Notas al anochecer

Según cierta corriente de pensamiento, unas notas como estas son, en el mejor de los casos, innecesarias, y en el peor, sospechosas. El argumento en contra es que las historias que necesitan una explicación probablemente no son muy buenas. En cierto modo comparto esa idea, por eso pongo este pequeño anexo al final del libro (también para evitar esos pesados gritos de «destripahistorias» que suelen lanzar los destripahistorias). La razón de que incluya estas notas es simplemente que a algunos lectores les gustan. Quieren saber qué llevó a escribir cierta historia, o en qué pensaba el autor cuando la escribió. Este autor no recuerda necesariamente esas cosas, pero puede ofrecer algunas reflexiones al azar que quizá (o quizá no) sean interesantes.

«Willa» Probablemente este no sea el mejor relato del libro pero le tengo muchísimo cariño porque marcó en mí el comienzo de un nuevo período de creatividad, al menos en lo que se refiere a los relatos cortos. La mayoría de los relatos de Después del anochecer son posteriores a «Willa» y los escribí bastante seguidos (en un período de no más de dos años). En cuanto a la historia en sí… una de las mejores cosas de la fantasía es que ofrece a los escritores la oportunidad de explorar lo que podría (o no) pasar «cuando hayamos abandonado este despojo mortal»[14]. Hay dos relatos de este tipo en Después del anochecer (el otro es «The New York Times a un precio de ganga»). Me criaron dentro del metodismo convencional, y aunque hace tiempo que rechacé la religión institucionalizada y la mayoría de sus inflexibles afirmaciones, me mantuve fiel a la idea principal de que de un modo u otro sobrevivimos a la muerte. Me resulta difícil creer que unos seres tan complejos, y en ocasiones tan maravillosos, al final acaben desechados, tirados como la basura en el arcén. (Probablemente es que no quiero creerlo.) Sin embargo, para saber cómo es esa supervivencia… no me queda más remedio que esperar y descubrirlo. Mi mejor apuesta es que estaremos muy confusos y nada dispuestos a aceptar nuestro nuevo estado. Mi mayor esperanza es que el amor sobreviva a la muerte (soy un romántico, denúnciame si tienes huevos). Si es así, sería un amor desconcertado… y un poquito triste. Cuando el amor y la tristeza se encuentran en mi cabeza al mismo tiempo, pongo música country: gente como George Strait, BR549, Marty Stuart… o The Derailers. Estos últimos son los que tocan en este relato, por supuesto, y pienso van a tener por delante un camino muy largo.

«La chica de pan de jengibre» Mi esposa y yo vivimos parte del año en Florida, cerca de la barrera de islas del golfo de México. Hay un montón de fincas muy grandes, algunas antiguas y elegantes, otras de pomposo estilo nouveau. Hace un par de años di un paseo con un amigo por una de esas islas. Mientras caminábamos, señaló una de esas megamansiones, y dijo: «La mayoría de esas casas permanecen vacías durante seis o incluso ocho meses al año, ¿te imaginas?». Lo imaginé… y pensé que podría convertirse en una historia maravillosa. Creció a partir de una premisa muy simple: un tipo malo persigue a una chica a lo largo de una playa desierta. Pero pensé que, para poder empezar, ella tendría que estar huyendo de algo más. En otras palabras, una chica de pan de jengibre. Solo que antes o después incluso el corredor más rápido debe detenerse y luchar. Además, me gustan las historias que dependen de detallitos cruciales. Y esta tiene un montón.

«El sueño de Harvey» Solo puedo decirte una cosa sobre este relato, porque es lo único que sé (y probablemente lo único que importa): vino a mí en un sueño. Lo escribí de una sentada, prácticamente me limité a transcribir la historia que mi subconsciente me había contado. En el libro aparece otro relato-sueño, pero acerca de ese sé un poco más.

«Área de descanso» Una noche, hace aproximadamente seis años, realicé una lectura en una facultad de St. Petersburg. Me dieron las tantas y acabé conduciendo de vuelta a casa por la autopista de Florida pasada la medianoche. Me detuve en un área de servicio para darles un respiro a mis riñones. Si has leído este relato sabrás cómo era: el módulo de una prisión de seguridad media. En todo caso, me detuve fuera del baño de caballeros porque un hombre y una mujer discutían acaloradamente en el baño de señoras. Parecían muy tensos, a punto de llegar a las manos. Me pregunté qué demonios iba a hacer yo si eso sucedía, y pensé: Evocaré al Richard Bachman[15] que llevo dentro, él es más bravucón que yo. Al final salieron sin llegar a pegarse —aunque la dama estaba llorando— y yo conduje hasta casa sin más incidentes. Una semana más tarde escribí este relato.

«La bicicleta estática» Si alguna vez has montado en una de esas cosas, sabrás lo tremendamente aburridas que pueden llegar a ser. Y si alguna vez has intentado seguir diariamente un régimen sabrás lo difícil que puede ser (mi lema: «Comer es más fácil»… pero, sí, yo hago ejercicio). Este relato surgió de mi relación de odio-odio no solo con las bicicletas estáticas sino con cada una de las cintas por las que he corrido penosamente y con cada una de las máquinas de steps a las que me he subido.

«Las cosas que dejaron atrás» Como a casi todo el mundo en Estados Unidos, el 11-S me afectó profunda y radicalmente. Al igual que muchos grandes escritores de ficción, tanto literarios como populares, sentía cierta reticencia a decir nada acerca de un acontecimiento que se ha convertido para Estados Unidos en una piedra de toque como Pearl Harbor o el asesinato de John Kennedy. Pero yo me dedico a escribir historias, y este relato acudió a mí un mes después de la caída de las Torres Gemelas. Puede que no hubiese llegado a escribirla si no hubiera recordado una conversación que tuve con un editor judío hace veinticinco años. No estaba contento conmigo por un relato titulado «Alumno aventajado». Decía que me había equivocado al escribir sobre los campos de concentración porque yo no era judío. Respondí que con más razón tenía que escribirla, porque escribir es un intento de comprensión. Como cualquier otro estadounidense que vio arder aquella mañana esos rascacielos de Nueva York, quería comprender el acontecimiento y las cicatrices que inevitablemente dejaría. Este relato fue el esfuerzo que hice para lograrlo.

«Tarde de graduación» Después de un accidente que tuve en 1999, me vi obligado a tomar durante años un antidepresivo llamado Doxepina, no porque estuviera deprimido (me dijo desanimadamente el médico) sino porque se suponía que la Doxepina tenía efectos beneficiosos para el dolor crónico. Me fue bien, pero en noviembre de 2006, cuando viajé a Londres para promocionar mi novela La historia de Lisey, sentí que había llegado el momento de dejar ese medicamento. No consulté al médico que me lo recetó; lo dejé de golpe. Los efectos secundarios de este repentino parón fueron… interesantes.[16] Durante aproximadamente una semana, cuando cerraba los ojos por la noche, veía un desfile de imágenes, como en una película: bosques, campos, colinas, ríos, cercas, vías de tren, hombres con picos y palas en un tramo de carretera en construcción… y entonces todo volvía a empezar hasta que me quedaba dormido. No había ninguna historia, solo ese desfile de imágenes brillantes y detalladas. En cierto modo me entristeció que se acabara. También experimenté una serie de vividos sueños después de tomar Doxepina. Uno de ellos —un enorme hongo atómico que crecía sobre Nueva York— se convirtió en el tema de este relato. Lo escribí a pesar de saber que esa imagen se había usado en incontables películas (por no mencionar la serie de televisión Jericho), porque el sueño tenía bastante realismo documental; me desperté con el corazón acelerado, pensando Esto puede ocurrir. Y tarde o temprano, casi con toda certeza, ocurrirá. Como en «El sueño de Harvey», este relato fue más dictado que ficción.

«N.» Este es el relato más reciente de la antología, y esta es la primera vez que se publica. Estuvo fuertemente influido por El gran dios Pan de Arthur Machen, una historia que (como Drácula de Bram Stoker) vence a su tosca prosa y se introduce implacablemente en la zona de terror del lector. ¿Cuántas noches de insomnio habrá causado? Solo Dios lo sabe, pero a mí me provocó unas cuantas. Creo que Pan está tan cerca del género de terror como Moby Dick, y creo que tarde o temprano todo escritor que quiera constituirse seriamente debe intentar abordar su temática: esa realidad es delgada, y la realidad verdadera que hay más allá es un abismo infinito lleno de monstruos. Mi idea era intentarlo y casar la temática de Machen con la idea de la conducta obsesivo-compulsiva…, en parte porque pienso que todo el mundo sufre este trastorno en un grado u otro (¿acaso no hemos vuelto todos a casa al menos una vez para asegurarnos de que hemos apagado el horno o los fogones de la cocina?), y en parte porque tanto la obsesión como la compulsión son casi siempre cómplices no acusados en los cuentos de terror. ¿Recuerdas algún cuento de miedo de éxito que no contenga la idea de retroceder a aquello que odiamos y detestamos? El mejor ejemplo podría ser «El tapiz amarillo», de Charlotte Perkins Gilman. Si lo leíste en la universidad, seguramente te enseñaron que es un relato feminista. Eso es verdad, pero también es la historia de una mente que se desmorona bajo el peso de su propio pensamiento obsesivo. Este elemento también está presente en «N.».

«El gato del infierno» Si Después del anochecer tuviera el equivalente a una «canción oculta» en un CD, supongo que sería este relato. Y tengo que agradecérselo a Marsha DeFilippo, mi asistente desde hace mucho tiempo. Cuando le conté que iba a recopilar una nueva antología, me preguntó si por fin incluiría «El gato del infierno», un relato de la época en que escribía para las revistas para hombres. Le respondí que seguro que había incluido esa historia —adaptada al cine en 1990 como uno de los segmentos de El gato infernal— en una de mis otras cuatro colecciones anteriores. Marsha me enseñó los sumarios para mostrarme que no lo había hecho. Así que aquí está, por fin con tapas duras, casi treinta años después de que se publicara en Cavalier. Surgió de una forma curiosa. Por aquel entonces, el editor de la sección de ficción de Cavalier, un tipo agradable que se llamaba Nye Willden, me envió una fotografía de un primer plano de un gato bufando. Lo inusual —aparte de la furia del gato— era que su cara estaba perfectamente dividida por el centro: el pelaje en un lado era blanco y en el otro era de un negro brillante. Nye quería organizar un concurso de relatos cortos. Propuso que yo escribiera las primeras quinientas palabras de un cuento protagonizado por ese gato; luego convocaría a los lectores de la revista a que lo terminaran, y la mejor propuesta se publicaría. Accedí, pero la historia me interesó tanto que la escribí entera. No recuerdo si mi versión se publicó en el mismo número de la revista en el que apareció el ganador del concurso o si fue más tarde, pero fue incluido en otras antologías.

«The New York Times a un precio de ganga» Durante el verano de 2007 viajé a Australia, alquilé una Harley-Davidson y la conduje desde Brisbane hasta Perth (bueno… durante parte del trayecto por el gran desierto australiano, donde las carreteras como The Gunbarrel Highway eran como yo imaginaba las autopistas en el infierno, la cargué en la parte trasera de un Toyota Land Cruiser). Fue un viaje genial; viví un montón de aventuras y comí un montón de polvo. Pero superar el desfase horario después de veintiuna horas en el aire es una putada. Y yo no duermo en los aviones. Sencillamente no puedo. Si la azafata de vuelo se acerca a mi asiento con su exótico uniforme, le hago la señal de la cruz y le digo que se marche. Cuando llegué a Oz después del trayecto San Francisco-Brisbane, bajé las persianas, caí redondo, dormí diez horas seguidas y me levanté dispuesto y ávido para salir a la aventura. El problema es que eso fue a las dos de la madrugada (hora local), en la televisión no había nada, y en el avión había terminado todo lo que llevaba para leer. Afortunadamente, tenía un cuaderno de notas y escribí este relato en el pequeño escritorio del hotel. Para cuando salió el sol, lo había terminado y fui capaz de dormir otro par de horas. Una historia también debe entretener al escritor; esa es mi opinión; la tuya es bienvenida.

«Mudo» Leí en el periódico local una historia acerca de una secretaria de instituto que había malversado unos sesenta y cinco mil dólares para poder jugar a la lotería. Lo primero que me pregunté fue qué pensaría su marido sobre eso, y escribí este relato para descubrirlo. Me recuerda a esos bombones con veneno que degustaba semanalmente en Alfred Hitchcock presenta.

«Ayana» El tema de la vida después de la muerte, como ya he dicho anteriormente en estas notas, ha sido siempre una tierra fértil para los escritores que se sienten cómodos con lo fantástico. Dios —en cualquiera de Sus supuestas formas— es otro tema por el que se escriben cuentos fantásticos. Y cuando nos hacemos preguntas sobre Dios, una de las que aparecen siempre en la parte alta de la lista es por qué algunas personas viven y otras mueren; por qué algunas personas se recuperan y otras no. Yo me lo pregunté a raíz de las lesiones que sufrí en 1999 como consecuencia de un accidente en el que podría haberme matado fácilmente si mi posición al caer hubiera sido solo ligeramente distinta (por otro lado, si mi posición hubiera sido diferente, también podría haber salido ileso). Cuando una persona sobrevive, decimos «Ha sido un milagro». Si muere, decimos «Dios lo ha querido». No existe explicación racional para un milagro, y no hay modo de entender la voluntad de Dios, que, si de verdad está ahí arriba, quizá nos preste la misma atención que la que yo les presto a los microbios que viven en mi piel. Pero a mí me parece que los milagros ocurren; cada vez que respiramos sucede uno. La realidad es delgada pero no siempre es oscura. No quería escribir sobre las respuestas, quería escribir sobre las preguntas. Y apuntar que los milagros quizá sean tanto una carga como una bendición. Y quizá todo es una tontería. En cualquier caso, este relato me gusta.

«Un lugar muy estrecho» Todo el mundo ha utilizado alguna vez uno de esos aseos instalados en cabinas portátiles, aunque haya sido en el área de descanso de una autopista durante el verano, cuando el departamento de carreteras del estado tiene que colocar servicios adicionales para hacer frente al incremento en el flujo de viajeros (sonrío mientras escribo esto, pensando en lo maravillosamente escatológico que suena). Dios mío, no hay nada como entrar en uno de esos sombríos cuartuchos en una calurosa tarde de agosto, ¿verdad? Recalentado y con un olor «divino». En realidad siempre que he usado uno he pensado en «El entierro prematuro» de Poe y me he preguntado qué me pasaría si el cagadero se cayera hacia delante sobre la puerta. Sobre todo si no había nadie alrededor para ayudarme a salir. Al final, escribí este relato por la misma razón por la que he escrito muchos otros relatos desagradables, Lector Constante: trasladarte mis miedos.

No puedo acabar sin confesar que me divertí como un crío con este cuento. Incluso me di asco a mí mismo.

Bueno.

Un poco.

Tras esto, querría despedirme con cariño, al menos por el momento. Si los milagros siguen ocurriendo, volveremos a encontrarnos. Mientras tanto, gracias por leer mis historias. Espero que al menos una de ellas te mantenga despierto durante un rato después de apagar las luces.

Cuídate… ¡y di! ¿Podrías haberte dejado el horno encendido? ¿O quizá olvidaste cerrar el gas de la barbacoa? ¿Y el pestillo de la puerta de atrás? ¿Te has acordado de cerrarlo? Olvidar ese tipo de cosas es fácil, y alguien podría estar colándose en casa justo en este momento. Un loco, quizá. Con un cuchillo. Así que, sea o no una conducta obsesivo-compulsiva…

Mejor comprobarlo, ¿no crees?

Stephen King,

8 de marzo de 2008