Capítulo 5

En la tumba silenciosa de la sala, los técnicos de la policía científica instalaron potentes halógenos mientras un enfermero enviado al lugar me extraía unas cuantas gotas de sangre para efectuar unos análisis toxicológicos.

El forense, Dead Alive, esperaba en el túnel de mantenimiento la autorización del policía judicial de la científica para el examen del cuerpo. En cuanto a mí, iba alejándome del infierno mientras dejaba que los rayos del sol naciente me coloreasen el rostro, y luego me senté en la parte trasera de la ambulancia, en el patio del matadero. Aureolas de luz, insectos envueltos en capullos por las arañas colgaban a lo largo de canalones como pendientes de seda. Alrededor, al ras del asfalto y hasta perderse de vista en los campos, la bruma reptante se extendía como una corriente de avalancha gris hasta inmovilizar el paisaje en un torno de tristeza y desolación. En la ligereza del aire, los breves ronquidos de los motores de la autopista A13 se seguían a ritmo de pulso cardíaco.

Un coche de la policía, cuyos faros horadaron la niebla, se aproximó y aparcó en paralelo a la ambulancia. Sibersky y Elisabeth Williams bajaron del vehículo, los rostros sumidos en la inquietud. El abismo de sus miradas hubiese podido pulverizar cristales. Una tercera silueta se les unió: el simulacro de psicólogo, Thornton.

—¡Maldita sea, comisario! —rugió el teniente—. ¡Debería haber llamado para pedir refuerzos! ¡Leclerc está hecho una furia! –Me observó y suavizó la expresión—. Me alegra ver que está vivo…

—No pensaba que la pista de los perros me llevaría tan lejos. Todo se precipitó tan deprisa… —Mis pupilas se dilataron frente a los espasmos de desesperación de la chica que me tamborileaban en la mente. Sacudí la cabeza antes de soltarle a Sibersky, señalando a Thornton, que se dirigía hacia un policía judicial de la científica—: ¿Qué hace aquí ese imbécil?

—El hijo de papá ha insistido en venir. Y no se le niega nada al hijo de papá…

Me encogí de hombros y pregunté a Williams:

—Creía que no acudía nunca a los escenarios del crimen. ¿Acaso no dicen que los loqueros, los de verdad, se aíslan todo el santo día en madrigueras de hormigón, bajo tierra, lejos de cuanto les rodea?

Sus hombros se estremecían. Había cambiado el traje sastre por un jersey con cuello de pico y un pantalón negro de canutillo. Cruzó los brazos para protegerse ilusoriamente del frío. El sol ya no nos alcanzaba y tuve la impresión de que la noche volvía a caer por segunda vez.

—Así es. Pero no hay nada de malo en saltarse el método americano. Y además, ¿cree usted que un Picasso se vería igual en foto que en una galería? Ha sorprendido al asesino en la mecánica engrasada de su puesta en escena, aparentemente larga y sórdida. Ha aparecido como el grano de arena que gripa una máquina a toda prueba. Quiero observar con mis propios ojos de qué manera ha repercutido todo ello en la escena del crimen. Debería volver a casa para descansar y cambiarse de camisa. Asustaría a un fantasma.

—Me quedo. He sentido el aliento caliente de ese tarado en la nuca y sigo oyendo los gritos mudos de una pobre chica a quien no he sabido salvar. ¿Usted cree que tengo ganas de descansar? Quizás en este preciso momento esté buscando a su próxima víctima. Sígame. Vamos a la antigua sala de descanso del personal, al interior. Es la única sala bañada por la luz del día. Mis chicos han traído termos de café con que despertar a todo un cementerio. Espero que tenga novedades que anunciarme, señorita Williams.

Señorita Williams… ¿era el modo adecuado de dirigirse a una señora de casi cincuenta años?

—Cosas interesantes, en efecto.

—¿Tú también tienes algo nuevo desde ayer? —pregunté alzando la vista hacia Sibersky.

—Os lo cuento ahí.

Nos serví un Java bien caliente, negro carbón, y nos instalamos alrededor de una mesa de metal limpia ya de la capa de polvo. El frío cortante del exterior se deslizaba por los cristales enrejados de los que, por cierto, sólo quedaba la rejilla. Thornton se unió a nosotros y se sentó a un extremo de la mesa. Pelo negro estirado hacia atrás, jersey Jacquard, pantalón de tela. Un jugador de golf.

Williams colocó las palmas alrededor de la taza humeante que se llevó bajo la nariz.

—Antes de que le refiera mis conclusiones, explíqueme lo ocurrido.

Les narré mi investigación sobre la desaparición de los perros y las pistas que me habían llevado finalmente al matadero.

—Hábleme del asesino —pidió mirándome fijamente.

—Estaba atontado. No le vi ni la menor parte del cuerpo. No soltó una sola sílaba. Parecía… un aliento invisible, una onda de potencia, por todas partes y en ningún lugar. Ni siquiera noté el tacto de sus manos en mis miembros cuando me arrastró.

—Seguramente a causa de los efectos del anestésico. ¿Parecía presa del pánico?

Aún podía oír el rasgueo del escalpelo en el aire cuando oficiaba.

—Todo ocurrió muy deprisa. Me arrastró hasta ahí, la mató y… ya no me acuerdo.

—Y la chica, ¿cómo la ejecutó? —intervino Thornton.

—A golpe de bisturí —dije, esforzándome en responder—. Cuando recobré el sentido, miré rápidamente, salí y llamé a los refuerzos. ¿Por qué me dejó vivir? Dios mío…

—Creo que lo arrastró hasta allí para que presenciase la ejecución a través del oído —explicó Williams—. Le ha perdonado la vida para mostrar su poder, su dominio y su control, incluso en un tipo de situación que, de entrada, le era desfavorable. Eso también denota que experimenta un fuerte sentimiento de frustración.

—¿Cómo?

—Creo que su anonimato le molesta. Se sabe inteligente y quiere que otros se den cuenta de ello. Le gustaría desvelar su identidad pero no puede hacerlo. Así que le deja con vida. Gran parte de los asesinos en serie sienten un deseo de celebridad, que llega al punto de llegar a reconocer actos que no han cometido para engrosar su lista de premios. Al perdonarle la vida, da un gran golpe; siembra el desconcierto, la incomprensión; demuestra claramente que no está loco y que actúa siguiendo un guión bien preciso.

Me levanté y me dirigí a la ventana enrejada, el rostro contraído por la rabia.

—Estaba filmándola.

—¿Cómo dice?

—Cuando llegué a la sala, la primera vez, descubrí un grupo electrógeno portátil que alimentaba dos lámparas y una cámara de vídeo situada enfrente de ella. ¡Ese hijo de puta la filmaba!

Anotó una frase en su informe y la subrayó con una triple línea roja. Thornton la imitó, murmurando:

—Recuerdos post mortem. Prolongación de la fantasía. Interesante, muy interesante…

Sibersky se sirvió deprisa una segunda taza de café.

—Hábleme de sus conclusiones —pedí a Elisabeth.

—Me he dedicado a analizar la carta. Dado que las palabras son el espejo del alma, albergaba la esperanza de descubrir el rostro del asesino en los reflejos de la tinta. –Sorbió el café Java ruidosamente.

—¿Y lo ha conseguido?

—Estoy en ello. El estilo de su misiva es correcto, preciso, impecable, denota una buena educación, una gran instrucción. Ni una sola falta de ortografía ni el menor error de construcción gramatical. Pero he observado dos rasgos de pensamiento realmente diferentes, lo que por el momento, lo confieso, me deja perpleja. Primero, el aspecto religioso. Determinadas palabras o frases me llevan a creer que utiliza los fundamentos de la religión para justificar parte de sus actos. Su víctima se ha dado cuenta, cito, «que las dificultades son una ley inamovible de la naturaleza». Luego encadena con Dios, señalando que «las armaduras estropeadas valen mucho más a los ojos de Dios que el cuero nuevo». Las «armaduras estropeadas» se acercan por supuesto al símbolo del guerrero valeroso, para quien el sufrimiento es algo cotidiano. Al parecer considera el sufrimiento de sus víctimas como la última prueba necesaria antes de su encuentro con Dios, «una ley inamovible». Como él mismo dice, «la felicidad debe ser la excepción, el sufrimiento es la regla». Esa sentencia se aplica como un guante a Martine Prieur. ¿Acaso no vivía en la felicidad y el lujo desde que había cobrado el seguro de vida de su marido? ¿No debería más bien haberse sumergido en una estela de sufrimiento y arrepentimiento tras ese fallecimiento?

Me senté de nuevo, con las manos sobre las rodillas. Sibersky había cruzado los brazos y tenía la taza vacía delante de él, encima de la mesa.

Thornton, mientras tomaba apuntes, inquirió:

—¿Quiere decir que actuaría como un censurador, que habría mutilado así a dos mujeres en nombre de Dios?

—No, nunca he dicho eso —respondió cortante Williams—. Por lo menos no todavía. Simplemente, debemos ser conscientes de que la trama religiosa puede condicionar sus acciones. Recordemos la moneda en la boca. Un gesto puramente religioso, un mito griego que sigue aplicándose en nuestros días en los países muy católicos. Por otra parte, ¿han encontrado una en la boca de la segunda víctima?

—No tardaremos en averiguarlo.

—Para adelantar, husmearé en los libros religiosos, la Biblia o libros antiguos. He remitido la carta y la foto del granjero a un teólogo, Paul Fournier, un gran experto en cultura. ¿Puede servirme otro café?

Sibersky se levantó y cogió otro termo de una bolsa de tela en bandolera.

—Mencionaba dos aspectos, respecto a la carta… —retomé con interés.

—Así es. La segunda línea directriz, más importante, es un sadismo pronunciado. La mayoría de los asesinos en serie se complace en sus actos de tortura, no siente ningún remordimiento hacia sus víctimas e incluso llega al extremo de mofarse de la policía y las familias, como en este caso. Pero, según las fotos y como tal vez nos confirmará el forense, raros son los asesinos que conservan… perdonen, pero es la única palabra que se me ocurre… que conservan a sus víctimas tanto tiempo. ¿Se dan cuenta de los esfuerzos realizados para mantenerla viva? ¿Para, cada noche, venir aquí con el riesgo de que lo atraparan, para limpiarla, alimentarla lo mínimo e incluso… filmarla? ¿Y qué decir de la instalación sofisticada en casa de Prieur? Manifiesta una moral a prueba de todo. Es aplicado y paciente, muy paciente. Ninguna pulsión dominante le fuerza a precipitar sus actos.

Un oficial de la policía científica, Georges Limon, entró en la sala.

—Hemos terminado —anunció mientras cogía un vaso de plástico—. El forense ha empezado su estudio. Pueden reunirse con él.

—¿Y?

—Tenemos unas buenas pisadas. Un cuarenta y dos. Ahora podemos afirmar que se trata de un hombre. Hemos aspirado el polvo del pasillo subterráneo y de la sala confinada para analizarlo en el laboratorio. Hemos recuperado cabellos, fragmentos de uñas y fibras sintéticas, así como algunas huellas digitales. Añadan a eso la flecha anestésica que no se tomó la molestia de recoger. Seguramente lanzada con una pistola veterinaria, compacta y potente. Les mantendremos informados.

—¿Y los perros mutilados?

Una onda de repugnancia le marcó las arrugas de la frente.

—¡Vaya mierda de trabajo ingrato nos está pidiendo! Hay tres técnicos con la nariz metida en los perros. ¡Es como remover la mierda de una fosa de purín!

—¿Ya no queda ningún rastro del sistema de vídeo?

—No —respondió tirando al suelo el vaso vacío y aplastándolo con el talón.

—¿Eso es todo?

—¡Pues claro que es todo! ¿Qué esperaba? ¿Que nos dejase su foto enmarcada con una notita de bienvenida? Estamos analizando el resto del matadero y el exterior. Este sitio me da asco. Apesta a carroña.

Limon desapareció con la viveza de una espada en la niebla.

—No están muy animados, los chicos de la científica —soltó Sibersky sin el menor deje de humor.

Me levanté y me encaminé a la puerta.

—Vamos a reunimos con el forense…

En un silencio sepulcral bordeamos la sala de matanza y bajamos con cuidado la escalera por la que me había introducido la víspera, antes de reunirnos con Van de Veld al final del túnel.

—No le he explicado a usted lo que he descubierto —soltó el teniente antes de que entrásemos en la sala—, pero puede esperar. De todas formas, no es nada determinante.

Asentí con los ojos fijos en el cadáver de la mujer. Apenas la había mirado, una vez recuperada la conciencia. Ahora la descubría, troceada por la crueldad blanca de los potentes halógenos de batería.

Williams entró en la sala como en una iglesia. Percibí en sus ojos la llama vacilante de los cirios, los reflejos caleidoscópicos de las vidrieras ojivales, las lágrimas de la Virgen. Había algo como magia, una fusión fantasmal, y creí ver, en el tiempo que dura un soplido, ondular algunos de sus cabellos, como si la mano de Dios los acariciase.

—Esta vez no se ha andado con chiquitas —se quejó Van de Veld—. Lo ha puesto usted de muy mal humor, comisario. ¿Qué opina de esto, señora Williams?

Ella respondió a destiempo, haciendo grandes esfuerzos para desprenderse de la especie de velo espiritual que la envolvía.

—Quizá la rabia no sea el único motivo de tal ensañamiento sobre el rostro —murmuró acercándose a aquella cosa muerta.

Las pupilas se le fundieron como una cabeza de alfiler bajo los colores planos de la luz.

—¿Y cuál sería la razón? —preguntó el forense mirando de arriba abajo a Thornton, ocupado en hacer un esbozo rápido de la disposición de los objetos y de la posición de la víctima.

—Ha preferido destruir lo que había construido porque no ha podido llegar hasta el final de su fantasía. Una obra inacabada no le interesa, busca la perfección, así que ha desechado ese «objeto fantasioso» mutilándolo. –Se colocó frente a la boca apresada por el aparato estereotáxico—. Esta vez no hay moneda, por supuesto… Eso me lleva a pensar que es muy probable que vuelva a empezar pronto, animado, como dice usted, por la rabia, pero también por el deseo vehemente de llegar hasta el final esta vez, en un lugar tan insólito como un matadero. Dígame dónde estaba la cámara, comisario.

—Aquí, justo enfrente del cuerpo, apoyada en un trípode.

—¿Cómo era la iluminación? ¿Qué parte del cuerpo iluminaba? ¿El cuerpo entero o solamente la cabeza?

Señalé con el dedo el fondo de la sala.

—Había una lámpara, como las de mesita de noche, a cada lado del cuerpo. Y otra más detrás de la cámara.

—Gracias, comisario.

Al inmiscuirme en su mundo sin que él lo esperase, quizás había despertado en ese ser demoníaco una rabia inaudita, una voluntad de infundir el mal con determinación más feroz aún. Como la bola de nieve que uno empuja en una bajada, que de repente se te escapa de las manos y va creciendo hasta aplastarlo todo a su paso. Williams continuó su monólogo.

—El asesino ha pasado de organizado a desorganizado. Precipitación, pánico, huida. Eso puede abrirnos una puerta. Si a partir de ahora actúa a golpe de venganza o rabia, cometerá errores de bulto.

Sibersky se colocó en el haz de la lámpara, eclipsando la parte clara de nuestros rostros, y preguntó con tono cauteloso:

—¿Quiere decir que debemos esperar a que se produzcan nuevos asesinatos para tener la esperanza de caerle encima?

Thornton se disponía a hablar, pero Elisabeth se le adelantó.

—¡Espero que no! De hecho, ésa es mi tarea, al igual que la de ustedes: hacer lo posible para evitarlo. Pero deben saber que los asesinos en serie actúan sin móvil aparente. No mantienen ninguna relación con las víctimas, a diferencia de los asesinos comunes. Pueden ocultarse en la sombra meses, incluso años, y luego volver a empezar. Nos hemos topado con alguien que recorre el asfalto, un viajante que no duda en desplazarse, lo que no nos proporciona ninguna indicación geográfica. Trabaja en varias víctimas a la vez, ésta, Prieur, y nada nos permite afirmar, por ahora, que no haya otra chica en una situación similar, en algún lugar al fondo de un bosque o en unos almacenes abandonados, lejos, muy lejos de aquí. En este estadio, la banalidad de la vida ya no le interesa. Las fantasías cobran tal importancia que ya nada más cuenta. Está totalmente consagrado a su obsesión. –Me miró fijamente—. Es usted inteligente, comisario Sharko, pero si se encuentra aquí es porque el asesino ha querido comunicarle elementos directrices, aunque creo que usted le ha impresionado.

—¿Acaso su tarea consiste en hacernos perder la esperanza, señorita Williams? —repliqué con frialdad.

—No, sólo en hacerles tomar conciencia de que un asesino en serie no se comporta igual que un asesino clásico. Quiero lograr que piensen de manera diferente. Debemos esforzarnos en pensar como él, no en términos de móvil, sino más bien en términos de relación oculta, de lógica, SU lógica, que convierte esos asesinatos en una cadena única que responde a algo concreto. Si descubrimos ese algo, obtendremos el perfil psicológico preciso del asesino.

Tras haber quitado el aparato estereotáxico, Van de Veld separó con una pinza las mandíbulas de la víctima. Un pequeño diente picado se desmenuzó antes de caer hecho añicos al suelo.

—Bueno, vamos allá. Erosión bucal, dientes muy estropeados, que se pudren. Piel del rostro seca, mejillas hundidas, ojos hundidos en las órbitas, caída de cabello. –Se movió hacia la parte inferior del cuerpo y le rompió una uña—. Uñas estriadas, violáceas, que se rompen de un golpe. Miembros completamente rígidos… Numerosos edemas por carencia en todo el cuerpo. Caderas salientes, nalgas totalmente planas, vértebras visibles… ¡Joder, esta chica debe de pesar apenas cuarenta kilos! Dada la dimensión de los edemas, las estrías, los pliegues colgantes de piel y su increíble elasticidad, originalmente debía de estar más bien rellenita.

Un golpe de estupor hizo retroceder a Sibersky.

—¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo la habrá mantenido en esa posición, desnuda? ¿Cuánto tiempo habrá necesitado para adelgazar a su presa hasta ese punto? —preguntó, con labios temblorosos.

—Los exámenes toxicológicos nos revelarán si le administró sustancias para frenar la infección de las heridas, lo que es muy probable vistas las marcas en los antebrazos. Si es efectivamente el caso, si le daba de beber con regularidad, si la hidrataba, ha podido permanecer en esa posición… más de un mes.

—¡Madre mía! –Sibersky recogió una bombilla de recambio que estaba tirada cerca de un halógeno y la estrelló contra una pared con la rabia de un jugador de hockey—. ¿Aún nos va a decir, señora Williams, que Dios tiene algo que ver en esto?

Acto seguido se volatilizó a la carrera en el largo túnel, los ojos humedecidos e irradiando relámpagos.

Me encogí de hombros, medio sorprendido por aquella súbita erupción de emociones.

—Perdónele —justifiqué volviéndome hacia la loquera—. Tiene los nervios a flor de piel, al igual que yo, por otra parte. En toda mi carrera nunca he visto algo así. –La tomé del brazo y la llevé a un aparte—. ¡Por favor! —le solté a Thornton, que se había acercado. Pero éste se encogió de hombros y regresó al lado de Van de Veld. Susurré—: ¿Cree en los espíritus? ¿En algún tipo de dones de videncia?

Echó una ojeada a la víctima antes de contestar.

—¿Por qué diablos me habla de eso? ¿Cree que es el momento y el lugar adecuados?

—Una vieja negra, mi vecina, me hizo ciertas predicciones que me trajeron hasta aquí —expliqué bajando aún más el tono—. Habla de un ser demoníaco, un Hombre sin Rostro venido a la Tierra para propagar el Mal… Por lo general, no creo en esas sandeces, pero las circunstancias del descubrimiento de esta mujer me turban muchísimo. No es el azar lo que me ha conducido hasta aquí: Doudou Camelia me ayudó. –La mirada se me perdió en el blanco de sus ojos—. Si ha tenido razón respecto a los perros, quizá también la tenga en relación a mi mujer… Sí, puede que mi mujer esté viva, me lo repite muy a menudo.

—¿Qué… qué quiere que le diga? –Reflexionó durante un momento—. Presénteme a esa mujer; le daré mi opinión, si eso le sirve de ayuda.

El forense estaba recogiendo con una pinza afilada astillas de madera, que luego guardaba en bolsitas de plástico preparadas.

—Nos vamos, doctor Van de Veld —me despedí—. Pasaré a verle más tarde hoy mismo al instituto. Dígame tan sólo si ha habido relaciones sexuales.

—Aparentemente no. –Sopló escupiendo semillas de sésamo negro—. La vagina está áspera como un saco de tela. Joder, tengo la sensación de estar trabajando con una momia que ha atravesado dos milenios.

Elisabeth y yo tomamos otro café en un área de servicio de la nacional 13. Mis ojeras denotaban el peso de la agitada noche y, sin embargo, no sentía la menor sensación de cansancio, como si la voluntad me animase a sacar provecho de cada minuto transcurrido. Fustigué mi rostro con el agua fría del lavabo y reemprendimos el camino en la media hora siguiente. Un bloque de cielo azul había echado a la niebla, pero la temperatura seguía siendo baja.

—¿Sabe? —me explicó Elisabeth—, el organismo posee su propio sistema de defensa contra el dolor, se adapta, y eso puede atenuarlo. En cambio, no existe barrera alguna para el sufrimiento moral. Me… me siento incapaz de imaginar lo que ha tenido que soportar esa chica. Va mucho más allá de cuanto conocemos en términos de psicología, análisis e introspección.

Adelanté a un tráiler y volví a meterme en mi carril a toda velocidad. Un coche que venía en sentido contrario pitó.

Delante se desplegaba todo París, la olla borboteante con su aire viciado, sus interminables serpentinas de goma y metal…

—Deme sus primeras impresiones sobre ese asesinato, en caliente —pedí.

—Tres parámetros importantes. Primero, el lugar. A los asesinos les gusta actuar en universos que conocen. Interrogue al personal que trabajaba cuando el matadero estaba en funcionamiento, a todos los que vivan cerca. Pregunte a los agentes de la comisaría local si han interpelado a visitantes no autorizados. También necesitaré una foto aérea del lugar.

La sorprendí agarrándose al tirador de la puerta cuando iniciaba un nuevo adelantamiento.

—Luego está la noción de duración. Generalmente, cuanto más se extiende en el tiempo el acto sádico (y creo que en nuestro caso nos acercamos a un récord), mayor seguridad tiene el asesino de que no lo cogerán. Se siente invulnerable y se esfuerza en pasar inadvertido, lo que le convierte en temible. Finalmente, hay que analizar todo lo que gira en torno al propio acto; ahí es donde estriba la mayor parte del trabajo. Mire, matar brutalmente no es algo fácil, pero matar con arte lo es aún menos. En este sentido, el asesino establece una relación peculiar con su víctima, lo que puede llevarle a dejar pistas de forma involuntaria. ¿Por qué cree usted que se ha tomado la molestia de lavarla o limpiarle las orejas?

—Era eso lo que usted observaba antes, sus orejas. Creo que limpiaba las deyecciones para así trabajar en un sitio limpio, que le resultara agradable. En cambio, lo de las orejas no lo entiendo.

—Quizás en el pasado se ocupara de un enfermo, de una persona, un familiar, que no estaba capacitado para cuidar de sí mismo. Tal vez, cuando era adolescente, tenía bajo su protección a un hermano más joven y desempeñaba el papel de una madre ausente.

Aparté un momento los ojos de la carretera y me volví hacia ella.

—Es usted extremadamente creyente, ¿verdad?

—Rezo mucho por las víctimas, pero también por los asesinos. Pido al Señor que les perdone. Creo en las cosas bonitas de la vida, los bosques y los grandes lagos azules. Creo en la paz, el amor y la bondad. Si a eso lo llama usted ser creyente, entonces sí, lo soy.

—En ese caso, dígame, ¿qué ha ocurrido cuando ha entrado en la sala, antes?

Una oleada de estupor le enrojeció las mejillas.

—¿Qué… qué quiere decir? —preguntó con voz turbada, temblorosa.

—La he visto. Algo pasó en el momento en que entró en la sala. Se hallaba usted en otra parte, a miles de kilómetros de nosotros. Sus ojos, su cabello… ¡Explíquemelo!

—Me… Va a pensar que estoy loca…

—Y yo qué, con mi historia de los perros, ¿qué piensa que parezco? La escucho.

—Es la primera vez que me ocurre —dijo, tras carraspear—, tras más de veinticinco años de carrera. Cuando llegué a la escena del crimen, me vi en una cima alta nevada, tan alta que me era imposible observar otra cosa que no fuese el azul del cielo. Estaba encaramada en la punta de esa cima, las nubes navegaban bajo mis pies, como copos ridículos. Y entonces fue como si mi espíritu se abriese. Sentí sobre el cuerpo de la chica una energía, una especie de vibración de átomos, cálida, fría, hirviente y luego glacial. Sentí a la vez la paz de la víctima y la rabia loca del asesino. Ondas positivas y negativas me transportaban, flujos de cargas me irritaron las mejillas y me agitaron el pelo. No tengo ni idea de lo que ocurrió pero estoy convencida de que existe una explicación científica para ello. Seguramente mi cerebro generó, al ver la escena, sustancias alucinógenas de defensa, un poco como los que viven las ECM, experiencias cercanas a la muerte…

Asentí en silencio. ¿Podía ocurrir lo mismo con el asesino? ¿Captaba las presencias, la energía vibrante de los cuerpos a su merced? ¿Actuaba en nombre de poderes oscuros que guiaban sus pasos y le acompañaban en sus lúgubres oficios? ¿Que traicionaban esa invisibilidad, esa fuerza sorprendente que había arrastrado mi cuerpo a la boca del túnel? ¿Por qué ningún ruido de pasos, ni siquiera el crujido de las suelas sobre los fragmentos de neones? ¿Quién diablos era? ¿Qué don poseía?

Al llegar a destino, aparqué en el sótano y subimos a pie, inmersos en el silencio de la reflexión.

—Dígame, comisario, parece que huele a…

—Bacalao, lo sé. El olor está impregnado hasta en la moqueta. Doudou Camelia es adicta a los akras. –Estiré los labios, como si fuesen a formar una sonrisa.

—¡Es raro ver su rostro iluminarse con una sonrisa! —exclamó ella.

—¡Es que la situación actual no se presta realmente al festejo! ¿Y cómo podría sonreír mientras no encuentre a mi mujer?

Los golpes en la puerta de entrada de mi vecina guayanesa no obtuvieron respuesta.

—Debe de haber ido a la pescadería —soltó Elisabeth con un deje de ironía.

—¡Chis! ¡Escuche!

Avancé con mucho sigilo hasta mi rellano. Un chirrido sonoro interrumpido por sollozos se filtraba a través de las paredes.

—¡Hay alguien en su casa! —murmuró la criminóloga apoyada en mi hombro.

No reconocía la voz, áspera, desgarrada sobre la partitura arrugada de la pena.

—No se acerque… —susurré.

Saqué mi Glock y examiné la cerradura: no la habían forzado. Ni el menor rastro de fractura, cuando estaba seguro de haber cerrado con llave. Un sobresalto de esperanza surgió de mi salón.

—¿Dadou? ¿Eres tú, Dadou? ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Estás vivo! ¡No tengas miedo! ¡Ven a ve’me!

Sin pensarlo más, metí la llave en la cerradura y empujé la puerta de madera con cuidado. Descubrí a la negra gorda acurrucada en el suelo, rodeando sus gruesas pantorrillas como sacos de boxeo con los brazos. Las lágrimas le habían abotargado y desorbitado los ojos. Le indiqué a Elisabeth que se acercase. Doudou Camelia hinchó las mejillas, como dos globos en miniatura.

—Fue a ve’le, ¿ve’dad, Dadou? El demonio, el Hombre sin Rostro, ¿fue a ve’le? ¡Cuéntame!

—Sí, Doudou, vino a verme esta noche.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía!

Elisabeth se volvió hacia la puerta y examinó la cerradura como acababa de hacerlo yo pocos segundos antes.

—¿Cómo has entrado, Doudou? ¡Había cerrado con llave! –Eso no impo’ta. Tienes que detene’ a ese demonio. ¡Pa’alo, antes de que vuelva a empeza’!

—¡Dime cómo hacerlo! ¡Cuéntame qué sientes! ¿Ves a Suzanne ahora? ¿Dónde está? ¡Maldita sea, Doudou, dime dónde está mi mujer!

Me di cuenta de que estaba zarandeándola sin miramientos. Elisabeth me puso una mano sobre el hombro y me echó hacia atrás. Luego se acuclilló delante de la mujer mayor y dejó que ella le cogiese la mano.

—Tienes la piel de una flo’, pe’o la sang’e fía de un caimán, señora. Conoces los g’andes miste’ios de la mue’te, el Seño’ te ha dado un don, como a mí, pe’o aún no lo sabes. Utiliza la mente, te guia’á ahí donde tienes que ir. ¡Pe’o ten cuidado con el demonio! ¡Tened cuidado los dos! –Una inspiración que parecía dolorosa le dilató el pecho.

La ayudé a levantarse y el xilófono de sus viejos huesos tocó una melodía siniestra, un crujido de madera muerta.

—¿Qué has visto esta noche? —insistí—. ¿Tenía un rostro? ¡Dime a qué se parece!

—No, Dadou, ninguna ca’a. E’a un aliento maléfico, sin cue’po, sin ca’a. Está en todas pa’tes y ninguna a la vez. ¡Te vigila, Dadou! ¡Ten mucho cuidado! Po’que no te da’á una segunda opo’tunidad…

Sacudió los pliegues de su vestido damascado y, cabeceando, doblegada por sus kilos, se marchó sin mirar atrás.

Un silencio sepulcral se instaló entre Elisabeth y yo. Por una vez, la máscara impenetrable que llevaba había desaparecido, desvelando a una mujer distinta, profundamente conmovida por lo que acababa de oír.

—Esa señora emite ondas —me confió—. De calor, de pureza. Irradia bondad. ¡Sus palabras son tan conmovedoras, tan penetrantes! Pero ¿en qué debemos creer entonces?

—Ya no lo sé, Elisabeth, ya no lo sé. ¿Por qué no nos dice claramente de quién se trata? ¿Por qué siempre esas alusiones? Si Dios está tan presente, ¿por qué no detiene la masacre? ¿Por qué daría sólo pistas que, de todas maneras, llegan cuando ya es demasiado tarde? ¿Eh? ¿Dígame por qué?

Me estrechó las manos.

—Son los propios hombres quienes han creado este mundo decadente. Adán y Eva desobedecieron a Dios y el hombre debe reparar él mismo el error que comete. Dios no tiene por qué intervenir.

—Sin embargo, debería.

Se colgó el bolso del hombro.

—Oiga, voy a marcharme. Tengo que buscar algunas cosas en la biblioteca. Esta noche incluiré los nuevos datos de la investigación en mi informe. No tardaremos mucho en volver a vernos, pero avíseme si descubren la identidad de la chica en las próximas horas…

En mi habitación, me enfrenté a la mirada suplicante de Poupette y acabé por ponerla en marcha. Estertores tímidos de vapor, un silbido y ya se movía, bien pimpante. El olor se alzó como una aurora de liberación y trajo su tren de pensamientos agradables, inesperados, como dos días antes. Me tumbé sobre la cama, las manos en la nuca, sumergido en imágenes bonitas de mi mujer… Sí, Thomas tenía razón. Poupette me arrancaba de las tinieblas, de la lúgubre negrura de este mundo para propulsarme hacia los horizontes claros del pasado. La duración de algunos recuerdos me devolvía a Suzanne.