El olor de aguas estancadas penetró en mi interior y se materializó por fin, como si se desprendiese de la propia sustancia de mis sueños. El camino fangoso que destripaba las marismas desde varios kilómetros se cerró sobre las ruedas de mi vehículo como una mandíbula de hierro. Di un aceleren, pero la goma patinó. Me vi obligado a seguir a pie.
Los últimos mosquitos antes de las crudezas invernales bailaban en la superficie, rozando a veces las ondas con la punta de la pata antes de desaparecer detrás de los rastrojales llenos de cañas. Cuanto más avanzaba, más se espesaba la marisma. El lúgubre decorado que me rodeaba ya no tenía nada que ver con el poster de Serpetti, y buscaba desesperadamente una isla, un islote o una extensión de hierba en que debía erguirse la cabaña. Los rayos oblicuos del sol tachonaban de una sucia claridad las pocas extensiones de tonalidades uniformes donde el agua conseguía traspasar la capa espesa de los nenúfares, y me pareció que habría podido caminar sobre la superficie de la marisma, dada la generosidad con que se desplegaba la flora. Cañas gigantes de más de dos metros, erguidas como lanzas de guerreros, me impedían distinguir otra cosa que el universo restringido de esa celda de vegetación por la que avanzaba.
Seguí aventurándome por el estrecho camino que navegaba entre las marismas, preguntándome si aquel sendero no terminaría acabándose de repente o si las arenas movedizas me arrastrarían hacia el fondo. Me agarraba a las ramas arqueadas por la humedad y casi desnudas de los alisos, sorteando sus raíces, que se hundían en las profundidades del agua como gigantescas anacondas.
A la vuelta de un tronco cuya corteza se pudría, por fin divisé la cabaña, posada en una isla invadida de árboles y helechos, en pleno centro del manto caqui del agua. Había una barca amarrada a uno de los flancos de la isla y una lucecita angustiosa se filtraba a través de las persianas cerradas. Me agaché, me acerqué a la orilla de la marisma y miré alrededor con desesperación en busca de una embarcación o de algún medio de llegar hasta la isla, perdida a unos cincuenta metros en la sopa de nenúfares.
Me resigné a quitarme la chaqueta y los zapatos y me deslicé a lo largo de la ribera, apretando los dientes. El agua me llegó hasta las pantorrillas, y luego acometió los muslos y la pelvis. El légamo, los juncos, cuanto estaba podrido, se me agarraba a los miembros. El agua estaba helada, quizás a siete u ocho grados, no más. Debía avanzar muy rápido si no quería hundirme en el fondo, fulminado por una hipotermia. Levanté los brazos, con el arma por encima de la cabeza. De repente, mientras la superficie se me enrollaba alrededor del torso, caí en un agujero de cieno. El instinto de la respiración me hizo tragar un sorbo de agua y volví a subir al aire libre ahogándome, con lentejas acuáticas en las aletas de la nariz, la boca y los ojos. Bajo el efecto de la sorpresa, había soltado el arma; intenté en vano recuperarla a tientas con la punta de los dedos de los pies, hundiéndome de forma voluntaria, pero sólo conseguía palpar aquella mezcla en descomposición que se estancaba en el fondo del agua.
Me puse a nadar a braza, frenado por los tallos de los nenúfares que se enmarañaban con mis movimientos. El frío empezó a causar estragos. Los labios, las pantorrillas, los bíceps y los pectorales se endurecieron como la madera. Los dedos de las manos y los pies me empezaron a cosquillear y me pareció que iban a romperse. Y el hombro, como si lo hubiese alcanzado una segunda bala, gritaba de dolor.
Por fin conseguí llegar a la orilla, extenuado, congelado, sin arma, más pesado por el peso del agua, el cieno y la vegetación pegados a la ropa. La oscuridad bajaba de la bóveda del cielo a una velocidad espeluznante y croares de sapos perforaban el silencio acuático. Cogí uno de los bastones gordos que cubrían el suelo; escogí uno macizo pero lo suficientemente ligero para poder manipularlo fácilmente. Raíces y ramas podridas me torturaron la planta de los pies. Una ramita puntiaguda se rompió limpiamente en la punta de mi dedo gordo. Grité en silencio, levanté el pie y me arranqué al intruso apretando los dientes. Los músculos agarrotados por el frío parecieron recobrar una ligera elasticidad, en proporciones muy relativas. Por fin llegué a las inmediaciones de la cabaña. La hierba alta relevó al suelo pantanoso y ayudó, gracias a Dios, a que mi avance pasara un poco más inadvertido.
Persianas cerradas. Di la vuelta a la cabaña, pegué la oreja contra la pared y me detuve. El ronroneo de una radio llegó hasta mí, pero ningún ruido más. Me arriesgué a echar una mirada, mas los listones inclinados me impedían ver el interior. Un viento fresco se levantó con el crepúsculo, penetrante hasta el punto de paralizarme las articulaciones.
Me preguntaba de qué manera podría introducirme allí. Al mirar por la cerradura sólo vi el vacío, pues la llave estaba echada. Con sumo cuidado así la manilla, di un empujón y, ante mi gran sorpresa, la puerta se abrió sin oponer resistencia. Me precipité en la boca del lobo, blandiendo el palo por encima de la cabeza.
Y entonces descubrí a mi mujer, los ojos vendados, atada en cruz sobre una mesa, el pecho ofrecido a una desnudez ofensiva. Adiviné en el interior de su vientre redondo la presencia del pequeño ser y no pude reprimir las lágrimas, que me inundaron de tristeza. Un impulso proveniente de mis entrañas, un flujo imprevisto de las sensaciones más puras me paralizó, y luego me hizo vacilar y caer al suelo. Me levanté con dificultad y volví a desplomarme cuando el rostro de Suzanne se orientó en mi dirección. Palabras de desamparo se me colgaron al borde de la garganta y, por un instante que me pareció una eternidad, se me cortó la respiración.
Sólo pensaba en quitarle la venda, estrecharla entre mis brazos, besarla, cubrirla de amor, acariciarle el cabello, el vientre, aunque solamente fuese durante algunos segundos. Pero antes, mis últimas pulsiones de poli me obligaron a escudriñar la cocina americana y el lavabo. Serpetti no estaba a la vista. Sin tratar de reflexionar, me abalancé sobre la puerta de entrada y giré la llave para cerrar la salida. Me acerqué a mi amor, a mi futuro bebé, a quien ya quería más que nada en el mundo, y, sin tocarlos siquiera, sentí que el calor de sus cuerpos, el latido de sus corazones me inflamaban el alma.
Suzanne no hablaba. Las cuerdas que le apretaban los puños hacían palidecer sus manos. La parte superior de su cuerpo, cubierto de salitre, agrietado de estrías profundas y aureolas más o menos pronunciadas, se erigía como testigo aullador de su suplicio. Me incliné por fin hacia ella, anegado por las lágrimas. Los dedos, las manos, las piernas se estremecieron, temblaron, de frío, de miedo, de una emoción de intensidad solar. Me agarré a un ángulo de la mesa y, haciendo acopio de toda mi energía, ahuyentando los dolores que me asaltaban de todas partes, le retiré la venda. Que ese gesto, ese instante, se fijen para siempre en mi memoria, hasta la muerte…
Su labio inferior se movió y un grito puro emergió del fondo de la garganta. Se puso a chillar de manera incontrolable, infligiendo tales movimientos de torsión a sus puños y tobillos que la cuerda le rasgó la piel. Los músculos ahusados de las piernas le temblaron, su cuerpo entero ondulaba como si estuviese bajo el efecto de una descarga eléctrica. Y sus chillidos se elevaron arriba, muy arriba en las profundidades del anochecer.
—¡Cariño! ¡Amor mío! ¡Suzanne!
Algo le impuso una calma repentina. Mi voz. Había reconocido mi voz, la de su marido, un ser que venía a aportarle amor, consuelo, algo que no fuesen insultos y golpes. Por un brevísimo instante, nuestras miradas se cruzaron. Volví a leer en sus ojos nuestro encuentro, nuestros días felices, la lucha de nuestras dos vidas. Discerní en ella la sensibilidad increíble de una madre hacia su bebé.
—¡Cariño! ¡Cariño! ¡Te quiero! ¡Te quiero!
Repetía hasta hacerme daño en la garganta esas mismas palabras, me acercaba a su oreja, le pasaba una mano por el cabello, sobre la barriga. ¡Oh, aquella barriga! ¡Mi bebé, nuestro bebé! Y la estrechaba entre mis brazos, con fuerza…
Una fina espuma se deslizó de sus labios, y sus pupilas dilatadas miraron fijamente una de las vigas del techo.
—¡Suzanne! ¡Quédate conmigo, Suzanne, te lo suplico! ¡Suzanne! ¡No me dejes!
Con enorme dificultad, conseguí desatarle las manos. Deshice finalmente las trabas de los tobillos y mi propia mujer se hizo un ovillo en un rincón, el pelo en la boca, el pelo en los ojos, el pelo cubriéndole todo el rostro. El aire húmedo arrastró consigo un olor repugnante de orina, y se formó un charquito bajo sus pies. El balanceo de su tripa, sus nalgas, sus piernas dobladas contra el pecho, se aceleró. Y oscilaba, oscilaba, oscilaba…
Sabía que ella podía volver a mí, que, en la mecánica intransigente de la conciencia, en algún lugar, una puertecita se había quedado abierta a la luz.
Cuando mis brazos se tendían hacia ella, una voz me llamó. Una voz distorsionada, como las que ya había oído por teléfono.
—¡Bienvenido, Franck!
Thomas Serpetti apuntaba un arma en mi dirección, una vieja Colt que parecía estar aún en perfecto estado. Emergió de una trampilla disimulada bajo la alfombra y subió los últimos peldaños de una escalera. Dejó el distorsionador de voz en el suelo antes de lanzarme una sonrisa de una maldad increíble.
—¡Tenía que ver esto, Franck! El reencuentro con tu mujer, después de más de seis meses de espera. ¿Has visto qué bien la he cuidado?
Efectuó movimientos con la Colt que me incitaban a soltar el palo que acababa de coger. Obedecí y levanté las manos. Suzanne se sobresaltó, lanzó una mirada vacía y volvió a balancearse como un caballo de madera, la cabeza hundida entre las rodillas, contra la barriga.
—Dios mío, Thomas. ¿Qué le has hecho?
—Tu mujer ha perdido un tornillo, Franck. Después de cuatro meses, así, sin motivo. ¡De la noche a la mañana! Podría haberme deshecho de ella, me habría facilitado tanto las cosas… Pero preferí llegar hasta el final, por el juego, por la celebridad, por la pasta. Como un desafío… hacia ti.
—¡Por el juego! Pero… ¿cómo te atreves?
Sus ojos resplandecieron de negro, las pupilas se le agrandaron como las de un animal salvaje acorralado, dispuesto a matar para preservar la vida.
—¿Te lo imaginas, Franck? ¿Acaso conoces a algún ser con mi inteligencia? ¿Has visto hasta qué punto os he camelado? La vida, la muerte, todo eso no es más que un inmenso juego. ¡Si pudieses saber lo bien que me lo he pasado! ¡Oh, querido amigo! ¡Nadie, absolutamente nadie podrá superar la obra que he orquestado! Lo he controlado todo, Franck, desde el principio. El cruce de los destinos, la parada definitiva de sus vidas… ¡Como trenes en miniatura!
Bajé los brazos, pero hizo un movimiento con el arma y volví a levantarlos. Bajo mis pies se formaban charcos de agua de las marismas y los músculos cansados y heridos de los hombros me quemaban.
—Explícamelo. Necesito saber lo de Suzanne. ¿Cómo supiste que estaba embarazada?
Reflexionó durante un largo rato.
—Me lo dijo después del secuestro, en un último arranque de esperanza, quizá creyendo que la soltaría. ¡Y pensar que deseaba darte una sorpresa! ¿A que es encantador? –Se sentó en el borde de la mesa—. Tenía en mente la idea de la peli por episodios. Envié un primer fichero por internet a ese tiburón de Torpinelli. Sabría que picaría, que ese tipo de película se vendería a precio de oro en los mercados ilegales, ambientes que te he facilitado descubrir. Luego aumentaron las demandas, cada vez más numerosas, con deseos muy, muy peculiares. ¡Y me di cuenta de que me encantaba! Me excitaba hasta tal punto que no puedes imaginártelo. ¡Era el amo absoluto de mis víctimas, pero también de esos hombres que se hacían pajas de diez en diez ante mis obras de arte!
—Eres… eres…
—Pero antes de acometer mi recorrido, necesitaba un guión, algo con que haceros currar, a vosotros, psicólogos, policías y científicos. Para eso, internet es una mina de oro. Uno encuentra informes de autopsia, las guías completas que utiliza la policía científica, los aparatos, los medios desplegados para acosar a los asesinos… Toda la batería necesaria para analizar vuestros fallos, vuestras maneras de trabajar, avanzar, el propio jugo de vuestras tripas… Regresé a Bretaña para tomar una muestra de esa agua en particular, para colocarla en el estómago de Prieur. No está nada mal, ¿verdad? ¡Y esos psicocriminólogos! ¡Me lo he pasado teta! He jugado con vosotros como un marionetista con sus muñecos de madera. Os orienté, con éxito, hacia las fauces afiladas de BDSM4Y. Habéis sufrido unas cuantas pérdidas ¿no? –Se sentó en una silla—. Al principio, di con documentos que hablaban de ese padre Michaélis. Su carrera me pareció… interesante. Porque además todo cuadraba, como por arte de magia, con el nacimiento de tu hijo y el nombre de tu mujer. Parecía, no sé, que todo eso estaba escrito.
Movió los dedos en el aire, como el mago que tira polvos de la madre Celestina. Yo buscaba un medio para acercarme a él. Le pregunté, dando un paso adelante:
—¿Y a Gad? ¿Por qué la mataste?
—¡Yo no la maté, Franck! ¡Esa estúpida bretona tuvo un accidente de verdad! Gracias a ella, rodé mis primeras películas. ¡Oh! ¡Era más que consentidora! ¡Y tendrías que haber visto cómo se agolpaban a las puertas de mis sitios piratas, para ver esos vídeos! De hecho, creo que fue entonces cuando se me ocurrió llevar el experimento un poco más lejos.
—¿Y esas chicas que asesinaste? ¿Las encontrabas por internet?
—¿Te das cuenta de que esa puta de Prieur se había jactado de haber mutilado cadáveres en la facultad? ¡Lo exponía como un trofeo, una gloria personal, a un montón de imbéciles que se emocionaban ante sus confesiones! ¿Y Marival? ¿Esa guarra de Marival, bien escondida al fondo de su bosque? ¿Creía que podía enseñar su coño, hacer cosas a esos animales sin recibir un castigo? Le hice comprender que internet podía ser peligroso, que no había que provocar a la gente masturbándose delante de las cámaras. Que uno nunca está protegido, esté donde esté… Creo que después de más de un mes y medio vegetando en el sótano de un matadero… aprendió bien la lección. ¡Esas mujeres se merecían lo que les ocurrió! ¡No maté a inocentes!
—Todo se desarrolló de forma perfecta según tus planes hasta Manchini, ¿no?
Un rictus le contrajo el rostro.
—Ese idiota de Torpinelli no fue lo suficientemente prudente. Supongo que el cretino de su primo metió las narices en sus cosas, concretamente en los datos de su ordenador. Un pequeño frustrado sexual, ese Manchini. Tuvo que experimentar por él mismo. Esas películas no están hechas para los aficionados como él. Debería haberme ocupado personalmente de eso. Te habría evitado joder bien la marrana en Le Touquet.
—Tu hermano esquizofrénico, Yennia, tu viaje a Italia durante el primer asesinato… ¿Todo eso era mentira?
—¡Fue tan fácil manipular a tu mujer! El pobre Thomas con un hermano esquizofrénico por un lado, y por otro, una esposa abandonada que descargaba sus desgracias en foros de internet. Bah… Tan fácil, pero tan fácil… ¿Eres poli, no? ¿Acaso no te han enseñado nunca a ser desconfiado con la gente que no conoces? ¡Es tan fácil inventarse una vida gracias a internet, inmiscuirse en la intimidad de las parejas, los solteros, los niños, sin que ni siquiera se den cuenta! Estamos en la era del cibercrimen, Franck, ¡y eso te lo tendrías que haber metido en tu pequeña cabeza de chorlito!
Serpetti no perdía de vista a Suzanne, que deliraba, echando un mar de espuma por sus piernas abiertas.
—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Nos vas a ejecutar? ¿A cuántos inocentes más piensas matar? —le pregunté abriendo las palmas hacia el cielo.
—Casi he terminado mi obra, Franck. Después, ya veré. Hay un novato que tengo que acabar de formar. Le gustan mucho mis vídeos y estoy convencido de que algún día será capaz de hacer lo mismo. ¡Pégate a la pared! ¡Ahí, detrás! ¡Y siéntate en el rincón! —me ordenó, moviendo el revólver hacia los lados.
Me atreví a dar otro paso en su dirección, pero mi celo le hizo orientar el cañón hacia mi mujer.
—Cuento hasta tres. Uno, dos…
—¡Está bien! No dispares. Haré lo que me pides.
Retrocedí y me resbalé en el ángulo hasta sentarme en el suelo, las manos encima de la cabeza.
—Bien, muy bien —sonrió—. ¡Vuelves a estar en primera fila para asistir al espectáculo, al igual que en el caso de la mujer del matadero! Salvo que esta vez, te daré permiso para mirar.
Sin dejar de apuntarme, sacó de un bolso un kit quirúrgico estéril que contenía el material necesario para una intervención de urgencia: escalpelos, compresas, hojas, agujas curvadas e hilo de seda.
Volvió a colocar la mesa y dispuso los aperos en el borde.
—Todo está preparado para el nacimiento de tu hijo. Ya sólo falta… —cogió el aparato del mismo bolso— la cámara.
Puse las manos en el suelo para levantarme, pero disparó una bala a dos centímetros de mis pies. Suzanne gritó.
—¡Otro gesto más y te mato! ¡Muévete! ¡Intenta tan sólo moverte! ¡Levanta las manos, levanta bien las manos!
Se me acercó con la prudencia de un conejo que saca la cabeza fuera de su madriguera y pegó el arma humeante a las aletas de mi nariz. El olor de la pólvora se me subió a la cabeza.
—¡Cierra los ojos, gilipollas!
—¡Dispara! ¡Dispara! ¿A qué esperas?
Sentí que un calor intenso me ascendía por el cuello. Cuando abrí los ojos, me mostraba una jeringuilla vacía.
—Quetamina; creo que ya la conoces. Te tranquilizará un poco. La he dosificado para que puedas asistir al espectáculo de sonidos y luces con total serenidad, sin miedo de que te… hagas daño.
Avanzó hacia Suzanne, le administró una dosis del producto y la arrastró hasta la mesa improvisada como campo de operaciones.
—Ya está… Es sólo para que estés un poco tranquila, Suzanne. –Se volvió hacia mí—. Tu mujer ya no es más que la sombra de lo que era. Ya está muerta, Franck. ¿No te das cuenta? ¡Mírala! ¡Mírale los ojos!
La mandíbula inferior de Suzanne acumulaba borbotones de saliva que, luego, le rodaban por la barbilla. Se había marchado a otro lugar, a otro planeta. Sin embargo, nos habíamos vuelto a encontrar, por una fracción de segundo. Poco… Tan poco…
Como la primera vez, pero de manera menos intensa, mis miembros se volvieron pesados y mi cuerpo entero pareció sumirse en el hormigón. Mis dedos se descolgaron de mis manos, mis manos de mis brazos y mis brazos de mi cuerpo. Mi envoltura corporal se heló.
Serpetti tumbó sobre la mesa a Suzanne, que obedeció sin formular ninguna queja. Sus pupilas eclipsaban el blanco de sus ojos, su boca continuaba clamando como si se dispusiese a lanzar una plegaria al cielo.
—Suzanne… Suzanne… Te… quiero… —balbucí, y cuando Thomas Serpetti se inclinó para recoger las cuerdas enrolladas en el suelo, ella se irguió, se arqueó como si una corriente eléctrica de una intensidad increíble la atravesase, y le clavó un escalpelo en el cuello con un grito atroz, con un sobresalto de rabia que fermentaba desde hacía meses y meses. La hoja penetró por la derecha de la tráquea y salió por el otro lado. La Colt se deslizó hasta mis pies.
Serpetti abrió los labios y emitió un grito ahogado al llevarse ambas manos al cuello de donde se escapaba un pequeño geiser de sangre. Sus rodillas golpearon el suelo, se desplomó y volvió a levantarse, los ojos fijos en el arma, animado por la rabia, las ganas insaciables de matar. La lengua, los dientes, las encías se le cubrieron de sangre y una mezcla de gran agresividad que le salía directamente de las entrañas. Iba a alcanzar el revólver. ¡Iba a alcanzarlo y disparar antes de morir!
Suzanne yacía en el suelo, petrificada ella también por el aflujo de quetamina en las arterias. Serpetti avanzó, se arrastró, se arrancó las uñas contra el suelo, estirándose en un último esfuerzo antes de quedar inmóvil, la mano a pocos centímetros del arma. Sus ojos permanecieron abiertos un instante, durante el que tuve tiempo de mover los labios para susurrar:
—Has… perdido. Mi hijo nacerá… mientras que tú… te pudrirás en el infierno.
Soltó el último diez por ciento de aire en una burbuja de sangre, la mirada fulminante de una rabia inhumana.
Cuando su alma negra echó a volar, los cabellos de Suzanne se apartaron los unos de los otros, como si estuviesen electrificados. Entonces supe que Elisabeth Williams y Doudou Camelia flotaban en el éter, no muy lejos de allí…