La costa de Granito Rosa era un testigo doloroso de la furia de la tierra y de la fuerza viva de la erosión. Rocas inmensas, enmarañadas en un desafío al equilibrio, rasgaban las aguas turquesas como figuritas armoniosas, a las que habían dado nombres evocadores: la Cabeza de Muerto, la Tortuga, el Tío Trébeurden o también la Mujer Durmiente. De ese caos sin orden aparente emergía la belleza palpable del fanal de Ploumanac’h, poderosamente anclado en su zócalo de granito, la mirada de piedra orientada hacia los ojos ultramarinos del alta mar.
Bordeé la costa hacia el este y atravesé un viejo puente que salvaba un curso de agua seco antes de llegar a Perros-Guirec, donde, según las indicaciones del mapa topográfico desplegado sobre el asiento del acompañante, se encontraba la mayor cantera de granito de la región. Una lógica decidida por el asesino me había empujado hasta aquí, y esperaba que los seiscientos kilómetros de trayecto no se me quedaran atravesados en la garganta como un hueso de pollo.
A la entrada de la obra, pasé por alto los paneles de aviso destinados a ahuyentar a los turistas y aparqué en la proximidad inmediata de la sima, sobre una extensión terrosa y desecada donde excavadoras, camiones volquetes y perforadoras neumáticas arrancaban la corteza rosada de los lienzos de pared abruptos.
En cuanto puse un pie en el suelo, un tío encasquetado me cortó el paso con su corpulencia gorda y olor de tonel de roble:
—¿Es que no sabe leer los carteles? —vociferó.
—Comisario Sharko, policía criminal de París. ¿Es usted el encargado?
Me miró de arriba abajo con expresión de animal salvaje.
—No. El encargado 'tá al fondo. ¿Pueo ver su placa?
—Lléveme hasta él —pedí, metiéndole la placa bajo las narices.
Me tendió un casco amarillo y espetó, sin mirarme:
—¿Ha ocurrió algo grave?
—Eso estoy intentando descubrir —repuse, comiéndomelo con los ojos.
Echó un escupitajo en el polvo.
—Háblelo con el jefe, yo, no m’ocupo d’eso.
La sima se abrió ante mis ojos como una gigantesca herida sangrienta. Todos los matices del rosa se agarraban a las paredes en movimientos de torsiones y grietas. Una cabina de metal, movida por un sistema de poleas, nos depositó al fondo tras un descenso vertiginoso. Las minúsculas hormigas encasquetadas, tal como se veían desde arriba, recuperaron sus formas redondeadas de humanos. Mi mirada se asió a los charcos que cubrían el suelo polvoriento. Aguas estancadas de lluvia moteadas de polvo de granito y pequeñas algas. Una copia compulsada de lo que habían hallado en el estómago de la víctima. Una voz aguda en mi fuero interno me dijo que andaba por buen camino.
Para mi gran decepción, la densa batería de preguntas que planteé al personal no reveló nada en concreto. Cuando uno no sabe lo que quiere, es difícil obtener resultados. Un poco como un investigador en una gran habitación vacía que se pregunta: «¿Qué voy a hacer hoy?». Quizás esperaba la evidencia, pero la señora Evidencia había decidido quedarse acurrucada lejos de mí, de modo que debía arreglármelas.
Estaba anocheciendo, de manera que mi escapada solitaria llegaba momentáneamente a su término. No me lamentaba por ello. Las ocho horas de trayecto me habían destrozado la espalda, hinchado los ojos como bombonas de butano y sentía la necesidad imperiosa de dormir. Me instalé en el hotel más cercano y me dejé llevar por las llanuras verdes del sueño, sin que nada, esta vez, consiguiese interferir en él.
Estaba muy harto: dos canteras más visitadas, dos fracasos.
Al mediodía del día siguiente me zampé un bocadillo de cangrejo en una cervecería en primera línea de mar y me precipité a la última cantera que quedaba por explorar en los alrededores de Ploumanac’h, la de Trégastel. Psicológicamente, me había preparado para regresar a París con el peso de la decepción en los bolsillos.
Cuando me depositaron al fondo de la cantera, el ingeniero de la obra, un tío alto y delgado de facciones angulosas, como si hubiese arrebatado sus rasgos a la roca a golpe de buril, no consideró necesario venir a mi encuentro. Me disponía a caerle encima, pero tras un intercambio de susurros y miradas desconfiadas con uno de sus jefes de equipo, me hizo un señal para que me acercase.
—Comisario Sharko, policía criminal de París.
—¿La criminal aquí, en este antro en medio de un antro? ¿A qué se debe este honor?
—¿Podríamos hablar en otro sitio? ¡No oigo mi propia voz!
A pocos metros, una excavadora oruga tiró un morrillo de granito al suelo provocando un estruendo ensordecedor. Nadie reaccionó. Nos hallábamos muy lejos del ambiente silencioso de las oficinas parisinas.
Entramos en una caseta de obras, una caja de metal arrugado más polvorienta que una bolsa de aspiradora llena. Preferí quedarme de pie, por miedo a ensuciarme el traje.
—Dígame qué quiere, comisario, y procuremos ser rápidos, por favor. Me quedan unos veinte metros cúbicos por sacar hoy y los chicos son menos responsables que las almejas, de modo que no puede dejárseles demasiado tiempo solos.
Repetí la explicación que ya había dado el día anterior y esa misma mañana.
—Me gustaría saber si ha observado algún acontecimiento extraño, algún hecho llamativo, algo que se salga de lo ordinario, aproximadamente entre más o menos mayo de 2002 y hoy.
Sopló sobre la parte superior de su casco para quitar el polvo de roca. Mi chaqueta quedó moteada de islotes polvorientos.
—¡Ostras! ¡Discúlpeme! —soltó en un tono casi divertido—. Un traje no es lo más adecuado para visitar el fondo de una explotación.
—¡Haga el favor de contestar a la pregunta que le he hecho! —exclamé, fulminándolo con la mirada.
—No, nada especial. Mire, aquí uno está, y disculpe por la expresión, en el agujero del culo del mundo. Lo único que vemos del exterior son los aviones por encima de nuestras cabezas o las gaviotas, que se cagan en nuestros cascos.
—¿Nada de robos ni deterioros? ¿Ningún comportamiento sospechoso entre los obreros?
—Nada de nada.
—¿Ha sorprendido a alguien recogiendo agua en los charcos del suelo?
—Pero… ¡No tengo ni idea! Dígame, ¿por qué ha venido usted aquí?
—Por un caso de asesinato.
Un velo de terror le recubrió el rostro.
—¿Un asesinato? ¿En esta región?
—En París, pero indicios muy claros me han conducido hasta aquí.
Le formulé aún otras preguntas que no me llevaron a nada; me había preparado para eso.
—Bueno, siento haberle entretenido.
—No pasa nada.
Me tendió la mano, que estreché al tiempo que le decía:
—De todas formas, voy a interrogar a sus obreros para seguir el procedimiento. Nunca se sabe. Podrían acordarse de repente de algún detalle.
—¡No, no tienen tiempo! Los plazos que tenemos son muy ajustados. Si empieza a interrogarlos a todos, ¡nos retrasaremos espantosamente! He de extraer mis veinte metros cúbicos antes de las seis de la tarde, ¿lo entiende?
—Por supuesto, pero sólo serán unos minutos…
En el momento en que apoyaba el pie fuera, la palabra mágica me paralizó.
—Espere…
—¿Acaba de recordar algo? —pregunté volviéndome hacia él.
—Cierre la puerta, por favor.
Obedecí. Sus cejas pobladas traslucían una inquietud franca.
—El pasado dieciséis de julio, Rosance Gad tuvo un accidente y quedó aplastada contra el fondo de la cantera. Se cayó de la vertiente norte, por la que usted ha llegado. Gad fue contratada el año pasado, en febrero de 2001, como técnica informática, encargada de pilotar las máquinas por ordenador, sierras circulares, por ejemplo, para cortar bloques en adoquines.
Conexión intersináptica. Secreción de adrenalina en masa. Fuego ardiente por todo el cuerpo. Tenía algo.
—¡Pues menudo detalle se había olvidado usted de mencionarme! ¿Qué tipo de accidente?
—Gad era una deportista experimentada, amante de las sensaciones fuertes. Si observa con atención las paredes de la cara norte, descubrirá mosquetones y pitones. Subía por ellas dos tardes a la semana. Unos sesenta metros de ascenso.
—¿Este tipo de práctica no está prohibido en una cantera en explotación? ¿Qué opinaba la inspección del trabajo?
—Algunos de nuestros hombres están habilitados para trabajar sobre pared, ahí donde los brazos mecánicos no llegan. La escalada, el trabajo sobre lienzos de pared verticales, forma parte del oficio.
—¿Disponía Gad de esa autorización? ¿Cumplía las normas de seguridad? ¿Qué material utilizaba?
Me miró fijamente con mirada de felino. Un felino que lanzaba la pata frente a un oso grizzli mucho más fuerte que él.
—Escuche, comisario, tuvimos que aguantar un desfile de inspectores, del trabajo y de la policía. Estábamos absolutamente en regla. Ya se lo expliqué todo a ellos, así que, por favor, vaya al grano.
—Muy bien. ¿Cómo se cayó y desde qué altura?
—El médico estimó, según los destrozos provocados por la caída, que había caído de unos diez metros. Uno de los mosquetones se rompió…
—¿Un mosquetón, dice? Pero si son durísimos. –Hay mosquetones que se parten, cuerdas que se rompen, paracaídas que no se abren y petroleros que se hunden. ¿Qué quiere que le diga?
—¿Trabajaba en el fondo, junto a los hombres?
—Sí, pero se quedaba en la caravana donde está instalado el material informático. Nunca tuvimos problemas con ella. Un muy buen elemento. Lástima que ocurriera aquello.
—¿Era guapa?
Un resplandor destelló en sus ojos, como un reflejo cortante.
—Pues… no especialmente.
—Miente usted mal. ¿Qué le parecía, a título personal?
—No estaba mal. ¿A qué juega, comisario?
Se separó de la mesa donde había apoyado los codos.
—¿Qué tipo de relación mantenía con sus hombres? —repliqué con tono agridulce.
Mirada perdida, labios temblorosos, llamarada bajo la piel.
—Co… ¿cómo? Bue… bueno, me marcho, inspector…
—Inspector no, comisario. Quédese un poco más, por favor. No he terminado.
—No tengo tiempo.
Se precipitó a la puerta de la lata de conservas, pero conseguí agarrarlo de la camisa.
—¡Le he dicho que no he acabado! —grité propulsándolo hacia el interior.
Se golpeó en un muslo con un canto de la mesa, lo que le arrancó un grito de bestia salvaje.
—¡Hostias! ¿Está loco o qué? Voy a… —me espetó.
—¿A qué?
—Yo…
—¡Va usted a contestar mis preguntas, o de lo contrario iremos a un sitio mucho menos agradable llamado sala de interrogatorio!
—¡Necesita una orden, o algo así!
—¡Me está tocando las narices! ¡En una hora vuelvo con la orden!
Volvió a su sitio muy sumiso y balbuceó:
—Está bien… Le escucho.
—Supongo que a una chica atractiva la cortejarían bastante a menudo, en este agujero del culo del mundo donde a las gaviotas les gusta cagar, ¿no?
—Pues… efectivamente, salió con varios tipos. Pero las relaciones extraprofesionales no me incumben.
Di un puñetazo en la mesa plegable de metal. Las cucharillas se sobresaltaron en las tazas de café.
—¡Escúcheme! ¡Una mujer ha sido asesinada de una forma poco convencional! ¡El asesino me ha traído hasta aquí, así que va a decirme de una vez qué pasaba con esa chica!
Encendió un cigarrillo. La yema de los dedos, impregnada de nicotina, no dejaba dudas sobre su porvenir: cáncer de pulmón o de garganta antes de los cincuenta.
—No… no se sentía muy bien en su pellejo, me refiero a su vida privada.
—¡Explíquemelo!
—Nunca ocultó sus ideas lúgubres, su gusto por… las cosas raras.
—¿Qué tipo de cosas?
Un hilillo de humo se le metió entre los dientes, también amarillentos. El cigarrillo parecía haberlo tranquilizado y se explayó.
—¿Conoce la composición física del diamante, comisario?
—No. ¿Qué tiene eso que ver?
—El diamante se compone en un noventa y nueve coma noventa y cinco por ciento de carbono puro, a muy alta presión. Pero queda un ínfimo porcentaje de impurezas, nitrógeno o boro entre otras. Son prácticamente invisibles, pero se adivina mi presencia cuando determinados fotones, al entrar en colisión entre ellos, se desvían de sus trayectorias iniciales, lo que provoca un cambio muy sensible del espectro luminoso. Sea cual sea el diamante, sea cual sea su dimensión o precio, esas impurezas son imposibles de extraer. Todos los diamantes están sucios, comisario.
—¿Adónde quiere llegar?
—Para serle sincero, esa mujer era un diamante, una belleza fatal. Uno la contemplaba como una piedra preciosa y parecía que no había roto un plato en su vida. Pero en ella se escondían cosas insospechadas, torbellinos de maquiavelismo. Era una bestia feroz, un demonio como no puede ni imaginarse.
Un capataz de obra llegó en tromba a la cabina.
—¡Jefe, le necesitamos! El geómetra está haciendo de las suyas. Se niega a que ataquemos el lienzo de pared R23. ¡Quiere que vengan los ingenieros de seguridad! ¡Ese imbécil va a provocar un retraso!
—¡Ya voy! –El ingeniero se puso el casco—. Oiga, comisario, reúnase conmigo dentro de tres horas, hacia las siete de la tarde, en la crepería de Trestraou, en la playa de Perros-Guirrec. Volveremos a hablar del tema y le contaré cuanto haya que contar.
Antes de que pudiera darme cuenta había desaparecido, la frente bañada en sudor.
Sentado solo a una mesa para cuatro en la crepería de Trestraou, pedí un tazón de sidra, impaciente por escuchar el relato de José Barbades, el ingeniero de la cantera de Trégastel. Tenía la impresión de haber removido en su interior un pasado atormentado, recuerdos enterrados en lo más profundo, sellados y destinados a no volver a emerger jamás. ¿Qué oscuras relaciones mantenía esa chica, Rosance Gad, con los operarios de la obra?
Una mujer había muerto en el fondo de aquella cantera en circunstancias quizá diferentes de las que parecían a simple vista. Más de seiscientos kilómetros y casi dos meses y medio separaban el cadáver de Rosance Gad y el de Martine Prieur; sin embargo, iba apoderándose de mí la creencia de que una sólida beta unía a esas dos mujeres. ¿Por qué el asesino me aguijoneaba en este sentido?
José Barbades no se hizo esperar. Llegó cinco minutos antes de la hora, la tez cerosa, los ojos enrojecidos por la preocupación. Un abrigo de pana color guisante ajado le llegaba hasta los tobillos y, a través del último botón abierto de la camisa, sobresalía un entramado de vello que le subía hasta el cuello. Echó una ojeada a su alrededor antes de sentarse frente a mí.
—¿Quiere beber algo? —pregunté.
—Lo mismo que usted. Mire, estoy casado, tengo un hijo. Cuento con su discreción para no volver a armar revuelo. Lo que voy a revelarle debe quedar entre nosotros.
—No puedo hacerle tal promesa, pero créame que no es el tipo de cosas que suelo divulgar. Vengo de la sombra y me marcharé a la sombra, sin que nunca más vuelva a ver mi cara. Hábleme de Rosance Gad, esa bestia demoníaca, como decía antes.
Se inclinó hacia mí sobre la mesa, rompiendo la distancia fría que circulaba entre nuestras pieles como un arco eléctrico.
—Todo empezó cuatro meses después de su llegada a la obra. Uno de mis chicos salió con ella, una noche, no más. La agasajó con toda la parafernalia: champán, restaurante, paseo por la playa… Mire, los chicos se cuentan los secretos entre ellos y yo tengo oídos en todas partes. En el hotel Bel Air, un tres estrellas al oeste de Lannion, ocurrió todo… —Dio un gran trago a la sidra antes de seguir con tono indeciso—. Ella cerró la puerta con llave y luego empezó a extraer un arsenal de locura de su bolsa. Cuerdas, látigos de cuero, pinzas cocodrilo, velas, mordazas de plástico…
—¿Qué tipo de mordazas?
—Una pelota atravesada por una correa de cuero. Tenía de todos los colores y dimensiones. Se coloca la pelota en la boca y, con la correa, se aprieta alrededor de la cabeza. Casi no sale ningún sonido de la boca. De locos…
Recordé los rastros de plástico rojo recogidos en los incisivos de Martine Prieur. Un trasto así podría perfectamente haberle atrofiado las glándulas salivares.
—Continúe, por favor.
—¿Es realmente necesario que entre en detalles?
—Es fundamental.
—Cuando la vio sacar aquel material, al chico le faltó poco para poner pies en polvorosa, y sin embargo, se quedó, petrificado por las pulsiones, por las ganas de explorar los territorios desconocidos del masoquismo. –Se inclinó aún más, con el cuello y la espalda casi paralelos a la mesa—. Ella lo ató en cruz a la cama, con los brazos y los pies abiertos, tan fuerte que sintió cómo se le entumecían los miembros, y luego las marcas alrededor de las muñecas permanecieron durante más de un día. Luego lo amordazó, se desnudó y se puso a jugar con su sexo, a masturbarlo. Se había puesto zapatos de tacón y, con el tacón, le martilleó los testículos. También le echó cera ardiente en la base del pene. Sus juegos crueles duraron horas y horas… —Sacudía la cabeza, rememorando imágenes y recuerdos hirientes. Estaba seguro de que ese tío me estaba contando su propia experiencia—. ¿Sabe qué nos contó el obrero? —prosiguió mirando con insistencia mi alianza.
Perlas de sudor quedaron atrapadas en el vivero de sus cejas. Me limité a soltar en tono inquisidor:
—Dígame…
—Confesó que, a través del dolor, nunca había sentido tanto placer, un sentimiento de exultación abominable, algo que lo empujaba a desear siempre más. Gozó como nunca con… el demonio… ¡sin que hubiese la menor relación sexual! Llegó al orgasmo, excitado por la falta, la insatisfacción, los asaltos repetidos de los picos de dolor…
La falta… la ausencia de relación sexual había provocado el orgasmo.
—Y ella, Gad, ¿gozaba igual que él?
—Tenía un orgasmo cada vez que lo torturaba.
Una búsqueda del placer a través del culto del sufrimiento: eso era lo que relacionaba al asesino y a Gad. Unas ganas repugnantes de ir más allá de los tabúes, de romper las reglas de la tolerancia al dolor. Una manera de notar la exaltación suprema haciendo abstracción del sexo. Eso explicaba que a Prieur no la hubiesen violado. Pregunté:
—¿Cuántos hombres pasaron por sus manos?
Se atragantó con un sorbo de sidra. Una ráfaga de perdigones se estampó contra la mesa.
—La curiosidad es un veneno, al igual que la búsqueda de la carne y el placer. ¿Qué hay más excitante que desafiar las prohibiciones, ir ahí donde no va nadie? –Señaló mi alianza—. Hábleme con franqueza, comisario. Está casado. ¿Por qué la Criminalística? ¿Qué le empuja a remover cuanto hay de más oscuro en el mundo, acosar el mal, vivir entre la sangre y el terror?
Me sentí tan incómodo como él. En un intercambio de buenos procedimientos, tenía que contestarle con franqueza.
—Para vencer la rutina, apartarme del terreno llano que guía nuestra vida hasta la muerte sin un solo bache, sin el menor hueco. Sí, me gusta el acoso, la sangre y el olor de un asesino. Además, a una parte de mí le gusta, y seguramente es la peor, pero también es la más fuerte, la que se impone, como el gemelo dominante en el vientre materno.
Una sonrisa extraña afloró en sus labios.
—Veo que nos entendemos, comisario. Todos somos iguales, porque somos sencillamente humanos. Sí, más de la mitad de los hombres experimentaron sus hallazgos.
—¿Usted incluido?
La mano que se pasó por la frente le cerró los ojos.
—Sí.
—¿De qué fuente cree que extraía su saber sobre las técnicas sadomasoquistas? ¿Hablaba cuando estaba con usted? ¿Leía revistas especializadas? ¿Se codeaba con gente del medio?
—Lo único que podía soltar durante los juegos sadomasoquistas era una sarta de insultos y desprecio. Nadie sabía nada de su vida, salvo lo que ella nos quería decir. ¡Era una puta asquerosa! ¡Una puta guarra!
Apoyé los codos sobre la mesa.
—Escuche. Debo averiguar más cosas de ella. Quizá sus hombres conozcan hechos que usted ignora y que pueden ser importantes para mi investigación. Voy a ir a interrogarlos, aunque corra el riesgo de desenterrar viejos fantasmas.
—No remueva la mierda, comisario, se lo suplico. Cada uno de nosotros desea olvidar a esa chica. Deje a los chicos fuera de este asunto.
—¿Por qué los encubre?
Se recostó contra el banquillo, la nuca apoyada en el borde y los ojos casi vidriosos dirigidos hacia el techo.
—Porque nunca tuvieron una aventura con ella. Yo fui el único. Yo y sólo yo —calló y luego añadió—: Debería ir a ver a sus padres. Le dirán más cosas sobre ella. Yo le he contado cuanto sabía.
El padre de Rosance Gad no era el tipo de tío con quien uno desearía cruzarse una noche al doblar por una calle poco iluminada.
Cuando me abrió, el globo de la barriga al aire y los pelos del torso brillantes, asía en una mano un machete ensangrentado y oí, proveniente del patio trasero, los cloqueos desesperados de los volátiles aterrados. El tío medía como mínimo un metro noventa y el instrumento cortante resultaba ridículo en su mano, que tenía las dimensiones de un tronco.
—¿Éstas son horas de molestar a la gente? —me soltó a la cara, mientras su saliva salpicaba mi traje.
Aquel hombre apestaba a calvados artesanal, esa especie de alcohol de quemar salido de las entrañas de un viejo alambique oxidado.
—Soy el comisario Sharko. Tengo que hacerle algunas preguntas sobre su hija.
—¿Mi hija? Está muerta. ¿Qué quiere saber de ella?
—¿Puedo entrar? Me quedaría más tranquilo si soltase el machete.
Se echó a reír como un ogro, con una mano apoyada en la barriga.
—¡Ah, sí, el machete! Es para las gallinas. ¡Esta noche van a pasar por la cazuela!
Se apartó y me dejó entrar en lo que habría sido incorrecto, incluso ultrajante, llamar una casa. Aun con el gran refuerzo de una Kärcher industrial, lanzarse a la limpieza del suelo hubiese supuesto un acto de locura. En cuanto a la tapicería, recordaba a los jirones de cintas que envuelven las momias, pero más vieja.
—Me gustaría saber, señor Gad, a qué dedicaba su tiempo libre y sus noches su hija.
Dio un trago de matarratas.
—¿Le apetece?
—No, gracias, puede que pronto deba conducir de nuevo.
—Ah, sí, es poli, lo había olvidao. Nada de alcohol, ¿verdad? No sabe lo que se pierde. Mi padre decía que era mejo’ la compañía de una buena botella que la de una mujer. Porque la botella no se queja nunca. No como las gordas… —Otro trago—. Rosance no paraba mucho en casa. Nunca la veía por las noches, porque yo trabajo en el turno de noche. Y los fines de semana se iba a París. Se pulía la mitad de su paga ahí y en el TGV.
—¿Y qué hacía en París?
—Ni puñetera idea. Nunca quería hablar d’eso. Mire, yo soy bastante liberal. Cuando murió mi mujer, me hice cargo de la pequeña. He hecho lo que he podio, pero no lo llevo en las entrañas, eso de las cosas maternales, los buenos modales y toa esa patraña. La dejaba hacer lo que quería, mientras se ganase el pan. Pero supongo que está aquí porque hizo gilipolleces en París, ¿no?
—Eso mismo estoy tratando de averiguar. ¿Con quién se relacionaba?
—Ni idea… —Nuevo trago de alcohol, y silencio.
—¿Nunca observó nada anormal en ella? ¿Ninguna… cosa extraña?
Los ojos se le humedecieron.
—Era mi niñita y está muerta. No quiero tener que recordar, ¡es demasiado insoportable! ¡Déjeme tranquilo!
Solo, como un náufrago en medio del océano. Librado a la soledad más hiriente, al canto mordaz del vacío y el abandono.
Únicamente me quedaba una opción: «La técnica del sacrificio rentable».
—¿Qué le parece si nos tomamos una copa antes de ir a retorcer el pescuezo a esos malditos pollos? Que quede entre nosotros, pero es algo que llevo por la mano. Mi padre tenía una granja.
Perdí más de una hora en observar y participar en un espectáculo en el que predominaba el rojo vivo y las cabezas volaban como tapones de champán bajo los hachazos, pero al final obtuve permiso para echar un vistazo a la habitación de la chica.
El padre nunca había tenido valor de poner allí los pies. Lo hicimos juntos. La habitación parecía limpia en relación con el caos general que reinaba en la casa. Si la chica había escondido secretos, seguro que sería aquí. No descubrí nada. Ni una sola revista, ni una agenda, ningún número de teléfono garabateado en el ángulo de una hoja de papel. Ni rastro de ese material sadomasoquista del que me había hablado el ingeniero de la cantera. Sólo ropa sobria apilada, una cama bien hecha, armarios ordenados con cuidado, apenas cubiertos por una capa de polvo.
—¿Nunca entraba usted aquí, ni siquiera cuando aún estaba viva?
—No. Respetaba su intimidad, crean lo que crean. La dejaba hacer lo que quería. Sólo una vez me enfadé con ella: fue cuando volvió de París con un pirsin en la lengua. Los tatuajes me la sudaban, pero los pírsines…, eso no podía admitirlo. Me daban asco.
—¿Tatuajes que se hacía en París?
—Sí.
—¿Sabe en qué barrio?
—No. Nunca he ido a París. ¿Cómo quiere que lo sepa? De todas formas, no se parecía a casi nada eso que se hacía grabar sobre el cuerpo.
—¿Es decir?
—Pue’… ya no m’acuerdo mucho. Unas figuras raras, como diablos.
—¿Qué tipo de diablos?
—Ya no m’acuerdo. Y también había números y letras. Nunca me quiso explicar qué significaban.
A veces, cuando se va por la costa y el tiempo parece clemente, de pronto llega una borrasca como salida de la nada y te golpea en plena cara. Eso fue exactamente lo que sentí en ese momento.
Le solté a Barrica-de-Calvados:
—¿Se acuerda de esas inscripciones?
—¿’Tá loco? Ni siquiera me acuerdo del nombre de mi chucho, que se murió hace cinco años. No sé. Debe de ser una especie de enfermedad. Lapsus de memoria, algo así. Un día me olvidaré de respirar o de no tirarme pedos en público.
—¿Me permite que haga una llamada rápida?
—Adelante. Mientras no sea con mi teléfono…
Descolgó Sibersky.
—Sharko al habla. Oye, ¿tienes la carta del asesino delante de ti?
—Yo… iba a marcharme. Espere, que vuelvo a mi despacho. Ya está, ya la tengo.
—¿Puedes volver a leerme el fragmento en que habla del escalpelo? ¿De las heridas que le inflige?
—Mmm… Allá voy: «Su piel se abría de manera casi artística cuando yo hundía la cuchilla en sus pequeños y firmes pechos, en sus hombros, su ombligo. En la meticulosa lectura de su cuerpo hallaba las respuestas a mis preguntas…».
—¡Párate! ¡Tengo la respuesta!
—¿Qué? Pero ¿qué respuesta?
Gad llevaba sobre ella el código que iba a permitir desencriptar la fotografía del granjero. Todo cobraba sentido. Puse rápidamente al día a Sibersky antes de colgar, y me dirigí al fondo de la habitación.
—¿Puedo echar un vistazo al ordenador?
El padre estaba aferrado a su botella, su compañera de garbeo, el peluche de cristal que lo acompañaba en sus largos bandazos solitarios.
—Adelante —espetó—. Yo nunca he sabido utilizar esas porquerías. Para mí, es mierda enlatada.
Al apretar el botón, oí el crujido de la punta de diamante sobre la superficie del disco duro, y luego nada más. Pantalla negra. Datos borrados. Disco formateado. Alguien había pasado por allí antes que yo.
—¿Me ha dicho que trabaja por la noche?
—Sí. Tres de cada cuatro veces suelo volver de madrugada, a las seis.
—¿Cree que alguien podría haber entrado en su casa durante su ausencia?
—¿Está usté loco? ¿Por qué habrían hecho eso?
—Usted mismo puede verlo. ¡No hay nada, salvo la ropa! Nada que recuerde la presencia de su hija. Los datos del ordenador han sido borrados. Ni una foto, ni una sola revista, ¡nada de nada! Señor, voy a solicitar que la policía abra una investigación sobre las circunstancias de la muerte de su hija. Quizá no fuera un accidente.
Me miró con cara de cordero degollado, el rostro enrojecido por la cólera.
—¿Qué quiere decir?
—Que tal vez fuera asesinada por la misma persona que mató a otra mujer en París. Señor Gad, si quiere que le sea sincero le diré que voy a tener que exhumar el cuerpo de su hija.
—¿Qué?
—Voy a solicitar que desentierren a su hija. Llevaba una inscripción sobre el cuerpo, una pista muy importante que tiene todas las trazas de acercarnos al asesino.
El hombre estrelló la botella contra la tapicería con la violencia de un bateador de béisbol. Un gesto precioso.
—¡Vas a dejar a mi hija donde descansa! ¡Déjala en paz, me cago en Dios! —gritó.
Mientras hablaba iba acercándose a mí, los contrafuertes del torso bombeados como barriles de pólvora, mirándome de tal modo que podría haber cuajado la leche. Me aparté hacia un lado sin la intención de provocarlo y, protegiéndome en la escalera, me atreví a decir:
—Sólo encontrará la paz cuando haya conseguido atrapar al asqueroso que la asesinó…
Antes de regresar al hotel para teclear el informe en mi portátil y mandarlo por correo electrónico a mis superiores y a la psicóloga, caminé por la playa de Trestraou, con los zapatos en la mano. Lenguas de espuma y sal venían a lamerme la punta de los dedos, relucientes bajo las antorchas enrojecidas de uno de los últimos soles de setiembre.
Poco antes de reclamar oficialmente la exhumación del cuerpo de Rosance Gad había llamado al ingeniero de cantera José Barbades, para preguntarle si recordaba las inscripciones tatuadas sobre el cuerpo de Gad. Me había dicho que, en efecto, llevaba tatuajes, de los cuales uno parecía una especie de sigla, justo debajo del ombligo. Por supuesto, nunca había intentado memorizarlos, demasiado ocupado en dejarse lacerar las nalgas por la correas mordaces de la disciplina.
El alcalde de Perros recibiría, al día siguiente por la tarde, la documentación que autorizaba la exhumación. Richard Kelly, el juez de instrucción, conocía su trabajo y el peso de sus responsabilidades. No me habría dejado extraer un cuerpo de su tumba, invadir su tranquilidad subterránea, si no hubiese presentido que esa mujer era el árbol que ocultaba el bosque. La historia de la foto codificada lo tenía intrigado, pero seguro que no tanto como a mí. ¿Qué iba a revelarnos? ¿Qué verdad espantosa se ocultaba tras el cliché de ese pobre granjero recogiendo remolachas? Un presentimiento espantoso estaba haciendo presa en mí… Y si el mensaje codificado desvelaba… ¿la continuación de su itinerario sangriento? ¿Como una especie de mapa del tesoro en que cada punto crucial representase a una víctima?
Una nube afilada cortó el sol en dos, a ras del horizonte, en un fuego artificial con tonos rosas, naranjas y violetas. Me senté sobre una roca de donde salió un cangrejito que se escurrió entre mis pies antes de meterse en un charco traslúcido. Eché una mirada alrededor y, cuando menos lo esperaba, me dejé invadir por las lágrimas hasta que se me agitó el pecho en estremecimientos de amargura. Pensaba en Suzanne, en mi impotencia, en su sufrimiento, en mi furia. La ignorancia me carcomía como un ácido con la dulzura del aguamiel, lento e indoloro, eficaz en su traición. La inmensidad azul que se desplegaba ante mí acogía mis llantos en su silencio marino, se los llevaba con ella a lo lejos y los guardaba con celo en el fondo de sus aguas, como cofres destinados a abrirse jamás.
En aquel rincón bretón, lejos de mi casa, me sentía solo… y bamboleado por la tristeza.
Pasé gran parte del día siguiente —el día antes de la exhumación— en la comisaría de Trégastel, releyendo los informes y las partidas de defunción, interrogando a los testigos de la muerte de Rosance Gad.
Lo habían hecho todo de modo precipitado. Nada de autopsia, el mínimo papeleo; según ellos, el accidente era evidente. Enterrada rápidamente, olvidada igual de rápidamente. Tenía la impresión, justificada, de que mi presencia no les hacía ninguna gracia y que, junto con la lectura cotidiana de las necrológicas en Le Trégor, preferían dedicarse a una partida de cartas reñida que tratar de acabar con humildad con la delincuencia que se extendía a su alrededor.
Al regresar al hotel, aproveché para conectar el ordenador portátil a la clavija de teléfono y abrir mi buzón. Una tonelada de anuncios entraron en el buzón, del tipo Buy Viagra Online o Increase your sales rate 0/300%. Dediqué algo de tiempo a darme de baja de esas listas de correo a las que, a priori, nunca me había inscrito, y acabé la velada navegando por la red con el objetivo de buscar información sobre técnicas de criptografía. Clic, motor de búsqueda. Clic, sitio de criptografía… Clic, clic, descripción de la máquina Enigma que los alemanes utilizaron durante la guerra. Clic, clic, clic, las juventudes hitlerianas. Clic, el neonazismo. Clic, página personal de un skinhead. Clic, motor de búsqueda. Clic, clic, propaganda nazi. Clic, clic, clic, mensajes que incitan a la violencia. Clic, clic, fotos de judíos, un arma en la sien. Clic, clic, película de un negro recibiendo una paliza. Duración de la película: un minuto catorce segundos. Fechado cinco días antes…
Al acostarme, me entraron sudores al pensar en los miles, los millones de tipos que, ante las pantallas de sus ordenadores, se alimentaban con total tranquilidad y una copa en la mano de cuanto la ley prohibía.
Las sepulturas estaban perladas de gotitas de rocío, frescas y espontáneas, perdidas en la frontera entre la noche y el día.
En el corazón del cementerio de Trégastel, la silueta del tanatopractor se recortaba contra la bruma ligera del amanecer como una tumba más entre las otras. No chistó cuando llegué, el rostro veteado de rigidez fría. Era sorprendentemente joven, veinticinco años, a lo sumo treinta, pero vi, en algún lugar en el fondo de sus ojos, astillas de aburrimiento y cansancio. Detrás de él, apoyados contra una valla, dos enterradores municipales fumaban un cigarrillo.
—¡Hace fresquito esta mañana! —solté para entablar un simulacro de conversación.
El practor me taladró con una mirada cortante, se apretó el nudo de la corbata color muerte y volvió a sumirse en su burbuja de silencio.
—El alcalde debería llegar con un asesor médico de Brest —proseguí dirigiéndome a la sepultura humana.
—¿Cree que me gusta hacer esto? —me soltó con una voz casi tan grave como la de un barítono.
—¿Cómo?
—Vaciar cadáveres, coserles los ojos y los labios, y luego desenterrarlos como si los fuese a violentar una segunda vez, ¿cree que me hace gracia?
El hombre y el tanatopractor, al igual que el hombre y el poli, enemigos encerrados en un mismo cuerpo, unidos como dos huesos de un esqueleto.
—A mí también me horrorizan este tipo de cosas —repliqué con total franqueza—. Incluso tengo que confesarle que en este preciso instante no me siento más reconfortado que una gallina en un túnel del terror. Nunca se arranca a los muertos de su reposo con alegría en el corazón.
Mi ataque de sinceridad le caló.
—Tiene razón; hace fresco esta mañana…
Me acerqué a él. Mis pasos crujían sobre la gravilla, perdidos en el bosque petrificado de cruces y hormigón.
—Dígame, ¿tenemos alguna posibilidad de encontrar el cuerpo en buen estado después de más de dos meses?
—Esa pobre chica tenía tres cuartas partes de los huesos rotos por la caída, los miembros totalmente del revés y la cara destrozada. Tengo un oficio difícil, pero lo hago bien y algunos hasta me dicen que me doy mucha maña.
—¿Entonces?
—¿Quiere saber los detalles? Allá van. Le vacié la sangre del cuerpo para sustituirla por formaldehído. Volví a colocar los huesos en su sitio. Aspiré la orina, el contenido del estómago, los gases intestinales y volví a limpiar por segunda vez el cadáver con jabón antiséptico antes de vestirlo. Las técnicas de inhumación permiten que el cuerpo se conserve de forma perfecta durante más de cuatro meses. Así que en principio debería encontrarlo bello como el sol.
Los dos rezagados llegaron por fin, tan poco alegres como mi compañero de brumas. Lienzos de paredes de inquietud se descolgaban de sus rostros.
—¡Vamos allá! —ordenó el alcalde en un tono que resultaba francamente glacial—. ¡Resolvamos este asunto, y lo más rápido posible!
Los dos enterradores se encargaron de desempotrar el panteón y de subir el ataúd.
A mi alrededor, semblantes serios y miradas huidizas. La caoba chirriaba al contacto con las cinchas, como un grito de dolor arrancado a la madera barnizada. Al hacer bascular la tapa, cuando apareció el interior sobrio y demasiado ordenado del féretro, sentí bien pegado a la mejilla el roce de una mano huesuda. La de la Muerte.
A través del pincel de luz proyectado por mi linterna Maglite, una mano, salida del sudario blanquísimo, apareció vuelta hacia mí, los dedos doblados en contradicción con el movimiento implorante de las manos. Un sudario de batista cubría el rostro como una caricia tierna, y a lo largo del cuello fluían cabellos aún castaños, ligeramente ondulados. Como nadie movía ni la sombra de una falange, tomé la iniciativa de auscultar la superficie del cuerpo. Al tocarla, la tela que envolvían los restos mortales recompuestos crujió como la ropa fresca. La bonita ropa que llevaba, seguramente la más bonita que tenía, me hizo creer por un instante que dormía. Le desabroché el traje sastre y luego la camisa con mucha delicadeza y el corazón me dio un vuelco, y casi se desbordó, cuando se me apareció la blancura mortal de su pecho. La piel ondulaba en pliegues apenas visibles, como la superficie de un mar tranquilo, pero se notaba que las escuadras del más allá se atareaban activamente sobre cuanto aún recordaba la vida.
Sobre el pecho izquierdo se desplegaba la boca de una especie de macho cabrío, una representación maléfica que podía encontrarse en los viejos libros de brujería. Más cerca de su hombro derecho se erigía una cruz celta en la que se enrollaba una serpiente, una especie de víbora blanca con los colmillos llenos de sangre. El tatuaje que me interesaba apareció, arqueado alrededor del ombligo. Las letras rojas empezaban a doblarse sobre ellas mismas como flores marchitas. Tiré ligeramente de la piel y leí: BDSM4Y.
Solicité que esperasen antes de inhumar el cuerpo, el tiempo de hacer una llamada. La noche anterior había avisado a Thomas Serpetti de la eventualidad de que le telefoneara.
Descolgó al segundo tono y me soltó:
—Estoy listo. Dame el código.
Le dicté las cinco letras y el número, que constituían un término del que, por ahora, no había captado el significado.
—¡Venga, dime qué ocurre! —me impacienté.
—¡Joder, funciona! El software está buscando ahora el algoritmo correcto para descifrar. AES-Rijndael, Blowfish, Two-fish… Creo que tenemos para una horita, más o menos. La lista de los distintos algoritmos es bastante importante. ¡En cuanto haya terminado te vuelvo a llamar! ¿Qué crees que vamos a descubrir?
—Algo que me asusta, Thomas…