Una cortina sombría de lluvia se puso a golpear el parabrisas con la rabia de los malos días en el momento en que salía del coche. Bajo los chuzos inclinados, me puse el impermeable que llevaba doblado en el maletero y corrí hasta un pequeño rótulo discreto, colgado en una vieja pared de ladrillos pulverizados. El antro de Fripette, el exhibicionista reconvertido en propietario de un sex shop, me abría sus fauces.
Entre una muestra de cinco mil individuos ya notablemente feos, tomad el que tiene la nariz como un rompehielos, otro con unos raigones que provocarían el suicidio de su dentista y, por último, otro más con los ojos en blanco. Fusionad los tres y obtendréis una especie de cabeza a la que le quitaréis el pelo, que colocaréis en un cuerpo canijo: de ese modo obtendréis a Fripette. Una jeta que asustaría a un calamar gigante.
Cuando me vio, pareció que sus ojillos azabache brillantes se escapaban de las órbitas por efecto de la sorpresa. Se escondía tras el mostrador, acurrucado como una rata, mientras seleccionaba cintas pornográficas. El casquete glaciar del cráneo le brillaba bajo la luz azul del neón.
—¡Hola, Fripette! Veo que no paras. Una reconversión digna de tu persona, todo elegancia.
Desapareció tras una pila de cintas.
—¿Qué quieres, comisario? Vamos a ver qué tengo para ti… ¿Un estuche con seis dedos chinos? ¿Un kit orgásmico dúo? Espera: cáscara de yohimbe, ¡tu mujer seguro que lo aprecia!
Pasé por alto el comentario. Otro como ése y le metería un consolador en la boca.
—¿Sigues frecuentando los ambientes sadomaso? —pregunté en tono contundente.
—No.
Cogí el mango de un látigo y lo hice restallar contra el mostrador. La botella de estimulante sexual se hizo añicos en el suelo mientras pequeños penes mecánicos se ponían a saltar y a avanzar solos, como pingüinos sobre un banco de hielo. Fripette empezó a maldecir.
—¡Joder, vas a pagarlo, tío! ¿Sabes cuánto cuesta la cascara de yohimbe?
—Reitero la pregunta, capullo. ¿Sigues frecuentando los ambientes sadomaso?
Se deslizó hacia el lado y se metió en un pasillo sin contestarme, con un DVD aún sin desembalar en las manos. Me hervía la sangre. Levanté al insecto calvo del suelo y lo aplasté contra una estantería, que se tambaleó con fuerza.
—¡Para! —vociferó—. Vas a destrozarlo todo. Voy a…
—¿A qué? –Apreté con más fuerza y obtuve a cambio un gorgoteo agudo.
—¡Está bien, suéltame! –Se escabulló con un movimiento brusco, como si se hubiese llevado el gato al agua—. ¡Sí, los frecuento! ¿Y sabes qué? ¡Más que nunca! ¡Me divierto como un loco!
—¿Conoces el Bar-Bar, el Pleasure Pain?
—No son de mi estilo. Son hard dentro de lo hard. He ido un par de veces. A mí me ponen más el látex y el bondage.
—¿Qué entiendes por hard dentro de lo hard?
—Bondage con tortura de pechos o pene. Subastas para azotainas. Dominación extrema, con esclavismo extremo, pissing, caning. Un pequeño mundo precioso.
—¿Quién frecuenta esos ambientes?
—Hay de todo. Desde el abogado hasta el sádico puro y duro que se pasa los días de paro meneándosela.
—¿Hay mujeres?
—¡Pues claro, Genaro! E incluso podría decirte que son mucho más crueles que los hombres. ¡Unas perras! La última vez que fui al Pleasure Pain, una guarra se entretuvo apretando con un cascanueces los testículos de un tío, que seguramente se largó con los cojones hinchados como huevos de gallina.
Un tipo empapado entró e inmediatamente dio media vuelta. Temía ser reconocido, mirado de hito en hito.
—BDSM4Y, ¿te suena de algo?
De repente, empalideció.
—¿De dónde has sacado ese nombre?
—Da igual. Dime qué sabes de ellos.
Se metió entre dos conjuntos de látex y vinilo negro.
—Solamente es una leyenda urbana, un rumor. Una fantasía de sado, como tantas otras en ese ambiente. Ese grupo nunca ha existido.
—He encontrado a una chica con ese tatuaje en el cuerpo.
—¿Y? Algunos tienen tatuajes de Jesús en la nalga, ¿qué demuestra eso? ¿Que son su reencarnación?
—Existen. Tengo pruebas. ¡Desembucha! ¿Qué se cuenta de ellos?
Mi puño apretado a dos dedos de su nariz le hizo hablar.
—Parece ser que el grupo está formado por intelectuales mezclados con la peor calaña de enfermos. Los intelectuales organizan, los enfermos ejecutan los actos obscenos. Son poderosos, influyentes, listos y furtivos como el viento. Se dice que juegan con la muerte, que se acercan a sus fronteras lo más que pueden. Pero son rumores. Nadie sabe si existen.
—¡Explícamelo! ¿Qué entiendes por jugar con la muerte?
—Al parecer hacen experimentos con animales, y dicen también que recogen a vagabundos o prostitutas en diferentes ciudades de Francia para llevarlos con su consentimiento a sitios aislados. Les ofrecen grandes sumas de dinero a cambio de su silencio y de su sumisión total durante una noche. Aparentemente esos tipos inspiran confianza, ya que las víctimas, si puede hablarse de víctimas, los siguen sin rechistar.
—¿Y luego qué?
—Tienen a su disposición todo lo que puede existir en materia de tortura y gadgets sexuales, y están equipados con medicamentos para calmar a sus víctimas: sedantes, drogas, anestésicos. Una verdadera organización, según los rumores. Además, van hasta el final del dolor, gozan con el sufrimiento de sus conejillos de Indias. Por lo visto, algunos no han vuelto nunca.
—¿Y los otros? ¿Los que sobreviven?
—Se callan. Si hablan, están muertos. Y además, se les paga de verdad.
—Pareces saber mucho del tema.
—Sólo repito lo que me han explicado.
—¿Quién te lo ha contado?
—Alguien a quien le han explicado lo mismo, y así…
La puerta chirrió y entró una pareja: una mujer de unos cien kilos, ceñida en un conjunto de cuero como si se hubiese hinchado dentro, y un tipo tan pequeño como ancha era ella, con mirada de hurón.
Fripette los echó en un periquete.
—¡Asuntos privados! He cerrado. ¡Vuelvan más tarde!
Me acerqué a él con un rostro de hielo. Guardaba las distancias por miedo a que mis ágiles dedos le acariciasen la suave mejilla.
—Esta noche me acompañarás al Pleasure 8c Pain.
Del sobresalto, se echó hacia atrás y tiró una pila de revistas.
—¡Tú estás loco! ¡Yo no meto los pies ahí dentro, y menos con un poli!
—No olvides que estás en libertad condicional. Si lo prefieres, podemos venir a meter las narices en tus pequeños negocios. –Avancé por el apartado hard de las cintas de vídeo—. Gangband, sodomías… interesante. ¿Por cuánto los vendes? ¿Cincuenta euros? ¡No te andas con chiquitas! Tal vez a los inspectores les cueste cuadrar tus cuentas. También podemos espulgar eso, si quieres. Por lo general, el ocultamiento leve no es muy grave, pero, para un tipo en condicional…
—No serías capaz de hacerme eso, ¿no? ¡Estoy limpio, no hay nada que reprocharme! ¡Yo no tengo la culpa de que haya tarados que invierten fortunas en esas guarrerías!
Reparé en una palabra que resultó ser como una bofetada: VIOLACIÓN.
—¡Hostias! Pero ¿qué es eso?
Cogí el DVD titulado Violación para cuatro. Un único nombre en la parte inferior de la cinta: Torpinelli. El magnate del sexo. En la solapa de la carátula, escenas de una crueldad extrema inundaron mis retinas.
Fripette me lo arrancó de las manos.
—¡No es real, tan sólo son actores! Una de las últimas novedades de Torpinelli. Una especie de violación en directo en condiciones que recuerdan la realidad. ¿Sabes que gusta mucho? Ya he echado una ojeada a alguna y es muy impresionante. Parece de verdad. Hay bastantes tíos que se la machacan con eso; les evita pasar al acto, ¿sabes a qué me refiero? —me espetó como si escupiera.
—¡Gilipollas de mierda! Mañana tendrás al fisco detrás de tu culo asqueroso.
Me dirigí hacia la salida, y él me impidió el paso deslizándose delante de mí.
—¡Está bien, está bien! ¡Te llevaré ahí! Pero si tus descubrimientos sobre el BDSM4Y resultan ser ciertos, ¡nos llevas de cabeza al matadero!
—Eso lo decidiré yo.
—Si te presentas vestido como un pingüino, no cruzarás ni el umbral de la puerta de entrada. Ponte ropa informal, unos tejanos y un jersey, por ejemplo. Los sadomaso siempre llevan una bolsa con su material. Las veladas en el Pleasure Pain son dispuestas, lo que significa que debes cambiarte antes de entrar en los torreones de sumisión o en las salas de venta; látex, cuero, máscara, fusta. Lo dicho, el equipamiento que te transporta al mundo de lo extraño, a su mundo. Todo eso puedo proporcionártelo. ¿Aún quieres ir?
—La máscara me sienta bien. Continúa.
—En esas backrooms hay tres categorías de personajes: los sumisos, los dominantes y los mirones. En nuestro caso, lo mejor es posicionarse entre los mirones, a menos que tengas otras preferencias… —Me lanzó una especie de sonrisa. Sus dientes parecían runas viejas de varios siglos—. Pero en este tipo de juego, incluso los mirones cumplen un papel. Provocan la excitación en el dominante, lo alientan. Así que ten cuidado con tus mímicas. Una mínima expresión de ofensa y provocarás la desconfianza del grupo. Tienes que aparentar que te lo pasas bien. Podrás ponerte la máscara, justamente para evitar que te echen mucho el ojo. Mmm… Tengo que familiarizarte con el vocabulario sadomaso y los comportamientos que hay que adoptar. Por cierto, ¿qué es lo que estás buscando?
—No hagas preguntas, es mucho mejor.
Salí de la tienda de Fripette con la sensación de estar mentalmente sucio. Iba a tener que prestarme a realizar actos que me repugnaban, entrar en un mundo paralelo de criaturas extrañas, de rostro humano pero con pensamientos demoníacos. Centauros ardientes de fantasías, directores de obra capaces de transformar al hombre en objeto mediante el cuero y el látex, en habitaciones sombrías, enterradas en los sótanos pútridos de la decadencia.
Al igual que la flor necesita el frescor secreto de la tierra para acumular la fuerza que estallará a la luz del día, los miembros de BDSM4Y se alimentaban del sustrato de sus víctimas para desarrollarse, para sentir esa especie de triunfo sobre la vida, el dolor, Dios. No conseguía ponerles un rostro. ¿Quiénes eran? ¿Cómo imaginar a abogados, profesores, ingenieros, defensores de principios, mezclados a través del vicio con la decadencia, los bajos fondos de la moral, batiendo el mal hasta lograr los fundamentos alimenticios?
Al sumergirme en la olla del Diablo esperaba algo, pero no sabía qué exactamente. Quizá sentir la presencia del Hombre sin Rostro, esa extraña sensación que se había apoderado de mí cuando estaba a su merced en las entrañas del matadero.
A través de internet, de esa red maravillosa a los ojos del ignorante, del usuario medio, iba a sumergirme en los ambientes más sórdidos del París nocturno.
Ópera de París, con la cúpula lustrosa por las lluvias, el bronce dorado de sus estatuas erigido hacia un cielo de mercurio. Elisabeth Williams se había refugiado bajo uno de los soportales de la fachada, cerca de unos turistas japoneses agrupados entre las columnas monolíticas. Crucé en diagonal la avenida de la Ópera, el impermeable alzado por encima de la cabeza, hombros encogidos. La nube escarlata de los pilotos de los automóviles agujereaba la grisalla como señales de socorro en un estrépito de pitidos.
Elisabeth fue la primera en hablar.
—Le he citado aquí con la esperanza de que pudiéramos hablar en ese magnífico monumento, pero no tuve en cuenta los trabajos de restauración. ¡Y menudo error, porque ahora estamos aquí los dos, presos de la lluvia!
—¿Está lista para una carrera de unos cien metros? Hay un pub en la esquina. –Me encogí de hombros—. Lo siento, pero no llevo paraguas.
—Yo tampoco —replicó sonriendo—. La lluvia me pilló desprevenida.
Azotamos el asfalto del bulevar Haussmann a paso ligero, apretados bajo mi impermeable-paraguas. Los peatones se habían amontonado bajo los rótulos, los cenadores o en el borde de las terrazas, con los rostros levantados hacia un cielo totalmente negro. Una vez instalados en el pub Louis XVI, pedí dos chocolates calientes.
—¿Thornton no le pisa demasiado los talones? —pregunté mientras se sacudía el cabello.
—Hay que resignarse. No estoy muy acostumbrada a que se pongan en duda mis capacidades. En este aspecto, los gendarmes son mucho más disciplinados que vosotros, los policías. –Me puso debajo de los ojos una fotocopia en color, sacada de una carpeta con gomas—. ¿Le suena de algo?
En la foto se veía un busto de santa. Tejidos flexibles y escurridizos se retorcían en su abundancia sobre el arco de la cabeza hasta el valle de los hombros. El violento movimiento de torsión infundido al óvalo del rostro transmitía un aura de sufrimiento indescriptible que iba mucho más allá de la simple fotografía. La boca abierta imploraba, los ojos dirigían una súplica agonizante al cielo. Los cortes ahondados por el tiempo y el desgaste hendían el rostro escultural a ambos lados de las mejillas.
—¿Dónde lo ha encontrado? Parece… ¡la expresión infligida al rostro de Martine Prieur! ¡Las telas sobre la cabeza, los ojos alzados hacia el cielo, los cortes que unen los labios a las sienes! Es… ¡es idéntica!
—Exacto. Mi teólogo, Paul Fournier, ha descubierto pistas muy interesantes. Las palabras, la forma de actuar del asesino, se centran en el tema del dolor, en el sentido real del término pero también en el sentido religioso, como suponía. La foto del faro azotado por el mar enfurecido que colgó en casa de Prieur y esa imagen del granjero que envió por correo electrónico representan símbolos profundos de sufrimiento con connotaciones bíblicas. ¿Conoce el Libro de Job?
—Pues no.
—Fue redactado antes que los de Moisés. Job explica en su libro la historia de un hombre puesto a prueba por Dios, en siete aspectos principales centrados sobre los conceptos de sufrimiento, de Bien y Mal. En algunas epístolas somos los granjeros de Dios y únicamente podemos ser glorificados a los ojos del Señor si nos sometemos a pruebas; el granjero representa a aquel a quien la longevidad y dureza de la prueba no alteran, un símbolo de valentía, que soporta el sufrimiento en silencio.
—¿Y el faro?
—Piense en un faro en medio del mar. En una noche tranquila, ¿podemos afirmar que el edificio es firme? No. En cambio, si una tempestad se desata sobre él, entonces sabremos que resiste. La prueba refleja la naturaleza profunda de las cosas, ¡es el espejo de la personalidad! —me mostró la carta redactada por el asesino, puntuada de notas desordenadas, y siguió hablando en un tono neutro—: Mire, las frases subrayadas están extraídas en parte del Libro de Job, que el autor modificó con un pequeño toque personal. El asesino habla de «armaduras estropeadas», de «ese soldado que padece las pruebas sin pestañear», de ese Dios «que enjugará las lágrimas». Citas del Libro, casi palabra por palabra.
Me sujeté la cabeza con las manos.
—Va a pensar que soy idiota, pero acabo de entender qué intenta demostrar el asesino.
—A eso voy. Según los escritos de Job, la experiencia del dolor no es un fin en sí, sino una etapa que nos acerca a Dios. El sufrimiento, bajo una forma u otra, es el destino de cuantos quieren llevar una vida piadosa y deben obtener la absolución por sus pecados. En este sentido, el perdón de Dios se obtiene mediante la prueba y tan sólo la prueba. Seguramente, esas mujeres torturadas pecaron.
Ahora la lluvia repiqueteaba en los cristales de la cervecería con tesón. Había gente apiñada en la entrada, otros se adentraban en la boca de metro de la Ópera o corrían a toda prisa en dirección a los grandes almacenes Lafayette.
—¿Tienen algún medio de rastrear a las personas que toman prestados los libros en las bibliotecas? —me preguntó Elisabeth—. ¿Un fichero centralizado, como el del FBI?
—No, no, por supuesto que no. En materia de asesinos en serie y centralización de ficheros, tenemos un retraso brutal respecto a Estados Unidos. Y no se puede decir que este tipo de asesinos abunden en Francia.
—Y sin embargo nos enfrentamos a uno muy serio —replicó.
—Así es. Pero nada nos impide prescindir de un fichero central y pasar por un tamiz las bibliotecas una por una, y comprobar qué abonado ha pedido el libro que buscamos.
—Eso puede llevar tiempo, pero tendrán que hacerlo.
Di un sorbo al chocolate.
—¿Cómo ha conseguido llegar hasta la fotografía de esa escultura?
—Fui a la biblioteca François-Mitterrand por la mañana. Siempre he pensado que el crimen estaba impregnado de un carácter religioso. La cabeza cortada en sus arrugas de telas, esa mirada implorando al cielo, la moneda en la boca. Así que me centré en las representaciones célebres del sufrimiento en el arte pictórico y escultórico, todo sobre un fondo religioso. Con relativa rapidez me topé con Juan de Juni, un escultor del siglo dieciséis que evoca claramente que el dolor, la aflicción y el sufrimiento son los únicos caminos que abren las vías divinas. Para transmitir sus sentimientos, utiliza un movimiento poderoso de torsión que sacude las figuras y denuncia la angustia suprema. Lo que tiene ante los ojos representa el busto de sor Clémence, una obra prohibida durante mucho tiempo, muy poco conocida.
Por un instante distrajo su atención un altercado que se desarrollaba delante del café. Algo relacionado con un paraguazo.
—En los albores del siglo quince, Madeleine Clémence, al huir de su pueblo, se refugió en las órdenes religiosas para expiar sus pecados, especialmente el adulterio. Cambió completamente de vida, esperando así suavizar la mirada de Dios sobre su suerte, estar protegida de sus denunciadores potenciales. En la Edad Media, la represión de los crímenes por el poder laico es legítima, sobre todo en casos de adulterio, que pueden conducir a la pena de muerte. Cinco años después apresaron a sor Clémence en un convento. Bajo las órdenes del inquisidor de Aviñón, la torturaron hasta la muerte para dar ejemplo. Un modelo de disciplina transmitido en numerosos escritos de la época.
La pecadora reconvertida en hermana. Martine Prieur, con el cabello color ala de cuervo, de estilo macabro, transformada en chica llamativa que lleva una vida tranquila, olvidada. ¿Podía haber algún tipo de relación? Sobre el frontispicio de mi mente restallaban de forma enfermiza dos palabras, siempre las mismas: «Jeckyll», «Hyde». La luz, las tinieblas.
—¿Qué papel desempeña el asesino si se confirman sus observaciones? ¿Actúa como un enviado de Dios? ¿Un justiciero, un censor?
—Los asesinos que cumplen su oficio en nombre de Dios proliferan en Estados Unidos. Todos dicen que los alientan voces celestiales; sin embargo, muy pocos se toman la molestia de maquillar su crimen así. O bien lo declaran de forma abierta, por ejemplo escribiéndolo sobre las paredes con la sangre de su víctima, o bien lo reivindican cuando se les detiene. En el caso que nos ocupa, todo se lleva a cabo con sutileza.
—Si puede hablarse de sutileza…
—Ya sabe a qué me refiero. Recuerdo el marco del faro o la foto del granjero. Esas pistas encerraban un doble significado, uno religioso, el otro puramente factual. Son prueba de una inteligencia desconcertante. Sin embargo, la parte de las fantasías, esa voluntad de aplicar el dolor no con el propósito de castigar, sino con el de tomar su parte, predomina cada vez que martiriza a sus víctimas.
—¿Y por qué?
—Pues… porque las filma, divulga sus sentimientos a través de sus cartas o mediante la llamada telefónica que recibió. Entonces exulta.
—¿Qué opina de esa llamada?
—Anotó, entre otras cosas: «Créeme, la niña no nacerá, porque la he encontrado». «La chispa no volará y nos salvaré, a todos». «Corregiré sus errores…». ¿Tiene alguna idea del significado de esa frase?
—En absoluto. A pesar de la voz trucada, parecía que divagaba por completo. Ese fragmento del monólogo no tiene nada que ver con lo que dijo antes, ni después. No sé, venía tan a cuento como un pelo en la sopa. ¿Usted ha podido descubrir algo?
—No, el sentido de la advertencia es, por desgracia, demasiado impreciso. Pero cuando dice «porque la he encontrado», creo que hace más bien referencia a la madre. Quizás haya encontrado a una futura madre. Y si es el caso, esa mujer debe de hallarse en peligro…
—Pero ¡cómo saberlo, maldita sea! –La sangre me hervía—. Dígame, con la segunda chica, la del matadero, ¿adónde quería llegar? La manera como la colocó ¿tiene un equivalente religioso, del tipo escultura o pintura?
De repente su atención se centró en un rayo que resquebrajó el cielo. Sus labios se movieron, de forma leve pero clara: estaba contando, los segundos se desgranaban en la orilla de su boca.
—Pero ¿qué hace? —pregunté dejando la taza en el plato.
Sin apartar la mirada de la ventana, me hizo señas con la mano para que me callara. Cuando el estornudo de Zeus sacudió con violencia el cielo, se volvió hacia mí y preguntó:
—¿Obtendré algún día la respuesta?
—¿A qué? ¡Parece perpleja!
Se puso un dedo en la sien, como si quisiese focalizar las ondas.
—Desde muy pequeña, cada vez que veo el primer relámpago de una tormenta cuento para saber a qué distancia se halla la borrasca. Y cada vez, de forma irremediable, cae en siete. Nunca seis ni ocho, sino siete. Es sistemático.
Su voz aterciopelada se mistificaba por la intensidad, por la franca emoción. Me la imaginaba, de niña, justo al lado de la ventana, midiendo mentalmente la distancia que la separaba de la tormenta y llegando, de forma irremediable, a ese número, el siete.
—¿Quizá provoca ese fenómeno de forma inconsciente? Sin darse cuenta, alarga o acorta los segundos para llegar a siete.
—Puede ser, puede ser…
Me di cuenta de que tenía la mirada perdida.
—En su opinión, ¿adónde quería llegar con la segunda víctima, la del matadero? —pregunté para centrarnos de nuevo en el tema.
—Es difícil decirlo, ya que su trabajo fue interrumpido. Pero una vez más, podemos descubrir cierto simbolismo. Las astillas representan símbolos citados a menudo en la Biblia. Materializan el sufrimiento del creyente. –Se echó el pelo húmedo hacia atrás—. Las víctimas, como ya he señalado, no ofrecen puntos comunes particulares en lo referente al físico; esa relación debe de darse en otro aspecto, seguramente en el pasado de esas mujeres. Es evidente que Prieur intentó disimular un terrible secreto, al igual que sor Clémence con su adulterio. El asesino actúa pues como un mensajero, un juez o un verdugo, es quien castiga, pero también quien absuelve a sus víctimas. Las limpia de sus pecados sometiéndolas al cáliz del dolor absoluto. Recuerde el estado de limpieza de los cuerpos y, sobre todo, el hecho de que no las viole; creo que, en los últimos instantes, las respeta. –Deslizó la mano por encima de la mesa, como una caricia—. Luego está esa segunda personalidad, la que disfruta con el acto, la que tortura para materializar sus fantasías, la que filma para prolongarlas. Esa faceta es sin duda alguna la más oscura, la más sádica. ¡Sospecho que nos enfrentamos, no a uno, sino más bien a dos asesinos en serie, unidos dentro del mismo cuerpo bajo los auspicios de una inteligencia extraordinaria!
El fragor de un trueno hizo temblar los cristales. Las nubes cabalgaban en el cielo y la red de la oscuridad se abalanzó sobre la capital como una gigantesca mancha de petróleo.
—¡Estaremos atrapados aquí por un buen rato! —observé apoyando los codos sobre la mesa—. ¡Llueve a cántaros!
No respondió. Sentía una onda fría en su interior, una potencia cruda que le solidificaba la sangre. Imaginaba al asesino como un dragón con dos cabezas, una Hidra de Lerna que escupe lenguas de fuego y vomita las carroñas digeridas de sus anteriores comidas. Recordé esa fuerza que me había arrastrado en el matadero, que había ejecutado su castigo entre gritos y rabia, pero que me había salvado.
Veía a la mujer que había frente a mí distante, en otro lugar, y pensaba en Suzanne. Frases, expresiones femeninas retumbaron en mi cabeza, como tiros. Mi mujer estaba viva, en algún sitio, no me cabía duda. Otra parte de mí hubiese preferido que estuviese muerta, calentita y protegida en el destello de las estrellas. Ahora, sin entender por qué, percibía ciénagas nauseabundas, canales tortuosos de podredumbre y porquerías, la adivinaba, ahí, en medio de ese infierno de agua y muerte. ¿Por qué?
—¿Quiere hablarme de su mujer? —adivinó Elisabeth entrecruzando los dedos debajo de la barbilla.
Sus mejillas habían recobrado el tono vital. ¿Había hurgado en mis pensamientos de forma inconsciente? ¿Poseía realmente un don, como afirmaba Doudou Camelia?
Hablamos de Suzanne mucho tiempo, muchísimo. Me desahogué de cuanto me atenazaba el corazón, como cuando uno expectora a gusto al toser. La tormenta se agotó, dejó de llover, la calma de un soplo apaciguado barrió el café como un vientecillo suave. Me sentí bien, aliviado e incluso tranquilo. Habíamos hablado como dos viejos amigos y nos separamos en el ronquido lejano de la tormenta que había pasado; ella, en dirección al Louvre, yo, hacia la plaza Vendôme…
Del señor Clement Lanoo, profesor de anatomía en la Facultad de Medicina de Créteil, emanaba una sensación de poder, de dominio absoluto. Sus manos firmes lanzaban unos dedos hábiles, demostrativos, que discurrían por las láminas anatómicas para absorber su consistencia y transmitirla a un público cautivado. Me instalé al fondo del anfiteatro, atrayendo sobre mí algunas miradas de futuros médicos y dos o tres susurros.
Cuando los estudiantes salieron, avancé hacia el estrado. El hombre se quitó las gafas y las guardó en un estuche de terciopelo.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó mientras metía las fichas en una cartera negra de cuero.
—Soy el comisario Sharko, de la policía judicial. Me gustaría formularle unas preguntas sobre una estudiante que estuvo en su facultad hará unos cinco años. Se llamaba Martine Prieur.
La calma discurría como un soplo en el amplio anfiteatro y nuestras voces se elevaban por encima de las filas de asientos vacíos hasta las paredes del fondo.
—Ah sí, Prieur. La recuerdo. Una estudiante brillante; destacaba por su rigor e inteligencia. ¿Tiene algún problema?
—Sí, un ligero problema. Ha sido asesinada.
Dejó la cartera sobre el pupitre, ambas manos aferradas al asa.
—¡Madre de Dios! ¿En qué puedo servirle?
—Puede contestar a mis preguntas. Debe de tener cada año a un montón de estudiantes, ¿no?
—Más de mil ochocientos. Gracias a las nuevas infraestructuras pronto podremos acoger a setecientos más.
—¿Y los conoce a todos personalmente?
—No, por supuesto que no. En el transcurso de dos entrevistas anuales acabo viéndolos a todos, pero para algunos no pasa de ahí. El seguimiento se hace sobre todo mediante los resultados obtenidos en los exámenes.
La puerta del fondo se abrió y asomó una cabeza, que acto seguido desapareció.
—¿Cómo se distinguió Martine Prieur de la masa para que, después de cinco años, aún la recuerde? —proseguí.
—No puede saber hasta qué punto los conocimientos anatómicos de los internos de cirugía son deplorables. Soy conferenciante y profesor de anatomía, señor Sharko, y concibo el progreso con una inmensa desolación. Los jóvenes de hoy en día son muy duchos en informática, el ordenador se ha convertido en una herramienta ineludible. Las películas sustituyen las manipulaciones. Ahora bien, uno puede mirar tantas cintas como quiera, que nunca sabrá cómo palpar un hígado hasta que no tenga un interno, un jefe de clínica o un jefe que le diga «las manos hay que colocarlas así», sobre un vientre de verdad, de un enfermo de verdad. Póngales un cadáver real ante los ojos, y la mitad se marchará vomitando. Prieur era distinta. Era precisa, exacta en el dibujo, diseccionaba un cadáver en un momento. Enseguida la nombré jefa de trabajos de anatomía. Una plaza apreciada, privilegiada, ¿sabe?
—¿En qué consistía?
—En dar clases de disección, todos los días, a estudiantes de primero.
—Si no lo he entendido mal, ¿Martine Prieur se pasaba los días explorando cadáveres?
—Se puede decir así. Pero pasar no es el término exacto.
—¿Cómo se comportaba con sus compañeros? ¿Qué opinaba de ella fuera del ámbito médico?
La mirada se le ensombreció.
—No estoy muy al tanto de la vida privada de los estudiantes. Sus cuestiones personales no me interesan, sólo importan los resultados. Los mejores se quedan, los demás se marchan.
De repente sentí que se doblaba como una hoja que uno arruga.
—¿Por qué lo dejó todo?
Bajó con cuidado de la tarima y avanzó por la amplia fila central.
—No lo sé. A veces algunos se desaniman, sea cual sea la motivación, sea cual sea el curso. No sé qué ocurre en la mente de la gente, jamás lo sabré, aunque diseccionara una por una sus neuronas. Tengo una reunión importante dentro de un rato, señor comisario, así que, si me permite…
Salté de la tarima y le agarré la chaqueta con una fuerza que indicaba de forma clara mi determinación.
—Aún no he terminado con las preguntas, señor profesor. Quédese un poco más, por favor.
Movió el hombro para deshacerse de mi apretón con un gesto descarado.
—Adelante —soltó—. ¡Y rápido!
—Parece que no capta bien la cuestión, así que voy a explicárselo. Prieur ha sido descubierta con la cabeza cortada, los ojos arrancados y luego colocados de nuevo en las órbitas. Padeció mutilaciones durante largas horas, colgada de unos ganchos de acero. Y puede que eso tenga que ver con la persona que se escondía tras las apariencias. Un Doctor Jeckyll y Mister Hyde, si quiere. ¡Así que ahora me gustaría que me contase por qué dejó de forma repentina sus estudios!
Me volvió a dar la espalda, busto recto, hombros cuadrados. Un tótem…
—Sígame, comisario… Sharko.
Bajamos por un pasillo en pendiente que se adentraba en las entrañas ocultas de la facultad. Al fondo, una puerta maciza. Buscó la llave correcta, abrió y entramos. Tres halógenos ahuyentaron la oscuridad, desvelando una muchedumbre silenciosa que evolucionaba en líquido transparente. Seres despigmentados con rostros hinchados, las órbitas vacías, las bocas congeladas en su grito, flotaban verticalmente. Hombres, mujeres, incluso niños, desnudos, suspendidos en cubas de formol. Accidentados, suicidas, limpios y sucios a la vez, muñecas de trapo a merced de la ciencia… El profesor rompió el silencio:
—Éste es el mundo que habitaba Martine Prieur. Durante toda mi carrera, nunca he visto a una alumna apasionada hasta ese punto por la disección. El estudio de la muerte es una etapa muy difícil de cruzar para nuestros estudiantes. A ella no la intimidaba en absoluto. Podía pasarse horas, noches, aquí, para recibir los cuerpos del depósito de cadáveres, inyectarles formol y prepararlos para la disección.
—No está nada mal, para alguien que no soportaba los cadáveres.
—¿Cómo dice?
—Ése es el motivo alegado por su madre para que ella abandonara la facultad. Dígame, ¿no debería haberse limitado a supervisar las prácticas de los alumnos de primero?
—Por lo general, nuestros estudiantes se relevan para hacer lo que denominan el trabajo sucio. Prieur insistía en gestionar esas tareas ella sola. Después de todo, eso también formaba parte de sus responsabilidades.
—¿Por qué me ha traído a este lugar espantoso, profesor?
—Los cuerpos, una vez realizada la autopsia, se llevan al incinerador, en otra sala. En esa época, el señor Tallion, un empleado de la facultad, se encargaba de la cremación. Prieur le entregaba el cuerpo tras la disección. El trabajo de Tallion consistía en arrancar la etiqueta del pie del cadáver, consignarla en un registro y luego meter el cuerpo en el horno, previamente calentado. Una noche de ese famoso invierno de 1995, hacía tanto frío que las canalizaciones externas se congelaron. Fue una noche sin calefacción en el internado. Por supuesto, el horno no funcionó. Tallion, presa del pánico, disimuló el cadáver en la cámara fría donde conservamos los cuerpos antes de tratarlos con formol.
—No acabo de entenderlo…
El profesor se apoyó contra una cuba con la naturalidad con que uno se apoya en la calle contra una pared. La cosa que flotaba en el líquido no le molestaba.
—Prieur y él escondían un gran secreto…
—¿Qué secreto, maldita sea? ¡No se trata de una película de suspense, señor Lanoo!
—Prieur mutilaba los cadáveres —dijo bajando el tono, como si nuestros espectadores fuesen a romper, enfurecidos, los cristales de plexiglás para estrangularnos—. Les seccionaba el pene, les cortaba las partes anatómicas no diseccionadas, les cortaba la lengua…
—¿También les quitaba los ojos?
—Sí… Sí, les arrancaba los ojos.
Los acuarios de cuerpos humanos se pusieron a girar a mi alrededor.
Esos cuerpos destrozados por la muerte, como suspendidos en el aire, ese olor a formol que flotaba en la luz cruenta, blanca, hiriente, me obligaban a salir.
—Perdóneme, señor profesor. No he dormido mucho y sólo me he tomado un café.
Cerró la puerta con dos vueltas.
—No tiene de qué avergonzarse. No es el tipo de museo que uno pagaría para visitar, ¿verdad? Aunque… —Se le escapó una risita cínica.
—¿Por qué el empleado, ese Tallion, no habló nunca? —probé a decir con voz estrangulada.
—Se acostaba con él. Cuando descubrimos aquel cadáver mutilado, Tallion lo contó todo con la esperanza de preservar su puesto.
—¿Que hacía Prieur con los órganos seccionados?
—Nada. También los mandaba quemar.
—¿Y qué pasó después?
—Pedimos a Prieur que dejase la facultad.
—La solución fácil. No hay investigación, no hay fugas de información, no hay publicidad negativa, ¿verdad?
Se detuvo delante de una foto de sir Arthur Keith con las manos en los bolsillos y la cabeza levantada como si quisiese contemplar la bóveda del cielo que tapizaba el tejado de cristal y confesó:
—La solución menos penosa para todos, así es…
—¿Por qué razón realizaba esos actos odiosos?
—Atracción inmoderada por lo mórbido. Una necesidad de explorar tan intensa que la llevaba a la mutilación, quizá frente a la incomprensión de determinados fenómenos. ¿Qué buscaba en los lienzos sin vida de esos cuerpos? Nunca lo supimos. ¿Necrofilia, fetichismo? El anatomista siempre quiere ir más allá de las apariencias, se siente todopoderoso si no controla sus sensaciones. Es fácil, cuando uno tiene un escalpelo en la mano y un cadáver delante de él, creerse Dios…
—¿Tallion le habló de su relación con Prieur?
—¿A qué se refiere?
—¿Se trataba de una relación sexual clásica? ¿Sadomasoquista?
Hizo una mueca.
—Pero ¿cómo quiere que lo sepa? ¿Se cree que soy sor Teresa? Pusimos fin al asunto de forma rápida.
—¿Dónde puedo encontrar a ese Tallion?
Una inspiración le ensanchó el pecho.
—Murió con su mujer y sus dos hijos en un accidente de coche, hará tres años.
El universo de Prieur se desvanecía como una bruma en el alba. Los cadáveres tapizaban su vida, su muerte, cuanto había sido… Añadí, con voz que traslucía un despecho evidente:
—¿Tenía amigos íntimos entre los alumnos? ¿Personas susceptibles de estar al corriente de sus propensiones necrófilas?
—Le repito que no me inmiscuyo en la vida privada de mis estudiantes.
—¿Puede facilitarme la lista de sus alumnos de 1994 a 1996?
—Pueden ser muchos; voy a pedírselo a la secretaria. Le dejo, comisario. El tiempo es mi peor enemigo y con los años la situación no mejora.
—Puede que vuelva a visitarle.
—Si se da el caso, pida cita.
La verdad había salido a flote. Prieur había estado sumergida en lo obsceno, encerrada en los rincones oscuros de la facultad mutilando aún más lo que ya lo estaba. Había dejado el horror tras de sí al abandonar la facultad, cambiar de apariencia, de vida, apartar ese lado mórbido, cubrirlo de tierra en las profundidades tenebrosas de su alma. ¿Acaso buscaba curarse de una especie de enfermedad que envenenaba su existencia y la obligaba a vivir en el secreto de lo inconfesable?
El asesino había descubierto su juego. Había actuado cinco años después, cuando ella se sentía protegida en el marco de su vida ordenada. Le había pagado con la misma moneda, un sufrimiento voluntario, provocado, odioso. Ojo por ojo, diente por diente. El análisis de Elisabeth Williams se sostenía, todo cuadraba; el asesino jugaba en dos terrenos diferentes.
Todo cuadraba, pero nada me acercaba a él, que deambulaba en el crepúsculo parisino con entera libertad, como un águila que domina un amplio terreno de caza. Acechaba, jugaba, golpeaba con la rapidez de un rayo, y luego desaparecía en la sombra de la sangre. Dominaba la muerte, dominaba la vida, dominaba la encrucijada de nuestros destinos…
La hora de entrar en el mundo del dolor llegó con los vapores suaves de la noche. El París nocturno se iluminaba como un hormigueo de luciérnagas.
Alrededores de la parada de metro Sebastopol. Un pasillo de asfalto abierto al sexo, algunos coches aparcados encima de las aceras, una línea de farolas desgastadas que a duras penas traspasaban la noche. Sombras que circulaban a paso ligero por el segundo distrito, espaldas encorvadas dentro de los impermeables, manos en los bolsillos, miradas fijas en el suelo. Dos, tres chicas apoyadas contra las paredes, un zapato de tacón hundido en los viejos ladrillos de las fachadas.
Mientras andábamos, Fripette me dio las últimas recomendaciones.
—No hables; sobre todo nada de preguntas, yo me encargo de todo. Si acaban enterándose de que metemos la nariz en los asuntos de esa gente, recibiremos más golpes en un cuarto de hora que en quince asaltos contra Tyson. Espero que no lleves tu pipa contigo. Ni tu placa. Nos van a cachear.
—No, de verdad.
—¿Y tu documentación?
—La llevaré encima.
—Estupendo. No tienes que hacer nada, sólo abrir los ojos y cerrar el pico. Te pegarás la máscara de cuero a la cara, como el peor de los sádicos sexuales. Ni visto ni oído, ¿vale?
—Vale.
—Vamos a entrar en las backrooms más hards de París, ¿te sigue molando?
—Más que nunca.
Me puso una mano en el hombro.
—Dime, comisario, ¿por qué no envías a tus criados, tus esbirros de tiro al blanco? ¿Por qué lo quieres hacer todo tú mismo?
—Motivos personales.
—No eres muy hablador, que digamos, cuando se trata de tu vida privada…
Número 48 de la calle Greneta. Una puerta de metal. Una ventana corredera que se abre. Una máscara de cuero con agujeros a la altura de los ojos que aparece.
—Fripette. ¿Qué quieres, maldito desgraciado?
—Menuda acogida. Queremos entrar. Tenemos ganas de pasárnoslo bien.
—Hace un porrón que no te vemos.
—Vuelvo a las andadas.
—¿Tienes pasta?
—Mi colega está forrado.
Una nariz olisqueó por la ventana corredera. Una lengua se paseó sobre el cuero.
—¿Y qué quiere tu colega?
—Es un puto mirón. No hay otro igual. ¡Ahora deja que entremos!
—¿Es que no sabe hablar? No tiene las pintas para el puesto, no me gusta.
—Déjanos pasar, tío. No hay gato encerrado.
—Más le vale a tu culito. ¿Estás al tanto del dress code de esta noche?
—Uniformes. Tenemos lo necesario.
La puerta se abrió con un potente chirrido. Fripette metió doscientos euros en la zarpa de Rostro de Cuero. Embutido en una bata de enfermero y botas de cuero blanco que le llegaban a las rodillas, el hombre apestaba por entero a vicio. Para encontrar aquel lugar acogedor había que tener mucha, pero muchísima imaginación; al lado de aquel antro, un trastero habría parecido un palacio. Una mujer alta y sexy, ceñida en un torneado mono de vinilo violeta, se alzaba como una gata tras una especie de bar, desde donde la luz de unas bombillas rojas apenas conseguía iluminar un largo pasillo. La Gata nos tendió fichas de plástico de diferentes valores.
—Velada de azotes en el tribunal, si queréis —soltó con tono monocorde—. Vestuarios a la derecha. ¡Id a cambiaros, esclavos! —ordenó espetándonos una larga risa cínica.
Otra sala, otro lugar de desolación, paredes enladrilladas y bancos de metal. Nos cambiamos en silencio sin mirarnos. Sentía como un peso la extraña sensación de que nos vigilaban desde que habíamos entrado. Me puse mi bata de enfermero, las botas que generosamente me había prestado Fripette y la máscara de cuero negro, que me ayudó a atar en la parte posterior del cráneo. Me avergonzaba y di gracias al cielo por no toparme con un solo espejo en aquella cloaca.
—¡Estás guapísimo! —me soltó Fripette.
—¡Cierra el pico!
Se cubrió el cráneo de alabastro con una peluca de juez y se colocó la toga de hombre de ley. Después ocultó sus ojos tras un antifaz de cuero y murmuró:
—Adelante. Vamos a pasearnos por los diferentes torreones. Intenta dar con lo que buscas, y deprisa. Sigúeme y no lo olvides, ¡puedes abrir las orejas, pero cierra la bocaza!
No me gustaba el tono de su voz y me prometí asestarle un puñetazo en la cara en cuanto nos largáramos de allí… si es que lográbamos salir.
A lo largo del oscuro pasillo colgaban toda clase de pancartas, del tipo «Ludy y mister Freak se casan. Vengan todos a la ceremonia organizada por maestro SADO. Azotes a discreción». El restallido seco del látigo, gemidos ahogados de dolor y placer se filtraban a través de las diferentes puertas entreabiertas.
Primera sala, Sala de Medicina. Fripette me tiró del brazo; nos hicimos un sitio contra una de las paredes, en el claroscuro de la lámpara colgada sobre una mesa de operación de fabricación casera. En el centro, un hombre barrigudo, muy peludo, cinchado a una mesa como un cerdo bien rosa. Cuatro mujeres enmascaradas, disfrazadas de enfermeras, le flagelaban con tacto las partes sensibles, arrancándole cada vez un estertor de dolor. El escroto se le hinchó y el sexo se le tensó como la porra de un poli antidisturbios. Los celebrantes tenían a su disposición diferentes instrumentos, del tipo rodillo para ablandar la masa de pizza y, eventualmente, el sexo, disciplinas, una especie de tornos para los senos y también vibradores.
A nuestro alrededor la gente susurraba. Las lenguas se relamían, las manos se deslizaban bajo los trajes para una probable masturbación. Escudriñé con la mirada a mis vecinos, adivinando en los que no iban enmascarados a personas a quienes uno podría haber confiado a sus hijos antes de ir al cine.
Otros observadores daban impresión de rigidez, disfrutando del sufrimiento del hombre atado como de un pastel de nata. Algunos se hablaban al oído y luego desaparecían en otra sala.
Ahora el paciente sexual estaba gritando. Un verdugo le envió haces de luz a los ojos mientras otra le soltaba pinzas cocodrilo sobre la membrana con nervaduras del escroto. El espectáculo se equilibraba él solo; los que salían eran sustituidos por nuevos mirones o títeres trajeados. Las palabras me quemaban en el borde de los labios; alguien, entre aquella cohorte de obsesos, tenía que pertenecer por fuerza a BDSM4Y, era cuestión de probabilidades. De repente, mi mirada quedó retenida.
Reconocí a Rostro de Cuero en la entrada de la sala. Me miraba de hito en hito, penetraba en mí como una hoja en la carne, los puños apretados en los guantes. Clavé de nuevo la mirada en la escena de violencia y fingí apreciar el espectáculo. Me resultaba tan fácil como tragarme una bola de petanca.
Luego una mujer de la asamblea sustituyó al hombre magullado, se dejó atar y el espectáculo volvió a empezar con renovados bríos. Nos abrimos paso para salir de la sala.
Cambio de decorado, escena idéntica; Sala Medieval, cruz para azotar, amos, dominados, mirones. No había lámparas, tan sólo antorchas que apenas salpicaban con su luz partes de miembros, pieles húmedas, rostros pétreos de dolor. Unos recién llegados se apretujaron contra nosotros. Calor de cuerpos, mezcla de sudores, oscuridad completa, haces luminosos a veces. Formábamos un solo ser. Me incliné hacia mi vecino, sin saber si se trataba de un hombre o una mujer.
—Qué placer… —le susurré al oído. No hubo respuesta. Fripette me apretó el hombro y, protegido por la oscuridad, le asesté un codazo en las costillas—. ¿Vienes a menudo? —seguí susurrando.
La forma se alejó y desapareció, dejando sitio a otro paquete de carne, más corpulento, que apestaba a sudor.
Mis ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad. Ahora distinguía las curvas de los cuerpos de los mirones, apretados contra las paredes, al igual que nosotros. Percibía el olor acre de sus carnes en ebullición, de sus sentidos trastornados por el espectáculo. Dos tipos con traje de faena ataron a una mujer a la cruz, le hundieron una anilla de metal en la boca y le taparon los ojos con una venda. Tras haberle arrancado el uniforme, le pegaron a los pechos y el clítoris pastillas conductoras unidas a una batería de doce voltios, como las que se encuentran bajo el capó de los coches. Cuando conectaron la corriente, la chica gritó, luego se corrió y pidió más.
De repente, Fripette me tiró con firmeza de la bata. Salimos por otra puerta, aparecimos en la Sala del Tribunal, donde un juez daba martillazos sobre las nalgas de una mujer acuclillada; bordeamos las paredes antes de volver a encontrar el pasillo. En la otra punta, ante la Sala de Medicina, carcasas de tiarrones se agitaron.
—¡Dejemos la ropa en el vestuario! ¡Nos piramos! ¡Creo que sospechan algo!
Volvimos a subir por el pasillo y adoptamos la forma de exhalaciones delante del bar. Exhalaciones con uniformes.
—¡Detenedlos! —gritó una voz que sonaba a todo menos a reconfortante.
La Gata lanzó una botella de whisky llena que me rozó la coronilla. Un sosias de Rostro de Cuero se plantó ante la puerta de salida, blandiendo una hoja. Le asesté sin pensar un golpe de bota en el pecho, aplastándole la nariz de un golpe de antebrazo. Fripette abrió el pestillo y nos precipitamos a la calle. La jauría se aglutinó en la orilla del torreón antes de volver a entrar, tras algunos intercambios en voz baja y dedos bien erguidos hacia arriba.
—¡Me cago en la puta, pero tú eres gilipollas, joder! –Fripette asestó un magistral golpe de suela a un cubo de basura de metal antes de aullar de dolor—. ¡Hostia, joder! ¡Me he hecho daño! ¡Cago en Dios! –Derramaba torrentes de lágrimas—. ¡Estoy quemado por tu culpa! ¡Jodido! ¡Ya estoy muerto! ¡Me van a machacar vivo, joder! ¡Te había dicho que cerraras la bocaza!
Tiré la bata de enfermero al suelo. Una pareja, al descubrirnos ataviados así, yo con las botas y Fripette con su traje de juez, cambió de acera. Me asaltó una duda. Hundí la mano en el bolsillo de atrás de mis tejanos y, en ese momento, sentí que una vena en el cuello se me hinchaba como si fuese a estallar.
~¡Me han robado la documentación! ¡Esos cabrones me han robado la documentación! —exclamé.
Aquellas sombras que se apretaban contra mí en la Sala Medieval… Rostro de Cuero debía de haber sospechado algo, así que envió a un esbirro para que me mangase la cartera. Fripette lanzó una sonrisa triste.
—Estás tan pringado como yo, chaval. Espera a que te hagan una visita cualquier día de éstos. Y si se enteran de que eres un poli, te harán tragar el uniforme. Son poderosos y están organizados. Lo que has visto esta noche sólo es la punta visible del iceberg. Hay una mafia en el ámbito del hard, como en la droga o la prostitución. ¡Pero claro, vosotros, los polis, sois demasiado horteras para meter el bigote ahí dentro!
Se me hincharon las narices. Me abalancé sobre él, levanté la mano para destrozarle la mandíbula pero me controlé en el último momento; aquel tipo tan feo no había preguntado nada y corría el riesgo de pagar los platos rotos en mi lugar.
—Lárgate, Fripette —le solté bajando finalmente el puño.
—¿Qu… qué? ¿No vas a enviarme polis para que me protejan? ¡Joder, eres cruel, tío! ¿Qué crees que va a ser de mí ahora?
Avancé hacia él, enseñando los dientes, fulminándolo con la mirada.
—¡Vale, vale, tío! —se rindió. Sus pasos restallaron en la noche—. ¡Joder! ¡No he conocido a nadie más gilipollas que tú! ¡Que te jodan! ¡Que os jodan a todos!
En el metro casi vacío donde ni un fantasma se hubiese entretenido, dos chicos se subieron en Châtelet y me rodearon.
—¡Eh, tío, vaya botas más chulas! ¿Has visto? ¿De dónde sale este tío? ¡Maricón de mierda! ¡Danos las botas!
—¿Qué vas a hacer con ellas?
—¿Y a ti qué coño te importa? Sólo te he pedido las botas. ¡Y la pasta, ya que estás! ¡Sí, tío! ¡Suelta la pasta!
Empecé a desatarme los cordones lentamente, sumido en una profunda tristeza. Había echado a perder una pista seria. Con mi documentación, descubrirían mi identidad. El asunto llegaría hasta la organización BDSM4Y y esos tarados desaparecerían sin dejar rastro, quizás intentando acabar con mi pellejo antes.
—¡Tus botas, gilipollas! ¡Date prisa!
Me quité la bota y, con un movimiento circular, estrellé el talón en plena cara del idiota que gesticulaba a mi izquierda. Una parábola espesa de sangre brotó acompañada de un dientecillo, un canino que se precipitó bajo los asientos vacíos. Antes de que el segundo sacase su navaja, le doblé los dedos sobre la mandíbula. Unos huesos crujieron, seguramente los de mis falanges, pero también y sobre todo los de su maxilar. Se apretó el rostro entre las manos y gimió como un suplicante. Me levanté, me así a una barra metálica bajé en la siguiente estación para continuar a pie. Tenía la mano ensangrentada y estaba extenuado.
Al llegar a casa, a pesar del peso del cansancio, una extraña motivación me empujó a poner en marcha a Poupette. Sin éxito. Sin embargo, los depósitos estaban llenos, la presión subía en la caldera, pero la locomotora sólo me devolvió un chillido desesperado, un gorgojeo de vapor, una queja temblorosa. Como un ser humano que agoniza. ¿Acaso sufría tanto como yo bajo su caparazón de metal?
Imposible invocar las visiones hermosas de mi mujer, esta vez. Por todas partes olía a muerte… Me dormí inquieto, temblando y empapado en sudor, con la Glock sobre la mesilla de noche.