La lluvia caliente de una tormenta de verano acomete con fuerza contra los adoquines resbaladizos del casco antiguo de Lille. En vez de buscar un lugar donde resguardarme, prefiero contemplar las gotas de agua que se introducen en los surcos de las tejas ocres, se agarran a los canalones como perlas de plata para luego venir a bailar en el hueco de mis orejas. Me gusta aspirar el olor de los ladrillos antiguos, los desvanes y los cuartos trasteros. Aquí, en este silencio de burbuja de agua, todo me recuerda a Suzanne; esa callejuela por la que subo forma el túnel del tiempo que me conduce hasta ella. Giro por la calle de los Solitaires y, justo tras la esquina, me precipito en el Nemo, donde pido una cerveza rubia de Brujas. Brasas de un fuego mal apagado destellan en el fondo de los ojos del propietario, un fulgor de los que avivan los recuerdos, poniéndolos en movimiento hasta que emergen instantes de vida que se creían muertos. Frunce la boca, como si esa gimnasia intelectual lo quemara interiormente. Creo que me ha reconocido.
«Son las once, esa noche. No dejo de dar vueltas en la cama, los ojos clavados en las cifras hirientes del radiodespertador. Como el sitio de Suzanne está demasiado vacío, me levanto y llamo a su teléfono móvil. Me contesta una voz suave, la de una mujer, un robot que dispensa los mensajes estándares de ausencia. Marco el número del laboratorio experimental donde trabaja, con el puño apretado contra los labios. El vigilante nocturno me contesta que se ha marchado hace casi una hora. Sin embargo, bastan diez minutos para llegar desde L’Hay-les-Roses a nuestro apartamento de Villejuif…».
—¿Le conozco? —me pregunta el dueño fijándose en mi perilla.
—No —le contesto llanamente mientras me llevo la cerveza a una mesa apartada, en un rincón del café donde la oscuridad ahuyenta la luz.
Fuera, dos enamorados se abrazan bajo el cenador de la terraza. La larga cabellera caoba de la chica vibra al viento como las cintas que a veces cuelgan de los manillares de las bicis y ambos escuchan la lluvia caer, silenciosos, pero comunicándose a través de sus gestos atentos. Adivino en la joven a la Suzanne de hace veinte años, pero, bien pensado, creo que veo a Suzanne en todas partes, en cualquier chica, a cualquier edad…
«El miedo me oprime la garganta como un lazo de alambre de espino. Sé que por todas partes vagabundean los sádicos de cuchillo largo, los violadores de señoras mayores y de niños. En las oficinas de la sede central de la policía judicial, en el número 36 de la avenida de los Orfebres, he visto desfilar a centenares, peinados impecables, uno más encorbatado que el otro. Se tiran a las calles como la chusma, se confunden tan bien con la noche que es casi imposible sentir su olor. Los odio, los odiaré toda la vida.
»En el sótano, en el garaje, el estómago casi se me sale por la boca cuando reparo en los minúsculos fragmentos de cristal esparcidos por el suelo. La cámara de vigilancia está rota. Cuelga del extremo del cable, inmóvil, testimonio mudo de lo peor. Me precipito hacia el box 39, acompañado sólo por el resonar de mis pasos en este féretro de hormigón… Un trocito de metal me arranca el corazón como una bala explosiva: una pinza de pelo, como las que Suzanne acostumbra colocarse a la altura de las sienes, yace contra la pared. Corro a lo largo del parking subterráneo, pierdo el aliento al subir y bajar corriendo los diferentes huecos de escaleras, llamo a las puertas de los inquilinos como si fueran la última defensa ante lo que temo. Cuando cojo el teléfono para llamar al jefe de la OCDIP —la Oficina Central para la Desaparición Inquietante de Personas— una voz horrible me dice que ya es demasiado tarde…».
Conocí a Suzanne aquí, en este café, en medio de las arabescas de humo y del guirigay incesante de los militares destinados al cuadragésimo tercer regimiento de infantería. Ambos proveníamos de pueblos de la cuenca minera, con nuestra ropa impregnada del olor de los caseríos de mineros y nuestros calcetines sucios de hollín. Nuestros padres nos educaron en el dolor del demasiado poco, bajo la grisalla, ricos sus corazones de los más preciados tesoros. Me encantan estas tierras pardas, su gente sencilla y generosa, y creo que aún les quiero más ahora que Suzanne ya no duerme a mi lado.
En algún lugar, en el fondo de mi ser, una brizna de conciencia, inalterable, no deja de murmurarme que está muerta, que no puede ser de otra manera tras tantos meses y tan dolorosos días…
«Seis meses después, sigo buscando a mi mujer. A menudo viene a visitarme en sueños. Baja de lo más alto, la anuncia su perfume, que me acaricia el pelo como lo haría un niño. Pero cada vez que su mirada abraza la mía, cuchillas de afeitar gotean de sus ojos, serpientes tan finas como la paja le salen de la boca y la nariz y, del orificio abierto que le agujerea el pecho, surge el olor pestilente de la muerte».
Cojo de nuevo mi mochila, saco el teléfono móvil de un bolsillo y me decido a abrirlo, con la esperanza de no tener ningún mensaje que me prive de mi penúltimo día de vacaciones.