Capítulo 8

Delante de mí, el Maroni borbotea y las paredes de agua que rompen contra las rocas debilitadas por la fuerza viva de la corriente retumban al unísono. En la otra orilla, enfrente, la sangre mana de una mujer desnuda tumbada en el barro y se mezcla con la onda del río hasta teñirlo repentinamente de rojo. Dirige hacia mí una mirada devastada por la tristeza, estira las manos, blande los dedos implorantes en mi dirección como si quisiese atraerme hacia ella. El pecho que le han arrancado se anega a su lado en un pequeño charco que también se ha vuelto rojo. A lo largo de la pelvis, un corte separa cueros y carnes y deja ver la capa traslúcida del útero. Encima de mí, el cielo se oscurece, el aire se carga de una humedad cálida, las nubes se enredan en el viento de altitud; la tormenta tropical se dispone a estremecer la tierra.

Allá a lo lejos, una Zodiac desafía las aguas, con el motor aullando, y lucha contra la corriente en dirección a la orilla opuesta. A bordo, una silueta mueve los brazos, se desgañita gritando en criollo frases cuyo sentido se me escapa. La lancha acosta sus flancos de caucho cerca de la mujer y el piloto salta sobre la ribera, abandonando el bote a la voracidad del río, antes de marcharse violentamente a camuflarse entre la flora de los alrededores.

Desde donde estoy, dos ranuras amarillas rodeadas de negro surgidas de las entrañas del río surcan el agua, palpitan, sondean el terreno y presienten el calor humano. Con gran regularidad, el velo transparente del párpado se precipita sobre el ojo antes de desaparecer con la misma ferocidad. Aletas de la nariz amplias, volcanes, expulsan un torbellino de agua y se orientan hacia la chica, cuya sangre se derrama sin cesar. Las fauces se afilan, la mandíbula castañetea, las aletas de la nariz se abren e inhalan los efluvios dulzones de una comida excepcional. Ahí, en Guayana, me enseñaron a adivinar la talla de un caimán midiendo mentalmente la distancia que separa sus ojos y, así, en cálculo aproximado, éste debe de tener casi tres metros de ferocidad, de potencia, de crueldad absoluta. La chica grita, rueda hacia un lado en un esfuerzo vano. Los arcos de las costillas le atraviesan la piel cada vez que intenta moverse. Tengo que actuar y, a pesar de que la corriente puede arrastrarme, me precipito a los brazos del Maroni. El caimán, tenso como una flecha, se abalanza hacia ella y, con exquisita lentitud ante la impotencia de su presa, asciende por la ribera, una pata tras otra, con las fauces flamantes.

El agua choca contra mi torso en chorros de furia. La rabia loca de la corriente me desplaza río abajo, pero avanzo, agarrado a las rocas, a las ramas de mangles que flagelan el agua ensangrentada cada vez que el viento retuerce sus ramas. La mujer se rompe las cuerdas vocales, gime y, en las entonaciones centelleantes de la pena, adopta el timbre de voz de Suzanne. Su rostro asume ahora las facciones de mi mujer. Y grita, grita hasta perforarme los tímpanos. Unos disparos hacen que una nidada de tucanes alce el vuelo. El cráneo trapezoidal del caimán explota, el animal rueda hacia un lado, rueda cuesta abajo por la ribera y se deja engullir por el río como un tronco muerto. El lindero de la jungla escupe una forma, una silueta fornida envuelta en una capa negra con forro rojo. Lleva capucha, pero no hay cabeza, no hay rostro, tan sólo esa capucha apoyada sobre curvas que no existen. El Hombre sin Rostro se alza ante mí.

Se inclina sobre Suzanne y saca de una de las mangas un machete afilado. Estira el pecho por el pezón y lo corta por la base de un golpe limpio de hoja. Sólo unos metros me separan de ella, pero la corriente me empuja contra una roca en forma de cráneo, me aplasta tanto el pecho que casi me impide respirar. Si me muevo, las aguas tumultuosas se me llevarán hacia las cascadas aplastantes de poder. El hombre ríe a carcajadas en el momento en que trombas de agua empiezan a despojar los árboles de las hojas. Con el talón, tira a Suzanne por la pendiente. El cuerpo mutilado de mi mujer se desliza por el agua, revolviéndose en las fauces del río, y rueda aguas abajo entre las rocas contra las que se estrella. Suzanne se acerca, traga sorbos de barro y sangre, regurgita, se hunde hacia el fondo y emerge ante mí.

Extiendo los brazos, sus dedos me arañan la piel de las manos. Se agarra, el cuello hinchado de agua, pero el Maroni desencadena sus rápidos y me la arranca, arrastrándola hacia sus vapores antes de precipitarla al centro de las cataratas.

El hombre ríe burlonamente, delante. ¿Cómo consigue reírse, privado de rostro? ¿Por dónde escapan los sonidos? Su grito no deja de quemarme.

Dejo mi roca y permito a las corrientes desenfrenadas que me lleven de vuelta a los brazos de Suzanne…

El despertador llevaba sonando un cuarto de hora cuando emergí en medio de un lago de sudor, con los huesos restallando unos contra los otros bajo el efecto del miedo. Sentía una espantosa dificultad para entender que acababa de añadir, al grueso catálogo de mis pesadillas, la peor de todas.

Normalmente, incluso en pleno sueño, era capaz de oír volar una mosca, percibir la respiración de Suzanne bien pegada a mí cuando la estrechaba entre mis brazos. Era increíble: quince minutos de timbre estridente y no había oído nada. ¿El poder de la pesadilla me había atrapado hasta ese punto? Curiosamente recordaba cada detalle, como si la escena acabase de producirse en ese instante ante mis ojos. Aún sentía los efluvios nauseabundos del río, esa lluvia tibia, esas nubes negras en forma de animales. Veía el agua brotar de los ollares del caimán, tenía en los labios el gusto de la sangre de Suzanne. Todo… todo parecía ¡tan real!

Eché un vistazo a Poupette, ahogada en medio de una mezcla de agua y aceite. La noche también había sido dura para ella. Me sentí culpable y frustrado de verla en ese estado. De su metal sin vida se filtraba un áurea templada, un calor que me conmovía el corazón, que me acercaba a Suzanne sin que pudiese explicar por qué. Me prometí intentar arreglarla esa misma noche.

Mientras bebía el café, recorrí con la mirada la lista de los alumnos de la facultad de Medicina de 1994 a 1996.

Nombres que, como debería haber supuesto, no me llamaban en absoluto la atención.

Leí en diagonal el correo del ingeniero de Écully sobre las fotos desencriptadas y luego me dirigí al cuarto de baño. Había una montaña de ropa tirada. Camisas que aún no había tenido tiempo de planchar, lenguas de corbatas colgadas del borde de la bañera, pantalones arrugados, e incluso rotos. Lo llevé todo a un rincón de nuestra habitación y fregué el suelo del cuarto de baño antes de lavarme. Los nombres de estudiantes seguían desfilando ante mí, como una película sin final. Chicos, chicas, franceses o extranjeros, esparcidos por todo el país u otros lugares.

¿Cómo iba a dar con quienes pudieron haberse relacionado más estrechamente con Martine Prieur, hasta el punto de conocer su secreto macabro?

Ante un impulso súbito, medio desnudo, me precipité sobre el móvil.

Tras una larga espera en el secretariado, por fin transfirieron mi llamada al teléfono del profesor Lanoo. Notaba que me ardían las mejillas.

—¿Señor Clément Lanoo? ¡Soy el comisario Sharko!

—¿Señor Sharko? Ya le dije que…

—Va a ser muy breve, señor Lanoo. ¿Martine Prieur se quedó tres años en el internado de la facultad, verdad?

—Mmm… Sí, así es. ¿Y?

—Las habitaciones son para dos personas, ¿no?

—Sí, sobre todo por razones financieras.

—Dígame con quién vivió Prieur durante esos tres años.

—Espere un minuto, lo consulto en el ordenador…

La espera fue espantosa.

La voz de fuerte prestancia rompió el silencio.

—Aparece un único nombre: Jasmine Marival. Sí, esas dos chicas no se separaron durante tres años.

—¡Maldita sea! ¿No podría habérmelo dicho ayer?

—¿Cómo quería que pensase en eso? Me preguntó si conocía la vida privada de los alumnos, y le contesté que no. No veo que…

—¿Acabó sus estudios?

—Mmm… No. Siguió un año más tras la marcha de Prieur, pero luego lo dejó. Sus notas habían caído en picado.

—Gracias, profesor.

Llamé a la central y, diez minutos después, cuando ya me había vestido, el teniente Crombez se puso en contacto conmigo. Exclamó:

—¡Tenemos la dirección de Jasmine Marival, comisario! Es poco común. ¡La chica vive en un viejo caserón en pleno bosque de Compiègne!

—¿Y cuál es su profesión?

—Es agente rural.

—Era…

—¿Cómo dice?

—ERA agente rural. Porque es muy probable que esa chica y la del matadero sean la misma. ¿Dónde se ha metido el teniente Sibersky?

—Creo que en la maternidad. Ha avisado que llegaría más tarde a la oficina.

Bosque de Compiégne. Cerca de quince mil hectáreas erigidas hacia el cielo en arpones de robles, hayas y ojaranzos. Un pulmón natural surcado de venas de agua, agujereado de lagos, embellecido por los tonos ocre del otoño naciente… Tras atravesar el pueblo de Saïnt-Jean-aux-Bois seguimos por carreteras cada vez más estrechas, donde en algunos tramos el asfalto se convertía en tierra y la tierra en barro.

El teniente Crombez aparcó en un camino transversal al eje principal antes de poner el pie en el suelo. Un charco fangoso acogió uno de mis recién estrenados zapatos de cuero. En el silencio inmaculado del bosque, el clamor de mi furia pareció un desgarrón.

El teniente Crombez dio una vuelta sobre sí mismo, la vista hacia el cielo, como perdido lejos de sus catacumbas de hormigón y cristal.

—Me encanta el bosque, pero no hasta el punto de vivir aquí. Me pondría la piel de gallina vivir en este lugar, en medio de la nada.

—¿Estás seguro de que se encuentra por aquí?

—Según el mapa, la chabola está a cuatrocientos metros hacia el oeste.

—Seguramente te has saltado una carretera. Vamos a tener que atravesar este lodazal. Con la cantidad de agua que ha caído en estos últimos días, va a ser divertidísimo. Bueno, vamos allá.

Paredes de saúcos, viburnos y zarzas se alzaban ante nosotros, enmarcadas por troncos rugosos invadidos por el musgo y la hiedra. Algunas espinas, así como las ramas desnudas de los arbustos, se ensañaban en mis zapatos, lo que alegremente aumentó mi nerviosismo hasta el límite de lo soportable.

Las murallas prietas de cortezas y hojas acercaban el horizonte hasta la punta de nuestra nariz.

—¿Estás seguro de que no la has cagado? —maldije—. ¡Ahora es mi pantalón el que ha pasado a mejor vida! ¡Lo han devorado las zarzas! ¿Quieres acabar conmigo o qué?

—Deberíamos estar a punto de llegar…

—Sí, deberíamos.

El canto de un pardillo rasgó el limbo matinal, relevado en su impulso por otros que rodaron lejos por las cabelleras de los árboles.

Dimos, gracias a Dios, con una vía más ancha donde por fin apareció la frente encarnada del sol. La densidad arbórea se debilitó; a la izquierda, ligeramente más abajo, languidecían siete lagos dispersos en el desorden ordenado de la naturaleza, a merced de sus aguas durmientes.

—Ya está, ya llegamos. Los lagos Warin. El caserón seguramente se encuentra tras los arbustos, al fondo. ¡Vaya, vaya! ¡Este sitio es francamente siniestro! ¡Como si estuviésemos en el bosque de El proyecto de la bruja de Blair!

—¿Qué?

—Déjelo, es cosa de jóvenes.

—Conozco El proyecto de la bruja de Blair. No me tomes por un cernícalo.

A lo largo de las extensiones de agua se reflejaban las frondosidades de los olmos enraizados con la fuerza de la edad en la tierra. La fauna y la flora se desarrollaban en la armonía de las tierras olvidadas, lejos, muy lejos de la marea humana donde el teniente y yo sobrevivíamos.

El gran caserón, construido en 1668 para una comunidad de Celestinos, hendía la banda continua de árboles, con los techos puntiagudos elevados hacia el cielo, como si fuese a arañar la capa baja de las nubes, los tres pisos poderosamente anclados de piedra amarilla; las ventanas, más largas por un lado que por otro, conferían a la mansión una expresión de furia. Delante de la fachada se alzaba un tejo con las ramas arqueadas por el peso de las agujas húmedas, impregnadas del olor de épocas pasadas. El árbol parecía haber atravesado los tiempos ancestrales. No había visto El proyecto de la bruja de Blair, pero sí La morada del miedo suficientes veces para afirmar que esa chabola se le parecía como dos gotas de agua.

—¿Vivía ahí?

—Sólo en una parte de la casa. Según la Dirección de Desarrollo Forestal, el trabajo de Jasmine Marival consistía en habitar y mantener la casa para evitar cualquier tipo de vandalismo o que la ocuparan. ¡Extraña reconversión para una chica que ha estudiado Medicina, acostumbrada a la gran ciudad y a rodearse de la gente!

—Quizá le gustara lo lúgubre. ¿Cómo obtuvo el puesto?

—Sencillo. Sustituyó a su abuelo, que malgastó aquí su vida.

Los lagos, a nuestra izquierda, desprendían un olor de agua estancada, cuarteada en la superficie por el caos de los renacuajos.

—¿Cómo puede ser que desapareciese más de un mes sin que los de la Dirección de Desarrollo Forestal se diesen cuenta?

—Creo que ni siquiera se hubiesen percatado de la desaparición de la casa.

—Bueno, vamos allá. Mantente alerta, nunca se sabe…

Sobre el umbral gastado de piedras cuarteadas por las heladas invernales, nos pegamos a los cruceros, el arma pegada a la mejilla. La puerta estaba entreabierta, como la mandíbula de un cepo para lobos. Ninguna luz se filtraba por el marco de la puerta.

—Voy a entrar —murmuré—. Toma el espacio a la izquierda, yo cubro la derecha.

En el interior, la inmovilidad de las cosas muertas nos acometió. El arrullo agotado de una paloma me puso los pelos de punta. El pasillo estrangulado del recibidor nos condujo a un salón sumergido en las tinieblas, con frescos desconchados y muebles deformes.

Nos pegamos a las paredes, furtivas, mezcladas a los elementos como fluidos. Los rayos del sol rotos por las ramas de las hayas, ahogados por las ventanas mugrientas, apenas se filtraban, como si la residencia rechazase la incursión de la luz, el aliento de la vida. En el salón se percibía la fusión de colores mórbidos, negros matizados, grises ajados. Enfrente, las escaleras de caracol de piedra volaban hacia la oscuridad más densa de los pisos superiores.

—Vamos a registrar la planta baja, sígueme —susurré.

Recorrimos las habitaciones una por una, cuando una pequeña cámara conectada a un ordenador, en el cuarto de baño, llamó la atención de Crombez.

—¿Ha visto, comisario? ¡Una webcam orientada en dirección a la bañera!

Descubrimos más en la cocina, el salón, la rampa de la escalera.

—¡Esa mujer desvelaba su vida en internet! ¡Las veinticuatro horas del día! ¡El menor momento de intimidad retransmitido a miles de mirones! —comentó el teniente.

—Puede que sea la razón por la cual la castigó. Por lo menos, esta vida puesta al desnudo le facilitó la tarea. –Me acerqué a un PC—. Los ordenadores están apagados. Deben de haber cortado la electricidad. ¿Has visto el interruptor general?

—No.

De vuelta a la cocina, abrí algunos cajones y acabé por dar con una linterna que funcionaba.

—¡Tendría que haber cogido la Maglite, maldita sea! Bueno, vamos a inspeccionar el sótano y luego subiremos a las plantas superiores.

Una escalera de unos veinte peldaños se sumergía en un sótano abovedado. El haz de mi pobre linterna tan sólo iluminaba de forma ilusoria y la oscuridad volvía a recuperar su derecho detrás de nosotros a medida que avanzábamos. El techo extremadamente bajo nos obligó a agacharnos. Una humedad verde, cargada de olor a hongos, exudaba de los ladrillos oscuros y parecía verterse sobre nuestros hombros. Evité por los pelos un nido de arañas con una flexión de piernas, pero Crombez no fue tan rápido de reflejos y metió la cara en la tela hormigueante de minúsculos insectos.

—¡Me cago en la puta! —gruñó sacudiéndose el pelo, asqueado—. ¡Este sitio me repugna!

Al final de la escalera, nuestros dientes chirriaron cuando la lamparilla iluminó la mirada penetrante de un zorro de aspecto ofensivo, el hocico dirigido hacia nosotros. Estuve a punto de disparar, pero el animal no se movía. Estaba disecado.

—¿Qué coño es esto? —susurró Crombez quitándose de la frente las arañas rebeldes.

Tras el zorro, más al fondo, tribus mudas de animales del bosque sufrían en silencio sobre peanas de madera, atrapados para siempre en la inmovilidad de paja impuesta por su verdugo. Hurones, conejos, lechuzas y jabatos parecían implorar. Las canicas de sus ojos se iluminaron bajo el fuego de la linterna como luciérnagas; los colmillos lustrosos brillaban, como si aún intentasen morder.

Al iluminar a la izquierda del zorro, creí hallarme en el laboratorio experimental del doctor Frankenstein. Sobre la mesa metálica destellaban todo tipo de instrumentos de cirugía utilizados para el desollamiento: pinzas, escalpelos, tijeras, sierras quirúrgicas, cuchillos de diferente tamaño… Debajo de la mesa había otra serie de herramientas que, era evidente, también se necesitaban en el funesto trabajo: taladro, prensas, escofinas mecánicas, tornos de carpintero…

—A la derecha —exclamó Crombez—, dirija la linterna hacia la derecha.

Obedecí. El haz quedó fijo sobre una webcam.

—¡Dios mío! —murmuré—. ¡También filmaba esto!

—¡Volvamos a subir! —susurró el teniente con voz temblorosa—. Esto es un antro de porquerías…

Al dar media vuelta, jaulas de diferentes dimensiones pegadas a la pared maestra se recortaron en el cono de luz. Prisiones destinadas a encerrar animales vivos y, justo encima, una segunda webcam. ¿Qué ser maléfico había germinado en Jasmine Marival? ¿Qué placer había experimentado al librarse a las miradas de las cámaras? ¿Quiénes eran peores: los que disfrutaban con esas imágenes de tortura, de taxidermia en directo, o ella, Marival, que ofrecía un espectáculo inmundo a sus ojos?

Al igual que Prieur, se deleitaba en el vicio. Al igual que Prieur, el horror, el sufrimiento infligido le producían placer. Y, al igual que Prieur, había sido castigada.

Nos encaminamos a los pisos de arriba. Subimos los tramos de peldaños uno al lado del otro, acompasados por el sonido hueco del silencio y de nuestros propios pasos sobre la piedra. Cortinas tenebrosas se abatían sobre nosotros como capas cortantes; avanzábamos al tacto, a lo largo de un pasillo agujereado de pesadas puertas de madera, esperando lo peor.

—No puedo creer que viviese aquí dentro —se estremeció Crombez—. Parece un túnel del terror, un castillo encantado. ¿Cree en el Diablo?

—Ocúpate de este piso; yo voy al de arriba. Grita si hay algún problema.

—Puede contar conmigo… para gritar. Ya estoy temblando igual que un pollo en un asador.

Tenía la impresión de deambular por el intestino de un monstruo dormido, al que el menor paso en falso despertaría. Adivinaba marcos colgados de las paredes, los rostros pintados atrapados en la eternidad, y sentía cómo esas miradas me disecaban, me espiaban, casi oía los ojos cerosos moverse en las órbitas.

Nuevo tramo de peldaños. Pasillo idéntico en el piso de arriba. No había webcam; seguramente la chica nunca subía allí.

Abrí una puerta pegada al renvalso por telas de araña y un chorro vivo de luz abrasó la habitación a través del arco cimbrado de la ventana. De los muebles ocultos bajo sábanas blancas, de la cama descompuesta, asolada por el abandono, exhalaba el denso olor del pasado, de lo que fue, de lo que ya no sería. Me acerqué a la ventana y acaricié con la mirada las copas de los árboles que se alzaban justo delante de mí, en el exterior.

A través de las hojas entreví las capas verdosas de los lagos, y una mirada circular me reveló un destello ahogado en la mata prieta del bosque, más al este. La mezcla de chapa y cristal pulido que descubrí fue como una bofetada: aquellos reflejos provenían de un coche del que no conseguía distinguir el color preciso.

Inyección de adrenalina, turbulencias acidas en la garganta. Alguien se ocultaba en la casa, apresado por la piedra, acorralado por nuestra presencia en un rincón inexplorado del caserón asesinado.

Salí disparado de la habitación, me deslicé a lo largo de las paredes y los revestimientos, avancé como una exhalación íntima por el alma revestida de madera de la residencia. Regresé a la escalera, me tragué los peldaños, me precipité en el pasillo casi infinito del primer piso.

Crujido repentino, chirriar de puerta, sombra achaparrada arrancada a la oscuridad, escupida por una habitación lateral. In extremis, con el gatillo medio apretado, reconocí la construcción sólida de Crombez.

—¿Comisario? Yo…

—Calla. –Corrí hacia él, me incliné hacia su oído—. ¡Hay alguien en la casa! ¡Hay un coche fuera!

—¡Dios santo! Yo… —murmuró el teniente, tensándose por el nerviosismo—. No he encontrado nada en este piso; todas las habitaciones están vacías, los muebles de algunas están tapados por las sábanas, como fantasmas.

—Tampoco hay nada en el segundo.

—¡Está en el tercero! —murmuramos al unísono.

El torno áspero de la angustia me hizo un nudo en la garganta. A medida que avanzábamos por lo lúgubre, los malos recuerdos del matadero iban asaltándome, me agujereaban el estómago como estiletes de metal. Una potencia pesada flotaba en la atmósfera, una fuerza sorprendente que parecía emanar de las paredes olvidadas de aquel pasillo. Ahora intuía una presencia encaramada tras una de esas puertas, lista para atacar. Pedí a Crombez que fuera aún más prudente.

Puerta tras puerta, abertura tras abertura, el fuelle de la tensión se hinchaba y luego se distendía ante la inmovilidad flagrante devuelta por las habitaciones. Teníamos los nervios a flor de piel. El más insignificante chirriar de los revestimientos de madera aumentaba la presión de nuestras falanges en el gatillo de las armas.

En esos momentos de atención extrema, mi cuerpo comulgaba con lo que le rodeaba, como si cada objeto, cada sonido, analizados por mi oído o mi retina, se descompusiera hasta el infinito antes de llegar a la maquinaria ajetreada del cerebro.

Nos abofeteó el olor infecto que emanaba de la última puerta, al fondo del pasillo. Una mezcla acre de gasoil, sangre y carne quemada me provocó una arcada y obligó a Crombez a meter la nariz en el cuello de su tres cuartos. Nos pegamos a cada lado del marco, labios fruncidos, sudores fríos. Crombez empujó, entré, me siguió, me hice a un lado, me cubrió. Y luego el teniente cayó de rodillas al suelo, el arma colgada del índice, la boca abierta. Entonces me di cuenta de que estaba rezando.

Una masa oscura destacaba en la penumbra de la habitación. Por las persianas cerradas de las ventanas sólo se filtraban láminas de claridad sofocadas por los tupidos follajes de los árboles; sin embargo, la sangre generosamente esparcida sobre el parqué a mosaico reflejaba igualmente un resplandor de un rojo desvaído, cercado de negro en los bordes de los charcos.

El cuerpo desnudo se hallaba desplomado sobre una maciza silla de madera, atado con cuerdas que desaparecían bajo los michelines enrollados de los muslos y el pecho. Sobre el gran lago carnoso del vientre y en las orillas de los miembros, la piel quemada en algunas partes crujía, se replegaba, se enroscaba hasta transparentar la carne sonrosada de los músculos y la colada grisácea de las grasas.

Una pátina de sangre cubría la amplia frente de Doudou Camelia, como si rezumase del propio cráneo.

En el resplandor ocre de un haz de luz, sobre la mesa, descubrí la esponja blanda del cerebro, esa blancura virginal mezclada de púrpura que irradiaba como un áurea divina. Le habían recortado el cráneo, quitado y seccionado el cerebro y, con cuidado, habían vuelto a colocar en su sitio la tapa ósea, vaciada de su sustancia pensante, de lo que nos hace humanos.

Detrás, sobre la pared, en la tapicería hinchada por la humedad, habían escrito estas palabras en letras de sangre: «Los atajos que llevan a Dios no existen».

Me disponía a dejarme sucumbir a las flagelaciones enojosas de la desesperación, pero el clamor áspero de la venganza me llenó de odio, de ganas de matar a mi vez. Pasé por encima del cuerpo doblado de Crombez y me precipité escaleras abajo con la esperanza de llegar antes que el asesino al coche camuflado en la maleza. Una poderosa oleada de gasoil me golpeó en las aletas de la nariz en el momento en que los pies se me hundían en una inmensa charca irisada, entre el primer y el segundo piso. Apenas tuve tiempo de dar media vuelta cuando una fogarada, un abrasamiento rabioso devastó la parte inferior del hueco de la escalera y se apoderó del pasillo del primer piso, en un estruendo sordo. Los dientes carnívoros de las llamas ya devoraban las viguetas y las vigas del techo, bailando sobre el suelo y crepitando en una mezcla de furia y alegría. Imposible huir por abajo.

Volví a subir y me precipité dentro de la habitación del horror, presa del pánico. El espíritu de Crombez parecía flotar en la habitación, aunque el armazón del hombre, acurrucado en un rincón, oscilaba hacia delante y hacia atrás como un reloj de pared con el carillón desajustado. El joven teniente acababa de entrar por la puerta grande en el mundo del Hombre sin Rostro.

—¡Tenemos que salir de aquí! Ha incendiado el primer piso. ¡Es imposible bajar! —grité.

Crombez se precipitó al pasillo, donde los rodillos de humo reptaban a lo largo del techo como millones de insectos minúsculos.

—¡Por el amor de Dios!

—¡Corre a buscar las sábanas de las otras habitaciones! ¡Deprisa!

Lo pasé muy mal cuando tuve que pasar junto al cuerpo postrado de Doudou Camelia. Su mirada de ceniza suplicaba, sus labios hinchados se encostraban ya con rigidez, con frialdad, y experimenté al rozarla la sensación de que una manita, una mano de niña, me estiraba de la parte de atrás de la chaqueta.

Por encima de mi cabeza, las primeras nubes grises de humo invadían la sala mortuoria y echaban el aire viciado para sustituirlo por uno mucho peor. Empujé las persianas con brusquedad, con brutalidad, abrí la ventana y empecé a reunir todas las sábanas que pude de las que recubrían los viejos muebles y la cama con dosel. Crombez volvió a aparecer.

—¡Venga! ¡Anuda los extremos! ¡Y apriétalos con todas tus fuerzas! —exclamé llevando las sábanas al borde de la ventana.

Bajo nuestros pies, el piso crujía por las acometidas insistentes del intenso calor que se propagaba por el piso de debajo. El aliento de fuego se acercaba peligrosamente y el humo ya rodaba teñido de rojo y naranja. El fuego olfateaba lo humano, progresaba, jugaba con esa voluntad afirmada de aniquilar cuanto se alzase a su paso, vivo o muerto.

Tiré el cordaje improvisado por la ventana, até el extremo alrededor del tubo de un radiador y empujé a Crombez delante de mí.

—¡Sal tú primero! ¡Deprisa!

Oí ventanas explotar, vigas venirse abajo, un gruñido horrible expandirse por las paredes como un barco a punto de partirse en dos. Crombez franqueó la ventana y se asió a la tela; las fibras de lino se tensaron bajo la acción de la masa de su cuerpo. El conjunto resistía, pero no soportaría el peso de dos hombres.

En mitad del descenso, Crombez gritó. La parte inferior de la cuerda estaba quemándose y, alrededor de la casa, en el exterior, las llamas zigzagueaban en el aire por la boca abierta de las ventanas despanzurradas.

—¡Baje, comisario!

Sin esperar, pasé las piernas por encima del apoyo, me agarré a lo que me retenía aún a la vida y me colgué en el vacío. El tejido rechinó, tensado al máximo, rozando la ruptura. Vi a Crombez propulsarse como un hombre araña y caer en el barro cinco metros más abajo. Un crujido atroz me llegó a los oídos, seguido de un grito de dolor que me produjo poco optimismo sobre el estado de los tobillos de mi compañero. Bajo mis suelas, las llamas se agarraban a la cuerda y empezaban su festín. Geiseres rojizos surgían de todas partes, como atraídos por el verdor colindante. El fuego estaba hambriento.

Los seis metros que me separaban del suelo me parecieron más profundos que el Gran Cañón. Al saltar desde ahí, quedaría aplastado como un huevo. No tenía sin embargo muchas opciones, pero, aun a riesgo de caer, preferí soltar las sábanas y meter los dedos en las anchas fisuras de las piedras, que ofrecían buenos asideros de escalada. Avancé así unos metros antes de acabar por saltar con los dedos ensangrentados, y las rodillas y los codos arañados.

La caída resultó dura pero soportable, salvo que en el momento del impacto creí que el tótem de marfil de la columna vertebral iba a atravesarme la parte trasera del cráneo.

Crombez gemía con las manos alrededor del tobillo, que describía un ángulo imposible respecto al resto de la pierna. Había aterrizado sobre la única piedra del jardín.

La locura asesina del fuego se había apoderado de las arterias centenarias de la residencia, aniquilando los tres pisos hasta llegar a la médula de la piedra. Espirales abrasadas de cenizas se enrollaban y bailaban en lo alto del cielo, y se alejaban luego por efecto de un débil viento de oeste. Tiré de Crombez por los brazos a través de la alfombra de barro, lo dejé a cubierto, lejos del diluvio, y llamé a los bomberos. Luego me senté, la espalda apoyada en un árbol, la cabeza entre las manos abiertas a la desesperación. Una vez más, mi camino acababa de cruzarse con el del asesino. Una vez más, había llegado demasiado tarde y Doudou Camelia había recogido los frutos de mi incompetencia. ¿A través de qué incomprensible medio había remontado hasta ella el asesino? Aún podía ver aquella frase, esas letras de sangre: «Los atajos que llevan a Dios no existen».

¿Había adivinado el don de videncia de la vieja negra, presintiendo que podía llegar hasta él? Tras haber cruzado las plazas sagradas de su alma, la había eliminado sin una pizca de piedad, permitiéndose el lujo de arrastrarla hasta aquí para disfrutar plenamente de sus gritos de agonía en el cementerio verde del bosque.

¿Durante cuánto tiempo la había mantenido atada a la silla? ¿Cuántas quemaduras, torturas morales le había infligido? ¿Seguía consciente cuando se disponía a extraerle el cerebro?

Ante mí, en la lluvia incandescente de pavesas, el mundo de la guayanesa, de esa fuerza generosa, perecía en un tormento de humo. La propia materia que testimoniaba su paso por la Tierra salía volando en espirales grises, lejos de la mirada del mundo, lejos de la crueldad del Hombre sin Rostro, quizás a salvo en algún lugar de la linde del cielo…

Todo se desmoronaba, se desvanecía. Las pistas, los datos preciosos encerrados en los ordenadores, las huellas. Yo estaba maldito. Estaba realmente maldito.

El Hombre sin Rostro: un remiendo de crueldad desmedida, un aliento de fuego que se desplazaba de cuerpo en cuerpo, de víctima en víctima, dejando una estela de muerte y desolación. Un espíritu consagrado al Diablo, a los peores horrores de este mundo, que transformaba incluso ese peor en inconcebible mediante un solo color, el púrpura.

Se perfeccionaba día tras día, enriquecido por sus atrocidades, perfilando sus técnicas de caza, sumergiéndose cada vez un poco más en una desmesura indescriptible. Jugaba con la muerte, se mofaba de las leyes, la humanidad, la vida y todo cuanto daba sentido a la existencia. Era aquel a través de quien se difunde el Mal. ¿No era él mismo el Mal?, me preguntaba seriamente, muy seriamente.

Recordaré toda mi vida el día de mi boda, aquellos rostros engastados de alborozo, esas cintas blancas que se agitaban en el aire de verano y sobre las chapas abrillantadas de los coches.

Un día, al hurgar en la cómoda de nuestra habitación, había descubierto la vieja caja de cartón donde estaba cuidadosamente doblado el vestido de novia de Suzanne. Rocé con la punta de los dedos el encaje Valenciennes, removiendo el fuego abrasador de los recuerdos, y a través del sueño me transporté al alba clara, tan lejana, de mi pasado antaño feliz. Con el tacto del alma recordé la pequeña iglesia de Loos-en-Gohelle ante la cual permanecía Suzanne del brazo de su padre, con su ramo de rosas, camelias y orquídeas apretado contra el pecho. También recordaba los puñados de arroz ofrecidos al cielo, nuestra carrera loca hacia la diosa aderezada entre las risas de los niños, los vestidos de las damas de honor ondulando justo detrás…

Una flor permanece como lo que es, incluso privada de las hojas, incluso marchitada o quemada por el ojo rojo del sol. Los recuerdos se velan pero no desaparecen, van y vienen como esas lenguas de espuma que rompen en la playa antes de volver a marcharse engrandecidas con su propia sustancia. Tejen lo que somos, mucho más que lo que hemos sido… Me aferraba a eso cada día para superar la desaparición de mi mujer, de mi Suzanne.

Lo más chocante es la manera como los días aciagos, también ellos, quedan fijados en el empavesado de la memoria, como una quemadura moral en la corteza del alma. De niño —acababa de cumplir diez años, un martes—, había visto un perro, un pastor alemán, arrastrado y descuartizado por las ruedas de un semirremolque. Volvíamos de Annecy. Las raras vacaciones punteaban mi infancia. Momentos de alegrías inolvidables en el gran lecho blanco de las montañas, entre mis padres, comiendo helados italianos subidos a los hidropedales. Pero aquel perro, su última mirada, aquel aullido glacial… Aún podía ver las canicas negras de sus ojos presos del espanto, igual que mi propio reflejo en el espejo. La imagen, arrimada a los vagones de mis recuerdos, me acompañaría ahí donde fuese, incluso en el sueño. Y, como un viejo fantasma, me acosaría hasta que cayese, yo también, en el Gran Cañón.

El día de la muerte de Doudou Camelia cavó un surco de fuego en las líneas atormentadas de mi espíritu y nunca, jamás, el futuro lograría ahuyentar los horrores que había presenciado aquel día.

Cuando sonó mi teléfono, justo después de la llegada de los bomberos, supe que la larga espina de la desgracia apenas acababa de rozarme.

—¡Shark! ¡Soy Leclerc! ¡El inspector Brayard ha dado con algo muy serio!

—¿Qu… qué dice?

—Gracias a ti. Le habías pedido a Sibersky que interrogase al STIC cada día y, antes de marcharse a la maternidad, le pasó el relevo a Brayard. En fin, el caso es que éste introdujo los criterios de búsqueda propios de cada asesinato y, esta mañana, ha aparecido una respuesta. Una profesora de química ha sido descubierta en su casa, atada y amordazada exactamente de la misma manera que las víctimas anteriores. El tío le ha acribillado el cuerpo con pinzas cocodrilo antes de desaparecer. ¿Y sabes qué?

La cabeza me daba vueltas. Los faros giratorios de los bomberos me salpicaban las retinas, atravesaban la piel de mi mente como fogonazos eléctricos.

—¿Sharko, estás ahí?

—Sí. ¿Qué?

—La chica ha sido torturada, ¡pero está viva!

—¿Viva?

—¡Exacto! Las heridas son superficiales y está saliendo del trance. La durmió con un anestésico, pero aún no sabemos cuál.

—¿Quetamina?

—Es poco probable, dado que según ha dicho la víctima utilizó un trapo empapado. Quizás éter o cloroformo.

Me preguntaba si aún sería capaz de pensar. Le hice una señal a uno de los bomberos, que acudió a mi lado, y le pedí que me trajese una aspirina. A Crombez se lo habían llevado en una camilla.

—¿Sharko? ¡Te noto distante! ¿Qué ocurre?

—¿A qué hora la agredieron?

—A las once de la noche. El hombre huyó hacia las dos de la madrugada, afirma la chica.

Teóricamente, el asesino había podido llevar a cabo los dos actos en la misma noche. Quizás había llegado a la mansión, atado a Doudou Camelia, y luego se había ocupado de la chica antes de volver a cargarse a la vieja negra. O tal vez primero la chica y luego Doudou Camelia en su casa, justo después.

Pero ¿cómo imaginar que a través de su itinerario de sangre pudiese dejar a una víctima con vida?

—Maldita sea, Shark ¿qué ocurre? ¿Qué es ese jaleo?

—Acabo de dar con el cadáver de mi vecina en pleno bosque de Compiègne.

—¿Qué? Creía que simplemente habías dado con el rastro de una amiga de Prieur. ¿Qué es todo este lío?

Instantes de silencio. Chasquido de chicle del otro lado de la línea.

—¡El asesino se ha encargado de mi vecina, la ha arrastrado hasta aquí para torturarla con total tranquilidad!

—Pero… ¡Dios mío! ¡Qué estás diciendo! ¡No entiendo nada! ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Explícate!

—También esta noche. La ató a una silla, la torturó y luego le extrajo el cerebro para colocarlo sobre una mesa.

—¿Por qué tu vecina? ¿Qué relación guarda con las demás víctimas?

—No existe una relación directa, pero es ella quien me puso sobre la pista del matadero. No sé cómo se enteró el asesino, pero se enteró. La mujer tenía el don de videncia y el asesino debe de haber temido que lo reconociese, que descubriese por fin quién se esconde tras el Hombre sin Rostro.

—¿El Hombre sin Rostro? Pero ¿dónde te crees que estás? ¿En una peli de serie B? ¡Me cago en Dios, Shark! ¿A qué juegas?

Aparté el auricular de la oreja un momento, me tragué la aspirina con un sorbo de agua y proseguí:

—¿Hay manera de interrogar a esa profesora?

—Podemos tener grandes problemas de papeleo. El asunto, en estos momentos, está en manos de los gendarmes. El procurador de la República se niega a unir los dosieres mientras no haya una prueba formal de que nos enfrentamos a una única y misma persona, nuestro asesino. La ley está mal hecha, pero es lo que hay.

—¿La investigación puede escapársenos de las manos?

—Oficialmente, sí. Pero ve igualmente a echar un vistazo. La mujer vive en los arrabales de París, en Villeneuve-Saint-Georges; ahora está en el hospital Henri-Mondor de Créteil, más afectada psicológicamente que otra cosa. Dime, ¿crees que se trata del mismo asesino?

—Las técnicas se asemejan de forma sorprendente. ¿Ha habido filtraciones a la prensa?

—Los desgraciados de los periodistas no dejan de husmear. Tal vez dentro de pocos días la fobia general se instale en la capital, e incluso en todo el país. Pero por ahora no, ni una filtración. Aparte de nuestro equipo, nadie sabe exactamente cómo han sido perpetrados los crímenes. –Un ruido innoble provocó interferencias en la línea. Un terremoto: Leclerc estaba sonándose—. Estoy empezando a coger un resfriado con el cambio de temperatura de estos últimos días. Entonces, ¿es el mismo asesino?

—Si no ha habido filtraciones, es difícil pensar otra cosa. Ahora la clave es entender por qué la ha dejado con vida.

—Dime, volviendo a ese Hombre sin Rostro que has mencionado, ¿no creerás en serio en este tipo de cosas?

—¿En qué? —dije, fingiendo que no sabía a qué se refería.

—En esas chorradas del más allá. Esas historias de videncia, de fuerzas ocultas, de almas en pena que regresan a la Tierra para vengarse.

—Tienes que enviar un equipo aquí. Hay marcas de neumáticos y quizás otras pistas ocultas aquí y allí en el bosque. Hay que registrar la zona a fondo. Me marcho a casa; voy a intentar reconstruir el guión de su paseo nocturno. En cuanto a esas historias del más allá… no, no creo en ellas.

Colgué con una mentira. Aunque de hecho, no había mentido realmente. Creía sin creer en ello, un poco como cuando se come sin hambre.

No sabía adónde me conducirían esas vías de sangre pero, a partir de ahora, sólo esperaba una cosa: que aquella larga tortura mental acabase, lo antes posible.