Ahora necesitaba respuestas. Y rápido. En la central, me precipité en el despacho de Delhaie, el inspector a quien había pedido que analizara la lista de los alumnos de la profesora agredida. Era evidente que él tampoco había pegado ojo en toda la noche. En respuesta a mi petición, Rémi Foulon, el jefe de la OCDIP, le había dado libre acceso al fichero de los abonados telefónicos.
—Comisario, acabo de terminar hace tan sólo media hora. Cuatrocientos setenta alumnos, cuatrocientas setenta búsquedas en el fichero.
—¿Y qué has obtenido?
—De los cuatrocientos setenta alumnos, doscientos setenta y dos tienen conexión a internet clásica y ciento cinco conexión de banda ancha. Deberíamos haberlo pensado, ya que la escuela da clases de nuevas tecnologías.
—¡Maldita sea! Si solamente contamos a los chicos, ¿cuántos quedan?
—Sólo hay cincuenta y cuatro chicas en la ESMP. No las he discriminado, pero no debe eliminar a muchos. ¿No avanzamos demasiado, verdad?
—¿Has tenido en cuenta también la localización geográfica? ¿Quiénes son los que viven en el entorno de Violaine?
—No he dispuesto de suficiente tiempo.
—Pues entonces, ¡continúa! Hay que eliminar el mayor número posible, sino no conseguiremos nada. Después pásate por la piscina de Villeneuve-Saint-Georges, interroga al personal y mira si tienen lista de abonados almacenada en formato electrónico en algún lado. Y desgaja las informaciones. El agresor tiene que formar parte, por narices, del entorno cotidiano de Violaine. ¡Ah! Otra cosa: fotocopia el listado de los alumnos y dales copias a Jumont, Picard y Flament. Saca la lista de las bibliotecas situadas en el barrio de la escuela de electrónica y envía allí a los inspectores. Que comprueben si esos estudiantes disponen de una tarjeta de abono y, por si acaso, que investiguen sus lecturas. Como dice Williams, el agresor tiene que haber encontrado obligatoriamente la inspiración en algún lado. ¿Me has entendido?
—Vale, comisario. Pero para ese tipo de trabajo, sería mejor disponer de la lista informática más que de la lista en papel. Tengo un software de comparación de ficheros; como las bibliotecas están equipadas informáticamente, sería casi instantáneo hacer la comparación y saber quién ha cogido qué.
—Perfecto, voy a hacer una llamada a la escuela para que te envíen el fichero por correo electrónico.
—Oiga, ¿no puedo volver a casa a cambiarme? No huelo precisamente a rosas.
—Primero haz cuanto te he pedido y luego serás libre de volver a tu casa.
El gerente de la agencia de alquiler estaba atiborrándose de patatas fritas en el momento en que llegué. Disimuló de forma torpe el paquete bajo la mesa, como un niño. Puse mi placa ante él, entre sus manos grasientas.
—Tengo que hacerle unas preguntitas. Alguien ha alquilado aquí un coche con matrícula 2186AYG92. Me gustaría que me dijese quién ha sido.
—Un momentito. –Clic de ratón, ruido del disco duro, resultado—. Un tal Jean Moulin.
—Cómo no. ¿Pide el documento de identidad cuando alquila un coche?
—¡Por supuesto! ¡El permiso de conducir! Es lo mínimo para llevar un coche, ¿no? Siempre hago una fotocopia.
—Enséñemela.
Hurgó en una canastilla.
—El cliente quiso recuperar su fotocopia cuando me devolvió el vehículo. Estoy acostumbrado a este tipo de peticiones, así que, por prudencia, siempre hago dos fotocopias. Me gusta guardar un registro de mis clientes. Siempre puede resultar útil…
Me alargó la fotocopia en color y luego picoteó con la punta de los dedos las migas de patatas fritas sembradas en su jersey.
—¿Cuándo le ha devuelto el coche?
—Esta mañana.
—Espere, voy a hacer una llamada.
Tras haber colgado, tiré la fotocopia encima de la mesa.
—¡Le ha mostrado un carné de conducir falso!
—¿Cómo dice?
—El número de doce cifras, indicado en la parte inferior del carné, no existe en el fichero.
—¡Mierda!
—Así es…
—El permiso quizá sea falso, pero la foto seguro que es la suya, y reciente además. Es lo único que miro cuando me enseñan un carné, y tengo buena vista.
—Sí, tiene una vista de narices. ¿Cómo le pagó?
—En efectivo.
—Claro. ¿Puedo ver el coche?
—Va a ser difícil; un cliente acaba de alquilármelo hace tan sólo una hora. Devolución del vehículo a finales de la semana.
Las fuerzas de la mala suerte se habían aliado contra mí. Un día sin sol, como suele decirse, aunque no del todo: tenía la foto, mi arma en la funda y sabía a quién tenía que visitar.
Los arrebatos de rabia me hacían avanzar por intuición, dejando en un segundo plano la reflexión. Si Suzanne aún se aferraba a la vida, tenía las horas contadas y por tanto me veía obligado a actuar rápido, incluso corriendo el riesgo de que se derramara sangre.
Cuando la ventana corredera del Pleasure Pain chirrió, metí el brazo por el marco, agarré la nuca de Rostro de Cuero con una mano y le pegué con la otra el cañón de mi Glock en la aleta derecha de la nariz. Sin máscara, tenía delante de mí la mirada llena de sorpresa de un hombre normal y corriente.
—¡Como te pases de listo, cara de simio, te vuelo los sesos! ¡Así que abre y no muevas la cabeza!
Obedeció y, en cuanto quitó el cerrojo, di una fortísima patada a la puerta, cuyo batiente fue a estrellarse primero contra su nariz y luego contra su frente.
La Gata, que estaba colocando botellas detrás de la barra, levantó las manos.
—¿Qué quieres de nosotros, tío? Ya está cerrado, ¿sabes? —maulló.
—¡Cierra el pico!
Agarré a Rostro de Cuero del cuello del jersey y le pegué la mejilla contra la barra.
—¿Quién envió a esos tipos?
—¡Que te jodan!
Le levanté la cabeza por el pelo y se la estampé contra el zinc dos veces seguidas. La ceja se abrió como una fruta demasiado madura.
—¿Tengo que repetírtelo?
La Gata intentó romperme una botella sobre el cráneo, pero antes de que bajase el brazo hice explotar el litro de ginebra de un balazo. Se estremeció cuando apunté el cañón contra su frente. Tiré la fotocopia del permiso de conducir sobre la barra ante la mirada extraviada y ahora francamente menos astuta de Rostro de Cuero.
—Te doy diez segundos para que me digas quién es. Luego, ¡me cargo a tu puta!
—¡No lo harás! ¡No lo harás!
El golpe de culata le rompió dos dientes.
—¡Me cago en la puta, estás loco! —chilló la chica.
—¡Cinco segundos!
—¡Déjalo en paz! ¡Deja a mi chico, gilipollas!
—Tres segundos…
—¡Está bien! —cedió ella con tono rabioso.
—¡Cierra el pico! ¡Te aseguro que no se atreverá! —vociferó el gordo escupiendo gotas de sangre.
—No sé el nombre de ese tío, pero sé que viene aquí casi todas las noches. Así que ahora te largas, ¿vale? —cloqueó ella.
—¿A qué hora?
—¡Y yo qué sé, joder! ¡Aparece hacia las once!
Apreté con más fuerza el cuello de Rostro de Cuero, que respiraba como un toro. Mantuve la llave de inmovilización y dije:
—Háblame de BDSM4Y.
Su tez color leche agria se volvió blanco cadáver. Lo esposé y empujé su cuerpo grasiento a un rincón. En el movimiento de caída, se golpeó la cabeza contra una pared.
—¡Hijo de puta! —soltó.
—¡Habla! —espeté a miss Látex.
—No conozco…
Me dirigí hacia Rostro de Cuero.
—¿Jugamos otra partida?
—¡Es la verdad! ¡Nadie les conoce! ¡No existen!
—¡Pues los tíos que agredieron a mi colega eran muy reales!
—¡No tenemos nada que ver con eso! —farfulló—. No queremos follones. Esos tarados, cuanto menos se habla de ellos, mejor.
—No te miente —añadió la Gata—. No hay que jugar con ellos. Son poderosos, están en ninguna parte y en todas a la vez. No sabemos absolutamente nada. Éste es nuestro negocio. ¡Así que no nos metas en follones!
—¡Despelótate, y tú, también! —ordené acompañando mis palabras con rápidos movimientos de Glock.
—¿Y cómo lo hago con las esposas, capullo?
Le quité las trabas. Obedecieron, y aun pareció que sentían placer al hacerlo. La Gata tuvo muchas dificultades para desprenderse de su segunda piel. Peor que una serpiente que muda. Los dos cuerpos desnudos presentaban tatuajes, pero ni rastro de BDSM4Y.
—¡Está bien, volved a vestiros!
Me dirigí a Rostro de Cuero.
—Dime, ¿fuiste tú quien nos persiguió la otra noche, a Fripette y a mí?
—Así es. ¡Pero no había que ponerse así! Sólo era para asustarte. No nos gustan los intrusos aquí, y menos los que hurgan.
—Devuélveme mi documentación.
—¿Qué documentación?
Blandí la culata y él gritó, poniéndose las manos delante de la cara:
—¡Te lo prometo! ¡No tengo tu documentación! –Se aovilló en el suelo—. ¡No tengo tu documentación, joder!
—Está bien, levántate.
Me pareció sincero. Después de todo, estos dos tan sólo eran comerciantes del sexo. Por pura curiosidad les planteé la pregunta:
—¿Por qué hacéis esto? ¿Este bar? ¿Esas backrooms sórdidas?
La chica puso una toalla húmeda en la ceja del que parecía ser su pareja.
—¡Pues por la pasta, tío! ¡No te puedes imaginar el pastón que nos sacamos con todos esos tarados! Nosotros seguimos el juego, eso es todo, pero es únicamente un tema de pasta. Ellos se lo pasan teta cuando vienen aquí, como lo que son, amos y esclavos. ¿Qué problema hay?
—Puede que venga a dar una vueltecita esta noche. Sobre todo, no quiero enredos. Espero que nuestro amigo común esté aquí, porque si no, ¡creo que me voy a poner nervioso de verdad!
—Tendrás que solventar tus asuntos fuera —replicó la mujer—. Aquí no entras, no queremos follones. Así que escóndete en la calle, haz lo que quieras, pero ya no entras aquí. Vale, nosotros cerramos la boca. El tío vendrá está noche. Tienes la foto, te lanzas encima de él antes de que entre, pero ¡no nos montes ningún pollo! ¿De acuerdo?
—Me parece bien. No me pongáis trabas; de lo contrario volveré, y podría ser muy doloroso… —dije, y me largué cerrando de un portazo.
Aproveché la hora de la comida para engullir un sándwich, instalado en la vieja butaca de cuero que estaba en un rincón de mi despacho. La había comprado en un mercadillo y su estado de vetustez había provocado la ira de Suzanne, que se había negado a que instalase un destrozaculos en el salón. Así que había acabado aquí, a mi lado, en este edificio tan viejo como el siglo pasado. Mi mente se disponía a navegar por los mares del sueño cuando entró Crombez, apoyándose en unas muletas.
—¿Ya vas acostumbrándote? —le pregunté señalando las muletas con un movimiento de la cabeza.
—No me queda otra. Cada vez que me muevo, ¡tengo pinta de un tío que está muriéndose de ganas de mear pero que no puede! –Me dirigió una fugaz sonrisa—. Vengo a ponerme al día.
—Siéntate en mi silla.
—Si me siento ahí, nunca podré volver a levantarme —observó con acierto—. Parece una trampa de cuero para ratones. Estoy bien, me quedo de pie. Parece usted estar mucho peor que yo. Sus ojeras me recuerdan a las alforjas de la bicicleta de mi madre.
Se apoyó contra mi escritorio.
—Por lo que se refiere a Compiégne se quemó todo; no queda más que un montón de cenizas. Sólo se han encontrado los huesos carbonizados de su vecina, y no hay nada que pueda analizarse. Lo único que se salvó fue el sótano, con todos aquellos bichos disecados. En cambio, ¡el SEFTI por fin tiene una pista!
—¡Cuenta!
—Las webcams estaban conectadas a una línea de teléfono. A partir de ahí, han llegado hasta el proveedor de acceso de Marival, donde tenía colgada su página. A través de la línea telefónica, las imágenes de las webcams aparecían en internet.
—¿Has podido visitar el sitio?
—¡Pues claro! Es una página personal comp…
—¡Enséñamelo! —exclamé, interrumpiéndole y dirigiéndome hacia mi ordenador portátil.
Tecleó «http://10.56.52.14/private».
Una página apareció en la pantalla, con enlaces, recuadros de texto y pequeñas animaciones.
—Cada enlace representa una de las habitaciones de su casa —prosiguió Crombez—. Por supuesto ya no funciona, puesto que se cortó la corriente; en consecuencia, el flujo de imágenes de su domicilio al proveedor de acceso ha sido interrumpido. El sitio también dispone de un foro, un chat donde los internautas pueden dialogar en directo y diversas páginas personales donde Marival exponía sus ideas y colgaba mensajes.
Yo clicaba en los sitios que me indicaba.
—Marival no era bulímica —continuó—, como sugirió Dead Alive, pero se alimentaba muy mal. Sólo alimentos grasos o azucarados, y eso hacía que engordara de forma regular. Aquí hay una foto de ella hace menos de un año.
Me cogió el ratón de las manos y clicó sobre un icono. Apareció otra ventana y los ojos se me abrieron de par en par.
—¡Virgen santa! Pero si debía de pesar cerca de…
—Noventa y tres kilos exactamente; lo puso en el texto debajo de la foto. Cuesta compararla con el esqueleto encontrado en el matadero, que apenas pesaba más que un saco de patatas. ¿Se imagina la energía que desplegó el asesino para mantenerla con vida más de cincuenta días? ¿Para adelgazarla hasta este punto, limpiándola regularmente, hidratándola lo mínimo necesario?
—Sin olvidar que eso no le impidió ocuparse de Prieur…
—El último fichero colgado en el servidor web está fechado exactamente hace cincuenta y cuatro días, fecha probable del secuestro. –Cerró la ventana, tecleó otra dirección en el navegador principal y un usuario y una contraseña. Prosiguió—: Y aquí tiene su buzón.
—¡Pareces saber tanto del tema como Sibersky! ¿Es que ya no estoy en la onda o qué?
—Mi hermano siempre ha sido un apasionado de la informática. Cuando vivíamos en casa de nuestros padres, de más jóvenes, me enseñó unas cuantas cosas. Digamos que no se me da mal y estoy suscrito a unas cuantas revistas. Ya está; todos los mensajes que no borró están aquí. He leído un buen montón, y adivine quién destaca en su libreta de direcciones.
—¿Prieur?
—¡Exacto! «martine.prieur@octogone.com».
—¿De qué hablaban?
—¿Usted que cree?
—¿De sadomasoquismo?
—Ha dado en el blanco. Torturas sexuales, bondage, fetichismo, en definitiva, toda la panoplia de la perfecta dominadora. Por lo que he podido leer, ambas mantenían relaciones puramente virtuales con numerosas parejas. La era moderna de internet…
Dirigió la flechita del ratón hacia la carpeta «Personal» y luego «Contactos». Apareció una lista interminable de seudónimos.
—Y aquí toda la gente maravillosa con quien hablaba. Relaciones puramente fantasmagóricas. Con sus webcams, aparentemente volvía locos a esos tipos; debían de masturbarse en masa delante de sus ordenadores cada vez que se despelotaba, a pesar de su peso. Las palabras que se intercambiaban eran obscenas. También habla muchísimo de las torturas infligidas a los animales que encontramos en el sótano. Dio usted en el clavo, comisario…
—¿En qué sentido?
—Marival no era una santa.
Moví el cursor, que se transformaba en una manita cada vez que pasaba por encima de un mensaje.
—¿Crees que el asesino podría estar entre esos tipos?
—Es posible. En todo caso, este sitio ha debido de servirle de gran ayuda para preparar el golpe. ¿Cómo conocer mejor las costumbres de una mujer que observándola noche y día a través de una cámara?
El asesino atrapaba a sus víctimas utilizando la red. Conocía los secretos de sus vidas, sus relaciones, sus horarios.
¿Quizás había mantenido relaciones puramente virtuales con Gad, Prieur y Marival? Había obtenido de ellas confesiones, confesiones íntimas, y luego las había castigado porque vivían en pecado, en la decadencia, en un mundo mancillado por la mirada del otro.
El Hombre sin Rostro no soportaba el vicio, así que lo aplicaba él mismo para sancionar a su prójimo, como un justiciero. Las torturaba, las mataba y luego borraba los datos de sus ordenadores para eliminar el rastro.
Me aparté del hierro candente de mis pensamientos y dije a Crombez:
—Vas a tener que estudiar esos mensajes como con un microscopio. Voy a intentar leer yo también cuantos pueda, pero antes he de resolver unos asuntos. Mete a dos o tres personas a ello.
—Estupendo. Pero el SEFTI ya está a tope de trabajo. Tienen que recuperar el disco duro del servidor para analizar todos los datos que contiene.
—Vale, por fin progresamos. ¿Se han recogido marcas en el lugar donde estaba emboscado el coche?
—Sí. Han hecho un molde de las huellas y las han llevado al laboratorio. Dibujo y anchura de los neumáticos, clásicos. Ningún rastro de pintura en los alrededores. De hecho, sí había una pequeña carretera que llevaba directamente a la casa, pero llegamos por el otro lado, el malo. Lo siento por sus zapatos…
—Da igual. ¿Has interrogado a los padres o los allegados de Marival?
Crombez movió su brazo adormecido e hizo círculos con la cabeza para distender los músculos del cuello.
—No tenía mucha familia. Su madre se desentendió de ella al nacer y su padre se largó, así que fueron los abuelos quienes tomaron el relevo. Pero los viejos no la veían mucho. Marival era una mujer muy reservada y solitaria. De pequeña se quedaba a menudo encerrada en su habitación disecando insectos, ha explicado su abuelo. Siempre había querido estudiar Medicina.
—¿Y por qué no terminó los estudios?
—Por las notas. Era incapaz de aprender. Aguantó tres años porque obtenía buenos resultados en las prácticas, seguramente con la ayuda de Prieur. Cuando ésta se largó, sus notas se volvieron catastróficas, así que su abuelo se acogió a la prejubilación para dejarle su puesto en ese lugar maldito.
La historia, ahora, se fundía en un molde lógico. Elisabeth tenía razón. Gracias a internet, el asesino encontraba a las que propagaban el dolor y les infligía la misma suerte, bajo los auspicios de Dios. También pensé en Julie Violaine, la profesora, que en medio de este berenjenal parecía un pelo en la sopa. ¿Qué papel podía desempeñar en el caso? Una chica formalita que ni siquiera disponía de una conexión a internet, tan lejos de Prieur o Gad…
Mi móvil vibró. Descolgué.
—¿Piensas en mí, amigo mío? —oí, y me precipité detrás de la mesa, cogí un dictáfono del cajón e inmediatamente lo puse en marcha, mientras Crombez se acercaba a mí, aguzando el oído.
Le hice señas de que se largase y cerré la puerta.
—¿Qué le has hecho a mi mujer?
—Veo que has comprendido mi mensaje en el parking. Eres muy perspicaz… —dijo una voz de viejo al ralentí.
—¡Dime si aún sigue viva!
—¡Soy yo el que da las órdenes, hijo de puta! ¡No me digas lo que tengo que hacer!
—Dime sólo…
Colgó.
—¡Mierda!
Me entraron ganas de estrellar el móvil contra la pared, pero me contuve en el último momento. ¿Había echado a perder la oportunidad de que me volviese a llamar? Me puse a desgastar el parqué con idas y venidas silenciosas durante las cuales, estaba convencido de ello, mi tensión nerviosa hubiese hecho explotar cualquier aparato para medir la presión.
Tenía que adoptar un enfoque distinto. El asesino deseaba hablar, pero únicamente de lo que había decidido. Había que darle esa impresión de dominio que deseaba sentir. Cada palabra, cada frase, su manera de comunicarse, su tono, incluso a través del falsificador de voz, constituían pistas importantes. El tiempo pasó… un siglo… antes de que el timbre me volviese a machacar el tímpano.
—¡Siéntete afortunado porque haya vuelto a llamarte! Otro comentario como ése y sólo volverás a oír hablar de mí a través de los cadáveres. ¿Entendido?
—Lo he entendido.
—Una vez más, nuestros destinos se han cruzado, aunque con una ligera ventaja para mí. ¿Cómo es que siempre llegas tan tarde?
—No… no lo sé. Algún día de éstos acabaremos finalmente por conocernos…
—¡Pero si yo ya te conozco! ¿O es que has olvidado el matadero?
—No, por supuesto que no… Tan sólo quiero verte frente a mí, en carne y hueso. Descubrir tu verdadero rostro, descubrir quién eres realmente, descubrir quién se oculta tras esos actos espantosos.
Sonidos de pato ronco.
—¿Espantosos? ¿Es a mí a quien tratas de verdugo? ¿Quién eres para atreverte a decirme esto, a mí? ¿Quién te crees que eres?
—Soy el que te acecha, el que va a atormentarte por las noches hasta el fin de los días. ¡No te soltaré nunca!
—No sé quién atormenta las noches del otro, pero debo confesarte que no he pensado mucho en ti últimamente. Estaba un poco ocupado, no sé si sabes a qué me refiero.
—No. No lo sé. Explícamelo.
—¡Deja de hacerte el listillo! ¿Qué has pensado del golpe de la vieja negra? ¿Estuve bien, verdad que sí?
—He entendido por qué esa mujer te daba tanto miedo. Pero esta vez, has sido tú quien ha llegado demasiado tarde.
Instantes de silencio. Franjas de dudas. Cambio de voz, aún más grave. Un ladrillo que se hunde.
—¿Por qué? ¡Dime por qué!
—Le has seccionado el cerebro porque no entendías el origen de su conocimiento. ¿Qué esperabas descubrir dentro de su cráneo? ¿Una explicación?
—¡Soy yo quien pregunta! ¿Qué sabes que ignoro?
—Muchas cosas. Háblame de mi mujer y te diré lo que quieres oír.
Silencio. Y luego.
—Es un farol —babeó la voz—. ¿Crees en Dios?
—No del todo. No se puede decir que Dios me sea de gran ayuda.
—¿Y en el Diablo? ¡Dime si crees en el Diablo!
—No más que en Dios.
—Pues deberías. Por cierto, ¿quieres que te hable de tu mujer? ¿De la puta de tu mujer? Si te sirve de consuelo está viva, pero creo que si te contase lo que le hago, preferirías que estuviese muerta…
Fui incapaz de discernir si sentía pena o alivio. Lo sabía, siempre había sabido que Suzanne seguía con vida, pero la noticia que me dio me causó el mismo efecto que un puñal clavado desde hacía tiempo en la carne que mueven para agrandar la herida. La voz prosiguió, una octava más baja.
—De repente te noto muy silencioso. ¿Ya no quieres saber qué pasa con tu mujer?
—No… No estoy seguro.
—Pues voy a contártelo igualmente. La violo todos los días. Al principio era un poco reticente, pero ahora todo va mejor, mucho mejor. No te puedes imaginar lo complacientes que llegan a ser las personas a la mínima que les infliges daño…
—¡Maldito hijo de perra! ¡Te mataré!
Risa larga, muy larga.
—¡Pero si la muerte no representa nada! ¿Crees que mi muerte devolvería la vida a todas aquellas que han pasado por mis manos? ¿Has podido imaginarte por un segundo lo que han padecido esas mujeres? ¿Y crees que mi muerte podrá enmendar todo eso? ¡Eres impotente, todos lo sois! ¡No puedes hacer nada contra mí, absolutamente nada! ¡Y ahora voy a ir a tirarme a tu puta! Después, ya pensaré qué hago. Quizás acabe deshaciéndome de ella… Me ocupa demasiado tiempo. Pero no te preocupes, antes de que muera, la perdonaré.
Fin de la conversación. Me desplomé en la vieja butaca, rebobiné el dictáfono y volví a escuchar la cinta, una y otra vez. Suzanne viva… superviviente… Me esforcé en pensar en otra cosa, en no imaginarme los terribles suplicios que le infligía a diario. «La violo todos los días…». Después acudieron a mi mente esos olores de agua estancada, esas imágenes verdes de ciénagas, emborronadas por el zumbido de los mosquitos. «La puta de tu mujer…». Tenía la impresión de que la cabeza se me hinchaba desde el interior, de que el cerebro presionaba los huesos del cráneo hasta hacerlo explotar. Me impregnaba de cada una de las frases que había pronunciado. «Creo que si te contase lo que le hago, preferirías que estuviese muerta…».
Saqué la Glock de su funda, la giré contra mí una primera vez para sentir el efecto del cañón en la sien, y luego la dirigí hacia el suelo. Volví a hacerlo, esta vez con el dedo sobre el gatillo y sin seguro. Me disponía a apretar. ¿Qué necesitaba? ¿Un impulso nervioso, una orden del cerebro? Acechaba la orden, y sentí que se bloqueaba en algún lugar en mi interior, sin definir precisamente dónde. ¿En la parte baja del pecho, en la garganta, en el corazón? ¿Dónde? Vi mi dedo moverse, de forma débil, pero faltaba el impulso necesario. Lentamente dejé el arma en el suelo, a mis pies, y me puse a esperar el instante en que mi cuerpo entero se predispondría contra mí, hasta que hiciese el gesto fatal. Pero ese instante no se produjo y la vida se ofreció de nuevo a mí, victoriosa, espantosa al mirarla…
Me odiaba, odiaba al mundo.
Minutos más tarde, Leclerc apareció en mi despacho y me arrancó el dictáfono de las manos.
Lo vi presentarse en la calle Greneta, a las 22.35. El tipo del carné de conducir falso, el que me había seguido mientras a Sibersky le daban una paliza. Llevaba una mochila, un jersey de cuello alto y un pantalón de franela con zapatos de charol. Los haces luminosos de las farolas recortaban las facciones de su rostro en papeles arrugados, pero lo reconocí por su corte de pelo o, más bien dicho, por la ausencia de corte, ya que se había recogido la larga cabellera hacia atrás con una goma, como en la foto del permiso de conducir.
En ese momento, nada ni nadie hubiese podido impedir que le cayera encima, le diera un golpe de culata en la parte trasera del cráneo y lo metiera en el maletero de mi coche. Así que lo hice, y luego arranqué a toda prisa, con los neumáticos chirriando, y me lo llevé al parking subterráneo de mi edificio. Lo saqué del maletero estirando de su cola de caballo y, cuando gritó de dolor, le asesté un puñetazo en la nariz. Lo proyecté contra la pared y el encuentro entre la columna vertebral y el hormigón lo dejó tieso en el suelo. La luz de la linterna iluminó la sangre que le caía de la nariz y venía a morir sobre los labios.
—Pero… qué… ¿Quién es usted?
—¿Por qué me seguiste ayer?
Se limpió la abundante cara sangrienta con la manga del jersey.
—Está… Está chalado… Yo… no le conozco…
Le solté un revés con la mano cuyo eco recordó la explosión de un petardo.
—¡Basta! Se… lo advierto: soy… abogado… Se… va a meter en un buen lío…
—¿Eres abogado? ¿Eres abogado, hijo de puta?
Le apretaba el cañón de la Glock contra la sien mientras le comprimía la garganta hasta impedirle respirar. Un estertor insulso le salió de la boca.
—¡Habla! ¡O te vuelo los sesos! ¡Habla! ¡Habla!
—Yo… yo no sé nada… ¡Es la verdad! ¡Basta, se lo ruego! ¡Tan sólo me pidieron que le siguiese!
—¿Quién?
Reía ahogadamente. La sangre no dejaba de fluir. Un río.
—¡No tengo ni idea! ¡Se lo juro! ¡Son ellos quienes se ponen en contacto conmigo cada vez! ¡Nunca los he visto!
—¿Quiénes son ellos? ¡Suéltalo!
—Los amos del grupo… Los que ordenan, los que organizan.
—¡Estoy esperando!
—Yo sólo soy un iniciado. Me han aceptado en su sociedad porque frecuento desde hace varios años los ambientes sadomasoquistas.
—Sientes una debilidad peculiar por el dolor, ¿verdad, hijo de perra?
La intensidad del haz luminoso le obligó a girar la cabeza.
—Sí, pero no hay nada malo en ello. Las mujeres consienten… Todos lo hacemos.
—¿Y matar animales? Torturar prostitutas o vagabundos y darles pasta para que cierren la boca, ¿a eso cómo lo llamas?
—No… No sé de qué me habla…
Cuando se percató de la rabia con que esgrimía el brazo, soltó prenda.
—Sólo asistí una vez a ese tipo de reunión, hace un mes. Ocurrió en una casa de colonias cerrada en pleno bosque de Olhain, en el norte de Francia, a doscientos kilómetros de aquí. Habían… habían traído a un vagabundo, un pobre desgraciado, un deshecho que habían recogido en alguna parte, dispuesto a todo para ganar pasta… Nos habían citado en el bosque, en plena noche… Casi… casi no nos conocíamos entre nosotros… Siempre llevamos una máscara, sólo algunos toman la palabra… Yo… ¡sólo asistí…! Se lo suplico… Deje que me marche…
—¿Qué le hicisteis? –Se puso a gemir—. ¡Contesta!
—Lo sedaron para calmarlo y luego lo cincharon a una mesa. Le administraron un anestésico local en la garganta, para impedirle gritar o emitir sonidos. Luego empezaron a cortarle la carne. Tiene… tiene que haber médicos, cirujanos, enfermeros en el grupo, sino no sería posible… Disponían de todo el material, los medicamentos para evitar que sangrase… Cada vez que cortaban, lo cosían justo después, en carne viva. El… el vagabundo gritaba, pero ningún sonido salía de la boca.
—¡Y te corriste, maldito degenerado! ¡Venga, cuéntamelo! ¡Te la pelaste mientras torturaban a ese tío!
—No… No…
Le asesté una patada en el tórax. Se le cortó la respiración mucho tiempo —una misa de Pascuas— y acabó poniéndose azul de una manera inquietante. Lo levanté del suelo y le asesté unas palmadas en la espalda. El torso se hinchó de repente, como si, de golpe, hubiese aspirado la atmósfera entera. Escupió como si fuese a arrancarse trozos de laringe antes de recuperar un color oportuno.
—Está… está… usted… chalado… —dijo, medio ahogado.
—¿Por qué? ¿Por qué lo haces? ¡Necesito entenderlo! ¡Explícamelo!
—Me… me va a volver a pegar si le digo la verdad…
—Si mientes, será peor… Sé sincero y ya veré qué hago.
Abría las manos sobre el pecho como si acabase de correr los cien metros y quisiese recuperarse.
—¿Quiere saber la verdad? El ser humano… necesita zonas de sombra… para desarrollar su vida interior… Es así… Todas las sociedades, sea cual sea la época, han generado entre sus filas cofradías, órdenes, asociaciones… Todos… —jadeó—… nosotros buscamos el Diablo… Todos sentimos… una atracción por lo misterioso, lo sobrenatural… mucho más allá de las razones… o de la materia. ¿Cree que podría satisfacerme… sólo con mi toga de pobre abogado de pacotilla? ¿Del trabajo a casa y de casa al trabajo? No, no, por supuesto que no. Vivimos en un mundo de falsas apariencias, todo es pura ilusión… Sí, tomo mi parte infligiendo dolor a mis semejantes. Sí, sólo me siento vivo cuando estoy en el seno de la cofradía. Sí, me gusta el vicio, el mal, cuanto puede herir, extrañar al común de los mortales… Y nada ni nadie podrá alterar el orden de las cosas.
Perdí las fuerzas que me animaban, que mantenían mi sed de venganza, mi rabia, mis ganas de salvar lo que podía ser salvado. ¿Cuántos eran, ocultos tras las apariencias de hombres de la calle, preconizando el mal, alentando la decadencia?
—¿Cómo se ponen en contacto contigo?
—Recibo en mi buzón electrónico direcciones de páginas web a las que me conecto con un nombre de usuario y una contraseña que me facilitan. Ahí me dicen lo que tengo que hacer, y cuándo. Establecen las citas, lo dirigen todo, están fuera del alcance. Cuando hay veladas, siempre nos reunimos en comité limitado, unas quince personas como máximo. Me ordenaron por correo electrónico que le siguiese, le vigilase: eso es todo. Les enviaba las informaciones por internet, a un buzón que cambia de dirección casi a diario. Mi papel en lo que le concierne a usted acababa aquí. Tenía que seguirle, tan sólo eso…
—¿Y los dos tipos que han agredido a mi compañero?
Los ojos se le abrieron de par en par.
—¡Nadie ha pegado a su colega!
—¡No me tomes el pelo!
—Se… se lo juro. ¡No estaba al corriente!
Me incliné hacia él y le cogí por el cuello del jersey.
—¡Ahora escúchame, abogado de tres al cuarto! Te voy a dejar volver a tu casa, tranquilamente. Si te veo otra vez pululando por aquí, te mato. –Le registré el bolsillo trasero del pantalón y le quité el carné de identidad—. Tengo tu dirección. Si intentan ponerse en contacto contigo, te conviene avisarme; creo que sabes dónde vivo. Si dentro de diez días no tengo noticias tuyas, vendré a hacerte una pequeña visita que te aseguro que no olvidarás. Sigue haciendo lo que te ordenen, pero mantenme informado. Si te echas un farol conmigo, si intentas engañarme, estás muerto. Ya he perdido demasiado en esta historia y me da igual un cadáver más o menos. ¿Has entendido bien el mensaje o tengo que repetirlo?
—No; se lo explicaré todo, todo… Todo lo que quiera.
—Lárgate.
Desapareció más deprisa que una estrella fugaz. Intuí que a partir del día siguiente habría que asignarle un equipo de vigilancia.
Volví a subir con paso de penitente hasta mi apartamento. Delante de la puerta cerrada de Doudou Camelia, el olor de los akras de bacalao se había extinguido y sentí, por primera vez, una inmensa ola de vacío y soledad estrellarse sobre mi alma.
Cogí una botella de whisky, un Chivas de quince años, de la parte trasera de la pequeña barra de mimbre; y me tragué un primer vaso bien cargado sin apreciar realmente el gusto antiguo de las tierras envejecidas. Repetí la operación varias veces, hasta que mis pensamientos alzaron el vuelo a mi alrededor, como gaviotas graznando en el viento.
Formas extrañas cobraban vida en mi cabeza, sombras imposibles de definir, siluetas deformadas, diabólicas, acurrucadas sobre ellas mismas en un rincón de mi mente. Intentaba pensar en cosas bonitas pero no lo conseguía, como si la propia belleza se hubiese vestido con el rostro de la muerte. Veía a esas chicas que provocaban el vicio al exhibirse en internet, recordaba la cinta de los Torpinelli en la tienda de Fripette, Violación para cuatro, y esas listas infinitas de sitios pedófilos escupidas por las impresoras de Serpetti. Sabía que el Mal se desplegaba sobre el mundo en una gigantesca marea negra.
Poupette la Caprichosa se negó a hacer su paseo nocturno. Aquella noche más que nunca necesitaba su consuelo, su dulce canto jovial, la alquimia secreta de su perfume. Por mucho que me ensañé con la palanca, los ejes ni se inmutaron.
Nuevos tragos de alcohol, más generosos. No, aquella noche rechazaba la soledad. Llamé a Elisabeth, me encontré con el contestador y luego llamé a casa de Thomas. Otro contestador. Seguramente estaba con su amiga Yennia.
Acabé por dormirme, ebrio, lejos, muy lejos de lo que había sido un día, un comisario de policía respetable que amaba su oficio.