Capítulo 14

Alphonso Torpinelli Junior. Una serpiente que había escapado del Infierno, una bestia maléfica, curiosa y hambrienta que aplastaba a golpe de pezuñas los microbios que se atrevían a alzarse ante él. Un hombre poderoso, mucho; un espíritu maligno que manejaba millardos de euros en el mercado más prolífico de todos los tiempos: el del sexo.

Había sabido excluir del circuito a su anciano padre, un hombre más bien respetable. El patriarca, que padecía un tumor cerebral, se había sometido a una primera operación con éxito; pero el glioma había vuelto a desarrollarse y su ubicación hacía demasiado arriesgada la extracción. Los especialistas le habían dado a lo sumo cuatro meses de vida.

Alphonso Torpinelli era sospechoso de todas las corrupciones posibles e imaginables: trata de blancas, redes de prostitutas en los países del Este, pedofilia y todo cuanto el vicio pudiese engendrar en este mundo. Pero los desgraciados que habían intentado meter las narices en sus negocios en esos momentos debían de servir de alimento a unos cincuenta grandes tiburones blancos del océano Pacífico.

En la explanada de Le Touquet, la luna ya alta en el cielo jugaba con las olas, haciéndolas brillar en el momento en que rompían sobre la playa desierta. Más cerca de Stella-Plage, al final de una escollera a la que se agarraba un montón de mejillones, adiviné el batir de alas de las últimas gaviotas ocupadas en recoger las cabezas cortadas de las caballas, abandonadas por los pescadores en el gran lomo del mar. Un vientecillo de tierra levantaba torbellinos de arena, depositando los granos sobre las cabinas cerradas de los veraneantes antes de llevárselos otra vez hacia el mar abierto.

En la habitación del hotel leí, fui leyendo página a página, de horror en horror, la obra fotocopiada del padre Michaélis, y la gran mano corva de la amargura se abalanzó sobre mis hombros como una ola gigante. Rogué a Dios que ese relato sólo fuese fruto de su imaginación, pero no pude dejar de pensar que aquel itinerario sangriento seguramente había existido de verdad y que… el Ángel Rojo quizás había vuelto.

Recé por esas víctimas que no conocía, recé por quienes se habían cruzado en el camino del Hombre sin Rostro, recé por mi mujer y mi futuro bebé. Si hubiese aparecido un genio de una lámpara, que habría frotado un poco demasiado fuerte para pedir uno solo de mis deseos, le habría suplicado que nos llevase a los tres lejos de aquí, que nos dejase en una isla desierta donde no hubiera ni teléfono ni radio. Tan sólo nosotros tres, alejados del aliento fétido de este mundo, de estos caminos de sangre y de esos rostros espantosos que mirar…

Intenté una vez más trenzar las hebras de la cuerda, unir los trozos para formar un ensamblaje sólido, pero no lo conseguía. Manchini, el Ángel Rojo, BDSM4Y… Unidos por el vicio, deslizándose por el universo secreto de lo que no hay que ver, de lo que es mejor ignorar si uno quiere envejecer en paz.

Pensé en el descubrimiento de Elisabeth, en la manera como su investigación literaria la había llevado hasta los brazos del padre Michaélis. Había buscado un paralelismo con las pistas. El marco del faro colgado de la pared. La foto del granjero, y luego la carta que nos había guiado hacia la pista religiosa. La escena del crimen, la expresión del rostro de Martine Prieur que nos permitió realizar una comparación con el busto esculpido por Juan de Juni. Habíamos deducido una relación entre las víctimas, esa voluntad de castigar el dolor con el dolor. Luego el asesino me había desvelado, mediante la horquilla de pelo, que tenía a mi mujer. Y a continuación esa frase, demasiado flagrante, en que repetía palabra por palabra las declaraciones de un sacerdote asesino.

Nos manipulaba, trazaba él mismo el hilo de la investigación, orientándonos en las direcciones que había escogido para nosotros. Habíamos entrado en su plan diabólico sin ni siquiera darnos cuenta. Jugaba con nuestras mentes y tensaba los hilos de nuestras almas a su manera. Poseía evidentes dotes para la psicología, un talento maquiavélico.

¡Y si tan sólo hubiese sido eso! ¡Pero había adivinado el don de Doudou Camelia, se había enterado de que Suzanne estaba embarazada! Iba siempre un soplo por delante de mí, que únicamente progresaba en su estela mortal, incapaz de tomar la delantera. Perseguía una sombra, una entidad con la fuerza de lo imposible.

Por su parte, Manchini había mantenido un secreto terrible, un secreto que había llevado a alguien a cometer un nuevo crimen. Esa noche, ya no tuve miedo de morir, sino de no conocer nunca la verdad.

El vigilante tuerto del suntuoso chalé de los Torpinelli me cayó encima antes de que me diera tiempo de pulsar el timbre del inmenso portal erizado de puntas metálicas. Mostraba una cicatriz estéticamente curvada en la mejilla izquierda, una de cuyas puntas iba a morir al borde del parche de cuero del ojo. Su larga cabellera dorada culebreaba hasta los hombros, dándole el aspecto de un león destronado, un rey de la jungla que había recibido un zarpazo mortal en un combate con todas las de la ley. Cuando se inclinó por la ventanilla de mi coche, adiviné que nunca en la vida debía de haber sonreído.

—Algo me lleva a pensar que se ha perdido —me susurró con una mano metida en la chaqueta.

—Pues lo cierto es que no. He venido a ver al señor Torpinelli, al padre preferentemente; si no, al hijo.

Otro vigilante, walkie-talkie en mano, subía la alameda en nuestra dirección. El león destronado me preguntó, la mano apoyada en la portezuela abierta:

—¿Está usted citado?

—He venido a tener una breve charla sobre el sobrino, Alfredo Manchini.

—¿Policía? —preguntó escudriñando mi matrícula.

—¡Qué vista! –Pegué mi placa, que no había devuelto a Leclerc, sobre la chapa azul del vehículo—. Dirección Central de la Policía Judicial de París.

Me fusiló con su media mirada. Su acólito siguió farfullando por el walkie-talkie. Entre los dos, eran más anchos de espaldas que los jugadores alineados de los Blacks. Dos apisonadoras, un rubio platino y un negro con el cráneo liso como el ébano. La cámara de vigilancia, colgada de uno de los batientes del portal, dirigió su ojo de cristal hacia mí. Ruido mecánico, ajuste de las lentes.

—Alfredo Manchini ha muerto y, ¿saben?, tengo que hacer mi trabajo —añadí.

—¿Y tu trabajo consiste en venir a flirtear con la muerte? —me espetó el gran negro—. ¿Crees que vas a entrar así como así?

—Puedo volver con gente guapa —repliqué mirando fijamente la cámara—. Pero preferiría que lo solventásemos tranquilamente, entre nosotros.

El walkie-talkie del rubio guaperas emitió un silbido que lo hizo alejarse momentáneamente.

Regresó, mostrándome tantos dientes como teclas de un piano.

—¡Déjale pasar! —gritó dirigiéndose a Cráneo de Ébano—. Acompáñalo hasta el atrio. El jefe se está divirtiendo.

Procedieron al registro reglamentario y me confiscaron mi vieja Smith Wesson, que solía guardar bajo el asiento del conductor del coche.

—Recuperarás tu juguetito cuando te marches —se mofó el Guaperas.

—No te hagas daño en el otro ojo con ella —repliqué tendiéndole la pistola por el cañón.

Emitió un gruñido y regresó a su puesto.

La residencia apareció a la vuelta de una pinada, a casi trescientos metros de la verja de entrada. El terreno era tan extenso que no se veían los límites, y Dios sabe que existían, vigilados por media docena de pistoleros. Al lado de aquel palacio, el chalé de Plessis parecía una caja de cerillas.

Cráneo de Ébano me llevó a una sala cerrada, el atrio, donde tuve la sensación de efectuar un salto en el tiempo de más de dos milenios. Tres gladiadores se medían en el centro de una pista circular de arena. Dos de ellos, un reciario armado con red y tridente, y un hoplomaco equipado con un escudo rectangular pesado y una larga espada, luchaban contra el tercero, un secutar con pinta de ser más rápido y con un equipamiento extremadamente ligero.

Las armas de madera diseñadas para el juego silbaban en el aire como fuegos artificiales. El secutor esquivó el tridente, se dobló sobre la izquierda a ras del suelo y lanzó un monumental golpe de espada contra el flanco desnudo del reciario, que gimió antes de desplomarse con los brazos hacia delante.

—¡Basta! —ordenó el secutor.

Sus dos adversarios se apartaron jadeando y cojeando ligeramente, y desaparecieron en el vestuario situado en la parte trasera del atrio. El secutor se levantó la visera del casco y entonces reconocí el rostro empapado de sudor de Torpinelli Junior. Me señaló unos expositores donde descansaba una cantidad inmensa de armas y protecciones de cuero de la época romana.

—Escoja —me propuso—. Hay para todos los gustos y cada temperamento debe compensarse. Le espero. Gáneme y hablaremos. Si no, deberá regresar otra vez, con algo más que su pobre placa de policía. Y sea más combativo que esos dos idiotas.

—¡No he venido aquí para jugar!

—En ese caso Victor le acompañará tranquilamente a la salida…

Me dirigí hacia los expositores.

—¿No tiene nada mejor que hacer para llenar sus días? ¿Tanto se aburre?

—Cuando uno lo tiene todo, hay que ser creativo para llenar las horas.

Remedé con el dedo una cicatriz en la mejilla.

—Supongo que no será el guaperas de la entrada quien diga lo contrario.

Se bajó la visera, me dio la espalda y cortó el aire con golpes de espada precisos. Yo me quité la corbata, la chaqueta y me puse el galerus en el hombro. La pieza de cuero cayó a lo largo del flanco izquierdo hasta la cadera. También me puse las canilleras y las coderas antes de colocarme un casco engalanado con un penacho en forma de pez. Deslicé el brazo en un pequeño escudo redondo, ligero y fácil de manejar, y con la otra mano cogí un sable corto.

—Pamularius —me soltó.

—¿Perdone?

—Lleva el equipamiento de un pamularius. Un gladiador muy bueno, vivo, ágil, pero con protecciones que no son eficaces. ¿Está preparado?

Me dio tiempo a entrever la sonrisa satinada de Cráneo de Ébano, que se dispuso a cerrar la entrada como un buen perro guardián, antes de ponerme en posición para el ataque.

—Vamos allá —dije con expresión de aparente seguridad.

Dimos unas cuantas vueltas en la arena para observarnos mientras, bajo el casco, el sudor ya me perlaba la frente para venir a agolparse en las cejas. De repente, Torpinelli alzó su espada y apenas había tenido el reflejo de esquivarla con el escudo cuando me propinó una patada en el abdomen. El golpe me propulsó un buen metro hacia atrás.

—¡Hay que andarse con ojo! —me espetó a través del casco.

—La próxima vez me fijaré —contesté con un soplido corto.

Me incliné un poco más, preguntándome si no habría sido mejor escoger un escudo más ancho, pero tenía que reaccionar inmediatamente si no quería que me aplastara. Lancé un golpe de sable de madera, que esquivó con facilidad y replicó esta vez con un movimiento de escudo que me golpeó el glúteo. La pieza de cuero sólo me protegió de forma ilusoria y mi rostro se contrajo de dolor.

—¿Duele? —escupió tras una risa idiota.

Esta vez, me envalentoné. Dos golpes vivos de sable lo pusieron en guardia, y un tercero que estuvo a punto de pulirle la línea saliente de la nariz lo hizo retroceder y tropezar con el borde de la pista de arena. Cayó hacia atrás.

—¡Hay que fijarse dónde pone uno los pies! —grité.

—No está mal para un viejo.

La afrenta de la caída delante de su acólito debió de sacarle de sus casillas. Se abalanzó en mi dirección blandiendo la espada detrás de la cabeza y sólo tuve que voltear hacia un lado para evitar el ataque. Se quedó dándome la espalda, instante que aproveché para asestarle un golpe preciso y seco a la altura del omoplato izquierdo. Hizo una mueca. El doble fracaso melló su confianza. Me tocó una o dos veces más, pero ahora yo dominaba el combate, de modo que capituló diez minutos después, en el momento en que le golpeé con la espada sobre la parte superior del casco, en un golpe sonoro que repicó como una campana de Pascua.

Sentí una sensación de beatitud extrema tras el combate, como si, durante el enfrentamiento, todos los pensamientos negros que me oprimían desde hacía meses hubiesen huido del terror de mi propio cuerpo. El grog que acaba con un fuerte resfriado.

El gladiador venido a menos chasqueó los dedos y Cráneo de Ébano desapareció en otra sala.

—¿Qué quiere?

—La muerte de su primo no parece haberle perturbado.

—Hay que saber hacer frente a la muerte. La veo todos los días con sólo mirar a mi viejo padre, y no por eso lloro. Conteste a mi pregunta. ¿Qué quiere?

—Se trata de una investigación rutinaria. Digamos que intento entender por qué a su primo de repente le apeteció hacer una sesión de musculación a las dos de la madrugada.

Se dirigió hacia el vestuario y yo le seguí los pasos. Tenía la camisa empapada de sudor, pero había dejado la ropa de recambio en el hotel. Me sentía sucio.

—Acompáñeme a la sauna —me propuso—. Voy a pedir que le traigan ropa limpia.

Dado que tenía que sacrificarme, «sacrificio rentable», respetaba las reglas hasta el final. Me ofreció una toalla que me anudé alrededor de la cintura después de haberme desvestido.

—Está usted bastante bien formado —ironizó—. Ni una onza de grasa.

—¿Por qué cree que a los cuarenta y cinco uno está acabado?

—Digamos que a veces se arrastra un poco los pies.

Cuando penetré en la pequeña habitación forrada de revestimientos, un vapor de marmita borbollante me saltó a la garganta, tan abrasador como si me hubiera tragado una antorcha. Torpinelli echó un cazo de agua sobre las piedras volcánicas y una nube opaca se extendió a nuestro alrededor, aumentando de forma sensible la temperatura en algunos grados más. Rodillos de fuego parecían penetrarme en los pulmones.

—Me he enterado de que le han practicado la autopsia a mi primo. ¿A qué juegan?

—Veo que está informado.

—Tengo ojos en todas partes. Con este oficio no me queda más remedio.

—La autopsia es obligatoria en el marco de una investigación criminal.

Sus ojos brillaron a través de los paños grises de vapor.

—¿Qué investigación criminal?

—Alguien la tomó con su primo e intentó que su muerte pareciera un accidente.

Esta vez Torpinelli sólo echó un vaso de agua sobre las piedras. Yo ni siquiera distinguía ya mis pies, ni las paredes que nos rodeaban; solamente oía su voz cavernosa:

—Alfredo era un chico de lo más normal. ¿Por qué le iban a asesinar?

—Me gustaría conocer su opinión al respecto.

—No tengo ni puñetera idea.

El calor se hacía insoportable. Abrí la puerta, me empapé del aire de los vestuarios y me quedé en el umbral.

—¿Veía a menudo a su primo?

—No tengo mucho tiempo; ya sabe, con los negocios…

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Este verano. En agosto. Vino a pasar dos semanas aquí.

—¿Para qué?

—¿Y a usted qué le importa? —guardó silencio por un rato y luego añadió—: Le pedí que instalase un sistema de webcams en el estudio y en los torreones de filmación. ¿Quiere la dirección del sitio? Podría recrearse la vista mediante un abono de coste muy razonable. Pero como me ha ganado, tendré un detalle con usted.

Pasé por alto su sonrisa irónica.

—No es mi estilo, gracias. ¿Contrata usted a muchas actrices porno?

—Unas veinte.

—¿Les da alojamiento?

—En el ala oeste. Es mejor tener a las chicas cerca para… trabajar.

—Me lo imagino. ¿El hecho de ver cada día a esas chicas a través de una cámara e incluso en directo no volvía a Alfredo, cómo decir… un poco loco?

El chorro de vapor se extendía ahora por todo el vestuario. Torpinelli se enjuagó bajo una ducha fría y se dejó caer sobre un banco de pino macizo.

—¿Conoce los murciélagos vampiros, comisario? Esos animales me fascinan. Se cuelgan de los árboles todo el día, hasta el punto de que las personas que los han visto los describen como nueces o vainas gigantes. Pero cuando cae la noche, se transforman en unos depredadores temibles. Capaces de chuparle a un buey toda la sangre así —chasqueó los dedos—; hay hombres y mujeres que no se han vuelto a despertar nunca tras su beso mortal.

—¿Alfredo Manchini era un murciélago vampiro?

—El peor de todos. Mire, tenía un verdadero problema con las mujeres.

—¿A qué se refiere?

—Lo notaba por su expresión viciosa frente a la pantalla cuando miraba a mis actrices porno. El típico tío tranquilo y frustrado que encierra un volcán en su interior. A menudo le propuse que se tirara a una de las chicas, incluso a varias, pero siempre se negó. Así que una noche, mientras dormía, le pedí a una de ellas que fuese a darle una pequeña sorpresa Quería ver su reacción. Me… me tenía muy intrigado.

—¿Y?

—El murciélago vampiro despertó.

—Pero ¿qué ocurrió?

—La ató durante varias horas y se la folló hasta el alba. Tenía el rabo en llamas y tuvimos que envolvérselo en una manopla llena de cubitos. Es interesante ver cómo cambia la gente cuando piensa con el rabo, ¿no cree?

Se peinó el pelo hacia atrás y se extendió una capa de gomina. El peine plegable acabó en el bolsillo interior de su chaqueta.

—Su primo tenía miedo de algo o alguien. ¿Le comentó alguna cosa?

—No. No era de esos que cuentan sus preocupaciones. Todos tenemos las nuestras. No se puede ni imaginar la cantidad de gente que se me quiere cargar.

—Sí, me lo imagino.

Se levantó y empezó a vestirse. Hice lo mismo con mi propia ropa, dejando la que me habían traído sobre el banco.

—Su primo agredió a una de sus profesoras. La encontramos atada y torturada, desnuda en su cama.

Estrelló la toalla con violencia contra el suelo.

—¡Maldito cabrón! ¡No me extraña nada! ¡Frustrado de los cojones!

—No lo lleva en el corazón, por lo que veo.

—Pues no mucho. Ese idiota estaba forrado. ¡Y lo único que se le ocurrió fue ir a perder el tiempo en una mierda de escuela de ingenieros! ¡Una vergüenza para nuestra familia!

—Por lo visto, antes de morir se desquitó, ¡y bien! Además, daba muestras de cierto talento para el vídeo, creo que su peliculilla se venderá muy bien.

—¿A qué se refiere?

—Su primo se filmó mientras torturaba a esa profesora.

La noticia lo dejó petrificado por un instante.

—¿Dónde descubrió esa peli?

—¿Y por qué le interesa?

—Sólo quiero saberlo.

—En su ordenador. Él o los cretinos que intentaron borrar los datos de su PC deberían cortarse la coleta.

Me fulminó con la mirada.

—Esa actriz porno a la que se tiró, ¿no se quejó de las tendencias sadomasoquistas de su primo? ¿Se lo permitió? —pregunté, volviendo al tema.

—Es su día a día. Les gusta, a las muy guarras. Eso es lo que da pasta, lo raro, el sadomaso, el bondage. Hoy en día, el público espera algo más que la simple pornografía sin refinar.

—¿Cómo la violación filmada en directo?

—Sí. Es un buen filón. Pero supongo que no es idiota, ¿sabe que son ficticias?

—Yo sí. Pero ¿los enfermos que ven esas pelis lo saben realmente?

—No es asunto mío.

Me metí la corbata en el bolsillo y me dejé el cuello de la camisa abierta.

—Me parece que su padre no aprecia mucho lo que hace.

Tuve la sensación de que iban a salirle llamas por las aletas de la nariz.

—¡No mencione a mi padre! ¡Ya no está capacitado para dirigir la empresa! ¡Y lo único que hago es adaptarme a la demanda! ¡Ojo con lo que dice, comisario!

Escudriñé cada facción de su rostro.

—BDSM4Y, ¿le suena?

No se inmutó. Si quería ocultar sus intenciones, las ocultaba muy bien.

—Esa sigla no me suena de nada.

—¿Hasta dónde llegan las peticiones de sus clientes en materia de rarezas?

—¡Si supiese la imaginación que tienen! Pero no creo que sea necesario describirle ese tipo de cosas. Está empezando a irritarme seriamente con sus preguntas. ¡Vaya al grano u ordeno que le acompañen a la salida!

—¿Nunca le han pedido películas snuff?

—¿Cómo dice?

—Una película snuff, ¿sabe lo que es?

Abrió la puerta del vestuario.

—¡Victor! ¡Victor! —gritó.

—¡Conteste!

Me agarró del cuello de la chaqueta y me aplastó contra la pared húmeda de vapor.

—¡No vuelvas a repetir nunca más esta palabra delante de mí, hijo de puta! ¡Ahora vas a escucharme bien, señor comisario! ¡Como te atrevas a volver a poner un pie aquí, eres hombre muerto! Es muy peligroso venir solo, uno nunca sabe lo que puede ocurrir. Así que si te atreves a acercarte, ¡procura venir bien acompañado!

Me liberé de su llave empujándolo con violencia, conteniéndome para no partirle la cara. Si le levantaba la mano, estaba apañado. De todas maneras, me atreví.

—¡El que va a escucharme serás tú! ¡No te voy a dejar escapar! Como descubra la menor jugarreta por tu parte, como cagues en otro sitio que no sea tus gayumbos, estaré ahí para pescarte. No sé qué escondes, ni por qué tú o uno de tus matones se ha cargado a Manchini, pero lo descubriré.

Cráneo de Ébano se interpuso en mi camino, brazos cruzados.

—¡Échalo fuera! —vociferó Torpinelli—. ¡Eres hombre muerto!

—¡Cómo me toques, te vuelo los sesos! —advertí a Cráneo de Ébano.

Me dejó pasar con una sonrisa de Tío Tom en los labios. A la salida del atrio, en lo alto de la escalera de mármol, el viejo Torpinelli tenía dificultades para moverse, encorvado sobre un bastón. Creí leer en sus labios EN-TIER-RO antes de que desapareciese en el pasillo, encorvado como un papa.

Cráneo de Ébano me pisó los talones hasta la salida, donde el Guaperas, el león destronado, me soltó una sonrisa socarrona.

—¿Qué esperabas, señor P-O-L-I-C-Í-A?

—¿Ya has pensado en presentarte a las elecciones en las listas del Frente Nacional? —repliqué—. Me recuerdas a alguien, pero no sé a quién.

Lanzó la Smith Wesson en el asiento del conductor de mi coche.

—¡Lárgate! ¡Lárgate lejos, muy lejos de aquí!

—Nunca estaré muy lejos, y cuando vuelva, serás el primero en saberlo.

—Entonces cúbrete bien las espaldas.

«Entierro». El viejo Torpinelli acababa de concertar una cita conmigo.

No me veía apareciendo en mitad del funeral y acercándome al viejo para formularle una pregunta del tipo: «Bueno señor, ¡cuénteme qué ha hecho de malo su hijo!». Era evidente que valía más ser prudente. De una manera u otra, si lo deseaba realmente, el patriarca intentaría ponerse en contacto conmigo.

El entierro de Alfredo Manchini iba a tener lugar por la tarde en el cementerio de Le Touquet. Una lluvia espantosamente enfurecida, cargada del aire del norte, manaba del cielo negro desde última hora de la mañana. Di varias veces la vuelta al cementerio. Primero en coche, bordeando las empalizadas para percatarme, con pesar, de que no tenía ningún punto de vista sobre el interior. Luego a pie, para intentar encontrar un escondite a fin de observar la ceremonia sin riesgo. La fosa había sido cavada al final de la décima alameda, bajo un tejo, protegida por una lona azul. No me demoré en analizar mi situación. Si quería conseguir un lugar destacado en las alegres celebraciones, tenía que estar a toda costa en el corazón de la hoguera, dentro del cementerio.

A las tres en punto el cortejo fúnebre oscureció la calle mientras, a lo lejos, las campanas de la iglesia aún tañían. Largas berlinas negras, cristales tintados, miradas tras gafas adecuadas para la ocasión se seguían en un silencio apenas perturbado por el suspiro de la lluvia. Había aparcado mi coche en un parking residencial a casi un kilómetro del cementerio. Me cobijé en la entrada de un edificio, en un sitio bien seco, con mis gemelos Zweiss en mano.

Sólo había unas veinte personas. Suponía que los Torpinelli habían preferido un entierro sin revuelo mediático. Lo que pasa rápido, se olvida rápido. El viejo salió el último, acompañado por dos paragüeros que se le pegaban como su sombra.

La lluvia me venía bien, no hubiese podido ser más propicia. Tras abrir un amplio paraguas, unos diez minutos después del comienzo de la ceremonia penetré discretamente en el cementerio y me dirigí al extremo opuesto del lugar donde se amontonaban chaquetas y corbatas negras. Llevaba un ramo de crisantemos, para alejar cualquier sospecha. El viejo estaba en segundo plano, sentado en una silla plegable, y sus piernas parecían ahora incapaces de sostener el peso de su cuerpo. De vez en cuando, escudriñaba el conjunto de tumbas a sus espaldas. Me desplacé dos alamedas y me las arreglé para situarme en su campo de visión. Cuando volvió la mirada en mi dirección, levanté el paraguas para que distinguiese mi rostro, pero lo bajé de inmediato cuando el Guaperas me echó un vistazo penetrante. Fingí limpiar una tumba. El león destronado hundió la mano en la chaqueta y avanzó en mi dirección, pero el viejo lo llamó al orden y le susurró algo al oído. Acababa de evitar lo que, tanto en un sentido como en otro, habría conducido a un incidente inevitable.

Un cuervo se posó a mi lado y, con las alas desplegadas como dos capas y el cuello tenso, se deslizó entre dos sepulturas para picotear lombrices. La lluvia recia me machacaba los hombros y el frío me penetraba bajo el efecto de las violentas borrascas. El paraguas estuvo a punto de darse pero resistió. El Guaperas no me perdía de vista: me había reconocido. De vez en cuando, apoyaba la mano en la parte delantera del impermeable e imitaba, dos dedos tendidos y el pulgar doblado sobre el índice, la forma de un revólver. Sólo esperaba una cosa: que yo diese un paso adelante.

Sin embargo, me aseguré de permanecer aparte y tener paciencia. Ya estaba pensando en cómo huir del cementerio sin pasar por la entrada principal y, sobre todo, sin acabar con el cuerpo acribillado a balazos.

La inhumación duró apenas un cuarto de hora y me preguntaba, cuando se marcharon los primeros asistentes, cómo iba a proceder el viejo para ponerse en contacto conmigo. Lo vi insistir ante su hijo para recogerse aún un instante. Se levantó de la silla, con las manos a la espalda. Llevaba en una de ellas una carpeta de plástico doblada. Se persignó delante de la tumba, luego arregló una corona mortuoria y me pareció que depositaba, casi con total seguridad, el sobre plastificado debajo de una de las macetas de flores, al borde de la losa de mármol.

El asunto se complicó de verdad al cabo de cinco minutos. Cuando ya creía que había oído los últimos ronquidos de motores, dos sombras absolutamente achaparradas se recortaron a la entrada del cementerio, una con una larga cabellera rubia chorreando de lluvia. El Guaperas. Escogió una alameda mediana y su acólito extrañamente negro dio un rodeo hacia el extremo sur, donde me encontraba yo. Habían cambiado los paraguas por sendas Beretta y, en vista de su aire de determinación, me di cuenta de que no estaban allí para charlar.

El cuervo ensombreció el cuadro con un largo graznido que habría asustado a un muerto. Tiré el paraguas, desenfundé mi vieja Smith Wesson y me deslicé a través de las alamedas saltando por encima de las tumbas, agachado para desaparecer tras los mármoles. Los cuellos de mis perseguidores se tensaron como los de los hurones y luego aceleraron el paso, aún siendo prudentes. Me precipité, espalda encorvada, hacia la tumba de Manchini, levanté la maceta de flores, cogí la carpeta plastificada y me la metí en el bolsillo.

En ese momento, una bala estuvo a punto de despegarme la oreja izquierda. Un florero de mármol se hizo añicos. El cuervo alzó el vuelo pero, derribado en pleno vuelo, vino a estrellarse a unos diez metros de mí. Me agaché detrás de una estela, las rodillas en el barro, y encajé una bala en el tronco de árbol tras el cual se ocultaba el Guaperas. Con el rabillo del ojo vigilaba a Cráneo de Ébano, cuya sombra negra se deslizaba entre las columnas funerarias, cuatro divisiones más lejos. El disparo debió de enfriarlos un rato, ya que no se movieron de sus escondites. Aproveché para subir la alameda y, con la espalda rota, me acerqué a la entrada aneja que había visto antes en la parte trasera del cementerio. Las balas volvieron a aparecer. Un trozo de estela salió volando y otro proyectil rebotó sobre la superficie de mármol de un panteón antes de penetrar en algún sitio no muy lejos. Me pegué al suelo y vacié al tuntún la mitad del cargador antes de volver a levantarme, para a continuación desplazarme a lo largo de una empalizada donde quedaba realmente al descubierto.

En el momento en que iba a situarme fuera de su alcance, sentí una punzada en el hombro derecho, como si me hubiesen clavado un puñal. La sangre cayó sobre el impermeable y se mezcló con la lluvia en un rojo sucio. A pesar del dolor me lancé a la carretera, recorrí unos cien metros y detuve un coche poniéndome en medio de la calzada, con el arma apuntando hacia delante.

Los neumáticos chirriaron y la mirada del conductor se veló de espanto cuando me tiré sobre el asiento trasero gritando:

—Soy de la policía, ¡arranque!

¡No tuve que repetirlo dos veces! El conductor pisó el acelerador hasta el fondo, el coche derrapó y salió disparado a toda velocidad a través de los campos. Mis dos perseguidores, jadeando como ollas calientes, aparecieron justo en el momento en que girábamos.

—Lléveme a urgencias —dije al conductor en un tono que quería ser suave—. Y gracias por el favor.

—No he tenido otra alternativa —replicó con razón.

La bala había rozado el deltoides y dejó una pequeña estela sanguinolenta en la parte superior del hombro. Pese a todo, salí adelante con cinco puntos y un vendaje apretado. Mi armazón de poli estaba curado de espantos.

Una vez en el hotel, encerrado en mi habitación, cogí la carpeta plastificada y saqué una hoja doblada, dentro de la cual se ocultaba otra hoja. A pesar de la protección, una parte del papel se había empapado de agua y la tinta se había desteñido y corrido como lágrimas en un rostro. Pero el conjunto se podía leer. Reconocí una escritura indecisa y frágil, la de un moribundo. La primera carta decía:

No sé quién es usted, pero he visto su matrícula, que me indica que es un representante de la ley. Su presencia en el día de hoy es una señal. Dígame lo que oculta mi hijo. Con regularidad se efectúan importantes transferencias bancarias de cuentas de clientes hacia una de sus cuentas. Sumas astronómicas. He encontrado un nombre en su libreta de direcciones: Georges Dulac, que vive en la otra punta de la ciudad. Sea discreto o le matará. Y aunque no me quede mucho tiempo, quiero saber la verdad. Estoy vigilado, así que sobre todo no intente ponerse en contacto conmigo. No se lo permitiría. Déjeme un mensaje debajo de la maceta de flores mañana. Pasaré por el cementerio a las tres de la tarde.

Piensen lo que piensen, soy un hombre honrado, señor. Si mi hijo pisotea la ley y ese imperio que tanto me ha costado erigir, tendrá que pagar por ello.

La segunda hoja representaba la impresión de un documento electrónico en el que aparecía el nombre de Dulac, con fechas de transferencias bancarias. Un documento que no tenía nada de oficial. Sólo cifras plasmadas en una tabla. El 15 de abril, 30.000 euros. El 30 de abril, 50.000 euros… y así sucesivamente, cada quince días, desde abril, con sumas de 200.000 euros a principios del mes de septiembre. Un cálculo rápido dio como resultado una cantidad de alrededor de cinco millones de euros en apenas seis meses. Creí adivinar lo que representaban esas transacciones y rogué a Dios para que fuese otra cosa.

Me conecté a internet a través de mi portátil y la conexión telefónica de la habitación del hotel, e hice una búsqueda con el nombre de Georges Dulac. Los resultados que obtuve confirmaron mis sospechas. Gestionaba carteras importantes de clientes de Bolsa, comprando y vendiendo bonos de suscripción, acciones, capitales riesgo u opciones. Tenía tal peso en el ámbito de las finanzas que era capaz de hacer bajar el diez por ciento del valor de una acción mediante el simple juego de la especulación. Uno de esos tiburones para quienes el pobre es una cucaracha que hay que aplastar con el tacón.

Me encaminé hacia su domicilio, muy decidido a descubrir la naturaleza real de sus gastos. Georges Dulac estaba de viaje de negocios en Londres y me atendió su mujer. Un perro salchicha plateado vino a explorar la parte superior de mis zapatos, ladrando.

—¡Deja al señor tranquilo, Major! ¡Venga, vete! —ordenó la mujer con un tono de vieja arpía; pero el perro no obedeció—. ¿Puedo ayudarle en algo, señor? Mi marido volverá por la tarde.

De entrada, aquella sexagenaria me había parecido fría, rígida en su traje de Yves-Saint-Laurent. Pero me recibió con cortesía y me invitó a entrar sin esperar mi respuesta. La soledad de las largas jornadas debía de acabar con ella.

—Para serle franco, me viene bien que su marido no esté en casa. Tengo que hacerle algunas preguntas sobre sus actividades financieras.

—¿Es del fisco?

Le dirigí una sonrisa franca.

—No, no, ¡gracias a Dios no! Soy-saqué mi placa— de la policía.

—¡Oh Dios mío! ¿Qué ocurre? ¡No me diga que le ha pasado algo!

—No, no se preocupe. Estoy llevando a cabo una investigación sobre el entorno de los Torpinelli.

—¡Vaya! ¡Ya me quedo más tranquila! Los Torpinelli, unas verdaderas víboras. Sobre todo el hijo. ¡Ya va siendo hora de que la policía meta la nariz en sus negocios! Venden sexo como si fueran caramelos. ¡Qué vergüenza!

—¿Su marido los frecuenta?

—¿Le apetece un Earl Grey?

—Con mucho gusto.

Nos instalamos en el salón. Salchicha plateada ladró y se me subió al regazo.

—¡Major! ¡Serás desvergonzado!

—Déjelo. Los perros no me molestan. Éste es… encantador. ¿Se ha relacionado usted con los Torpinelli?

—¿Con los Torpinelli? No, jamás. Cada cosa en su sitio, ya sabe. Hay un abismo entre esa gente y nosotros.

Su expresión altiva y su manera de dividir el mundo me sacaban sensiblemente de quicio, pero no dejé que mi tono dejase traslucir mis sentimientos.

—Sin embargo, parece ser que su marido ha realizado importantes transferencias a una de las cuentas de Torpinelli.

Su taza de té se puso a tintinear contra el platito de loza.

—¿Có… cómo dice?

—¿Lleva usted el control de las cuentas bancarias?

—No… no, mi marido es quien se encarga de gestionar nuestras cuentas. Las tenemos en diferentes entidades. En Francia, en Suiza, en las islas… Yo… yo no entiendo de eso y confío en él; es su oficio.

—Desde hace seis meses, se han transferido más de cinco millones de euros en beneficio de los Torpinelli.

La piel distendida de sus mejillas se puso a vibrar bajo el efecto de los nervios. Pequeñas sacudidas la obligaron a dejar la taza encima de la mesa.

—Pero… pero… ¿por qué? ¿De qué se trata?

—Eso es lo que he venido a descubrir. –La cogí de la mano—. ¿Confía en mí, señora?

—No… no le conozco. Pero… quiero enterarme.

—¿Cómo se comportaba su marido últimamente? ¿No hay nada que le haya llamado la atención? ¿Algo que pudiese salirse de lo normal?

Se levantó y empezó a andar con pasos dubitativos.

—No… No… no sé…

—Piense.

—No está mucho en casa, ¿sabe? Es… es verdad que nos hemos peleado varias veces últimamente. Se pasa las veladas trabajando en su despacho, donde se encierra, y viene a acostarse en plena noche. Mi marido se ha convertido en un fantasma, comisario, un fantasma que entra y sale de esta casa como le da la gana. Le da demasiado miedo envejecer, quedarse prisionero en esta vivienda gigantesca.

Me levanté yo también.

—¿Dónde guarda su marido los extractos de las cuentas bancarias?

—Mmm… En su despacho, creo.

—¿Puedo consultarlos?

—No… no sé… Es confidencial.

—No se olvide de que soy de la policía. Tan sólo intento descubrir la verdad.

—Sígame.

Entendía el desamparo de esa mujer. Sola en aquel banco de piedra y artesonado. Perdida entre aquellas paredes de hielo, apartada del mundo, de la gente, de la vida. Estaba erguida, el pecho henchido, orgullosa de ser lo que era, la mujer de un rico, la esposa de un hombre que lo poseía todo pero que nunca estaba a su lado. Una mujer que, por lo visto, ignoraba las actividades de su marido.

—Siempre cierra el despacho con llave cuando trabaja dentro o cuando se marcha. Pero tengo una copia de la llave. Mi marido tiene problemas cardíacos. No me gustaría que le pasase algo en mi casa sin que pudiese abrir la puerta para estar a su lado.

—¿Y él sabe que usted tiene esta llave?

—No.

El despacho parecía más un salón que un lugar de trabajo. Televisor, lector de DVD, cafetera, amplia banqueta de cuero blanco roto, piel de tigre estirada bajo una mesa baja. Y mariposas.

—Es un gran aficionado a las mariposas —observé con tono de sorpresa.

—Se las mandan de todas partes del mundo. Especímenes raros, de una belleza excepcional. Mire ésta, es una Argema mittrei, la mariposa más grande del mundo, más de treinta centímetros de envergadura. Cuando su madre murió, mi marido descubrió una mariposa herida en el rincón de su habitación. Una Gran Monarca. La cogió, la puso en el alféizar de la ventana y el insecto se alejó volando por el cielo. Una vieja tradición indígena cuenta que las mariposas echan a volar con las almas de los muertos, y se las llevan al paraíso para que esos espíritus descansen en paz. Mi marido siempre ha creído en eso. Está convencido de que cada una de esas mariposas se ha llevado un alma al paraíso, incluida la de su madre.

Hablaba con pasión, los ojos iluminados con una chispita que hasta ahora no había visto brillar.

—Si es tan creyente, ¿por qué retiene a todas esas mariposas muertas dentro de los marcos? ¿Por qué las priva de su misión divina matándolas?

—Mi marido es muy posesivo. Todo tiene que pertenecerle, esas mariposas igual que el resto.

—¿Me permite que eche un vistazo en los cajones?

—Adelante. Y espero de corazón que no descubra nada.

Ningún extracto bancario ni papel confidencial, tan sólo cupones de órdenes bursátiles, direcciones de clientes, gráficos de simulaciones trazados con la impresora en color.

—¿Su marido no tiene ordenador?

—Sí, un portátil y un ordenador de sobremesa. Siempre se lleva el portátil con él; el otro está debajo de la mesa. De hecho, sólo está la caja de metal, se llama unidad central, creo. Mi marido lo arregló para que la pantalla de televisión sirva también para el ordenador.

Me incliné debajo de la mesa. La unidad central estaba a la izquierda del asiento, colocada de forma ideal para encenderla o apagarla fácilmente desde el asiento.

—¿Puedo ponerlo en marcha?

—Adelante.

Apreté el interruptor.

—¿Sabe qué incluye este ordenador? Veo que hay un lector de CD Rom y una grabadora de CD. Y todo parece de nueva generación.

—No tengo ni idea de informática. Ni siquiera sería capaz de encenderlo. Sólo sé que disponemos de conexión rápida; mi marido la usa para navegar por internet. Juega al ajedrez con contrincantes rusos.

La pantalla se bloqueó en el momento de la identificación.

—Me pide una contraseña. El usuario sí que figura en la pantalla, es Sylvette. ¿Tiene alguna idea de la contraseña?

—Mmm… Sylvette era el nombre de su madre; pruebe con Dulac.

—No funciona. ¿Otra cosa?

—Mmm… Mmm… ¿Su fecha de nacimiento, entonces? Doce del uno de 1948.

Pero seguía apareciendo la misma pantalla: «Contraseña incorrecta».

—Última oportunidad —dije con tono crispado—. ¡Piense! ¿No se lo mencionó nunca?

Dirigió la mirada hacia un cuadro de mariposas.

—¡Ya lo sé! ¡Monarca! ¡Pruebe con Monarca!

Con dedos temblorosos, tecleé las letras que formaban el nombre de la mariposa. La piel me ardía.

—¡Funciona!

El escritorio virtual sólo tenía dos iconos. Uno para lanzar un navegador web, el otro para abrir el correo electrónico. Así que abrí el explorador y recorrí la carpeta «Historial», que indicaba los últimos sitios visitados por Dulac.

Sólo descubrí un montón de sitios pornográficos: Japanese Teen Girls, Extreme Asian Bondage, Fuck my Chinese Ass… Una lista tan impresionante que faltaba sitio en la pantalla para enumerarlo todo.

La señora Dulac se colocó a mi lado. Las palabras que iba a pronunciar le murieron en los labios en el momento en que ella misma se percató del semblante sorprendentemente rasgado de los peones de esas famosas partidas de ajedrez.

—No… ¡No puede ser! —balbució.

Descargué el correo electrónico y eché un vistazo a la tonelada de inmundicias que se acumulaba en la bandeja de entrada. Sólo mensajes de carácter porno. Contactos virtuales con los que mantenía relaciones que quizá no lo fueran tanto.

Su mujer se descompuso y rompió a llorar. Cerré momentáneamente el correo electrónico e intenté abrir el cajón que había al lado del escritorio. Se me resistió.

—¿No tendrá la llave de este cajón?

—No. Lo siento. –Se ensañó con el tirador, como si intentase, ella también, descubrir la espantosa verdad. Me saqué el kit de manicura de la chaqueta—. ¿Me permite?

—¡Ábralo! —exclamó, apretando los puños bajo la barbilla.

No había perdido la pericia, incluso ante las cerraduras difíciles. Cedió en menos de treinta segundos, sin el menor rastro de forzamiento. La señora Dulac me dio un golpecito en el hombro y se deslizó delante de mí para abrir ella misma. No descubrimos nada más que otra llave.

—¿Su marido tiene una caja fuerte?

Levantó la llave a la altura de los ojos, entre el pulgar y el índice.

—Pues… no tengo ni idea. ¡Me oculta tantas cosas!

—¿Y detrás de esos marcos?

Se precipitó sobre el primero que vio, una colección de morios azules de alas relucientes.

—Aquí no hay nada —susurró aliviada.

De inmediato supe hacia cuál me tenía que dirigir: al de las molduras macizas, más grueso que los demás, suficientemente imponente para disimular una caja fuerte.

—La encontré.

Apoyé con cuidado el marco en el suelo y dejé que la vieja señora metiese la llave en la cerradura. La yugular se le marcaba en los bultos de su cuello de pollo. Sacó de la caja fuerte una pila de siete CD Rom, sin carátula, sin marca distintiva. Evidentemente estaban grabados desde un ordenador.

—¡Oh! ¡Dios mío! Pero… ¿de qué se trata?

Le quité los CD de las manos y los coloqué encima de la mesa baja.

—Señora, creo que no debería mirar el contenido de todos esos CD…

El estupor blanco que se apoderó de ella me hizo tiritar. Casi se descompuso ante mis ojos. Las lágrimas volvieron a brotar, los arcos de las mandíbulas se movieron bajo los sobresaltos de los sollozos y el maquillaje se corrió a lo largo de las mejillas cuarteadas por la edad como un río de tinta.

—Quiero… quiero ver lo que contienen esos CD… Déjemelo ver; tengo derecho. ¡Es mi marido y le quiero!

Encendí el televisor de plasma y metí un CD Rom escogido al azar en el lector de la unidad central. En la pantalla de la tele, un programa del tipo vídeo virtual se puso en marcha solo y la película se cargó. Con gesto indeciso, apreté la tecla de PLAY. Durante los primeros momentos en que la pantalla permaneció nevada, los borbotones ácidos del estrés me subieron hasta la garganta. Tras los primeros cinco segundos de filmación, pulsé el botón de STOP, sacudido por temblores. Me entraron ganas de vomitar, pero la bilis se bloqueó al borde de la boca.

La vieja señora perdió el habla. Se quedó petrificada por la sorpresa, el horror, lo inconcebible, y creí que iba a romperse en mil pedazos cuando la estreché entre mis brazos, instintivamente, como si abrazase a mi pobre madre. Prorrumpió en llanto, arrancándose la voz en gritos idénticos a los cantos tristes de las ballenas. Sus ojos perdieron la referencia de la realidad y escudriñaron en la sala en busca de un punto al que asirse. Y gritó, gritó, gritó… La levanté suavemente por debajo del brazo y la llevé a una habitación anexa.

—No… no me deje —balbuceó—. Quiero… quiero saber…

—No puede mirar eso —repuse con dificultad—. Ahora vuelvo. ¡No se mueva de la cama, se lo ruego!

—No, señor; mi marido… ¿Qué ha hecho?

Tras los primeros segundos de visionado, tuve que bajar el sonido. Esos gritos que salían del CD Rom me destrozaban los tímpanos, como agujas que se clavaran directamente en el fondo de las orejas.

En la pantalla aparecía Martine Prieur medio inconsciente, con los ojos desencajados, la esclerótida empujando la pupila tras el párpado. Una expresión indescriptible en su rostro, en el instante de agonía. Un cóctel atroz de dolor, necesidad de entender, ganas de vivir y de morir. El objetivo de la cámara hizo un zoom sobre un corte realizado a lo largo del omoplato izquierdo y se detuvo en la onda sangrienta que caía al suelo. Un campo más amplio presentó a la víctima en su conjunto: pantorrillas, muslos, deltoides perforados con ganchos de acero… Prieur, colgada a dos metros del suelo, sufriendo sus últimos minutos de tortura. La materialización del Mal en la Tierra se extendía por medio de esos CD Rom.

Esta vez, vomité sobre la piel de tigre y parte de mi pantalón. Notaba un tremendo escozor en los labios, que me enrojecía los ojos hasta transformarlos en bolas de fuego. Me levanté, perdido a mi vez, en busca de un hombro en el que apoyarme. Pero no había nadie, sólo mi desesperación. El estómago se me volvió a encoger y me doblé en dos. Me pegué contra una pared, la cabeza al ras de un marco de mariposas. El corazón se me aceleró. Los sentidos me daban vueltas como si se dispusiesen a salir del cuerpo, y luego, de repente todo se difuminó cuando oí el ruido de una puerta en la alameda.

Me precipité hacia la ventana. Cuando aparté la cortina, Georges Dulac me vio y se metió otra vez en su Porsche. Me lancé escalera abajo, salté los diez primeros peldaños a riesgo de romperme la espalda y me aplasté contra el suelo, porque el hombro herido me impidió recuperar el equilibrio. Se me rasgó la chaqueta, me levanté y, a pesar de la punzada lacerante, me precipité hacia la alameda. Pero el coche ya desaparecía al final de la calle a toda velocidad.

En el momento en que quise girar el volante de mi vehículo, el hombro me envió tal reflujo de dolor que no tuve otra opción que desistir. La herida se había vuelto a abrir tras la caída por la escalera.Llamé a la comisaría local, me identifiqué y pedí que iniciasen con urgencia la persecución de un Porsche gris con matrícula 7068 NF 62 y enviasen un equipo a la calle Platanes.

Me reuní con la señora de la casa, que se encontraba tumbada, acurrucada sobre sí misma. Se levantó, el moño deshecho, en el rostro un desamparo indescriptible, y me apretó la mano con la fuerza de la desesperación.

—Dígame que todo esto no es más que una pesadilla, se lo suplico…

—Me gustaría, pero no puedo. ¿Dónde tiene el botiquín? ¡Deprisa!

—En el cuarto de baño.

Me quité la chaqueta, la camisa y el vendaje que se había quedado pegado por la sangre coagulada. Desenrollé vendas de gasa estériles y las apreté con todas mis fuerzas alrededor de la herida, tan fuerte que creí que me iba a romper todos los dientes de la intensidad del dolor. En cuanto volví a ponerme la camisa y la chaqueta, corrí hacia el despacho, saqué el CD Rom del PC y metí otro. Nieve, imagen borrosa, enfoque de la cámara y una fecha, abajo. El 5 de octubre de 2002, el día siguiente a la muerte de Doudou Camelia.

Entonces… supe de qué se trataba. Un grito larguísimo me vació los pulmones, y luego otro, y otro más. Pasos febriles resonaron en el pasillo, la señora mayor asomó la cabeza por la puerta y estuvo a punto de dar media vuelta, pero luego vino a mi lado y deslizó una mano suave en mi pelo. Y la abracé… y lloré… tanto…

Una rabia loca me arrancó de allí. Cogí todos los CD Rom, los tiré dentro de la caja fuerte, que cerré con llave, y bajé corriendo la escalera. En el coche, el dolor del hombro me dejó pegado al asiento cuando di media vuelta y tuve que soltar el volante, mientras la parte trasera del vehículo golpeaba un mojón gigantesco de granito. El parachoques se quedó en el suelo y, tras algunas maniobras, conseguí emprender camino en dirección a casa de los Torpinelli. Con una mano recuperé todos los cargadores apilados en la guantera y me los metí en los bolsillos mientras me saltaba un semáforo en rojo, y estuve a punto de chocar contra un coche que venía por mi derecha. El retrovisor reflejó la luz azulada de una sirena, un coche de policía surgió en el cruce e intentó desviarme hacia el arcén a volantazos arriesgados. Aceleraba, corría como un loco por las calles desiertas de Le Touquet, mientras con la mano izquierda me apretaba el hombro derecho. El dolor se intensificaba, pero al mismo tiempo me estimulaba y nada, ahora, me impediría llegar hasta el final. Sorprendí a mis perseguidores al dar un giro de noventa grados en una avenida transversal. Estuve a punto de desvanecerme por las acometidas del dolor. Detrás, a más de trescientos metros, mis perseguidores volvieron a aparecer, con las sirenas aullando. Tras tres maniobras más de ese tipo, acabaron por desaparecer de mi campo de visión y el ruido fue apagándose.

A la altura de la entrada de la casa de los Torpinelli eché el freno de mano, provocando que el coche girase hasta quedar en ángulo recto. Esperaba la acogida del Guaperas y sus acólitos, pero estaban repintando el suelo, con las cabezas reventadas por varios balazos.

Una columna de humo negro color cuervo se arremolinaba a mi alrededor; y al final de la alameda distinguí el Porsche en llamas empotrado contra la pared de la fachada. Los tablazones exteriores y las ramas de los arbustos también empezaban a quemarse.

Cerca de la casa, frené. El parabrisas estaba salpicado de impactos de balas y Dulac yacía con la cabeza empotrada contra el cristal. Me precipité al interior de la casa cuando el rumor de las sirenas empezaba a acercarse. Oí gritos, disparos, el estruendo característico de una Kalashnikov, y luego nada, ni un solo ruido, salvo el suave crepitar de las llamas que iba convirtiéndose en furia.

El viejo Torpinelli yacía tumbado en el suelo, en el rellano de la escalera, con la metralleta entre las piernas. Su hijo, acribillado por las balas, tenía la boca abierta hacia el cielo y una mirada de sorpresa, abandonada a la muerte. Me dirigí hacia el anciano y le tendí la mano.

—¡Venga, tenemos que salir de aquí, y rápido!

Un chorro de sangre manó por el orificio abierto de su pecho. Hizo acopio de toda su fuerza para tenderme un disquete, el alma en los labios.

—Lo… Lo he… descubierto… todo… mi hijo…

—¿Quién dirige esas películas? ¡Dígame quién las dirige! —grité sacudiéndolo por el cuello de la camisa. Su salud, su vida no me importaban nada. Quería que me desvelase, en su último suspiro, los espantosos secretos de su hijo—. ¡Dígamelo! ¡Dígamelo! –Un último estertor lo arrancó de la vida. Me puse a gritar—: ¡Nooooo!

El humo espeso que ahora penetraba por la entrada me hizo tomar conciencia de que estaba hablándole a un muerto. Cogí el disquete de la mano doblada de Torpinelli, me lo metí en el bolsillo interior de la chaqueta y me precipité hacia el exterior, con el rostro sumergido en el cuello de la chaqueta.

Tres vehículos de la policía acordonaban la entrada de la verja. Me conminaron a dejar mi arma en el suelo.

—¡Soy de la policía! —grité.

—¡Deje su arma! —escupió un megáfono.

—¡Deje su arma o disparamos!

Obedecí, mientras, detrás de mí, la casa era pasto de las llamas.

El comisario de división Leclerc y el teniente Sibersky aparecieron por la comisaría de Le Touquet tres horas después de mi espectacular carrera-persecución. Dejaron que me cociera un cuarto de hora más en la sala de interrogatorios. Me las veía con una sarta de incompetentes. Como no había ni un solo poli que entendiese ni una sola palabra de lo que explicaba, les pedí que se olvidaran de mí hasta la llegada de mis colegas.

A la hora de la liberación, unos cabos entraron en la sala y me acompañaron hasta el despacho del capitán Mahieu.

—¡En marcha! —soltó Leclerc dándome una palmada que quería ser calurosa en el hombro llameante. Emití un aullido estridente, como un perro al que le pisan una pata sin querer—. ¡Oh! ¡Lo siento! —dijo llevándose la mano a la boca.

Sibersky se me acercó. Ya no tenía la cara hinchada.

—Estoy contento de ver que está vivo, comisario. Espero que pueda aclararnos este follón.

—¿Hay supervivientes en casa de los Torpinelli?

—Algunos empleados y pistoleros. Casi toda la casa se ha quemado.

—No hemos mencionado que ya no estabas en activo —explicó Leclerc—. Nunca se lo comuniqué de forma oficial a nuestros superiores. Ya me suponía que no dejarías el caso. Sólo quería sacarte del meollo, y es evidente que he fracasado.

Le estreché la mano.

—Gracias, Alain. Antes me han quitado un disquete.

—Lo tengo —dijo sacándoselo del bolsillo.

—¿Y qué contiene?

—Nombres. Unos cincuenta nombres de personas importantes: hombres de negocios americanos, ingleses, franceses, forrados de pasta. ¿Quiénes son, Shark? ¿Por qué esa gente se pelea por un disquete que te ha dado Torpinelli? ¿Qué tiene que ver Dulac en esa historia?

—Vamos a casa de Dulac, donde he descubierto unos CD Rom. Os lo contaré todo allí.

—Espera. Tu hombro… Sibersky conducirá tu coche. Os sigo.

—¿Qué tal está tu mujer, David? —pregunté al teniente en tono preocupado.

—Está bien.

—Dime la verdad —pedí, mirándolo a los ojos.

—¡Se ha vuelto loca! ¡Yo me he vuelto loco! Está harta de vivir con un hombre que ni siquiera está seguro de volver a casa por la noche. Nos… hemos peleado. Se ha ido a casa de su madre, con el pequeño.

—Todo esto es culpa mía, David.

—No es culpa suya, comisario. Es culpa del oficio, eso es todo.

Encendió un cigarrillo.

—¡Ahora fumas! —le reproché.

—Para todo hay una primera vez.

—Quizás hayas escogido mal el momento, con un recién nacido en casa.

—Ya no hay recién nacido en casa… igual que tampoco hay mujer… —Cambió de tema—. ¡Cuénteme lo ocurrido! ¿Cómo llegó hasta ese Dulac? ¿Qué contienen esos CD?

—Hablemos de otra cosa. Te lo explicaré cuando lleguemos.

La señora Dulac se hallaba acurrucada en los brazos de su hija, ambas sumergidas en el llanto.

—Prométame que me lo contará todo, comisario. Tengo derecho a saber. Era mi marido… —me dijo, agarrándome por la chaqueta cuando me disponía a subir al despacho.

—Sabrá la verdad.

Abrí la caja fuerte y saqué los CD Rom.

—¿Habéis progresado respecto a BDSM4Y? ¿Alguna pista? —pregunté a Leclerc.

—Nuestros agentes infiltrados no han descubierto nada por ahora. Una buena parte de los efectivos se encarga de interrogar a prostitutas y vagabundos, y visita los hospitales para intentar encontrar pacientes con signos de tortura. Esa maldita organización monopoliza dos tercios de nuestros recursos; espero que nos conduzca a alguna parte.

—¿Y el abogado asqueroso con el permiso de conducir falso?

—Le seguimos el rastro, pero parece ser que ya no se ponen en contacto con él. Es como si se hubiesen esfumado sin dejar rastro. Son muy listos… pero los pillaremos. Así que ahora, explícanoslo desde el principio. Estoy tan perdido como una gallina en el desierto. Sospechaste que Manchini había sido asesinado. ¿Y luego qué?

—Recibió una llamada la noche del asesinato que lo llevó directo a una trampa. Lo telefoneó alguien que le conocía bien, ya que se marchó de su habitación muy tarde, cuando ya se había ido a dormir. Luego descubrí que la caja fuerte camuflada en el chalé familiar había sido perforada y vaciada. Manchini había pasado más de dos semanas en casa de su primo este verano y, según un listado reciente de sus números de teléfono, lo llamaba a menudo. Así que hurgué en la pista Torpinelli, la única viable de todas formas.

Leclerc se desplazó por detrás de la mesa, las manos a la espalda, escudriñando las mariposas.

—Y en Le Touquet, ¿qué descubriste?

—Tuve una conversación con Torpinelli Junior, que no me dijo mucho. En cambio, golpe de suerte, el viejo me suministró a hurtadillas una lista de transferencias bancarias entre su hijo y Dulac. Sumas extremadamente grandes, escalonadas con regularidad en el tiempo, por un importe total de más de cinco millones de euros.

—¡Joder!

—Así es. Y aquí, en casa de Dulac, me topé con estos CD Rom. Nunca en toda mi vida he visto tal ignominia. Sólo he visionado dos. Las torturas, los sufrimientos, los asesinatos filmados de Catherine Prieur y Doudou Camelia.

—¡Por Dios! —espetó Sibersky—. Pero… ¿qué significa eso?

Me levanté y golpeé la pared con los puños, la cabeza hundida entre los hombros.

—¡Que Dulac, al igual que los cincuenta asquerosos de ese disquete, se regalaban asesinatos!

Leclerc me tomó del codo.

—¿Cómo?

—¿Qué tipo de pasatiempo original podrían practicar hombres que gozan de poder, dinero e influencia? ¿Que pueden pagarlo todo? ¿Qué fantasía suprema podría saciar el dinero?

—El asesinato.

—Peor que el asesinato. Horas y horas de furioso sufrimiento en exclusividad, en total exclusividad. El placer de segar una vida por el simple poder de la pasta. Unas imágenes que harían vomitar al peor de los criminales.

Blandí un cuadro de mariposas y lo estrellé contra el suelo. Las alas de las falenas, los bómbices y otros macaones se arrugaron como hojas de aluminio.

—¡Esos tipos se regalaban la muerte en directo! ¡Y Torpinelli lo convirtió en un comercio lucrativo! —grité, exasperado.

—Pero ¿a qué viene la agresión cometida por Manchini? ¿Y por qué lo asesinaron luego?

Intentaba reprimir la bombona de rabia que implosionaba en mi interior.

—Manchini tenía doble personalidad. Era un tipo discreto, no muy brillante en clase. Pero también era un enfermo sexual frustrado, incapaz de mantener una relación normal con una mujer. Sus sentimientos contenidos se liberaban mediante accesos de violencia y degeneración pronunciados. Sin duda, dio con esos vídeos durante sus vacaciones de verano.

—Pero ¿cómo? Torpinelli debía de ser extremadamente prudente.

—Manchini, un as de la informática, podía vigilar fácilmente las actividades de su primo. Seguramente descubrió ese tráfico innoble metiendo la nariz en el ordenador de Torpinelli mientras instalaba un sistema de webcams. Pero, en vez de avisar a la policía o a quien fuese, prefirió robar los CD para verlos con total tranquilidad desde su ordenador personal. Lo que nosotros somos incapaces de mirar, a él seguramente le divertiría mucho. Entonces esa increíble máquina asesina lo enloqueció. Pasó a la acción, como bien demostraba el asesino en sus imágenes. Las pulsiones traspasaron la barrera de la conciencia y Manchini procedió, pero sin llegar hasta el asesinato. Quizás ése no era su objetivo, ¿tal vez le bastaba la tortura?

—¡Menudo chalado! —intervino Sibersky—. Ese tío no había cumplido los veinticinco…

—Gracias a sus contactos, Torpinelli fue inmediatamente informado de esa agresión y debió de relacionarla con su primo. Tuvo miedo. Su mecanismo engrasado, su comercio diabólico corría el riesgo de irse al garete. Llamó a Manchini en plena noche, le hizo confesar y se lo cargó antes de borrar los datos de su ordenador y recuperar los CD Rom escondidos en la caja fuerte.

—¿Y qué contenían esos CD Rom?

—Quizá copias de esos vídeos. Imaginaos el riesgo de dejarlos al alcance de todos. Manchini era extremadamente prudente, a pesar de lo que pensemos de él.

—Entonces ¿Torpinelli era el asesino que buscábamos?

—Por desgracia, no. El asesino se presenta como un as de la informática, la electrónica y el pirateo. Torpinelli no da el perfil. Y además, la manera como fueron escogidas las víctimas exige observación, preparación, un conocimiento del entorno… Torpinelli nunca podría haber efectuado esas idas y venidas diarias desde Le Touquet hasta el matadero, vigilar a Prieur como debió de hacerlo. Nuestro asesino vive en las cercanías de París, cerca de nosotros.

—¿Quién es entonces?

—No tengo ni idea. ¡No tengo ni puta idea! Hemos de analizar las actividades y las cuentas de Torpinelli. ¡Hay que citar a esos desgraciados que se amontonan en la lista en el disquete y meterlos en chirona hasta el fin de sus días!

Pegué la frente a la pared.

—¿Qué contienen los otros CD Rom? —preguntó Sibersky rompiendo el silencio.

—No los he mirado. ¿Quizás el suplicio de la mujer del matadero en varios capítulos? Como una serie espantosa en que cada episodio va hundiéndose en el horror y se vende cada vez más caro.

Leclerc se apoderó de un CD Rom al azar y lo metió en el lector del ordenador. Cuando la película empezó, no me volví, sino que permanecí de cara a la pared, frente a esas mariposas clavadas en sus soportes de madera. Esas imágenes eran tremendamente insoportables, demasiado.

Los altavoces del televisor devolvieron ruidos de cadenas que chocaban entre ellas, y luego sonidos parecidos a estertores, apenas audibles.

Sibersky emitió un rugido ahogado y Leclerc se abalanzó sobre el ratón para detener la lectura. Cuando me giré hacia ellos, ambos me miraban fijamente, con expresión descompuesta.

—¿Qué os pasa? —pregunté alejándome de la pared—. ¿Por qué me miráis con esa cara? –Silencio, ninguna variación en los rostros ensombrecidos—. ¡Contestad, maldita sea!

Leclerc sacó rápidamente el CD Rom y se lo metió en la chaqueta.

—¡Vamos allá! —ordenó—. ¡Volvamos a París! ¡Miraremos eso más tarde!

—¡Decidme qué hay en ese CD Rom!

—Shark, deberías…

—¡Dígamelo! ¡Vuelva a meter el CD en el lector! ¡Hágalo!

Sibersky asió con firmeza la manga de mi chaqueta.

—No hay ninguna necesidad de que lo vea, comisario. Ahora no…

—¡El CD! —exclamé soltándome con brusquedad—. ¡Tengo que saberlo!

Leclerc me lo tendió, cabizbajo y lo introduje rápidamente en el aparato.

Entonces descubrí lo que jamás podría imaginarme y, si Leclerc no hubiese tenido la precaución de quitarme la pistola, me habría pegado un tiro en la cabeza.