La policía había sitiado mi edificio y, en concreto, el apartamento de Doudou Camelia. En la plaza exterior, en medio del pequeño parque florecido entre las altas fincas, algunos mirones se congregaban curiosos y opresores, preguntándose, quienes la conocían, qué le había podido ocurrir a la vieja negra, esa señora que nunca se metía en líos. Los periodistas de la cadena local se habían mezclado con la multitud, colocando el micro cerca de los listillos que siempre parecen saber lo que ignoran.
El comisario de división Leclerc, apoyado contra la puerta de mi apartamento, golpeaba el suelo con el talón. Inspectores de paisano iban y venían del pasillo al ascensor.
—Shark, ¿me invitas a un café?
—Sí, si me deja entrar.
Me miró de arriba abajo. Tenía razones para hacerlo. Zapatos destrozados, pantalón forrado de barro, chaqueta marcada por briznas de hierba y corteza, sin olvidar el olor de fuego que llevaba conmigo y que habría dado envidia a un jamón ahumado.
—¿Qué han descubierto? —pregunté.
—Es el cerrajero el que ha abierto, porque la puerta estaba cerrada con llave. Ningún rastro de lucha en el interior, no hay objetos fuera de lugar ni huellas sospechosas. Hemos encontrado las huellas de dos personas diferentes.
—Nunca recibía visitas. No tiene familia aquí, en Francia. Las huellas deben de ser las mías. ¿Cuál es la hipótesis de su desaparición?
—El tendero de la esquina cierra a las ocho; a menudo iba a charlar un rato con él, hasta las ocho y cuarto. Seguramente en el momento en que regresaba a su casa el asesino cayó sobre ella. Uno de los vecinos afirma que ayer, alrededor de las ocho, alguien llamó a su interfono. ¿Y sabes qué? El tipo dio tu nombre: «Soy el señor Sharko. Me he olvidado la llave de la puerta de entrada. ¿Me puede abrir, por favor?».
—¡Vaya mierda!
—¡Ni que lo digas! El tipo seguramente se escondió detrás del hueco de la escalera, en la sombra. Cuando entró, ¡zas! Luego la arrastró hasta la puerta del garaje subterráneo y la metió en su coche, seguramente en el maletero. Dado lo que pesaba, no debió de ser fácil, pero lo consiguió.
—¿Y la cámara de vigilancia pudo filmar algo?
—Está rota.
—¿Co… cómo?
—Sí. Estaba colgando del cable.
Seis meses después, creí estar viviendo de nuevo la noche de la desaparición de mi mujer. La cámara destruida, el secuestro en el parking, la huida sin testigos. Un guión engrasado a la perfección, sin fallos.
¿Pura coincidencia? ¿Dos hombres diferentes habrían compartido el mismo método? Abrí la puerta de mi apartamento y subí al ascensor.
—Pero, Sharko, qué…
—¡Ahora vuelvo, comisario! Tan sólo he de comprobar una cosa en el sótano. Una intuición. Entre y prepare el café.
Las puertas correderas se cerraron y mi corazón empezó a acelerarse como si me hubiesen encerrado en una atracción infernal. El indicador electrónico se desplazaba lentamente de un botón a otro, hasta detenerse en el nivel -1. La puerta del ascensor se abrió y franqueé otra puerta, para finalmente ir a parar al silencio sepulcral de aquel maldito sótano, cementerio de coches y de chapas muertas.
Bajo la luz lechosa de las lámparas del techo me dirigí hacia la plaza vacía número 39. Avanzaba con pesadez, como maquinalmente, guiado por mi inconsciente, por impulsos que ya no dominaba.
Y lo descubrí. De repente, los ojos se me llenaron de lágrimas y un estertor de agonía se me escapó del pecho e inundó la bóveda de hormigón hasta que, por un juego de ecos, volvió a percutir en mis propios tímpanos. Caí al suelo, arrodillado, como Crombez al descubrir el cuerpo torturado de Doudou Camelia, y empecé a llorar; lloraba sin cesar, hasta romperme la voz. Había un pequeño clip amarillo de pelo tirado contra la pared, en el lugar preciso donde, la primera vez, había descubierto el de Suzanne.
Había vuelto. Había vuelto a por mi vecina tras haberse ocupado de mi mujer seis meses antes. El Hombre sin Rostro… ¡el Hombre sin Rostro era quien mantenía presa a Suzanne!
Sublevado por un acceso de furia, me levanté y golpee con todas mis fuerzas un pilar de hormigón, hasta destrozarme el puño y romperme los dedos. La sangre brotó de la piel arrancada de las falanges, pero seguí golpeando una y otra vez hasta que el dolor, que se había vuelto demasiado fuerte, me obligo a parar.
Unos pasos perturbaron el silencio detrás de mí, como chasquidos ralentizados de castañuelas. Alguien venía en mi dirección pero no me moví, encorvado contra el pilar. Observé mi puño ensangrentado y mis dedos hinchados, sin reflexionar, sin pensar, como si hubiese perdido toda noción de tiempo y espacio.
Una mano se apoyó en mi hombro, tierna y frágil, una mano de mujer.
Creí alucinar, debía de estar alucinando, porque me pareció aspirar el perfume de Suzanne. La presencia se tornó cada vez más insistente y, esta vez, me convencí de su realidad. Por fin me atreví a levantar la mirada.
—¿Comisario?
—Señorita Williams…
Volví a mirar al suelo, al flujo púrpura que manaba de mis falanges.
—¿Es realmente él? ¿Es él quien ha secuestrado a su mujer? —preguntó con una voz que parecía quemada por cal viva.
Alcé los ojos enrojecidos, llenos de lágrimas, hacia ella.
—¿Cómo lo sabe?
—Doudou Camelia siempre lo ha sabido. –Se agachó a mi lado—. Esta noche ha ocurrido algo extraño, inexplicable. –Me tendió un pañuelo de papel—. He tenido un sueño que aún persiste de tal modo que tengo la impresión de que ocurre ahora mismo delante de mis ojos. Usted y su mujer formaban parte del sueño.
Yo también recordaba mi pesadilla con una precisión sorprendente. El caimán, Suzanne mutilada en la otra orilla del Maroni…
—¿Por qué me cuenta eso?
—Me hallaba en una Zodiac, en el Maroni, en Guayana. Nunca he estado en ese país y, sin embargo, hablaba sin dificultad el criollo. Al despertarme, escribí las frases que había pronunciado y fui a comprobarlo a la biblioteca. ¡Es totalmente prodigioso! ¡Esas palabras, esas expresiones que empleaba, existen de verdad!
Sacudí la cabeza, totalmente desorientado. Lo irracional se inmiscuía como una culebra en mi universo cartesiano. Creía en ello, creía realmente en ello, y la sombra que en mi sueño movía los brazos en mi dirección desde la Zodiac era ella, ¡Elisabeth Williams!
—¡Elisabeth! ¡Creo que hemos compartido la misma pesadilla, pero con dos visiones diferentes!
—En el mío, usted estaba en la ribera.
—¡A su derecha cuando remontaba la corriente! ¡Mi mujer estaba enfrente! ¡Y fue a camuflarse a su lado! ¿Por qué? ¿Por qué no la socorrió? ¿Qué intentó decirme? ¡Maldita sea! Pero ¿qué está ocurriendo?
—Le gritaba que se alejase, quería evitarle que afrontara la agonía de su mujer. Sabía que iba a llegar para acabar con ella y ni usted ni yo podíamos hacer nada.
—¡Usted podía intervenir!
—¡Ya lo intenté! Cuando llegué a la orilla, oí al asesino abrirse camino con un machete en la jungla. ¡Mis visiones se hacían realidad! ¡Venía a llevar a cabo su obra funesta! No… no tuve el valor de enfrentarme a él, así que me escondí cerca.
—¡Lo vio de cerca! ¡Dígame a qué se parece!
Su mirada huidiza se posó sobre un tubo de ventilación que recorría el parking subterráneo.
—No tengo ni idea. Imposible definirlo. Es muy extraño, pero no recuerdo su rostro.
—Sencillamente, porque no tenía rostro.
Su boca se distendió, como si ese punto oscuro de repente se iluminase.
—¡Tiene razón! ¡De hecho, le recuerdo perfectamente, pero, como dice, no tenía rostro! –Me miró—. Le murmuró cosas antes de empujarla al río.
—¿Qué?
—Dijo que la perdonaba… La perdonaba por cuanto había hecho.
Mi mano hinchada prácticamente había doblado su volumen. La sangre se secaba en costra sobre los dedos entumecidos, agujas de dolor se alzaban en mi interior hasta hacerme morder la lengua.
—¿Cree… cree que la ha matado?
—No sé qué decirle, Franck. Esta noche se ha producido un acontecimiento fuera de lo común, un fenómeno inexplicable, en una dimensión distinta a la de nuestra conversación. Creo que su vecina ha hecho comulgar nuestras almas. Antes de morir, tuvo que desprender un poder psíquico brutal para alcanzarnos, hacernos saber que él la tenía. Y si el hombre carecía de rostro, es porque nunca pudo identificarlo con precisión…
Entonces mis palabras me sorprendieron a mí mismo, por cómo desafiaban al entendimiento; fuera de contexto, me habrían tomado por el rey de los locos.
—¿Y si el Hombre sin Rostro poseyese los mismos poderes que ella, pero para hacer el mal? ¿Y si, efectivamente, existiese una relación con Dios, con el Diablo, con fuerzas que nos sobrepasan, que van más allá de lo que podamos imaginar?
—Las muertes y las mutilaciones son totalmente reales; esas atrocidades deben anclarnos en la realidad. Si salimos de ese marco y nos basamos en historias de fuerzas maléficas, entonces todo estará escrito de antemano. Y nunca lograremos atraparle.
—Estoy de acuerdo con usted. Pero nada podrá disuadirme de que lo irracional ocupa un lugar preponderante en este asunto. Nuestro sueño común, la manera como adivinó los dones de Doudou Camelia y también esa invisibilidad, la ausencia de pistas…
—No se olvide de que la profesora, la que quizá fue también víctima de él, ¡sigue viva!
—¿Por qué la habría dejado con vida si realmente fuese él?
—El comportamiento de este tipo de individuos es muy difícil de precisar, pero a veces los asesinos perdonan la vida a sus víctimas simplemente porque ésas han conseguido despertar en ellos la sensibilidad, es decir, mostrar que eran humanas y no objetos.
Una nueva oleada de lágrimas me asaltó.
—Y este clip que he encontrado aquí… igual que el de hace seis meses… Siempre pensé que Suzanne me había dejado voluntariamente esa pista. ¿Y si fuese él? ¿Y si lo hubiese previsto ya todo, como si hubiese podido leer en la carta de nuestros destinos? ¿Cómo podía saber que descubriría una primera vez el clip, y otra vez hoy? Es inverosímil. ¡Atrévase a decirme que todo esto es racional! ¡Atrévase a decirme que todo esto es fruto de la casualidad!
—No, Franck, por supuesto que no. No… no lo entiendo más que usted. ¿Qué quiere que le conteste?
Me alcé del suelo ayudándome sólo con la mano a salvo de mi rabia.
—No tengo ni idea.
Por una vez, sólo necesitaba que me reconfortasen.
Me tiró del brazo con sumo cuidado.
—Menuda escabechina se ha hecho —dijo soplando sobre mis dedos—. Hay que curarlo. ¿Tiene antisépticos y vendas en su piso?
—Da igual. ¡Debo encontrar a esa escoria, cueste lo que cueste! ¡Y lo mataré, lo aniquilaré con mis propias manos!
Me cogió por la manga cuando ya me precipitaba rápidamente hacia el ascensor.
—¡Cálmese, Franck! ¡No tiene que perder los estribos! ¡Eso es lo que pretende el asesino! Quiere desencadenar su rabia. Sabe que usted es vulnerable si sus sentimientos dominan su lógica y su capacidad de reflexionar. Curemos con calma esa mano, comamos algo y, luego, ya veremos. Deje a sus inspectores, tenientes, todos esos policías y gendarmes hacer su trabajo.
—Póngase en mi lugar, Elisabeth… ¡Póngase un solo segundo en mi lugar!
—Lo sé, Franck, lo sé.
Sonó mi móvil. Descolgué y Sibersky me anunció el nacimiento de su hijo, el pequeño Charlie, de dos kilos y ochocientos gramos. Hice un esfuerzo sobrehumano para dejar traslucir una pizca de alegría en mi voz.
—¡Necesito que me hagas un resumen, Shark! —espetó el comisario de división Leclerc en un tono que haría crecer rosas sobre mármol—. ¡Ya casi no se te ve en la central y los cadáveres te acompañan ahí donde vas, como si tuvieses el trasero untado de mostaza! Ya no estás en la unidad de lucha contra las bandas, ¡me cago en Dios! En cuanto a usted, señora Williams, sus informes son… sorprendentes, de una precisión increíble. Demasiado precisos, quizá. Demasiado… cómo decirlo… escolares. Me pregunto si no van a conducirnos hacia pistas falsas.
El comisario de división no se había sentado a la mesa con nosotros. Permanecía de pie con los brazos cruzados, tan nervioso como un pescado en una sartén llena de aceite.
Elisabeth fue la primera en tomar la palabra.
—Mi profesión aún se conoce muy mal, ¿sabe? Los crimínologos existen en Estados Unidos desde hace cerca de medio siglo, mientras que en Francia es un trabajo que sólo cuenta con unos años. No estoy aquí para traerles al asesino en bandeja, sino para acompañarles en sus diligencias, orientar a sus hombres. Mi oficio no es una ciencia exacta. Puede ocurrir, en efecto, como lo demuestran algunos importantes casos, que uno se equivoque. El asesino no entra dentro de un molde preestablecido. No todos tienen madres sobreprotectoras o padres alcohólicos. Sin embargo, determinados rasgos evidentes, determinadas características del asesino destacan en las escenas de los crímenes, en los trayectos escogidos, en las pistas abandonadas de forma voluntaria. La esencia de mi trabajo consiste en escoger esos datos y extraer las relaciones para establecer un perfil psicológico, una manera de comportarse. Eso es todo. Son ustedes libres de seguir o no mis recomendaciones.
Apretó una venda alrededor de mi mano tan fuerte que me arrancó un gemido de dolor. Las flechas plantadas por Leclerc en su amor propio se materializaban en la brutalidad repentina de sus gestos.
—He tomado buena nota —dijo Leclerc—. ¡Tu turno, Shark!
Tenía la impresión de que mi mano, hinchada de sangre, se disponía a estallar bajo el vendaje.
—¿Ha leído mis informes, verdad? —le solté.
—Así es. ¡Pero a veces tengo la sensación de planear a diez mil metros! ¡Explícame otra vez qué pinta tu vecina en la historia y por qué la has encontrado donde buscabas a una amiga de facultad de Prieur!
—Empecemos de nuevo. Doudou Camelia me guió hacia la chica del matadero. Hablaba constantemente de que oía perros que aullaban. Al investigar el robo del material en el laboratorio HLS, la historia de los perros me condujo hasta el matadero, donde encontré a Jasmine Marival. El asesino me sorprendió allí, pero me dejó con vida. Más adelante, me llamó para anunciarme que iba a ocuparse de aquellos o aquellas que, por cualquier medio, me ayudaran en la investigación. Y consiguió dar con mi vecina. Cómo, soy totalmente incapaz de revelárselo por ahora. Y la asesinó… —Interrumpí un instante el hervidero de mis pensamientos antes de continuar—. La señorita Williams me señaló luego una pista interesante al descubrir que el asesino actuaba como castigador sobre seres que habían pecado en el pasado. En el caso de Prieur, hemos subrayado un cambio importante en su vida, antes y después de haber abandonado los estudios de Medicina. Fui a investigar a la facultad. El profesor de Anatomía me confesó que, en calidad de responsable de las disecciones, la chica se dedicaba a mutilar los cadáveres, conchabada con el empleado encargado de las incineraciones. Su juego macabro fue descubierto y, de hecho, le pidieron que se despidiese, plácidamente, sin provocar escándalos. –Mojé los labios en el café, aspiré el aroma—. Pensé que Prieur quizás hubiera compartido su secreto con alguien cercano, con alguien en quien pudiese confiar. Como con su compañera de habitación, por ejemplo, Jasmine Marival. Tres años de vida en común crean vínculos, por fuerza. Eso es lo que me llevó al corazón del bosque de Compiégne.
—¿Y por qué la tomó con esa chica? ¿Qué pecado ha podido cometer para actuar con tal rabia?
—Filmaba su día a día y escenas de torturas a animales con webcams. Es posible que el asesino le haya seguido la pista a través de la red. Quizás escoge a sus víctimas observándolas mediante cámaras o entrando en foros donde esas mujeres confían sus propensiones mórbidas. Voy a coordinar una acción con el SEFTI, para que intenten remontarse hasta la dirección del sitio web donde se difundían las imágenes de Marival.
Leclerc iba y venía con los brazos cruzados, como si estuviese preso en una camisa de fuerza.
—¿A qué ha llevado la pista de los círculos sadomasoquistas?
—Por ahora a un fracaso. Se trata de un medio muy cerrado, donde es difícil infiltrarse. Es evidente que el asesino encuentra ahí su inspiración, pero la investigación va a resultar delicada. Las lenguas no se soltarán fácilmente, y más cuando deben de sospechar que queremos infiltrarnos… Puede ser muy, muy arriesgado.
—Necesitamos orejas; organizaré una reunión con el jefe de la Brigada de Delitos Sexuales. Vamos a intentar meter topos. Sus inspectores están acostumbrados a ese tipo de incursiones. Debemos centrar nuestras energías en ese… grupo BDSM4Y, ya que crees que el meollo del problema proviene de ahí.
—Que los hombres sean extremadamente prudentes.
—Exponme tu plan de acción.
—Esta mañana iré a interrogar a la profesora agredida. Sigo escéptico, pero tal vez se las haya tenido que ver con el asesino.
—Sé muy discreto. No tienes ningún derecho a meterte en esa investigación por ahora. Los gendarmes son quienes llevan ese caso, así que nada de jugarretas, ¿vale? Si la lías, puede que mi jefe no lo aprecie, ¡y yo tampoco! Señorita Williams, intente ver, en función de lo que cuente esa profesora, si el perfil de la víctima se corresponde con lo que busca nuestro asesino. ¡Joder! ¡Sólo faltaría que fuese otra persona y que se multipliquen como la escoria! ¡Ya tenemos a más de un centenar de policías en el ajo, distribuidos por todo París! ¡Y ni una pista, tan sólo suposiciones! ¿Adónde vamos a llegar? ¿Adónde vamos a llegar?
Desapareció en una ola de furia cerrando de un portazo.
—No estoy segura de que lo hayamos tranquilizado —observó Elisabeth mientras se ponía la chaqueta—. ¿Por qué no le ha mencionado a su mujer?
—Creo que pensaría que nos falta un tornillo si le hubiésemos contado nuestro sueño común.
—¿Es ése el único motivo?
—No. Habría sido capaz de retirarme del caso. Es a mí a quien el Hombre sin Rostro ha declarado la guerra. Desde el principio, desde hace más de seis meses, se ensaña en destrozarme la vida. ¡No sé qué quiere de mí, pero lo que sí sé es que nunca lo soltaré! ¡Nunca! Llegaré hasta el final, uno de los dos se quedará por el camino. Ya está todo trazado, absolutamente todo. Así es como acabará esta historia, estoy convencido. –Me dirigí hacia mi habitación—. Necesito estar solo un rato, Elisabeth. Luego pasaré a recogerla e iremos al hospital.
—Muy bien —replicó—. No haga tonterías, Franck.
Y como si aquel despliegue de desgracias no bastase, Serpetti me anunció, por correo electrónico, que había perdido el rastro de BDSM4Y. La investigación retrocedía de forma inversamente proporcional al número de cadáveres que se amontonaban como ropa sucia a mi alrededor.
Los peores presagios se hacían realidad y, sin embargo, en ese momento, yo solamente pensaba en reparar a Poupette. Su influencia crecía, se desplegaba en mi interior como un cáncer. Sentía una necesidad poderosa de ese olor en la habitación, esas oleadas agradables que me invadían cada vez que estaba en marcha, esas reminiscencias de mi mujer. ¿Me estaría sumiendo en la locura?
Sequé el aceite y el agua del suelo, y pasé un trapo por la locomotora. Aparentemente no había fugas. Ninguna pieza estropeada. Volví a llenar los depósitos antes de intentar ponerla en marcha. Poupette vibró y se lanzó en línea recta con un silbido de renacimiento. ¿Qué decir pues de esa avería en el momento en que Doudou Camelia agonizaba y de este desbordamiento de energía, hoy? ¿Racional, irracional?
El dulce olor que tanto esperaba se apoderó de la habitación, levantó mi alma en las volutas límpidas de la beatitud. De todas las drogas, la que difuminaba Poupette era sin duda alguna la más fulgurante.
La gran nave blanca del hospital Henri-Mondor se alzaba ante nosotros, cargada de enfermos, heridos, moribundos. Nos encaminamos al servicio de curas en el ala derecha, del lado de la maternidad, tras el edificio ultramoderno de cardiología. Delante de las puertas correderas de la entrada, enfermos con el rostro descompuesto fumaban, arropados en batas, con miradas cansadas, vidriosas y perdidas. Subimos al tercer piso, habitación 336. Odiaba los olores químicos que impregnaban el aire, esas salas ciegas pobladas de metal y medicamentos. Todo, allí, recordaba claramente la fragilidad de la vida, el poder de la muerte y la ínfima frontera que separa la una de la otra.
Julie Violaine descansaba destapada sobre la cama, el pecho moteado de pequeños apósitos. Tenía las pupilas dilatadas, que irrumpían en el blanco del ojo por pensamientos aún demasiado violentos. Colgado del techo, un televisor emitía un viejo Tex Avery en blanco y negro. Se volvió despacio en nuestra dirección, antes de sumirse de nuevo en los dibujos animados, que ni siquiera estaba mirando en realidad.
—¿Otra vez los gendarmes? —susurró—. Ya lo he contado todo, por lo menos tres veces seguidas. Estoy más que harta, muy cansada… ¿Pueden entenderlo? Salgan, por favor. No les diré nada.
—Solamente queremos hacerle unas pocas preguntas, señorita Violaine.
—Les he dicho que se vayan. ¡O llamo a una enfermera!
Elisabeth Williams se inclinó sobre la cama.
—¿No le importa si me coloco a su lado, en esa silla? Me gustaría que hablásemos tranquilamente, sólo las dos, entre mujeres. –Se volvió hacia mí—. ¿Puede salir, señor Sharko, por favor?
—Pero ¡Elisabeth! ¡Debo quedarme!
Me llevó del brazo hacia el exterior de la habitación. Le obedecí.
—Escúcheme, comisario. Déjeme un rato a solas con ella. Sé cómo proceder, confíe en mí. Esa chica necesita que alguien la reconforte, ¿lo entiende? Ha sufrido un trauma muy importante, y hay que actuar con suavidad. Vaya a tomarse un café o un chocolate mientras tanto.
—Intente sacarle toda la información que pueda. ¡Tenemos que hacer progresos!
—Vale. Pero no se confiará delante de un hombre, y aún menos de un comisario de policía. ¡Así que lárguese!
—Ella no sabe que soy comisario, ¡supone que somos gendarmes!
—¿Cree que es mejor? ¡Váyase!
—A sus órdenes, señora.
Volví a bajar al vestíbulo, metí una moneda en la máquina expendedora de bebidas y me encaminé con el chocolate caliente a la puerta del hospital, al aire fresco. Una mujer mayor con la espalda como un caparazón de tortuga, tocada con un tazón de cabello graso, me dedicó una sonrisa que desveló un cementerio de dientes comidos por el tabaco. Se arrastró hacia mí cojeando.
—¿Un cigarrillo? —dijo con voz carraspeante por la tos.
Escudriñé el paquete azulado y descantarillado de Gitanes. Las ganas me asediaron, tan imperiosas que el rechazo no era factible.
—Por qué no. Hace ocho años que lo he dejado, pero creo que hoy es un buen día para volver a empezar.
—Seguro que sí, hombre —dijo con un estertor.
A la primera bocanada, tuve la sensación de tragarme un cardo. Me quedé sin respiración unos diez segundos, pero pareció un milenio. Los siete colores del arco iris desfilaron por mi rostro, del violeta al rojo.
La mujer mayor me golpeó en la espalda con sus delgadas manos, cada vez más fuerte hasta que, finalmente, el reflejo de la respiración volvió por sí mismo. Un hilillo de saliva colgaba entre mi boca y el suelo.
—¡Vaya, hombre, ya creía que iba a tumbarte!
Prorrumpí en risa, una risa franca y agridulce que deshizo el nudo que tenía en el estómago.
—Señora, ¡se necesitará algo más que un cigarrillo para tumbarme!
—Pues a mí, es el cigarrillo lo que me tumbará. ¡Tengo cáncer de pulmón, un maldito cáncer de pulmón!
—¿Y sigue fumando?
—Hay que combatir la enfermedad de alguna manera, ¿no?
Me soltó una risa que terminó con una tos espantosa. Doblada en dos, escupió sobre el suelo lo que parecía un trozo de pulmón, pero más oscuro. Aplastó el pitillo en un arriate de flores antes de encender otro cigarrillo sin filtro. Asqueado, tiré mi colilla apenas consumida a una papelera y volví a entrar. Decidí subir a pie los tres pisos en vez de tomar el ascensor.
A medio camino, volví a bajar a toda prisa a recepción y pregunté si una tal señora Sibersky había sido ingresada en la maternidad. Me encaminaron hacia otra recepción, en el ala oeste, donde me informaron de que, efectivamente, había sido transferida de la unidad de curas hacia la maternidad dos días antes.
Llamé a la puerta y una voz cansada me invitó a entrar. Laurence Sibersky me gratificó con una amplia sonrisa de joven mamá muy satisfecha.
El minúsculo ser descansaba sobre su pecho, la cabeza inclinada sobre el corazón de su madre. Charlie dormía un sueño profundo, sosegado, y su boquita se movía a veces, como si quisiera mamar.
—Entre, Franck —me susurró—. Mis dos bebés duermen. –Dirigió la mirada hacia el rincón detrás de la puerta, donde el teniente Sibersky, acurrucado sobre una silla plegable, tenía la cabeza aplastada en la mano derecha. La pesadez del sueño le impedía despertarse a pesar del ruido de mis pasos.
—La próxima vez le traeré un regalo —murmuré—. Pronto debería recibirlo. A decir verdad, he pasado por casualidad; había venido a visitar a otra persona y la providencia ha querido que se hallase en el mismo hospital. ¿Cómo se encuentra? –Posé la mano encima de los deditos minúsculos, parecidos a finas agujas—. ¡Es precioso! Es un bebé muy guapo…
—Gracias, Franck. Estoy contenta de verle, después de tanto tiempo. David me habla a menudo de usted, ¿sabe?
—Para bien, espero.
—Le admira muchísimo. Trabaja duro para usted y pasa por el hospital deprisa y corriendo. Regresa tarde, tan tarde…
Sentí un deje de amargura en sus palabras, esa sal picante que quema los labios de todas las esposas de polis.
—David es muy buena persona. Un gran amigo también. Sé que no debe de resultar fácil, pero sepa que piensa constantemente en usted, incluso durante nuestras misiones, a veces delicadas.
—Ahora formamos una familia de verdad. Tiene que cuidarle, Franck. No quiero que una noche vengan a anunciarme que nunca más volveré a ver a mi marido si no es en un ataúd.
Acarició con el dorso de la mano las mejillas albaricoque del recién nacido, con ojos humedecidos. El silencio infernal de la habitación me incomodó; experimentaba la triste sensación de no tener mi sitio en un lugar donde, normalmente, se erigen los fuegos de la alegría. Me levanté despacito, casi de puntillas, y besando la mano de la joven mamá, susurré:
—Descanse mucho, Laurence. Seguro que van a necesitar toda su ternura…
—Pásese esta noche por casa. Le diré a David que le espere allí, así podrán hablar…
Desaparecí, espalda encorvada, hombros caídos, minado por la pena.
Me crucé de nuevo con enfermos en mal estado, rostros apagados, estremecidos por el dolor. Los efluvios medicamentosos y el sabor del cigarrillo aún agarrado a la lengua me subieron a la cabeza.
Me encerré en el cuarto de baño, impelido por las ganas de vomitar pero sin tener nada que regurgitar. El mundo daba vueltas; las paredes, a mi alrededor, se acercaban y luego se alejaban, como si aún estuviese bajo la influencia de la quetamina.
Los espectros de rostros apagados desfilaron delante de mis ojos: Prieur, Gad, Marival, Doudou Camelia. Y mi corazón se hinchó de dolor, mi alma de impotencia, mi cuerpo entero me respondió que nada me devolvería a los seres que habían pasado bajo el escalpelo del Hombre sin Rostro.
Y, sin cesar, como una canción infantil amarga, el canto del cisne me martilleaba los tímpanos, me devolvía ante los ojos la imagen borrosa de mi mujer encerrada en algún sitio, desnuda, los pies en el agua y el cuerpo cubierto de sanguijuelas. Creía que estaba viva, sabía que estaba muerta… o lo contrario. No lo entendía. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Nunca debería haber metido los pies en el hospital, en aquel lugar que me recordaba demasiado bien de qué estaba hecha la realidad, mi realidad. Volví a subir los peldaños, bordeé los pasillos repellados por la enfermedad, eché un vistazo por la ventana de la habitación de Julie Violaine y llamé a la puerta. Elisabeth Williams, con un movimiento de la cabeza, me animó a entrar.
La mujer con el pecho constelado de apósitos, con las pupilas aún dilatadas, había recuperado una expresión serena.
Elisabeth me resumió la situación.
—Julie y yo hemos hablado bastante. Me ha contado cuanto ocurrió esa noche, con todo lujo de detalles. Mañana regresaré aquí para charlar un poquito más con usted, Julie, ¿le parece bien?
—Por supuesto —murmuró la chica—. Su presencia me ha sido muy beneficiosa. Necesitaba hablar, pero no solamente de la agresión…
Las imágenes de una serie de televisión captaron su mirada y se abandonó al flujo tumultuoso de sus pensamientos. Salimos en silencio.
—Bueno, ¿qué, Elisabeth? ¡La espera ha sido espantosa!
—¿Me invita a un café?
—Sí. Pero no valen nada aquí, parecen agua chirle. He visto un pequeño bistró no muy lejos del hospital. Vamos allí; tengo ganas de cambiar de aires.
En el bar escogimos una mesa cerca del billar, al fondo.
—¿Jugamos una partida? —me preguntó señalando la superficie aterciopelada—. A los veintidós disputé algunos campeonatos de billar, el Magic Billiard Junior 8 Ball Tournament en Florida. He dado grandes palizas a los más machotes que hayan existido nunca. ¡Les cerré la boca de tal manera que se marcharon con la cola entre las piernas, perdone la expresión!
—La imagen es bastante exacta, no hay duda.
—No he vuelto a jugar desde hace unos treinta años, ¿se hace una idea?
—¡Vamos allá! Pero no soy ningún campeón. Me defiendo, eso es todo. –Agité mi mano vendada—. Y además, ¡sale con gran ventaja, no lo negará!
Metí una moneda en la rendija y dejé que Elisabeth colocase las bolas sobre la mesa. Rompió la formación y metió directamente dos bolas en las troneras, mientras me explicaba:
—A Julie Violaine la agredieron justo antes de entrar en su chalé; el agresor, emboscado en el exterior, la estaba esperando. Fue inmovilizada con firmeza y luego perdió el conocimiento cuando le metieron un pañuelo empapado bajo la nariz. Éter, según los análisis, como el que se encuentra en cualquier farmacia. Se despertó atada y amordazada en su cama, en el dormitorio. Por supuesto, le habían vendado los ojos.
Metió la bola número 7 en la tronera del medio.
—La acarició durante mucho rato y luego se puso a engancharle pinzas cocodrilo con los dientes muy afilados en la punta de los senos. Primero el derecho, luego el izquierdo. Gritó, pero la mordaza ahogaba sus gritos. Mientras sucedía aquello, perdió la noción del tiempo, pero por lo visto la tortura no duró mucho. Luego lo oyó masturbarse y después se escapó, sin pronunciar ni una palabra en ningún momento. –La bola número 4 tocó la 14 antes de fallar el agujero por poco—. ¡Vaya! Parece que he perdido un poco de práctica. ¡Le toca, Franck!
—¡Quince directo! —anuncié.
La bola chocó contra los bordes de la tronera antes de entrar.
—¡Buen golpe! —admitió Elisabeth—. En mi opinión, dada la conversación que he mantenido, no se trata del asesino. Oyó que el tipo efectuaba sin parar idas y venidas hasta la ventana de la habitación, sin duda para comprobar que nadie se acercaba a la casa. Lo notó nerviosísimo, más estresado que excitado, lo que va en contra de lo que hemos averiguado de nuestro hombre.
La 13 se me resistió y Elisabeth no desaprovechó la ocasión para echarla de la mesa. Acometió contra la 4, pegada a una llanda.
—Cuando un individuo se masturba, el deseo se pierde y el acto de matar, en ese caso, es difícil que se lleve a cabo.
—¿Cómo?
—¿Por qué la mayoría de los asesinos en serie violan a sus víctimas una vez muertas? Simplemente porque el poder de la fantasía es proporcional al deseo sexual. Lo que busca ese tipo de individuos es justamente mantener la fantasía el mayor tiempo posible, de manera que el placer de torturar a la víctima, humillarla y matarla no decaiga. En el caso de Julie Violaine, cuando el agresor se masturbó, no consideró necesario continuar, ni siquiera matar. Ya no tenía ganas, así que, simplemente, se marchó. El Hombre sin Rostro, como le conocemos, nunca habría actuado así.
Fue un momento hasta la mesa para beber un trago de Brazil. Apoyados en la barra, en la entrada, unos aficionados observaban la posición de nuestras bolas. Espolvoreó una capa de tiza azul en la punta del taco.
—Muy importante, la tiza —anunció—. Evita que el taco patine sobre la bola en el momento del impacto. Un poco como el talco que los gimnastas se ponen en las manos.
Dos bolas más se metieron en su madriguera, al acto.
—¿Tiene la menor idea de quién podría tratarse? —pregunté.
—Parece una chica muy honesta y formal. El campo de investigaciones es amplio, sobre todo si consideramos el vivero de estudiantes con que se codea cada día.
—¿Hay alguien con motivos para tener algo contra ella? ¿Se ha percatado de comportamientos extraños entre la gente que la rodea? ¿Se ha sentido observada?
—De lo que no cabe duda es de que el agresor sabía que estaba sola, dada la hora bastante tardía, las diez de la noche. Volvía de su sesión semanal de piscina. Así que conocía su horario. –Consideró brevemente la posición de las bolas—. Aparte de eso, no presintió nada sospechoso en su entorno.
Otra bola probó los bordes aterciopelados de una de las troneras.
—¡Va a machacarme! —constaté sonriendo.
—No se preocupe, ¡aquí no le conoce nadie! ¡Nadie irá a contar en la central que una mujer le ha dado una paliza!
Cinco jóvenes, dos chicas y tres chicos, vinieron a apoyarse contra la pared de los lavabos enfrente del billar. Uno de ellos, envarado en su cazadora de muñeco Michelín color neumático reventado, tiró su cigarrillo aún encendido a mis pies, sobre el embaldosado. Tras la barra, vi la mirada inquieta del patrón disimularse tras una botella de JB de dos litros, como si no hubiera visto nada.
Elisabeth falló el golpe. Una hortera se guaseó, la nariz aplastada en la cazadora de muñeco Michelín, su novio; una garduña de morro largo y cráneo precintado bajo una gorra que le escondía los ojos lastimosos.
Los otros dos chavales, unas varas de un buen metro ochenta, contoneaban los hombros y calentaban los dedos haciéndolos crujir. Se presagiaba tormenta.
—¿Es tuyo el buga de poli, tío? —vomitó una de las ratas—. ¿Y te atreves a apostarte aquí? Éste es nuestro territorio, tío. Lárgate.
—Le toca a usted tirar, Elisabeth. No haga ni caso.
La criminóloga rodeó la mesa de billar, pero una de las horteras le cortó el camino. Llevaba más maquillaje en la cara que mi abuelo carbón cuando salía de la mina.
—¡Disculpe, señorita! —se exasperó Elisabeth—. ¡Un poco de respeto, por favor! ¡Ya ve que estamos jugando!
Sin que me diese tiempo a reaccionar, aquel bote de maquillaje le soltó una bofetada fortísima. Elisabeth cayó de bruces sobre la mesa del billar.
Los tres tipos ya estaban apoderándose de los tacos de madera guardados en su sitio.
—Vámonos, Franck —suplicó Elisabeth, con la mejilla color cereza.
—¿Folla bien tu mujer, gilipollas? —me soltó una voz, la de la rata número dos, creo.
—Espéreme fuera; ahora voy.
—¡Franck, déjelo estar, se lo ruego!
—Sólo tardaré dos minutos.
El patrón del bar se precipitó en nuestra dirección, pero el espectáculo ya había comenzado. Encastré mi taco en el abdomen de rata número dos y, esquivando un ataque un poco lento, metí limpiamente el extremo más pesado del taco en el tórax de muñeco Michelín, justo debajo de la garganta; se le bloqueó la respiración y se tornó azul, para acabar desplomándose como una ciruela pasa. Bote de maquillaje pasó por encima del billar, tirándose sobre mí con un grito de hiena, mientras me hacía cargo de rata número tres, el más discreto. Se agarró a mi espalda como una sanguijuela, tirándome de la perilla y arañándome las mejillas con las pocas uñas que tenía. Grité y, mientras retrocedía, recibí un puñetazo en la sien. Tuve la impresión de que la oreja se me iba a caer. El tipo que había recibido la onda de choque en el abdomen empezaba a recuperarse. Esta vez, decidí acabar cuanto antes. Un golpe de antebrazo bien dado envió a la chica al suelo y otro de suela magistral aplacó definitivamente a muñeco Michelín. Una de las chicas que quedaban se dio a la fuga y su compañero dudó antes de desaparecer también, sin mirar atrás.
Elisabeth me recordó la doble cara del Jocker en Batman, la mitad del rostro roja, la otra blanca, las marcas de los dedos aún impresas en su piel.
Al abrir la puerta del coche policía inquirí con preocupación:
—¿Cómo se encuentra? No se han andado con chiquitas.
—Se me pasará. Debería haber sido más prudente. Y a usted, ¿no le duele demasiado la barba?
—No, estoy bien. Desde luego, esta perilla sólo me genera problemas. Hace dos años, quise escupir fuego para impresionar a mi sobrino en la noche de San Juan. De joven había aprendido esa habilidad, pero en aquella época era imberbe y sin duda alguna estaba mucho más capacitado para ese tipo de tonterías. En definitiva, aquella noche, me cayó alcohol de quemar sobre la perilla. No hace falta que le cuente lo que pasó…
Se inclinó hacia mí mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
—No conocía esta faceta suya, Shark, temerario y camorrista.
—¿Shark?
—Es así como le llaman sus colegas, ¿no? ¿El tiburón? ¿Diminutivo perfecto de Sharko?
—Mi escuela ha sido la calle. Y en la calle, al igual que en el océano, sólo gana el más fuerte. –Le di al contacto y los cristales vibraron bajo las miradas ametralladoras de los jóvenes reunidos en la parte inferior de un edificio. El ambiente estaba caldeándose; ya era hora de izar las velas. Una mirada en el retrovisor y proseguí—: No habíamos terminado nuestra conversación. Si está convencida de que no se trata de nuestro asesino, ¿cómo puede ser que utilice las mismas técnicas de atadura y tortura? A pesar de todo, no podemos achacar ese aspecto a la casualidad.
—No, por supuesto que no. Pero las técnicas de tortura difieren: más ligeras en este caso, sin efusión de sangre, aunque el dolor estaba muy presente. El agresor parece hallarse al corriente de los métodos de nuestro asesino. Es muy difícil saber cómo, a no ser que la prensa haya empezado a filtrar información de este caso. Nos interrumpieron antes de que le hablase de ello, pero de la conversación con Julie se desprende que el tipo se comporta como un frustrado sexual, que tiene miedo de afirmarse.
—¿Cómo?
—No ha habido ni violación, ni herida profunda ni asesinato. El agresor quiso satisfacer una fantasía sexual que podría haber satisfecho perfectamente en cualquier ambiente sadomasoquista, sobre los que también he investigado algo. Los adeptos al dolor también existen; ese tipo de torturas se lleva a la práctica con mujeres consintientes que sólo hallan el placer y llegan al orgasmo en el sufrimiento, justamente. Creo que el agresor se siente incapaz de afirmar sus inclinaciones sadomasoquistas. El miedo a ser reconocido, desenmascarado, señalado con el dedo quizá… Siga hurgando en la pista de las bibliotecas, los vendedores de cintas y revistas pornográficas. Por lo que me ha descrito, utilizó la técnica extremadamente compleja del Shibari para atarla, al igual que en Prieur. Por fuerza habrá tenido que instruirse en algún sitio, e internet no siempre es suficiente…
—De acuerdo, pondré a los chicos a trabajar en eso en cuanto sea posible. Hablando de internet, ¿Julie Violaine tiene conexión?
—No, ni siquiera un ordenador personal.
—¿Sale a menudo? ¿Bares, discotecas?
—No, según me ha dicho. Vivía en casa de su madre hasta hace poco. Tiene toda la pinta de ser una solterona.
Cruzamos el flujo incandescente de las retenciones en la nacional, tomamos la dirección de Villeneuve-Saint-Georges y llegamos al chalé de Julie Violaine.
Dos gendarmes de guardia, un jefe y un cabo, comían unos bocadillos delante de la fachada; por la radio se oía un sketch de Jean-Marie Bigard [3]. Uno de ellos, Atún Mayonesa, el jefe, nos cortó el paso. Una mancha de salsa decoraba el cuello de su camisa, lo que provocó un ataque de risa a Elisabeth sin que él entendiese el motivo. Le mostré mi placa, ante la que hizo una mueca.
—No se puede entrar, comisario. Y creo que es perfectamente consciente de ello. ¿Qué hace aquí?
Elisabeth volvió a partirse de risa y tuvo que alejarse al final del camino para tranquilizarse. Me mordí el interior de las mejillas para evitar sucumbir a mi vez. El jefe soltó su bocadillo en una papelera.
—¿Puede por lo menos contestarme algunas preguntas? —pregunté.
—¿Por qué razón lo haría?
—La suelta de guarras. [4]
La risa de Elisabeth se cortó de cuajo.
—¿Qué dice? —alucinó Atún Mayonesa.
—¡«La suelta de guarras»! Es el sketch de Bigard que prefiero. Me encanta cuando habla de los métodos de caza. ¡Una verdad patente! –Le guiñé el ojo.
Una sonrisa sustituyó la mueca hostil, y replicó:
—Es verdad que me parto de risa, ese… Venga, suelte las preguntas.
—¿Qué pistas han recogido?
—Un solo tipo de huellas en la habitación de la chica. Varias en la cocina. Hemos encontrado un trapo impregnado de éter en el suelo. El tipo quiso borrar sus pasos en el recibidor con una servilleta de mesa, encontrada en una papelera, cubierta de barro. Pero no nos ha costado identificar su número, especialmente gracias a las huellas de los zapatos que dejó en los peldaños exteriores. Un cuarenta y uno o cuarenta y dos.
—¿Huellas de neumáticos en el exterior?
—No, ninguna reciente. Con las fuertes lluvias de la víspera deberíamos haber descubierto marcas frescas en las proximidades, pero nada. Por lo visto, el tipo no vino en coche, o aparcó muy lejos.
—Sí, es probable. Ha debido de ver algunas series policíacas en la tele.
Atún Mayonesa lanzó una sonrisa estrellada de migas de pan. Las ganas de explotar de risa me quemaban cada vez unís y seguramente lo descifró en mis ojos.
—La profesora víctima del ataque da clases de química en la Escuela Superior de Microelectrónica de París. Vamos a orientar nuestras búsquedas hacia la institución. Esa mujer salía poco, si no era para hacer footing, ir a la piscina o visitar a su madre.
—¿Ha interrogado a los vecinos? ¿La gente que vive en el pueblo cercano?
—Apenas acabamos de empezar. Pero el aislamiento de la casa no facilita la investigación.
—¿Algo más?
—No.
—¿Quién está al mando de las operaciones?
—El capitán Foulquier, de la gendarmería de Valentón, a diez minutos de aquí.
—¿Cuántos hombres se han asignado al caso?
—Unos diez.
Cuando volvíamos hacia el coche, Elisabeth me propinó un codazo.
—¡No ha sido muy sutil, con eso de «la suelta de guarrús»! Creía que era usted más listo —me reprendió.
—Lo soy. Pero uno debe saber amoldarse al interlocutor. Oiga, voy a dejarla, tengo que pasar por la escuela donde da clases Violaine.
—¿Qué quiere hacer?
—Recuperar la lista de estudiantes y pedir a mis inspectores que investiguen quienes disponen de una conexión a internet o una conexión de banda ancha.