El sueño de Harvey

Janet se da la vuelta frente al fregadero y, bum, de pronto el hombre con el que lleva casada casi treinta años está sentado a la mesa de la cocina, con una camiseta blanca y unos calzoncillos Big Dog, observándola.

Cada vez es más frecuente que un sábado por la mañana se encuentre a ese tiburón «de lunes a viernes» de Wall Street ahí sentado vestido de esa guisa: hombros caídos, mirada perdida, pelusilla blanca en las mejillas, pechos caídos marcándose en la parte delantera de su camiseta, pelo echado hacia atrás como Alfalfa en Los pequeños traviesos aunque algo crecidito y estúpido. Últimamente Janet y su amiga Hannah han estado asustándose mutuamente (como las niñas que se cuentan historias de fantasmas la noche que pasan fuera de casa) intercambiando cuentos sobre el Alzheimer: quién no reconoce ya a su esposa, quién no se acuerda ya de los nombres de sus hijos.

Pero en realidad no cree que esas apariciones silenciosas de los sábados por la mañana tengan que ver con un Alzheimer prematuro; cualquier otro día de la semana Harvey está preparado y deseando salir por la puerta hacia las seis cuarenta y cinco de la mañana; es un hombre de sesenta años que aparenta cincuenta (bueno, cincuenta y cuatro) con cualquiera de sus mejores trajes y que todavía es capaz de cerrar un buen trato, comprar al coste o negociar con los mejores.

No, piensa ella, tan solo está ensayando para ser viejo, y Janet lo detesta. Teme que cuando se jubile sea así todas las mañanas, al menos hasta que le ofrezca un vaso de zumo de naranja y le pregunte (con inevitable y creciente impaciencia) si quiere cereales o solo una tostada. Teme que, sea lo que sea lo que ella esté haciendo, se dé la vuelta y lo vea allí sentado, bajo un rayo de sol de una mañana demasiado soleada: el Harvey de por la mañana, el Harvey de la camiseta y los calzoncillos, con las piernas separadas de modo que ella puede ver el insignificante bulto de su paquete (como si le interesara) y los callos amarillentos en los enormes dedos de sus pies, que siempre le recuerdan al poeta Wallace Stevens y a su «Emperador de los Helados». Ahí sentado, en silencio, aletargadamente contemplativo, en lugar de avispado y ansioso, mentalizándose para afrontar el día de trabajo. Por Dios, ojalá se equivoque. Eso hace que la vida parezca tan delicada, tan estúpida… No puede evitar preguntarse si aquello es consecuencia de todo por lo que han luchado, de haber criado y casado a tres chicas, de haber superado una inevitable infidelidad en su madurez, de lo que han trabajado, y en ocasiones (afrontémoslo) de lo que se han aprovechado. Si aquí es adonde se llega después de abandonar los bosques oscuros, piensa Janet, a esta… a esta zona de aparcamientos… entonces, ¿por qué la gente sigue adelante?

Pero la respuesta es fácil. Porque no lo sabes. Apartas la mayoría de las mentiras que te encuentras en el camino pero te aferras a esa que dice que la vida importa. Conservas un álbum de fotos y de recuerdos dedicado a las niñas, y en él aún son jóvenes y sus posibilidades aún son interesantes: Trisha, la mayor, tocada con un sombrero y ondeando una varita mágica encima de Tim, el cocker spaniel; Jenna, fotografiada en pleno salto sobre los aspersores del césped…, su afición a la marihuana, las tarjetas de crédito y los hombres mayores todavía lejos en el horizonte; Stephanie, la pequeña, en el concurso de gramática del condado, donde «murciélago» resultó ser su propio Waterloo. En algún lugar de la mayoría de esas fotografías (habitualmente en el fondo) se encuentran Janet y el hombre con el que se casó, siempre sonriendo, como si hacer otra cosa fuera ilegal.

Entonces un día cometes el error de mirar por encima del hombro y descubres que las niñas han crecido y que el hombre con el que has luchado por mantener a flote tu matrimonio está ahí sentado, con las piernas abiertas, blanquecinas, bajo un rayo de sol, y Dios sabe que con cualquiera de sus mejores trajes aparenta cincuenta y cuatro años, pero ahí sentado, a la mesa de la cocina, parece que tiene setenta. Santo cielo, setenta y cinco. Tiene el aspecto de lo que los matones de Los Soprano llaman un ente.

Se vuelve de nuevo hacia el fregadero y estornuda delicadamente una, dos y tres veces.

—¿Cómo lo llevas esta mañana? —pregunta él, refiriéndose a su sinusitis, a sus alergias.

La respuesta es no muy bien, pero, al igual que un montón de cosas malas, las alergias estivales tienen su lado bueno. Ya no tiene que dormir con él ni pelearse por las sábanas en medio de la noche; ya no tiene que soportar sus ocasionales pedos sordos mientras J. Harvey se interna en un sueño profundo. La mayoría de las noches de verano Janet logra dormir seis horas, incluso siete, y eso es más que suficiente. Cuando llegue el otoño y él abandone el cuarto de invitados, pasarán a ser cuatro horas, y la mayoría, tormentosas.

Sabe que llegará un año en que él no volverá al dormitorio. Y aunque Janet no lo dice en voz alta —eso heriría sus sentimientos, y no le gusta herir sus sentimientos; a eso se reduce el amor entre ellos, al menos en lo que a ella respecta—, ella se alegrará.

Suspira y coge el cazo con agua del fregadero. Lo mueve entre las manos.

—No muy mal —dice.

Y entonces, justo cuando está pensando (y no por primera vez) en las pocas sorpresas que le depara su vida, en las escasas profundidades maritales que les quedan por explorar, él dice con voz extrañamente despreocupada:

—Menos mal que no dormiste conmigo anoche, Jax. Tuve una pesadilla. Me desperté gritando.

Ella está sorprendida. ¿Desde cuándo no la llamaba Jax, en lugar de Janet o Jan? Este último es un apodo que ella odia en secreto. Le recuerda a esa empalagosa actriz de Lassie de cuando era niña; el niño (Timmy, se llamaba Timmy) siempre se caía en un pozo, o le mordía una serpiente, o quedaba atrapado bajo una roca, y ¿qué clase de padres dejan la vida de su hijo en manos de un maldito collie?

Se gira de nuevo hacia él, sin prestarle atención al último huevo que queda en el cazo, el agua ya ha corrido lo suficiente para que se enfríe. ¿Había tenido una pesadilla? ¿Harvey? Intenta acordarse de la última vez que Harvey mencionó que había tenido un sueño, cualquiera, pero no tiene suerte. Lo único que le viene a la memoria es un vago recuerdo de su época de noviazgo, Harvey diciendo algo así como «Soñé contigo», ella lo bastante joven como para pensar que era dulce en lugar de una tontería.

—¿Que qué?

—Que me desperté gritando —dice—. ¿No me has oído?

—No. —Lo miraba. Se preguntaba si estaba bromeando. Si era algún grotesco chiste matutino. Pero Harvey no es bromista. Su idea del humor es contar anécdotas durante la comida sobre sus días en el ejército. Ella las ha escuchado todas al menos cien veces.

—Gritaba palabras, pero realmente no era capaz de pronunciarlas. Era como si… no sé… como si no pudiera cerrar la boca para decirlas. Parecía que me hubieran dado un golpe. Y hablaba en voz baja. No era mi voz. —Hace una pausa—. Me oí y me obligué a parar. Pero estaba temblando y tuve que encender la luz durante un rato. Intenté hacer pis pero no pude. Estos días parece que puedo hacer pis con facilidad (al menos un poco), pero a las dos y cuarenta y siete de la madrugada no pude.

Hace una pausa, ahí sentado bajo su rayo de sol. Ella ve motas de polvo bailando en la luz. Parece que tiene una aureola.

—¿Qué has soñado? —pregunta, y entonces ocurre algo extraño. Por primera vez en quizá cinco años, desde que estuvieron despiertos hasta medianoche discutiendo si debían vender o no las acciones de Motorola (terminaron vendiéndolas), ella está interesada en algo que él tiene que decir.

—No sé si quiero contártelo —dice; parece inesperadamente tímido. Se gira hacia la mesa, coge el molinillo de pimienta y empieza a pasárselo de una mano a la otra.

—Dicen que si cuentas los sueños, no se hacen realidad —dice ella, y aquí está la Cosa Extraña n.° 2: de pronto ve a Harvey como no lo ha visto en años. Incluso su sombra en la pared, por encima de la tostadora, parece más real. Parece como si fuera importante, piensa ella, pero ¿por qué tendría que ser así? ¿Por qué precisamente cuando estaba pensando que la vida está vacía, tendría que parecer plena? Es una mañana de verano de finales de junio. Estamos en Connecticut. Cuando llega junio siempre estamos en Connecticut. Pronto uno de nosotros irá por el periódico, que estará dividido en tres partes, como la Galia.

—¿Eso dicen? —Él reconsidera la idea con las cejas levantadas (necesita que se las depilen otra vez, ya vuelven a tener ese aire salvaje, y él nunca se da cuenta), pasándose de una mano a la otra el molinillo de pimienta. Le gustaría decirle que se detuviera, que eso la pone nerviosa (como la perturbadora oscuridad de su sombra contra la pared, como el latido de su propio corazón, que de pronto se ha acelerado sin ninguna razón), pero no quiere distraerlo de lo que esté pasando por esa mente suya de sábado por la mañana. Y entonces él suelta el molinillo de pimienta, algo que debería estar bien pero no es así, porque el molinillo también tiene su propia sombra, que se extiende por la mesa como la sombra de una enorme pieza de ajedrez; incluso las tostadas tienen sombras, y no tiene ni idea de por qué está tan asustada, pero lo está. Piensa en el gato de Cheshire diciéndole a Alicia «Aquí todos estamos locos», y de repente ya no quiere oír el estúpido sueño de Harvey, ese que le ha hecho despertarse a gritos y hace que parezca un hombre que ha sufrido un derrame cerebral. De pronto quiere que la vida siga igual de vacía. El vacío está bien, el vacío es bueno, y si tienes alguna duda, mira a las actrices de cine.

No hay nada de que hablar, piensa fervientemente. Sí, fervientemente, como si sufriera un acaloramiento repentino, aunque podría jurar que aquel sinsentido había terminado hacía dos o tres años. No hay nada de que hablar, es sábado por la mañana y no hay nada de que hablar.

Abre la boca para decirle que lo ha dicho al revés, que lo que dice la gente es que si cuentas tus sueños se cumplirán, pero es demasiado tarde, él ya está hablando y ella cree que ese es el castigo por despreciar la vida porque está vacía. En realidad, la vida es como una canción de Jethro Tull, compacta como un ladrillo, ¿cómo ha podido pensar lo contrario?

—Soñé que era por la mañana y que bajaba a la cocina —comenta—. Un sábado por la mañana, igual que hoy, solo que tú aún no te habías levantado.

—Los sábados siempre me levanto antes que tú —replica ella.

—Lo sé, pero estaba soñando —dice con paciencia, y ella puede ver los pelos blancos en el lado interior de sus muslos, donde los músculos cuelgan desaprovechados y flácidos. Antaño jugaba al tenis, pero esa época había pasado.

Te dará un infarto, hombre blanco, eso es lo que acabará contigo —piensa ella con una crueldad que le es completamente ajena—, quizá decidan sacar una necrológica en el Times, pero si ese mismo día se muere una actriz de películas de serie B de los años cincuenta, o incluso una bailarina medio famosa de los cuarenta, ni siquiera te quedará eso.

—Pero era un día como este —dice él—. Es decir, era un día soleado. —Levanta una mano y agita las motas de polvo, que cobran vida alrededor de su cabeza, y ella quiere gritarle que no haga eso—. Podía ver mi sombra en el suelo, y nunca la había visto tan brillante ni tan espesa. —Hace una pausa, luego sonríe, y ella ve lo agrietados que tiene los labios—. «Brillante» es una palabra rara para hablar de una sombra, ¿verdad? Y «espesa» también.

—Harvey…

—Me acerqué a la ventana —dice él—, miré afuera y vi que había una abolladura en el lateral del Volvo de Friedman, y supe (de algún modo) que Frank había estado bebiendo y que la abolladura había ocurrido mientras volvía a casa.

De pronto Janet siente que va a desmayarse. Ella misma había visto la abolladura en el Volvo de Frank Friedman cuando salió a la puerta para comprobar si había llegado el periódico (no había llegado), y pensó lo mismo, que Frank habría estado en el Gourd y habría chocado con algo en la zona de aparcamientos. Lo que pensó exactamente fue: ¿cómo habrá quedado el otro tipo?

Reflexiona sobre el hecho de que Harvey también lo haya visto y se dice que por alguna extraña razón está jugando con ella. Desde luego es posible; el cuarto de invitados donde duerme en verano da a la calle. Pero Harvey no es de ese tipo de hombres. «Jugar» no es el «estilo» de Harvey Stevens.

El sudor perla sus mejillas, su frente y su cuello, puede notarlo, y su corazón late más deprisa que nunca. Realmente se acerca una amenaza, y ¿por qué tiene que pasar esto justo ahora? Ahora, cuando el mundo está en silencio, cuando los planes son tranquilos. Si lo he pedido yo, lo siento, piensa…, o quizá en realidad esté rezando. Llévatela, por favor, llévatela.

—Fui hacia el frigorífico —está diciendo Harvey—, miré dentro y vi una bandeja de huevos rellenos cubiertos con plástico transparente. Me puse contentísimo: ¡quería almorzar a las siete de la mañana!

El se ríe. Janet —Jax— observa el cazo del fregadero. Observa el único huevo cocido que queda. A los otros le ha quitado la cascara, los ha cortado por la mitad y les ha sacado la yema. Están en un cuenco sobre la rejilla de secado. Junto al cuenco hay un bote de mayonesa. Había planeado servir los huevos rellenos para almorzar, acompañados con ensalada.

—No quiero oír el resto —dice, pero con un hilo de voz tal que apenas se oye a sí misma. Antaño estuvo en el club de teatro, pero ahora ni siquiera es capaz de hacerse oír en la cocina. Siente los músculos del pecho muy flácidos, como Harvey sentiría las piernas si intentase jugar al tenis.

—Pensé que solo me comería uno —dice Harvey—, y luego pensé: No, si me lo como, se enfadará. Y entonces sonó el teléfono. Contesté al instante porque no quería que te despertaras, y aquí viene lo que pone los pelos de punta. ¿Quieres escuchar la parte que pone los pelos de punta?

No, piensa ella desde donde está, junto al fregadero. No quiero escuchar la parte que pone los pelos de punta. Pero al mismo tiempo quiere escucharla, todo el mundo quiere escuchar la parte que pone los pelos de punta, aquí todos estamos locos, y lo que de verdad dijo su madre fue que si contabas los sueños no se harían realidad, lo que significa que debes contar las pesadillas y guardarte los buenos sueños para ti, ocultarlos como un diente debajo de la almohada. Ellos tienen tres hijas. Una de ellas vive cerca de la carretera, Jenna, la alegre divorciada, tocaya de una de las gemelas Bush, y no es que a Jenna le desagrade; estos días insiste en que la gente la llame Jen. Tres hijas, lo que había significado muchos dientes debajo de la almohada, mucha preocupación por esos extraños en coche que ofrecen paseos y caramelos, lo que había implicado muchas precauciones, y, oh, cómo espera que su madre tuviera razón, que contar un mal sueño sea como clavarle a un vampiro una estaca en el corazón.

—Descolgué el teléfono —dice Harvey— y era Trisha. —Trisha es su hija mayor, que había idolatrado a Houdini y a Blackstone antes de descubrir a los chicos—. Al principio solo dijo una palabra, solo «Papá», pero sabía que era Trisha. Ya sabes, uno siempre lo sabe.

Sí. Ella sabe que uno siempre lo sabe. Uno siempre sabe que es uno de los suyos, a la primera palabra, al menos hasta que crecen y se convierten en otra persona.

—Dije: «Hola, Trish, ¿cómo es que llamas tan temprano, cariño? Tu madre aún está en la cama». Al principio no hubo respuesta. Pensé que me había colgado pero luego escuché unos ruiditos que parecían susurros. No eran palabras sino medias palabras. Como si intentara hablar pero apenas pudiera decir nada porque no lograba reunir fuerzas o tomar aire. Y entonces fue cuando empecé a asustarme.

Bueno, pues tardó bastante, ¿no? Porque Janet —que había sido Jax en el Sarah Lawrence; Jax en el club de teatro; Jax, la de los excelentes besos con lengua; Jax, la que fumaba Gitanes y fingía que le gustaban los chupitos de tequila— hace ya rato que está asustada; antes incluso de que Harvey mencionara la abolladura en el lateral del Volvo de Frank Friedman ya estaba asustada. Y pensar en eso le recuerda la conversación telefónica que había tenido con su amiga Hannah hacía menos de una semana, esa que finalmente desembocó en historias de fantasmas sobre el Alzheimer. Hannah en la ciudad, Janet hecha un ovillo en el sillón de la ventana del salón, mirando la hectárea de terreno que poseían en Westport, todas esas cosas hermosas en crecimiento que la hacían estornudar y le enrojecían los ojos. Antes de que la conversación las llevara al Alzheimer habían hablado de Lucy Friedman y luego de Frank, y ¿quién de las dos lo había dicho? ¿Cuál de ellas había dicho: «Si no hace algo con la bebida, terminará atropellando a alguien»?

—Y entonces Trish dijo algo que sonaba a «cía» o «licía», pero aun estando dormido sabía que… ¿omitía algo? ¿Es esa la expresión? Sabía que omitía la primera sílaba, y que lo que realmente quería decir era «policía». Le pregunté qué pasaba con la policía, qué trataba de decirme de la policía, y me senté. Justo ahí. —Señaló la silla que había en el lugar que ellos llamaban el rincón del teléfono—. Hubo más silencio, luego unas cuantas medias palabras, esas medias palabras susurradas. Pensaba que estaba consiguiendo que me volviera loco, la reina del teatro, la misma de siempre, pero entonces dijo «número», tan claro como una campanada. Y supe, de la misma forma que había sabido que intentaba decir «policía», que trataba de decirme que la policía la había llamado a ella porque no tenían nuestro número.

Janet asiente con torpeza. Hace dos años habían decidido eliminar su número del listín de teléfonos porque los periodistas se pasaban el día llamando a Harvey por el desastre de Enron. Normalmente a la hora de la cena. No es que él tuviera algo que ver con Enron, pero las grandes compañías energéticas eran algo así como su especialidad. Unos años antes incluso había formado parte de una comisión presidencial, cuando Clinton era el Gran Kahuna y el mundo era (al menos en su humilde opinión) un lugar un poco mejor, más seguro. Y aunque había muchas cosas de Harvey que a Janet ya no le gustaban, lo que sí sabía perfectamente era que tenía más integridad en su dedo meñique que todos esos corruptos de Enron juntos. A veces esa integridad puede aburrirte, pero al menos sabes de qué se trata.

En todo caso, ¿no tiene la policía ningún modo de hallar los números de teléfono que no aparecen en el listín? Bueno, quizá no si tienen prisa por descubrir algo o por comunicarle algo a alguien. Además, los sueños no tienen por qué ser lógicos, ¿verdad? Los sueños son poemas del subconsciente.

En ese instante, como no soporta seguir ahí, se dirige hacia la puerta de la cocina y mira afuera el brillante día de junio, mira Sewing Lane, que es su pequeña versión de lo que ella supone que es el sueño americano. ¡Con qué calma reposa esa mañana, con un trillón de gotas de rocío brillando sobre el césped! El corazón todavía martillea en su pecho y el sudor resbala por su rostro y desea decirle que tiene que callarse, que no debe contar su sueño, esa terrible pesadilla. Tiene que recordarle que Jenna vive cerca de la carretera; Jen, eso es, Jen, que trabaja en el Video Stop del pueblo y que pasa demasiadas noches de la semana bebiendo en el Gourd con tipos como Frank Friedman, que es lo bastante mayor como para ser su padre. Lo que indudablemente forma parte de la diversión.

—Todas esas medias palabras susurradas —está diciendo Harvey— pero no decía nada. Luego oí «asesinada» y supe que una de las niñas estaba muerta. Simplemente lo supe. No era Trisha, porque estaba al teléfono, sino Jenna o Stephanie. Y me asusté tanto… Solo pude sentarme ahí y preguntarme cuál de ellas quería que fuera, como en la maldita Decisión de Sofía. Empecé a gritarle. «¡Dime cuál de ellas! ¡Dime cuál de ellas! ¡Por Dios, Trish, dime cuál de ellas!» Fue entonces cuando el mundo real empezó a desangrarse… siempre y cuando pueda suceder algo así…

Harvey emite una risita, y bajo la luz brillante de la mañana Janet distingue una mancha roja en el centro de la abolladura en el lateral del Volvo de Frank Friedman y en medio de la mancha hay algo oscuro que bien podría ser tierra o incluso pelo. Puede ver a Frank subiéndose a la acera a las dos de la madrugada, demasiado borracho para enfilar el camino de entrada y aún más para entrar por la estrecha puerta del garaje y todo eso. Puede verlo tambaleándose hasta la casa, con la cabeza gacha, respirando con fuerza. ¡Viva el toroo!

—En ese momento supe que estaba en la cama, pero me oí hablar en esa voz baja que en absoluto sonaba como la mía; sonaba como la voz de un extraño, no podía entender nada de lo que decía. «Ime uál, iiimee, uáal», así sonaba. «¡Iimee uáal, Ish!»

Dime cuál. Dime cuál, Trish.

Harvey se calla; piensa. Reflexiona. Las motas de polvo bailan alrededor de su cara. Con el sol, su camiseta casi brilla demasiado para mirarla; es una de las que salen en los anuncios de detergente.

—Me quedé en la cama, esperando a que vinieras corriendo a ver qué me pasaba —dice al fin—. Tenía la piel de gallina y temblaba; me decía que solo había sido un sueño, como tú dices, claro, pero también pensaba en lo real que había sido. En lo maravilloso que había sido en el sentido horrible de la palabra.

Vuelve a hacer una pausa, piensa en cómo decir lo siguiente; no es consciente de que su esposa ya no le escucha. La que había sido Jax ocupa ahora toda su mente, todo su considerable poder de pensamiento, para obligarse a creer que eso no es sangre sino la pintura del chasis del Volvo. «Desconchada» es una palabra que su subconsciente está más que dispuesto a asimilar.

—Es sorprendente lo lejos que puede llegar la imaginación, ¿verdad? —dice él al fin—. Un sueño así es como un poeta, uno de los grandes, debe de ver sus poesías. Todos los detalles tan claros y tan brillantes…

Se queda callado; la cocina pertenece al sol y a las motas danzarinas; fuera, el mundo permanece a la espera. Janet observa el Volvo que hay al otro lado de la calle; parece que le palpita en los ojos, compacto como un ladrillo. Cuando el teléfono suena, ella habría gritado si hubiera podido respirar; se habría tapado los oídos si hubiera podido levantar las manos. Oye que Harvey se levanta y va hasta el rincón mientras el teléfono vuelve a sonar, y luego una tercera vez.

Se han equivocado de número, piensa ella. Tiene que ser así, porque cuando cuentas un sueño no se hace realidad.

—¿Diga? —dice Harvey.