto.

—Y da mucho miedo, además —comentó Anthony, todavía pálido.

Los agentes se marcharon y Sachs hizo una llamada.

Cuando Rhyme contestó, le contó el incidente. El criminalista escuchó con atención y luego dijo:

—¿Ha llamado a los federales?

—Sí.

—Es casi como si supiera que estaban en medio de una operación antidroga. Y que ese agente que ha intentado detenerte vivía cerca.

—Eso no podía saberlo —contestó ella.

—Puede que no. Pero una cosa sí sabía, eso está claro.

—¿Cuál?

—Sabía exactamente dónde estabas. Lo que significa que estaba observando. Ten cuidado, Sachs.

Rhyme le estaba explicando a Sellitto la trampa que el asesino le había tendido a Sachs en Brooklyn.

—¿Eso ha hecho?

—Por lo visto sí.

Estaban hablando de cómo podía haber conseguido esa información (sin llegar a ninguna conclusión convincente) cuando sonó el teléfono. Rhyme echó un vistazo al identificador de llamadas y respondió al instante:

—Inspectora.

La voz de Longhurst surgió del altavoz.

—¿Cómo está, detective Rhyme?

—Bien.

—Excelente. Sólo quería que supiera que hemos encontrado el piso franco de Logan. Al final no estaba en Manchester, pero estaba cerca, en Oldham, al este de la ciudad. —Le explicó a continuación que Danny Krueger se había enterado por uno de sus hombres de que un individuo del que se creía que era Richard Logan se había interesado por comprar ciertas piezas para armas—. No las armas propiamente dichas, ojo. Pero si se tienen las piezas para reparar un arma, cabe suponer que también se pueda fabricar una.

—Un rifle.

—Sí. De calibre grande.

—¿Se identificó?

—No, aunque creían que Logan pertenecía al ejército de Estados Unidos. Por lo visto prometió conseguirles munición en gran cantidad y con descuento en el futuro. Parecía tener documentos oficiales del ejército acerca de inventarios y especificaciones.

—Entonces, es posible que vaya a atacar en Londres.

—Eso parece. Respecto al piso franco: tenemos contactos en la comunidad hindú de Oldham. Contactos impecables. Oyeron hablar de un americano que había alquilado una casa vieja a las afueras del pueblo. Hemos conseguido localizarla, pero no la hemos registrado aún. Podría haberlo hecho nuestro equipo, pero hemos creído conveniente hablar con usted primero.

Longhurst añadió:

—Tengo la sensación, detective, de que no sabe que hemos descubierto su escondite. Y sospecho que puede haber pruebas muy interesantes dentro de la casa. He llamado a unos colegas del MI5 y les he pedido prestado un juguetito muy caro. Una cámara de vídeo de alta resolución. Nos gustaría que uno de nuestros agentes la lleve y que usted lo guíe por la escena y nos diga lo que opina. El equipo podría estar in situ dentro de unos cuarenta minutos.

Inspeccionar debidamente la casa, incluidas las salidas y las entradas, los cajones, los aseos, los armarios, los colchones… les llevaría casi toda la noche.

¿Por qué tenía que suceder ahora? Estaba convencido de que 522 suponía una verdadera amenaza. De hecho, si se tenía en cuenta la cronología (los casos anteriores, el de su primo y el asesinato de hoy), parecía estar aumentando la frecuencia de sus crímenes. Y le preocupaba especialmente el último suceso: que 522 se hubiera revuelto contra ellos y hubiera estado a punto de hacer que mataran a Sachs.

¿Sí? ¿No?

Pasado un momento de duda angustiosa, dijo:

—Inspectora, lamento decirle que ha surgido algo aquí. Tenemos una serie de homicidios y necesito concentrarme en ellos.

—Entiendo. —Irreductible reserva británica.

—Voy a tener que dejar el caso en sus manos.

—Desde luego, detective. Lo comprendo.

—Es usted libre de tomar todas las decisiones.

—Le agradezco el voto de confianza. Resolveremos este asunto y lo mantendré informado. Ahora será mejor que cuelgue.

—Buena suerte.

—Igualmente.

Era duro para Lincoln Rhyme abandonar una cacería, sobre todo cuando la presa era aquel criminal en concreto. Pero había que tomar una decisión. Y ahora 522 era su único objetivo.

—Mel, coge el teléfono y averigua dónde diablos están esas pruebas que venían de Brooklyn.