Hay días en que la suerte, o mejor dicho, una suerte provocada, decide llamar a tu puerta. Aquella mañana, la suerte se llamaba Vincent Crombez.
—No ha sido muy buena idea dejar su móvil apagado, comisario.
—Olvidé cargarlo. Ayer no estaba muy animado.
—Tiene la cara de los malos días. ¡Hay buenas noticias, muy buenas noticias! Delhaie ha hecho un trabajo maravilloso a partir de la lista de estudiantes, pero no hemos obtenido nada.
—¡Cuéntamelo! Y deja de hacer el gilipollas, no estoy de humor. ¿No habrás venido para decirme eso?
—Tuvo una muy buena intuición con lo de las bibliotecas y he de reconocer que el inspector Germonprez tiene el olfato de un podenco. ¡Sin salir de su despacho!
—¿Cómo?
—Casi todas las bibliotecas disponen de sitios internet. Con una cuenta especial, se puede acceder al backoffice, la interfaz que permite gestionar la biblioteca y a sus abonados desde cualquier lugar del mundo. Puesto que los bibliotecarios deben colaborar con la policía, le han suministrado sin muchas pegas los accesos necesarios para consultar la base de datos. A fuerza de husmear, Germonprez ha recogido una lista de libros muy interesantes, solicitados en la biblioteca René-Descartes por un tal Manchini, estudiante de tercero en la escuela de la profe agredida, Violaine. Los títulos no le dirán nada y parecen anodinos. Cosas del tipo La Santa Inquisición: la caza de brujas, Los hilos del oficio, La Francia prohibida. Es este último título el que le puso la mosca detrás de la oreja, porque Germonprez ya había alquilado la cinta de vídeo que trataba el mismo tema, una especie de investigación sobre los ambientes sadomaso en Francia. El libro Los hilos del oficio trata sobre el arte del bondage en Japón, y en cuanto al libro sobre la Inquisición, describe con gran precisión los instrumentos de tortura que se utilizaban en aquella época. De la gran cantidad de libros solicitados por Manchini, todos tienen en mayor o menor medida relación con el sexo, la tortura y el dolor.
—¿Has podido investigar a ese Manchini?
—Me dirigía justamente a la central, pero he preferido dar un rodeo y pasar por su casa, dado que no podía localizarle e ignoraba si se presentaría hoy en el despacho.
—Vale. No vas a la central, vamos a ir a esa escuela. Oficialmente, se trata de una breve visita de cortesía.
—¿Por los gendarmes?
—Exacto. He presentado una petición al juez de instrucción, Kelly, que ha insistido personalmente ante el procurador de la República para que fusionen los casos y se trabaje en colaboración. Pero aún no han decidido nada. Y no tenemos tiempo para esperar el papeleo.
El letrero con la sigla de la ESMP, la Escuela Superior de Microelectrónica de París, dominaba la corta avenida Foch donde se perdían unos árboles aislados y un simulacro de vegetación plantado por la mano del hombre. A lo largo de las paredes de un restaurante universitario, en una calle transversal, bramaban elefantes con tambores de detergente a manera de patas, orejas de cartón y tejido y una trompa de poliestireno. Las novatadas estaban en pleno apogeo. Los MVV —Muy Venerables Veteranos— y los MMVV —Muy Muy Venerables Veteranos— se lo pasaban en grande echando litros de sopa de pescado en las cabelleras maltratadas de los novatos. Fragmentos de canciones lascivas, himnos a la ESMP salían forzados de las bocas donde se adentraba con generosidad la espuma de afeitar.
—Me da la impresión de que los novatos están recibiendo una buena —observó Crombez avanzando a saltitos con las muletas.
—Las novatadas nunca han sido suaves. Son una vía abierta a los abusos de todo tipo.
Una secretaria nos anunció en la recepción y el director se presentó pocos minutos después. Su enorme cabeza, apoyada en un cuello delgado, le daba el aspecto de una tortuga, y mi sensación se confirmó cuando me fijé en su perfil: tenía una nariz que podría cobijar una colonia de vacaciones. Las gafas de cristales anchos, color caparazón de tortuga justamente, vigilaban sobre la parte alta de su frente despejada como otro par de ojos.
—¿Policía, gendarmería, policía? —me espetó—. ¿No podrían organizarse para venir una sola vez? ¡Tengo un trabajo de locos con el inicio del curso escolar!
Pequeñas venas se le abultaban de la garganta, como esquirlas de hueso.
—Hemos venido a hablar concretamente de uno de sus alumnos.
—Alumnos ingenieros —corrigió—. Les escucho, pero dense prisa, por favor.
—Manchini, alumno de tercero.
—Manchini… Manchini… Ah sí. ¿Qué ocurre?
—De hecho, nos gustaría que lo convocase a su despacho.
—¿Cuál es el motivo?
—Nos gustaría avanzar en la investigación del caso Violaine.
—Bueno, ¿y cuál es la relación con Manchini? Espero que no sospechen de uno de mis alumnos ingenieros. Ustedes…
—Hacemos nuestro trabajo. Han agredido a una de sus profesoras; y es normal, ya que pasaba la mayor parte del tiempo con sus… alumnos ingenieros, que nos orientemos en esa dirección.
—¿Por qué Manchini?
—Vaya a buscarlo, por favor.
—Han venido en plenas novatadas. No hay clases durante tres días. Debe de estar fuera, con los demás.
El cortejo de elefantes se había desplazado al patio interior de la ESMP, dejando tras de sí una cola de espuma de afeitar, huevos podridos y salsas de todo tipo.
—¡Por Dios! —soltó Crombez—. Podríamos seguirles sólo por el olor; huele a pescado fermentado.
Unos MVV con batas blancas gritaban por los megáfonos, y los pobres elefantes, en el momento en que llegamos, empujaban las paredes donde se amontonaban los unos sobre los otros para formar un milhojas gigante. Un estudiante fumaba en un rincón tranquilo, los bolsillos cargados de material antinovatos. Lo escogimos como interlocutor.
—Nos gustaría poder hablar con Alfredo Manchini —intervino Crombez, disfrutando visiblemente.
—¿Alfredo? No le hemos visto esta mañana.
—¿No debería estar aquí?
—Sí. No es muy de su estilo perderse las novatadas…
—¿Por qué?
Aplastó la colilla con el pie.
—¿Quiénes sois? No solemos hablar mucho con los desconocidos. Probad en otro lado. Quizá yo esté ahí…
Aquel facha de tres al cuarto nos dirigió una sonrisa socarrona, provocadora. En la espalda de su camisa, un dibujo al carboncillo representaba una hamburguesa con novatos relegados al papel de carne. Se llamaba MVV Burger. Dio un paso adelante con determinación hacia la masa compacta de elefantes, pero le puse una mano pesada sobre el trapecio izquierdo.
—¡Ay! ¡Me haces daño, gilipollas!
—Vas a escucharme, mamarracho de mierda especialista en electrónica. –Le puse la placa debajo de las narices—. Soy comisario de la policía de París. Si me tocas los huevos podría ponerme nervioso; y puedes preguntárselo a mi colega, ¡más vale que no me ponga nervioso!
Crombez agitó la mano y puso la boca en forma de o, como si dijese: «¡No, más vale que no le pongas nada nervioso!».
—¿Comisario de policía? Pero ¿qué quieren de Manchini?
—Limítate a contestar a mis preguntas. Voy a tutearte. ¿Te importa que te tutee?
—Mmm… No.
—¿Por qué Manchini no se habría perdido por nada del mundo las novatadas?
—El año pasado, se lo pasó teta. Es bastante creativo en este ámbito, creo.
—¡Sé más explícito!
Echó un vistazo a su alrededor y luego bajó la voz.
—Se inventó lo que llamamos El Tribunal, una velada especial en la que juzgamos a los novatos por su obediencia y buen comportamiento durante los tres días.
—¡Explícamelo!
—Algunos novatos son más rebeldes que otros, y a ésos, les hacemos recibir más durante El Tribunal.
—¿Y eso qué significa?
—¡Oh! Nada muy malintencionado. Los encerramos en salas acondicionadas como sótanos, les tiramos vísceras o los aprisionamos al lado de una cabeza de ternera pelada.
—¿Y supongo que hay abusos?
—¡Por supuesto que no! ¡Todo es legal! Todos los MVV que están aquí, antiguos novatos, se lo dirán. La novatada une a una promoción. Les prepara para atravesar los duros años de estudios que les esperan.
—¡Mogollón! —vociferó Crombez.
Un elefante se lanzó a correr por el patio con tambores en los pies, y fue frenado en su carrera enloquecida por una zancadilla. Quedó aplastado contra el suelo como una sandía demasiado madura.
—¿Esto es legal? —ironizó Crombez señalando al elefante en mal estado.
—Es un rebelde. A los rebeldes hay que someterlos, de lo contrario siembran la cizaña y después perdemos el control de las tropas.
—¿Estás seguro de que Manchini no está aquí?
—Sí. Hemos tenido que enchufarle su novato a otro MMVV.
—¿Conoces bien a Manchini?
—Bastante. Pero en clase, no es un tío de los expansivos.
—Desde el punto de vista de los estudios, ¿qué tal?
—Es un alumno medio. A veces incluso un poco retrasado.
—¿Julie Violaine es profesora suya?
—De todos nosotros.
—¿Y qué tal es el comportamiento de Manchini?
—Clásico, incluso discreto. No es el típico tío echado para adelante. Se le puede dejar en un rincón y recuperarlo al año siguiente: no se habrá movido.
—En materia sexual, ¿qué tendencias tiene?
—¡Yo no tengo ni idea! ¿Cómo quieren que…?
—¿Nunca habláis de eso entre tíos?
—Sí, pero…
—Pero ¿qué?
—Manchini tiene pinta de estar… un poco fuera de onda. Cada vez que hablamos de sexo entre nosotros, se escabulle. Parece que no le interesa.
—¿Dónde podemos encontrarlo?
—En la residencia universitaria Saint-Michel, dos avenidas más arriba. Si le ven, ¡díganle que se venga!
Venas de hiedra infectaban la residencia en toda su superficie como un cáncer de piedra. La verja de hierro forjado de la entrada se abría a un camino de adoquines viejos, flanqueado por arriates cuidados.
Para llegar a la habitación de Alfredo Manchini sobornamos a la portera, que se parecía al mayordomo Néstor de Tintín, pero en más femenino. Siempre y cuando el término femenino pueda aplicarse a este tipo de personaje: un huerto de espinillas le manchaba la nariz y una pelusilla de pelos que haría palidecer a un pollito le cubría la barbilla. Un inhibidor de amor de tremenda eficacia.
Tras haber llamado a la puerta de Manchini varias veces sin éxito, le pedí que nos abriera con su duplicado de llaves. Dudó, los ojos fijos en mi chaqueta como si intentase adivinar en ella la forma de mi arma.
—No sé si puedo. Veo las series policíacas. ¿No deberían tener una orden o algo así?
Me la camelé bien para convencerla. Echó un vistazo al pasillo e inclinó la barbilla.
—Oiga, ¿puedo tocar su pistola?
—¿Cuál? —soltó Crombez con una sonrisa poco considerada.
—¡Oh! ¡Es usted un guarro! —exclamó, indignada.
Le enseñé la pipa y acabó abriéndonos.
—Gracias señora. Déjenos la llave. Cerraremos y le avisaremos cuando hayamos terminado la inspección.
Mientras Inhibidor de Amor se alejaba Crombez me susurró:
—¡Madre mía! Estoy convencido de que perdería dos kilos si le quitásemos los puntos negros que se pelean sobre su napia. ¡Vaya careto, parece la superficie de Marte!
—¿Disculpe? —soltó volviendo hacia nosotros.
Crombez se sobresaltó, pero no tanto como yo. Con un movimiento de la cabeza, le hice entender que no nos referíamos a ella.
La superficie útil de la habitación universitaria equivalía a la de mi apartamento, si no fuese porque cuanto había allí, muebles, cadena de música, vídeo, costaba tres veces más que lo que tenía yo en casa.
—¡Qué bien se lo pasa este tipo! ¿Ha visto la pantalla de plasma colgada de la pared? Cuesta unos ocho mil euros, un juguetito así —exclamó Crombez, admirado.
—Registra la habitación y el cuarto de baño. Yo me encargo del salón.
Crombez efectuó una rotación completa sobre una sola muleta, como un acróbata.
—¿Qué buscamos? —preguntó acto seguido.
—Todo lo que pueda acercarnos a la verdad.
Abrí las puertas del mueble de la tele, tras haberme encargado del cerrojo, y descubrí una cantidad increíble de cintas y DVD. Películas bélicas, como Pearl Harbor o Salvar al soldado Ryan, comedias, películas policíacas y un buen montón de películas porno de tendencia sadomasoquista, firmadas por Torpinelli. Al fondo del salón, observé con avidez las diferentes cubiertas de las obras que aplastaban con su conocimiento las tablas de los armarios de roble. Mecánica cuántica, termodinámica, topología, ciencias humanas y sociales… Charlatanería de estudiante.
A la izquierda, en un ángulo del salón, había un ordenador de última generación con la pantalla casi tan plana como un sello. Quise encenderlo, pero una rejilla impedía acceder al interruptor. Examiné la cerradura, introduje la lima de uñas que acostumbraba a llevar conmigo y me salí con la mía en pocos segundos. Pulsé el botón, esperé, pero el ordenador se bloqueó en el momento de arrancar el sistema operativo. La pantalla se puso azul y desfiló una lista impresionante: «Fichero no encontrado, fichero no encontrado, fichero no encontrado…». Sin embargo, y a pesar de mi gran decepción, me percaté de que el comportamiento de aquel PC era diferente que el de Gad o Prieur. Esta vez no habían formateado el disco duro, pero seguramente habían borrado los ficheros utilizando el sistema operativo.
—Bueno, ¿qué has descubierto? —pregunté a Crombez cuando se reunió conmigo.
—En lo que a ropa se refiere, estamos dentro de lo clásico: tejanos, camisetas, jerséis. En cambio, he descubierto unas cuantas revistas interesantes en un cajón: Bondage Magazine, Detective Magazine, que también es una revista sobre bondage, y… había muchas más. Seguramente compradas por internet.
—¿Cómo lo sabes?
—Esas revistas son americanas. Y la dirección de los sitios que las editan aparece en la parte inferior de la página. Ese Manchini sabe un rato largo en materia de sadomasoquismo… —Se inclinó hacia la pantalla—. ¿No funciona?
—Parece que los ficheros han sido borrados. Tal vez Manchini haya querido ocultar algo; o se ha asustado y ha borrado los datos comprometedores de forma precipitada.
—Quizás existe una forma de recuperar lo suprimido.
—¿Cómo?
—Un disco duro funciona como un imán, compuesto por millones de pequeños polos microscópicos; si están polarizados, representan la cifra uno; si no, la cifra cero. Cuando uno borra de forma correcta un disco duro, formateándolo como en casa de Prieur o Gad, todos esos polos vuelven a ponerse a cero, y la información no puede recuperarse. En cambio, cuando uno suprime los ficheros a través del sistema de explotación, tan sólo ordena al sistema que rompa el enlace con esas informaciones, pero los datos siguen estando en el disco duro. Muchos delincuentes se llaman a engaño: creen que simplemente borrando, se ponen a salvo. ¡Pero no cuentan con la eficacia de nuestros colegas! –Observó los mensajes de error—. El SEFTI posee herramientas y software para recuperar una buena parte de los datos. Pero habría que llevarles el disco duro.
—¡Desmóntalo!
—Pero no tenemos…
—¡Haz lo que te digo!
Con su navaja suiza desatornilló los tornillos de cruz, apartó la tapa de acero, desconectó las capas de hilos y me tendió el disco duro, que deslicé dentro de mi chaqueta. Volvió a colocarlo todo en su sitio y ordené:
—Bueno, ¡vamos a continuar el registro!
Abrí uno tras otro los cajones del mueble de la cocina.
—Mira por dónde, ¡pinzas cocodrilo!
Estaban tiradas en medio de cables coaxiales, placas de silicio, resistencias y condensadores.
—Normal, en el caso de un alumno de electrónica —justificó Crombez—. Mire esos planos: un decodificador pirateado o cómo obtener las cadenas del satélite sin suscripción… Ese Manchini está lejos de llevar una vida ordenada.
—¿Sois de la familia? —nos preguntó una voz cuando nos disponíamos a volver a la planta baja.
En el resquicio de una puerta del rellano apareció una cabecita despeluzada con los ojos hinchados por la enfermedad.
—Sí, buscamos a Alfredo. Nos hubiese gustado mucho hablar con él.
—¡No se acerquen! —aconsejó la voz—. Tengo una gastroenteritis de caballo, lo digo por si no quieren pasarse los próximos días donde ya saben. He oído bastante ruido esta noche; era tarde, quizá las once. Y luego otra vez a las tres de la madrugada. Las tres en punto, lo sé porque miré mi radio despertador. Alfredo entró y volvió a salir. O al revés, creo. Normalmente, hacia las seis de la mañana enciende su jodido televisor, que está pegado a nuestra pared común, y siempre me despierta. Pero esta madrugada no he oído nada… Calma chicha. Quizá durmiera fuera, o estaba tan borracho que no ha sabido volver.
—¿Bebe?
—Como todos nosotros. De vez en cuando, una o dos veces por semana.
—¿Y a eso lo llama de vez en cuando? Tiene una curiosa noción del tiempo.
Su rostro se contrajo como si le hubiese caído un bloque de piedra en el pie.
—¡Alerta roja! ¡Lluvia de meteoritos en el culo! ¡Les dejo! Vayan al Sombrero, calle Nationale, en la esquina. Suele ir mucho por ahí.
La puerta se cerró de golpe, pero tuve tiempo de meter una tarjeta de visita por el marco.
—Bastante turbio el asunto, comisario. ¿Ha visto cuánto dinero hay invertido en el apartamento? Ese Manchini proviene de una familia burguesa, ¡si no sería imposible! Pero… ¿qué hace, vuelve a la habitación?
—Sólo quiero comprobar un pequeño detalle.
Crombez bajó a esperarme a la entrada. Me reuní con él pocos segundos después.
—¿Qué, comisario?
—Paciencia.
En el momento de entregar la llave a Inhibidor de Amor, le pregunté:
—¿Los estudiantes se ocupan ellos mismos de sus habitaciones?
—No. Una señora de limpieza cambia las sábanas todos los días y se encarga de la limpieza.
—¿Todas las mañanas?
—Para ser más precisos, al final de la mañana, cuando todos los alumnos ya están en clase. –Echó un vistazo a su reloj—. De hecho, la ronda va a comenzar dentro de un rato.
—¿Qué ha descubierto? —preguntó Crombez entusiasmado en cuanto salimos.
—La cama de Manchini estaba deshecha. Volvió a su apartamento a las once de la noche, como señaló su vecina de rellano, y se metió en la cama. Pero algo le hizo salir de forma precipitada hacia las tres de la madrugada. Bueno, pasemos por ese bar, el Sombrero, y luego regresaremos a ver al director de la escuela. Creo que no nos lo ha contado todo.
La pista del bar no aportó nada. Manchini no había asomado la nariz ni el día antes, ni dos días antes, ni siquiera desde hacía un montón de días.
La Tortuga, las mismas gafas color concha sobre la misma frente, apareció muy serio en la recepción de la escuela de ingenieros.
—Comisario, creo que lo suyo roza los límites de la ofensa.
—No estaríamos aquí si nos hubiese revelado lo que esperábamos.
—¿Y qué esperaban?
—Por lo visto, Manchini no parece un alumno cualquiera. ¿Me equivoco?
La cabeza se le hundió entre los hombros. Una tortuga que busca cómo protegerse de la pata de un gato.
—Seleccionamos a nuestros mejores alumnos por expediente, y por concurso a los que están un poco por debajo. Manchini fue admitido por concurso, hace tres años. Como pueden suponer, no realizamos investigaciones sobre nuestros alumnos. ¿Por qué tendríamos que hacerlo?
—¿Y en cuanto a Manchini?
—¡Es el sobrino de Alphonso Torpinelli! —susurró.
—¿El magnate del sexo?
Parecía como si mi pregunta le hubiera lanzado fragmentos de cristal dentro de las orejas.
—Sí —repuso, haciendo una mueca—. Por parte materna. Intentamos no airearlo. No se pueden imaginar cómo se vigilan las escuelas entre ellas: aprovechan el más ínfimo grano de arena para hacer valer su diferencia ante las empresas que contratan a nuestros alumnos. Si se enterasen de que un miembro de la familia Torpinelli frecuenta nuestras aulas, eso podría provocar un perjuicio irreparable a nuestra imagen corporativa. Notificamos de forma clara a Manchini que no hablase de sus orígenes.
—¿Y qué ocurriría si lo hacía? —intervino Crombez.
—Eso no es de su incumbencia. Hasta ahora, todo ha ido bien. Pero nunca hemos acabado de entender las razones de su presencia aquí, dada la fortuna colosal de sus padres. Quizás un gusto inmoderado por los estudios, quizá quiera volar con sus propias alas, o puede que deteste el ambiente del sexo.
—Eso me extrañaría mucho —intervino Crombez.
El director lo miró de hito en hito, con un ojo de saurio medio cerrado.
—Los Torpinelli tiene un sentido profundo de la familia —prosiguió—, y Alfredo podría haber vivido de sus inversiones bancarias hasta el final de su vida. ¿Saben que ya paga impuestos sobre su fortuna? Todo esto me supera.
—¿Dónde podemos contactar con sus padres?
—En Estados Unidos. Son los dueños, junto con el tío y su hijo, del ochenta por ciento del mercado del sexo en internet. Millones y millones de dólares cada año. No hay un solo sitio pornográfico que se cree sin que esos buitres le pongan la mano encima.
—Hemos pasado por el apartamento de Alfredo, en la residencia Saint-Michel, pero no estaba. Ni allí, ni en las novatadas. ¿Sabe dónde podría estar?
—Sus padres tienen un chalet en Plessis-Robinson. Una residencia magnífica, vacía la mayor parte del tiempo. Puede que Alfredo se encuentre ahí.
—¿Está seguro de que no tiene nada más que contarnos?
—Esta vez se lo he contado todo… —Avanzó por el pasillo y se volvió por última vez—. ¿No habrán aparcado su coche de policía delante del edificio, verdad? ¡Daría muy mala imagen a mi escuela!
Antes de subirnos al coche, anuncié:
—Bueno, dejaremos el disco duro en el SEFTI; ojalá nos lleve a algún lado. ¿Crees que tardarán mucho?
—El factor suerte desempeña un papel importante en la recuperación de los ficheros. Tan pronto puede ser muy rápido, como tardar varios días. Un poco como un puzle de seis mil piezas pasado por una cortadora de césped: si la hoja es suficientemente alta, recuperará el puzle casi intacto; en cambio, si era lo suficientemente baja para laminar el puzle, no le garantizo el estado de las piezas.
Tras pasar un segundo por el SEFTI, nos dirigimos a Plessis-Robinson, que representaba un poco el Paraíso en comparación con las fraguas del Infierno parisino. Cuando uno se pasea por las viejas callejuelas comerciales y animadas, vuelve a experimentar un poco la alegría de vivir de los pueblos de la Isla de Francia de antaño. A Suzanne y a mí nos gustaba este rincón de cielo azul, a tan sólo seis kilómetros del tormento. Por desgracia, ese día, el tiempo no estaba para paseos ni tampoco para recuerdos.
Nuestro vehículo avanzó paralelamente al estanque Colbert, en el parque Henri-Sellier, antes de sobrepasar una torrecilla de ángulo hexagonal que anunciaba las inmediaciones del barrio residencial. Bordeamos, deslumbrados, las fachadas ennoblecidas, los tejados al estilo Mansart en los que brillaban, bajo los rayos de luz, el zinc y la pizarra, los balcones de forja y las cornisas, tan espaciosas como mi apartamento.
Plantada en medio de unas coníferas de altos tallos y robles, la casa se elevaba hacia el cielo, con su frontón en forma de media luna y sus amplios ventanales. Un Audi TT destacaba en el camino, tras el portal abierto. Aparcamos nuestra chatarra al borde de la empalizada y nos presentamos en el umbral de piedra de mármol.
—¡Madre de Dios! —susurró Crombez—. Otro más que vive en el lujo.
Nuestras llamadas a la puerta no obtuvieron respuesta. Al girar la manilla, dije:
—¿No lo has oído? ¡Alguien nos ha dicho que entremos!
—Pero si no he oído nada. –Fruncí el ceño. Entonces Crombez se corrigió—: Sí, creo que he oído a alguien, de hecho. Sí… Efectivamente, nos dice que entremos.
La puerta no estaba cerrada con llave. Los espacios se abrieron ante nosotros en líneas de fuga cuando entramos y rodeamos una piscina climatizada, resguardada bajo un porche.
Fue en el gimnasio donde descubrimos el cuerpo sin vida de Alfredo Manchini. Una barra con pesas cargada al máximo le aplastaba la laringe, y la lengua, azul lavanda, le colgaba de la boca. Sus manos se habían quedado en posición crispada, como si, en un último esfuerzo, hubiese intentado hacer bascular la barra hacia un lado para liberarse del abrazo metálico.
—Creo que hemos llegado demasiado tarde —consideró oportuno precisar Crombez.
—Tú podrías haber sido adivino, ¿eh?
Presa de un estallido de furia, arranqué una pesa de su soporte cromado y la estampé contra las baldosas de espuma con violencia.
—¡Vaya mierda! ¡Joder, qué puta mierda! ¡Avisa a Leclerc, llama a Van de Veld y al teniente de la policía científica! ¡Voy a contactar con el juez de instrucción para pedir la autopsia del cuerpo!
—¡Tranquilícese, comisario! Todo parece indicar que se trata de un accidente, ¿no? Llevaba chándal y zapatillas deportivas, quizá se mareara. ¿Sabe qué? He hecho casi cuatro años de musculación, y no sabe la de veces que me quedé enganchado así, con la barra sobre el pecho.
Me acerqué al cuerpo frío.
—¿No debería de haber encontrado la manera de hacer bascular la barra hacia un lado?
—Depende. A menudo uno está en tensión máxima cuando empuja y a veces ocurre que los músculos fallan en el último momento. Por eso más vale hacerlo acompañado. Pero estando solo, si la barra se queda bloqueada sobre el pecho, hay que tratar de que ruede hasta la parte superior de los pectorales para poder hacerla bascular más fácilmente. Estoy convencido de que lo intentó; mire, la fibra de su camiseta está estirada, incluso arrancada sobre los pectorales. Pero pesaba demasiado para que lo consiguiese solo, y murió ahogado, el pecho aplastado. Luego la barra rodó sobre la laringe.
Conté el peso total.
—Son ciento ocho kilos de peso.
—Con la barra, suman ciento veintiocho. Pero vista su envergadura, no me extraña. Yo había llegado a un máximo de ciento quince kilos.
—Llama igualmente. No me puedo creer que esto sea casualidad.
Mientras Crombez telefoneaba al forense, eché un vistazo a los demás aparatos: la prensa de piernas, las dos bicis, los juegos de pesas ordenados por peso. Aparentemente, no habían tocado nada: ni un solo disco de cromo tirado por el suelo, ni una sola barra movida, salvo la de alzamiento.
—En el móvil de Leclerc salta el buzón de voz —refunfuñó Crombez encogiéndose de hombros—. Le he dejado un mensaje corto pidiéndole que le llame y he avisado al comisario general Lallain. Va a enviarnos un equipo.
—Muy bien. Dime una cosa, durante una sesión normal de musculación siempre llevas una botella de agua, ¿verdad?
—Por supuesto. ¡Es esencial! Para eliminar el ácido que se acumula en el músculo durante el esfuerzo. Sin agua, es imposible entrenarse, sobre todo en musculación.
—Entonces ¡explícame por qué Manchini no tenía una botella de agua!
Crombez abrió los ojos desmesuradamente.
—¡Es verdad! Todo esto es muy turbio…
—Aún más teniendo en cuenta el testimonio de la vecina de habitación: lo oyó volver la noche pasada hacia las once, y luego marcharse alrededor de las tres. No soy forense, pero he visto suficientes cadáveres para asegurar que éste no es de esta mañana.
—¿Le habrían matado durante la noche?
—Eso parece. Y una sesión de musculación en plena noche me parece muy poco probable, sin olvidar los datos borrados del ordenador. Quizás había alguien interesado en que Manchini desapareciera.
Esperamos en el salón mientras la policía científica llevaba a cabo su trabajo de toma de muestras. El excelente Dead Alive, con una arpillera de color pan quemado y jersey de camionero con cremallera hasta el cuello, exhibía una nariz que hubiese sido la envidia de un násico.
—Me ocupo de éste y luego me cojo la baja por enfermedad —gruñó—. Estoy más que harto de pillar resfriados la mitad del año sin tener tiempo de curarme. ¿Habéis visto mi napia? Parece un farolillo.
—Es usted muy amable al hacer esto por nosotros, doctor.
Una vez concluido el trabajo de la científica, nos acercamos de nuevo al difunto Manchini. Van de Veld examinó el cabello moreno del cadáver y las diferentes partes del cuerpo antes de centrarse en el pecho.
Puso en marcha el dictáfono.
—Ninguna herida ni lesión aparentes en la cabeza, en los miembros ni la espalda. Presencia de derrames sanguíneos mínimos en las aletas de la nariz, diámetros desiguales de las pupilas, presencia de excoriaciones en los pectorales derecho e izquierdo, seguramente debidas al roce de la barra metálica. –Paró la grabación—. ¿Podéis quitar la barra?
Hicimos lo que nos pedía. Aquella maldita chatarra me pareció más pesada que la mujer ballena de Piccadilly Circus.
Dead Alive volvió a apretar el botón de PLAY.
—La barra aplastó la laringe, lo que provocó una muerte casi inmediata por asfixia. –Dio la vuelta al cuerpo—. Vistas las livideces cadavéricas, así como la rigidez, no parece que se haya desplazado el cuerpo tras la muerte. El termómetro rectal indica… veinticinco grados. La sala está a una temperatura de dieciocho, así que con una disminución de un grado por hora desde el último respiro, el momento de la muerte se situaría alrededor de… la una o las dos de la madrugada como máximo. –Volvió a parar la grabación—. Una hora muy curiosa para levantar pesas…
—¿Las dos? ¿Está seguro?
—¿Alguna vez he dicho algo sin estar seguro? —repuso, con la mirada ensombrecida.
—¿Hay algo que indique que pueda no tratarse de un accidente sino de un asesinato?
—No hay rastros de golpes o contusiones que no sean las provocadas por la barra, así que nada evidente. Sin embargo, la autopsia nos revelará la presencia o no de ácido láctico en los músculos, lo que nos proporcionará una indicación de la intensidad del entrenamiento. Por cierto, ¿quién es este tipo?
—Uno de los sobrinos de Torpinelli.
—¿El magnate del sexo? ¡Vaya!
—Llámenos en cuanto tenga novedades. ¿Te vienes, Crombez? Vamos a echar un vistazo al Audi.
—Si Manchini murió entre la una y las dos de la madrugada, ¿cómo podría haber salido o entrado en su habitación a las tres, como afirma su vecina? —me preguntó el teniente en el recibidor.
—¡Efectivamente, algo difícil para un muerto! La única posibilidad es que fuera otra persona la que acudió en su lugar a borrar los datos del disco duro antes de ahuecar el ala. Lo que encierra esa maldita caja de metal quizá sea la respuesta a todas nuestras preguntas.
Los seguros del coche deportivo estaban bajados.
—Manchini solamente llevaba una camiseta en la sala de musculación. Debía de tener una chaqueta o una cazadora, ¿no? Vuelve dentro e intenta encontrarla —pedí a Crombez mientras me agachaba junto a la ventanilla.
Vi que le costaba desenvolverse con las muletas sobre la gravilla.
—No, mejor quédate aquí. Ya voy yo.
Pedí a dos inspectores que me ayudasen, y uno acabó mostrándome una chaqueta de cuero.
—La he cogido de encima de la cama de una de las habitaciones del piso de arriba.
—Seguid con el registro. Si dais con un teléfono móvil, ¡traédmelo!
Mientras palpaba la chaqueta, volví con Crombez. Los bolsillos de la prenda tan sólo contenían un juego de llaves y la documentación. Ni teléfono móvil, ni agenda electrónica ni cartera. Sólo las llaves y la documentación.
En la guantera se amontonaban en desorden CD, dos paquetes de cigarrillos y unos guantes de cuero. El cenicero estaba rebosante de colillas. Crombez encendió el radiocasete y los bajos incrustados en la zona trasera estuvieron a punto de hacer añicos los cristales del vehículo.
—¡Apaga eso, joder! —grité tapándome las orejas con las manos.
El terremoto cesó.
—No hay rastro de teléfono móvil, ni aquí, ni en el chalé ni en la habitación de su residencia —observé.
—¿Quizá no lo tuviera?
—No había fijo en la residencia Saint-Michel. Manchini salió de su apartamento de forma precipitada ayer por la noche, por alguna razón. Suponiendo que estuviera durmiendo, ya que la cama estaba deshecha, ¿qué podría haberle obligado a salir bruscamente a las once de la noche?
—¿Una llamada?
—Así es. Creo que la persona que ha visitado su habitación hacia las tres de la madrugada también ha hecho desaparecer el dichoso móvil. Pronto lo sabremos.
Una vez más, eché mano del buenazo de Rémi Foulon.
—¡Después de esto, tendrás que hacer que me manden una caja de botellas de champán! ¡Y que sea Dom Perignon! Venga, dame los datos del tío y llámame dentro de media hora. ¿Sabes que podrías meterme en un buen lío? Cada acceso al fichero queda registrado.
—Claro que sí, pero eres tú quien controla esos rastros, ¿no?
—Veo que no es fácil dártela con queso…
Lo llamé al cabo de veinte minutos.
—¡Te había dicho media hora! —gruñó—. Está bien, ya lo tengo. Su número de móvil es 0614122015. Efectivamente, recibió una llamada a las once menos diez de la noche, desde una cabina pública en Plessis-Robinson. Te envío por fax el historial de llamadas al despacho, pero que sepas que pasó dos buenas semanas este verano en Le Touquet, en el norte de Francia.
—Ya sé dónde está, gracias. ¿Cómo has recuperado la información?
—El fichero nos suministra los números de las llamadas recibidas y emitidas, pero también, en el caso concreto de los móviles, el lugar donde se encuentra quien llama.
—¡Muchísimas gracias! Eres de una eficacia increíble, ¡como siempre!
Al instante, envié un técnico de la policía científica a recoger las huellas y los eventuales residuos de saliva del auricular del teléfono desde donde se hizo la llamada. Con algo de suerte, nadie habría usado la cabina mientras tanto.
Le Touquet: la guarida de Torpinelli Junior, el punto caliente de su comercio demoníaco. Alguien tenía miedo de Manchini, así que lo habían apartado de la circulación de forma casi limpia. ¿Qué tipo de llamada había podido obligar al joven a salir en plena noche para acudir de forma precipitada al chalé de sus padres? ¿Qué poderosa razón había empujado a alguien al crimen y, sobre todo, qué relación existía con el Hombre sin Rostro? Tenía la sombría certidumbre de que los casos se fusionaban, aunque no disponía de pruebas ni explicaciones para ello. Por un lado, muertes salvajes, abominables; por otro, un asesinato que se quería hacer pasar por accidente. Un terrible secreto se escondía tras esa tela opaca y aún no había dado con el medio de descubrir la trama.
La llamada que me sacó de estos pensamientos provino de uno de los ingenieros del SEFTI, Alain Bloomberg.
—¡Comisario! ¡Venga rápido! Hemos tenido suerte, ¡el aparato de reconstitución del disco duro ha conseguido capturar la dirección de boot del sistema operativo!
—¡Habla claro!
—¡La puerta de entrada a los ficheros, para que me entienda! Algunos datos están definitivamente corrompidos, pero… hemos recuperado lo más interesante. Virgen santa, no dará crédito a sus ojos…
El disco duro estaba conectado a un PC mediante una capa gris de cables. El ingeniero Bloomberg había dispuesto un retroproyector.
—Aquí lo tiene, comisario. Hemos dado con dos ficheros de vídeo comprimidos con la tecnología MPEG. Un formato que reduce considerablemente el tamaño del archivo para poder almacenarlos más fácilmente o para hacerlos circular más rápido por internet.
—¿Y qué muestran esos ficheros?
—Mire…
Apretó la combinación ALT + F8 del teclado y apareció un programa de lectura de vídeo en la pantalla. Luego apretó la tecla PLAY.
La silueta carnosa de Manchini se recortó en el campo del objetivo. La cámara seguramente estaba colocada sobre un trípode, porque filmaba sin ningún tipo de temblor. Detrás, una mujer inconsciente sobre una cama. Su rostro, vuelto hacia la cámara, me permitió identificar de inmediato a Julie Violaine, la profesora. El aprendiz de actor se acercó a ella, sacó de una bolsa a los pies de la cama cuerdas, una mordaza, pinzas cocodrilo y una venda para los ojos, y empezó su meticuloso trabajo.
El ingeniero pasó la mayor parte de la película a cámara rápida, pero, según la indicación temporal en la parte inferior del programa, la escena de atadura había durado una hora larga. La siguiente, durante la cual se había filmado torturándola y masturbándose, discurría en un lapso de tiempo equivalente. Bloomberg apretó el STOP.
—Lo mismo en el segundo vídeo, salvo que cortó las escenas en que se le veía en la pantalla, haciendo que la peli fuese totalmente anónima. ¡Ese Manchini era un pervertido de narices!
Mariposas negras revoloteaban dentro de mi cabeza. ¿A qué venía el festival de la decadencia? Una imagen me volvió a la mente: la del DVD en la tienda de Fripette. La carátula de Violación para cuatro, donde una chica, según la sinopsis, se hacía violar en condiciones reales. Una obra firmada por Torpinelli.
Le pregunté al ingeniero:
—¿Cree que esa clase de vídeos circula por internet? ¿Tipos violando a mujeres de verdad o, como en el caso de Manchini, una agresión al natural?
—Pues la verdad es que ya hemos dado con películas así y las almacenamos en CD Rom que conservamos en nuestros armarios, junto con CD de MP3 pirateados, direcciones de sitios ilegales y ficheros peligrosos que contaminan internet. ¿Conoce las snuff movies?
—He oído hablar de ellas… ¿vídeos de asesinatos filmados?
—Así es. Durante estos últimos años, el FBI ha requisado cintas en los ambientes sórdidos, como los mercados sadomasoquistas nocturnos, donde las grabaciones piratas circulan de mano en mano. El fenómeno también se ha propagado por África y por buena parte de los países occidentales. En esos vídeos aparecen hombres enmascarados que violan y luego matan a mujeres a cuchillazos. Las escenas de snuff son extremadamente cortas, se concentran únicamente en pocos minutos. Se cree que son actores que interpretan, e incluso si las escenas de violencia son totalmente reales, el asesinato no lo es. Con el desarrollo de la tecnología, el flujo vídeo se ha reorientado hacia internet. Hasta ahora, siempre se ha podido desmentir la veracidad de esas imágenes, aunque se perfeccionan las técnicas y hacen que los análisis sean más delicados. En cuanto a las violaciones, más de lo mismo: hay sitios piratas que proponen este tipo de fantasías, pero no a cualquier precio: hay gente que paga fortunas para ver ese tipo de porquerías.
—¿Y no cree que Manchini quería llegar a ese punto? ¿Difundir su vídeo por puro placer? ¿Por provocación? ¿Para satisfacer a otros chalados como él? Quizá se intercambiaban ese tipo de películas.
—Podría ser. Internet es una cantera de problemas y nos da mucha guerra; para los iniciados, es un lugar abierto a todo tipo de abusos, incluso los más difíciles de imaginar. ¿Sabe cuál es la última moda? La venta de bebés. Madres ávidas de dinero se dejan embarazar y encasquetan su hijo a parejas estériles a través de subastas. Todo de manera ilegal, por supuesto.
—Mmm… Eso sigue sin darnos el motivo del probable asesinato de Manchini. Bueno, retomémoslo desde el principio. Manchini agrede a esa profesora, filma toda la escena y se hace un pequeño montaje de vídeo. De una manera u otra, alguien se entera. O bien Manchini le ha enviado el vídeo de sus hazañas, o bien le ha hablado de su proyecto y cuando el asesino se da cuenta de que Manchini ha pasado efectivamente al acto, se asusta por un motivo que, por desgracia, seguimos desconociendo. Luego se las arregla para deshacerse de él, intenta hacer pasar el asesinato por un accidente, regresa a la habitación de Manchini en plena noche y borra el contenido de su ordenador.
—¿Esa persona podría ser el asesino que buscamos?
—No. Por una parte nuestro asesino habría formateado el disco duro y, por otra, creo que habría procedido de otra manera para eliminar a Manchini, con su método especialmente particular. –Me levanté de la silla—. Aún se me escapan puntos esenciales.
—¿Cuáles?
—¿Qué sombría relación hay tejida entre Manchini y el asesino? ¿Cómo ha podido imitar Manchini la técnica del asesino en lo referente a la manera de atar y amordazar a la víctima?
—¿Y si no hubiese ninguna relación?
—¡Tiene que haber una por narices!
—¿Por qué?
—Porque lo presiento.
Mi mirada se fijó en la pantalla perlada desplegada en la pared del fondo.
—¿Y si Manchini hubiese dado con una auténtica snuff movie? —reflexioné en voz alta.
—¿Cómo?
—¿La del asesino torturando y luego eliminando a sus víctimas? Cuando descubrí a Marival en el matadero, una cámara filmaba la escena. Según Elisabeth Williams, el asesino conserva así un recuerdo imperecedero de sus víctimas, para prolongar el acto de tortura y apoderarse para siempre de su conciencia. Pero ¿y si su objetivo se resumiese en realizar una snuff?
Bloomberg enrolló el cable del retroproyector antes de soltarme:
—Si ése es realmente el caso, entonces en este momento hay personas tranquilamente sentadas en su sillón, en Australia o en los confines de América, masturbándose ante la muerte de esas pobres mujeres.
Acababa de salir de las oficinas del SEFTI cuando Leclerc me convocó a su despacho. Pese a no conocer la razón oficial de nuestra reunión a solas, tenía sin embargo una idea clara de lo que iba a ocurrir.
—Siéntate, Shark. –Obedecí mientras él movía el bolígrafo entre los dedos, como una vieja costumbre de la que era incapaz de desprenderse. Continuó con toda la delicadeza del mundo—. Vas a tomarte quince días de vacaciones. Te vendrán muy bien. Esta vez has ido demasiado lejos: usurpas la jurisdicción de los gendarmes y rompes la cara de cuantos te caen entre las manos. El tipo de un bar sadomasoquista te ha puesto una denuncia. Parece que le has destrozado la cara.
—Ese desgraciado quer…
—¡Déjame acabar! Escucha, sé que el asesino tiene a tu mujer, he oído la grabación. Lo… lo siento mucho. No puedes continuar así, esa historia te afecta demasiado.
—Pero…
—El comisario general Lallain se hará cargo del caso mientras se aclara este embrollo monumental. Ahora mismo no tienes las ideas muy claras, y eso podría ser perjudicial para todo el equipo. Puedes hacer gilipolleces. ¡Así que lárgate, vuelve a Lille con tu familia!
—¡No me aparte del caso!
Su boli salió disparado a través de la sala.
—¡Hago lo mejor para todos nosotros! Estamos estancados, y a veces incluso me da la impresión de que retrocedemos. Tienes que entregarme tu placa y tu arma.
—Es demasiado tarde —le espeté en tono desesperado—. ¡Ya no puedo volver atrás! ¿No entiende que es a mí a quien busca el asesino? ¿Cómo quiere que abandone? ¡No me aparte del caso! ¡Así no! Mi mujer me espera, encerrada en algún lugar… Yo… Soy yo… ¡Soy yo quien debe encontrarla! ¡Nadie… puede hacerlo en mi lugar! Yo… siento cosas… Es mi caso… ¡Se lo ruego!
Leclerc se hundió en su silla.
—No me lo pongas más difícil de lo que ya es. Tu arma y tu placa.
Dejé la Glock encima de la mesa.
—Tu placa —añadió.
—Está en mi casa; me la he olvidado.
Salí sin decir nada más, muy poco orgulloso de aquello en lo que me había convertido. Me habían robado una parte de mí mismo, un poco como a una madre a quien le arrancasen un recién nacido de los brazos en el maravilloso momento del nacimiento.