Capítulo 13

Elisabeth Williams vino a visitarme justo en el momento en que estaba metiendo algunos trajes en una maleta. Se sentó en el borde izquierdo de la cama, donde Suzanne solía dormir.

—¿Qué quiere, Elisabeth? —le pregunté sin mirarla—. Supongo que sabe que se salta las leyes al venir aquí.

—Oficialmente, ya no estoy autorizada a darle información sobre el caso. Pero nada me impide venirle a ver fuera de las horas de trabajo. ¿Por qué han hecho esto?

—Tienen la impresión de que no avanzamos; es comprensible… Según ellos, no hay ninguna relación entre el asesinato de Manchini y los cadáveres del Hombre sin Rostro.

—Tan sólo esperan pruebas.

—Que soy incapaz de suministrarles, no tengo más remedio que reconocerlo.

Tensé las correas de mi vieja maleta de cuero para poder cerrarla.

—¿Adónde va?

—A algún sitio lejos de aquí.

—¿Este tren en miniatura es otra faceta oculta de su personaje? No sabía que tenía alma de niño —dijo señalando mi red ferroviaria.

—No me conoce. Esta locomotora es lo único que aún me proporciona un poco de consuelo. Me siento mejor con ella que con la mayoría de seres humanos.

Se levantó con la rigidez de una barra de mina y me vació un cargador de desprecio sobre el rostro.

—¡No puedo creer que abandone así, Shark!

—¿Y qué quiere que haga? ¿Que lo queme todo a mi paso, que les diga a mis superiores que les den? Las cosas no funcionan así, señorita Williams.

—¿Ya no me llama Elisabeth? ¿Me aparta de su horizonte como hace con todos los que le rodean? ¿Cree que soy igual que ellos?

—No tengo ni idea. Ahora, por favor, déjeme tranquilo…

—«La niña no nacerá, porque la he encontrado. La chispa no saltará y nos salvaré, a todos. Corregiré sus errores…».

Las vértebras se me erizaron como el pelaje tupido de un gato rabioso.

—¿Por qué me dice eso? ¿A qué juega?

—¿Su mujer estaba embarazada cuando la secuestraron?

Ataque ácido en el fondo de la garganta. Explosión de rabia.

—Pero ¿qué me está contando? ¡Salga, Elisabeth! ¡Lárguese de aquí!

—Conteste, Franck. ¿Estaban intentando tener un hijo?

Me refugié en una de las esquinas de la habitación y me dejé caer, una flecha de desamparo en pleno corazón.

—Desde hacía más de un año deseábamos tener un hijo. Suzanne estaba a punto de cumplir los cuarenta e iba siendo hora… Lo intentamos, mes tras mes, sin éxito. Nos sometimos a un montón de pruebas que no revelaron nada fuera de lo normal. Teníamos todos los requisitos para que funcionase… pero nunca funcionó.

—A su mujer la raptaron el tres de abril. Si se hubiese quedado embarazada, ¿en qué fecha habría sido?

Me costó entender su pregunta.

—¿En qué fecha tenía que ovular? —repitió, reformulando la pregunta.

—¡Dígame lo que ha descubierto!

—Deme la fecha probable de su ovulación. Supongo que la sabía, dado que llevaban meses intentándolo.

Reflexioné durante un largo rato, la mirada fija en Poupette.

—Ya… ya no me acuerdo… ¡Han pasado más de seis meses!

—¡Haga un esfuerzo!

—Yo… ¡Sí! ¡Era el día que empezaba la primavera! El veintiuno de marzo.

—¡Dios mío! ¡Podría corresponder!

—¡Cuéntemelo!

—¿Se acuerda de sor Clémence, torturada por el inquisidor de Aviñón, el padre Michaélis?

—Por supuesto. La escultura de Juan de Juni, el castigo infligido por el asesino a Prieur por sus pecados pasados…

—¡Exacto! ¡La solución estaba delante de mis ojos, pero no la supe ver! Todos los escritos sobre el padre Michaélis han sido desmentidos por la Iglesia y el Santo Oficio, aunque no se pudo suministrar ninguna prueba en contra del padre en vida. Su autobiografía, descubierta a principios del siglo catorce, copiada por monjes y escribas, fue utilizada por los tribunales reales para mostrar los abusos de la Inquisición. Escuche los diferentes fragmentos de su relato: «Por una sola mujer, Eva, el pecado entró en el mundo, y a través de ese pecado, el vicio llegó a todas las mujeres…». «Las almas escogidas, especialmente perversas, pagan el precio de sus propios errores». «Las purifico de cualquier deshonra de la carne y el espíritu, las ayudo a crecer espiritualmente en el momento en que se unen con Dios». «A través de sus sufrimientos, lavan un poco más cada vez el pecado original». Y éste es el que me puso la mosca detrás de la oreja, y cito palabra por palabra lo que le dijo el asesino: «La niña no nacerá, porque la he encontrado. La chispa no prenderá y nos salvaré, a todos. Corregiré sus errores».

Me sujeté la cabeza con las manos, acurrucado en mi rincón como si estuviese bajo el dominio de potentes drogas.

—Dios mío… ¿Qué quiere decir?

—El padre Michaélis torturó y llevó a la hoguera a un número incalculable de mujeres en nombre de la herejía y la Inquisición. Se trataba de acciones siempre justificadas, pues las sospechas del inquisidor nunca se ponían en tela de juicio. Sus fieles le habían puesto el apodo del Ángel Rojo.

—¿El Ángel Rojo?

—Sí. Un mensajero que aplicaba la palabra de Dios mediante la sangre.

—¡Por el amor de Dios! –Notaba los latidos del corazón en las sienes—. Y esa frase, «la niña no nacerá», ¿qué significa?

—El Ángel Rojo explica que Dios le iluminó sobre el nacimiento de una niña que sería poseída por seiscientos sesenta y seis demonios. Una niña encargada de propagar el pecado original y difundir el mal sobre la Tierra. El nacimiento de esa niña estaba previsto para el veinticinco de diciembre.

—¿El día de Navidad?

—El día del nacimiento de Cristo. Describe a la mujer, la madre de esa niña diabólica, en las páginas de su autobiografía. Hay muchos rasgos que coinciden con su esposa.

—¡Deme esas páginas!

—No… no las tengo. El libro es una copia antigua, no se puede sacar de la biblioteca.

—¡Déjeme ver su cartera!

—Yo…

—Se lo ruego, quiero leerlo.

Me tendió las fotocopias con la boca apretada. Yo desmenucé las palabras del texto en voz alta.

—«Corté su largo cabello rubio que tanto apreciaba. Sus ojos azules reflejaban la extraña luz de las mujeres que comercian con el Diablo. Para hacerla confesar, encerré a Suzanne un rato, un buen rato, en un panteón donde se pudrían cuerpos de animales en descomposición. Acabó por hablar. El sacrificio de la niña después de su nacimiento será una inmensa victoria sobre el Mal».

Leí la continuación como si se tratara de mi propio certificado de defunción. Estaba muerto por dentro. Tan sólo sentía rabia, impotencia, dolor moral extremo. El mundo se derrumbaba a mi alrededor.

Un niño… Suzanne iba a dar a luz a un niño… Nuestro bebé, tan esperado. Estrellas, esferas plateadas daban vueltas en mi cabeza. El volcán de mis pensamientos explotó y experimenté un total decaimiento, una especie de desvanecimiento consciente.

Quería acompañar a ese niño, hubiese dado cuerpo y alma para pegar la oreja sobre las curvas suaves de la barriga de su madre, para apoyar una mano ligera y sentir su primera patada. Me habían robado esos momentos, para siempre, para toda la eternidad.

—¿Cómo… acabó? —susurré, abatido por una pena innombrable.

Elisabeth recorrió a zancadas y nerviosa la habitación.

—La niña quería salir antes del veinticinco de diciembre. El padre Michaélis hizo de todo para retrasar el parto, convencido de que su victoria sobre el Demonio sería un fracaso si no mataba a la niña el día de Navidad. Le… No puedo decírselo… ¡Murieron las dos, eso es todo!

—¿Qué… qué le hizo?

—Está escrito en estas páginas.

—¡Dígamelo! —vociferé.

—Le cosió los labios genitales.

Solté las fotocopias, que revolotearon un momento antes de posarse con delicadeza ultrajante en el suelo. Se me rompió la voz.

—Pero… ¿por qué la tomó con mi mujer? ¿Por qué Suzanne?

—Por el parecido, el nombre, el hecho de que estaba embarazada en ese momento. Motivos que quizá nunca podremos explicar.

—Pero ¿cómo se enteró? Yo… ¡yo mismo ignoraba que estábamos esperando un hijo! Él… El Hombre sin Rostro… lo ha adivinado…

Elisabeth se llevó una mano a la boca, dio una vuelta por la habitación, levantó a Poupette, la manipuló para huir de mi mirada y la volvió a dejar sobre los raíles.

—¡Tiene que haber una explicación lógica, a la fuerza!

—Es… ¿Quién es? ¿Quién es? Es… demasiado fuerte… ¿Qué… qué otros terribles secretos revela también ese libro? ¿Dónde… dónde la retenía?

—Los lugares no pueden coincidir con los de nuestra época, ya lo he comprobado. Ahora sabemos lo que le empuja a actuar. Copia exactamente el itinerario sangriento del Ángel Rojo. El padre Michaélis aún mató a muchos, muchísimos inocentes antes de ser descubierto y de suicidarse en un monasterio. Había confiado sus escritos a sus fieles antes de morir. Nuestro asesino no se detendrá por sí mismo. ¡Tiene que cortarle el paso, Franck!

—¿Cómo ponerse en el camino de un fantasma?

—Agárrese a lo que hace, ¡ya se lo dije! Esos asesinatos son absolutamente reales. Si quiere que el niño nazca a término, tratará bien a su esposa. Vistos los productos que utilizó con la chica del matadero, o la quetamina que le administró, debe de ser un entendido en medicación. Hará todo lo posible para que el alumbramiento vaya bien.

—¿Para luego poder matar al bebé con total tranquilidad?

—Nos quedan dos meses largos, Franck. Unos sesenta días para ponerle la mano encima.

—¿Cuál es la cronología de los asesinatos del padre? ¿Qué representa la chica del matadero en su itinerario de sangre?

—El padre Michaélis había secuestrado y torturado durante días a Madeleine Demandolx, a quien mantenía encerrada en uno de los torreones del convento. Actuaba en el más estricto secreto y con la ayuda de algunos fieles. Fue acusada, ella también, de comerciar con el Demonio, tan sólo porque mantenía relaciones con varios hombres.

—Al igual que Marival en su página web. Esos correos que alimentaba con todas esas escorias. ¿Cómo murió Madeleine Demandoix?

—Bajo el efecto de los suplicios que padeció. El asesino toma como modelo al Ángel Rojo añadiendo su toque personal mediante torturas más largas. En cuanto a las víctimas, sus pecados son más graves: vida entregada al vicio en el caso de Gad; mutilaciones infligidas a cadáveres en el de Prieur; falta de moralidad y maltrato de animales desvelados a los ojos del mundo en el de Marival… Sin olvidar a su vecina, a quien quizá consideraba una bruja, dado su don de videncia o de predicción. ¡Las castigó a todas porque, a través de sus actos, no temían la ira de Dios! ¡Se excedían en los derechos de los mortales establecidos por el Señor!

Elisabeth sacó de su cartera más fotocopias, que dejó sobre la cama.

—Aquí está la autobiografía completa. Casi doscientas páginas de atrocidades. Lo explica todo claramente.

Se colocó a mi lado.

—Aún cometió otro asesinato entre la muerte de Madeleine Demandolx y la de Suzanne Gauffridy, la madre que supuestamente iba a engendrar a la niña de los seiscientos sesenta y seis demonios.

—Descríbamelo.

—Una mujer que había revelado en el confesionario sus inclinaciones homosexuales… —Carraspeó nerviosa—. Le… le quemó los órganos genitales y los pechos. ¿Sabe?, se ha demostrado que el padre Michaélis redactó sus escritos preso de la locura. Ninguna otra obra de esa época menciona esos asesinatos y todo lleva efectivamente a pensar que esa autobiografía es tan sólo una sarta de mentiras. Por eso no se cita en ningún sitio, sino el padre Michaélis habría sido considerado el mayor asesino en serie de iodos los tiempos.

—Voy a reforzar la seguridad en su casa. Puede usted estar en peligro.

—No hace falta.

—Insisto.

Pensaba en el vídeo que había visto esa misma mañana en el SEFTI. La idea de que el asesino filmaba sus crímenes para realizar snuff movies me había parecido coherente, como si racionalizara aunque sólo fuese un poco el mundo de horror en el que se movía. Pero, después de escuchar a Elisabeth, me daba cuenta de hasta qué punto me había equivocado.

El Hombre sin Rostro, el Ángel Rojo, no tenía nada de humano. Había una pregunta que me mortificaba.

—Seiscientos sesenta y seis es el número del Demonio, ¿verdad?

—De la Bestia, de Lucifer. Cinco demonios poderosos más Lucifer forman el primer seis. Luego, los seis días de sufrimientos terribles del castigo. Finalmente, los seis serán castigados, Lucifer y sus hordas de ogros, por las atrocidades que infligieron a los hombres. Eso da seiscientos sesenta y seis.

—¿En qué fecha exacta tenía que nacer ese bebé, la niña de los seiscientos sesenta y seis demonios?

—El veinticinco de diciembre de 1336.

—Hace seiscientos sesenta y seis años.

Elisabeth movió los labios como si quisiese formular una réplica, pero las palabras se le bloquearon en la punta de la lengua. La calma que hasta aquel momento le había dado entereza la abandonó; sus largas manos temblaron cuando las cruzó sobre el pecho.

—Perseguimos algo, Elisabeth, algo que no es humano, y Doudou Camelia lo sabía —susurré.

—Hay… Hay un detalle que he omitido señalarle, Franck.

—Dígamelo.

—Es que… No puedo creerlo.

—¡Dígamelo!

El silbido repentino de una bocanada de vapor estuvo a punto de detener para siempre los latidos de mi corazón. Elisabeth, por reflejo, se pegó contra una pared, aterrada. Poupette borbotaba, vibraba, preparada para enfrentarse al raíl. Me precipité sobre ella y bajé una palanca.

—Seguramente… ha puesto en marcha la presión al manipularla. Creía que estaba estropeada. ¡Cuéntemelo ya!

Se despegó de la pared, con prudencia.

—Antes de morir, el padre Michaélis añadió una última frase, que cierra su autobiografía: «Volveré para salvar el mundo… cuando el Mal vuelva a bajar a la Tierra».

—Seiscientos sesenta y seis años después del nacimiento previsto de esa niña. ¡Dios mío!

El gran vaso de vodka que Elisabeth se bebió de un trago pareció hacerle el efecto de un latigazo. La acompañé con un vaso de Four Roses del que ni siquiera aprecié el sabor. Estaba dispuesto, una vez más, a dejarme llevar por los mares tenebrosos del alcohol, pero una vocecita me instó a seguir luchando por Suzanne y el bebé.

—Tengo que agarrarme a algo o voy a enloquecer —le confié a Elisabeth—. Diablo o no, llegaré hasta el final. Tengo una pequeña pista: el tipo que agredió a Julie Violaine, ese Manchini, ha sido asesinado para evitar que desvelara algo primordial. Se había filmado mientras la agredía.

—¿Me está tomando el pelo?

—¿Tengo pinta de bromear? Creo que, en un momento dado, el grano de arena llamado Manchini se introdujo en la mecánica perfectamente engrasada de una terrible máquina de matar. Así que lo han hecho desaparecer discretamente, simulando un accidente. Al margen de nuestro… Ángel Rojo, por supuesto. Su o sus asesinos no debían de imaginar que lo encontraríamos tan rápido y que, por lo tanto, determinaríamos la hora de la muerte con tanta precisión y podríamos descubrir que no se trataba de un accidente. No veo aún ninguna relación con nuestro caso, pero la hay, estoy convencido.

—¿Alguna idea sobre quiénes puedan ser los autores del asesinato?

—Manchini se marchó de forma precipitada en plena noche, de lo que deduzco que conocía muy bien a quien le llamó. Han sustraído su móvil y borrado los datos de su ordenador. Me marcho a Le Touquet. Voy a visitar a Torpinelli.

—¿A esa gente? Es arriesgado, ¿no cree?

—Quiero comprenderlo todo, Elisabeth, ¿me entiende? No… no quiero morir sin saber.

Ella dejó el vaso vacío al revés sobre la mesa, como los rusos, anunciando con una voz animada por el alcohol:

—Seré sus ojos y sus oídos en el caso. Todos los informes pasan por mis manos; le mantendré al corriente.

—¿Sabe que se está jugando su puesto?

—Usted es el único que ha creído realmente en mí y no quiero dejarle en la estacada. A partir de ahora lucharemos los dos contra él. Sea quien sea.

En el momento en que me disponía a embarcarme hacia Le Touquet, sonó el teléfono.

—¿Comisario… Sharko? —dijo una voz febril y dubitativa.

—Yo mismo.

—Soy la vecina de Alfredo Manchini. ¿Lo recuerda? La chica de… la gastroenteritis.

—Por supuesto. Le dejé mi tarjeta.

—He dudado mucho tiempo antes de llamarle… —Sollozos—. Me he enterado… de que ha habido… un accidente… Pero no acabo de creérmelo.

—¿Por qué?

—Venga; se lo explicaré.

Su estado no había mejorado mucho. Debía de ser una chica guapa cuando estaba en forma pero, ahora, los ojos estriados inyectados de sangre y la tez cerosa le daban el aspecto de una zombi versión peli mala de los años sesenta.

—No se me acerque mucho, si no… —dijo guardando la distancias.

—No se preocupe. ¡Los microbios tienen más miedo de mi presencia que yo de la suya! Cuénteme.

La habitación se parecía sorprendentemente a la de Manchini. Cualquiera diría que el edificio entero servía de refugio al populacho rico de todo París. Humedeció la punta de la lengua en un vaso donde bailaba una aspirina, hizo una mueca y a continuación se lo tragó todo.

—Alfredo me confió una llave hace tres días, pidiéndome que la guardase y que se la entregase a la policía si le ocurría algo. Pero…

Me tendió la llavecita.

—¿Tiene alguna idea de lo que abre?

—Mencionó una caja fuerte disimulada en el despacho del chalé de sus padres. Son CD Rom importantes.

—¿Sabe lo que contienen?

—No.

Apreté los puños.

—¡Tendría que habérnoslo dicho la primera vez!

—¡Quería que la entregase tan sólo si le ocurría una desgracia! ¡Confiaba en mí!

Volvió a llorar.

—Antes, por teléfono, me ha dicho que no creía que fuese un accidente —aventuré suavemente.

—Así es. La historia de la llave, de entrada, y luego los ruidos, esa noche. Alfredo ya no era el mismo últimamente. Parecía que algo le tenía preocupado, que tenía miedo.

—¿De qué, según usted?

—Es difícil de decir. Cenábamos juntos bastante a menudo y lo notaba distante, más silencioso. Ya casi no comía, tampoco salía…

—¿Salían juntos?

—Tan sólo éramos amigos —dijo, después de dudar una fracción de segundo.

—¿No se sentía atraída por él, ni él por usted?

—Alfredo no era mi tipo de chico —repuso tras otra indecisión, más clara.

—¿Y usted no era su tipo de chica?

—Así es.

Me acerqué a ella y le tomé de la mano.

—¿Me está diciendo la verdad ahora? Alfredo está muerto y, al igual que usted, estoy convencido de que lo han asesinado. Si queremos castigar a los autores del crimen, tiene que contármelo todo.

Se dejó caer en una butaca orejera, la cabeza echada hacia atrás.

—Está bien. Estaba bastante enganchada a Alfredo. Era un chico guapo, italiano y cachas, encima. Pero… siempre se negó, no sé por qué…

Sus ojos se perdieron en las brumas. Pensé en la película de Manchini, en esas escenas sórdidas de la agresión de Violaine. Le ofrecí un pañuelo de papel con el que se enjugó la frente, chorreante de sudor.

—¿Alfredo sabía mucho de informática? —le pregunté.

—¿Está de guasa? ¡Era un dios! Capaz de piratear cualquier tipo de servidor en menos de una hora. Se pasaba el tiempo pirateando sitios porno, recuperando listas de contraseñas y colgándolas gratis en foros.

—Ha hecho lo que debía, me refiero a la llave. Mire, creo que Manchini se negaba a acostarse con usted porque quería protegerla de sí mismo, de lo que era realmente.

—¿Sabe usted cosas que ignoro? ¡Dígame lo que ha descubierto!

Me levanté en dirección a la puerta.

—Manchini estaba enfermo, a dos pasos de sucumbir a la locura asesina. Podría haber hecho daño a muchísimas personas, usted incluida…

Dos plantones pasaban el tiempo en la entrada del chalé de Manchini fumando un cigarrillo, la espalda pegada contra la chapa de un coche patrulla.

—¡Comisario! ¿Qué hace aquí? Sabe que no tiene…

—¿Qué no tengo qué?

—Se trata del comisario de división. Nos ha prohibido que…

—Tengo que comprobar una cosa… muy, muy importante. Tan sólo serán unos minutos.

El plantón dirigió una mirada perdida a su colega, que hizo como si no oyese nada.

—¿Está… está seguro de que no va a meternos en un lío, comisario? ¿Tan sólo unos minutos?

—Sí. Entro y salgo, ¡cómo una exhalación!

Entré y subí directamente a la planta superior.

Tras haber echado un vistazo rápido a las diferentes habitaciones, descubrí un amplio despacho. La habitación permanecía oscura a pesar de la ventana, por la que brillaba el sol tímido de otoño. Ni rastro de la caja fuerte. Me dirigí hacia la biblioteca maciza pegada a una pared, enfrente de la mesa. Libros de economía, marketing, informática, con toda probabilidad nunca abiertos, alineados perfectamente y colocados alfabéticamente por temas.

El mueble de roble era demasiado imponente para intentar moverlo, e incluso echando una mirada entre la biblioteca y la pared, no descubrí ningún relieve que hiciese pensar en la presencia de una caja fuerte. Al pasar una mano por el contorno del mueble, y luego entre los estantes, sentí, bajo el panel que sostenía la segunda hilera de libros, un pequeño interruptor, que apreté sin demora.

Ruido de émbolo, y un sistema mecánico partió la estantería en dos. La parte izquierda se despegó de la derecha y apareció la caja fuerte, una AL-KO AMC empotrada en una zona de la pared disimulada por la biblioteca.

No necesité utilizar la llave. Alguien había pasado por allí antes que yo. Habían perforado la cerradura y la puerta estaba ligeramente abierta.

Por supuesto, la caja fuerte estaba vacía.

Una oleada de rabia me crispó los puños. Mis predecesores no habían hecho el trabajo a medias: ni rastro del polvo de acero dejado por la perforación, ya fuese encima de los libros, en el suelo o en la pared.

La posibilidad de acercarme a la verdad acababa de pasar delante de mí y escapárseme. Pero ahora sabía que no me desplazaría en vano a Le Touquet.