Epílogo

El aire es extremadamente caliente para tratarse del mes de mayo. Un viento venido del Sahara, afirman en la radio. Mi hija se lanza delante de mí con andares inseguros, traqueteante, y sus manitas se hunden en la arena cuando tropieza con un castillo derruido por la marea creciente. Sus carcajadas hacen alzar el vuelo a una colonia de gaviotas que se complace en el agua entibiada por el sol de primavera y los pájaros, en una coreografía aérea grandiosa, cantan y bailan sobre nuestras cabezas.

Suzanne está a mi lado.

Mira fijamente el ojo azul del mar, indiferente a cuanto ocurre a su alrededor, como si alguien, en su cabeza, hubiese construido una pared que le oculta las cosas bellas de la vida. A su mirada se aferran aún las heridas del pasado, y creo que se quedarán agarradas allí hasta el final de nuestras vidas.

Antes de nuestra gran aventura a orillas del mar del Norte, le di sus pastillas y su jarabe. Los médicos afirman que no existe otra forma de acallar las largas quejas que gemían en su interior tanto de día como de noche. Las medicinas la llevan lejos de nosotros, pero sé que cuando nuestra hijita se desliza entre sus brazos, se siente bien, reconfortada en algún lugar en el fondo del corazón. A veces, la sorprendo dedicándole una sonrisa a nuestra pequeña y, entonces, siento que no todo está perdido, que un día redescubriré a mi Suzanne de antaño.

Lo he dejado todo. París, mi oficio, mi círculo restringido de amigos y aquella vida de locos. Vivimos los tres a orillas del mar en los rociones fríos del norte de Francia, lejos de esos territorios de sangre. He arreglado un viejo negocio. Vendo juguetes a unos cincuenta metros del lugar donde vivimos. La pensión por invalidez de Suzanne me permite pagar los servicios de una enfermera a domicilio y una niñera para nuestro bebé. En cuanto a Poupette, mi pequeña locomotora mágica, no tuve ánimos para conservarla conmigo. Ahora forma parte de las cosas muertas, de un pasado demasiado doloroso que soportar.

Nunca estoy muy lejos de mis dos amores. Cada vez que puedo, corro a reunirme con ellas, apoyo la cabeza de mi mujer en mi regazo y acaricio a mi hija con la otra mano. Ya no soy comisario de la policía criminal. He vuelto a ser un hombre como los demás.

Ayer por la noche, descubrieron dos cadáveres desnudos, tumbados en una barca a orillas de un lago. Un chico y una chica, cada uno con una moneda en la boca. Lo vi por la televisión. Apagué y subí a acostarme.

Soñé con un inmenso campo de trigo donde bailaban dos mujeres que conocí antaño…