The New York Times a un precio de ganga

Ella acaba de salir de la ducha cuando el teléfono empieza a sonar, pero a pesar de que la casa aún está llena de familiares —los oye abajo, parece que no se vayan a marchar nunca, parece que nunca hayan sido tantos—, nadie lo coge. Y tampoco salta el contestador automático, y eso que James lo programó para que se activara después del quinto tono.

Anne se dirige al supletorio que hay en la mesita de noche, envuelta en una toalla, con el pelo mojado pegándose desagradablemente en la nuca y los hombros desnudos. Coge el auricular, dice hola, y luego él dice el nombre de ella. Es James. Han estado juntos treinta años, y una palabra es cuanto ella necesita. Nadie dice «Annie» como él; siempre ha sido así.

Durante un instante no puede hablar, ni siquiera respirar. La ha pillado en medio de una exhalación y siente los pulmones tan finos como hojas de papel. Entonces, mientras él repite su nombre (suena inusitadamente vacilante e inseguro de sí mismo), las fuerzas abandonan sus piernas. Se convierten en arena y Anne se sienta en la cama, la toalla se le cae y moja con el trasero las sábanas de debajo. Si la cama no hubiera estado ahí, se habría caído al suelo.

Cierra las mandíbulas con un chasquido y la respiración se reactiva.

—James… ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado? En su voz normal habría parecido que estaba de mal genio —una madre regañando a un caprichoso hijo de once años que ha vuelto a llegar tarde a cenar—, pero ahora emerge como una especie de gruñido horrorizado. Al fin y al cabo, los familiares que están abajo hablando en susurros están organizando su funeral.

James ríe entre dientes. Es un sonido desconcertante.

—Bueno, te diré qué ha pasado —dice—. No sé exactamente dónde estoy.

El primer pensamiento confuso de Anne es que ha debido de perder el avión en Londres, aunque la había llamado desde Heathrow no mucho antes de despegar. Entonces se le ocurre una idea más clara: aunque el Times y las noticias de televisión afirmen que no ha habido supervivientes, al menos ha habido uno. Su marido se arrastró bajo los restos del fuselaje del avión en llamas (y del edificio contra el que chocó, no lo olvidemos; veinticuatro muertos más en tierra, y la cifra aumentará antes de que el mundo avance hacia la próxima tragedia) y desde entonces ha estado deambulando por Brooklyn en estado de shock.

—Jimmy, ¿estás bien? ¿Te has… te has quemado? —La verdad de lo que eso significa se manifiesta después de hacer la pregunta, golpeándola como un libro al caer sobre un pie desnudo, y se echa a llorar—. ¿Estás en el hospital?

—Cálmate —dice él, y al percibir su amabilidad de siempre… esa palabra habitual, una pequeña pieza del mobiliario de su matrimonio, ella llora más fuerte—. Cariño, cálmate.

—¡Es que no lo entiendo!

—Estoy bien —dice—. La mayoría de nosotros estamos bien.

—¿La mayoría…? ¿Hay más?

—El piloto no —dice—. El no está tan bien. O quizá sea el copiloto. El sigue gritando. «Nos vamos abajo, no hay potencia; oh, Dios mío.» Y: «No ha sido culpa mía, no dejen que me echen la culpa». También dice eso.

Ella se ha quedado paralizada.

—¿Quién es usted? ¿Por qué está siendo tan cruel? Acabo de perder a mi marido, ¡imbécil!

—Cariño…

—¡No me llame así! —Un hilo de mocos le cuelga de una de las fosas nasales. Se seca la nariz con el dorso de la mano y luego la sacude en el aire, algo que no había hecho desde que era niña—. Escuche, señor…, anotaré el número de esta llamada y llamaré a la policía; le darán una patada en el culo… maleducado, gilipollas, insensible…

Pero no puede ir más allá. Es su voz. No puede negarlo. Las circunstancias de la llamada —nadie ha descolgado abajo, el contestador no ha saltado— apuntan que esa llamada era solo para ella. Y… cariño, cálmate. Como en la vieja canción de Cari Perkins.

Él se queda callado, como dejando que asimile las cosas por sí misma. Pero antes de que ella pueda hablar de nuevo, se oye un pitido en la línea.

—¡James! ¡Jimmy! ¿Estás ahí?

—Sí, pero no puedo hablar mucho. Estaba llamándote cuando nos fuimos abajo, y supongo que esa es la razón por la que he podido comunicarme contigo. Muchos de los otros han estado intentándolo, aquí tenemos un montón de teléfonos móviles, pero no ha habido suerte. —Ese pitido otra vez—. Y ahora mi teléfono se está quedando seco.

—Jimmy, ¿eras consciente? —Eso ha sido lo más duro y terrible para ella… la idea de que hubiera sido consciente de todo aunque solo hubiera sido durante un eterno minuto o dos. Otros quizá habrían imaginado cuerpos calcinados o cabezas desmembradas con muecas en la cara; incluso a bomberos equipados con linternas birlando anillos de boda y pendientes de diamantes; pero lo que le ha quitado el sueño a Annie Driscoll es la imagen de Jimmy mirando por la ventanilla mientras las calles y los coches y el edificio marrón de apartamentos de Brooklyn estaban cada vez más cerca. Las inútiles mascarillas colgando como los cadáveres de pequeños animales amarillos. Los compartimientos superiores abiertos, el equipaje de mano volando por los aires, la maquinilla de afeitar Norelco de alguien rodando por el pasillo en pendiente—. ¿Sabías que os estabais cayendo?

—En realidad no —dice él—. Todo parecía ir bien hasta el final…, quizá hasta los últimos treinta segundos. Aunque es difícil llevar la cuenta del tiempo en situaciones como esta, siempre lo he pensado.

«Situaciones como esta.» E incluso: «Siempre lo he pensado». Como si hubiera estado a bordo de media docena de 767 siniestrados en vez de en uno.

—En cualquier caso —continúa—, solo te llamaba para decirte que llegaríamos temprano, y te aseguraras de que el repartidor de FedEx se había largado antes de que yo llegara.

La absurda atracción de Anne por el repartidor de FedEx ha sido una broma entre ellos durante años. Ella se pone a llorar otra vez. El teléfono produce otro de esos pitidos, como si la regañara por ello.

—Creo que morí un segundo o dos antes de que el teléfono diera tono por primera vez. Creo que esa es la razón por la que he podido contactar contigo. Pero esta cosa va a liberar su espíritu muy pronto.

Chasquea la lengua como si fuera divertido. Ella supone que a su modo lo es. Quizá al final le encuentre la gracia por sí misma. Dame unos diez años, piensa.

Luego, con esa voz de estoy-hablando-conmigo que ella conoce tan bien:

—¿Por qué no pondría a cargar anoche este cacharro de mierda? Lo olvidé, eso es todo. Lo olvidé.

—James… cariño… el avión se estrelló hace dos días.

Una pausa. Afortunadamente no la rellena ningún pitido. Luego:

—¿De verdad? La señora Corey dijo que el tiempo aquí es muy raro. Algunos estaban de acuerdo, otros no. Yo estaba en desacuerdo, pero parece que ella tenía razón.

—¿Corazones? —pregunta Annie. Ahora se siente como si estuviera flotando fuera y ligeramente por encima de su húmedo y rechoncho cuerpo de mediana edad, pero no ha olvidado las viejas costumbres de Jimmy. En los vuelos largos siempre intentaba jugar a algo. El cribbage o la canasta le servían, pero el corazones era su verdadera pasión.

—Corazones —responde él.

El teléfono pita otra vez, como si le secundara.

—Jimmy… —Vacila el tiempo suficiente para preguntarse si quiere obtener esa información, luego se zambulle aun sin tener respuesta a esa pregunta—. ¿Dónde estás exactamente?

—Parece la Grand Central Station —dice él—. Solo que más grande. Y más vacía. Como si no fuera realmente la Grand Central sino solo… mmm… un decorado cinematográfico de la Grand Central. ¿Entiendes lo que intento decirte?

—Creo… creo que sí.

—Desde luego no hay trenes… y no oímos nada a lo lejos… pero hay puertas en todas partes. Ah, y hay una escalera mecánica, pero está rota. Polvorienta y con algún que otro escalón hecho polvo. —Hace una pausa, y cuando vuelve a hablar lo hace en voz baja, como si temiera que alguien lo oyera—. La gente se está marchando. Algunos suben por la escalera mecánica (los he visto), pero la mayoría lo hace por las puertas. Supongo que yo también tendré que irme. Más que nada porque aquí no hay nada para comer. Hay una máquina de dulces, pero tampoco funciona.

—¿Tienes…, cariño, tienes hambre?

—Un poco. Lo que más me gustaría es un poco de agua. Mataría por una botella fría de Dasani.

Annie se mira con culpabilidad las piernas, aún salpicadas de agua. Le imagina lamiéndole aquellas gotas y se horroriza por sentir ese deseo sexual.

—Pero estoy bien —añade apresuradamente—. Por ahora, al menos. Aunque no creo que pueda quedarme aquí. Lo que pasa es que…

—¿Qué? ¿Qué, Jimmy?

—No sé qué puerta usar. —Otro pitido—. Ojalá supiera cuál escogió la señora Corey. Se llevó mi puñetera baraja.

—¿Estás…? —Se seca el rostro con la toalla que ha usado después de ducharse; antes Anne se sentía fresca, ahora es todo lágrimas y mocos—. ¿Estás asustado?

—¿Asustado? —pregunta pensativo—. No. Un poco preocupado, eso es todo. Sobre todo porque no sé qué puerta elegir.

Encuentra el camino a casa, está a punto de decirle Anne. Encuentra la puerta correcta y encuentra el camino a casa. Pero si lo hiciera, ¿querría ella verle? Un fantasma vale, pero ¿y si le abría la puerta a un rescoldo humeante con los ojos rojos y los restos de los vaqueros (siempre viajaba con vaqueros) derretidos entre las piernas? ¿Y si la señora Corey iba con él, con la horneada baraja de cartas en una mano retorcida? Bip.

—Ya no tendré que decirte nunca más que tengas cuidado con el repartidor de FedEx —dice—. Si de verdad lo quieres, es todo tuyo.

A Anne le sorprende haberse echado a reír.

—Pero sí quería decirte que te quiero…

—Oh, cariño, yo también te…

—… y no dejes que el chico de los McCormack arregle los canalones este otoño, trabaja duro pero se arriesga demasiado; el año pasado casi se rompe el puñetero cuello. Y no vuelvas a ir a la panadería en domingo. Allí va a pasar algo, y sé que pasará en domingo, pero no sé qué domingo. Aquí el tiempo es realmente muy raro.

El chico de los McCormack del que está hablando debe de ser el hijo del guarda de la casa que tenían en Vermont…, pero hace diez años que han vendido la casa, y el chico ahora debe de tener unos veintitantos. ¿Y la panadería? Supone que está hablando de la panadería Zoltan’s, pero…

Bip.

—Creo que aquí hay algunos que tienen los ánimos por los suelos. Es muy duro, porque no tienen ni idea de cómo han llegado hasta aquí. Y el piloto sigue gritando. O quizá sea el copiloto. Creo que se quedará aquí bastante tiempo. No hace más que deambular de un lado a otro. Está muy confuso.

Los pitidos son cada vez más frecuentes.

—Tengo que irme, Annie. No puedo quedarme aquí, y de todos modos el teléfono se va a ir a la mierda de un momento a otro —murmura una vez más con su voz de me-estoy-regañando-a-mí-mismo (es imposible creer que después de hoy jamás volverá a oírla; es imposible no creerlo)—. Habría sido tan fácil, solo… bueno, da igual. Te quiero, cariño.

—¡Espera! ¡No te vayas!

—Yo…

—¡Yo también te quiero! ¡No te vayas!

Pero se ha ido. En su oído solo percibe un silencio oscuro.

Se sienta con el teléfono muerto pegado a la oreja durante un minuto o más, después corta la conexión. La no conexión. Cuando vuelve a abrir la línea y obtiene un tono perfectamente normal, pulsa el botón de última llamada. Según el robot que le responde, la última llamada entrante fue a las nueve de la mañana. Ella sabe de quién era: su hermana Nell, que llamaba desde Nuevo México. Nell la había llamado para decirle que su avión se había retrasado y que no llegaría hasta la noche. Nell le dijo que fuera fuerte.

Todos los parientes que vivían lejos —los de James, los de Annie— habían volado hasta allí. Al parecer, consideraban a James el nexo de unión de la familia, al menos hasta el momento.

No hay registrada ninguna llamada entrante —mira hacia el reloj que hay al lado de la cama y comprueba que son las 15.17 horas— a eso de las tres y diez de su tercera tarde de viudedad.

Alguien da unos golpecitos en la puerta y su hermano la llama:

—¡Anne! ¡Annie!

—¡Me estoy vistiendo! —responde. Su voz suena como si hubiera estado llorando, pero desgraciadamente en aquella casa a nadie le parecería extraño—. ¡Intimidad, por favor!

—¿Estás bien? —pregunta desde detrás de la puerta—. Nos ha parecido que te habíamos oído hablar. Y Ellie ha dicho que habías gritado.

—¡Estoy bien! —replica, y vuelve a secarse la cara con la toalla—. ¡Bajo enseguida!

—Vale. Tómate tu tiempo. —Una pausa—. Estamos aquí por ti.

Luego se aleja.

—Bip —susurra ella, luego se cubre la boca con las manos para aguantarse la risa, una emoción que es más difícil de controlar incluso que el dolor, aun si tiene un solo modo de salir—. Bip, bip. Bip, bip, bip. —Se echa de espaldas sobre la cama, riéndose, y por encima de sus manos ahuecadas alrededor de la boca tiene los ojos muy abiertos, anegados en lágrimas que le recorren las mejillas hasta los oídos—. Bip, maldito pitido, bip.

Se ríe durante un rato, luego se viste y baja para estar con sus familiares, que han ido hasta allí para compartir su dolor con ella. Lo que pasa es que ella es distinta de todos los demás; él no ha llamado a ninguno de ellos. La ha llamado a ella. Para bien o para mal, la ha llamado a ella.

Durante el otoño de aquel año, con los rescoldos ennegrecidos del edificio donde se estrelló el avión separados del resto del mundo por una cinta amarilla de policía (aunque los pandilleros ya han entrado y han dejado un mensaje en un graffiti que dice LOS CRISPY CRITTERS ACABAN AQUÍ, Annie recibe uno de esos correos electrónicos de chismorreos que a los adictos a los ordenadores les gusta enviar de vez en cuando a un amplio círculo de conocidos. Este es de Gert Fisher, la bibliotecaria de Tilton, en Vermont. Cuando Annie y James veraneaban allí, Annie se ofrecía como voluntaria en la biblioteca, y a pesar de que las dos mujeres nunca habían llegado a congeniar especialmente bien, desde entonces Gert había incluido a Annie en sus puestas al día trimestrales. Por lo general no son muy interesantes, pero entre las bodas, los funerales y los premios juveniles de ese año, Annie lee una noticia que la deja sin respiración. Jason McCormack, el hijo del viejo Hughie McCormack, murió en un accidente el día del Trabajo, primer lunes de septiembre. Se cayó del tejado de una casita de verano mientras limpiaba los canalones y se rompió el cuello.

«Solo estaba haciéndole un favor a su padre, a quien, como recordaréis, le dio una apoplejía el verano anterior», escribió Gen antes de explicar cuánto había llovido sobre la biblioteca durante el mercadillo que montaron al final del verano, y qué decepcionados estaban todos.

Gert no lo decía en su compendio de tres páginas de noticias, pero Annie está bastante segura de que Jason se cayó del tejado de la que fue su casa de verano. De hecho, está segurísima.

Cinco años después de la muerte de su marido (y de la muerte de Jason McCormack no mucho después), Annie vuelve a casarse. Y aunque se han mudado a Boca Ratón, ella vuelve a menudo a su viejo barrio. Craig, su nuevo marido, está semirretirado, y sus negocios lo llevan a Nueva York cada tres o cuatro meses. Annie lo acompaña casi siempre porque todavía tiene familia en Brooklyn y en Long Island. A veces le parece que son más de los que ella cree. Pero los quiere con ese cariño exasperado que, piensa, solo poseen las personas de cincuenta o sesenta años. Jamás olvidará cómo la rodearon después de que el avión de James se estrelló y formaron el mejor colchón que podían formar. Para que no se estrellara ella también.

Cuando ella y Craig van a Nueva York, lo hacen en avión. En eso nunca pone reparos, pero ha dejado de ir los domingos a la panadería de la familia Zoltan aun estando segura de que sus panecillos de pasas se sirven en la sala de espera del cielo. En vez de a Zoltan va a Froger’s. Está allí, comprando rosquillas (las rosquillas al menos son pasables), cuando oye la explosión. La oye claramente aunque Zoltan’s está a once manzanas de distancia. Una explosión de gas. Cuatro muertos, entre ellos la mujer que siempre le ponía los panecillos en una bolsa con las asas anudadas y le decía: «Manténgalos así hasta llegar a casa o perderán la frescura».

La gente se agolpa en las aceras, miran al este, hacia la explosión y el humo creciente, se cubren los ojos con las manos. Annie se aleja de ellos rápidamente; no mira. No quiere ver una columna de humo alzándose después de la explosión; bastante piensa ya en James, sobre todo las noches en que no puede dormir.

Cuando llega a casa, oye que el teléfono está sonando en el interior. O todo el mundo se ha ido a ver la exposición de arte que el colegio local ha montado en el patio, o nadie oye el timbre del teléfono. Salvo ella, claro. Y cuando gira la llave en la cerradura, el timbre ha parado.

Sarah, la única de sus hermanas que nunca se ha casado, está allí, por supuesto, pero Anne no necesita preguntarle por qué no ha respondido al teléfono; Sarah Bernicke, antaño reina de las discotecas, está en la cocina con Village People a toda pastilla, bailando con la escoba en una mano, como una muchacha de un anuncio de la televisión. Ella también se ha perdido la explosión de la panadería, aunque este edificio está mucho más cerca de Zoltan’s que de Froger’s.

Annie comprueba el contestador automático, pero en la pantalla de MENSAJES EN ESPERA hay un enorme cero rojo. Eso significa que no tiene ninguno; mucha gente llama y no deja mensajes, pero…

El botón de las llamadas recibidas le indica que la última entró a las ocho y cuarenta minutos de la noche anterior. Annie marca de todos modos, esperando contra toda esperanza que en alguna parte de esa gran habitación que parece el decorado cinematográfico de la Grand Central Station él haya encontrado un modo de recargar su teléfono. A él seguro que le parecería que la última vez que hablaron fue la tarde anterior. O hacía unos minutos. «El tiempo es raro por aquí», había dicho. Anne ha soñado con esa llamada tantas veces que ahora casi parece un sueño en sí mismo, aunque jamás ha hablado de eso a nadie. Ni a Craig, ni siquiera a su madre, con casi noventa años pero alerta y firmemente convencida de que hay vida después de la muerte.

En la cocina, Village People dice que no hay que deprimirse. Es cierto, y ella no lo está. Sin embargo, coge el teléfono con fuerza, mientras el número que ha recuperado de la memoria del aparato suena una vez, luego dos. Annie está de pie en la sala de estar con el teléfono pegado al oído y con la mano libre manoseando el broche que lleva sobre su pecho izquierdo, como si tocar ese broche pudiera calmar el corazón desbocado que hay debajo. Entonces, la llamada se corta, y una voz grabada le ofrece la posibilidad de adquirir el New York Times a un precio de ganga que no volverá a repetirse.