Capítulo 1

Martin Leclerc, mi comisario de división, me solicitaba que volviese urgentemente a la central de la judicial. Habían descubierto un cadáver mutilado de manera espantosa…

El alto Martin Leclerc debía de pesar apenas poco más que un paquete de patatas fritas vacío, y esa falta de carne contribuía a resaltar la red de sus venas de tal forma que habría atraído sobre sí a todos los vampiros del planeta. Pero este aspecto de personaje de túnel del terror reforzaba el impacto de sus frases mordaces y nadie, que yo sepa, se había atrevido a contradecirlo nunca. De todos los sospechosos que habían pasado por sus manos, jamás vi salir a uno solo con la sombra de un esbozo de sonrisa.

—Comisario Sharko, este caso no huele bien —me anunció golpeando con el lápiz un informe—. No hay nada clásico en la manera en que se ha perpetrado el crimen. ¡Hostia, estos asesinos son peores que los virus! Luchas contra uno y otro toma el relevo, dos veces peor que el primero. Mira la peste negra, justo después de la viruela, el cólera y la gripe española. Parece que el mal se alimenta a sí mismo con sus propias derrotas.

—¿Y si me hablase de la víctima?

El comisario de división me tendió un chicle de clorofila, que rechacé. Se puso a mascar de forma ruidosa, y estaba tan nervioso que el hueso cigomático le latía a toda prisa bajo la vena saltona —una autopista— de la sien derecha.

—Martine Prieur, treinta y cinco años, liquidada en su casa. Su marido, notario, murió a consecuencia de un tumor cerebral el año pasado. A ella le correspondió un buen pellizco del seguro de vida que le dejó. Vivía de rentas, muy tranquilamente en la calma campestre de su pueblo. A primera vista, una chica sin problemas.

—¿Una venganza, un robo con efracción que salió mal?

—Resulta evidente que el criminal siguió un ritual poco común, proceso que podría excluir la venganza. Ya me lo dirás tú. Vive… vivía en un lugar aislado, lo que puede complicar la investigación. –Escupió el chicle apenas masticado en un cenicero vacío, antes de doblarse otro entre los dientes—. En la Dirección Central de la Policía Judicial [1] van a poner toda la carne en el asador. ¡Con los atentados en Estados Unidos y Toulouse, con bandas como los Expedidores y otros energúmenos, nuestras estimadas cabezas pensantes no quieren que nuestro país se convierta en un puto terreno de juego para todo tipo de desequilibrados! Tenemos luz verde del procurador de la República. El juez que se encarga de la instrucción es Richard Kelly. Le conoces, no es todo amabilidad, pero no dudes en acudir a él para obtener los medios necesarios… —Lanzó un mapa sobre la mesa—. La cita es en Fourcheret, al noreste de París. Sibersky, Crombez y el comisario de la ciudad vecina te esperan allí. Encuéntramelo rápido.

—¿No será un poco demasiado brutal para Sibersky? Usted sabe que es cien veces más eficaz tras un ordenador que sobre el terreno.

—Hazme caso, Shark, este asesinato lo espabilará un poco…

Los tentáculos hormigonados de la capital desaparecieron cuando me introduje en el bosque de Ermenonville. Después de Senlis, tomé la carretera nacional 330 y luego la departamental 113 para finalmente aterrizar, tras una buena tunda de kilómetros, en la tranquilidad lunar de Fourcheret. Ante mí, el sol proyectaba oleadas de luz dorada sobre los fardos de paja en un paisaje sepia, magnífico, arrancado al instante. El último día de un verano espléndido, el otoño que se anunciaba suave…

Un ambiente de velatorio barría las calles estrechas y desiertas del pueblo. Guiado por las indicaciones del mapa, llegué, tras tres kilómetros por campo raso donde incluso las vacas eran una excepción, a la villa de Martine Prieur. Técnicos de la policía científica se agachaban ante eventuales rastros de neumáticos, cristales rotos o huellas de pasos, acompañados por los inspectores de la DCPJ que se consagraban a la delicada y fastidiosa investigación de proximidad. Tras mostrar mi placa a los plantones, me uní cerca de la entrada a los dos oficiales de la policía judicial que flanqueaban a lo que parecía un bolo hecho carne: el comisario Bavière. Las estalactitas frías del miedo le empañaban el destello de los ojos. De inmediato me acordé del encargado panzudo de una gasolinera, perdido en medio de un campo de molinos de viento en pleno corazón de Estados Unidos. Tras un corto protocolo para las presentaciones, abordé el meollo del asunto.

—Bueno, comisario, ¿qué tenemos entre manos?

Bavière carraspeó antes de hablar. Una terraza de hielo, un terror negro, le mermaba la voz.

—El cuerpo sin vida de Martine Prieur ha sido descubierto esta mañana a las cinco y media por un repartidor de periódicos, Adam Pirson. La puerta de entrada estaba abierta de par en par, pero las luces se hallaban apagadas. Gritó y luego, al no oír respuesta, entró preocupado, ha dicho, por el silencio y la oscuridad. Mientras subía seguía gritando. Y fue entonces cuando la vio… —La violenta borrasca de un pensamiento lo condujo a otra parte.

—Continúe, comisario, por favor —le animé, para que retomara la conversación.

—Mis hombres llegaron los primeros al lugar de los hechos, luego se les unieron los técnicos de la policía científica, el forense y sus inspectores. El levantamiento del cadáver se produjo alrededor de las doce.

—¿Tan tarde?

—Enseguida entenderá por qué; sígame.

Se limpió con un pañuelo la capa grasienta de sudor que tenía pegada a las sienes: una capa de mantequilla que rezumaba hamburguesa y patatas fritas. «El hombre perdido de la gasolinera», pensé. Añadió:

—Dios mío… Incluso sin el cadáver, esa habitación podría figurar en la próxima película de Wes Craven.

El teniente Crombez salió para dirigir las operaciones en el exterior, entre ellas la investigación de proximidad. Mientras subíamos la escalera, pregunté a Sibersky:

—¿Te encuentras bien?

—El comisario Bavière tiene razón. Jamás he visto nada igual, ni siquiera en la tele…

Lo he probado todo. El salto en paracaídas, el salto elástico, las peores atracciones de feria, los acelerones fulminantes en moto y, sin embargo, nada me conmociona tanto como la explosión de la escena de un crimen sobre la película cristalina de la retina. Aún hoy me siento incapaz de expresar lo que me trastorna tanto. Quizás es el miedo o, simplemente, el instinto humano de no poder soportar el rostro del horror en su expresión más dura.

Nunca contaba a Suzanne esas erupciones sanguinolentas, las guardaba para mí como las páginas negras del libro de mi existencia. Cuando volvía a casa, tarde por la noche la mayoría de veces, intentaba abstraerme de la jornada una vez que cruzaba el umbral de mi hogar. Pero uno nunca se libra de las malas hierbas que se arrancan por los tallos.

Y cada noche, una vez que mi espíritu se abandonaba a los amplios territorios del sueño, las pesadillas acudían como caballeros bien armados para maltratarme hasta la mañana siguiente.

Y mi vida en pareja se resentía de ello, como en todas las parejas en que el trabajo aventaja a los sentimientos…

En el centro de la habitación, bajo las luces matizadas del crepúsculo, ocho ganchos de acero, suspendidos al extremo de unas cuerdas agrupadas en la base en un haz único, vibraban en el aire como las ramas de un móvil de bebé. Mediante una compleja red de nudos y de poleas de freno, el levantamiento del sistema y, consecuentemente, el de la masa ensartada en el metal se controlaba tirando de una cuerda más gruesa que colgaba y se enrollaba sobre el suelo. La carne firme del cuerpo que imaginaba colgado debía de haberse deshecho como una fruta demasiado madura y, bajo cada punta aún colmada de fragmentos de piel rasgada, destellaban lagrimillas relucientes. Un lustre rojizo, un arrebato de ardor artístico salpicaba la pared oeste hasta el techo, como si la sangre hubiese huido de su propio cuerpo a causa del terror.

El técnico encargado de las fotografías interrumpió su trabajo laborioso para suministrarme las primeras atestiguaciones.

—El cuerpo desnudo de la víctima estaba sostenido a dos metros del suelo por los ganchos hundidos en la piel y en una parte de los músculos dorsales y de las piernas. Dos ganchos al nivel de los omoplatos, dos al de las lumbares, dos detrás de los muslos y dos en las pantorrillas. Además, se encontraba atada con más de quince metros de cuerda de nailon, en un juego de enmarañamientos tan alambicados que no podría explicárselo fácilmente. Ya lo verá usted en las muestras fotográficas y el vídeo.

—¿En qué estado se encontraba el cuerpo?

—El forense ha observado cuarenta y ocho cortes en todo el cuerpo, desde el pecho hasta las plantas de los pies, sin omitir ni brazos ni manos. Probablemente fueron realizados con un cúter industrial o con una hoja extremadamente afilada. La cabeza se colocó encima de la cama, con el rostro girado hacia su propio cuerpo. Por ahora suponemos que se seccionó con una sierra eléctrica. De ahí esa especie de regueros, proyectados por la rotación de la hoja. Había vuelto a colocar una parte de las sábanas alrededor del cráneo, como si quisiese formar una cofia o una capucha.

Me agaché al nivel de la cama, y mi mirada rozó la superficie del colchón. A mi derecha, la sangre seca se agarraba a la pared como lágrimas rojas.

—¿La cabeza se orientaba en esta dirección?

—Así es. El forense se lo confirmará, pero al parecer los ojos fueron arrancados de las órbitas y vueltos a colocar, para orientar los iris hacia el techo. La boca se mantenía abierta con dos trozos de madera insertados entre las mandíbulas, como palancas. Varias incisiones largas unían los labios a las sienes. El forense también ha observado una contusión en la parte trasera del cráneo, al nivel del occipucio, lo que hace suponer que acogotaron o mataron a la víctima asestándole un golpe violento.

Los rayos luminosos del sol poniente se proyectaban sobre las paredes como heridas oblongas. Al inspirar se me llenaron los pulmones de amargura. En las muselinas opacas de la noche, un demonio oculto en la sombra, una bestia furiosa hambrienta de crueldad había oficiado, dejando en su estela tan sólo la desolación de una tierra quemada por su furia.

—¿Se ha producido violación? —pregunté para verificar mi sospecha.

—A primera vista no, no hay rastro de penetración.

Bofetada de sorpresa en pleno rostro. A kilómetros de distancia, la habitación apestaba a sufrimiento sexual, Víctima desnuda, atadura, tortura y… ¿no había violación?

—¿Está seguro?

—Hay que confirmarlo, pero no hay ninguna marca evidente de penetración.

Me volví hacia el teniente Sibersky.

—¿Se han observado indicios de que se hayan forzado ventanas o puertas?

—No. Ni la cerradura ni las ventanas presentaban ningún tipo de daño.

—¿Qué han descubierto fuera?

—Los hombres han dado con una pista. Una concha de caracol aplastada, así como varios insectos, hormigas, arañas minúsculas, pisadas detrás de un laurel. Eso hace suponer que el asesino se había emboscado.

—Bien. Lo comprobaremos con la investigación de proximidad. ¿Qué más?

—Han vaciado el ordenador de la Prieur. Es imposible acceder a la más mínima información. Hemos mandado el disco duro al laboratorio.

—Interesante. ¿Qué ha aportado la policía científica?

Me pareció que el comisario aguzaba el oído. Costras de sudor se incrustaban sobre el pan de azúcar de su cráneo. Era tan repugnante como una basura a pleno sol.

—Esto es la feria de lo invisible —dijo el técnico—. Hay tantas huellas en la escena como sobre la Virgen de Lourdes. En los bordes de la cama, la cómoda, el parqué, los marcos. En cambio, no hemos encontrado pelos, fibras ni fragmentos de piel debajo de las uñas de la víctima, ni en otro sitio. –Señaló la bolsita plastificada enrollada en la mano, con el móvil metálico—. El conjunto que se utilizó para torturarla: cuerdas, poleas, tornillos, ganchos, saldrá hacia el laboratorio en cuanto haya terminado de cartografiar la escena.

—Estupendo; ¿qué piensas de esto, Sibersky?

El teniente aprovechó la pregunta para acercarse a mí, alejando así la nariz de los efluvios penetrantes que despedía el comisario Barrigudo.

—El asesino preparó el terreno con especial cuidado. Víctima aislada, soltera, sola en el momento de su intervención. No escatimó el material que debía traer consigo. Taladro, tornillos, clavijas, cuerdas… en definitiva, el kit completo para disponer su «terreno de juego». Un material que abulta mucho, que no es fácil de transportar, lo que refuerza el carácter excepcional del crimen. La organización, el control y la precisión han marcado el ritmo de sus actos.

—¿Por qué?

—Porque se tomó su tiempo, y pocos son los asesinos que pueden permitírselo. La instalación de un sistema de este tipo, la manera como ató a la víctima, demuestran que domina totalmente sus sentimientos, que ningún impulso particular lo empuja a precipitar los hechos o a cometer errores.

—Como las pulsiones sexuales, por ejemplo… —Me mesé los pelos de la perilla—. ¿Por qué crees que ha dejado la puerta abierta?

—En un caso clásico, diría que las prisas o un fallo podrían ser la causa. Pero en éste no: en mi opinión, el asesino quería que se descubriese el cuerpo lo antes posible.

—Así es. ¿Por qué?

—Pues… no tengo ni idea. ¿Para demostrarnos que no nos tiene miedo?

—¿Conoces a Van Loo, un pintor del siglo dieciocho?

—Pues no…

—Charles Amédée Van Loo inmortalizaba sobre el lienzo los elementos efímeros de nuestra vida cotidiana, como las pompas de jabón, los castillos de naipes, la llama moribunda de un farol. Volvía preciosos esos objetos comunes atrapándolos en su bella instantaneidad. ¿Qué tiene de maravilloso un castillo de naipes derrumbado, una pompa de jabón que ha estallado o un farol apagado?

Me aparté de la ventana, donde los últimos haces de luz se empeñaban en brillar.

—Si hubiésemos descubierto el cuerpo unos días más tarde, el olor insoportable nos habría revuelto el estómago. La putrefacción habría devorado el cuerpo hasta que diese asco mirarlo, y puede que incluso los restos mortales se hubiesen descolgado y aplastado contra el suelo. Creo que se habría malogrado el efecto deseado por nuestro «artista».

—Quiere decir que… ¿ha firmado su crimen como una especie de obra de arte?

—Digamos que ha puesto especial cuidado en el arreglo de la escena del crimen.

Barrigudo me recordaba a un extranjero que desembarca en una región sin agua ni montañas, privada de verde y cielo azul.

Un niño anonadado que, de repente, descubre los orígenes profundos de la vida.

—Comisario, ¿cuántos hombres tiene a su disposición?

—Cinco.

—¡Menudo ejército! —suspiré—. Bueno… Se encargará en gran parte de la investigación que se realizará entre el vecindario. Quiero saberlo todo de esa mujer: dónde iba, con quién se encontraba, si salía con hombres y cuáles. ¿Frecuentaba la biblioteca, la iglesia, la piscina? Compruebe sus lecturas, sus facturas de teléfono, sus suscripciones, en definitiva, cuanto haga referencia a ella. También debe informar de dónde puede uno conseguir este tipo de material, especialmente las poleas de freno y los mosquetones, así como esa cuerda y los ganchos en grandes cantidades. Investigue todos los clubes de escalada de la región. Interrogue a las cajeras de supermercados, los vendedores de ferreterías y droguerías de los alrededores. Quién sabe, quizá nuestro asesino posee una característica física peculiar que hace que la gente se fije en él. No hay que desechar nada. Dada la poca experiencia que tiene en materia criminal, uno de los nuestros supervisará las operaciones. ¿Está preparado, comisario?

Los extremos inclinados de su bigote temblaron como las extremidades de una vara de zahorí.

—¡Por supuesto!

—En cuanto a nosotros, Sibersky, vayamos a comer algo antes de hacerle una visita al forense. El comisario de división me ha dicho que Van de Veld nos espera en su antro a las diez de la noche.

—Y… ¿tengo la obligación de acompañarle?

—Ya va siendo hora de que saques las narices de tu PC y los datos informáticos. La primera autopsia a la que asistes se parece a la primera vez que te arrancan un diente. La recuerdas toda la vida…

«La autopsia empieza con un examen minucioso del cadáver desnudo, que llevará a anotar el estado de la ropa, las principales características físicas así como los signos visibles de la muerte. El procedimiento riguroso exige el examen de la parte posterior del cadáver, incluido el cuero cabelludo…».

Cada vez que entraba en una sala de autopsias, sentía que mi ser se disociaba, como si una onda invisible vibrase en mi interior y separase al hombre del policía, al creyente del científico.

El hombre, silencioso, asqueado, observa al médico de manos enguantadas, acorazado por una mala cara y movido por gestos demasiado mecánicos, demasiado formales. El hombre sabe que no tiene nada que hacer aquí, que esta última afrenta hacia el cuerpo, hacia la humanidad, lo mancilla y lo acompañará en sus pensamientos, en su descanso, hasta los pormenores de su propia muerte.

«… Tras el examen externo se lleva a cabo la autopsia propiamente dicha.

»Cuero cabelludo: se le ha practicado una incisión siguiendo una línea que va de una región retroauricular a la otra pasando por el vértex, estirado en ambos lados hacia delante y hacia atrás. Bóveda craneal serrada según una línea circular que une frente, sienes y occipucio, con desprendimiento de las dos partes del encéfalo. Examen completado por el desprendimiento de la duramáter: vista directa del hueso, búsqueda de fracturas, disyunciones o, más difíciles de detectar, rastros de fisuras…».

El hombre tiene ganas de estrechar entre sus brazos el ser de carne tumbado sobre el metal inoxidable, cerrarle lentamente los párpados, pasar una mano apaciguadora sobre los labios para hacerle sonreír una última vez. El creyente sueña con cubrirlo con una tela adamascada, y luego murmurarle al oído palabras dulces antes de llevárselo lejos, a algún lugar a la sombra de un bosque de arces y robles.

«… Larga incisión mediana que parte de la punta de la barbilla hasta el pubis. Piel y músculos abiertos a cada lado del tórax y el abdomen, clavículas y costillas cortadas con un costótomo. Músculos de la piel: disecados plano por plano… Lengua estirada con cautela hacia abajo. Esófago, tráquea y elementos vasculares seccionados…».

El policía se coloca anteojeras, intenta pasar por alto las balanzas para pesar órganos de formas aceradas, los mármoles esmeralda apisonados sobre el abdomen del cadáver, la carnicería llevada a cabo por el forense sobre lo que fue vida. Mediante la magia de los antisépticos, tras la capa del látex o el papel de la mascarilla, suaviza la verdad, volviéndola más tolerable. Luego oye a la muerte hablándole, toma notas, plantea las preguntas técnicas que harán avanzar la investigación. El cuerpo se convierte en un objeto de estudio, un volcán apagado, una superficie ondulada que disimula en cada uno de sus pliegues la historia espeluznante de sus últimos minutos. Las heridas susurran, las magulladuras, las equimosis forman reflejos extraños, como si, al observar con atención, se adivinase en ellas los ojos negros del asesino o el destello de su cuchillo cortante.

«… Se pesan todos los órganos antes de diseccionarlos. Se toman muestras de sangre destinadas a las investigaciones toxicológicas: según el reglamento, en los grandes vasos de la base del corazón…».

Pero entonces, el hombre y el poli piensan en Suzanne y, como una imagen subliminal colocada ante sus ojos, la descubren de repente ahí, desnuda y blanca como el hueso, tumbada en el lugar de esa chica desahuciada. Quizá, no muy lejos o en la otra punta del país, en un precipicio o bajo el agua cristalina de un río, su cuerpo espera que lo liberen de los sufrimientos, que una mano bondadosa le devuelva la dignidad acostándolo con delicadeza en un lugar de reposo y serenidad.

El poli y el hombre intentan recordar el calor intenso de su cuerpo, su perfume y sus besos infinitamente frescos, pero unos barrotes a modo de filtro inhiben lo mejor para dejar pasar lo peor. Aquí, el aire apesta a carroña consumida, la densa atmósfera impediría que una mariposa echase a volar. Aquí, el mal llama al mal, la crueldad engendra la bestialidad, la ciencia se mofa de la fe y de aquello que hace que el hombre sea ante todo un hombre. Aquí, a través de esas agujas de luz artificial, todo es negro como el fondo de un féretro.

«… Tercer tiempo. Apertura del estómago a lo largo de la gran curva para examen y conservación de su contenido. Se extrae el hígado, el bazo, el páncreas, los intestinos y los riñones».

«Inspección de los órganos genitales internos de la mujer. Tras la evisceración, examen del conjunto del esqueleto en busca de cualquier lesión ósea».

Bien pensado, cuando me sorprendía esperando que el cadáver pusiera punto final a mis propios tormentos mediante sus revelaciones, no valía mucho más que el peor de los criminales.

Los hombres se formulaban muchas preguntas acerca de la vida privada de Stanislas Van de Veld, uno de los forenses —el mejor— del Instituto Médico-Legal de París. Algunos suponían que fantaseaba con los cadáveres que desfilaban por su mesa de disección, que sentía la atracción del necrófilo por lo mórbido y las carnes putrefactas, mientras que otros, al verlo encerrado en su panteón de cerámica noche y día, lo consideraban un animal de las tinieblas, una bestia replegada en las profundidades lúgubres de la ciencia llevada al extremo.

A pesar de las malas lenguas, yo lo veía, con aquellos ojos como canicas color negro de jade plantadas en el rostro marcado profundamente y una barba de chivo de ángulos perfectos, como a un profesional en busca de la verdad, un inquisidor de los tiempos modernos que despojaba las apariencias para extraer de ellas la médula escondida. Un científico con las mismas motivaciones que yo.

El teniente Sibersky se situó a mi lado, la base de la nariz blanca de antiséptico, la preocupación ramificada en su rostro hasta en sus más insignificantes arrugas. La desnudez que brotaba del cadáver, las aguas residuales que caían a lo largo de la mesa hasta la bandeja inferior de evacuación, lo cubrían con una pelliza de espanto.

Otro médico, encorvado al fondo de la sala, murmuraba en un dictáfono con la mejilla aplastada contra una mano. Nos saludó con un gesto que traslucía un cansancio profundo.

Cerca de una balanza para pesar órganos deposité un paquete de semillas de sésamo.

—Son para usted. Ya se las comerá más tarde…

Van de Veld me dedicó una sonrisa de forense, casi glacial.

—Gracias. Señores, tengo muchísimas cosas buenas que anunciarles. Este cadáver es una mina de oro.

La comparación me pareció fuera de lugar. Un poco como un tío que llega a un entierro con un traje de colores vivos y suelta algo del tipo: «Mira que le había dicho que no cogiese el coche esa noche».

—Somos todo oídos, doctor —dije en tono monocorde—. Explíquenos lo esencial, intente no extenderse.

—Estupendo. Vamos allá —replicó Van de Veld moviendo la cabeza—. El proceso de rigidez cadavérica no se ha podido desarrollar con normalidad, ya que las cuerdas que trababan a la víctima mantenían el cuerpo en una posición forzada. Por eso me resulta difícil precisar la hora de la muerte, pero vistas las livideces cadavéricas y la temperatura rectal profunda recogida en la escena del crimen, diría que fue entre la una y las tres de la madrugada.

Rodeó la mesa aspiradora como un campeón de billar que reflexiona sobre la posición de sus bolas.

Yo entorné los ojos y vi esquirlas hasta en el reflector dicroico de la lámpara del techo. Sobre unas tablas, enfrente, tijeras, pinzas cortantes, martillo, hacha, escoplos de Mac Even y escalpelos reflejaban rayos de luz metálica de un azul extraño. Apretaba los puños a escondidas, mientras el forense proseguía, estricto en sus aseveraciones, riguroso como los cantos de una pirámide.

—El golpe en la cabeza, asestado con un objeto de superficie amplia, no provocó la muerte. En la escena del crimen, la sangre de la carótida y la arteria vertebral salpicó incluso las paredes. Por lo tanto, se decapitó a la víctima cuando el corazón seguía latiendo.

Oí a Sibersky tragar saliva:

—¿Y cómo lo hicieron?

—A eso voy. Los ínfimos fragmentos de metal detectados al nivel del hioides, así como su corte regular, no dejan duda alguna en cuanto al instrumento utilizado: una sierra de huesos o una sierra de Saterlee, exactamente del mismo tipo que las que se usan para las autopsias.

Se alejó de la mesa el tiempo justo para triturar las láminas de corazón en el recipiente de acero. Al pasar, se tragó un puñado de semillas de sésamo. Sibersky ya no levantaba la nariz de sus apuntes, tratando de huir de sus fantasmas. Pero yo estaba convencido de que el cuerpo mutilado se le aparecía ante los ojos y se pegaba de manera indeleble en su retina, hiciese lo que hiciese.

—¿Y cómo consigue uno este tipo de material? —pregunté al forense señalando la sierra.

Algunas semillas se le metieron entre los dientes y en la base de las encías. Hizo salir una buena parte chascando la lengua.

—A través de empresas especializadas, como Hygéco. Se puede comprar el material directamente en ellas, o hacer un pedido por teléfono e incluso por internet.

El médico esperó a que el teniente acabase de escribir esa frase. Aproveché para deslizar una pregunta:

—¿Hace falta tener práctica para utilizar esas sierras?

—No necesariamente. Sólo hace falta hallarse bien protegido, porque la sangre salpica si se mete tajada a alguien vivo, sobre todo en las arterias anchas como ríos…

El bolígrafo de Sibersky ya no seguía el ritmo.

—¡No le espere! ¡Continúe, doctor! —exclamé en tono tajante.

Cuando Van de Veld se inclinó encima del cuerpo, su sombra se desplegó como la mano de un espectro sobre las baldosas del suelo.

—Las glándulas salivales presentaban una importante atrofia, lo que significa que la víctima salivó de forma anormal durante varias horas. He recogido rastros de polímeros de coloración roja sobre los incisivos y había saliva en el suelo y en la barbilla, hasta el cuello. Seguramente le metió algo en la boca, un objeto de plástico, para obligarla a conservar la boca abierta e impedirle al mismo tiempo mover la lengua y, por lo tanto, deglutir con normalidad.

—¿Una mordaza?

—Sí, pero una mordaza peculiar. Los trapos, el esparadrapo no hacen salivar. Es una pista que deberán seguir… —Cuando pronunció la palabra «pista», una semilla de sésamo salió despedida por los aires y alcanzó la mano de Sibersky, que ni se inmutó. Van de Veld continuó—: He observado diferentes signos de reacción vital alrededor de las cuarenta y ocho heridas. Por las decoloraciones, infecciones y cicatrizaciones en grados más o menos avanzados, podemos deducir que se efectuaron en momentos bien diferenciados.

Apoyé una mano encima de la mesa de disección y la retiré inmediatamente, como si la escarcha del metal me hubiese quemado.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Varias horas entre las primeras y las últimas. Empezó por la parte inferior del cuerpo y luego subió hasta el rostro. Una aventura larga y dolorosa… Al margen de eso, ningún signo de penetración, ninguna mutilación de los órganos genitales.

—¿Así que no ha habido ningún intercambio sexual? ¿Ni siquiera con preservativo?

—De ningún tipo. El lubricante deja rastros. No he observado nada, ni en la boca, ni en la vagina ni en el ano.

Sibersky alzó la vista por encima de su libreta: tenía la boca abierta, echaba espumarajos de desamparo y pestañeaba. Cuando apretó los dientes, me di cuenta de que reprimía un vómito.

—Pasemos a los ojos —prosiguió el médico.

La cabeza descansaba con la cara vuelta hacia el techo, a unos treinta centímetros del cuerpo. Por el orificio abierto del cuello se desparramaban los tendones y ligamentos, tironeados hasta romperse o agrupados en finas serpentinas en espiral, como minúsculos resortes. En el hueco de esa red violácea apuntaba, entre dos paredes de carne, el obelisco blanco de la médula espinal.

—Introdujo una cuchilla detrás de los párpados para cortar el nervio óptico. Extrajo los globos oculares de las órbitas y luego volvió a colocarlos para dirigir las pupilas, y por lo tanto la mirada, hacia arriba.

—¿Por qué no se limitó a presionar sobre el ojo para orientar las pupilas en la dirección que deseaba? ¿Por qué extrajo el globo ocular, para volver a colocarlo después? —susurró Sibersky con voz rota.

El forense se quitó un guante de nitrilo amarillo, se introdujo una uña entre los dientes y con un soplido seco propulsó una corteza de sésamo sobre el suelo antes de anunciar:

—Al separar el ojo de esos músculos, se liberan los movimientos.

—Muy interesante —repliqué deslizando una mano bajo la barbilla—. Supongo que lo mismo ocurre con los trozos de madera en la boca. ¿Es el único modo de mantenerla abierta?

—Así es.

—Quería seguir dominando el rostro —dije, volviéndome hacia Sibersky—, incluso tras la muerte. Dedica una atención muy peculiar a la puesta en escena. Y es evidente que esos ojos orientados, esa boca al clamar revisten para él un sentido especial… —El lápiz del teniente rechinaba de forma enfermiza en la calma polar de la sala. Noté que mi Vesubio íntimo entraba en erupción—: ¡Deja de una vez de tomar notas! ¡El doctor te dará mañana mismo un informe tan grueso como un anuario! Así que tranqui, ¿vale?

Aquella dura jornada me había afectado hasta el punto de volverme extremadamente irritable. Por la mañana había estado en Lille con la familia de Suzanne y, ahora, pasada la medianoche, se ofrecía a mi mirada una forma hueca, espantosa, acurrucada, abierta y despedazada por todas partes, ya presa de los ejércitos de la sombra.

—¡Ah, claro! —exclamó el forense—. Usted quería lo esencial de inmediato, quizá debería haber empezado por ahí. He recuperado una moneda bajo la lengua: una moneda antigua de cinco céntimos. ¿Conoce el significado de este símbolo, comisario?

—La moneda permite acceder al paraíso o al infierno —intervino Sibersky—. Desde el punto de vista mitológico, el difunto ofrece la moneda a Caronte, el porteador del río de los Infiernos, para poder cruzar la Estigia. Sin moneda, el muerto está condenado a errar eternamente en el Tártaro, bajo tierra.

Dead Alive —el muerto viviente, como apodaban los chicos al forense— pareció impresionado por la respuesta deflagrante del teniente.

—Sí, y no deja de ser extraño —añadió—. El asesino tortura a su víctima de la manera más cruel posible, ¿y se acuerda de expurgarla del dolor en el más allá?

El médico que había permanecido apartado en el fondo de la sala se unió a nosotros, con las manos metidas en los bolsillos de la bata. Parecía un espantapájaros asustado de su propio reflejo.

—La moneda en la boca podría muy bien representar un tipo de firma… Una distinción particular que le permitiría destacar —contesté con un amplio ademán.

—También podría representar un símbolo oculto, o uno de los elementos esenciales de su macabra puesta en escena, un elemento sin el que le pareciera todo inacabado. Podemos dar a ello multitud de explicaciones. Sólo falta encontrar la buena.

Los indicios recogidos por el forense penetraban en mí como la cocaína que aspira el toxicómano. Sentía una exaltación peculiar al escucharle revelar detalles que ansiaba como golosinas o recompensas.

En ese momento, la vergüenza me levantó del suelo, se apoderó de mí, me arrastró encima del cuerpo y me apretó la mandíbula hasta hundir en ella sus dedos terrosos, para inmovilizarme la cara a dos centímetros de la del cadáver…

«¡Mira a esa pobre chica, maldito desgraciado! —chillaba una voz interior—. ¿Acaso no ha sufrido bastante? ¡Déjala en paz! ¡Déjala en paz!».

El hombre había conseguido espantar al policía…

—Una última cosa, y creo que habremos examinado todo lo esencial —concluyó el imperturbable médico—. El estómago contenía más de un litro de agua, que ha sido enviada a analizar al laboratorio. Creo que el precioso líquido nos desvelará cosas interesantes. Os llamo en cuanto reciba los resultados, mañana con toda probabilidad.

Señalé una mesa cromada adosada a la pared oeste.

—¿Puedo llevarme las pruebas fotográficas?

—Buenas noches.

Me tendió el informe y se marchó a charlar con el médico adjunto sin volverse, mientras seguía escupiendo las semillas en el suelo como haría un viejecito con sus últimos dientes.

Bajo el faro gastado de la luna, Sibersky había adquirido un tono blanco rosáceo, como de abdomen de cierva, pues no estaba en absoluto acostumbrado a codearse con la muerte en su verdadero rostro, lejos de las palabras y los escritos.

Había dado con este joven policía en diciembre de 1998, tras un sombrío caso de esclavismo sexual relacionado con un asesinato. En aquella época él trabajaba en la comisaría de Argenteuil, un poblacho asqueroso, como inspector adjunto a secretaría, donde se pasaba la mayor parte del tiempo preparando café. Durante la investigación, la calidad de sus informes, el brío impertinente de sus análisis y sobre todo su competencia en informática me dejaron muy impresionado. Lo saqué de su celda respaldando su expediente a la prefectura de policía de París y se unió a mi equipo, como oficial de policía adjunto auxiliar. Seguía haciéndose cargo de los papeles, pero ya no de la preparación del café. Dos años después —es decir, cuatro meses antes, tan sólo— había aprobado el examen de la policía judicial. Era un chaval de treinta años, un apeador de bibliotecas, un escudriñador de expedientes polvorientos, historias olvidadas y ficheros informáticos. Un alma pensante, vivaz, reactiva, casi alérgica al metal frío de su Colt 11/48. Una pieza esencial de mi equipo, un caballo en el tablero de ajedrez de la calle…

Bordeamos la avenida de la Rapée con el olor de la muerte impregnado en nuestras suelas, en los pliegues de nuestras chaquetas y en los recovecos de nuestros pensamientos. Un perro al que le sobresalían las costillas erraba sin destino preciso delante de nosotros; de pronto se detuvo, hocico contra zapato, pareciendo adivinar hasta qué punto nuestras mentes atormentadas divagaban en el vacío. Se trataba de un vulgar chucho de orejas cortadas, una basura ambulante con el hocico herido por los cristales rotos y las botellas vacías que le lanzaban los vagabundos. Al mirarlo fundirse en la noche, le dije de repente a Sibersky:

—Háblame de una de tus fantasías. De la primera que te pase por la cabeza.

Una burbuja de sorpresa le explotó en pleno rostro.

—¿Qué dice, comisario? Pero…

—Venga, suéltate. Te escucho.

Me coloqué de cara al Sena, las manos en los bolsillos del pantalón, la mirada dirigida hacia el hormigueo lejano de las luces centelleantes de la ciudad.

—Bueno —contestó el policía en tono dubitativo—. Mmm… ¿Sabe quién es Dolly Parton?

—¿La cantante de country? ¿Nashville y los cowboys? ¿Some things never change? Me encanta.

—Sí. Yo… ¡No, no puedo explicárselo! –Hasta la voz se le ruborizó.

—Muy bien —proseguí—. No digas nada más. Imagínate pues frente a la magnífica Dolly Parton, listo para realizar tu fantasía. Se reúnen todas las condiciones y son favorables. Tus deseos pueden convertirse en realidad, te basta con actuar. Pero hay una condición y no es precisamente insignificante: debes evitar mantener relaciones sexuales con ella. Puedes probar, tocar, sentir, pero nada de relaciones sexuales. En ese caso, ¿quedaría saciada tu fantasía?

Colocó su hombro junto al mío, inclinado en el pretil del muelle. Sobre la superficie de la onda, los reflejos luminosos se recortaban como vidrieras movedizas.

—No, es imposible. No aguantaría.

—Piensa durante un instante y dime una sola fantasía en la que pudieses abstenerte de mantener relaciones sexuales. Se llevó la mano a la frente y hundió los dedos en los rizos ordenados de su cabellera morena.

—No hay ninguna. Todas mis fantasías tienen un claro componente sexual, igual que las suyas y las de cualquier otro hombre, por lo demás. ¿No es lo que decía Freud?

—No exactamente, y vistos tus conocimientos literarios, deberías saberlo. Existen dos tipos de fantasías. Las sexuales, como las tuyas, las mías y, tienes razón en señalarlo, las de la mayoría de la gente. A éstas se añaden las fantasías denominadas de omnipotencia: el mito de la hazaña, del poder absoluto, de la dominación extrema. Los sueños de coches bonitos, diosas en la playa, riquezas inmensas… —Me coloqué frente a mi colega—: Ahora pongámonos en el caso del asesino. Me gustaría que siguieses el juego. Eres ese asesino. Estudias los actos y los gestos de una mujer guapa, sólo Dios sabe de qué manera por ahora, durante un determinado tiempo. Días, semanas, puede que meses. Sientes que un deseo ardiente se apodera de ti, ¿verdad? Sigue el juego y responde con franqueza.

—De acuerdo. Pensemos… La veo… La acoso, la observo desde hace tiempo. Cada vez me cuesta más contenerme. Está sola y es deseable. Sé que puedo apoderarme de ella, sin riesgo alguno. Soy yo el que decide la hora y el lugar.

—Bien. Ahora, todo esta listo. Así que, una noche, te apoderas de esa chica. Y haces con ella lo que quieres, como con tu Dolly Parton.

—Sí. Está inconsciente, ante mí. He… he dado el paso. Demasiado tarde para retroceder. Está… está a mi merced…

—Es tuya… La desnudas lentamente, y la atas para doblegarla a todos tus deseos, incluso los más alocados. ¿Qué sientes en ese instante?

Con los ojos cerrados, su imaginación forjaba casi de forma instantánea un guión.

Las palabras salieron con fluidez de sus labios.

—Me… me tomo el tiempo para atarla, porque es un momento excitante. Yo… la deseo, pero… no ahora. Tengo que llegar hasta el final…

—¿El final de qué?

—De… de mis deseos…

—¿Cuáles?

—Pues… no tengo ni idea. Actúo, eso es todo.

—¿Qué haces?

—La cuelgo, la levanto tirando de la cuerda…

—¿Está despierta?

—Sí… Se despierta, muy despacio.

—¿Cómo reacciona?

—El dolor que trasluce su rostro me enloquece. Sabe que va a morir.

—Y entonces, empiezas a cortar: uno, dos, tres… cuarenta y ocho cortes. Durante varias horas. ¿Qué vas sintiendo tú?

—Yo… —Sacudió la cabeza. Las pupilas se le habían dilatado como dos soles negros—. Ya basta, comisario; ya no puedo más. No… no puedo entender a ese hijo de puta. ¿Por qué me pregunta todo esto?

—¡Para demostrarte que ese tío no piensa como nosotros! Ninguno de nosotros podría llevar a cabo un horror así con tanta precisión, tomándose todo ese tiempo, esas largas horas durante las que el deseo de violarla ni siquiera se le ha pasado por la cabeza.

Sibersky dio tres pasos hacia atrás.

—¡Pero eso es impensable! ¡Seguro que se contuvo respecto al acto sexual! ¡Tenía miedo de dejar huellas!

—En una situación similar, suponiendo que tuvieses un gusto marcado por lo mórbido, ¿podrías haberte reprimido y no haberla violado?

—No, creo que no.

—He leído unos cuantos boletines publicados por la Sociedad Psicoanalítica de París. Se ha establecido claramente que las pulsiones sexuales no pueden controlarse, al igual que el dolor o el miedo. Cuando alguien se quema con un fogón, ¿qué hace? Retira la mano, porque no puede CONTROLARSE. En el peor de los casos, nuestro asesino se habría enfundado un preservativo, pero la habría violado en cualquier caso, antes o después de la muerte. No; ese tío actúa siguiendo otras directrices, distintas a las del simple acto de matar.

—¿Por venganza, entonces?

Sacudí la cabeza.

—La furia siempre se manifiesta durante el acto de venganza. Un asesino dominado por la furia no puede ser organizado. No olvidemos los aspectos pre y post mortem, la puesta en escena, esa voluntad de crear un fuerte impacto… Más bien me inclinaría por una fantasía de omnipotencia.

—¿Por cuál?

—No tengo ni idea. Quizá la de hacer sufrir, de considerarse un verdugo. O una voluntad de dominación tal que sólo consigue regocijarse cuando acaba con la vida.

Sibersky poseía esa increíble capacidad de descifrar las líneas de una explicación incluso antes de que estuviesen trazadas.

—Todos los psicoanalistas afirman que una fantasía nunca se sacia del todo, ¿no es cierto? —añadió.

—Así es. Continúa.

—En la realización del acto, que supuestamente representa la materialización de una fantasía, uno siempre se percata de algo imperfecto, un detalle que empuja a volver a empezar, otra vez y siempre, para superar un ideal imposible de alcanzar. ¿No es verdad también?

—Sí.

—Así, si tiene usted razón, si se trata de una fantasía de omnipotencia, nuestro asesino podría llegar… ¿a repetirlo?

—¡No digas nunca eso, desgraciado! ¿Te das cuenta del alcance de tus palabras?

Volví a ponerme en marcha a paso de legionario y Sibersky me siguió, pisándome los talones. Empleó un tono moralizador.

—Creo que, en lo más profundo de su ser, usted piensa como yo, pero que el miedo a tener razón le hace un nudo en la garganta. Ignoro qué fuerza oscura engendra a esos seres demoníacos, ni sé si son las leyes de la probabilidad o del azar las que hacen que, en un momento u otro, uno caiga del lado oscuro. Pero lo que sí sé, en cambio, es que existen, escondidos tras nuestras puertas, en las esquinas de nuestras calles, listos para actuar. Y que una vez introducidos en la espiral asesina, ya nada puede detenerles. ¡Volverá a hacerlo!

—No te precipites, chaval; no te precipites…

En mi Renault 21 expuesto a la débil luz de una farola, echamos un vistazo a las fotos bajo una cúpula de silencio pegajoso. El virus espinoso del asco se me agarraba al fondo de la garganta.

Sibersky movía la cabeza, la boca fruncida, el rostro como tajado por los tonos cortantes de las fotos.

Aunque aguijoneado por el cansancio, lo puse al día de los pasos que habría que seguir durante los días siguientes.

—Haz que dos de tus hombres investiguen la historia del proveedor de material médico. No todos los días compran ese tipo de sierra… Intenta también averiguar qué se lleva actualmente en materia de sadomasoquismo y bondage. Creo que vamos a tener que meter las narices en ese sucio ambiente. Un pirado de la informática como tú seguramente ya habrá utilizado el STIC, ¿no?

El Sistema de Tratamiento de la Información Criminal ofrecía una gigantesca base de datos compuesta por millones de entradas, que permitían, con la ayuda de búsquedas multicriterios, establecer relaciones entre diferentes casos criminales grabados.

—Sí, por supuesto. Para el caso del asesino de Nanterre, principalmente. Pero también en muchas otras ocasiones, por cultura personal.

—Vale. Entonces, interroga el fichero. Haz búsquedas cruzadas. Cabezas cortadas, torturas, ganchos, suspensiones, ojos exorbitados. En fin, da de comer al ordenador, aliméntalo con los datos que conocemos. No te dejes ningún detalle. Si no encuentras nada, prueba con Schengen, presenta una petición a Leclerc para la Interpol y el BCN-Francia[2]. Envía hombres a la biblioteca. Quiero saber más cosas sobre la historia de la moneda en la boca. Y de paso hazles investigar sobre los mitos y los rituales sangrientos. Venga, ahora a dormir. ¿Cómo se encuentra tu mujer?

—El parto se acerca a marchas forzadas. Quizás antes del final de la próxima semana… Ya va siendo hora, hace más de un mes y medio que está ingresada en el hospital y que paso las noches solo. El embarazo ha tenido que ser un verdadero calvario. Esperemos que el bebé esté sano.

La sangre esmeralda de la Amazonia corría por las venas de Doudou Camelia, mi vecina de rellano. El apartamento de esa vieja guayanesa de setenta y seis años exhalaba los aromas de las especias criollas, el jengibre, los akras de bacalao y la batata. A su marido, descendiente de una larga casta de buscadores de pepitas de oro, le había tocado el gordo al encontrar un filón en los meandros tortuosos del Maroni, en la Guayana Francesa. Había arrancado a mujer y niños de la miseria verde al venir a instalarse a París, rico en pepitas, pobre por su desconocimiento absoluto del mundo occidental. Se tragó su partida de nacimiento en 1983 entre Saint-Germain-des-Prés y Montparnasse tras haber recibido tres cuchillazos en la espalda, por haber tenido la desgracia de sonreír a unos miembros del grupo de extrema derecha Unidad Radical. Esa noche, los colegas habían encontrado a Doudou Camelia vestida de negro riguroso, gimiendo, con un crucifijo apretado contra el pecho, aunque teóricamente ignoraba el fallecimiento de su marido.

Cada vez que entraba en trance, me aseguraba que mi mujer estaba viva, encerrada en un lugar húmedo y lleno de podredumbre desde donde irradiaban ondas maléficas. Sentía olores de hongos, de moho, efluvios de aguas estancas o manglares, y entonces veía a Doudou Camelia sentada con las piernas cruzadas a pesar de sus huesos viejos, olfateando el aire como lo haría el hocico de un sabueso. Creo en las ecuaciones, en el filo matemático que rige leyes y pensamientos, en las líneas paralelas de la lógica. No puedo concebir basar mi vida, la suerte de mi media naranja, en apriorismos o los pareceres sospechosos de una mujer mayor medio chalada.

En el momento en que introduje la llave en la cerradura de la puerta de mi casa, extenuado por la jornada, ella deslizó las raíces nudosas de sus dedos en mi pelo y noté que una especie de áurea tibia me atravesaba el cuerpo.

—Hueles a mue’te, Dadou. ¡Sigúeme! —me anunció con su voz de fibras de roble centenario.

Llevaba su conjunto de madras de colores de fuego ceñido alrededor de la cintura elefantesca con una larga cuerdecita blanca. Su frente de ébano supuraba sudor; seguro que acababa de salir de un trance.

Una nube baja de incienso de azahar flotaba en su salón. Las lenguas amarillas de las llamas de las velas danzaban en el aire alrededor de una jaula de canarios apoyada sobre la moqueta. Los dos pájaros, posados sobre una vara de madera, parecían congelados en el yeso.

Me invitó a instalarme en una butaca de médula de mimbre trenzado.

—Siento el mal en tu habitación, Dadou, el g’an mal. ¡No ent’es ahí!

Una sal picante le quemaba los labios retorcidos. Aparecieron unos muñones de dientes, solitarios en medio del agujero inmenso de su boca.

—¿De qué tipo? —le pregunté en tono de curiosidad.

—¡El Demonio, Dadou, el Hombre sin Rostro! ¡Ha bajado a la Tie’a a p’opaga’ el Mal!

Abrazó su crucifijo hasta gastar el Cristo de estaño. Luego levantó la jaula y los pájaros salieron volando en una confusión de alas antes de aterrizar el uno al lado del otro sobre una yuca. Los ojos les brillaban a la luz tamizada como canicas de carbono.

Sin razón aparente, un hormigueo de escalofríos me recorrió los huesos.

—¿Y a qué se parece ese demonio, Doudou? ¿Por qué se esconde en mi habitación?

Se pegó dos lingotazos de burbon directamente de la botella, Four Roses de cuarenta y cinco grados. Cuando se estremeció, el cuello se le hinchó como el de una tortuga que mete la cabeza en el caparazón.

En su mirada vi las patas de tigres, las bocas abiertas de las serpientes, las mandíbulas de las migalas, descifré un miedo salvaje, brutal, una mezcla ocre de terror e incomprensión.

—No puedo deci’lo, Dadou. Sólo lo sé, eso es todo. No ent’es ahí.

—Iré con mucho cuidado, Doudou, te lo prometo.

Me levanté y atravesé los mantos de bruma de incienso camino de la puerta, cuando rompió a llorar.

—Dadou… Los oigo aulla’…

—¿Quiénes? ¿Los perros? ¿Siguen aullando?

—Día y noche, aúllan, Dadou… No me dejan nunca en paz… Se meten en mis sueños… —Un trago de alcohol le abrasó la voz—. Ve, Dadou —cloqueó—. Ve, ¡pe’o ten mucho cuidado!

Cerré lentamente la puerta detrás de mí. Por mucho que no creyese en lo que acababa de decirme, desenfundé mi Glock antes de penetrar en el salón. Para que todo siguiera igual, tristeza y calma luchaban en un duelo grotesco a golpes de destellos de silencio.

De tanto dar vueltas en la cama, no pude evitar hacer la comparación entre el terrible asesinato y las frases aterradoras de Doudou Camelia. Había descubierto azufre en su mirada, algo imposible de simular, un terrible presentimiento en potencia de lo real. Pensaba en los canarios, esas plumas amarillas que giraban en el aire, la negrura incómoda de su salón. En el calor de las sábanas, el vello se me erizó ante los embates del miedo.

La conversación con el teniente Sibersky me rondaba por la cabeza, dando lugar a un buen número de interrogantes. No recordaba haber descubierto un cuerpo mutilado en condiciones tan atroces. Además de los horribles suplicios infligidos a la víctima, también había que considerar la complejidad de la puesta en escena y su increíble elaboración. La inconcebible energía que debía de haber empleado el asesino para construir ese sistema de poleas y colgar el cuerpo me dejaba estupefacto. ¿Y qué decir de aquellos detalles, estudiados, abandonados como para dejar un mensaje? ¿La moneda en la boca, los ojos mutilados y vueltos a colocar en las órbitas, esos trozos de madera insertados entre las mandíbulas?

Cuando ese mórbido cortejo de pensamientos se decidió a dejarme, el tren del sueño acabó por llevárseme en el instante en que ya atravesaban el cielo los fulgores engendrados por el alba.