Capítulo 2

Tras un despertar difícil, me puse a leer los correos electrónicos acumulados en el buzón durante mi estancia en Lille. Gracias a la tecnología y al poder de internet, había hecho un montón de amigos sin rostro, lejanos anónimos sin embargo tan cercanos a mí. Nombres de internautas que se preguntaban el porqué del silencio de Suzanne. No había reunido valor para contestarles y confesarles que mi mujer había desaparecido y que desde hacía un semestre, yo, comisario en la DCPJ en París, aún ignoraba si estaba viva.

El asunto del último mensaje, «¿Qué, te ha gustado?», banalmente firmado XXX, fue como un maremoto de adrenalina. Cuando descubrí, en la cabecera del mensaje, la foto digital de un granjero inclinado sobre la tierra, recogiendo remolachas con una mano deteriorada, creí que me hallaba ante un bromista.

Pero el texto, debajo de la imagen, sobrepasó los límites de mi imaginación.

Querido amigo:

Tan sólo quería compartir contigo la carta que acabo de mandarle a la madre de la encantadora señorita que has conocido recientemente. Me daría mucha lástima que no fuera de tu gusto, porque he invertido muchísimo tiempo en redactarla. A la espera de volver a verte pronto…

Mi estimada señora Prieur:

Hoy en día, entre los aborígenes pitta-patta de Australia, cuando una chiquilla alcanza la pubertad la tribu entera, hombres, mujeres y niños, se reúne. El celebrante, un hombre mayor, ensancha el orificio vaginal de la chiquilla rasgándolo hacia la parte inferior con la ayuda de tres dedos atados por un hilo de zarigüeya. En otras regiones, el perineo se rasga con la ayuda de una hoja de piedra. Le ahorraré la visión de las fotos que tengo actualmente ante los ojos. Por lo general, a esta operación siguen actos sexuales bajo coacción, con numerosos jóvenes, por lo menos una decena. Podría haber seguido este ejemplo en el caso de su hija, pero preferí proceder de otra manera, con mi propio método, que apreciará, espero, en su justo valor. En primer lugar, si eso puede reconfortarla, sepa que no me he follado a su hija, aunque podría haberlo hecho si hubiese querido.

Empecé por desvestirla. Necesité más de dos horas para atarla, trabarla hasta controlar el más ínfimo de sus movimientos. Fue un honor para mí trabajar sobre la tela de un cuerpo tan sublime, aterciopelado, casi como el fieltro. Por supuesto, ya se lo imaginará, esperé a que estuviese despierta para hundir los ganchos en su carne. ¡Oh! ¡Si tan sólo hubiese podido ver cómo se debatía! Dolor y placer son como dos cuerpos unidos a una sola cabeza: se repelen pero no pueden vivir el uno sin el otro, y creo que tomó conciencia de ello antes de morir.

Su piel se abría de manera casi artística cuando yo hundía la hoja en sus pequeños y firmes pechos, en sus hombros, su ombligo. En la meticulosa lectura de su cuerpo hallaba las respuestas a mis preguntas, sabía por qué actuaba y lo que buscaba. ¿Se da cuenta de que pude distinguir las profundidades de las capas de su carne, notar los tembleques de dolor que le arqueaban los riñones? Vibraba todo lo necesario, ondas incomprensibles iban y venían sin cesar, como pequeñas olas, y luego se rompían en un grito ahogado de felicidad. ¿O de sufrimiento?

Como un buen soldado, soportó sus heridas, no sólo padeciéndolas, sino aceptándolas, consciente de que las dificultades son una ley inamovible de la naturaleza. Nos dejó amando la entidad por la cual cayó. Puede estar orgullosa de ella.

La acogerán bien allí arriba, no tema. Las armaduras estropeadas valen mucho más a los ojos de Dios que el cuero nuevo, y estoy convencido de que Él le enjugará las lágrimas. Ya no habrá muerte, ni habrá luto ni grito ni dolor. Estará bien…

Así fueron los últimos minutos rojos de su hija, de esa mujer de quien podemos decir, ahora, que seguramente, en su última expiración, maldijo tanto a sus padres como el día de su nacimiento.

La felicidad debe ser la excepción, el sufrimiento es la regla.

Alguien que, de ahora en adelante, es más importante para usted que nadie…

Esas palabras me petrificaron en los repliegues del asco, al borde de las profundidades rancias de la furia, de la rabia, de las ganas de estrujar el mundo hasta extraer la sustancia inmunda que da vida a los criminales. Sentí que me oprimía la impotencia, la facilitad ultrajante de propagar el mal hasta herir sin tan siquiera tocar. En ese instante, las palabras de Doudou Camelia resonaron en mi interior como el tañido fúnebre y lejano de la desgracia anunciada: «Siento el mal en tu habitación, Dadou, el g’an mal».

Sin tocar nada más, en los penosos segundos subsiguientes llamé a Sibersky, exhortándolo a que interceptase la carta costase lo que costase, y luego a Thomas Serpetti, uno de los hombres más competentes en informática que haya conocido.

Thomas Serpetti había hecho surf en la ola internet con un deslizar digno de un dios hawaiano. A principios del año 2000, en la estela de la burbuja tecnológica, había dejado su puesto de responsable de seguridad de la red en IBM, en La Defense, para levantar un millón de euros en la primera ronda de negociaciones con inversores seducidos por sus ideas innovadoras y un plan de negocio blindado. Durante esa época cambiaba dos veces al día de corbata, estrechaba decenas de manos y se dejaba ver en todas las conferencias donde había que mostrarse. Había alquilado unos cuartuchos como oficina en el barrio de la Ópera de París, contratado con obstinación a informáticos alimentados a base de hamburguesas y dejado que el business, así como la euforia general, le llenase los bolsillos. Sobre la marcha, se había comprado una vieja granja al sur de París, en Boissy-le-Sec, un potro de un año, Reine de Romance, en las Ventas de Deauville, y luego se había retirado de los negocios, forrado de pasta, cuando las castañas habían empezado a fundirse bajo las ascuas de la Bolsa. Desde esa época, pasaba días tranquilos en las carreras, o quemaba las horas, incluso los días, perfeccionando su red de trenes en miniaturas, joya de paciencia, alegrías de niños, placeres del raíl. Su pasión por el modelismo ferroviario llegó a contagiarme y enardecerme… hasta la brutal desaparición de Suzanne.

Aquel eterno adolescente llevaba el juego en la sangre y creo que habría sido capaz de matar a todos sus hermanos para salirse con la suya frente a una ruleta. Un día lo vi ensañarse con el número 18, en el casino de Enghien-les-Bains, hasta el cierre de puertas y perder una fortuna. Pero poco importaba. Había dejado en ese lugar una huella imborrable y, desde ese día, le llamaban «señor» cada vez que cruzaba el umbral del casino. Eso era lo que le gustaba a Thomas Serpetti.

Nuestro primer encuentro se había producido virtualmente en un foro de internet dedicado a la esquizofrenia. El hermano de mi esposa, al igual que el de Thomas Serpetti, era lo que se denomina un esquizoide paranoico.

Toda la vida recordaré las explicaciones que mi cuñado, Karl, me había dado sobre esa fractura mental una noche de otoño en la que ya estaba muy, muy mal: «La Hidra anida en las sinuosidades de mi intestino delgado. Su cabeza a veces se hunde en mi estómago, donde le gusta alimentarse largos ratos. Se alimenta de cuanto me alimento y evacúa las deposiciones por mi boca. Es una serpiente grotesca y venenosa de la que tengo que deshacerme cueste lo que cueste».

A los veintidós años, Karl se escarificó el abdomen con dieciséis cortes de cúter, pues le pareció que la automutilación era el único medio de cazar la Hidra que lo habitaba. Actualmente sobrevivía en una dimensión paralela, extraño a su propio cuerpo, cargado como una bomba biológica de Largactil, Haldol y Droleptan en el hospital psiquiátrico de Bailleul, en el norte…

Di la bienvenida a Thomas Serpetti con el semblante de un sepulturero que hubiese asistido a su propio entierro.

—He aquí lo ocurrido, Thomas. Quiero que me des tu opinión antes de poner al SEFTI a ello. Como te he dicho por teléfono, no he tocado nada. Hay la foto de ese granjero y esa carta espantosa debajo. Dime si podemos encontrar al remitente.

El ex experto en seguridad informática no soportaba la delincuencia o la criminalidad, y llevaba una campaña sin piedad contra los piratas de los tiempos modernos en colaboración con los ingenieros del SEFTI, el Servicio de Investigación de Fraudes en las Tecnologías de la Información. Con regularidad, Serpetti transmitía a mis colegas científicos direcciones de hackers, piratas informáticos que robaban ficheros de tarjetas de crédito o que insertaban, por el gusto de la provocación, mensajes de carácter pornográfico en Les Échos o el Times.

Su mano se abalanzó sobre el ratón del ordenador. Empujó las pequeñas gafas redondas de acero sobre el puente de su nariz y se pasó una mano por el corte a cepillo como si estuviese a punto de llevar a cabo una gesta deportiva antes de pegarse a la pantalla.

—¿Me… me dejas leer?

—Adelante. Cuento contigo respecto a la confidencialidad de este asunto.

—Sabes que puedes confiar en mí.

A medida que iba leyendo, el estupor le abría la boca.

—¡Madre de Dios! –Se quitó las gafas y se frotó los ojos—. ¡He visto cosas alucinantes en internet, pero esto es el summum! Es… ¿es lo que realmente ha pasado?

—Por desgracia, sí —suspiré.

—¡Pero si se dirige directamente a ti! ¡Te tutea! ¡Es alguien que te conoce! ¿Cómo podría saber que te han encargado la investigación?

—No tengo ni idea. Las noticias vuelan en esos pueblos, por no hablar de los medios de comunicación. Tal vez la información, de un modo u otro, ha llegado hasta él. Es algo confuso todavía. Pero vamos a investigarlo, no te preocupes por eso. Bueno, ¿y el mensaje?

Clicar de ratón, profusión de ventanas en la pantalla. Serpetti abrió ficheros con nombres bárbaros, paseándose por mi ordenador con la comodidad de una partícula cargada en una corriente eléctrica, animado por la pasión del conocimiento universal, esa voluntad de arrancar la solución a lo insoluble, como un desafío a sí mismo y a las máquinas.

—Esta dirección, por supuesto, es un camelo. Te vas a un sitio especializado, das un nombre cualquiera y el sitio te autoriza a enviar mensajes con una dirección que tú mismo escoges, del tipo jacqueschirac@elysees.fr. Ni siquiera hace falta un software especial para gestionar los mensajes, el sitio se encarga de todo. Totalmente anónimo. O casi…

Ése «o casi» era el rasgo que distinguía a Serpetti entre la masa hormigueante de informáticos.

—¿O casi? ¿Es que hay manera de echarle el guante al remitente?

—¡Depende! Si el tío sabe, no lo conseguirás. Si no, las probabilidades son bastante bajas y, créeme, el trabajo para conseguirlo, enorme.

—¡Explícamelo! Y ve despacito, por favor…

Sus marcados hoyuelos reflejaban pálidamente la luz metálica de la pantalla cuando se giró hacia mí. Con casi treinta años, aún le quedaban en el rostro los estigmas del acné de adolescente.

—Bien. Simplificaré al máximo —contestó en tono sereno—. Imagínate una gigantesca tela de araña, muy compleja, del tamaño de una ciudad. Esparces, a un extremo de la tela, miles, millones de arañitas, todas parecidas. La mayoría de las arañas son miopes, no oyen ni ven nada, pero saben, gracias a las vibraciones, dirigirse hacia cualquier punto de la tela. En cambio, son incapaces de juzgar cuál es el camino más corto y, consecuentemente, todas cogerán una vía diferente para ir al mismo sitio. ¿Me sigues?

—Sí. No es tan difícil…

—¡Pues presta atención! Debes seguir con la mirada una de esas arañas hasta su destino, y luego volver a trazar su trayecto entre las diferentes intersecciones e hilos de la tela, de memoria. ¿Serías capaz de hacerlo?

Imaginé un inmenso territorio de seda orbicular, colgado en los edificios más altos de París bajo un cielo de desolación, como en una película fantástica.

—Me parece complicado —repliqué—. Las arañas interfieren las unas con las otras, se cruzan y se parecen; podría perfectamente, en un momento dado, seguir a otro individuo sin darme cuenta. Además, haría falta una memoria visual impresionante para recordar el camino en un laberinto así.

Thomas agitó las gafas por una de las patillas, como el político que se dispone a exponer un argumento de peso.

—¡Has resumido perfectamente el problema! Pues mira, con internet ocurre lo mismo. Sustituye los cruces por ordenadores, y el propio hilo por cable eléctrico. Extiende la tela a la dimensión planetaria. ¿Te imaginas la escena?

—Sí.

—Cuando recibes un mensaje, incluso proveniente de tu vecino, ese correo ha transitado por decenas e incluso centenares de relés diferentes repartidos a través del mundo. Para volver a encontrar el punto de emisión, hay que remontar la cadena eslabón a eslabón. Eso implica llamadas a los propietarios de las máquinas, búsquedas en los ficheros de rastros de los servidores en espera de poder pasar al eslabón anterior. Si mientras dura ese proceso se apaga un solo ordenata, o se borran los rastros del paso, la jodimos, sería como si cortases un hilo de la tela de araña. Ponte en contacto inmediatamente con los ingenieros del SEFTI. Cuanto antes actúen, mayor será la probabilidad de seguir las ramificaciones.

Identificar al remitente iba a ser cuestión de magia.

—¿Y si el tío sabe? —pregunté de todas formas.

—Habrá utilizado un anonymiser. Es un sitio especial que se encarga por ti de hacer que el origen de tu mensaje sea totalmente anónimo. Además, si es realmente prudente, habrá transitado por miles de otros ordenadores de particulares, conectados a internet al mismo tiempo que él. En ese caso, la probabilidad de localizarlo es estrictamente nula.

Nos serví un auténtico guatemala cargado, casi sólido.

—¿Cómo ha conseguido mi dirección de correo?

—¡No imaginas con qué facilidad puede conseguirse información sobre ti cuando navegas por internet! Aparecen tus sitios favoritos, las horas a las que te conectas; dejas rastros allá donde vas. Basta que hayas colgado una vez un mensaje en un foro o un grupo de discusión para que un anónimo, empresas de publicidad u otros buhoneros que venden esas direcciones a terceros puedan recuperar tu mensaje. Seguramente estás en la libreta de direcciones de miles de personas sin saberlo. Además, puedes medir la amplitud del fenómeno tan sólo fijándote en los spams que llenan tu buzón.

—En efecto. ¿Algo más?

Vi en su mirada un destello de esperanza.

—La foto del granjero me tiene intrigado —me confió aplastando el dedo en la pantalla—. Por un lado, no veo bien la relación con esa carta, y por otro, el espacio que ocupa en tu disco duro me parece un poco grande: más de trescientos kilobytes. Me parece que… ¿tienes un programa de tratamiento de imágenes, como Photoshop o Paint Shop Pro?

—No, creo que no.

—¿Y una lupa?

—Tampoco. Pero puedo desmontar una de las lentes externas de los prismáticos.

—Perfecto.

Yo intuía los números, los operadores lógicos que se encaminaban hacia el cerebro de Thomas para arremolinarse en una gigantesca sopa matemática. Recordé uno de sus comentarios, una noche en que estábamos reunidos alrededor de una buena mesa, con Suzanne. «Toda materia, toda información se compone de ceros y unos. La chapa de tu coche está hecha de ceros y unos, este cuchillo está hecho de ceros y unos e incluso el trasero de una vaca está hecho de ceros y unos. A menudo, para pasar de un problema a una solución, basta invertir algunos ceros y algunos unos». Suzanne había soltado una carcajada y, desde entonces, veía con otros ojos a los rumiantes.

Le tendí a Thomas uno de los oculares de mi Zeiss 8. La lente cóncava diseccionó los píxeles de la pantalla a medida que la desplazaba, frunciendo los ojos.

—No pondría la mano en el fuego, pero parece que algunos puntos son más claros que los otros. Es casi invisible, pero conozco este tipo de técnica. Mira un poco este rincón del cielo, en la foto. –Pegué la retina a la lente. Nada especial, sólo azul en medio de azul—. ¡No tienes mirada de experto! Esteganografía; ¿te suena de algo? —me reprochó.

—¿Una técnica de codificación antigua? ¿Un medio de pasar mensajes, como hacía el César?

—Casi. Lo confundes con la criptografía. Lo perverso, en la esteganografía, es que la información escondida se vehicula de manera transparente en información no encriptada, clara y significativa, contrariamente a la criptografía, donde el mensaje recibido es ilegible. Los piratas informáticos, los terroristas, aplican esta técnica para intercambiarse datos sensibles escapando a los diversos sistemas de vigilancia y escucha, como el Semáforo o el Echelon de los americanos. Esconden sus mensajes, imágenes o ficheros sonoros en otros medios de comunicación utilizando programas que descargan de internet. El destinatario que posee la clave de descifrado reconstruye entonces la información original. Es un sistema muy apreciado por los pedófilos. Llegas a un sitio aparentemente discreto, visualizas fotos de vacaciones, de playas y cielos azules. Pero si aplicas la clave a esas imágenes, ¿qué descubres?

—Fotos de niños. ¡Has dado en el clavo, Thomas! ¿Vas a poder desencriptarlo?

Preso de la excitación, bebí ávidamente el café y me quemé la punta de la lengua.

—¡Sobre todo no te embales! —añadió en un tono que incitaba a la calma—. Antes tengo que comprobar si efectivamente la foto contiene datos ocultos. Y, sin clave de descifrado, puede que se necesiten varias semanas antes de llegar al resultado. Las técnicas de criptoanálisis, para romper los códigos criptográficos, no son muy eficaces, porque la potencia de los algoritmos hace que el descifrado sea extremadamente delicado, e incluso imposible si la clave es demasiado larga… Lo que, en resumidas cuentas, es lógico. Si no, ¿para qué encriptar?

Aparté la mirada de la pantalla y la dirigí hacia el móvil.

—Bueno, voy a poner de inmediato a los del SEFTI sobre este asunto, de forma paralela a tu trabajo.

—Déjame tu ordenata para que hurgue un poco más. Voy a grabarte lo necesario en un CD y se lo remitirás al SEFTI. Otra cosa: deberías ponerte una línea de banda ancha a la que podrían conectarse los ingenieros del SEFTI. A eso se le llama sniffing: vigilan a distancia todo lo que circula por tu línea y así pueden reaccionar rapidísimo. Si quieres, lo solicito y mañana tienes tu modem ADSL instalado. ¡Tengo contactos para acelerar el proceso!

—Buena idea; pensaba hacerme instalar uno. Si puedes encargarte, me harás un favor…

—¡No hay problema!

Su sonrisa me hizo darme cuenta de hasta qué punto la influencia de los asuntos criminales me separaba del resto del mundo, un poco como Dead Alive con sus fiambres. Había molestado a Serpetti pronto por la mañana, lo había arrancado de las sábanas sin ni siquiera preguntarle cómo estaba.

—Llevas impreso el tono azafranado de las vacaciones —dije alegrándome, mientras olía el aroma desoxidante de otra taza de café.

—Justo ayer volví de Italia. Has tenido suerte de poder dar conmigo.

—¿Y Reine de Romance? ¿Sigue igual de competitiva?

Thomas se bebió el café hirviendo de un trago, sin pestañear.

—Está en pensión en el círculo hípico de Chantilly, en manos de John Mohx, el mejor de los entrenadores. La preparamos para las grandes carreras y los derbis del año que viene. –Un gesto evocador le estiró los labios en una sonrisa—. Ya no soy soltero, ¿sabes? Yennia y yo ya no nos separamos. Unidos como la Tierra y la Luna. ¿Adivina dónde la conocí? ¡En un tren con destino a Londres! Es de origen rumano, azafata en el Eurostar París-Londres. Tendrás que visitarnos en la granja.

—Por supuesto.

—Y así, ¡verás mi red ferroviaria! Me he pasado a la escala HO 1/87, ¡la de los profesionales! ¡Me lo paso bomba! ¡No te muevas!

Se levantó, se abalanzó sobre su mochila y sacó una locomotora de latón Homby, con la cabina magenta y el carro negro.

—Es para ti, Franck. ¡Un vapor Basset Lowke 1959! ¡En perfecto estado! Era mía, pero ya no rueda en mi nueva red, así que te la regalo. La he llamado Poupette.

Se extrañó ante mi falta de reacción. La pasión por el ferrocarril que me había transmitido, al igual que el resto, me había abandonado desde que el vacío, el silencio, el dolor se habían enseñoreado de mi apartamento.

—Lo siento, Thomas, ya no estoy mucho en la onda. Lo de los trenes y yo es agua pasada, por ahora. Ya no me apetece mucho.

—¡Con Poupette todo es distinto! Esta locomotora tiene algo mágico, ¡tienes que probarla! Ya he llenado el depósito de butano, para el quemador. Añade un poco de agua y de aceite en el ténder y funcionará durante una hora. Ya verás cómo su canto es apaciguador y su compañía, encantadora. Te levantará el ánimo en los momentos difíciles… —Dejó el modelo reducido sobre el escritorio—. ¿Sigue sin saberse nada de Suzanne? —me preguntó, cogiéndome la mano como a un viejo hermano.

—Nada, ni una triste pista. No hay el menor rastro del agresor. ¡Si tan sólo pudiese encontrar una señal, una pista que me dijese si está viva o muerta! Es una tortura quedarse en la incertidumbre, con el temor permanente de caer sobre el cadáver de mi mujer, así, al volver un camino… El futuro me da un miedo espantoso, pues dependo enormemente de datos que no domino. Mi suerte se encuentra casi entre las manos de ese bastardo que la secuestró.

—Acabarás averiguando la verdad, un día u otro.

—Lo espero con todo el corazón. –Fingí pensar en otra cosa esbozando el armazón de una sonrisa—. Oye, quédate aquí y haz lo que puedas con mi ordenador. Yo he de marcharme. Comemos juntos al mediodía, si quieres. Reúnete conmigo delante de la central, iremos al Vert-Galant. ¿No habrás quedado con tu Yennia?

—¿Con Yennia? ¡Si paso los días esperándola! Desaparece por la mañana para volver por la noche, como una aurora boreal. Vale, quedamos al mediodía. Nos encontramos ahí. –Carraspeó—. Franck… ¿qué crees que podría ser ese mensaje oculto? Si intenta decirnos algo, ¿por qué no lo hace abiertamente?

—Thomas, tú, a quien te sobran los millones, ¿por qué sigues yendo al casino sabiendo que corres el riesgo de perder una fortuna?

—Por… ¿la excitación que me da el juego?

—Pues ya tienes la respuesta a tu pregunta.

Mi abuelo había acabado su carrera de minero como capataz-jefe en el foso 13 de Loos-en-Gohelle. De minero joven se había convertido en minero, y luego en entibador, obrero, reparador, capataz y al final en capataz-jefe. Por lo general, los pasillos de carbón le aprisionaban a uno durante buena parte de su vida y, si el beso mortal del grisú había sido clemente contigo, la silicosis se encargaba de rematarte. Nacías al fondo, morías al fondo, tus hijos morían al fondo, en la boca del monstruo. Menos mi abuelo.

Quince años le habían bastado para subir los peldaños de la jerarquía y nunca, en toda su vida, invocó la suerte o el azar. Este agrimensor conocía las fechas de cumpleaños de todos los responsables jerárquicos, los nombres de sus esposas e hijos y también el color del pelaje de sus perros. Se las apañaba para encontrarse con las esposas en las panaderías, los cafetines, las lavanderías, a fin de halagar las cualidades eméritas de sus maridos y sus increíbles aptitudes para dirigir las cuadrillas. En los días señalados, incluso en los tiempos más duros en que faltaban la sopa y el pan, nunca se olvidaba de enviar a las personas más ricas que él una botella de ginebra. De ese modo, incluso a través de los reflejos translúcidos y embriagadores del alcohol blanco, sus jefes daban las gracias de forma inconsciente a ese rostro que les procuraba el placer del olvido.

A eso lo llamaba «la técnica del sacrificio rentable», y me repetía a menudo: «Si despiertas en aquel a quien hablas la llama que le hace brillar los ojos, ese algo que le toca el corazón, entonces lo convertirás en uno de tus aliados más estimados. Ya no tendrás dos brazos y dos piernas, sino cuatro, porque siempre estará a tu lado cuando lo necesites».

Más de quinientas personas asistieron a su entierro, cuando el cáncer se lo llevó en 1978.

A diferencia de mi abuelo, yo no había utilizado «la técnica del sacrificio rentable» para subir en escalafón. En cambio, la usaba con obstinación para rodearme de las personas necesarias, en el momento en que las necesitaba.

Richard Kelly, el juez encargado de la instrucción, sentía especial debilidad por el buen chocolate. Poseía un refinado hocico, como sólo existe una decena en el mundo. Aunque su despacho se veía tan impecable y esterilizado como el interior de un depósito de cadáveres, siempre rondaba por allí, en un rincón, una tableta a medio comer de jivara, manjari o caribe, joyas del cacao encargadas directamente a los maestros chocolateros como si se tratase de diamantes auténticos. Así que me había hecho con guanaja de granos de cacao de América del Sur, uno de sus favoritos. Comprobé divertido cómo su nuez subía y bajaba cuando dejé el tesoro en forma de barras sobre su escritorio.

Debía obrar con cautela. Se trataba de convencerle para prescindir del gilipollas de Thornton, simulacro de psicólogo, incapaz de hacer el perfil psicológico de un pulpo.

Al principio, Thornton ejercía en un consultorio independiente. Un tío muy guaperas para sus cuarenta años, una belleza apolínea con ojos rasgados. Se había tirado a tantas pacientes sobre el diván de su consulta que podría haber recibido el premio al mejor semental en los Hot d’Or. Su clientela salía adelante sin parar, cada vez más desvestida, cada vez menos enferma, y sus sucesores seguramente encontrarían braguitas hasta debajo de los cojines de su sofá de cuero. Luego, Thornton, aparentemente cansado de la rutina del sexo fácil, o porque la edad lo había vuelto menos vigoroso, se había valido de la influencia de papá para hacernos disfrutar de sus talentos de analista. Interrogaba a los testigos, los criminales y extraía conclusiones que habrían provocado la sonrisa de las estatuas de la isla de Pascua. «Ese cretino con pajarita confundiría a un terrorista afgano con una hermanita de la caridad», me había soltado Bambi, el jefe de la Brigada de Costumbres, la primera vez que había coincidido con él, hacía mucho tiempo, cuando estaba muy, muy enfurecido. Apartarlo del circuito era un asunto delicado, puesto que el susodicho gilipollas con pajarita era nada menos que el hijo del procurador de la República.

Con Richard Kelly estuve hablando un rato de chocolate y luego, como era de esperar, de los primeros pasos de la investigación. Le expuse con concisión las reflexiones de Sibersky y mías sobre el carácter poco común del asesino, sobre la importancia dada a los detalles de la puesta en escena; por último, sobre todo, hice hincapié en la absoluta inexperiencia de Thornton en el ámbito del crimen de carácter sádico y, de hecho, en el ámbito del crimen en general. Quería adelantarme a los hechos, anticipar los actos del asesino, actuar hacia arriba y no hacia abajo, y para conseguirlo necesitaba aliados en vez de —sopesé mis palabras— una cruz a cuestas.

Así que le pedí que metiera en el caso a Elisabeth Williams, perita judicial ante el Tribunal de Apelación de París y psicocriminóloga. Hizo una mueca como nunca le había visto antes, una obra maestra de la lengua, pero, tras dos horas de lucha encarnizada, se fue del pico al tragarse una onza de guanaja.

—Pero dejo a Thornton en el ajo —insistió—. No podemos echarlo así, sólo con chascar los dedos. Sobre todo para sustituirlo por un profiler

—Profiler no. Psicocriminóloga.

—Es lo mismo. Espero que me dé motivos para haber confiado en usted y que no me hará perder el tiempo.

Nunca había tenido la ocasión de trabajar con un especialista en comportamiento humano. Uno de verdad, quiero decir, un Thornton a la centésima potencia. Las conferencias que Elisabeth Williams impartía en la Universidad París II estaban impregnadas de magia. A través de la fuerza de las palabras, la pertinencia del análisis y el rigor de sus demostraciones, aquella especialista nos llevaba ante el asesino, a los meandros tortuosos de su mente. Había desmenuzado todos sus libros, su tesis sobre las enfermedades mentales del criminal, la avalancha de artículos publicados en la Revista Internacional de Policía Científica y Judicial. Profesaba una pasión ilimitada por sus palabras, su prestancia, en el anonimato ingrato del alumno que se sienta al fondo del aula, tímido y atento. Y soñaba con aplicar sus grandes ideas en un caso criminal de envergadura. Y ahora, en esta investigación, intuía que me enfrentaba a un nuevo tipo de asesino, un animal inteligente, refinado y demoníaco, dueño de sus emociones, responsable universal del destino de sus víctimas. Una araña replegada en un rincón de su tela, cargada de veneno, que surgiría en cuanto vibrase uno de los hilos de seda.

Me avergonzó pensar que, al otro lado de la frontera del Bien, en la sombra roja de una bestia con cascos y cuernos, quizá se escondía el tipo de asesino que uno espera durante toda la carrera de Criminalística.

Afirmar que mi profesión no me gustaba sería la peor de las mentiras. Me gustaba tanto, e incluso más, que mi mujer. Esa cotidianidad tapizada de niebla de sangre, de rayos de metal que recortan tendones y nervios, que rascan la carne hasta el hueso, esas almas sombrías y misteriosas que se arremolinan en habitaciones ensangrentadas constituían la esencia profunda de mi vida. Incluso cuando estaba en compañía de Suzanne, entre mis aficiones se contaban las lecturas sobre asesinos en serie, las visitas a museos de criminología y las películas de suspense, esas en que el asesino destaca por su maquiavelismo. Cuando uno cruza las puertas de la Criminalística se olvida de ser humano, se convierte en un Dead Alive, un esclavo condenado a luchar contra lo que no muere o renace de sus cenizas. Uno deambula entre dos mundos, entre lo común y lo irreal, entre el calor de una sonrisa y la peor oscuridad oculta en cada una de las mentes que pueblan esas tierras…

Pensaba en todo eso y empezaba a arrepentirme de aquello en lo que me había convertido. La ausencia del ser amado me quemaba por dentro, como ese alcohol que se tira en el vientre de las llamas para avivarlas con más fuerza todavía. Palpaba el aire ante mí y dibujaba en él curvas desnudas, me embriagaba con un perfume que ya no existía, percibía murmullos débiles que se evaporaban en cuanto aguzaba el oído. Aquella mañana volví a convertirme, durante el tiempo que dura un pensamiento, en un hombre como los demás. El poli no estaba lejos, me acechaba, empuñando el arma, hambriento de batida y persecución. Lo quería tanto como lo odiaba.

¿Volvería a contemplar algún día la dulce sonrisa de mi mujer?

Mi móvil poseía esa increíble facultad de sonar en el peor momento con su timbre estridente. Normalmente lo apagaba cuando dejaba, y sólo Dios hasta qué punto esos instantes eran algo excepcional, mi trabajo de lado. Pero cada vez que un asesino entraba en mi vida por la puerta grande, mantenía siempre el móvil al acecho de una llamada, lo guardaba pegado a mí como un compañero fiel. Suzanne había acabado odiándolo.

Si os entrasen las extravagantes y muy valerosas ganas de atracar la caja de un restaurante, más valdría evitar el Vert-Galant. Este local de buena comida, a dos pasos de la central, es un hormiguero de inspectores de paisano, comisarios, policías y polis de todo tipo, acompañados la mayoría de las veces por sus esposas. Una concentración de Colt, Smith Wesson y Beretta por metro cuadrado que sería la envidia de un Pablo Escobar. Me levanté de la mesa y pedí disculpas a Thomas, mi rey de la informática, antes de contestar. La voz acalorada de Dead Alive abrasó el móvil.

—Tenemos algo consistente, comisario Sharko. Escúcheme bien. El agua que había en el estómago de la mujer nos ha revelado cosas interesantes. Primero, los chicos de laboratorio han descubierto moléculas con cuarenta carbonos y ácido ocadaico. Esas moléculas las produce la Dinophysis acuta, una especie de alga microscópica que se desarrolla en aguas estancas. Ya no hay rastro de la propia alga, pues seguramente se descompuso por falta de aportes en materias orgánicas y sol…

Me tapé el oído izquierdo con una mano para aislarme del ruido ambiental y pregunté:

—¿De qué tipo de agua se trata? ¿Agua de mar, agua dulce, ciénaga?

—Agua de lluvia, como atestigua la presencia de óxido de nitrógeno.

—Así que agua de lluvia en charcos o pequeñas superficies. ¿Cuánto tiempo necesita esa alga para crecer?

—De tres a cuatro días. En vista de la proliferación alucinante de bacterias cuyos nombres voy a ahorrarle, el químico supone que el agua permaneció varias semanas en un recipiente hermético, como un tarro, antes de pasar al estómago.

—Si lo he entendido bien, ¿el asesino habría recogido el agua de un charco hace un montón de días, y luego la habría conservado cuidadosamente para administrársela a la víctima?

Hice señas al camarero con la mano para que nos trajese el aperitivo, mientras tanto mantenía una oreja-satélite pegada al móvil.

—¡Exacto! Pero hay más. Segundo punto: hemos detectado en el agua una cantidad importante de silicatos de alúmina filitosa, dicho de otra manera, granito rosa disuelto. Ya he hecho una parte de su trabajo al interrogar a Frederic Foulon, experto en minerales. Afirma que una concentración granítica tal no se puede obtener de forma natural, por un proceso normal de erosión. El granito no proviene del flujo de un río o del simple chorreo de las aguas de lluvia sobre paredes graníticas. La causa hay que buscarla en otra parte.

—¿Y ese experto le ha dado pistas?

—Dos soluciones. O bien el asesino disolvió él mismo el granito, o bien el granito ya se encontraba en el agua cuando la recogió. En tal caso, es muy probable que la roca se depositara en el charco en forma de polvo.

—¿Un lugar donde se trabajaría el granito rosa? ¿Como una empresa?

—Sí, pero en el exterior, en un lugar propicio para la retención de agua de lluvia y el crecimiento de algas. Como una cantera, por ejemplo. El problema es que canteras de granito rosa existen muchas: en Bretaña, por supuesto, en Alsacia al nivel de la falla de hundimiento, en los Alpes, los Pirineos y otros macizos montañosos. Sin olvidar que podría tratarse también del artesano que construye lápidas en un rincón de su jardín con bloques de granito importados. ¡Y eso sí que complicaría mucho el caso! Ánimo, comisario. Ya me mantendrá al corriente.

Su voz desapareció tras el clic del teléfono. Dejé el móvil sobre la mesa y saqué una libreta de la chaqueta para anotar los puntos clave de nuestra conversación.

—Parece que hay novedades —se interesó Serpetti bebiendo un sorbo de Martini Rosso.

Me senté y me hidraté con una cerveza a presión, una Leffe negra.

—Así es. Lo que me ha dicho el forense es una exageración, una exageración brutal… —Me pasé una mano desde la nuca hasta la frente—. La obligó a tragarse esa agua estanca… ¿A santo de qué?

—¿De qué hablas? ¿Qué es eso del agua?

—Prefiero no contarte nada más, Thomas. No me lo tengas en cuenta.

Serpetti echó la cabeza hacia atrás y bebió dos tragos de alcohol italiano antes de soltar:

—La ciencia siempre me impresionará. No me gustaría ser un asesino hoy en día. ¡Con vuestras técnicas, el tío ni siquiera puede tirarse un pedo con tranquilidad en el lugar del crimen, porque seríais capaces de recuperar las moléculas del pedo, deducir la edad y el color del asesino y saber lo que había comido antes de cometer el crimen! —tras apurar su copa prosiguió—: ¡Bueno, basta de tonterías! La llamada de tu forense me ha interrumpido. Lo confirmo, hay una encriptación oculta en la foto. Pero con tu ordenata no se puede sacar nada. Es una tortuga, necesitaría meses para reconstituir el mensaje original. ¿Los ingenieros del SEFTI están en el ajo?

—Sí, están trabajando sobre el correo electrónico y la fotografía desde esta mañana. Disponen de máquinas grandes como un mueble, encerradas en una sala refrigerada. Deberían ir mucho más deprisa… con la esperanza de que eso nos lleve a algún sitio.

—Te lo he dicho, el proceso de descifrado puede ser muy largo. La potencia de los procesadores hará ganar tiempo, por supuesto, pero me temo que no obtendremos la respuesta antes de una o dos semanas.

—Ya veremos… De todas formas, no tenemos otras pistas por ahora salvo esa imagen. ¿Hay que ser muy ducho en informática para eso?

—¿Para cifrar o descifrar? ¡Qué va! ¡Un chavalín de ocho años podría hacerlo! Igual que enviar correos. –La sonrisa de Thomas se vio ensombrecida por la ansiedad—. ¿La madre de la mujer asesinada ha recibido la carta?

—Por desgracia, sí. El asesino la había deslizado directamente por debajo de la puerta durante la noche. Se han llevado a la madre a la unidad de psicología del hospital de la Pieté. Intentó suicidarse a golpe de Temesta…

Tras haber dejado a Thomas, gasté algunas neuronas en comprender el porqué de la firma química en el estómago de Martine Prieur. El teniente Sibersky seguramente tenía razón; quizás el asesino quería desafiarnos, a nosotros, policías, criminólogos, biólogos y psicólogos. Quizá deseaba que entrásemos en su juego para observarnos mejor, juzgarnos, calibrarnos como ratas de laboratorio. Quizás íbamos a convertirnos en los conejillos de Indias de sus sórdidos experimentos.

Sólo se me ocurría una forma de llegar hasta él: encontrar el lugar de donde procedía esa agua.

Un vivero aséptico. A eso me recordaban los locales de la policía científica y técnica que se extendían en la avenida de l’Horloge. Por ellos se movían los tipos más raros y omniscientes de Homo sapiens, con máscaras, gafas y guantes, y decapados con desinfectante.

En aquel lugar invernal se agrupaba buena parte de los términos acabados en gía del diccionario: biología, toxicología, morfología, antropología y otros. En las pantallas de los ordenadores, siempre encendidos, circulaban firmas vocales digitalizadas, enmarañamientos violáceos de filigranas, tortuosidades digitales, rostros virtuales remendados de realidad, con narices, ojos, bocas que se superponían por turno para formar combinaciones de rostros. Una batería tecnológica en busca de lo invisible, a la conquista de la nada que contiene el todo.

Thierry Dussolier, responsable del servicio de dactiloscopia, fue a buscarme a la recepción. De forma idéntica a sus clones, llevaba una bata de algodón demasiado larga que flotaba detrás de él como una capa.

—Sígame, comisario.

—¿Qué se ha obtenido del análisis de la carta enviada por el asesino?

—Nada de nada-contestó el ingeniero—. El ESDA, o dicho de otra manera, el Electro-Static Document Analyser, no ha revelado ninguna impresión involuntaria. Un fracaso por ese lado.

Tras avanzar por un dédalo de pasillos, el ingeniero y yo penetramos en una sala sin ventanas, acondicionada como una habitación de decoración cuidada: cama de pino, cuadros en las paredes, lamparita, novelas esparcidas sobre una pequeña cómoda, televisor y minicadena. Me hallaba frente al mobiliario de Martine Prieur, trasladado, consignado y colocado de la misma manera para reconstruir, en el laboratorio, el escenario del crimen. El ingeniero cerró la puerta y nos sumió en una oscuridad de espera, de las que hacen salivar.

—Vamos allá, comisario.

Una luz negra de Wood con dominantes violáceas irrumpió del techo. Lo invisible apareció, se me grabó en las retinas. Centenares de huellas digitales, enjambradas de forma aleatoria sobre los muebles como si fuesen patas de gato y emblanquecidas con cianoacrilato, danzaban en un ballet luminiscente. Aquella habitación desvelaba historias secretas, arrebatos nocturnos revelados como una violencia más perpetrada sobre la mujer. Pero, bajo la nube de estrellas digitales, quizá se escondía un astro particular más sombrío que los otros, un magma de crestas, bifurcaciones, islotes y lagos que constituían la huella del asesino.

El científico me explicó los elementos más importantes, acompañados de una rica gestualidad.

—El asesino llevaba guantes de látex empolvados, ya que hemos recogido rastros de lactosa sobre los bordes de la cama, la cómoda y… lo verá dentro un momento.

—¿Para qué sirve ese polvo?

—El almidón, el carbonato de calcio o la lactosa, dentro de los guantes, facilita su colocación y aumenta la adherencia de los dedos al látex. Cuando uno se los quita y vuelve a ponérselos varias veces, el polvo se deposita sobre la superficie exterior de los guantes, de ahí los rastros.

—¿Se utilizan mucho ese tipo de guantes?

—En los ámbitos especializados, como la cirugía. Se compran en las farmacias, pero hay que realizar un pedido especial porque, por defecto, el farmacéutico vende guantes sin empolvar.

El planetario de las huellas ofrecía un espectáculo de noche de verano.

—¿Habéis encontrado otras distintas a las de Prieur? —pregunté, señalándolas.

—No. Pero tenemos algo muy, muy interesante.

Me acerqué a él, pupilas dilatadas, respiración agitada.

—Observe ese cuadro —dijo, indicándome el poster de un faro azotado por un mar desencadenado, enmarcado tras un cristal virgen de cualquier marca digital.

—Parece… polvo. ¿Es lactosa?

—Así es. Cuando uno cuelga un cuadro, por fuerza lo sostiene, en un momento dado, por los cantos. Si se fija con atención, hay rastros de lactosa en las esquinas superiores izquierda y derecha. ¿Y qué se ve en los otros, a su alrededor?

Me volví en dirección a los otros dos cuadros moteados de islotes digitales en las esquinas.

—Bajo el cristal del faro, no hay ninguna huella. Sólo los residuos de lactosa. En cambio, en los demás hay un montón de huellas, las de Prieur, pero no lactosa. Eso significaría que…

—Hemos rastreado la presencia de alcohol, isopropilo, sobre el cristal, así que lo limpiaron antes de colgarlo. Además, los técnicos han vuelto a la escena del crimen. El clavo que aguantaba ese marco estaba clavado al bies, contrariamente a los otros. La dimensión y materia también son diferentes.

—Así que lo colgó otra persona…

—Sí. Podemos concluir que ese cuadro lo colgó el asesino.

La luz negra confería a los ojos azules de Dussolier una extraña luminosidad, casi transparencia, como los de un conejo deslumbrado por faros. De su cuerpo vestido de blanco irradiaba un áurea viva, luminiscente.

Saqué la primera conclusión que, dados los descubrimientos, era obvia.

—El asesino habría traído él mismo ese cuadro. Eso nos da otra pista.

—¿Perdón?

—Creo que ha escogido voluntariamente los guantes empolvados con la intención de orientarnos a través de los rastros hasta ese cristal.

—¿Y por qué no ha dejado una nota «He traído esto», si quería que nos diésemos cuenta?

—¡Porque está poniéndonos a prueba! ¡Al igual que con el agua hallada en el estómago! Quiere llevarnos a alguna parte, evaluar a qué velocidad progresamos. Nos calibra, disecciona nuestra capacidad de análisis y de organización. Es bastante listo y posee gran conocimiento de nuestras técnicas de investigación.

—Está usted generalizando un poco, ¡cree que todos sus gestos son voluntarios cuando quizá no lo sean!

—¡Pues claro que sí! ¿Por qué no hemos encontrado lactosa en la víctima? Se puso esos guantes especialmente para el cuadro, antes o después de trabajarse a Prieur, pero no durante.

—Tiene razón.

Mientras observaba el poster, algo se me hizo brutalmente evidente.

—Dígame si voy descaminado, pero ese faro está constituido por granito rosa, ¿no es así?

El ingeniero hizo desaparecer las manos en los bolsillos de su bata. Con los juegos de luces, parecía como si las hubiesen cortado de cuajo y que sólo los puños colgaran del final de los brazos.

—Al cien por cien —dijo, asintiendo con la cabeza—. No es un faro, sino más exactamente una luz de posición, construida por completo con granito rosa. Se encuentra en Ploumanac’h, en los confines de Bretaña, en la costa de granito rosa, justamente. Un lugar magnífico, un verdadero remanso de paz. Pero ¿qué tiene eso que ver?

La sangre afluía como lava a mis mejillas.

—Oiga, usted que conoce la zona, ¿podría decirme si hay allí canteras de granito?

—Sí, unas cuantas, sobre todo alrededor de Ploumanac’h. De hecho la costa de Armor es la cuna del granito; la mayoría de nuestras lápidas vienen de ahí… ¡o de China!

Cuando salí del laboratorio, apenas empezaba a percatarme de hasta qué punto la escena del crimen había sido pensada, trazada sobre papel milimetrado. La perfecta correlación del agua en el estómago y del poster tenía como único objetivo llevarme a Bretaña, en busca de algo o alguien en una cantera de granito. Si ése era el caso, si realmente descubría pistas en las costas de Armor, entonces me estaba enfrentando a un ser demoníaco de inteligencia apabullante.

Consigné en un informe breve las primeras conclusiones de la investigación y lo deposité, mientras la noche derramaba sus estrellas, sobre el escritorio de Leclerc.

Tras haber embutido dos trajes y algunas mudas en una maleta que dejé en la entrada del salón, saqué, de debajo de la cama, el balasto de corcho sobre el que se amarraba mi red ferroviaria —un bucle simple de raíles ROCO, con un túnel y una estación— y coloqué con delicadeza a Poupette sobre su nuevo espacio de libertad. Serpetti había dejado una notita garabateada en la que indicaba el modo de poner en marcha la pequeña y graciosa locomotora.

Con una pipeta llené el depósito de agua y el de aceite, encendí el quemador de origen y dejé que la caldera aumentara la presión antes de empujar la palanca situada en la cabina.

La magia entró en escena. Cilindros, pistones, bielas y manivelas se activaron en un silbido de vapor. Poupette, la tímida, se lanzó al asalto del raíl, dubitativa en un primer momento, con más fuerza al cabo de unos segundos. Escupía agua, silbaba, humeaba con alegría. Los efluvios de las épocas pasadas, de las jornadas húmedas, se esparcían por la habitación, como un perfume que oliera a fuego y humedad. Un olor que me transportó por una vez lejos de mi vida, que se había vuelto negra como el esquisto.

En el momento en que cerraba los ojos, se me apareció la imagen de Suzanne. Llevaba el vestido de novia y me sonreía…