Por el camino, un guión fue dibujándose en mi cabeza, claro, preciso, un increíble encadenamiento de circunstancias que hacían que cada vez él estuviera ahí en el momento apropiado. Intenté reorganizar mis pensamientos retrocediendo hasta el principio de todo.
Las palabras de Elisabeth Williams, resonaban en mi mente: «Este tipo de asesino va a hacer todo lo posible por encontrarse en el corazón de la investigación».
Serpetti y su hermano esquizofrénico…
Serpetti, con sus ceros y sus unos…
Serpetti, tan cercano a mí que no veía su rostro…
La primera vez… La primera vez, yo mismo lo había llamado para que investigara el origen del correo electrónico. ¡Le había abierto las puertas del aprisco y él se había desplegado en el corazón de nuestra investigación como un virus informático toma el control de un ordenador!
Me había brindado su ayuda para colaborar de forma voluntaria con la investigación. Había orientado las fuerzas de la policía hacia las poderosas mandíbulas de BDSM4Y, había transformado nuestras pesquisas en un fantástico despilfarro de energía. Y luego, ¡el telefonazo en el momento preciso en que me encontraba en su casa! Era fácil accionar una llamada de efecto retardado. ¡Había previsto que mandaría a hombres para vigilar a las víctimas potenciales! ¡Doudou Camelia y Elisabeth Williams! Y su Yennia, a la que jamás había visto nunca, que no existía. ¡Toda esa organización entorno a mi investigación para justificarse, para hallarse en el mismo corazón de la hoguera, para estar al corriente de los últimos descubrimientos! ¿Cómo? ¿Cómo había podido estar ciego hasta ese punto sobre aquel hombre que se pasaba la vida apostando, que únicamente vivía para el juego y el dinero, que controlaba los destinos de sus víctimas de la misma manera que manipulaba sus trenes?
¡Había estado jugando desde el principio! Aún podía verlo a mi lado cuando le había hablado de Suzanne, cuando le había confiado mis sentimientos sobre el asesino, sobre ese Hombre sin Rostro; en cada ocasión, le había explicado lo mal que estaba y él me había consolado, reconfortado… ¡Dios mío! Yo mismo había apretado el nudo corredizo alrededor del cuello de mi esposa y todas esas chicas.
No recibí respuesta del coche de guardia apostado delante de la casa de Serpetti. Desde el móvil, ordené al conjunto de equipos que se dirigiese a su granja y me lancé el primero en dirección a Boissy-le-Sec.
De camino, hice una llamada al móvil de Elisabeth, pero saltó el contestador. Entonces llamé al policía encargado de la vigilancia de la psicóloga. Una vez más, sólo obtuve el silencio de la radio. ¡Algo iba mal! Una oleada fulminante de angustia me oprimió la garganta.
Al querer adelantar un coche por la derecha en el arcén de la carretera de circunvalación, golpeé unos conos de obras; me incorporé a toda prisa y rasqué el lado izquierdo de un vehículo que se cruzó en mi trayectoria tumultuosa.
Por fin salí de la red urbana y me adentré en el campo como una bola de fuego en el firmamento. Varias veces estuve a punto de meterme en un hoyo, atropellar a peatones o incluso de tumbar bicis.
Al fin me vi delante de la granja, el arma entre los muslos. Los dos plantones, en su coche, tenían el cuello degollado.
Me precipité a la entrada, empujé la puerta y penetré en la casa. Nadie…
Con sigilo, subí al piso de arriba, recorrí las habitaciones de un vistazo antes de volver a bajar y echar una ojeada a la planta baja. En la sala de detrás del comedor, los transformadores hervían, los trenes giraban a toda potencia en un aullido metálico, un estruendo de rabia. La mayoría había descarrilado y se había estrellado contra las paredes. Thunder, el gran tren negro, dominaba la red con su potencia de fundición, adelantando, saltándose los semáforos y las señales, en busca de las próximas víctimas que machacar con sus mandíbulas de hierro.
Con el arma en la mano, me lancé al patio interior y eché abajo de una patada violenta la puerta podrida del granero para la paja. Me abrí paso entre el montón de piezas viejas de metal, persianas rotas y madera muerta donde jugaban tonalidades uniformes de luz y corrí hasta la pared del fondo. Nada fuera de lo normal, ningún calor humano.
Entonces me dirigí hacia la vieja torre del agua de ladrillo. Un candado nuevo prohibía la entrada, pero ¡lo nuevo no encajaba en una ruina tambaleante! Lo hice saltar de un balazo protegiéndome el rostro y penetré en la oscuridad, sin olvidar encender una pequeña linterna que recogí en el granero. Mi zapato topó con otro candado. Las galerías subterráneas se desplegaban bajo mis pies, bajo la granja.
Bajé corriendo las escaleras de piedra, procurando no romperme la crisma en una mala caída. Las tinieblas se abalanzaron sobre mí como la hoja de una guillotina. La linterna resultaba ridícula. Tuve que ir a buscar la Maglite al maletero del coche.
Bajo el chorro del potente haz, avancé bajo las bóvedas de las que a veces perlaban gotas de humedad que morían sobre la piedra con un «flop» chocante. Delante de mí, un agujero se sumió en el negro sobrecogedor y la galería se bifurcó en forma de Y. Tenía la impresión de avanzar por el interior de la barriga de un monstruo gigantesco de piedra. La luz natural desaparecía al ritmo de mi progresión, como si aquella negrura hambrienta la hubiese digerido. Decidí seguir con método la pared de la derecha, para desandar fácilmente mi camino en caso en que este lazo de intestinos subterráneos me desorientase. Una pequeña entrada en la roca me llevó hasta una especie de sala y, en el destello amarillo de los rayos, se recortaron huesos humanos. Costillas curvadas como las garras de gatos, fémures, tibias y cráneos, decenas de cráneos. Me acerqué al montículo calcificado y, al observar las fisuras en los huesos, me di cuenta de que esos esqueletos no eran recientes. Iluminé el arco bajo del techo, las paredes que rezumaban, preguntándome qué horribles secretos encerraba la historia de ese infierno bajo tierra. Salí de allí sin dejar de empuñar el arma con fuerza. Tuve la impresión de que la oscuridad me aguijoneaba las mejillas y se intensificaba a mi alrededor. Las cinco pilas encajadas en el mango de la Maglite empezaban a presentar señales de debilidad. Aún disponía, como mucho, de media hora de luz antes de que se apagasen del todo las luces.
A mayor profundidad, me topé con otra cavidad, un nuevo osario, y luego caí en la trampa de un callejón sin salida.
Di media vuelta, sin dejar de tantear la pared de la izquierda. Una galería más ancha se adentró en una abertura practicada en la pared, donde me metí acelerando el paso. Los parpadeos en la intensidad luminosa del haz de mi linterna eran prueba irrefutable de que las tinieblas no tardarían en recobrar el protagonismo.
El laberinto subterráneo debía de extenderse varios centenares de metros, incluso kilómetros; se abrían sin cesar en lo desconocido nuevas bocas y túneles sin fin. Seguía todas las vías que se presentaban ante mí, con cuidado de anotar mentalmente cada vez el itinerario escogido. Me había convertido, yo también, en un juguete de Serpetti, una marioneta, un tren eléctrico atrapado en una red de tamaño natural…
En el hueco de ninguna parte, me atreví a hacer un llamamiento.
—¡Suzanne! ¡Suzanne!
Mi voz tropezó con múltiples paredes antes de desaparecer, como si se la hubiese engullido la nada. Ninguna respuesta; tan sólo ecos glaciales. La Maglite empezó a apagarse y a encenderse ante mis golpes secos en la parte trasera. Había sobreestimado la duración de las pilas. Tenía que volver a subir y esperar los refuerzos que supuestamente llegarían en cualquier momento. Tanteando esta vez la pared situada a mi izquierda, volví sobre mis pasos hasta, por fin, alcanzar la escalera, en el momento en que la linterna se apagaba definitivamente. Me llegó el sonido de unas voces exteriores.
—¡Aquí! —vociferé.
Oí alzarse el tono y luego una caballería de pasos.
—¡Soy yo, Sharko! –Acudí hasta la entrada de la torre del agua—. ¿Cuántos sois?
Sibersky contestó.
—Somos ocho, hemos venido en cuatro coches. Un coche se ha marchado a casa de la criminóloga. ¡Están por llegar más equipos!
—¡Id a buscar linternas! ¡Proyectores, rápido! ¡Y venid! ¡Tenemos que registrar estos subterráneos!
—¿Cree que tiene a Williams?
—¡Sí! ¡Deprisa!
—¿Y su mujer?
—¡Está encerrada ahí dentro, estoy seguro! Centenares y centenares de metros de galerías se despliegan bajo nuestros pies. Pedid más refuerzos, muchos más. ¡Quiero el mayor número de gente posible en los registros! ¡Poneos en contacto con todas las comisarías de los alrededores! ¡Que vengan! Y sobre todo, ¡lo quiero vivo! ¡Vivo! ¡Quiero vivo a ese hijo de puta!
—¡A sus órdenes!
Cogí uno de los proyectores de batería y me lancé a los túneles, bordeando esta vez la parte izquierda de la red subterránea.
—¡Seguidme! Cada vez que los túneles se bifurquen, nos separaremos de la misma manera para cubrir la mayor superficie posible. ¡Si descubrís algo, dad un grito!
Enseguida, el laberinto nos alejó a los unos de los otros. Tan sólo Sibersky seguía acompañándome. El potente proyector nos ofrecía un espectáculo digno de una serie de terror. Zonas de sombras a causa del relieve irregular se dibujaban encima de nuestras cabezas como las manos descarnadas de fantasmas. El agua chorreaba con más fuerza en algunas cavidades, y tuvimos que cruzar grandes charcos estancados en el suelo sin duda alguna desde hacía años. Un nuevo túnel obligó a Sibersky a seguir por la izquierda.
En cuanto a mí, me fiaba de mi intuición y me dirigía donde me llevaran mis pasos. Las voces de los colegas ascendían a lo largo de las bóvedas y rebotaban en todas las direcciones hasta perderse. El túnel se estrechó de repente hasta tal punto que tuve que desrizarme de perfil metiendo barriga. Y avanzaba, avanzaba, avanzaba…
De repente, fui presa de la angustia. Empecé a temblar de manera incontrolable y las piernas no pudieron sostener más tiempo la masa de mi cuerpo. El sudor me quemó los ojos. Me vi obligado a sentarme. La cabeza se me tambaleó hacia atrás una primera vez, y luego otra: estaba a punto de desmayarme. La voz de Sibersky me llegó a trompicones, como si se hubiese roto en fragmentos de cristal al entrar en contacto con la roca.
—… misario… ontrado… enga… ápido…
Sacudí la cabeza, preguntándome si no estaría soñando. Tenía escarcha pegada a los labios. Estaba congelado. Tuve que hacer acopio de toda la voluntad del mundo para levantarme con gran esfuerzo del suelo y recuperar la sensibilidad en las piernas.
—… misario… está… uert… ápido…
—¡Ya voy! ¡Ya voy! –No conseguía encontrar el camino. Había perdido las referencias, la noción del espacio y el tiempo. Grité—: ¡Habla! ¡Habla para que me guíe el sonido de tu voz!
—… iams… Dios… misario…
Me precipité hacia el lugar de donde parecían provenir los sonidos.
—… misario… omisario…
De repente, cuando me metía en un túnel perpendicular, las emisiones sonoras me llegaron nítidas.
—¡Comisario! ¡Comisario! ¡Dios mío! ¡Dese prisa!
Ahora corría con la espalda encorvada, pues el techo de la bóveda era cada vez más bajo. Un fuerte resplandor salpicó la oscuridad a unos diez metros delante de mí. Pero antes de llegar, tuve que atravesar un paso tan estrecho que me vi obligado a ponerme de cuclillas para poder pasar.
Un olor intenso de carne quemada se me agarró de repente a las aletas de la nariz. Sibersky iluminaba un cuerpo desnudo tumbado de lado, las rodillas dobladas sobre el pecho y el rostro girado hacia la parte trasera de la cavidad, por lo que no lo vi al llegar. La cabellera descansaba sobre la roca, los cabellos cuidadosamente desplegados de manera que cubriesen la mayor superficie posible. Sibersky orientó la linterna en mi dirección, y luego se tapó el rostro porque yo le enviaba el haz del proyector a la cara. Dejé la máquina en el suelo y avancé lentamente hacia el cuerpo acurrucado. Cuando llegué a su altura, un olor pestilente me dobló en dos y fui a vomitar en un rincón.
«—Cuénteme por qué ejerce este oficio…
»—Es una tontería. Tenía trece años y, una mañana de otoño, fui a dar de comer a los patos, a orillas del lago Scale, en Florida. Estaba prohibido aventurarse allí en aquel período del año, porque era plena temporada de caza, pero me importaba un comino. Esos pobres animales venían a buscar el pan hasta mi mano; estaban hambrientos. Y un disparo les hizo alzar el vuelo. Los patos salieron volando. Vi cómo los abatían uno tras otro, en pleno cielo. Asistía a una serie de asesinatos… Me rompió el corazón de tal modo que me prometí que no dejaría ese tipo de matanzas impunes, que había que hacer algo para detener la masacre. Eso fue lo que, más adelante, me orientó hacia mi oficio. ¿Curioso, verdad?».
Sueros, serosidades rosáceas, aguas parecidas a los vinos grises de Marruecos supuraban de los senos quemados de Elisabeth Williams. Cerca de la pelvis, habían desaparecido trozos de carne, seguramente extraídos con la ayuda de un instrumento cortante, y la sangre se había endurecido en coágulos colgados de los flecos de piel.
«—¿Y nunca ha pensado en casarse?
»—No. Los hombres no entienden lo que hago. Nunca me he compenetrado de verdad con los que he conocido. Me hacían infeliz, prefería la compañía de las mujeres. Así es, Franck, ¡soy homosexual! Pero supongo que se lo imaginaba. ¿Me equivoco?».
Los genitales también habían sido quemados. Le habían depositado una perita llena de gasolina en el fondo de la vagina, y la habían encendido sirviéndose de una mecha de algodón y un mechero.
«¿Sabe lo que más me gustaría en el mundo, comisario? Regresar a orillas de ese lago, ver otra vez esos patos nadar delante de mí y tirarles migas de pan. Algún día regresaré allí, me lo he prometido a mí misma».
Sibersky orientó la linterna hacia la izquierda de la entrada.
—Ha utilizado… este mechero y este aerosol para quemarle los pechos. Y… ha escrito eso… —dijo, apuntando el haz hacia el techo.
Leí: «¡Hola, Franck!», escrito con tiza.
Me sequé la boca con un pañuelo y saqué el móvil del bolsillo, pero la falta de cobertura lo hacía inservible. Me precipité en el estrechamiento, arrancándome al pasar la parte trasera de la chaqueta, corrí por el túnel, bordeé otro, a la derecha, y otra vez a la derecha hasta que la luz del día me iluminó el rostro.
Con dedo tembloroso, con el estómago en la boca, marqué el número personal de Serpetti. Habló antes de darme tiempo a decir nada.
—¡Hola, amigo mío! ¿Qué, te ha gustado mi sorpresita?
—¡Hijo de puta! ¡Devuélveme a mi mujer!
—No está muy lejos de mí, ¿sabes? Pero estoy un poco preocupado, porque últimamente ha tenido un número impresionante de contracciones. Parece que el bebé quiere salir.
—¡Basta, Thomas, te lo suplico! ¡Detén la masacre!
—¡No debe salir! ¡Ahora no! Tu mujer tiene que llegar hasta el final. Estoy recogiendo un poco de material. Tengo que arreglar todo eso. Después, todo irá mejor, mucho mejor… De hecho, no es que me molestes, pero, mira, tengo cosas que hacer, como siempre. Ah, deberás cuidar bien a Reine de Romance, porque creo que no volveré a verla durante mucho tiempo —dijo, y colgó.
—¡Noooooo! ¡No cuelgues! ¡Noooo!
Volví a marcar el número, sin respuesta. Me desmoroné, hincado de rodillas en el suelo, las manos en la tierra húmeda del patio interior. Otros vehículos, con las sirenas encendidas, se agolpaban a la entrada.
De repente, me levanté y entré en la vivienda, donde ya habían empezado los registros. Subí sin respirar los tramos de escalones que llevaban al piso de arriba. En el despacho donde ronroneaban sin cesar los ordenadores, el poster seguía ahí, colgado de la pared frontal: las marismas del Tertre Blanc. Y la cabaña, al fondo.
Crombez, que acababa de llegar, me llamó en el momento en que me disponía a coger la carretera.
—¿Comisario? ¿Adónde va?
—¡Aparta! ¡Tengo que comprobar una cosa!
Cerré la portezuela de golpe ante sus narices e hice chirriar los neumáticos al arrancar en la gravilla.
La tensión nerviosa me ponía los músculos duros como barras de hierro. Un dolor agudo me destruía el hombro y la espalda, y las articulaciones cansadas empezaban a lancinarse. Pero tenía que matarlo. Matarlo con mis propias manos, sin nadie que me lo impidiese. Tenía que ver sus ojos cuando el proyectil hendiera su carne.
«¡Aguanta, Suzanne, aguanta, te lo suplico!».
Una parte de mis pensamientos se centraba en Elisabeth Williams, en la terrible muerte que le había infligido. ¡Debería haberlo pensado! ¡Debería haber previsto que llegaría hasta ese extremo! ¡Dios mío! ¿Cuántas personas habían muerto por mi culpa? ¿A cuántas había salvado de las garras de Thomas Serpetti, el Hombre sin Rostro, aquel rostro que era tan familiar que ni conseguía verlo? A ninguna.
Conducía para enfrentarme al Ángel Rojo en un último combate, un duelo que esperaba desde hacía más de seis meses. Conducía hacia la cúpula rielante del sol poniente, conducía hacia el lugar donde me esperaba mi destino.