—¿El tirador está en su puesto?
Bo Haumann, exsargento de instrucción y ahora jefe de la Unidad de Servicios de Emergencia (el equipo de fuerzas de intervención rápida de la policía de Nueva York) señaló un edificio con una ubicación perfecta desde la que disparar: desde él se divisaba claramente el jardincillo trasero de la casa en la que vivía DeLeon Williams.
—Sí, señor —contestó el agente que estaba a su lado—. Y Johnny tiene cubierta la parte de atrás.
—Bien.
Haumann (un hombre correoso, con el pelo cano cortado a cepillo) ordenó a los dos equipos de captura que ocuparan sus posiciones.
—Y que no os vea.
Haumann estaba en su propio jardín, no muy lejos de allí, intentando que prendiera el carbón del año anterior, cuando había recibido una llamada para informar de un caso de violación y asesinato. Había una pista sólida que conducía al sospechoso. Haumann había dejado en manos de su hijo la misión de prender fuego al carbón, se había puesto su equipo y había salido a toda prisa, dando gracias al cielo por no haber llegado a abrir esa primera cerveza. A veces conducía después de haberse tomado un par de cervezas, pero jamás disparaba un arma hasta pasadas ocho horas después de ingerir alcohol.
Y cabía la posibilidad de que asistieran a un tiroteo aquel hermoso domingo.
Su radio chisporroteó y por el auricular escuchó una voz que decía:
—Be y Uve Uno a Base, cambio.
Había un equipo de Búsqueda y Vigilancia al otro lado de la calle, junto con el segundo francotirador.
—Aquí Base, adelante, cambio.
—La imagen térmica muestra movimiento. Puede que haya alguien dentro. Pero no oímos nada.
Puede, pensó Haumann irritado. Había visto la partida presupuestaria de la cámara térmica. Debería haber podido señalar con toda certeza si había alguien en la casa, y hasta qué número calzaba y si esa mañana había usado el puñetero hilo dental.
—Haced otra comprobación.
Después de lo que le pareció una eternidad, oyó decir:
—Be y Uve Uno. Muy bien, sólo tenemos una persona dentro. Y hemos podido verla por una ventana. No hay duda de que es DeLeon Williams, por la fotografía que Tráfico nos ha distribuido, cambio.
—Bien, corto.
Haumann llamó a los dos equipos tácticos que se estaban posicionando alrededor de la casa, casi ocultos a la vista.
—Bueno, no ha habido mucho tiempo para explicar la situación, pero prestad atención: el sospechoso es un violador y un asesino. Lo queremos vivo, pero es demasiado peligroso para dejarlo escapar. Si hace algún gesto hostil, tenéis luz verde.
—Aquí el jefe del equipo Be. Recibido. Le informo de que estamos en posición. Tenemos cubiertos el callejón, las calles que dan al norte y la puerta trasera, cambio.
—Jefe del equipo A a Base. Entendido, luz verde. Estamos en posición en la puerta delantera, y tenemos cubiertas todas las calles hacia el sur y el este.
—Tiradores —llamó Haumann por radio—, ¿recibida la luz verde?
—Recibida. —Añadieron que tenían los rifles montados y cargados (a Haumann le sacaba de quicio aquella expresión porque hacía referencia al antiguo rifle M-1 del ejército, en el que había que echar el cerrojo hacia atrás para introducir por arriba un cargador de balas. Con un rifle moderno, no hacía falta montar para cargar, pero aquel no era momento para sermones).
El jefe de la Unidad de Servicios de Emergencia desabrochó la funda de su Glock y se deslizó por el callejón de detrás de la casa, donde se le unieron otros agentes que, al igual que él, habían visto bruscamente truncados sus planes para aquel idílico domingo de primavera.
En ese momento una voz tronó por el auricular:
—Be y Uve Dos a Base. Creo que tenemos algo.
De rodillas, DeLeon Williams miró cautelosamente por una rendija de la puerta (una grieta en la madera que había tenido intención de arreglar) y vio que los policías ya no estaban allí.
No, se corrigió a sí mismo, ya no se les veía, lo cual era muy distinto. Distinguió un destello de metal o de vidrio entre los arbustos, quizás uno de aquellos extraños adornos de jardín, duendes o cervatillos, que coleccionaban los vecinos.
O quizás el arma de un policía.
Cargado con la bolsa, avanzó a gatas hasta el fondo de la casa. Miró otra vez. Se arriesgó a mirar por la ventana, luchando por dominar su pánico.
El jardín de atrás y el callejón de más allá estaban desiertos.
O parecían desiertos, puntualizó de nuevo.
Sintió otro estremecimiento de temor, otra punzada de estrés postraumático, y un impulso de salir corriendo por la puerta, de sacar la pistola y enfilar a toda mecha el callejón apuntando a quien se le pusiera por delante, gritando que se apartaran.
Echó mano del picaporte impulsivamente mientras su mente giraba como un torbellino.
No.
No seas tonto.
Se sentó, apoyó la cabeza contra la pared y procuró calmar su respiración.
Pasado un momento se tranquilizó y decidió intentar otra cosa. En el sótano había una ventana que daba al minúsculo jardín lateral de anémico césped. A dos metros y medio, una ventana parecida daba al sótano de los vecinos. Los Wong se habían ido a pasar el fin de semana fuera (DeLeon tenía que regarles las plantas). Pensó que podía entrar en la casa, subir las escaleras y salir por la puerta de atrás.
Con un poco de suerte, la policía no estaría cubriendo el jardín lateral. Luego seguiría el callejón hasta la calle principal y correría hasta el metro.
No era un plan genial, pero tendría más oportunidades que si esperaba allí. Lloró de nuevo. Y de nuevo sintió pánico.
Para, soldado. Vamos.
Se levantó y bajó tambaleándose las escaleras del sótano.
Lárgate de una puta vez. La poli estará en la puerta de un momento a otro, la echará abajo.
Abrió el pestillo de la ventana, se encaramó a ella y salió. Al empezar a arrastrarse hacia la ventana del sótano de los Wong, miró a su derecha. Y se quedó paralizado.
Dios mío…
Dos detectives, un hombre y una mujer, estaban agazapados en el estrecho jardín lateral. Sostenían sus armas con la mano derecha, pero no miraban hacia él, sino hacia la puerta trasera y el callejón.
El pánico volvió a apoderarse de él. Sacó el Colt y les apuntó. Diles que se sienten, que se pongan las esposas y tiren las radios. Le repugnaba hacer aquello, sería un verdadero delito, pero no tenía elección. Saltaba a la vista que estaban convencidos de que había hecho algo terrible. Sí, cogería sus armas y escaparía. Quizá tuvieran un coche sin distintivos por allí cerca. Se llevaría también sus llaves.
Pero ¿habría alguien cubriéndoles, alguien a quien no podía ver? ¿Un francotirador, quizá?
Bien, tendría que correr ese riesgo.
Dejó la bolsa en el suelo sin hacer ruido y fue a echar mano de la pistola. En ese instante, la detective se volvió hacia él. Williams sofocó un gemido. Soy hombre muerto, pensó.
Janeece, te quiero.
Pero la mujer miró un trozo de papel, entornó los ojos y lo miró de arriba abajo.
—¿DeLeon Williams?
—Yo… —respondió con voz estrangulada. Asintió con la cabeza y hundió los hombros. Sólo pudo quedarse mirando la bella cara de la detective, su cabello rojo recogido en una coleta, sus ojos fríos.
Ella levantó una insignia que colgaba de su cuello.
—Somos agentes de policía. ¿Cómo ha salido de la casa? —Reparó entonces en la ventana y asintió—. Señor Williams, estamos en medio de una operación. ¿Le importaría volver a entrar? Estará más seguro ahí dentro.
—Yo… —El pánico le quebró la voz—. Yo…
—Enseguida —dijo ella con insistencia—. Estaremos con usted en cuanto todo esté resuelto. No haga ruido. Y, por favor, no vuelva a intentar salir.
—Claro, yo… Claro.
Dejó la bolsa y comenzó a meterse de nuevo por la ventana.
La detective dijo acercándose la radio a la boca:
—Aquí Sachs. Yo ensancharía el perímetro, Bo. Va a tener mucho cuidado.
¿Qué demonios estaba pasando? Williams no perdió tiempo en especulaciones. Volvió a entrar torpemente en el sótano y subió las escaleras. Una vez arriba, se fue derecho al cuarto de baño. Levantó la tapa de la cisterna y metió la pistola dentro. Se acercó a la ventana, dispuesto a asomarse otra vez. Pero entonces se detuvo y corrió de nuevo al váter, justo a tiempo para vomitar, presa de dolorosas náuseas.
Es curioso, dado el buen día que hace (y a lo que me he dedicado con Myra 9834), pero echo de menos estar en la oficina.
En primer lugar, me gusta trabajar, siempre me ha gustado. Y me gusta el ambiente, la camaradería con los dieciséis que te rodean, casi como una familia.
Y luego está la sensación de ser productivo, de formar parte del vertiginoso mundo de los negocios de Nueva York. (El «no va más», como suele decirse, y eso es algo que detesto, la jerga empresarial, una expresión que es en sí misma jerga empresarial. No, los grandes líderes, Franklin Delano Roosevelt, Truman, César, Hitler, no necesitaban envolverse en un manto de retórica ramplona).
Pero lo más importante, claro, es que mi trabajo me es de gran ayuda para practicar mi afición. No, eso es poco. Es fundamental.
Me encuentro en una situación inmejorable. Normalmente puedo escaparme del trabajo cuando quiero. Cambiando esta cita y aquella, encuentro tiempo entre semana para entregarme a mi pasión. Y dado quién soy en público (mi faceta profesional, digamos), es muy improbable que alguien sospeche que en el fondo soy una persona muy distinta. Por decirlo suavemente.
A menudo trabajo también los fines de semana, y ese es uno de mis momentos favoritos (naturalmente, si no estoy inmerso en una transacción con una bella señorita como Myra 9834, o adquiriendo un cuadro, o libros de cómics, o monedas, o una pieza rara de porcelana). Incluso cuando hay pocos dieciséis en la oficina, los días festivos, un sábado o un domingo, zumba en los pasillos el ruido blanco de los engranajes que hacen avanzar lentamente la sociedad hacia un intrépido nuevo mundo.
Ah, aquí hay una tienda de antigüedades. Me paro a mirar el escaparate. Hay algunos cuadros y platos de souvenir, tazas y carteles que me atraen. Por desgracia no podré volver a comprar nada porque está demasiado cerca de la casa de DeLeon 6832. La probabilidad de que alguien me relacione con el «violador» es mínima, pero aun así… ¿para qué correr ese riesgo? (Sólo compro en tiendas o rebusco en la basura. Mirar en eBay es entretenido, pero ¿comprar algo por Internet? Hay que estar loco). De momento no hay problema con el dinero en efectivo, pero pronto también llevará dispositivos de control y seguimiento, como todo lo demás. Los billetes llevan etiquetas de identificación por radiofrecuencia. En otros países ya se hace. El banco sabrá de qué banco o de qué cajero sacaste tal o cual billete de veinte dólares. Y sabrá que te lo gastaste en una coca-cola o en un sujetador para tu querida o en un adelanto para pagar a un matón. A veces creo que deberíamos volver al oro.
Escapar del casillero.
¡Ah, pobre DeLeon 6832! Conozco su cara por la foto del permiso de conducir: mira bonachón a la cámara del funcionario. Me imagino su expresión cuando la policía llame a su puerta y le enseñe la orden de detención por violación y asesinato. Veo también la mirada de horror que le lanzará a su novia, Janeece 9810, y al hijo de diez años de ella si están en casa cuando llegue la policía. Me pregunto si será un llorón.
Estoy a tres manzanas de distancia. Y…
Ah, espera… Pasa algo raro.
Dos Crown Victoria nuevos aparcados en esta bocacalle bordeada de árboles. Estadísticamente es muy improbable que en un vecindario como este se vea un coche de ese tipo, y tan reluciente. Es especialmente improbable que haya dos coches idénticos, y a eso hay que añadir el hecho de que están aparcados el uno junto al otro y no tienen restos de hojas ni de polen, como los otros. Han llegado hace poco.
Y sí, una mirada indiferente al interior, la curiosidad normal de un transeúnte, me confirma que son coches de policía.
Pero no es el procedimiento habitual para una disputa doméstica o un robo. Sí, estadísticamente esos delitos ocurren con bastante frecuencia en esta parte de Brooklyn, pero los datos demuestran que rara vez a esta hora del día, antes de que hagan acto de aparición los paquetes de seis cervezas. Y seguramente jamás se ven coches camuflados y sin distintivos, sólo coches patrulla blancos y azules, a plena vista. Pensemos. Están a tres manzanas de la casa de DeLeon 6832. Hay que tenerlo en cuenta. No sería inconcebible que el comandante les dijera a sus agentes: «Es un violador. Es peligroso. Vamos a entrar dentro de diez minutos. Aparcad el coche a tres manzanas de aquí y volved inmediatamente».
Miro como si tal cosa por el callejón más próximo. Vaya, esto va de mal en peor. Aparcado a la sombra hay un furgón de la Unidad de Servicios de Emergencia de la policía. El Servicio de Emergencia. A menudo cumplen labores de apoyo en detenciones de gente como DeLeon 6832. Pero ¿cómo es que han llegado tan pronto? Sólo hace media hora que llamé al 911. (Siempre es un riesgo, pero si tardas demasiado en llamar después de una transacción, la poli puede preguntarse por qué has tardado tanto en informar de los gritos o de que has visto a un individuo sospechoso).
Bien, hay dos razones para explicar la presencia de la policía. La más lógica es que después de mi llamada anónima hayan buscado en sus bases de datos todos los Dodge de color beige con más de cinco años de antigüedad registrados en la ciudad (ayer había 1357) y que de algún modo hayan dado en el blanco. Están convencidos, incluso sin las pruebas que iba a dejar en su garaje, de que DeLeon 6832 ha violado y asesinado a Myra 9834 y van a detenerlo ahora misma, o están esperando a que regrese.
La otra explicación es mucho más preocupante. La policía ha llegado a la conclusión de que le han tendido una trampa. Y me están esperando a mí.
Estoy sudando. Esto no es bueno, no es bueno, no es bueno…
Pero no te dejes llevar por el pánico. Tus tesoros están a salvo, tu Armario está a salvo. Relájate.
Aun así, tengo que averiguar qué ha pasado. Si es sólo una coincidencia perversa que la policía esté aquí, si no tiene nada que ver con DeLeon 6832 ni conmigo, entonces dejaré las pruebas y volveré a toda pastilla a mi Armario.
Pero si han descubierto lo mío, también podrían averiguar lo de los otros. Randall 6794 y Rita 2907 y Arthur 3480…
Me calo un poco más la gorra sobre los ojos, me subo del todo las gafas de sol por la nariz y cambio completamente de rumbo, rodeando la casa por callejones, jardines y patios traseros sin traspasar el perímetro de tres manzanas que tan amablemente me han marcado como zona de seguridad al aparcar allí sus Crown Victoria.
Ello me conduce, trazando un semicírculo, hasta un talud cubierto de hierba que sube a la autovía. Mientras subo por él veo los patios minúsculos y los porches de las casas de la calle de DeLeon 6832. Comienzo a contar las casas hasta llegar a la suya.
Pero no hace falta que lo haga. Veo claramente a un agente de policía en el tejado de una casa de dos plantas, detrás del callejón de su casa. Tiene un rifle. ¡Un francotirador! También hay otro con unos prismáticos. Y varios más, en traje o con ropa de paisano, agazapados entre los matorrales, justo a la derecha de la casa.
Entonces dos policías señalan hacia mí. Veo que había otro policía en el tejado de la casa de enfrente. También me señala a mí. Y dado que no mido un metro noventa ni peso ciento cinco kilos, ni tengo la piel oscura como el ébano, está claro que no están esperando a DeLeon 6832. Me están esperando a mí.
Empiezan a temblarme las manos. Imagínate, si me hubiera metido en medio de esa trampa, con las pruebas en la mochila.
Una docena de agentes corre a sus coches o hacia mí. Corren como lobos. Doy media vuelta y sigo subiendo casi a gatas por el talud, jadeando aterrorizado. Todavía no he llegado arriba cuando oigo las primeras sirenas.
¡No, no!
Mis tesoros, mi Armario…
La autovía, cuatro carriles en total, está abarrotada, lo cual es una suerte porque los dieciséis tienen que conducir despacio. Puedo esquivarlos bastante bien hasta con la cabeza agachada. Estoy seguro de que ninguno ve con claridad mi cara. Luego salto el quitamiedos y bajo a trompicones por el otro talud. El coleccionismo y otras actividades me mantienen en buena forma y pronto estoy corriendo a toda velocidad hacia la estación de metro más cercana. Me detengo sólo una vez para ponerme unos guantes de algodón y sacar de la mochila la bolsa de plástico con la prueba que iba a dejar; luego la meto en una papelera. No puedo dejar que me atrapen con ella. No puedo. Cuando estoy a media manzana del metro, me meto en el callejón de atrás de un restaurante. Le doy la vuelta a mi chaqueta reversible, me cambio de gorra y vuelvo a salir con la mochila metida en una bolsa de la compra.
Por fin estoy en la estación de metro y puedo sentir (menos mal) el aliento mohoso del túnel que precede a la llegada de un tren. Luego, el estruendo del voluminoso convoy, el chirrido del metal al rozar con metal.
Pero antes de llegar al torniquete, me detengo. La impresión ha pasado, pero en su lugar ha aparecido el nerviosismo. Comprendo que no puedo marcharme aún.
La magnitud del problema me asalta de pronto. Puede que desconozcan mi identidad, pero han descubierto lo que hago.
Lo que significa que quieren arrebatarme algo. Mis tesoros, mi Armario…, todo.
Y eso, por supuesto, es inaceptable.
Manteniéndome fuera del alcance de la cámara de seguridad, vuelvo a subir tranquilamente las escaleras y hurgo en mi bolsa mientras salgo de la estación.
—¿Dónde? —La voz de Rhyme retumbó en el auricular de Amelia Sachs—. ¿Dónde demonios está?
—Nos ha visto, se ha largado.
—¿Estás segura de que era él?
—Segurísima. Los de Vigilancia detectaron a alguien a unas manzanas de distancia. Por lo visto vio los coches de los detectives y cambió de ruta. Lo vimos mirándonos y echó a correr. Tenemos a varios equipos detrás de él.
Estaba en el jardín delantero de DeLeon Williams, con Pulaski, Bo Haumann y media docena de agentes de la Unidad de Emergencias. Varios técnicos de la Unidad de Inspección Forense y policías uniformados estaban inspeccionando la ruta seguida por el sospechoso para escapar, en busca de pruebas, y buscando testigos por el vecindario.
—¿Algún indicio de que tenga coche?
—No sé. Iba a pie cuando lo vimos.
—Santo Dios. Bien, avísame cuando sepáis algo.
—Te…
Clic.
Sachs hizo una mueca a Pulaski, que, con su radiotransmisor pegado a la oreja, escuchaba cómo se desarrollaba la búsqueda. Haumann hacía lo mismo. Por lo que pudo oír la detective, no estaba siendo muy fructífera. En la autovía nadie lo había visto o, si lo había visto, no estaba dispuesto a reconocerlo. Sachs se volvió hacia la casa y vio a DeLeon Williams mirando a través de la cortina de la ventana. Parecía muy preocupado y confuso.
Para salvarlo de convertirse en otra víctima de 522, había hecho falta suerte y un buen trabajo policial.
Y eso tenían que agradecérselo a Ron Pulaski. El joven agente, con su colorida camisa hawaiana, había hecho lo que le había pedido Rhyme: había ido enseguida al número uno de Police Plaza y había empezado a buscar casos que encajaran con el modus operandi de 522. No había encontrado ninguno, pero mientras hablaba con un detective de Homicidios la brigada había recibido un aviso del distrito Central acerca de una llamada anónima. Un hombre había oído gritos procedentes de un loft cerca del Soho y había visto a un hombre negro huyendo en un Dodge de color beige. Un patrullero había acudido al aviso y había descubierto el cuerpo violado y sin vida de una joven llamada Myra Weinburg.
A Pulaski le había chocado la llamada anónima, que le recordó a los casos anteriores, y enseguida había llamado a Rhyme. El criminalista había deducido que, si 522 estaba en efecto detrás del crimen, seguramente se atendría a su plan: colocaría pruebas materiales para incriminar a su nuevo chivo expiatorio, y a ellos les correspondía descubrir cuál de los más de mil trescientos Dodge de color beige era el que escogería 522. Tal vez el responsable no fuera 522, desde luego, pero aunque no lo fuera, tenían la oportunidad de atrapar a un violador y asesino.
Siguiendo órdenes de Rhyme, Mel Cooper había cotejado la base de datos del Departamento de Vehículos a Motor con las de la policía y había dado con siete afroamericanos que tenían antecedentes por faltas más graves que infracciones de tráfico. Entre ellos, uno era el más probable: DeLeon Williams, denunciado anteriormente por agredir a una mujer. El chivo expiatorio perfecto.
Suerte y trabajo policial.
Para autorizar la operación táctica se necesitaba la firma de un teniente o un mando superior. El capitán Joe Malloy seguía sin estar al corriente de la investigación clandestina para atrapar a 522, así que Rhyme había llamado a Sellitto, que a pesar de refunfuñar había accedido a llamar a Bo Haumann para autorizar la intervención de la Unidad de Emergencia.
Amelia Sachs se había reunido con Pulaski y con el equipo de Haumann en casa de Williams, donde habían sabido por los agentes de Búsqueda y Vigilancia que dentro sólo estaba Williams, n.º 522. Se habían desplegado para atrapar al asesino cuando fuera a colocar las pruebas falsas. El plan, improvisado sobre la marcha, era arriesgado y evidentemente no había dado resultado, aunque habían salvado a un hombre inocente de ser detenido por violación y homicidio y cabía la posibilidad de que hubieran encontrado alguna prueba interesante que pudiera conducirles al asesino.
—¿Alguna noticia? —le preguntó Sachs a Haumann, que había estado conferenciando con algunos de sus agentes.
—No, ninguna.
Entonces volvió a sonar la radio del comandante de la Unidad de Emergencias y la detective oyó su estrepitosa transmisión.
—Unidad Uno, estamos al otro lado de la autovía. Parece que ha escapado. Debe de haber llegado al metro.
—Mierda —masculló Sachs.
Haumann hizo una mueca, pero no dijo nada.
El agente añadió:
—Pero hemos encontrado la ruta que es probable que haya seguido. Es posible que haya tirado alguna prueba en una papelera por el camino.
—Algo es algo —comentó Sachs—. ¿Dónde? —Anotó la dirección que le dio el agente—. Dígales que acordonen la zona. Dentro de diez minutos estoy ahí. —Subió los escalones y llamó a la puerta. Cuando salió a abrir DeLeon Williams, dijo—: Lamento no haber tenido tiempo de explicárselo. Un hombre al que intentábamos detener se dirigía hacia su casa.
—¿Hacia mi casa?
—Eso pensamos. Pero ha escapado. —Le explicó lo de Myra Weinburg.
—No me diga… ¿Está muerta?
—Me temo que sí.
—Lo siento muchísimo.
—¿La conocía usted?
—No, su nombre no me suena de nada.
—Creemos que el responsable ha podido intentar responsabilizarlo a usted del crimen.
—¿A mí? ¿Por qué?
—No lo sabemos. Cuando hallamos indagado un poco más, quizá necesitemos hablar con usted otra vez.
—Claro. —Le dio los números de su casa y su móvil. Luego arrugó el ceño—. ¿Puedo preguntarle una cosa? Parece muy segura de que no he sido yo. ¿Cómo sabe que soy inocente?
—Por su casa y su garaje. Los hemos registrado y no hemos encontrado ningún resto material procedente del lugar del crimen. Estamos seguros de que el asesino iba a dejar ciertas cosas en su casa para incriminarlo. Pero, naturalmente, si hubiéramos llegado después que él, habría tenido usted un problema muy serio. Ah, una cosa más, señor Williams —añadió Sachs.
—¿Qué, detective?
—Sólo un dato que tal vez le interese. ¿Sabe que en Nueva York estar en posesión de un arma sin registrar es un delito muy grave?
—Creo que lo he oído en alguna parte.
—Tal vez también le interese saber que en la comisaría de distrito hay un programa de amnistía. Nadie le hará preguntas si entrega un arma. En fin, cuídese. Que disfrute del resto del fin de semana.
—Lo intentaré.