Capítulo 6

Timbre estridente, una espina en la bruma primaveral del sueño. Al otro lado de la línea, un buldog enrabiado, una corneta de caza, un petardo de boda. El comisario de división me taladró a preguntas antes de ordenarme que me encontrase con él en la central para una recapitulación precisa sobre la investigación. Iba a tener que rendir cuentas.

Ahora, gracias al modem ADSL que me había hecho instalar Thomas, estaba conectado a internet noche y día, lo que permitía a los ingenieros del SEFTI desmenuzar los flujos binarios que circulaban entre mi PC y el resto del mundo. Una mirada rutinaria al contenido de mi buzón electrónico me reveló la presencia de un solo mensaje, enviado por Serpetti.

Hola, Franck:

La historia que me contaste sobre el tatuaje del cuerpo de la chica de Bretaña me ha dejado muy preocupado. Una parte de la sigla me sonaba vagamente de algo y, tras darle vueltas durante casi toda la noche, creo haber descubierto detalles que podrían interesarte. Aparentemente, el mundo en que parece moverse ese enfermo es un mundo de exaltados, de personas peligrosas sedientas de vicio y de lo peor que haya en este planeta. Prefiero hablar del tema cara a cara. Estoy en el hipódromo gran parte del día, y luego paso por el FFMF (mi club de modelismo) al final de la tarde. Puedes intentar llamarme si quieres, pero la mayoría de las veces apago el móvil cuando estoy en las tribunas del hipódromo. El ruido me obliga. Pásate por la granja a las siete de la tarde, te esperaré. Así, aprovecharemos para cenar juntos. Estoy solo, Yennia vuelve a estar en el París-Londres. Espero de todo corazón que podáis salvar a la pobre de las fotos. Me da la impresión de que tu asesino carece totalmente de humanidad.

P.D.: Tienes que acordarte de darme tu número de móvil. Es imposible localizarte…

Un abrazo,

Thomas S.

Los enfados de Leclerc, memorables, nos recordaban, y mucho, que a las paredes de la Criminal les faltaba grosor. Cuando se salía de sus casillas, una onda de choque sacudía los pasillos. De profundo idiota pasé a ser irresponsable y los años fueron desfilando al mismo tiempo que las frases, y así de joven incompetente me convertí en viejo gilipollas. Pero Leclerc cambiaba como la marea; ya sin palabras, la garganta abrasada de tanto gritar, me reconoció que pensaba que había actuado de forma valiente y con cierta eficacia, y me entregó un informe de investigación redactado por el SRPJ de Nantes antes de desaparecer tras las espirales grisáceas de un cigarrillo aplastado entre los labios.

—¿Tienen nuevos datos sobre Gad? —le pregunté apartándome del halo de humo.

—No, aparte de la declaración de ese tipo, no tenemos ni la sombra de un pedo. No han autorizado la autopsia del cuerpo. De todas formas, después de más de dos meses… En definitiva, que no hay absolutamente nada que nos permita refutar la tesis del accidente. Esa chica no era una santa, como verás en el informe, pero la ley no prohíbe las tendencias perversas y las chucherías con sabor a cuero. Mantenía su vida privada tan en secreto que nos es difícil obtener la menor pista. Facturas de teléfono, nada de nada. Vecindario, nada de nada. Amigos y familia, nada de nada. Ningún hotel reservado a su nombre en París, y los gastos de su tarjeta de crédito no han revelado nada especial, salvo que retiró importantes sumas en el cajero automático de la estación de Montparnasse. Los asiduos del tren fueron interrogados; algunos sólo recuerdan su rostro, sin más. Gad era una sombra en la niebla. Cuento contigo para esclarecer este desorden, y lo más rápido posible.

—Haré cuanto pueda. Dígame, ¿Thornton va a permanecer pegado a nuestros talones mucho tiempo?

—Está aquí como observador. Evalúa el trabajo de Williams. Es una de las primeras veces en que la policía trabaja con un profiler, así que, como podrás suponer, el juez Kelly es escéptico.

—Pero ¿usted cree que Thornton es capaz de evaluar otra cosa que no sea su culo?

El teléfono de Leclerc sonó y yo salí, con el delgado informe bajo el brazo.

Me encerré en mi despacho, desplacé una pila de hojas al extremo de la mesa y, con la cabeza entre las manos, recorrí las páginas del informe. La declaración del ingeniero de la cantera era, con gran diferencia, el pasaje más concreto.

[…] Rosance Gad me intrigaba y fascinaba. Era bastante reservada, discreta, y no recuerdo haber oído a menudo el sonido de su voz en el trabajo. Podría haber pasado por una niña modélica, meticulosa, muy aplicada en sus tareas cotidianas. Pero los Doctor Jekyll y Mister Hyde existen. Y cuando uno se topa con uno de ellos, ya no puede deshacerse del otro.

Subrayé «Doctor Jeckyll y Mister Hyde», pensando entonces en el Hombre sin Rostro, el demonio de Doudou Camelia: «Está en todas partes y ninguna, te vigila…», y seguí leyendo.

Quiero recordar que nunca mantuve el menor intercambio sexual con esa chica. La primera vez que pasamos la noche juntos, todo fue bastante soft. Me esposó, jugó con mi pene, me infligió pequeños latigazos sobre el torso y las nalgas. Por supuesto, cuando digo soft, lo digo respecto a lo que vino después. Me tendió una trampa. Me enganché, me volví majareta con sus juegos extraños. Cuanto más violentas eran nuestras relaciones, menos podía prescindir de ella. No sé, parecía que era capaz de controlar mis sensaciones, mis percepciones, hasta el punto de transformarme en un esclavo. Un esclavo del dolor. Nos veíamos dos veces por semana, al principio de la noche, y eso duró más de un mes. A mi mujer le ponía el pretexto de reuniones o de cenas de negocios con clientes importantes de la región.

Van a tomarme por loco, por un enfermo sexual, pero no soy así. Amo a mi mujer más que nada en este mundo; creo que Gad no era más que la reencarnación de un ardor sexual que se alimentaba del sufrimiento que provocaba.

Me obligan a enumerar los actos que practicaba. Aquí los tienen. De las esposas, pasó a la atadura. No sé dónde aprendía todo eso. De todas formas, me mantenía amordazado durante todo el acto, y confieso que nunca pensé en hacerle la menor pregunta. Era incapaz. Torturas con pinzas de ropa y pinzas cocodrilo. Quemaduras con cera sobre el torso. Presiones más o menos fuertes al nivel de la carótida. A veces me desvanecía y recuperado, medio consciente, volvía con una sensación de beatitud extrema. Pissing, es decir, que orinaba encima de mí. Sin duda alguna el acto que más odiaba.

Hacia el final, me propuso filmar nuestra relación. Quería ponerme un pasamontañas y grabar con una cámara los actos sadomaso. Me decía que podía ganar mucho dinero y que, de todas formas, nunca se vería mi rostro. Me negué, eso la enfureció y esa noche me hizo daño de verdad. Murió al cabo de dos días…

Dejé el informe abierto delante de mí y me recosté contra el respaldo de la silla, con la cabeza hacia atrás. El ángel que disimula el demonio en Gad, el hombre que oculta la bestia feroz en el asesino, todo eso sobre un manto de crueldad y vicio. Una relación estrecha se tejía entre esos dos seres; sus destinos se habían cruzado, enmarañados, retorcidos y, de esa alquimia hirviente, había surgido la muerte. El hilo estaba roto; una de las extremidades se pudría bajo tierra y la otra se paseaba con entera libertad, a merced de un viento de terror. Marqué el número interno de Sibersky y le pedí que se reuniese conmigo en el despacho. Un minuto después se presentó.

—Comisario, le pido disculpas por mi comportamiento en el matadero; perdí el control. Me… me puse a pensar en mi mujer, y en ese momento…

Le indiqué que se sentase.

—No tienes que avergonzarte de nada. ¿Te han dado información en la comisaría de Vernon sobre HLS y el FLA?

—Sobre todo referente al Frente de Liberación de los Animales. El FLA se organiza gracias a internet y mediante el intercambio de informaciones en servidores protegidos con contraseñas. Los nuevos miembros, los novatos, aumentan sin cesar los efectivos, pero solamente los veteranos tienen acceso a la información confidencial, los lugares de las citas, los próximos objetivos, los planes de acción…

—¿Qué entiendes por veteranos?

—Miembros antiguos que han dado prueba de sus aptitudes en acciones antivivisección o en intervenciones a favor de los animales. Del tipo liberar las cigüeñas de los zoos. Fanáticos pacifistas, dedicados a una causa noble.

—¿Es fácil convertirse en novato, adherirse al movimiento?

—No mucho. La inscripción de alguien nuevo depende de un padrino, ya miembro del FLA, y cada padrino es responsable de su ahijado. Los topos que intentan introducirse en el movimiento se detectan bastante rápido. La red es muy móvil. Los sitios cambian a menudo de servidor. En el seno de esa organización, se mezclan expertos en sistemas de información, en seguridad y en técnicas de pirateo. Lo que equivale a decir que son imposibles de atrapar…

—¿Nuestros colegas han echado el guante a alguno de esos miembros?

—Sospechosos. Sólo sospechosos. ¿Conoce a Paulo Bloumette?

—¿El apneísta plusmarquista de Francia?

—Sí. También conocido por sus puñetazos mediatizados. Reconoce casi abiertamente que forma parte del FLA. Pero, por supuesto, no hay ninguna prueba de ello.

Cerré el informe redactado por el SRPJ de Nantes.

—Si el asesino no forma parte del FLA, ¿cómo estaba al corriente de su acción?

—No tengo ni idea. Creo que el asesino es adicto a internet.

—¿Por qué?

—Quizás ha conseguido recuperar informaciones del FLA en la red. Además, los contenidos de los ordenadores de Martine Prieur y Rosance Gad fueron borrados; en mi opinión, contenían datos importantes que podían darnos pistas sobre él. Quizá correos electrónicos o sitios de internet que acostumbraban visitar, y en los que podrían haberle conocido. Prieur tenía una línea ADSL de alta velocidad, así que seguramente navegaba varias horas al día.

—Por cierto, ¿han podido recuperar las direcciones de las páginas que nuestras víctimas visitaban?

—Me he informado en el SEFTI. El volumen de informaciones manejado es enorme y los suministradores de acceso sólo conservan los rastros de conexiones algunos días. Los datos ya no estaban disponibles.

Una vez más, el asesino llevaba la delantera por un suspiro, con todo su dominio, su conocimiento.

—Sigue centrado en internet. Pídele al SEFTI que eche un vistazo a las páginas web francesas para conocer gente, para ver si Prieur e incluso Gad estaban dadas de alta. Diles que hurguen en los sitios sadomasoquistas, nunca se sabe, y mira si algunos proponen la venta de cintas amateur de actos de tortura. Ubicados en París, a ser posible. Tengo la sombría certidumbre de que todo gira en torno a internet.

—Es un medio tan sencillo de mantener el crimen en el anonimato… Mire, comisario, la policía se halla en la era glaciar respecto al cibercrimen.

En cierto sentido, me sentía tranquilo. Lo concreto de la tecnología volvía a traer al asesino al rango de los humanos, falibles, de carne y sangre. Pero el Hombre sin Rostro me vigilaba, encaramado a la bóveda de mi alma. Aún podía ver el cabello de Elisabeth Williams electrizarse al entrar en contacto con el horror. Pensaba en los aullidos de los perros, esas visiones de Doudou Camelia referentes a Suzanne. Lo irracional a la conquista de lo racional.

Mientras descolgaba el teléfono para hablar con el forense, le pregunté a Sibersky:

—¿Hay alguna novedad sobre la identidad de la segunda víctima?

—Estamos investigando en los pueblos de los alrededores. Ninguna pista por ahora.

—¿Te quedas? Voy a llamar a Dead Alive.

—De acuerdo; no creo que sienta náuseas esta vez. Ah, y tenía razón…

—¿A propósito de qué?

—De mi primera autopsia. No pasa una sola noche sin que me asalten las pesadillas.

—Sharko al habla. ¿Podemos hacer un resumen sobre la víctima del matadero?

—¡Vamos allá! —contestó Van de Veld con su acostumbrado ánimo—. Los exámenes toxicológicos de la víctima han revelado la presencia de peróxido de hidrógeno en las heridas. Un antiséptico de baja concentración, para curar heridas gangrenadas o necrosis de tejidos. Se puede comprar en cualquier farmacia. La víctima padecía una desnutrición irreversible. Ya no podía hacerse el metabolismo de los aminoácidos; el cuerpo se autoconsumía, alimentándose de sus propios recursos para sobrevivir. Sin embargo, el verdugo prolongó el martirio al máximo. Le inyectaba una solución de glucosa al diez por ciento, en perfusión lenta; las muñecas y antebrazos estaban magullados por pinchazos de agujas. La glucosa es uno de los elementos esenciales para la supervivencia, pero está claro que no puede compensar las pérdidas de lípidos y proteínas, ni sustituir al aporte vitamínico esencial para el metabolismo. Podemos decir que el cuerpo era un vehículo que intentaba circular sobre dos ruedas.

—Pero no había ningún rastro de material de perfusión cuando la descubrí. ¿Cómo lo explica?

—Quizás había decidido terminar. Seguramente había vuelto para ejecutarla esa noche. Sin perfusión, en el estado en que se encontraba, no habría podido aguantar diez horas más.

—¿Cómo se consiguen ese tipo de medicamentos?

—Se venden por ampollas en la farmacia, con receta médica. La glucosa se suministra a personas que padecen desnutrición, a anoréxicos o a ancianos. Es muy fácil conseguirla falsificando una receta, porque no es un medicamento de los llamados delicados.

—¿Eso es todo?

—No. La pared estomacal estaba distendida y ulcerada. Como había observado en la escena del crimen, las numerosas estrías aún rosáceas en la piel de nalgas, caderas y barriga hacen suponer que ganó peso muy deprisa.

—¿Un aumento de peso debido a una enfermedad?

—No. A una sobrealimentación repentina. Tal vez esa chica fuese bulímica.

—Sorprendente. Buen trabajo, doctor.

—Tan sólo es cuestión de fijarse. Por cierto, como pasé por el laboratorio, aproveché para recuperar sus análisis toxicológicos.

Mantenía un suspense insano que me apresuré a cortar.

—¿Y?

—Se ha detectado presencia de quetamina en la sangre. Es un anestésico de tipo disociativo, lo que significa, y debe de haberlo sentido así, que separa la mente del cuerpo. Uno queda consciente con alucinaciones temporales, pero el cuerpo ya no le pertenece. Por inyección, el efecto es casi inmediato. Puede ocurrir que la mente se desconecte si la dosis es demasiado alta; por eso se desmayó al final.

—Gracias, doctor. Póngase en contacto conmigo si tiene novedades.

—¿No me pregunta cómo ha podido conseguir la quetamina?

—Ya lo sé. La robó en el laboratorio de vivisección de HLS. Hasta pronto, doctor.

Sibersky se apoyó con todo el peso de la inquietud sobre la mesa.

—Ese desgraciado se permite jugar a aprendiz de enfermero —dijo en tono incisivo—. ¡La mantuvo viva cincuenta días! ¿Se da cuenta de la voluntad que tiene? ¡Combatir a la vez la desnutrición y las ganas de morir de la chica!

—Uno lo consigue todo con la voluntad. Lo bueno y lo malo.

Golpeó con los nudillos el respaldo de su silla.

—¡Cálmate! —le ordené—. Investiga en policlínicas, hospitales o centros especializados para bulímicos. Envíales por fax fotos de la víctima. También habría que interrogar a los farmacéuticos próximos a Vernon, obtener información respecto a las compras de solución de glucosa.

—¿No podemos emitir un aviso de búsqueda de testigos por la tele?

Lancé con violencia una foto de la víctima sobre la mesa.

—¿Para enseñarles este horror?

Se encogió de hombros.

—Dígame, comisario, ¿no cree que, a veces, somos trabajadores de la muerte?

—¡Explícate!

—¿Conoce a esos escuadrones de la muerte, esos insectos necrófagos que llegan por salvas sucesivas sobre los cadáveres para alimentarse y que, llegado el momento, ceden su sitio a los escuadrones siguientes? Somos un poco como ellos. Trabajamos en la estela de la muerte. Nos abalanzamos sobre el cadáver cuando ya es tarde, demasiado tarde, y nos alimentamos con los restos que el asesino se digna dejarnos.

—Nuestro trabajo consiste justamente en impedir la llegada del siguiente escuadrón…

Me centré en el «Doctor Jekyll y Mister Hyde» subrayado en el informe.

—Hay que perseverar en las investigaciones sobre Martine Prieur. ¿Era esa chica realmente una santa, como pensamos todos? Vuelve a hablar con el comisario Bavière. Pídele que analice su pasado, que se remonte hasta la época escolar. Debemos hurgar más allá de las apariencias. En cuanto a mí, me marcho a Nanterre.

—¿Para ver si hay novedades sobre su mujer?

—Lo has adivinado.

Ni un mugido, ni un gruñido, ningún piar o turbulencia de corral en la inmensidad parda de los campos. En la U central, un tejado de establo agujereado, una cuba descalzada, caído contra un hangar moteado de hongos y musgos verdes. Al fondo, una torre del agua bamboleante. De la granja de Thomas Serpetti, con aires de koljoz, de campo usado, emanaba abandono, trabajo inacabado, descuido del hombre de ciudad. Pero tras los boxes de polvo, los bebedores anegados de aguas estancadas o los comederos agujereados, despuntaba una aurora límpida, la de la libertad, la ausencia de preocupaciones, lejos del ruido metálico y de las torres de hormigón del Gran Pulpo.

Thomas me dio la bienvenida en la escalinata, vestido con unos tejanos de corte ancho y una camisa a cuadros, como las de Charles Ingalls en La casa de la pradera.

—¡Hola, Franck! No te fijes en el desorden del patio. Aún no he tenido ánimos de encargarme del exterior, pero lo haré. Entra, por favor. Dime, ¿estás obligado a vestir traje, incluso para ir a casa de tus amigos?

—Es la costumbre. Si me quitas el traje, es como si le quitases la nariz roja a un payaso.

Las grandes líneas paralelas de las habitaciones daban una impresión de frialdad intensa. La labor, la dura existencia de las gentes que habían vivido aquí, continuaba impregnando la atmósfera con su olor de tierra húmeda, de heno cortado. La disposición de las butacas orejeras, las rinconeras patinadas o la chimenea del salón sólo calentaban de forma ilusoria un ambiente del grosor de la piedra.

Al fondo, en una sala anexa, bajo luces azuladas, se desplegaba todo un alarde de tecnología, una obra increíble de precisión, una mezcla de alma infantil y de paciencia meditada.

Docenas de locomotoras de las marcas Hornby, Jouef y Flecihmann bailaban un ballet eléctrico, se aferraban al raíl, propulsaban mercaderías bajo la mirada tímida de jefes de estación de escayola. Y, además de las estaciones, se desplegaban fábricas, árboles, hierba y cepas de liquen, agua que bajaba por las montañas… Una red magnífica, un logro perfecto, de ensueño.

—Parece magia, ¿verdad? Todo está controlado por un ordenador que dirige los sistemas de cambio de agujas, los desenganches, los almacenes de carga, las plataformas giratorias… ¡y me dejo cosas! Me gustaría que lo sintieras como yo, Franck. Esta copia en miniatura de vida es tan… ¡apasionante! Planificar todos los trayectos, orquestar los cruces, dominar los embrollos de metal en un ballet grandioso. ¡Qué alegría! Por cierto, ¿has logrado hacer funcionar a Poupetté?

—Sí, muchas gracias por el regalo. Es verdad que esa pequeña locomotora de vapor es muy bonita. Oye, ¿les pones nombre a todos tus trenes?

—¡Por supuesto! Cada uno posee un carácter, un destino, al igual que nosotros. ¿Ves ese negro grande que adelanta a todos los demás? Se llama Thunder. La locomotora comodona y blanca es Vermeille. Ese otro de ahí, que tira de unos diez vagones, se llama Hércules. Soy de algún modo el padre de todos.

De vuelta al comedor, señalé unas medias colgadas en el respaldo de una silla.

—¡Se nota que hay una presencia femenina aquí!

—¡Vaya, perdóname! –Cogió las medias y se las metió rápidamente en el bolsillo—. Yennia siempre tiene la cabeza en las nubes.

—¿Así que esta noche no tendré la suerte de conocerla?

—No, lo siento. Como te he dicho por teléfono, a esta hora debe de estar en el país del rosbif.

Me tendió un vaso de ginebra de Houle, mi preferida.

—Buena botella —repliqué con mirada de experto—. ¿Sabes que eres muy amable conmigo?

—Conozco tus orígenes norteños, eso es todo. ¿Hay novedades sobre la persona de la fotografía? ¿Tenéis esperanza de encontrarla?

—Está muerta. La descubrí durante la noche, en el vientre podrido de un matadero abandonado.

—¡Dios santo! –Se mordió los dedos—. ¿Cómo has conseguido encontrar a esa chica? Es increíble que a partir de una foto…

—Prefiero no contarte nada más. Ya no quiero implicarte en el caso.

—¡No puedo abandonaros! Ni a ti ni a Suzanne. Nunca pensé que te ayudaría en un caso criminal, y ahora tengo la ocasión de hacerlo. No me prives de ello, Franck. Yo también apreciaba mucho a Suzanne, lo sabes. Déjame hacerlo por ella.

—No olvides que ya no estás solo. Tienes a Yennia y debes velar por tu mujer. La amenaza es muy real, Thomas.

—Si corremos algún riesgo, podrás ordenar que vigilen la granja, ¿no? Normalmente hacéis eso en las películas. Venga, sígueme, tengo que enseñarte algo.

Me condujo a un despacho en el piso de arriba. Un antro de tecnología, aquí también, una cueva de tratamiento de la información. Un PC y dos servidores LINUX estaban encendidos de forma permanente; en uno de ellos desfilaban a ritmo enloquecido combinaciones de cifras y letras. Escáneres, impresoras, grabadoras y lectores de DVD se apilaban en una torre donde centelleaban diodos verdes y rojos. En la habitación, la temperatura era por lo menos tres grados más alta. Un poster magnífico, una especie de tapicería reluciente, cubría la pared trasera del despacho; y centré mi atención en él un buen rato, como absorbido por la belleza hipnótica del paisaje.

—Precioso, ¿verdad? Son las marismas del Tertre Blanc, un poblacho que descubrí por casualidad en una caminata al oeste de Melun. Yo mismo hice la foto. Un paisaje magnífico. Me gusta pensar en sitios así cuando trabajo. Me… ¿cómo lo diría?, me inspira. ¿Ves esa cabaña, en segundo plano? Un día me la compraré.

—Pero si ya podrías comprarla…

—Hay que prolongar el placer, sino ¿qué será de los sueños si uno obtiene cuanto desea? Bueno —hizo un gesto teatral—, éste es mi jardín secreto. Desde aquí viajo por el mundo.

Los ventiladores de los procesadores giraban a plena potencia en un ronroneo soporífero.

—Háblame del tatuaje —le pedí.

—De acuerdo. Las siglas BDSM son lo que me ha indicado el camino a seguir, pues aparecen en buena parte de los sitios sado. BDSM4Y es una extensión que significa «Bondage Discipline and Sado Masochisme For You», y que designa a un grupo de sado francés que se mueve en la sombra de internet.

—¿La sombra de internet? ¿Qué quieres decir?

—Los sitios porno y sado proliferan en la red. Hay para todos los gustos. Fetichistas de los pies, las uñas, dominantes y dominados, bondage, fans del látex, del pissing, de la zoofilia, de lo que quieras. En las estelas pringosas de esos escaparates se disimulan cosas mucho más innobles, un mundo oculto donde se propagan el vicio pútrido, lo extremo, lo insoportable…

Desenrolló una lista de direcciones de páginas web escupida por una impresora láser. Constelaciones de líneas en el cielo blanco del papel.

—Mira. Infinitas direcciones de sitios pedófilos. Odas a Hitler, al nazismo, llamadas para el regreso de la raza superior. Y éstos, dedicados a Bin Laden y la red de Al-Qaeda. Invitaciones a la guerra, a la decadencia. Incluso encuentras cómo fabricar bombas o cómo convertirte en un buen kamikaze sobre un fondo del Corán. He grabado montones de CD y sin embargo, el común de los mortales no se da cuenta de nada al navegar. ¿Ves ese ordenador que hay en el rincón?

Asentí. La lista que desplegaba desvelaba direcciones web sin fin.

—Este servidor LINUX siempre está en contacto directo con el SEFTI —prosiguió Thomas—. Le transmite en tiempo real las informaciones de los sitios sospechosos. Pero avanzamos en un terreno movedizo. Esos terroristas, esos sádicos de la era moderna son prudentes y están formados, más que cualquiera. Saben borrar su rastro, de modo que es casi imposible atraparlos. De todas estas direcciones, estoy seguro de que mañana no habrá ni una válida.

Sus dedos se lanzaron sobre el teclado de un ordenador, cabalgaron las teclas. Tecleó una dirección compleja, imposible de retener o encontrar a capricho de la navegación por la red.

—Esto es lo que nos interesa.

Apareció una pantalla de identificación, Thomas escribió un nombre de usuario y una contraseña, y la combinación correcta abrió las puertas de lo desconocido.

—¡Hostia! ¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí?

—¡Ceros y unos, Franck, ceros y unos!

—¡Explícamelo!

—He currado, currado y currado. He recorrido, y créeme, con asco, los sitios sadomaso. De liana en liana, de indicio en indicio, como haces tú en una investigación. Me he inmiscuido en las conversaciones en línea, hasta encontrar a algunos que guardaban secretos que me han permitido remontarme hasta los orígenes de BDSM4Y. Y me topé con este sitio…

—Pero respecto al usuario y la contraseña, ¿cómo has conseguido eludir el sistema de seguridad?

Señaló una segunda máquina, en la que desfilaban sin pausa las sopas de cifras, las nubes de letras.

—¡Está chupado! Utilizo un robot, un programa inteligente que prueba noche y día combinaciones posibles de usuarios y contraseñas. En condiciones normales, aunque el ordenador comprueba varios centenares de parejas por minuto, se necesitarían meses. Sin embargo, los internautas, tanto tú como yo, utilizan contraseñas fáciles de recordar. Fechas de nacimiento, apellidos propios, nombres, combinaciones de menos de seis letras o expresiones triviales del tipo «tototo» o «tititi»… Mi robot trabaja a partir de ficheros preestablecidos de palabras. Se eliminan las combinaciones poco probables, así que reducimos varios meses a un día o dos de búsquedas. Por ejemplo, en este caso, el software ha escogido David/101265. El nombre y la fecha de nacimiento del tío, sin duda. ¿Mola, a que sí?

El sitio tenía mala pinta. Pobres páginas sin vida, sin colores, mal organizadas. Otra ventana se abrió cuando Serpetti clicó sobre uno de los pocos enlaces. Aparecieron nombres, frases, diálogos en ventanas intermedias. El chat vibraba de animación.

—Ahí está su área de acción —comentó Thomas—. Discuten en directo a lo largo del día. Algunos se marchan, otros llegan y hay un movimiento continuo. Mira. Ahora mismo hay cinco personas diferentes, cinco seudónimos. Cinco viciosos.

—Conozco este tipo de reuniones. Deberían detectar tu presencia, ¿no? Porque normalmente, cuando uno se conecta, su seudónimo aparece de forma automática.

Sus ojos brillaron con la astucia de un zorro.

—Sí. Pero he manipulado el software. Puedo observar sin que me vean.

—¿De qué están hablando?

—De técnicas de atadura. De cómo hacen gozar a sus parejas atándolas, cortándoles la circulación sanguínea o apretando sus gargantas hasta casi ahogarlas. Se consideran maestros absolutos del dolor mezclado con el placer. Cuando digo «ellos» generalizo, porque determinados seudónimos, ciertas maneras de hablar, indican que hay mujeres en el grupo.

«Mujeres. Otras Rosance Gad».

—Hablas de la faz oculta, negra, de internet. Se trata de sadomasoquismo de dominante perversa, estoy de acuerdo contigo. Pero eso es algo bastante común en ese entorno, ¿no?

—¿Conoces las sociedades secretas?

—Sí, como cualquiera. Los francmasones, la orden de los templarios, los cataros…

—Las sociedades que mencionas son sociedades iniciáticas, compuestas por personas de la alta burguesía, caballeros, capellanes, sargentos movidos por causas nobles, aunque páginas sombrías de la historia pautan su desarrollo. También han existido otras sociedades de subversión, dedicadas al culto del satanismo, la magia negra o la brujería, especialmente en torno al siglo diecisiete, pero, porque asustan, se prefiere pasarlas por alto en vez de hablar de ellas. Por ejemplo, la Santa Vehme, ¿te suena de algo?

—¿Se trataba tal vez de una cofradía que servía para mantener la paz y castigar el crimen?

—En el seno de esa sociedad, un grupúsculo de iniciados, de grandes maestros, actuaba en el más absoluto secreto, protegido por la cúpula de la cofradía. Una especie de sociedad dentro de la sociedad. Esos francjueces profesaban una pasión exacerbada por el dolor que infligían. Su imaginación se desbordaba a la hora de torturar a los acusados que les «confiaban». Estoy pensando especialmente en la Virgen de Nuremberg, una estatua de bronce, hueca, una especie de sarcófago en el que el supliciado tenía que entrar. La Virgen se cerraba y la víctima acababa empalada sobre estacas cortantes soldadas a las puertas, de las que dos quedaban a la altura de los ojos. Y el castigo no acababa ahí. Se abría la peana y el condenado caía entre unos cilindros armados de cuchillos que lo despedazaban antes de que carne y huesos fuesen transportados por un río subterráneo.

—¿Quieres decir que BDSM4Y sería una sociedad secreta de carácter perverso, dedicada al mal, al culto al dolor, mucho más allá de lo que puede leerse en ese chat?

—Sí, eso creo. La noción de orden, de jerarquía, de reglas y secretos está muy presente en sus conversaciones, lo que hace pensar en una organización de tipo cofradía. Todo parece reposar sobre sólidas bases de organización, como en una empresa. En cuanto a sus acciones, por lo que he podido leer, exploran el sufrimiento hasta en sus últimos reductos, hasta el límite último de la muerte. El dolor se convierte en una fuente de inspiración, un objeto divino que quieren dominar de manera absoluta —calló un momento y luego gruñó—: ¡Joder, Franck, esos tíos están chalados!

Me incliné hacia la pantalla y las palabras inscritas me penetraron en la carne como la punta de un látigo. Las declaraciones eran tan directas, tan cínicas, tan bestiales que me costó creer que se trataba de seres humanos. El asesino seguramente se escondía entre esa jauría, al acecho, preparado para enrojecerse las retinas con sangre.

—¿Cómo se puede ingresar en la sociedad? —pregunté.

—¿Estás loco? ¡Nunca podrás entrar! Esos tipos son muy esquivos, extremadamente peligrosos y, créeme, ¡están dispuestos a cualquier cosa!

—¡Dime cómo puedo penetrar en el caparazón!

—Habría que recorrer los ambientes sadomasoquistas. Los actos que describen son típicos de crueldad sadomasoquista llevada al extremo. Creo que los miembros de la sociedad son reclutados en función de su asiduidad en estos ambientes, sus inclinaciones por lo raro, así como por su sentido del secreto y la discreción. Algunos quizá sean gente influyente. La prudencia es su mejor arma, así que, en mi opinión, más vale no jugar a la intrusión. En un visto y no visto te caerían encima. ¡Imagina el destino que esos tarados del dolor podrían reservarte!

Me llevé las manos a la cabeza.

—¡Vaya panda de exaltados, por el amor de Dios!

Las frases continuaron desfilando delante de mí en la pantalla en color. Alusiones al dolor extremo, al placer de la carne, a la voluntad de difundir el vicio. Debíamos ir más lejos, era necesario. Era evidente que el asesino maniobraba en ese laberinto de seudónimos, bien protegido en el anonimato propiciado por internet.

Una chispa, dos sílex que se frotan, destelló en mis pensamientos.

—¡Podemos echar el guante al responsable de la página!

El rostro de Serpetti no se iluminó: al parecer no era una idea tan genial.

—Es poco probable. El sitio se hospeda en Wirenet, un suministrador de acceso gratuito. Cualquiera puede diseñar una página ahí y mantener un total anonimato. Basta con crear una cuenta, y no hay nada más sencillo. Por supuesto, exigen que introduzcas tu apellido, nombre o dirección, pero nada te impide dar datos falsos.

—Envía la información al SEFTI, diles que lo comprueben de todas formas.

—Ya lo he hecho. Incluso he transferido ficheros en formato texto que contienen todas las conversaciones que han mantenido desde hace dos días. Si hurgan, quizás encuentren pistas. Mira, no tengo el olfato de un policía.

—No, tienes el de un sabueso. Me has hecho dar un gran salto adelante.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Intentar encontrar a esos fanáticos. El asesino debe formar parte de ellos. ¿Conoces sitios sadomaso que podrían visitar?

—Sí. He buscado bastante. Está el Black-Dungeon, el Bar-Bar y el Pleasure Pain, seguramente el más hard de todos. No pensarás meter los pies ahí dentro, ¿no?

—No me queda más remedio. No debemos perderle el rastro. Todo indica que el asesino podría volver a empezar, muy pronto. –Me levanté y le seguí por la escalera—. ¿Qué tal está tu hermano, Thomas?

Me contestó sin volverse, agachado bajo los armazones de tablas inclinados del hueco de la escalera.

—Mal. No ha soportado la llegada de Yennia a su mundo. La toma por una conspiradora de los rusos, que quieren robarle sus fórmulas secretas. El hecho de que sea de origen eslavo no mejora la situación. Mi tía ha tenido que coger el relevo y ocuparse de él, pero ya no lo soporta y ha sido necesario firmar unos formularios para solicitar su internamiento. ¿Por qué existe tal injusticia, Franck? ¿En qué criterios se basa Dios para infligir sufrimiento a tal o tal ser hasta el fin de su existencia, eh, dime?

—No tengo ni idea, Thomas, no tengo ni puta idea…

Estábamos hablando sobre la esquizofrenia, dispuestos a atacar las pizzas, cuando mi móvil nos interrumpió.

—Hola, amigo mío. Espero no molestarte.

Eco de virutas de acero, ahogos de aserrín de madera. Tonalidades metálicas, desconchadas, distorsionadas por la electrónica. ¡El asesino me llamaba! Me levanté de un salto de la butaca y, a través del caos gestual que hice, Serpetti entendió y me acercó una hoja de papel y un boli. Vi el espolón del terror en su mirada.

—Vas a escucharme con mucha calma, hijo de puta, porque no voy a repetirlo.

—¿Qué…?

—¿Sabes que has echado a perder más de un mes de trabajo? Te esperaba en el matadero, pero no tan pronto. He llegado lejos con la chica, muy lejos. La exploración se reveló larga y fastidiosa, pero muy enriquecedora. ¿Quieres que te cuente los detalles?

—¿Por qué lo hace?

—Que sepas que mi boca se mezclaba con la suya —dijo, de repente con voz de niña pequeña—. Sus labios se deshacían como cerezas demasiado maduras, al contrario que sus pechos, que se hinchaban por la infección, tiernos, carnosos de feminidad. Me confesó que me amaba, ¿te das cuenta? Me ofrecí a ella como ella se ofreció a mí. Nuestras almas comulgaron a través de la estela de su dolor. ¡Oh! La amo, la amo, la amo…

Anotaba cuanto podía en los momentos de silencio, ideas desordenadas. Las ganas de gritar me abrasaban la lengua.

—Créeme, la niña no nacerá, porque la he encontrado. La chispa no saltará y nos salvaré, a todos. Corregiré sus faltas… —Un clic, al otro lado de la línea. La voz cambió, otra vez y otra—. No me gustó mucho tu intrusión sin invitación. Me mostré educado contigo y pensaba que actuarías igual. ¡No olvides, no olvides nunca que soy quien te ha perdonado la vida! Me debes mucho ahora… —Voz de señora mayor—. Acepto tu desafío. Quieres jugar, pues juguemos. Estate preparado para lo peor.

—¿Adónde quiere llegar? –Sonidos cavernosos, cinta que desfila al ralentí—. Implicas a gente en nuestra relación, gente inocente a la que pones en peligro casi se diría que de forma intencionada. Lo adivino todo, lo veo todo, soy tu sombra. ¡Alguien lo pagará, tu mejor aliado, ahora!

—¡Basta! ¡No!

Un clic seco. Pánico total. Un magma debajo de la piel.

—¡Mierda, ha colgado! –Soltaba el teléfono, lo apretaba, lo soltaba, como si tuviese brasas en la mano. Pulgar hundido en la tecla de llamada automática. Número oculto. Llamada imposible, no memorizada. Grité—: ¡Ese desgraciado quizá vaya a cargarse a alguien! ¡Tengo que llamar! ¡Si por lo menos mi vecina tuviese teléfono, maldita sea!

Reconocí la voz del teniente Crombez, de guardia en la brigada criminal.

—¿Comisario Sharko?

—¡Envía un equipo de inmediato a casa de mi vecina, a casa de Elisabeth Williams y aquí, a casa de Thomas Serpetti! ¡Que llamen a Williams! ¡Comprobad que todo va bien! ¡El asesino ronda por los alrededores! ¿Dónde está Sibersky?

—¡Se marchó hace media hora!

—¡Llámalo al móvil y dile que se reúna conmigo en mi casa lo antes posible!

Thomas me puso una mano en el hombro.

—Pero ¿qué es lo que ocurre?

—¡Lo siento, Thomas! ¡Tengo que marcharme! ¡Enciérrate! Va a llegar un coche de vigilancia. Tendrás que abandonar el caso; se está volviendo demasiado peligroso.

—¡Pero explícamelo, Franck! No…

Aún no había acabado la frase cuando la puerta de entrada ya se cerraba de un golpe. Los trazados funestos de la muerte se abrían ante mí, ahí, como dos hileras de antorchas en la marmita anaranjada de la capital.

Mi coche levantaba el asfalto, devoraba las líneas de señalización.

Encajé el móvil en su soporte y marqué a toda prisa el número de Rémi Foulon, el jefe de la Oficina Central para la Desaparición Inquietante de Personas.

—Rémi, ¡Sharko al habla! ¡Necesito que me hagas un favor!

La OCDIP tenía acceso a todos los ficheros privados, especialmente a los encargados de grabar las llamadas entrantes y salientes de un teléfono móvil, fuese cual fuese. Rémi Foulon me soltó, en un tono duro como el diamante:

—Es tarde, Shark; iba a marcharme. ¡Suéltalo deprisa, por favor!

—¡Es de una importancia capital! ¡El asesino que persigo me ha llamado!

Silencio al otro extremo de la línea.

—¡Suelta tu número! —acabó por escupir la voz.

Le dije mi número de móvil.

—Vale. Dentro de una hora te llamo.

—¿Qué, comisario? ¿A qué vienen esos fuegos artificiales? —preguntó Sibersky—. La vieja dormía como un tronco. Nada del otro mundo tampoco en casa de Williams, ni en la de su amigo, Serpetti.

Con gesto cansino, me volví hacia la ventana de mi cocina. Una cortina de lluvia arrugaba la ropa opaca de la noche. Abajo, bajo las agujas de agua que golpeaban el asfalto, dos paraguas negros tuvieron una escaramuza antes de fundirse en las fauces frías de lo desconocido.

—Está poniendo a prueba nuestros nervios. Vigila nuestros movimientos, nos observa, emboscado en algún sitio en la sombra. –Apreté el puño, con los dedos doblados hasta hundir las uñas en la carne. Miré con dureza a Sibersky—. ¿Hay novedades sobre la víctima del matadero?

—En absoluto. La pista de los hospitales no ha desvelado nada por ahora. Unos inspectores siguen buscando en la brigada; me parece que van a pasar la noche en vela.

—¿Y sobre el pasado de Martine Prieur?

—Nada especial. Una vida sin incidentes. Padre fallecido de un aneurisma cerebral cuando ella tenía cinco años. Su madre la crió, mimó, casi sobreprotegió hasta que Prieur empezó los estudios de Medicina. Tras tres años como interna en un hospital, abandonó su carrera. Según su madre, ya no soportaba ni el estrés ni el encuentro diario con cadáveres. A partir de ese momento, cambio total de estilo.

—¿Cómo?

—Su imagen. Su madre me dejó ver los álbumes de fotos. Cuesta reconocer a la misma chica en dos fotos del mismo año. Piel de marfil, cabello largo color cuervo, ropa sobria de tipo traje de entierro en la facultad de Medicina; un poco estilo gótico, místico, no sé si se hace una idea. Pocas semanas después, una vez dejó los estudios, se la ve con la tez morena, seguramente a base de rayos UVA, melena corta bien cortada, ropa clara y llamativa.

—¿Qué hizo luego?

—Encadenó trabajitos como cajera, vendedora… La suerte le sonríe cuando conoce a Sylvain Sparky, un notario diez años mayor que ella. Es rico, posee una hermosa villa en Fourcheret. Ya conoce lo que sigue. Deja de trabajar y acaba su vida sin preocuparse por el dinero.

—¿Hacia qué especialidad médica se orientó?

—No tengo ni idea, no pensé en preguntarlo.

—Supongo que tampoco has ido a la facultad de Medicina a echar un vistazo a los expedientes, para ver con quién se relacionaba en esa época y, sobre todo, saber qué pudo hacerle dejar de forma definitiva los estudios. ¿Algo que no sea el estrés?

Un espasmo nervioso movió el párpado del teniente, que se puso a aletear como el ala de un colibrí. El timbre de mi teléfono lo sacó del apuro.

—Abandona la pista de Prieur. Iré a dar una vuelta a la facultad mañana. Quédate dos minutitos más, por favor.

Descolgué. Rémi Foulon me provocó una resaca de adrenalina.

—¡Dime si tienes algo sobre el número! —exclamé impaciente.

—¡Vas a alucinar, Shark! ¡Te han llamado desde un número gratuito, el de SOS Mujeres Maltratadas!

—¿Es una broma?

—Voy a intentar explicártelo de manera sencilla. Los números del tipo SOS Mujeres Maltratadas están gestionados por autoconmutadores, PABX. Por razones de mantenimiento de esas máquinas, existen combinaciones de teclas que hay que escribir para poder penetrar en el corazón del sistema. A partir de ese momento, el técnico habilitado accede a la función de enrutamiento hacia la red telefónica, y ahí puede alcanzar cualquier número de teléfono a cuenta del PABX.

—¿Cómo consigue esa famosa combinación?

—Fugas, anuarios de números gratuitos de los que se saca partido al igual que las free cards.

—¿El personal de los diferentes servicios de persecución de la delincuencia puede tener acceso a esos datos?

—Por supuesto, se puede acceder al fichero desde cualquier SRPJ de Francia. Oye, ¿no creerás que ha sido alguien de la casa?

—Digamos que no descarto ninguna posibilidad.

—Tampoco te pases de rosca. Te dejo. Mi mujer está esperándome.

—Gracias por la mala noticia, Rémi.

Me dirigí al teniente, cómodamente apoyado contra el respaldo de la silla.

—¿Te acuerdas de Fripette?

—¿El exhibicionista en condicional que atrapó la brigada de delitos sexuales hace dos años? ¿El que corrió en pelota picada por todos los pasillos de la policía criminal?

—Sí, el mismo. Mañana, a primera hora, averigua con el jefe de la brigada si sabe a qué se dedica ahora. Le encuentras y me das un toque en cuanto tengas su dirección, ¿vale?

—No hay problema. Pero… ¿para qué?

—Ese tío es mi llave de entrada en los ambientes sado.

Antes de meterme en la cama envié un mensaje a Elisabeth Williams, transcribiéndole las palabras del asesino según las había apuntado en el papel.

De manera mecánica, puse en marcha a Poupette y, en la penumbra, observé su viaje incesante sobre las vías en miniatura. Iba, venía, imperturbable, giraba sin fin, como prisionera de una picota de metal y sin embargo, ¡tan libre! Me tumbé sobre la cama, mecido por su canto melodioso.

Una idea se abrió paso en mi mente.

Fui al cuarto de baño, tomé un antiguo frasco de perfume de Suzanne y eché unas gotitas en el depósito de agua de la locomotora. ¡Oh! ¡Expandió ese aroma en toda la habitación! Cerré los ojos e imaginé a Suzanne allí, a mi lado. Palpaba su cuerpo, le acariciaba el cabello. Pensamientos flexibles y desligados, recuerdos felices, alegrías inesperadas… Poupette me transportaba a otro lugar, bajo un cielo puro, moteado de sonrisas, de alegría infantil…