El despacho del jefe de la criminal, con conjunto de linóleo ajado, muebles anticuados y cortinas pasadas, llevaba en su médula de madera la prestancia de un lugar culto, antiguo y precioso, donde la austeridad agudiza los sentidos hasta el punto de desvelar lo inesperado. Desde las marcas del roble y las aureolas de café que manchaban la inmensa mesa de reunión, en el centro de la sala, crepitaban las voces diáfanas, melancólicas, de los grandes investigadores que se habían sucedido en el anonimato con el paso del tiempo.
Instalé el retroproyector, con manos sudorosas y labios apretados, mientras un público ansioso tomaba asiento alrededor de la mesa: los tenientes Sibersky y Crombez, mi comisario de división, Martin Leclerc, otros tres policías judiciales de la criminal, el forense Van de Veld, dos técnicos del SEFTI y una decena de inspectores. Una concentración de inteligencias y reflexión, un conjunto de personalidades dedicadas a una única causa, excepto por la inoportuna presencia del psicólogo Thornton.
Elisabeth Williams, la psicocriminóloga, llegó y se colocó enfrente de mí. Pelo con laca y secado a mano, traje a rayas, rostro inescrutable. Una fachada de iglesia.
Nos disponíamos a adentrarnos en el universo del asesino, en ese mundo arrasado por el vicio, un terreno pantanoso del que desbordaba podredumbre y furia.
Cuando Sibersky corrió las cortinas, apreté el botón del retroproyector.
Un cono deslumbrante de luz blanca proyectó sobre una pantalla perlada la foto de una mujer. La explosión viva de dolor que sobresalía de cada grano de la fotografía hundió las mejillas, agujereó las bocas, frunció las facciones en raíces nudosas de estupor.
Intenté impostar la voz.
—En el correo electrónico que recibí durante la noche del primer asesinato, hace seis días, había dos fotos ocultas mediante un proceso llamado esteganografía. Una se hizo de frente y la otra, ésta, de espaldas. El asesino nos presenta a su próxima víctima.
La foto mostraba a una mujer de espaldas, arrodillada desnuda sobre un suelo de hormigón. Una capa de carne no más gruesa que el tul apenas escondía la serpiente anillada de su columna vertebral. Los omoplatos, convertidos en cuchillas, tensaban la piel como si fuesen a resquebrajarla, y la red compleja de nudos y cuerdas que trababa el cuerpo parecía erigirse como una última defensa a su dislocación.
—Se hendieron puntas de madera de diferentes dimensiones en varios sitios de la espalda, con inclinaciones y grados de profundidad variados. La extrema delgadez de esta chica se debe a una desnutrición evidente, incluso a una ausencia total de alimentación, seguramente desde hace varios días. No hay rastros aparentes de orina o excrementos en el suelo, lo que indica que el raptor se ocupa de que esté limpia.
Orejas levantadas, miradas crispadas, frentes relucientes. La asamblea, turbada, se asía a cada una de mis palabras como un brebaje salvador.
—El color de la piel hace presumir que aún está viva, ¿verdad? —dijo el forense rompiendo el silencio.
Cargué la segunda foto en la pantalla del ordenador portátil. Un grito moribundo, como un estertor, se escapó de los labios de Thornton. Uno de los inspectores salió a la carrera con el estómago descompuesto.
El rostro de la chica expresaba un grado de sufrimiento palpable, una instantánea de dolor arrancada al presente, fijada para la eternidad sobre el papel y en los pensamientos de cada una de las personas allí presentes. Dos clavos le perforaban la punta de los senos, uniendo la carne y la madera de una mesa sólida en un abrazo sangriento. Un arco de metal, con forma de herradura, le penetraba en la boca para mantenerla abierta, y dos mandíbulas de acero le aplastaban las sienes para impedirle cualquier movimiento lateral de la cabeza. Frente a cada uno de los ojos había un pico afilado de movimiento longitudinal que se podía regular con tornillos de mariposa.
—Sí, al ver la expresión de este rostro, no hay ninguna duda de que estaba viva en el momento en que se tomó la foto. Pero ¿sigue viva todavía? Si la respuesta es afirmativa, eso significa que quien mató a Martine Prieur se ocupaba de esa mujer al mismo tiempo.
Dirigí un haz láser al centro de la foto, aplicado en las duras explicaciones que me forzaba a dar. Mis propias palabras me helaron la sangre.
—El artefacto que le inmoviliza la cabeza es un aparato estereotáxico, utilizado por los laboratorios de vivisección con el objetivo de realizar experimentos en animales. –Volví a la primera foto apretando la tecla «Avpág» del teclado—. La sala parece bastante amplia, muy oscura. Debe de ser un sótano o un local desprovisto de ventanas. Un lugar aislado en el que puede actuar con total seguridad, sin el temor de llamar la atención.
Elisabeth Williams tomaba notas en una libretita con cubierta de cuero. El profesor que escucha al alumno.
—¿Tiene la más remota idea del lugar donde podría estar, gracias a lo que ha podido averiguar en Bretaña? —me preguntó el comisario de división golpeando la mesa con el boli.
—En absoluto. Lo único que sé es que el asesino nos da esas fotos como recompensa a nuestras investigaciones. Hemos descubierto el código y nos permite penetrar en su intimidad. A ese nivel, hay dos soluciones: o bien la escena del crimen esconde otra pista que lleva a esa mujer, o bien el asesino se está mofando de nosotros, pura y llanamente. ¿Qué opina, señorita Williams?
Dejó la libretita sobre la mesa, así como las gafas.
—Prefiero que acabe usted, señor Sharko. Pero sus conclusiones me parecen interesantes.
—Mmm… Estupendo. He solicitado la ayuda del Servicio Regional de Policía Judicial de Nantes para que se abra una investigación sobre Rosance Gad. Esa chica mantenía, de alguna manera, una relación física o moral con el asesino. Es el eslabón que puede conducirnos a él.
—¿El asesino se habría arriesgado a llevarnos a un terreno que nos permitiese atraparlo? —soltó el comisario de división en tono incrédulo.
—No, no creo que se haya dejado llevar por una fantasía de ese calibre. Esa chica quizá mantuvo relaciones sadomasoquistas con él sin llegar a conocer nunca su identidad. Alguien visitó la habitación de Rosance Gad, estoy convencido. Todos los indicios parecen haber desaparecido. En concreto los datos del ordenador han sido borrados, al igual que en casa de Prieur. Así que no hay ningún rastro evidente.
—¿Por qué borra los discos duros?
—No tengo ni idea. ¿Quizá conoció a esas chicas a través de internet? Tal vez sea una pista… —Apagué el retroproyector—. He terminado. Le toca a usted, señorita Williams.
—Mmm… Sí, ahora voy. –Se colocó las gafas y carraspeó antes de iniciar su monólogo—. En primer lugar, señores, quiero que sepan que no soy ni maga ni vidente. Tampoco salgo de una serie de televisión, armada de dones sobrenaturales. Así que no esperen que dé un retrato robot del asesino que bastaría luego con colocar en los parabrisas de sus coches o en la carnicería de la esquina.
Estiramientos de labios, migajas de sonrisas distendieron los nervios. El comisario de división le propinó un codazo en el costado a Sibersky, como si dijese «¡Y además es graciosa!». Williams dejó que volviera la calma antes de proseguir.
—He realizado un resumen exhaustivo de los informes, los testimonios y las fotos que han pasado por mis manos. Sólo me centraré de forma superficial en la carta que enviaron al comisario Sharko, ya que el análisis meticuloso de su contenido me llevará un poco más de tiempo. Normalmente necesito más de una semana para llegar a las primeras conclusiones, así que, por favor, señores, sean indulgentes. El señor Sharko ha sacado conclusiones muy pertinentes de la escena del crimen. Es evidente que el asesino quería que encontrásemos a Martine Prieur lo más rápido posible, por eso, entre otras cosas, dejó la puerta abierta. Eso puede llevarnos a pensar que la mujer de las fotografías expuestas por el señor Sharko sigue viva. En caso contrario, el asesino habría intentado manifestarse y enseñarnos… su trofeo.
»El rasgo más característico de ese asesinato, al igual que en los elementos fotografiados en la segunda mujer, es el aspecto sádico, manifestado por una crueldad extrema tanto física como mental. El sádico halla la exaltación a través de la duración del acto. Conservará a su víctima viva el mayor tiempo posible, la utilizará como un objeto destinado a satisfacer sus fantasías. Para él, no representa nada y se deshará de ella con los mismos remordimientos que sentimos al tirar un pañuelo de papel usado. –Apoyó las palmas sobre la madera lisa de la mesa—. Generalmente, este tipo de tortura viene acompañado de actos sexuales que, si no se expresan mediante una penetración, sí lo hacen mediante la mutilación de los órganos genitales: pechos cortados, vagina sacada o rasgada. En su carta precisa claramente, y cito, "que no me he follado a su hija, aunque podría haberlo hecho". Con esta precisión quiere demostrar que no es impotente, pero que el acto sexual sólo representa un aspecto secundario del que puede prescindir sin dificultad. De ello resulta un comportamiento atípico respecto a la mayoría de asesinos en serie, quienes, mayoritariamente, mantienen relaciones sexuales post mortem. Además, por lo general, se dan coincidencias en el físico de las víctimas: color o largura del cabello, altura o constitución parecidas. Aquí no he observado ninguna. La primera víctima era rubia, la de las fotos castaña. Una es bastante alta, la otra más bien baja. Sin olvidar a Rosance Gad, quien, si efectivamente la mató, presenta un físico totalmente diferente. –Se sirvió agua en un vaso de plástico y se humedeció los labios—. No duden en interrumpirme si voy demasiado rápido. El asesino es un jugador, le gusta correr riesgos e intenta por medios indirectos hacerse notar. Provocaciones a la policía, carta detallada, fotografías de sus víctimas… A través de esos rodeos, encuentra el medio de prolongar su acto, lo que puede permitirle satisfacerse hasta que mate. Quiere por encima de todo hacernos compartir sus sensaciones, sin darnos más informaciones sobre su identidad. A este tipo de personaje le gusta seguir el desarrollo de la investigación criminal, lo que se traduce en una necesidad de control en aumento. A priori, conoce al señor Sharko, puesto que le ha mandado ese correo en primer lugar. Así que deben fijarse ustedes en sus conocidos: periodistas, soplones, agentes de mantenimiento e incluso pizzeros, así como en los antiguos sospechosos o culpables que hayan pasado por sus manos.
Hablaba con naturalidad, como si los pensamientos del asesino y de sus víctimas se desplegasen delante de sus ojos y sólo se limitase a interpretarlos.
—La escena del crimen, organizada, indica que el asesinato fue preparado escrupulosamente, sin duda semanas e incluso meses antes. Este tipo de asesino no deja nada al azar: víctima aislada, depósito siempre lleno, coche en buenas condiciones para asegurar su fuga. No tiene por qué conocer a sus víctimas personalmente, pero se dedica a estudiar de forma atenta su entorno, sus costumbres, los lugares que frecuentan y a las personas con quienes se relacionan. El asesinato, perpetrado durante la noche, y las torturas infligidas a la segunda mujer en un lapso de tiempo que puede extenderse varios días, llevan a pensar que el asesino es soltero, que su oficio le permite dedicar tiempo al estudio así como, perdonen la expresión, al mantenimiento de sus víctimas. –Mirada escudriñadora a la asamblea—: La manera como la ató es una técnica llamada bondage. ¿Les suena de algo?
Nueve personas, yo incluido, de los quince presentes, levantaron la mano.
—Entonces, vale la pena que lo explique —prosiguió—. Esa ciencia de la atadura viene de Japón. En su origen, supone un arte sobre el cuerpo a base de trabas. Sepan que algunos expertos en bondage japoneses son tan famosos como los grandes deportistas; asistir a sus sesiones de ataduras se paga a precio de oro y entre su público se cuentan jefes de empresa, abogados o ejecutivos frustrados. Por supuesto, ese arte original se degradó rápidamente cuando se difundió en los ambientes sadomasoquistas. El bondage propone un panel impresionante de técnicas, un poco como el Kama Sutra, que evoluciona de la sencilla posición del misionero hasta combinaciones mucho más evolucionadas, del tipo La carretilla japonesa o La introducción del clavo. —Risas más francas rompieron el hielo—. En este caso, la técnica empleada se llama El shibari: brazos atados en escuadra a la espalda, trabas que oprimen los pechos, tobillos atados y replegados debajo de los muslos, cuerpo que parece envuelto en una tela de araña. Es una de las técnicas más complejas, no se improvisa. Quizás el asesino esté suscrito a revistas pornográficas, disponga de numerosas cintas de vídeo, frecuente los ambientes sado o sea miembro de un club japonés. Centrémonos ahora en las estadísticas del FBI, elaboradas a partir de asesinos en serie interrogados para el programa VICAP, del que, por supuesto, no existe equivalente en Francia dado el reducido número de asesinos en serie que existen. Este tipo de personaje tiene un cociente intelectual superior a la media, por encima de ciento diez, y su edad entre los veinticinco y los cuarenta años. Su rostro inspira confianza, es limpio y va bien vestido. Sus preferencias sexuales giran en torno a la pornografía, el fetichismo, el voyeurismo o el sadomasoquismo en más del setenta por ciento de los casos. Según el VICAP, el ochenta y cinco por ciento son de raza blanca, el setenta y cinco por ciento poseen un empleo estable y, en dos tercios de los casos, matan en un lugar cercano a su lugar de residencia. Por último, todos aseguran que son incapaces de dejar de matar y, por otra parte, no ven qué interés tendría la renuncia. Sabemos pues a qué atenernos.
—Se ha referido usted a asesinos en serie desde el principio. ¿Cree realmente que el asesino de Martine Prieur lo es? —preguntó alguien.
—Es evidente que sí. Por todas las razones que les he expuesto antes. El asesino clásico o común no alardearía de sus hazañas, no buscaría la provocación. Y el escenario de los crímenes sería muchísimo menos elaborado. Además, no olvidemos que tenemos dos víctimas potenciales y un asesinato efectivo, y ése es el factor más convincente.
—Dejando de lado las estadísticas, ¿disponemos de elementos concretos, de certidumbres que puedan aplicarse a nuestro asesino? —preguntó Leclerc.
—Es diestro —respondió Williams, disciplinada.
—¿Cómo?
—Todos los nudos de la cuerda están hechos de la misma manera, la extremidad derecha pasa por el bucle que forma el nudo. Un zurdo procedería al revés. Ese punto no se señala en el informe, pero supongo que se habían dado cuenta, ¿no?
Ni un sonido en la asamblea.
—No puede decirse que el hecho de que sea diestro elimine a mucha gente —intervino con una risa de conejo Thornton—. Dígame, señorita Williams, me parece que los asesinos en serie tienen un modus operandi que no evoluciona nunca de un asesinato a otro. En tal caso, ¿por qué habría intentado hacer pasar por un accidente el asesinato de Rosance Gad, si efectivamente es un asesino en serie? ¿Y por qué sólo lo reivindica ahora?
El eunuco del cerebro, por una vez, se arriesgaba a rozar la barra alta de la inteligencia.
Sin dejarse desconcertar, la señorita Williams declaró:
—Consideremos el aspecto temporal de los acontecimientos. Las dos últimas acciones del asesino resultan muy cercanas, incluso simultáneas; ambas, escenas de sufrimientos extremos. Los asesinos en serie raramente cometen sus primeros delitos cuando empieza la serie. Algunos ya han matado de adolescentes, otros se sirven de animales para satisfacer y practicar sus fantasías, un poco como un campo de entrenamiento. Es muy posible que hubiera mantenido relaciones particulares con Rosance Gad que despertaran pulsiones dormidas en lo más profundo de su ser. Y, de repente, el miedo a ser descubierto le ha hecho maquillar el crimen como accidente. Pero ahora, la crisálida se ha convertido en mariposa y, como les gusta hacer a esos individuos, reivindica ese asesinato, como un trofeo olvidado que hay que sacar del desván.
Thornton se replegó en el fondo de la silla, el boli entre las mandíbulas, aparentemente tranquilo.
—¿Puede darnos su opinión sobre la cabeza cortada y los ojos extraídos y vueltos a colocar en la órbita? —pregunté levantando la mano.
—Es difícil hablarles de todas las conclusiones a que he llegado, pues la reunión duraría todo el día. Ya leerán mi informe. Pero voy a contestar a su pregunta, ya que la ha planteado. El asesino quiere alcanzar un objetivo: la exaltación suprema del acto de matar que, aquí, se traduce en un ritual sangriento. El ritual le permite extraer una profunda satisfacción del propio acto de tortura. Al quitarle la cabeza, se apropia de la víctima. Lo más sorprendente es esa expresión del rostro de Prieur, una mueca de dolor, ojos suplicantes dirigidos no hacia el techo, sino al cielo. Trabajó ese rostro como un escultor modela la piedra. Quiere transmitirnos un mensaje, créanme, y por eso estoy estudiando el caso orientándome sobre todo hacia el aspecto religioso. Pero prefiero no añadir más, porque el estudio dista mucho de estar acabado. ¿Algo más? –Recorrió con la mirada la sala—. Muy bien. Gracias por su atención, señores.
La sala se vació en una bandada de susurros y miradas bajas. El discurso había estado a la altura de mis expectativas y una buena parte de mis preguntas habían hallado respuesta.
—¡Buena exposición! —felicité a la psicocriminóloga cuando se disponía a marcharse—. Ha ahuyentado el escepticismo de algunos a grandes golpes de frases martillo.
—Señor Sharko, me parece haberle visto mucho antes de hoy, pero no recuerdo dónde.
—He asistido a casi todas sus conferencias.
—Enfoca usted muy bien sus informes. Sus análisis son precisos y acerados. Me han facilitado mucho el trabajo.
—¿La invito a un café?
—Tengo una cita importante, comisario, y ya estoy llegando tarde. Otro día, tal vez. Hasta pronto.
Thornton me interceptó antes de que entrase en mi despacho.
—Un análisis bastante infantil, ¿no?
—¿Cómo?
—El monólogo de Williams. Parece un repetición de libros que tratan sobre asesinos en serie. Cualquiera hubiese podido hacer lo mismo.
—Usted seguro que no, en cualquier caso.
Se apoyó contra la pared con los pies cruzados y se observó la punta de las uñas de manicura.
—Me he enterado de que había insistido para… como lo diría… apartarme de su terreno.
—Así es. ¿Y?
—Pues parece que ha fracasado. –Se encaminó al rellano de la escalera—. ¡Creo que estaremos obligados a vernos a menudo, comisario! ¡Más a menudo de lo que deseaba!
Estaba devorando el informe de Elisabeth Williams cuando Sibersky apareció en mi despacho, blandiendo unas hojas por encima de la cabeza.
—¡Creo que ya sé de dónde viene el aparato estereotáxico de la foto!
Levanté la vista.
—¡Suéltalo! ¡Y rápido!
—Interrogué a los laboratorios de vivisección que poseen este tipo de aparatos. Uno de ellos, en los arrabales de la ciudad, fue atacado por el FLA, el Frente de Liberación de los Animales, hace unos meses. Esos graciosos le mangaron el material.
—¡Vamos allá!
Unos sesenta kilómetros al oeste de París, el laboratorio de Huntington Life Science, HLS, levantaba sus flancos de hormigón al final del polígono industrial A de Vernon, en el corazón de una extensión de hierba cortada al estilo inglés. Un edificio de construcción cara, en la vanguardia del modernismo, con los techos en forma de ala delta y las ventanas ahumadas de plexiglás. En el puesto de guardia, antes del acceso al parking privado, un moloso pelirrojo que más bien parecía un podenco sacado de su casilla consideró oportuno atravesarse en nuestro camino, como si la barrera bajada no fuese suficiente.
—¿Puedo ver su placa? —ladró.
—No tengo placa —repliqué. Saqué por la ventanilla la tarjeta coloreada—. Hemos llamado al director esta tarde. Está de acuerdo en recibirnos.
—Esperen, por favor.
—Tiene un pelaje bonito, ¿no cree? —masculló Sibersky con una sonrisa evocadora.
El perro de guardia intercambió unas palabras en un emisor-receptor antes de levantar la barrera.
—¡Adelante!
—Eres un buen chucho —murmuró mi colega cuando rodamos al paso delante del guardia, antes de añadir—: Me pregunto cómo puede uno trabajar ahí dentro. Parece una gigantesca sala de tortura…
Yo estaba pensando más bien en un campo de exterminio con la apariencia de un yate de lujo, en el que cada camarote encierra una trampa de metal, fría e inundada de ladridos desesperados, dolor gratuito o total falta de respeto por la raza animal. Y todo con el único objetivo de embellecer atunes con maquillaje.
Un asistente nos guió por un laberinto de pasillos taladrados por destellos crudos de lámparas de neón. Cada puerta cerrada recordaba la puerta anterior, cada paso adelante parecía dejarnos en el mismo lugar, como si el propio edificio fuese tan sólo una sucesión de bloques idénticos reproducidos hasta el infinito y empotrados los unos detrás de los otros. Ni una sola ventana. Sólo el aullido del silencio, palpable y denso como una niebla de hielo. Más escaleras, delante. Y luego más pasillos… Finalmente, el asistente nos abandonó en el despacho del director.
Rechoncho bajo la blusa de científico, el hombre de la sombra estaba leyendo un informe masivo del que capté el título antes de que lo dejara, boca abajo, sobre la mesa: «Técnicas de debarking con láser de clase A».
—Debarking quiere decir «desladrido» —me susurró Sibersky al oído—. Un método moderno para evitar que los perros griten demasiado…
—Pasen, se lo ruego —nos espetó con una voz colada en mármol el individuo del mechón de pelo rebelde.
Enseguida lo identifiqué como la reencarnación humana de un animal de sangre fría, un reptil de ojos de jade, piel rocosa, desprovisto de la noción del bien o del mal. Ese tío no podía ocupar otro puesto que el que ocupaba, director de un laboratorio de vivisección.
—Tenemos que hacerle algunas preguntas —dije acercándome a él.
—Lo sé. Adelante, ¡pero sean rápidos! Tengo mucho trabajo —gruñó con expresión de hombre irritado.
Me instalé frente a él en una silla con ruedecillas. Sibersky, tenso como el nervio de un buey, prefirió la posición vertical.
—Hace cinco meses, el siete de mayo para ser más exactos, encargó a la empresa Radionics dos aparatos estereotáxicos, mesas y cajas de contención y… espere, voy a sacar mis notas… cánulas de colisión, una silla Ziegler y materiales diversos con nombres igual de encantadores, tras una acción llevada a cabo por el FLA. ¿Podría darnos más información al respeto?
—El Frente de Liberación de los Animales; los muy desgraciados… —Con un gesto propio de un jugador de baloncesto propulsó una bolita de papel a diez centímetros de una papelera, y luego intercambió con mi teniente una mirada que habría fulminado un pararrayos—. Nos asaltaron en la noche del uno de mayo. Denunciamos el robo en la comisaría de Vernon. Quizá puedan acercarse hasta allí.
—Díganos más cosas sobre el FLA.
—En sus inicios, el movimiento era inglés; apareció en Francia hace más o menos un año. Un comando antivivisección compuesto por hombres poco violentos pero organizados. No encontrará entre ellos a locos ex combatientes o adeptos a la ultraviolencia. La mayoría no come carne, nada con los delfines o cría animales. ¡Pero esos pervertidores nos amargan la existencia!
Los rayos de sol entraban mancillados por la amplia ventana ahumada que se abría en la pared oeste, como un gigantesco muro de observación. La vida luminosa del exterior parecía, ella también, expulsada más allá de las puertas de ese blocao, dejando lugar solamente a desvaídas sombras sobre rostros taciturnos.
—Así que les han robado todo ese material —dije retomando el tema.
—No. Sólo destruido, hasta tal punto que prácticamente ya no podíamos utilizarlo. Sabe, nuestros frascos soportan bastante mal los golpes de bate de béisbol. Tan sólo algunos instrumentos habían desaparecido.
Sibersky se despegó de la pared del fondo.
—¿Qué instrumentos?
El director lanzó una mirada viperina en dirección al teniente. Ambos hombres se despedazaban con la mirada.
El nazi contestó:
—Un aparato estereotáxico y material pequeño: sierras eléctricas, bandas, apósitos, antisépticos, anestésicos, especialmente quetamina…
El teniente me apretó el hombro. Noté el peso de la crispación en la punta de sus dedos. El director se dirigió hacia el ventanal y escudriñó el cielo, que se había vuelto sepia por el tinte del cristal. Su mano se abría y se cerraba a su espalda como un corazón que late. Observé en voz alta:
—Parece que le preocupa algo, señor director…
—¿Sabe que las aseguradoras nos obligan a filmar tanto de día como de noche los laboratorios? Estamos obligados a conservar las cintas un año y seis meses, y luego nos autorizan a borrarlas o destruirlas.
—¿Eso significa que poseen la grabación en vídeo de esa famosa noche?
—Sólo en parte, hasta el robo. Normalmente, los miembros del FLA nunca tocan las cámaras. Prefieren que disfrutemos totalmente de sus… ¿cómo decirlo?… arrebatos de audacia. Pero, por lo visto, una o varias personas regresaron al lugar poco tiempo después de la salida de las tropas, rompieron las cámaras y luego se llevaron material. Siempre me he preguntado qué podrían hacer con un aparato estereotáxico.
Eché una ojeada discreta a mi colega.
—¿Podemos ver esa película?
El Adolfo del faldón de pelos pegados a la frente se volvió hacia nosotros.
—Son conscientes de que están abusando de mi generosidad, ¿verdad?
—Supongo que a usted también le debe interesar. Si metemos mano en esa organización, usted se deshace de una plaga. ¿Me equivoco?
—Mmm… Vamos. –Apretó un botón—. Me voy a la sala de visionado 2. ¡Que nadie me moleste!
Nos invitó a seguirle. Otra vez esos pasillos vacíos, como si los hubiesen cavado bajo tierra. Geometrías estrictas, perspectivas infinitas. Al pasar delante de una puerta abierta, oí gemir a un perro; eran gemidos débiles y muy espaciados, una queja lánguida con una intensidad emocional tal que se apoderó de mí y me trastornó. Había en esa endecha algo universal que, a pesar de la barrera del idioma o de la especie, le hacía a uno sentir con agudeza el sufrimiento del otro. El beagle yacía ahí, sobre una mesa de aluminio, tendido de espaldas. Las patas atadas en cruz intentaban, en movimientos increíbles de torsión que arrancaban la piel y la carne, liberarse de las correas. Antes de que pudiese indagar más, el director se deslizó delante de nosotros y cerró la puerta con un ademán brusco.
—¡Sigan recto hacia delante, sin detenerse! ¡Continúen andando, por favor!
Rememoré la imagen de la mujer torturada. Llegamos a nuestro destino. Debíamos de avanzar bajo la superficie del suelo, ya que no dejamos de bajar tramos y tramos de escalones, como en un refugio antiatómico.
¡Oh, visión divina! Una pequeña planta carnosa, falsa por supuesto, intentaba arrancar a la tristeza de la sala un sobresalto de alegría. El director abrió el armario etiquetado PRIMER SEMESTRE 2002, escogió meticulosamente la cinta adecuada y la introdujo en el vídeo.
La intervención del FLA se reveló breve y ruidosa. Como si hubiesen soltado un equipo de jugadores de fútbol americano sobreexcitados en una cristalería. Los individuos enmascarados, totalmente coordinados, habían empezado por liberar a los perros, los gatos y luego a conejos y ratones, y la horda de animales se había precipitado en un bloque peludo por los pasillos, como un arca de Noé en peligro de naufragio. En el desorden general habían reducido la sala, bajo los asaltos repetidos de bates de béisbol, a una papilla de cristal hecho añicos, un montón de restos laminados por la rabia. Aquel huracán había durado cuatro minutos y treinta segundos. Luego, tres minutos después, unos golpes sobre los objetivos de las diferentes cámaras ponían fin a la película.
—Ahí tienen el trabajo —soltó el director apretando el botón STOP del mando—. ¿Interesante, verdad?
—¿Entregó alguna copia de esa película a la comisaría de Vernon?
—Así es. Esa película y la recogida por las otras cámaras, que presentan la escena desde ángulos diferentes. Pero sus colegas no parecen muy activos respecto a la investigación. Digamos que da la impresión de que sus preocupaciones van en otra dirección.
Subíamos despacio las escaleras cuando sentí una especie de onda en mi cabeza. Aullidos de perros: ¡oía aullidos de perros! Susurré al oído de Sibersky, mientras el director nos precedía:
—¿Oyes a los perros aullar?
—Sí; es muy tenue, pero los oigo… Es asqueroso.
Sonidos agudos, desgarradores, lamentos desesperados subían ahora de forma más intensa. Se torturaba a los perros, se realizaban todo tipo de experimentos con ellos. Realizar experimentos… Hice una brusca comparación que me llevó a preguntarle al director:
—Oiga, ¿hay una protectora de animales por aquí cerca?
El director se echó el mechón hacia el lado de un cabezazo, y luego contestó:
—Sabe perfectamente que los opuestos se atraen. Encontrará el edificio que busca a tres kilómetros de aquí, siguiendo la carretera por la que han llegado. –Sonrisa socarrona—: ¿Por qué? ¿Van a denunciarnos por ultraje a los animales?
Una vez fuera, Sibersky se mofó del guardia, el Podenco, haciendo como si le tirase un hueso, y luego me preguntó:
—No he entendido bien lo de la protectora. ¿Por qué quiere que nos acerquemos hasta allí?
—Quiero acercarme yo hasta allí. Te dejo en la comisaría de Vernon. Recoge toda la información que puedas. Quizá nuestros compañeros se hayan esforzado, con gran pasión —le sonreí—, para encontrar a los tíos del FLA. Que uno de los cabos te acompañe luego a la central. Después ve a dar una vuelta a la avenida de l’Horloge y entrega a los técnicos una copia de las cintas. Podrían descubrir detalles que se nos han escapado. No hay que escatimar nada…
—De acuerdo. Pero respecto a la protectora, no me lo ha aclarado.
—Es para acallar una intuición. ¿Te acuerdas de la vieja negra, mi vecina?
—¿La mujer de los buñuelos de bacalao?
—Sí. Cree que tiene cierto don de adivinación. Cada vez que la veo me habla de perros que aúllan, que gimen en sus pensamientos. –Me detuve por los pelos en un semáforo en rojo al que no había prestado atención—. Cuando hemos oído esos gritos, antes, he tenido como una revelación. El origen de aquellos aullidos provienen del sufrimiento que padecen los animales bajo el efecto de la tortura, por muy sofisticada que sea. La tortura, como la que han infligido a la mujer de las fotografías. ¿Sabes qué? Tengo el presentimiento de que el asesino se entrenó con perros antes de pasar al acto de tamaño natural…
La protectora de animales de Vernon acogía bajo su arca a más de cuarenta y siete perros y unos setenta y dos gatos. El veterinario que me atendió era un senegalés con unos labios impresionantes, como gajos de pomelo. La piel árida de su rostro se deshilachaba a la altura de los pómulos y de la frente, y los ojos, de un blanco más bien ceroso, hacían pensar que había contraído una enfermedad febril, como la malaria.
La consulta olía a mezcla de razas, un olor de pelajes y orejas infectadas impregnado en una especie de moqueta que hacía las veces de tapicería. Bloques gruesos de cristal traslúcido que formaban una ventana permitían a la cabellera verde de los cipreses expresarse en una especie de imagen borrosa artística.
—¿Qué ocurre, señor policía? —me espetó el veterinario con un acento no tan lejano al de Doudou Camelia. Tenía la molesta manía de pronunciar w en el lugar de r.
—Me gustaría saber si dispone de un fichero que recoja las desapariciones de animales de compañía.
—Por supuesto. El fichero nacional, que censa los animales perdidos, abandonados o desaparecidos. Como puede suponer, sólo se incluyen los perros con chip.
—¿Y puede realizar una búsqueda?
Se deslizó detrás del ordenador, un Macintosh último modelo con la manzana mordida en la parte posterior de la pantalla.
Dados sus labios y la frente, de la dimensión de un campo de fútbol, habría supuesto que sus dedos eran enormes, pero estaban cincelados como los instrumentos táctiles de una joven costurera y volaban con soltura sobre el teclado.
—¡Dígame qué quiere buscar!
La brisa bamboleaba las hojas de los cipreses y la masa verde ondulaba a través de los adoquines acristalados. Me coloqué del lado de la pantalla.
—Indíqueme los perros y los gatos desaparecidos en la zona, entre el uno de mayo y hoy.
—¿Perros o gatos? ¡Tengo que escoger!
—Perros.
—Perros. Localizados en Vernon, en un radio de… unos treinta kilómetros. ¿Treinta kilómetros le parece bien?
—Perfecto.
El ordenador pensó unos segundos, la memoria viva se cargó antes de emitir sentencia.
—Ciento dieciséis perros desaparecidos.
—¿Puede agruparlos por ciudad y clasificarlos por orden decreciente?
—Espere… F8… Ya está.
Ninguno definitivo. Como máximo, cuatro perros desaparecidos por ciudad o pueblo, en períodos de tiempo escalonados y no puntuales. Ningún punto en común. Nada.
—¿Puede probarlo con los gatos?
—Allá vamos.
Un resultado aún peor. Imposible de aprovechar… Algo me empujó a insistir:
—¿Puede hacer una búsqueda de los perros pero extendiéndola a un radio de sesenta kilómetros?
—Se puede —replicó el veterinario—. Pero así nos acercamos a París y tal vez haya un buen montón. ¿Puedo permitirme hacer un comentario, señor policía?
¿Acaso aquel tío había recibido palizas de policías en una vida anterior que explicaban el culto al temor hasta tal punto? ¿O es que los veía como seres supremos, especies de dioses bigotudos que habían desembarcado en la Tierra en una ensaladera azul? Exclamé:
—¡Por supuesto, adelante!
Volvió a la pantalla anterior apretando la tecla F3.
—No sé qué es exactamente lo que busca, pero si es un lugar con una fuerte concentración de desapariciones de perros, ¡se ve como la nariz en medio de la cara! ¡Y le puedo asegurar que mi nariz se ve!
—¡Enséñemelo! —le pedí mientras el corazón me daba un vuelco.
Señaló con el dedo cuatro lugares distintos en la pantalla.
—Cuatro pueblos o ciudades pequeñas, separadas por no más de cinco kilómetros los unos de los otros a unos veinte kilómetros de aquí, al sur.
Nombres de poblachos que ni siquiera conocía. Continuó, con fuego en su mirada abrasadora.
—Y… ¡catorce perros desaparecidos! —prosiguió, con su mirada abrasadora iluminada—. En un período que empieza el once de junio y termina el dos de julio, ¡lo que equivale a menos de un mes! Catorce perros, menos de un mes, diez kilómetros de radio: es mucho, ¿no le parece?
A nariz grande, olfato excepcional.
—¡Habría sido usted un poli estupendo! —comenté.
—No se mueva, quizá pueda proponerle algo mejor… ¡un rasgo en común entre las razas desaparecidas! —dijo, henchido de orgullo.
La lista desfiló: labrador… labrador… cocker… labrador… Perros de una buena talla, mansos y complacientes, con buen carácter y fáciles de dominar. Mirando la pantalla pregunté:
—¿Sabe qué les ha ocurrido a esos perros? ¿Han encontrado a alguno?
—Mire, apreciado señor policía, las personas sólo acuden a nosotros cuando pierden a su perro. Cuando los recuperan, en cambio, omiten indicárnoslo. No hacemos ningún seguimiento sobre lo que les pasa. Este fichero nacional se convierte en una basura porque nunca se purga.
—Una última pregunta, dado que usted parece conocer la zona como la palma de su mano. ¿Hay laboratorios de animales en los alrededores? ¿Ojeadores que podrían secuestrar esos perros para hacer experimentos?
—No, que yo sepa. Salvo HLS, el laboratorio de cosméticos más cercano está en Saint-Denis. Y HLS sólo trabaja con crías de beagles. Además, los ojeadores de animales no acosan a este tipo de perros, salvo si, por supuesto, tienen la oportunidad de hacerlo. Les interesan sobre todo los chuchos callejeros, esos perros pulgosos cuya desaparición más bien gusta que molesta.
—Muchas gracias, señor N’Guyen. Me ha sido usted de gran ayuda. ¿Puedo apuntar las direcciones de las personas que han presentado una denuncia?
Se puso a imprimir el informe.
—Para agradecérmelo, ¿no se quedaría con un gatito? Tengo que hacer ocho eutanasias antes de que se acabe la semana. Es un poco como si matase mi propia alma.
—Lo siento, doctor, pero casi no paro en casa…
—¿Tal vez para su mujer? —preguntó señalando mi alianza.
Conducía despacio en dirección a Aigleville por carreteras secundarias para disfrutar de la belleza verde de los campos. Me detuve en el lindero de un pequeño bosquecillo donde se agrupaban algunos olmos, para aliviar la vejiga. Detrás de mí, y hasta las formas rectilíneas del horizonte, se alzaban hacinas de heno color oro, como un cementerio de sepulturas de paja.
Los aullidos de los perros que acosaban a Doudou Camelia cobraban fuerza allí, en aquellos pueblos abandonados con terrenos planos de la llanura. Tenía la impresión de progresar en la investigación, pero en una dirección totalmente desconocida, un poco como una sonda espacial que explora el universo sin saber adónde se dirige ni qué busca exactamente.
Pensaba en ese individuo, el Hombre sin Rostro de Doudou Camelia, que había vuelto a la escena de la intervención del FLA para recoger aquellos instrumentos de muerte, aquellos anestésicos y aquellos vendajes. Adivinaba sus pretensiones, su voluntad de difundir el mal y el sufrimiento a golpes de escalpelo precisos y calculados. Lo veía olisquear a sus víctimas, acosarlas en la distancia, espiarlas y, una noche, caerles encima como lo haría una mantis religiosa sobre un mosquito aprisionado.
Pensaba en la mujer atada en esa cloaca, torturada, azotada moralmente por los cueros del horror. Hay momentos en que resulta imposible sentir el dolor de otro; uno tan sólo puede imaginarlo, notar el soplo a lo largo del espinazo, estremecerse hasta el punto de acurrucarse bajo las mantas. Pero nunca puede ponerse en su lugar. Jamás.
Con la pista de los perros, sin realmente saber adónde me conduciría, esperaba anticiparme a él. Había salido del sendero que había marcado para mí, había tomado caminos paralelos, atajos que me impulsaban hacia delante. Recordaba las frases que Elisabeth Williams pronunciaba en todos sus seminarios: «Un criminal nunca se mueve solo. Lo acompañan, allí donde vaya, elementos que dejan un rastro indeleble de su paso. En una escena del crimen se opera un intercambio entre el asesino y los elementos invisibles que constituyen el espacio; el asesino abandona un poco de él mismo y se lleva consigo una ínfima parte del lugar donde se encontraba, sin que pueda evitarlo. Es sobre ese intercambio sobre lo que debemos investigar».
Quizás existía una relación entre el asesino, el Hombre sin Rostro, y esos perros desaparecidos. Quizás en un momento dado se había operado un intercambio, imposible de descubrir por ahora, pero que cobraría sentido cuando la pista acabase.
Pero ¿qué iba a descubrir al final de esas vías heladas? ¿El fracaso? ¿La incapacidad de preservar la vida de una mujer cuyo nombre ni siquiera sabía y que se pudría en los fosos de la oscuridad?
Continué la ruta hacia el sur. El sol bajaba con pereza ante mí, asaltado por los rojos enfermizos de un cielo deshilachado.
«El fracaso es el acicate de la motivación» era una de las sentencias que solía soltarme mi abuelo. Mientras me tragaba un steak tartare en un bistró donde el ambiente recordaba el de la eclosión de las primeras células de vida en el Precámbrico, me decía que seguramente no estaba teniendo en cuenta todos los parámetros, especialmente los de la LAM, la Ley del Aburrimiento Máximo. Cinco direcciones tachadas en la lista que me suministró el veterinario, otros tantos fiascos. La única conclusión, todo un fracaso, que podía extraer era que todos los perros habían desaparecido durante la noche, mientras dormían en una caseta en el exterior de la casa. Ni un ladrido, ni un testigo; en todos los casos, las casas estaban aisladas y los perros habrían lamido los pies de los ladrones.
Llevaba unos buenos diez minutos conduciendo cuando sonó el móvil. Me detuve en el arcén para responder a la llamada.
—¿Comisario Sharko? Soy Armand Jasper, ingeniero especializado en el procesamiento de imágenes del laboratorio de Écully. –Écully, Ródano-Alpes, el florón de los laboratorios de la policía científica—. Hemos analizado las fotos de la mujer torturada que nos han llegado por vía digital desde París. Hemos observado la presencia de tubos de ventilación de diámetros bastante grandes que se extienden a lo largo de la parte superior de las paredes; en la fotografía original se confundían con la oscuridad. En la foto en que la mujer está de espaldas, creemos que a la altura del techo hemos detectado algo parecido a un ventilador. Y digo «creemos», porque el segundo plano aparece aún bastante borroso a pesar del trabajo de alisadura efectuada en la imagen, y está muy oscuro. Visto el diámetro del cacharro, así como de los tubos, según la opinión de un especialista en edificios, ese tipo de sistema está estudiado para tratar importantes volúmenes de aire. Varios centenares de metros cúbicos por hora. Por tanto, seguramente la víctima no se halla retenida en una propiedad privada, tipo bodega o garaje, sino más bien en un edificio de la dimensión de un almacén.
—¡Perfecto! ¿Más datos?
—Detalles que aún tengo que plasmar en un informe, pero nada determinante. Se lo envío por correo electrónico mañana por la mañana. He preferido avisarle enseguida en lo referente a ese punto. Me parecía importante.
—No hubiese podido ser más providencial.
Realicé una media vuelta cerrada y poco tiempo después entraba en el bistró. En esta ocasión, el clima festivo me recordó mi trabajo de vigilante nocturno en la morgue de Lille al amanecer de mis diecinueve años.
Los dos perdidos con tez color heces de vino que jugaban a los dardos, así como los tres asiduos del bar, me lanzaron una mirada un poco más insistente, preguntándose qué tenía de maravilloso el lugar, Le Gai Lieu, para que un tío encorbatado fuera allí dos veces seguidas en menos de una hora. Espuma de cerveza impregnaba la barba hirsuta de un tiarrón con la barriga abombada como un barril de whisky y que, era evidente, se habría chamuscado allí mismo si alguien hubiese tenido la ocurrencia de encender un cigarrillo. Cuando me vio llegar, asestó un codazo en el flanco del parroquiano que tenía a la derecha y esbozó una sonrisa un pelín socarrona. Me acerqué a la barra y pregunté a aquel grupo de intelectuales:
—¿Existen en la zona almacenes abandonados, lugares donde nadie pone los pies desde hace varios meses?
Antes de que la propietaria de aquel nido de juerguistas pudiese mover los labios, Barba de Espuma espetó:
—¿Por qué? ¿Eres del fisco?
Asiduo derecho y Asiduo izquierdo se guasearon; los dos curiosos que jugaban a los dardos vinieron a acodarse en la barra, con una jarra de cerveza pegada a la mano. Contesté con calma, dirigiéndome a la molécula de etanol barbuda:
—Sólo he hecho una pregunta. Entre personas civilizadas, la cortesía impone que cuando uno hace una pregunta, por otra parte bastante sencilla, uno de los miembros de la comunidad capacitado para contestar lo haga. Así que voy a repetirlo, por si acaso la alegría desenfrenada que abrasa el lugar hubiese ahogado el sonido de mi voz: ¿existen en la zona almacenes abandonados?
—¿Sabes que eres muy gracioso? ¿No puedes quedarte en tu rincón como antes y dejarnos en paz? –Barba de Espuma levantó el puño, un martillo pilón—. Mira, un día golpeé la cabeza de un cochinillo. El bicho gritó una vez, y ya no lo volvimos a oír nunca más. ¿Quieres que lo pruebe contigo?
La propietaria le asestó un golpe en la mejilla con un trapo.
—¡Deja de decir gilipolleces, boca de gasolina! ¡Y cierra el pico o te echo de una patada en el culo!
—Está bien, señora —replicó él haciendo una mueca—. ¡Uno ya no puede divertirse!
La patrona se apoyó sobre la barra, bombas mamarias bien a la vista.
—Pues no se me ocurre nada, guapo —dijo fingiendo reflexionar—. No hay ningún polígono industrial por los alrededores. Aquí todo es puro campo.
—¿Y en los alrededores de Lommoye o de Bréval?
—No, no.
Barba de Espuma intervino, con ojos como antorchas.
—¡Yo sé de uno! Los Aulladores… ¡Uuuuuu! ¡Uuuuuu! ¿Por qué no le hablas de los Aulladores?
—¡Ha dicho almacenes! —gruñó la mujer con tono autoritario—. No mataderos.
—No —soltó Asiduo derecho—. Ha dicho «lugares donde nadie pone los pies desde hace varios meses».
—¿Un matadero, dice? —intervine.
Barba de Espuma apuró su vaso, se impregnó la barba de cerveza y contestó:
—Sí. Los Aulladores. Dicen que el edificio está embrujado y que todas las noches se oye aullar a los animales, aunque yo no lo he comprobado nunca… Pero Gus, ¡él ya ha entrado ahí! ¡Anda, Gus, cuéntalo!
El jugador de dardos se limitó a levantar una mano.
—No. No tengo ganas, no tengo nada que decir…
—¡Es porque está cagado! —se estremeció la propietaria—. ¿De verdad va a ir a ese antro?
—Así es. En cuanto me hayan dado la dirección.
Los resplandores sofocados de la ciudad ya sólo dejaban vislumbrar una aurora difusa, esparcida al ras de las largas extensiones rectangulares de los campos. Cada vez más, la oscuridad se inmiscuía en los intersticios hojosos de los árboles, caía lentamente sobre la chapa del coche, a veces cubría la luz oblicua de los faros con sus finas serpientes de bruma. Delante, más al norte, el halo anaranjado de Pacy-sur-Eure desconchaba el horizonte con una puesta de sol resplandeciente. Como me había indicado Barba de Espuma, encontré, tras el cruce de dos carreteras departamentales, la municipal C15, que seguí durante tres kilómetros antes de entrar en una carretera más estrecha, señalizada como callejón sin salida. Una vieja verja oxidada, cerrada con varios candados, se recortó frente al haz luminoso de los faros. Aparqué en el arcén, hundí las ruedas de la berlina en el corazón de una vegetación de jardín sucio y, una vez apagado el contacto, cogí la pesada linterna y mi Glock 21. El riel de las potentes farolas que enmarcaban la autopista A13, a poca distancia del edificio, dibujaba un retrato en sepia, con un juego de sombras, del lugar desolador: grandes avenidas vacías invadidas por un abundante erial de ortigas y hierbas silvestres. Bajo mis pies, el agua estanca abandonada por las lluvias de la semana pasada se pudría en charcos poco profundos, matizados por el gris mercurio de los reflejos de la luna. Me deslicé por uno de los numerosos agujeros que se abrían en la reja, como debían de haberlo hecho, a pesar del peligro de multa claramente señalizado, decenas de curiosos ávidos de tocar con el dedo la materialización sangrienta de sus terrores.
El bloque macizo del edificio de ladrillo, acero y azulejos, sombra en la sombra, se alargaba sobre la extensión resquebrajada del asfalto negro, como un buque transatlántico en peligro de naufragio en un océano de soledad. Una mezcla sutil de angustia y miedos infantiles, de recuerdos surgidos de la nada, me hizo un nudo en la garganta, ralentizó de forma sutil mi progresión, me restó seguridad. No sabía si llamar al policía de guardia en la brigada o molestar a Sibersky para que se reuniese conmigo, pero seguían asaltándome demasiadas dudas. Así que decidí dar una primera ojeada de reconocimiento en solitario.
Bordeé las salas de espera para antes de la matanza y las zonas de aturdimiento, con la mano apretada sobre la culata del arma, el cuerpo sumergido en la penumbra de los tubos de metal inoxidable y de las paredes herméticas.
Un frío intenso silbaba por los ladrillos, una corriente casi imperceptible que recordaba el murmullo de un moribundo. Oí el soplido entrecortado de los coches que corrían por la autopista y, de algún modo, esa manera de romper la calma polar, ese río de silencio, me reconfortó. Un cirro afilado en forma de cuchillo cubrió la luna e hizo bailar las sombras sobre las chapas arrugadas de los tejados en un ballet desgarrador.
Aquel lugar reunía todos los componentes de una pesadilla viva, repugnante, de pestilencia sugerida…
La fachada del edificio no desveló ninguna entrada practicable; un grosor de soldadura de arco unía cada puerta a su chasis, haciendo imposible la intrusión. En la parte lateral, por suerte, una miríada de brechas provocadas por golpes de mazo o de llave inglesa agujereaba las persianas rodantes de las zonas de descarga y me permitió, aunque pagué el precio de una contorsión dolorosa, colarme en el interior del ojo negro. Se me abrieron las puertas selladas de lo desconocido…
A partir de ese momento, me guié tan sólo con el haz pálido y crudo que despedía la Maglite. Sentí cómo las arterias del cuello se hinchaban bajo la afluencia de la presión sanguínea, adivinando las manifestaciones cínicas del miedo en el sudor que me perlaba la frente. La sala por la que avanzaba me pareció inmensa, tan hueca y vacía que mis pasos iban crujiendo hacia confines de negrura indiscernibles. La fauna de las tinieblas, esos obreros de la desesperación, obraba con ensañamiento en el anonimato de la noche y el aislamiento. Las arañas tendían sus telas, las polillas agitaban sus membranas en inquietantes temblores e incluso entreví una rata rasgando el haz amarillo de la linterna y corriendo sobre una viga oscilante, hasta deslizarse al fin por las palas inmóviles de un ventilador cuyas dimensiones sobrepasaban mi imaginación.
Caminé sobre cristales rotos, salté sobre palés de madera podrida, bordeé los comederos y abrevaderos helados de podredumbre antes de palpar un riel de sangre que, con toda lógica, iba a conducirme al pulmón rojo de la sala de matanza. El infierno del reino animal apestaba a tripa y abandono.
Me agaché para deslizarme bajo una puerta baja cortada por cintas de caucho negro, allí donde, algunos años antes, se amontonaban en una calma eléctrica los animales muertos de miedo, a punto de ser ofrecidos a los deseos insaciables de la Muerte. El hormigón amarillo sucio de las paredes cedió el sitio a los azulejos color diente picado, del suelo al techo, del fondo hacia delante. El atroz confinamiento de ese pasillo con aspecto de corta-cuello me hizo apretar el arma con el vigor de un soldado.
A ras de la cabeza, neones rotos cuyas finas partículas de cristal tapizaban el suelo como una capa de nieve costrosa. Avanzaba con prudencia, el oído atento a los sobresaltos de los tubos que crujían, a la carrera invisible de animalillos que me erizaban completamente el vello. El riel me llevó a una sala gigantesca, con las paredes tan lejanas que el haz de la linterna casi se agotó antes de alcanzarlas.
Decenas de boxes de aturdimiento, alineados a ambos lados del riel de sangría, se pudrían en la oscuridad, como empleados de la sombra preparados para retomar el curso de su misión macabra. Hice un barrido con la linterna en todas direcciones, la mirada al acecho. Hacía mucho tiempo que no llegaba luz ahí. Los tubos de ventilación y de evacuación me asestaron reflejos azulados bajo los asaltos fotónicos, como guiños mortales. Cuanto más avanzaba al azar de mis intuiciones, más se extendía la sala, como descuartizada. Adivinaba, ahí, justo delante de mí, las carcasas del pasado, colgadas, evisceradas y luego cortadas por la mitad del hocico a la cola. Me imaginaba a esos sangradores con batas mancilladas de flemas, sangre, ácido estomacal, hundir a los animales en las cubas de escaldado, hervirlos hasta que saliesen desnudos como el día de su nacimiento; olfateaba esos olores de cabezas de cerdos amontonadas por kilos en las salas de preparación y deshuesado, y luego molidas hasta reducirlas al estado de zumo de cadáveres. La plaza del miedo me desplegaba la alfombra roja; avanzaba por la maquinaria perfectamente engrasada de una bestia demoníaca, una empresa asesina cuyo corazón seguía latiendo.
Ni rastro de los perros ni de la mujer. Rampas y pasillos vacíos, compartimentos para aturdir y plataformas sin usar… Empezaba a desesperarme; por un momento dudé, pero me obligué a continuar la inspección, a pesar del miedo creciente y de la certeza de que experimentaría todas las dificultades del mundo al tratar de encontrar la salida. A mi izquierda descubrí un limbo roto de báscula, calentadores fuera de servicio, tomas de agua reventadas, un montón de etiquetas para orejas, fichas ante mórtem abandonadas en el suelo. Encima, soportes con ganchos y raíles al vuelo rasgaban el techo en una línea larga, hasta un hervidor agujereado por el hielo de los tubos interiores. Estaba oscuro, tan oscuro que sentía el peso de la oscuridad en la espalda…
Insoportables efluvios de putrefacción me asaltaron, quemándome las aletas de la nariz. Eran reales, sobrecogedores hasta el punto de revolverme el estómago. Di tres pasos atrás, metí la parte inferior del rostro en el cuello de la chaqueta y volví a avanzar, con la cabeza gacha. Pero la infección se impregnaba en el tejido, penetraba en mí con fuerza, como un gas mortal. Intentaba respirar lo menos posible mas, a cada nueva bocanada de aire, sentía que todos los órganos iban a salírseme por la boca. Vomité un hilillo de bilis amarillenta, me serené y me arrastré hasta la pesada puerta de metal entreabierta de una sala refrigerada. El olor, que se había vuelto atroz, me hizo alzarme, comprimiéndome el pecho y las costillas en un abrazo doloroso.
Ante mí, enfocados crudamente por el haz luminoso, yacían seis perros amontonados, cabezas mezcladas, pechos desgarrados, espaldas llenas de heridas abiertas. El potente alumbrado de la Maglite desveló los tendones agarrados al hueso, estirados a su punto máximo a través de la carne ennegrecida que iba pudriéndose. Las cavidades de los ojos mostraban globos desecados apenas retenidos por las trenzas de los nervios ópticos, y las fauces suplicantes, congeladas en un último aullido de dolor, quedaron impresas en la blanca pizarra de mi memoria. Un espasmo más salvaje del estómago me dobló en dos.
La puerta de goznes oxidados, detrás de mí, empezó a chirriar al cerrarse con extrema lentitud. Al borde del ataque cardíaco, el corazón se detuvo y finalmente aceleró los latidos, desacompasado y tan perdido como yo. Me precipité fuera de la sala, giré a la derecha en vez de volver sobre mis pasos y me adentré en un pasillo inclinado, enloquecido, asqueado. A cada lado corrían regueras, embadurnadas de sangre seca, casi evaporada, para perderse en las profundidades inexploradas del matadero. Ese santuario de baldosas blancas, manchadas de pieles muertas, astillas de hueso, huellas polvorientas, me mareó. Los cristales de plexiglás de los puestos de inspección de las vísceras me devolvieron el destello de mi propia linterna en pleno rostro, como un golpe de bisturí sobre las retinas. Seguía avanzando, costase lo costase, aferrado a los últimos sobresaltos que todavía me alteraban.
Los canales transversales de evacuación doblaron a la derecha en una inclinación muy acusada, que iba a parar a una fosa profunda. Me incliné, paseé con mano temblorosa la mirada curiosa de la linterna por el fondo del pozo. Una escalera metálica permitía bajar y, aparentemente, tomar un túnel de hormigón que, con toda probabilidad, conducía al corazón del sistema de ventilación y evacuación. Un grupo de tubos de diversos diámetros también se hundía ahí, por lo que decidí aventurarme bajo tierra, en el pulmón del infierno. Bordeé los tubos metálicos rozándolos con la punta de los dedos, y me desollé las falanges en canalizaciones que antaño la fuerza bruta del hielo había reventado. La sangre prorrumpió, se mezcló con el polvo en gotas gruesas que se rompían al percutir contra el suelo. Entonces me percaté de la presencia de unas huellas de pisadas frescas, sin manchas, con los contornos limpios y definidos. Idas y venidas en la sombra, bajo tierra, protegidas de las miradas, en el almacén del diablo. Las marcas del asesino…
Los tubos y los pasos me llevaron hasta una apertura lateral de la que provenía un ruido sordo, casi imperceptible, como el de un motor lejano. Allí, en el fondo, un rayo de luz blanca reptaba por debajo de una puerta. Retrocedí para alejarme, regresé al pie de la escalera para sacar el móvil de la chaqueta y marcar el número del servicio de guardia en la Criminal. No había cobertura, comunicación rechazada. Tanto metal y hormigón actuaban como un tejido opaco, una red de ondas infranqueable. No me precipité hacia la salida, sino que decidí actuar solo. Contaba a mi favor con el efecto sorpresa.
De vuelta en la boca aulladora del túnel de techo bajo y aplastante, pensé en el asesino, imaginándomelo tras esa puerta, las facciones del rostro recortadas por una lámpara de aceite, martirizando a la chica, privándola de comida y hundiendo esas puntas cuidadosamente talladas en el terciopelo de su cuerpo.
Avancé, con la linterna apagada y tanta ligereza de pies como me permitía mi corpulencia de hombre maduro. Un candado estrechaba la puerta por el exterior, lo que probaba la ausencia del asesino, dato que me reconfortó y decepcionó al mismo tiempo. Ese rumor ronco provenía seguramente de un pequeño grupo electrógeno portátil. Apunté el cañón de mi Glock ante mí, incliné la cabeza y disparé sobre el asa encementada del candado. El fuego de la pólvora iluminó por un instante el pasillo como el aliento de un dragón y un grito desgarrador, que se transformó en estertor abyecto, inundó la entrada del túnel. Aparté la puerta de una patada y me pegué contra la pared mugrienta mientras chorros de luz volaban en la penumbra como hojas deslumbrantes. Lo que se me clavó en las retinas me destrozó la vista.
El rostro estaba vuelto hacia mí. Los pómulos estiraban la piel hasta el punto de traspasar la superficie y de los labios encostrados de fiebre sobresalían hinchazones de piel muerta. Los ojos vidriosos cuyas pupilas se habían vuelto traslúcidas tenían muy poca movilidad, como arrancados de los nervios. La cerámica del cuerpo, astillada por costillas salientes, fragilizada por los golpes y las heridas abiertas, parecía a punto de romperse en mil pedazos de hueso y carne; los pechos clavados a la mesa, hinchados por la infección, estaban salpicados de jaspeaduras aceitunadas, venillas rosadas, lesiones que se ennegrecían alrededor de la cabeza de los clavos.
A pesar del aparato estereotáxico que le inmovilizaba las mandíbulas, la chica movió los labios, quitándose con la punta de la lengua la espuma blanquecina que se le acumulaba antes de emitir un quejido ahogado. No supe si se percataba de quién era yo, intentaba llorar pero no tenía fuerzas para que fluyesen las lágrimas.
Enfrente de ella, el objetivo inclinado hacia abajo, una cámara digital que estaba filmando.
—¡Madre de Dios! ¡Soy de la policía! ¡Voy a sacarla de aquí!
Me acerqué a la chica y le pasé la mano suavemente contra la cara plana de la mejilla casi aspirada por el interior. Gritó otra vez, como un acto reflejo. Desenrosqué el torno de las sienes, quité las varillas de metal que le mantenían la boca abierta. La cabeza, demasiado pesada para los músculos agotados del cuello, cayó en el hueco de mi palma. ¿Cómo podía soltarla sin herirla aún más? La cuerda gastada penetraba en la gran vela blanca de su piel, las astillas de madera amenazaban con hundirse en lo más profundo de su carne a cada movimiento indelicado. ¡Estaba atrapado! No podía liberarla, soltarle la cabeza sin que la masa del cráneo la hiciese bascular hacia el lado, arrancándole los pechos. La chica tenía la fuerza de un pajarito caído del nido.
—Está a salvo, vamos a hacernos cargo de usted. ¿Puede hablar?
Su respiración ruidosa, como la de un toro desparramado sobre la arena caliente de una plaza de toros, se aceleró. Los labios se apartaron, las cuerdas vocales lastimadas vomitaron un sonido monocorde, incomprensible. Temí que me dejase, que un movimiento en falso, aunque fuese ínfimo, la rompiese en pedazos. No se me ocurrió cómo liberarle las carnes del dominio mortal de los clavos industriales. Los grosores de sangre seca y la infección propagada hasta la punta de los pezones habrían hecho que el más leve roce la matara de dolor. Necesitaba ayuda, claramente.
—Voy a apartar la mano. Intente mantener la cabeza recta.
Retiré la punta de los dedos, pero la cabeza se tambaleó, apenas retenida al cuerpo por el armazón hecho trizas del cuello. La decisión que debía tomar me asqueaba.
—Escúcheme, voy a regresar. Necesitamos una ambulancia. Voy a bloquearle la cabeza con el aparato, sin apretar demasiado fuerte.
Sus ojos pegajosos se alzaron hacia mí. Leí en ellos el horror, unas ganas de morir más fuertes que las de vivir. Me suplicaba sin hablar que permaneciese a su lado, que le reconfortase el corazón de alguna manera. Con el corazón roto, apreté el torno con una sola mano, mientras seguía sosteniendo la cabeza casi desmantelada de su tótem de carne. ¿Por qué esa incursión en solitario? ¿Qué descabelladas pretensiones me habían impedido llamar a los refuerzos mucho antes, al primer atisbo de duda?
—¡Ahora vuelvo, se lo prometo! Voy a salir para llamar, con esto —le enseñé el móvil—, los refuerzos llegarán, vamos a liberarla, ¿me oye? ¡Liberarla! Aguante. ¡Se lo suplico, aguante!
Deslicé unos dedos temblorosos en su cabellera rancia, incapaz de sostener su mirada, y me escapé precipitándome por el pasillo, casi sin aliento, ahogándome, con el teléfono y el revólver apretados contra mí como los últimos bienes de un náufrago. Tenía que salvarla para salvarme a mí mismo. Nada más importaba ahora. ¡Salvarla! ¡Que viviera!
Me aventuré en el túnel con prudencia, pues mi coche aparcado frente a la entrada y el estruendo del balazo en la garganta del matadero eran pruebas tangibles de mi presencia. En el momento en que me asía a la escalera que llevaba al piso de las salas de matanza, un haz luminoso se agarró a mi espalda y un gran escozor me acometió en el deltoides izquierdo. Caí contra la pared mientras dirigía la linterna en dirección al cuello, donde descubrí un pequeño tubo de estaño que acababa en un manojo de plumas rojas: una flecha anestésica. Me la arranqué de la chaqueta, levanté el cañón de la Glock hacia arriba del pozo y disparé hasta que mi dedo ya no encontró la fuerza para pegar el gatillo contra el guardamonte. Una presión me aplastó los pulmones y una mano invisible me apretó la garganta, dificultando el paso del aire. El brazo y el hombro izquierdo parecieron descolgarse del cuerpo, y el líquido frío se deslizó en dirección a los miembros inferiores a una velocidad sobrecogedora. Con un esfuerzo sobrehumano me volví hacia el pasillo, mientras, de repente, los pies quedaban como enraizados a un mar de roca. Los músculos de las piernas se debilitaron y fallaron. Agachado primero y luego tumbado, incapaz de mover el tronco, hundía los dedos en el cristal hecho añicos de los neones reventados para contrarrestar los efectos del anestésico. Tan sólo percibí una ínfima parte del dolor, prueba de que la afluencia masiva de producto provocaba la fulgurante disolución de mis sensaciones. La mano se abrió por ella misma, la palma ensangrentada, los dedos replegados, y luego distendidos, fuera de control. Párpados inmovilizados. Boca abierta. Incapaz de tragar. Pero totalmente consciente. Como pez en cenacho… Los miembros se estiraron y luego se encogieron; los tubos, a ras del suelo, se ablandaron, se torcieron a una lentitud exagerada. El polvo levantado por mi caída se me pegó a las retinas, provocando una secreción lacrimal incontrolable.
Tuve la impresión de no oír ya nada. Ni el ruido de sus pasos ni su respiración, y sin embargo, note que se me acercaba, igual que se adivina el aliento de un fuego sin ver las llamas. Venía a acabar conmigo, como un mesías del mal, un mensajero del más allá al que habían encomendado una misión de destrucción. ¡No estoy preparado para morir, quiero vivir! Pero esa decisión ya no me correspondía. Mis ojos quedaron inmóviles. Quise hablar, gritar; las palabras se bloquearon en la puerta de la conciencia o se quedaron colgadas de las cuerdas vocales. ¿Dónde estaba? Oí la sangre afluir, hervir, hincharse las arterias. Los sonidos interiores del organismo se amplificaron, los del exterior disminuyeron. Me pusieron una venda en los ojos, pero no vi ni brazos, ni manos. La oscuridad total. Sentí que una fuerza me arrastraba varios metros, una fuerza de imán invisible y sin embargo prodigioso. Algo, alguien, volvía a llevarme seguramente al lugar de donde yo había salido. Una larga queja de desesperación, interminable. La chica gimió como si fuese a rasgarse el pecho. Adivinaba los sobresaltos de esperanza que se rompían en su interior como las últimas olas de un mar tomado por el hielo. El movimiento cesó. Me habían abandonado sobre el suelo. Los gritos se transformaron en cloqueos, los cloqueos en estertores de agonía, y luego, nada más. Me hundía, me hundía, me hundía…
Me desperté lentamente, con la impresión de tragar papel de lija en cada deglución. Me quité la venda de los ojos con dedos entumecidos. Me levanté, con los miembros aún pesados por el efecto del anestésico, me volví y descubrí, de repente, que nada se podía hacer ya por la chica.