Tarde de graduación

Janice jamás ha podido dar con la palabra adecuada para el lugar donde vive Buddy. Es demasiado grande para considerarlo una casa y demasiado pequeño para ser una finca, y el nombre que aparece en el buzón al pie del camino de entrada, Harborlights, la desconcierta. Le suena a nombre de restaurante de New London, uno de esos donde el plato especial siempre es pescado. Normalmente zanja el asunto diciendo «donde tú», como en «Vayamos donde tú y juguemos al tenis», o «Vayamos donde tú y nademos en la piscina».

Es casi lo mismo que le pasa con Buddy, piensa mientras le observa atravesar el césped hacia el griterío que se oye al otro lado de la casa, donde está la piscina. Una no querría llamar Buddy «colega» a su novio, pero cuando descubres que su nombre real es Bruce, cuyo diminutivo es también Buddy, te quedas sin motivos para no seguir haciéndolo.

O a la hora de expresar sentimientos, de hecho. Ella sabía que él quería oírle decir que le quería, especialmente el día de su graduación —eso sería, sin duda, un presente mucho mejor que el medallón de plata que ella le había regalado, a pesar de que el medallón le había costado una suma que le hacía apretar los dientes—, pero no podía hacerlo. No podía decirle «Te quiero, Bruce». Lo máximo que podía articular (de nuevo con un encogimiento interior) era «Te tengo muchísimo cariño, Buddy». E incluso eso sonaba como sacado de una comedia musical inglesa.

—No te importa lo que te dijo, ¿verdad? —Eso era lo último que él le había preguntado antes de alejarse por el césped para ponerse el traje de baño—. No te has quedado por eso, ¿no?

—No, solo quiero sacar unas cuantas veces más. Y contemplar las vistas.

Eso era lo que le entusiasmaba de aquel lugar, y nunca tenía suficiente. Porque desde ese lado de la casa se veía la silueta de todo Nueva York, los edificios reducidos a juguetes azules con el sol brillando en las ventanas más altas. Janice pensaba que tratándose de la ciudad de Nueva York, esa sensación de tranquilidad exquisita solo podía experimentarse en la distancia. Era una mentira que le encantaba.

—Es mi abuela —continuó él—. Y ya sabes cómo es. Todo lo que entra en su cabeza le sale por la boca.

—Lo sé —dijo Janice.

Le gustaba la abuela de Buddy, que no hacía esfuerzo alguno para ocultar su esnobismo. Ahí estaba, en el exterior y marcando el ritmo de la música. Eran los Hope, llegados desde Connecticut con el resto de la Hueste Celestial, muchas gracias. Ella es Janice Gandolewski, que tendrá su propio día de graduación —en Fairhaven High— dentro de dos semanas, después de que Buddy se haya marchado con sus tres mejores colegas a recorrer el Camino de los Apalaches.

Se vuelve hacia la cesta de las pelotas; una joven esbelta de buena estatura con pantalones cortos de tela vaquera, zapatillas y una camiseta de tirantes. Sus piernas se tensan cada vez que se pone de puntillas para sacar. Tiene buen aspecto y lo sabe, aunque es una intuición funcional y nada exigente. Es inteligente, y lo sabe. Muy pocas chicas mantienen relaciones con los muchachos de la Academia —aparte de los habituales aquí-te-pillo-aquí-te-mato, el fugaz y sucio carnaval de invierno y los fines de semana de las fiestas de primavera—, pero ella lo ha hecho a pesar de las marcas que va dejando tras de sí adondequiera que va, como una lata colgada del parachoques de un sedán familiar. Ha logrado mantener ese bat-trick social con Bruce Hope, también conocido como Buddy.

Y cuando salían de la sala de juegos del sótano después de jugar a los videojuegos —la mayoría de los otros seguían allí abajo, todavía con el birrete en la cabeza—, oyeron a su abuela, que estaba con los demás adultos en el salón (porque realmente aquella era su fiesta; los chicos tendrían la suya por la noche, primero en el Holy Now! de la Carretera 219, reservado para la ocasión por los padres de Jimmy Frederick, de acuerdo con las normas de obligado cumplimiento dictadas por el comité organizador, y luego, más tarde, en la playa, bajo la luna llena de junio, ¿podrías darme una cucharadita? ¿He oído a alguien desmayarse? ¿Se ha desmayado alguien en la casa?).

—Esa Janice-no-sé-qué-impronunciable —decía la abuela en su peculiar y penetrante tono de voz de dama sorda—. Es muy bonita, ¿verdad? Una pueblerina. Es la amiga actual de Bruce. —No había dicho la modelo aperitivo de Bruce, pero, por supuesto, eso iba incluido en el tono.

Ella se encoge de hombros y lanza unas cuantas pelotas más; las piernas se tensan, la raqueta golpea. Las pelotas vuelan rápidas hacia el otro lado de la red; cada una de ellas aterriza dentro del contenedor que hay al otro lado de la pista.

Ellos han aprendido el uno del otro, y ella sospecha que así son esas cosas. Para lo que están hechos. Y la verdad es que no ha sido muy difícil enseñar a Bruce. La ha respetado desde el principio, quizá demasiado. Tuvo que enseñarle a limar esa parte… la parte del pedestal idolatrado. Y piensa que no ha sido malo como amante, teniendo en cuenta que los jóvenes tienen denegados los mejores alojamientos y el lujo del tiempo cuando se trata de alimentar a sus cuerpos.

—Lo hicimos lo mejor que pudimos —dice, y decide irse a nadar con los demás y que él presuma de chica por última vez.

El cree que tendrán todo el verano para ellos solos antes de que él se marche a Princeton y ella se vaya a la universidad del estado, pero ella sabe que no; ella piensa que parte del motivo de su próxima excursión a los Apalaches es separarlos tan indolora y completamente como sea posible. En esto Janice no percibe el peso de la mano del sano y feliz padre amigo de sus amigos, ni el de algún modo entrañable esnobismo de la abuela (una pueblerina, la amiga actual de Bruce), sino el risueño e imperceptible sentido práctico de la madre, cuyo temor (lo llevaba estampado en su hermosa frente lisa) es que la chica pueblerina con la lata atada al extremo de su nombre se quede embarazada y atrape a su hijo en un matrimonio equivocado.

—Sería un error —murmura ella mientras empuja el contenedor de las pelotas hasta el cobertizo y echa el cierre.

Su amiga Marcy sigue preguntándole qué ve en él: Buddy, dice casi con una mueca de desprecio, arrugando la nariz. ¿Qué hacéis durante el fin de semana? ¿Ir a fiestas al aire libre? ¿A partidos de polo?

De hecho, han estado en un par de partidos de polo, porque Tom Hope aún juega; aunque, según le había contado Buddy, tenía toda la pinta de que, si no dejaba de coger peso, aquel iba a ser su último año. Pero además de eso han hecho el amor, algunas veces sudorosa e intensamente. Y a veces él la hace sonreír. Ahora con mucha menos frecuencia —ella sabe que su capacidad para sorprenderla y divertirla dista mucho del infinito—, pero sí, todavía lo consigue. Es un muchacho delgado y de cabeza afilada que ha roto el molde de niño rico engreído de formas interesantes y en ocasiones muy inesperadas. Él también cree que ella es el centro de su mundo, y eso no es completamente malo para la imagen que una chica tiene de sí misma.

De todos modos, ella piensa que él no podrá resistir eternamente la llamada de su naturaleza. Cree que a los treinta y cinco más o menos él habrá perdido la mayor parte o incluso todo el entusiasmo por comer conejos y estará más interesado en coleccionar monedas. O barnizar mecedoras coloniales, como hace su padre en el patio de su —¡ejem!— caserón.

Ella atraviesa despacio la gran extensión de hierba verde con la vista puesta en los juguetes azules de la ciudad que está inmersa en un sueño distante. Cerca se oyen los gritos y los chapuzones de la piscina. Dentro, los padres de Bruce y su abuela y los amigos más próximos estarán celebrando a su manera la graduación de su polluelo, oficialmente con una taza de té. Esta noche los chicos saldrán y la fiesta será lo que tiene que ser. Ingerirán alcohol y no pocas anfetas. La música electrónica retumbará en los grandes altavoces. Nadie pondrá la música country con la que Janice se crió, pero eso no es problema; ella aún sabe dónde encontrarla.

Cuando se gradúe organizará una fiesta mucho más pequeña, probablemente en el restaurante de tía Kay; y por supuesto ella iría a unas aulas menos grandiosas o tradicionales, pero tiene planes: llegar más lejos de lo que sospecha que Buddy llegará incluso en sus sueños. Será periodista. Comenzará en el periódico del campus, y verá adonde la lleva eso. Un peldaño cada vez, ese es el modo de hacerlo. Hay un montón de peldaños en la escalera. Ella tiene un talento que va con su estilo y que disimula su confianza en sí misma. No sabe cuánta tiene, pero lo descubrirá. Y luego está la suerte. Eso también. Sabe lo suficiente para no contar con ella, pero también lo bastante para saber que suele estar del lado de la juventud.

Llega al patio enlosado en piedra y sigue con la mirada el ondulado acre de césped hasta la pista doble de tenis. Todo parece muy grande y muy caro, muy especial, pero es lo bastante sabia para saber que solo tiene dieciocho años. Llegará un día en que todo le parezca común, incluso para el ojo de su memoria. Muy pequeño. Este sentido de la perspectiva anterior es el que hace que te parezca bien ser Janice-no-sé-qué-impronunciable, y una pueblerina, y la amiga actual de Bruce. Buddy, con la cabeza afilada y una frágil habilidad para hacerla reír en las ocasiones más inesperadas. Nunca ha hecho que ella se sintiera inferior, probablemente sabe que lo dejaría en cuanto lo intentara.

Podría atravesar directamente la casa hasta la piscina y los vestuarios del otro lado, pero antes se gira ligeramente hacia su izquierda para contemplar una vez más esa ciudad que está a varios kilómetros de distancia a través de la tarde azul. Le da tiempo de pensar Algún día esa podría ser mi ciudad, podría llamarla hogar, cuando una enorme chispa ilumina el cielo, como si algún Dios de las profundidades de la maquinaria hubiese movido rápidamente Su bolígrafo Bic.

El resplandor, que de momento ha sido solo un espeso y aislado golpe de luz, la hace estremecer. Y entonces, toda la parte sur del cielo se ilumina de un espeluznante color rojo sin sonido. El informe resplandor ensangrentado arrasa los edificios. Después, durante un instante, vuelven a estar ahí, pero fantasmales, como vistos a través de lentes superpuestas. Un segundo o una décima de segundo más tarde se han marchado para siempre, y el rojo comienza a tomar la forma de un millar de noticiarios de última hora en las salas de cine, escalando y en ebullición.

Es silencioso, muy silencioso.

La madre de Bruce sale al patio y se acerca a ella entrecerrando los ojos. Lleva un nuevo vestido azul. Un vestido para tomar el té. Su hombro roza el de Janice y ambas miran hacia el sur, al hongo atómico carmesí que asciende y devora el azul. El humo sube por los bordes —la luz del sol es púrpura oscuro— y luego se retira hacia atrás. El color rojo de la bola de fuego es demasiado intenso para mirarlo, la cegará, pero Janice no puede apartar la vista. Las lágrimas caen por sus mejillas en anchos hilillos cálidos, pero no puede apartar la mirada.

—¿Qué es eso? —pregunta la madre de Bruce—. Si es algún tipo de publicidad, ¡es de muy mal gusto!

—Es una bomba —dice Janice. Su voz parece provenir de alguna otra parte. De una vida alimentada en Hartford, quizá. Ahora, unas enormes ampollas negras estallan en el hongo atómico rojo, creando unas horrendas figuras que se mueven y se transforman (ora un gato; ora un perro; ora Bobo, el payaso demonio), haciendo muecas kilométricas por encima de lo que solía ser Nueva York y que ahora es un horno de fundición—. Nuclear. Una bomba todopoderosa. No como una de esas que van en una mochila, ni…

¡Plap! El calor se extiende hacia arriba y hacia abajo por el lado de su cara, y las gotas de agua vuelan a ambos lados de sus ojos, y su cabeza se balancea hacia atrás. La madre de Bruce acaba de abofetearla. Y fuerte.

—¡No bromees con eso! —le ordena la madre de Bruce—. ¡No tiene ni pizca de gracia!

Otras personas se unen a ellas en el patio, pero son poco más que sombras; la visión de Janice se ha perdido con el resplandor de la bola de fuego, o con la nube que ha emborronado el sol. Quizá con ambas cosas.

—¡Eso es de muy… mal… GUSTO!

El volumen de su voz aumenta con cada palabra. «Gusto» es casi un grito.

—Es algún tipo de efectos especiales —dice alguien—, tiene que serlo, o se trata de…

Pero entonces el sonido los alcanza. Es como una roca cayendo por un desfiladero de piedra sin fin. Hace temblar los cristales del lado sur de la casa y ahuyenta a los pájaros que salen de los árboles en escuadrones retorcidos. Llena el día. Y no cesa. Es como un bum que nunca acaba. Janice observa a la abuela de Bruce caminar muy despacio por la senda que comunica con el garaje de coches tapándose los oídos con las manos. Avanza con la cabeza agachada, la espalda inclinada hacia delante y el trasero sobresaliendo por detrás, como un prisionero de guerra recorriendo una larga carretera de refugiados. Algo cuelga de la parte de atrás de su vestido, balanceándose de un lado a otro, y a Janice no le sorprende descubrir (con la poca visión que le queda) que se trata del audífono.

—Quiero despertar —dice un hombre detrás de Janice. Habla en un tono quejumbroso y molesto—. Quiero despertar. ¡Ya basta!

La nube roja ha crecido en toda su plenitud y se alza en un triunfo abrasador donde hacía noventa segundos estaba Nueva York; un hongo púrpura y rojo oscuro que ha horadado un agujero sobre aquella tarde y todas las que están por llegar.

Comienza a soplar brisa. Es una brisa caliente. Le aparta el pelo de ambos lados de la cabeza, despejando sus oídos para que pueda oír mejor aquella explosión demoledora que no tiene fin. Janice permanece observando, y piensa en golpear unas cuantas pelotas de tenis, una detrás de otra, todas aterrizando tan juntas que podría meterlas en una olla hirviendo. Así es más o menos como ella escribe. Es su talento. O era.

Piensa en la excursión que Bruce y sus amigos no harán. Piensa en la fiesta en el Holy Now! a la que no asistirán. Piensa en los discos de Jay-Z y Beyoncé y The Fray que no escucharán; aunque eso no es una gran pérdida. Y piensa en la música country que su padre escucha en su camioneta cuando va y viene del trabajo. De algún modo eso es mucho mejor. Ella pensará en Patsy Cline o Skeeter Davis y dentro de un ratito, quizá sea capaz de enseñarles a sus ojos qué no deben mirar.