N.

1. La carta

28 de mayo de 2008

Querido Charlie:

Me resulta extraño y a la vez perfectamente natural llamarte así, aunque la última vez que te vi tenía casi la mitad de los años que tengo ahora. Tenía dieciséis y estaba muy enamorada de ti. (¿Lo sabías? Claro que sí.) Ahora estoy felizmente casada y tengo un niño pequeño, y te veo continuamente en la CNN hablando de temas médicos. Sigues igual de guapo (¡bueno, casi!) que «al final del día», cuando los tres íbamos a pescar y a ver películas en The Railroad, en Freeport.

Parece que haya pasado muchísimo tiempo desde esos veranos; tú y Johnny, inseparables, y yo acompañándoos siempre que me dejabais. ¡Probablemente más a menudo de lo que merecía! Sin embargo, tu nota de condolencia me devolvió todos los recuerdos, y vaya si lloré. No solo por Johnny, sino por nosotros tres. Y supongo que también por lo simple y sencilla que parecía la vida. ¡Qué afortunados éramos!

Habrás visto su necrológica, por supuesto. Una «muerte accidental» puede encubrir multitud de pecados, ¿verdad? En la historia que contaron los periódicos, la muerte de Johnny fue explicada como el resultado de una caída, y por supuesto que cayó —en un aprieto que todos conocíamos bien, y sobre el que me preguntó las Navidades pasadas—, pero no fue un accidente. Había una elevada cantidad de sedantes en su sangre. No lo bastante para matarlo, pero, según el juez de instrucción, lo bastante para desorientarlo, especialmente si estaba asomado a una barandilla. Así pues, «muerte accidental». Pero yo sé que se suicidó.

No había ninguna nota en casa ni en su cuerpo, tal vez Johnny hubiera considerado eso un acto amable. Y tú, que eres médico, sabrás que la tasa de suicidios entre los psiquiatras es extremadamente alta. Es como si los males del paciente fueran algún tipo de ácido que devora las defensas psíquicas de sus terapeutas. En la mayoría de los casos esas defensas son lo bastante espesas para permanecer intactas. ¿En el de Johnny? Creo que no… por culpa de un paciente insólito. No durmió mucho durante los últimos dos o tres meses de su vida; ¡qué círculos oscuros tan horribles tenía debajo de los ojos! Además, cancelaba un montón de citas. Y se iba a dar largos paseos en coche. Nunca decía adonde iba, pero creo que puedo adivinarlo.

Esto me lleva al documento adjunto, el cual espero que mires cuando termines esta carta. Sé que estás muy ocupado, pero —¡por si sirve de algo!— piensa en mí como en la chica que estaba perdidamente enamorada, que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo que siempre acababa soltándose, ¡y que te seguía a todas partes!

Aunque Johnny tenía su propia consulta, había formado una afiliación relajada con otros dos psiquiatras en los últimos cuatro años de su vida. Después de su muerte, toda la documentación de los casos que tenía entre manos (no muchos, debido a sus recortes) acabaron en la mesa de uno de esos médicos. Todos esos documentos estaban en su oficina. Pero mientras limpiaba el despacho que tenía en casa, me topé con el manuscrito que te adjunto. Son apuntes sobre un paciente al que llama «N.», pero yo ya había visto en otras ocasiones las notas que escribía sobre sus casos (no para fisgonear sino porque de vez en cuando encontraba una carpeta abierta encima de su escritorio), y sé que aquellas no eran como las demás. Por una razón: no las había escrito en su oficina. No llevaban membrete, al contrario que las otras notas que yo había visto, ni el sello CONFIDENCIAL estampado en rojo al pie. Además, verás que en las páginas hay una línea vertical apenas perceptible. Eso es cosa de la impresora que tenemos en casa.

Pero hay algo más, lo verás en cuanto desenvuelvas la caja. En la tapa había escrito dos palabras en gruesos trazos de color negro: QUEMA ESTO. Estuve a punto de hacerlo, sin mirar qué había dentro. Pensé, que Dios me perdone, que podría ser su alijo particular de drogas o fotografías pornográficas sacadas de alguna página de internet. Al final, como la hija de Pandora que soy, me pudo la curiosidad. Ojalá no hubiera sido así.

Charlie, se me ocurre que mi hermano podría haber planeado escribir un libro, algo popular al estilo de Oliver Sacks. Pero considerando este manuscrito, que inicialmente centró en la conducta obsesivo-compulsiva, y cuando le añado su suicidio (¡si es que fue un suicidio!), me pregunto si su interés no surgió de aquel viejo proverbio «¡Médico, cúrese usted mismo!».

En cualquier caso, el informe de N. y las notas cada vez más fragmentadas de mi hermano me parecieron bastante inquietantes. ¿Cuánto? Lo suficiente para enviar el manuscrito —no he hecho copias, se trata del original— a un amigo al que él no había visto en los últimos diez años y yo en los últimos catorce. En un principio pensé: «Tal vez podría publicarse. Sería como una especie de homenaje a mi hermano».

Pero ya no lo pienso. La cuestión es que el manuscrito parece tener vida, y no en el buen sentido de la palabra. Conozco los lugares que se mencionan en él, ya ves (apuesto a que tú también conoces algunos; el campo del que habla N, como Johnny apunta en sus notas, debe de estar muy cerca del colegio al que íbamos cuando éramos niños), y desde que leí esas páginas necesito imperiosamente intentar descubrirlo. No pese a la naturaleza inquietante del manuscrito sino debido a ello, y si eso no es una obsesión, ¡¡¿qué es?!!

No creo que descubrirlo sea buena idea.

Pero la muerte de mi hermano me persigue, y no solo porque era mi hermano. Así que acepta el manuscrito que te adjunto. ¿Lo leerás? ¿Lo leerás y me dirás qué opinas? Gracias, Charlie. Espero que esto no haya sido mucha intromisión. Y… si al final decides honrar la petición de Johnny y lo quemas todo, jamás oirás un murmullo de protesta por mi parte.

Con cariño,

de la «hermanita» de Johnny Bonsaint,

Sheila Bonsaint LeClaire

964 Lisbon Street

Lewiston, Maine 04240

PD: ¡Caramba! ¡Qué enamorada estaba de ti!

2. Los apuntes

1 de junio de 2007

N. tiene cuarenta y ocho años, es socio en una importante empresa de finanzas, divorciado, padre de dos hijas. Una está realizando el posgrado en California, la otra está en el instituto, aquí, en Maine. Describe la relación actual con su ex mujer como «distante pero cordial».

Dice: «Sé que aparento más de cuarenta y ocho años. Eso es porque no duermo. He probado con Ambien y con el otro, el de la polilla verde, pero solo consiguen dejarme grogui».

Cuando le pregunto cuánto tiempo hace que sufre insomnio, no necesita pensarlo.

«Diez meses.»

Le pregunto si ha acudido a mí por el insomnio. Él sonríe mirando al techo. La mayoría de los pacientes eligen el sillón, al menos en la primera visita —una mujer me dijo que si se echara en el diván se sentiría como un «chiste neurótico de una tira cómica del New Yorker»—, pero N. ha ido directamente hacia el diván.

Ahí yace con las manos fuertemente entrelazadas sobre su pecho.

«Creo que ambos sabemos que es mucho más que eso, doctor Bonsaint», dice.

Le pregunto a qué se refiere.

«Si solo quisiera deshacerme de esas bolsas que tengo debajo de los ojos, habría visitado a un cirujano plástico o habría acudido a mi médico de cabecera (que, por cierto, fue quien me recomendó que viniera; dice que es usted muy bueno) y le hubiera pedido algo un poco más fuerte que el Ambien o que las pastillas de la polilla verde. Tiene que haber algo más fuerte, ¿no?»

Yo no respondo.

«Por lo que sé, el insomnio siempre es un síntoma de algo más.»

Le digo que en la mayoría de los casos es así, pero no siempre. Y añado que si el problema es otro, el insomnio raramente es el único síntoma.

«Oh, tengo otros —dice—. Un montón. Mire mis zapatos, por ejemplo.»

Miro sus zapatos. Son unas botas con cordones. La de la izquierda la lleva atada arriba del todo, pero la derecha la lleva atada abajo. Le digo que eso es muy interesante.

«Sí —dice—. En el instituto estaba de moda que las chicas se ataran abajo las zapatillas altas de lona si estaban saliendo en serio con alguien. O si había algún chico que les gustaba y querían salir formalmente con él.»

Le pregunto si él está saliendo con alguien, pensando que eso podría aliviar la tensión que percibo en su postura —los nudillos de sus manos entrelazadas están blancos, como si temiera que pudieran salir volando si no ejercía una presión determinada para mantenerlas donde están—, pero no se ríe. Ni siquiera sonríe.

«Estoy un poco más allá de esa etapa de mi vida —dice—, pero hay algo que deseo.»

Reflexiona.

«Intenté atarme los dos zapatos abajo del todo. No hubo manera. Así que uno arriba y otro abajo; la verdad es que parece que eso me ha hecho algún bien.» Libera la mano derecha de la trampa mortal de la mano izquierda y la alza con el pulgar y el índice extendidos, casi tocándose: «Algo así».

Le pregunto qué quiere.

«Pues que mi mente recobre el juicio. Pero intentar curar la mente atándome los zapatos según el código de comunicación del instituto… ligeramente adaptado a la situación actual… es una locura, ¿no cree? Y los locos deberían pedir ayuda. Aquellos a los que les queda algo de cordura, me halaga contarme entre ellos, lo saben. Por eso estoy aquí.»

Vuelve a enlazar las manos y me mira con desafío y miedo. Y también, pienso, con algo de alivio. Ha permanecido despierto tratando de imaginar cómo será decirle a un psiquiatra que teme perder la cordura, y cuando lo ha hecho, no he salido gritando de la habitación ni he llamado a los hombres de la bata blanca. Algunos pacientes imaginan que tengo a unos cuantos hombres de bata blanca esperando en la habitación de al lado, equipados con camisas de fuerza y redes para cazar mariposas.

Le pido que me dé algunos ejemplos de los desvaríos de su cordura, y él se encoge de hombros.

«La típica conducta obsesivo-compulsiva de mierda. Usted ha oído hablar de eso cientos de veces. Por eso he venido aquí, para superarlo. Lo que pasó en agosto del año pasado. Pensé que quizá usted pudiera hipnotizarme y hacer que lo olvidara.»

Me mira con esperanza.

Le digo que, aunque nada es imposible, el hipnotismo funciona mucho mejor cuando se emplea como una ayuda a la memoria que como bloqueo.

«Ah —dice—. Eso no lo sabía. Mierda.»

Vuelve a mirar el techo. Los músculos del lado de su rostro se han puesto en marcha, y pienso que tiene algo más que decir.

«Podría ser peligroso, ya sabe.» Se detiene, pero solo es una pausa; los músculos de su mandíbula siguen contrayéndose y relajándose. «Lo que me pasa podría ser muy peligroso.» Otra pausa. «Para mí.» Otra pausa. «Posiblemente para otros.»

Cada sesión de terapia es una serie de elecciones; bifurcaciones sin carteles. Aquí podría preguntarle qué es —esa cosa peligrosa—, pero elijo no hacerlo. Lo que le pregunto es a qué conducta obsesivo-compulsiva de mierda se refiere. Algo diferente a un zapato atado arriba y el otro abajo, que por cierto es un ejemplo condenadamente bueno. (Eso no lo digo.)

«Ya lo sabe», dice, y me dedica una mirada astuta que hace que me sienta un poco incómodo. No lo demuestro; no es el primer paciente que consigue que me sienta así. Los psiquiatras son, en realidad, espeleólogos, y cualquier espeleólogo te diría que las cuevas están llenas de bichos y murciélagos. No son agradables, pero la mayoría son inofensivos.

Le pido que me ponga al corriente. Y le recuerdo que todavía estamos conociéndonos.

«Lo nuestro todavía no es serio, ¿eh?»

No, todavía no, le digo.

«Bueno, pronto nos irá mejor —dice—, porque yo estoy aquí con la Alerta Naranja, doctor Bonsaint. Lindando con la Alerta Roja.»

Le pregunto si cuenta las cosas.

«Por supuesto que sí —dice—. El número de claves de los crucigramas del New York Times…, y los domingos las cuento dos veces, porque esos crucigramas son más grandes y una segunda comprobación parece adecuada. Necesaria, de hecho. Mis pasos. Las veces que suena la línea del teléfono cuando llamo a alguien. Entre semana suelo almorzar en el Colonial Diner, a tres manzanas de mi despacho, y mientras voy hacia allí cuento los zapatos negros. En el camino de vuelta cuento los zapatos marrones. Una vez lo intenté con los rojos, pero fue ridículo. Solo las mujeres llevan zapatos rojos, y no muchas, por cierto. Al menos no durante el día. Solo conté tres pares, así que regresé al Colonial y volví a empezar, pero esa vez conté los zapatos marrones.»

Le pregunto si tiene que contar un número de zapatos determinado para sentirse satisfecho.

«Treinta está bien —dice—. Quince pares. La mayoría de los días no hay problema.»

Y ¿por qué es necesario alcanzar esa cifra determinada?

Reflexiona, luego me mira.

«Si le digo que usted ya lo sabe, ¿me pedirá que le explique qué es lo que se supone que sabe? Es decir, usted ya se ha enfrentado antes a la conducta obsesivo-compulsiva, y yo la he investigado, exhaustivamente, tanto en mi propia cabeza como en internet, así que, ¿no podríamos ir al grano?»

Le explico que la mayoría de las personas que cuentan las cosas sienten que llegar a un número determinado, conocido como «la cifra objetivo», es necesario para mantener el orden. Para que el mundo siga girando sobre su eje, por así decirlo.

Él asiente, satisfecho, y la esclusa se abre.

«Un día, cuando estaba haciendo el recuento de regreso a la oficina, me crucé con un hombre que tenía amputada la pierna hasta la rodilla. Iba con muletas, con un calcetín en el muñón. Si hubiera llevado un zapato negro no habría habido ningún problema. Porque yo estaba haciendo el camino de regreso, ya sabe. Pero era marrón. Eso me tuvo desconcertado durante todo el día, y esa noche no pegué ojo. Porque los números impares son malos. —Se da un golpecito en la cabeza—. Al menos aquí lo son. Una parte racional de mi mente sabe que eso es una estupidez, pero hay otra parte que sabe que no lo es en absoluto, y esa parte es la que manda. Usted pensará que cuando no ocurre nada malo (de hecho aquel día ocurrió algo bueno, sin ninguna razón aparente nos cancelaron una auditoría de Hacienda que nos preocupaba bastante) el hechizo debería romperse, pero no fue así. Había contado treinta y siete zapatos marrones en lugar de treinta y ocho, y cuando el mundo no se terminó, la parte irracional de mi mente dijo que eso era porque no solo había superado la barrera de los treinta sino porque además la había superado con creces.

«Cuando cargo el lavavajillas, cuento los platos. Si el número supera los diez, todo va bien. Si no, añado el número correcto de platos limpios para enderezar las cosas. Con los tenedores y las cucharas, lo mismo. Tiene que haber al menos doce piezas en el pequeño recipiente de plástico del frontal del lavavajillas. Lo que significa que, desde que vivo solo, normalmente debo añadir cubiertos limpios.»

Le pregunto qué pasa con los cuchillos, y él sacude la cabeza una vez.

«Cuchillos nunca. En el lavavajillas no.»

Cuando pregunto por qué no, me dice que no lo sabe. Luego, después de una pausa, me lanza de soslayo una mirada culpable.

«Siempre lavo los cuchillos a mano, en el fregadero.»

Comento que meter los cuchillos podría perturbar el orden del mundo.

«¡No! —exclama—. Lo comprende, doctor Bonsaint, pero no lo comprende del todo.»

Entonces tiene usted que ayudarme, le digo.

«El orden del mundo ya está perturbado. Lo perturbé yo el verano pasado, cuando fui al Campo de Ackerman. Pero no lo entendí. Entonces.»

Pero ¿ahora sí?, le pregunto.

«Sí. No todo, pero lo suficiente.»

Le pregunto si está intentando arreglar ese desorden o solo intenta que no vaya a peor.

Una mirada de alivio indescriptible llena su rostro; todos los músculos se han relajado. Algo que imploraba ser mencionado por fin ha sido pronunciado en voz alta. Esos son los momentos por los que yo vivo. No es una cura, ni mucho menos, pero N. ha sentido cierto alivio. Dudo que lo esperase. La mayoría de los pacientes no lo esperan.

«No puedo arreglarlo —susurra—. Pero puedo hacer que las cosas no empeoren. Sí. Estoy en ello.»

De nuevo me encuentro en una de esas bifurcaciones. Podría preguntarle qué ocurrió el verano pasado —presumo que en agosto— en el Campo de Ackerman, pero probablemente todavía sea demasiado pronto. Será mejor que primero aflojemos un poco más las raíces de ese diente infectado. Y realmente dudo que la fuente de esa infección sea tan reciente. Lo más probable es que lo que sea que le sucedió el verano pasado tan solo fue algo así como un percutor.

Le pido que me hable de los otros síntomas.

Se ríe.

«Eso podría llevarnos todo el día, y solo tenemos… —Echa un vistazo a su muñeca—. Nos quedan veintidós minutos. El veintidós es un buen número, por cierto.»

¿Porque es par?, le pregunto.

Su asentimiento indica que estoy malgastando el tiempo en cosas obvias.

«Mis… mis síntomas, como usted los llama…, vienen en grupos. —Ahora está mirando el techo—. Hay tres grupos. Sobresalen de mí… de la parte sana de mí… como rocas… rocas, ya sabe… oh, Dios, Dios mío, como esas malditas rocas de ese maldito campo…»

Las lágrimas le resbalan por las mejillas. Al principio no parece darse cuenta, sigue tumbado en el diván con los dedos entrelazados, mirando el techo. Pero luego busca con la mano la mesa que tiene a su lado, donde está lo que Sandy, mi recepcionista, llama La Eterna Caja de Kleenex. Coge dos, se seca las mejillas y luego los estruja. Desaparecen bajo sus dedos entrelazados.

«Hay tres grupos —continúa, en un tono de voz vacilante—. Contar es el primero. Es importante, pero no tanto como tocar. Hay determinadas cosas que necesito tocar. Los hornillos de la estufa, por ejemplo. Antes de salir de casa por la mañana o cuando me voy a la cama por la noche. Podría ver a simple vista si están apagados (todos los mandos apuntando hacia arriba, y todos los hornillos oscuros), pero aun así tengo que tocarlos para estar absolutamente seguro. Y el frontal de la puerta del horno, por supuesto. Luego empiezo a tocar los interruptores de la luz antes de salir de casa o del despacho. Solo un rápido toque doble. Antes de montarme en el coche, tengo que dar cuatro golpecitos en el techo. Y seis veces cuando llego a donde me dirigía. El cuatro es un buen número, y el seis es un número estupendo, pero el diez… el diez es…»

Puedo ver la senda de una lágrima que ha olvidado limpiar, corre en zigzag desde el rabillo de su ojo derecho hasta el lóbulo de su oreja.

¿Como salir en serio con la chica de sus sueños?, apunto. Sonríe. Tiene una sonrisa encantadora y exhausta; una sonrisa con la que cada vez resulta más difícil levantarse por la mañana.

«Eso es —dice—. Y ella se ha atado los cordones en la parte de abajo para que todo el mundo lo sepa.»

¿Toca otras cosas?, pregunto, aunque ya sé la respuesta. He visto muchos casos como el de N. durante los cinco años que llevo en la profesión. A veces imagino a estos desgraciados como hombres y mujeres picoteados hasta la muerte por aves rapaces. Los pájaros son invisibles —al menos hasta que un buen psiquiatra, o uno que tiene suerte, o ambas cosas, los rocía con su versión de Luminol y los ilumina—, pero sin embargo son muy reales. Lo sorprendente es que, de todas maneras, muchas personas con conducta obsesivo-compulsiva se las arreglan para tener una vida productiva. Trabajan, comen (a menudo no lo bastante o demasiado, es cierto), van al cine, hacen el amor con sus novias y novios, con sus esposas y maridos… y los pájaros están ahí todo el tiempo, pegados a ellos y arrancándoles trocitos de carne.

«Toco muchas cosas —dice, y nuevamente honra al techo con una encantadora y exhausta sonrisa—. Lo que usted nombre, yo lo toco.»

Así que contar es importante, le digo, pero tocar lo es más. ¿Qué es más importante que tocar?

«Colocar cosas —dice, y de pronto se estremece, como un perro que se ha quedado fuera bajo la fría lluvia—. Oh, Dios.»

De repente se sienta y saca las piernas del diván. En la mesa que tiene al lado hay un jarrón con flores además de La Eterna Caja de Kleenex. Moviéndose a gran velocidad, desplaza el jarrón y la caja para que queden en diagonal. Luego saca dos tulipanes del jarrón y los coloca tallo con tallo, de manera que una flor queda en contacto con la caja de Kleenex y la otra con el jarrón.

«Así es más seguro —dice. Duda, luego asiente, como si su mente le hubiera confirmado que lo que está pensando es correcto—. Esto preserva el mundo. —Vuelve a dudar—. Por ahora.»

Echo un vistazo a mi reloj. El tiempo ha acabado, y hemos avanzado lo suficiente por un día.

Hasta la semana que viene, le digo. A la misma bati-hora, en el mismo bati-canal. A veces convierto ese pequeño chiste en una pregunta, pero no con N. Él necesita regresar, y lo sabe.

«No hay una cura mágica, ¿no?», pregunta. Esta vez la sonrisa es casi demasiado triste para mirarla.

Le digo que debería sentirse mejor. (Este tipo de sugestión positiva nunca hace daño, todos los psiquiatras lo saben.) Luego le digo que deje de tomar Ambien y «las pastillas de la polilla verde»; supongo que se trata de Lunesta. Si no le hacen efecto durante la noche, lo único que conseguirán es causarle problemas durante las horas que pasa despierto. Quedarse dormido en la salida 295 de la autopista no resolverá ninguno de sus problemas.

«No —dice—. Supongo que no. Doctor, no hemos llegado a hablar de la causa última. Yo sé cuál es…»

La semana que viene llegaremos a eso, le digo. Mientras tanto, quiero que se concentre en un listado dividido en tres secciones: contar, tocar y colocar. ¿Lo hará?

«Sí», dice.

Le pregunto, casi como por casualidad, si ha pensado en suicidarse.

«Se me ha pasado por la cabeza, pero tengo un gran trabajo que hacer.»

Esa es una respuesta interesante y a la vez problemática.

Le entrego mi tarjeta y le digo que me llame —día o noche— si la idea del suicidio empieza a parecerle más atractiva. Dice que lo hará. Pero en ese punto casi todos lo prometen.

Entretanto, le digo en la puerta y poniendo una mano en su hombro, siga tomándose la vida en serio.

El me mira, pálido, ya no sonríe; un hombre despedazado por los picotazos de aves invisibles.

«¿Ha leído El gran dios Pan, de Arthur Machen?»

Niego con la cabeza.

«Es la historia más terrorífica que jamás se ha escrito —dice—. En ella, uno de los personajes dice “la lujuria siempre prevalece”. Pero lo que quiere decir no es “lujuria”, sino “compulsión”.»

¿Paxil? Quizá Prozac. Nada hasta que avance con este paciente tan interesante.

7 de junio de 2007

14 de junio de 2007

28 de junio de 2007

N. trae los «deberes» hechos a nuestra siguiente sesión, como estaba seguro que haría. Hay muchas cosas en este mundo de las que no puedes depender, y mucha gente en la que no puedes confiar, pero las personas con conducta obsesivo-compulsiva, a menos que estén muriéndose, casi siempre completan sus tareas.

En un sentido, sus listados son cómicos; en otro sentido, tristes; en otro, francamente terribles. Al fin y al cabo es contable, y doy por hecho que ha usado uno de sus programas de contabilidad para crear los contenidos de la carpeta que me tiende antes de dirigirse hacia el diván. Son tablas de cálculo. Solo que en lugar de inversiones y flujo de tesorería, esos listados detallan el terreno tan complejo de las obsesiones de N. Las dos primeras páginas están encabezadas por la palabra CONTAR; las dos siguientes, por TOCAR; las últimas seis, por COLOCAR. Ojeando las páginas me cuesta entender de dónde saca el tiempo para hacer cualquier otra actividad, aunque las personas con conducta obsesivo-compulsiva casi siempre encuentran la manera. Vuelvo a pensar en la idea de las aves invisibles; las veo posándose sobre N., arrancándole la carne con picotazos sangrientos.

Cuando alzo la vista, está en el diván, de nuevo con las manos entrelazadas firmemente sobre su pecho. Y ha reorganizado el jarrón y la caja de pañuelos, así que ahora están conectados otra vez formando una diagonal. Hoy, las flores son lirios blancos. Al verlas de ese modo, tendidas sobre la mesa, no puedo evitar pensar en un funeral.

«Por favor, no me pida que vuelva a ponerlas como antes —dice él, disculpándose pero firme—. Si tengo que hacerlo, me marcharé.»

Le digo que no tengo intención de pedirle que vuelva a ponerlas en su sitio. Alzo las páginas de los listados y le felicito por lo profesionales que parecen. Él se encoge de hombros. Entonces le pregunto si las listas son una apreciación global o si únicamente cubren la semana pasada.

«Solo la semana pasada», dice. Como si para él careciera de interés. Supongo que es así. Un hombre al que están picoteando hasta la muerte poco interés puede tener en los insultos y lesiones recibidos en el último año, o incluso en los de la última semana; su mente solo vive el presente. Y, Dios lo ayude, el futuro.

Le digo que en los listados debe de haber unos dos o tres mil ítems.

«Llámelos eventos. Así es como yo los llamo. Hay seiscientos cuatro eventos en el apartado de contar, ochocientos setenta y ocho en el apartado de tocar, y dos mil doscientos cuarenta y seis en el de colocar. Todos son números pares, por si no se ha dado cuenta. Todos suman tres mil setecientos veintiocho, también un número par. Si sumamos los dígitos individuales de esa cifra —3.728—, el total es veinte, también par. Un buen número. —Asiente, como si confirmase esa información para sí mismo—. Divida 3.728 entre dos y obtendrá mil ochocientos sesenta y cuatro. La suma de los dígitos de 1.864 da diecinueve, un número impar muy poderoso. Poderoso y dañino.» Se estremece un poco.

Debe de estar muy cansado, le digo.

No me responde verbalmente, ni siquiera asiente, pero responde. Las lágrimas se deslizan por sus mejillas hasta las orejas. Soy reacio a añadirle más carga, pero reconozco un hecho: si no empezamos pronto a trabajar —«a escarbar», como diría mi hermana Sheila—, no conseguirá salir adelante. Puedo ver ya cierto deterioro en su aspecto (lleva la camisa arrugada, va mal afeitado, necesita con urgencia un corte de pelo), y si preguntara a sus colegas por él, estoy casi seguro de que vería ese intercambio de miradas que dice tanto. Esos listados son sorprendentes a su manera, pero está claro que a N. empiezan a fallarle las fuerzas. Me parece que no nos queda otra que entrar directamente en el meollo de la cuestión, y hasta que no lleguemos allí, no podrá tomar ni Paxil ni Prozac ni nada por el estilo.

Le pregunto si está preparado para contarme qué le ocurrió el pasado agosto.

«Sí —dice—. Para eso he venido.» Coge un par de pañuelos de la Caja Eterna y se limpia las mejillas. «Pero, doctor…, ¿está seguro?»

Jamás he tenido un paciente que me preguntara algo así, ni que me hablara en ese tono de reacia simpatía. Pero le digo que sí, que estoy seguro. Mi trabajo es ayudarle, pero para poder hacerlo, él tiene que estar dispuesto a ayudarse a sí mismo.

«¿Incluso si eso le pone en peligro de perder la cabeza, como yo lo estoy ahora? Porque podría ocurrir. Estoy perdido, pero creo, o eso espero, que aún no he llegado al punto del hombre que se está ahogando, tan aterrorizado que estaría dispuesto a llevarme conmigo a quienquiera que tratase de salvarme.»

Le digo que no le entiendo del todo.

«Estoy aquí porque todo esto podría estar en mi cabeza —dice, y se golpea la sien con los nudillos, como si quisiera asegurarse de que sé dónde tiene la cabeza—. Pero podría no ser así. La verdad es que no puedo asegurarlo. A eso es a lo que me refiero cuando digo que estoy perdido. Y si no se trata de algo mental (si lo que vi y sentí en el Campo de Ackerman es de verdad), entonces es que tengo algún tipo de infección. Y podría contagiarle.»

El Campo de Ackerman. Lo anoto en un cuaderno, aunque todo estará en las cintas de cassette. Cuando éramos niños, mi hermana y yo asistíamos al Colegio Ackerman, en la pequeña localidad de Harlow, en la ribera del Androscoggin. No está muy lejos de aquí; a cincuenta kilómetros como mucho.

Le digo que correré el riesgo, y añado que estoy seguro de que al final —más refuerzo positivo— ambos estaremos bien.

Él emite una sorda carcajada.

«Lo que no significa que sea agradable», dice.

Hábleme del Campo de Ackerman.

Él suspira y dice: «Está en Motton. En la orilla este del Androscoggin».

Motton. El pueblo siguiente a Chester’s Mill. Nuestra madre solía comprar leche y huevos en la Boy Hill Farm de Motton. N. está hablando de un lugar que no puede estar a más de doce kilómetros de la granja donde me crié. Me falta poco para decir: ¡Lo conozco!

No lo hago, pero él me mira con dureza, casi como si me hubiera leído el pensamiento. Quizá lo ha hecho. No creo en la percepción extrasensorial, pero tampoco la descarto del todo.

«No vaya allí nunca, doctor —dice—. Ni siquiera para echar un vistazo. Prométamelo.»

Le doy mi palabra. De hecho, hace más de quince años que no paso por esa zona degradada de Maine. En kilómetros está cerca, pero está muy lejos de mis deseos. Thomas Wolfe realizó una afirmación radical cuando tituló su obra maestra No puedes volver a casa; eso no es cierto para todo el mundo (mi hermana Sheila vuelve a menudo; ella aún conserva a muchos amigos de la infancia), pero es cierto para mí. Aunque supongo que yo titularía mi propia novela Nunca volveré a casa. Lo que recuerdo son matones con labios leporinos en el patio del colegio, casas vacías con ventanas sin cristales, coches para chatarra, y cielos que siempre parecían blancos y fríos y repletos de cuervos huidizos.

«De acuerdo —dice N, y por un momento muestra sus dientes al techo. No de forma agresiva; estoy bastante seguro de que es la expresión propia de un hombre que se prepara para hacer un duro trabajo que le dejará dolorido hasta el día siguiente—. No sé si podré explicarme muy bien, pero lo haré lo mejor que pueda. Lo más importante que hay que recordar es que hasta ese día de agosto lo más parecido a una conducta obsesivo-compulsiva que había hecho era entrar por segunda vez en el cuarto de baño antes de irme al trabajo para asegurarme de que me había quitado todos los pelos de la nariz.»

Quizá esto sea verdad; pero lo más probable es que no. No hablo de ello. Lo que hago es pedirle que me cuente qué ocurrió ese día. Y lo hace.

Lo hace durante las tres sesiones siguientes. En la segunda de esas sesiones —el 15 de junio—, me trae un calendario. Se trata, como suele decirse, de la Prueba A.

3. La historia de N.

Soy contable por obligación y fotógrafo por devoción. Después de divorciarme —y de que las niñas crecieran, lo cual es un tipo diferente de divorcio, aunque casi igual de doloroso—, pasaba la mayoría de los fines de semana haciendo excursiones, fotografiando paisajes con mi Nikon. Es una cámara de carrete, no digital. Hacia finales de cada año, escogía las doce mejores imágenes y las convertía en un calendario. Tenía que imprimirlas en un pequeño comercio de Freeport llamado The Windhover Press. Son caros, pero trabajan bien. Repartía los calendarios entre mis amigos y los colegas del despacho. También entre algunos clientes, pero no muchos; los clientes a los que facturamos cinco o seis cifras generalmente agradecen más algo plateado. Por mi parte, yo siempre prefiero la fotografía de un buen paisaje. No tengo ninguna del Campo de Ackerman. Tomé algunas, pero nunca salieron en el revelado. Más tarde pedí prestada una cámara digital. No solo no pude revelar las fotografías, sino que la cámara se estropeó. Tuve que comprarle una nueva al tipo que me la prestó. Lo normal. De todos modos, por entonces creo que habría destruido todas las fotos que había tomado de ese lugar. Si eso me lo permitía, claro.

[Le pregunto a qué se refiere con «eso». N. pasa por alto la pregunta, como si no la hubiese oído.]

He tomado fotos de todos los rincones de Maine y New Hampshire, pero tiendo a aferrarme demasiado a mi tierra. Vivo en Castle Rock —más allá de Castle View—, pero me crié en Harlow, como usted. No se sorprenda tanto, doctor; después de que mi médico de cabecera me recomendó que lo visitara, lo localicé a través de Google. Hoy día todo el mundo espía a todo el mundo mediante Google, ¿no es así?

En todo caso, lo mejor de mi trabajo lo realicé en esa zona central de Maine: Harlow, Motton, Chester’s Mill, St. Ivés, Castle-St.-Ives, Cantón, Lisbon Falls. En otras palabras, toda la ribera del poderoso Androscoggin. De algún modo, esas imágenes parecen más… reales. El calendario de 2005 es un buen ejemplo. Le traeré uno y así podrá decidir por sí mismo. Desde enero hasta abril y desde septiembre hasta diciembre, todas las fotografías están tomadas cerca de casa. Desde mayo hasta agosto hay fotografías de… veamos… Oíd Orchard Beach…, Pemnaquid Point, el faro, por supuesto…, el parque estatal Harrison…, y Thunder Hole, en Bar Harbor. Pensé que de Thunder Hole podía salir algo realmente bueno, estaba entusiasmado, pero en cuanto vi las pruebas, me di de bruces con la realidad. Era solo otra postal para turistas. Una buena composición, sí, pero ¿y qué más? En cualquier calendario de mierda para turistas hay buenas composiciones.

¿Quiere mi opinión como aficionado? Creo que la fotografía es un arte mucho más artístico de lo que la mayoría de la gente piensa. Es lógico pensar que si tienes buen ojo para la composición —además de unos cuantos conocimientos técnicos que pueden aprenderse en cualquier curso de fotografía—, cualquier lugar bonito puede fotografiarse igual de bien que cualquier otro, en especial si te centras en los paisajes. Harlow, Maine o Sarasota, Florida, asegúrate de que tienes el filtro correcto, apunta y dispara. Pero no se trata de eso. El lugar es tan importante en la fotografía como al pintar un cuadro o al escribir un relato o un poema. No sé por qué es así, pero…

[Hay una larga pausa.]

En realidad sí lo sé. Porque un artista, incluso un aficionado como yo, pone el alma en las cosas que crea. Para alguna gente —las que tienen un espíritu vagabundo, imagino— el alma es portátil. Pero para mí, es como si jamás hubiera viajado más allá de Bar Harbor. Sin embargo, las instantáneas que he ido tomando por todo el Androscoggin… me hablan. Y también a los demás. El tipo con el que hago negocios en Windhover me dijo que probablemente podría conseguir que me las publicasen en Nueva York, así me pagarían por los calendarios en lugar de tener que pagar por ellos, pero eso nunca me ha interesado. Me parecía demasiado… no sé… ¿público?, ¿pretencioso? No sé, algo así. Mis calendarios son algo íntimo, solo para los amigos. Además, yo ya tengo un trabajo. Soy feliz haciendo números. Pero seguramente mi vida habría sido más sombría sin mi afición. Me hacía feliz saber que unos cuantos amigos tenían mi calendario colgado en la cocina o en el salón. O incluso en el maldito armario de los zapatos. Lo irónico es que no he tomado muchas fotos desde las últimas que hice en el Campo de Ackerman. Pienso que esa parte de mi vida puede haber acabado, y solo queda un agujero. Un agujero que silba en medio de la noche, como si soplara una brisa en su interior. Una brisa que intenta suplir lo que jamás volverá a estar allí. A veces pienso que la vida es un negocio triste y malo, doctor. Realmente lo pienso.

En una de mis excursiones del pasado agosto, seguí un camino polvoriento de Motton que no recordaba haber visto antes. Simplemente iba conduciendo, oyendo las canciones de la radio, y había perdido el rastro del río, aunque sabía que no estaba muy lejos porque podía percibir su olor. Es al mismo tiempo húmedo y fresco. Estoy seguro de que sabe a qué me refiero. Es un olor antiguo. En todo caso, giré por ese camino.

Estaba lleno de baches, en un par de sitios casi desaparecía. Además, se estaba haciendo tarde. Debían de ser alrededor de las siete de la tarde, y no me había parado a cenar en ningún sitio. Estaba hambriento. Estuve en un tris de dar la vuelta, pero entonces el camino se allanó y comenzó a avanzar cuesta arriba en lugar de hacia abajo. Y el olor era más fuerte. Cuando apagué la radio, pude oír el río además de olerlo; no muy alto, no muy cerca, pero allí estaba.

Entonces llegué hasta un árbol caído en medio del camino, y estuve a punto de volver por donde había venido. Podría haberlo hecho, incluso a pesar de que no había espacio para girar. Estaba a un kilómetro más o menos de la Carretera 117, podría haber llegado allí en cuestión de cinco minutos. Ahora pienso que algo, alguna fuerza que existe en el lado brillante de nuestra vida, me estaba brindando esa oportunidad. Pienso que el último año habría sido totalmente diferente si hubiera puesto la marcha atrás. Pero no lo hice. Porque ese olor… siempre me ha recordado a mi infancia. Además, podía ver un poco más de cielo en la cresta de la colina. Los árboles —algunos pinos, la mayoría abedules— se dispersaban allí, y pensé «Ahí hay un campo». Se me ocurrió que si lo había, probablemente desde allí se vería el río. También se me ocurrió que allí podría haber una buena explanada para dar la vuelta, pero aquello era muy secundario a la posibilidad de tomar una fotografía del Androscoggin al atardecer. No sé si recordará que el pasado mes de agosto tuvimos unos cuantos anocheceres espectaculares, pero así fue.

De modo que me bajé del coche y desplacé el árbol caído. Era un abedul tan podrido que casi se me deshizo entre las manos. Pero cuando volví a entrar en el coche, estuve a punto de echar hacia atrás en lugar de hacia delante. Realmente hay una fuerza en el lado brillante de las cosas; yo lo creo así. Pero parecía como si el sonido del río fuese más claro con el árbol a un lado del camino —una tontería, lo sé, pero realmente lo parecía—, así que metí primera y conduje mi pequeño Toyota 4 Runner durante el resto del camino hasta arriba.

Pasé un pequeño cartel clavado en un árbol. Decía CAMPO DE ACKERMAN, NO CAZAR, PROHIBIDO EL PASO. Entonces los árboles se disiparon, primero a la izquierda, luego a la derecha, y allí estaba. Me quedé sin habla. Recuerdo vagamente que apagué el motor del coche y salí, y no recuerdo que cogiera la cámara, pero debí de hacerlo porque la tenía en la mano cuando llegué al final del campo, con la correa y la bolsa de los objetivos golpeándome en la pierna. Mi corazón sufrió una sacudida que lo atravesó por completo y me arrebató mi vida anterior.

La realidad es un misterio, doctor Bonsaint, y la textura corriente de las cosas es la tela que usamos para ocultar su resplandor y oscuridad. Pienso que cubrimos los rostros de los cadáveres por la misma razón. Vemos las caras de los muertos como una especie de puerta. Está cerrada para nosotros… pero sabemos que no lo estará siempre. Algún día se abrirá para cada uno de nosotros y la atravesaremos.

Pero hay lugares donde la tela está rasgada y la realidad es muy fina. El rostro de debajo se asoma… pero no el rostro de un cadáver. Casi sería mejor si lo fuera. El Campo de Ackerman es uno de esos lugares, y no me extraña que el dueño haya colocado un maldito cartel de PROHIBIDO EL PASO.

El día se fue desvaneciendo. El sol era una bola de gas rojo, aplastada por arriba y por abajo, descendiendo en el horizonte de poniente. El río era una serpiente larga y ensangrentada que resplandecía por el reflejo del sol; estaba a diez o doce kilómetros de distancia, pero su sonido aún llegaba hasta mí a través del aire de la noche. Detrás del río, un bosque grisáceo y azul se alzaba en una serie de crestas en el lejano horizonte. No veía ninguna casa ni carretera. No cantaba ningún pájaro. Era como si hubiera retrocedido cuatrocientos años en el tiempo. O cuatro millones. Las primeras serpentinas de niebla blanca empezaban a elevarse por encima del heno, que estaba alto. Nadie lo había cortado, a pesar de que era un campo grande y ofrecía buenos pastos. La niebla salía de la verdosa oscuridad como si fuera aliento. Como si la tierra estuviera viva.

Creo que me tambaleé un poco. No por la belleza, aunque era muy hermoso; sino porque todo lo que se extendía frente a mí parecía etéreo, casi hasta el punto de una alucinación. Y entonces vi esas malditas rocas alzándose por encima del heno sin cortar.

Había siete, o eso pensé; las dos más grandes tendrían un metro y medio de alto, las más pequeñas, unos noventa centímetros, las otras tenían un tamaño intermedio. Recuerdo que caminé hacia la que tenía más cerca, pero es como recordar un sueño después de que empiece a descomponerse bajo la luz de la mañana. ¿Sabe a qué me refiero? Por supuesto que sí, los sueños deben de ser una parte importante de su trabajo cotidiano. Solo que esto no era un sueño. Podía oír el heno rozándome los pantalones, podía sentir cómo el caqui se humedecía por la niebla y empezaba a adherirse a mi piel por debajo de las rodillas. De vez en cuando, un arbusto —matas de zumaque crecían aquí y allá— tiraba de mi bolsa de los objetivos y luego la soltaba de nuevo y golpeaba mi muslo con más fuerza que de costumbre.

Llegué a la roca más cercana y me detuve. Era una de las de un metro y medio de alto. Al principio pensé que había rostros tallados en la superficie —no rostros humanos, sino de bestias y monstruos—, pero luego me desplacé un poco y vi que solo era el efecto óptico de la luz del anochecer, que proyectaba sombras que parecían como… bueno, cualquier cosa. De hecho, tras permanecer un rato en esa posición, vi nuevos rostros. Algunos parecían humanos, pero eran tan horribles como los otros. Más horribles, en realidad, porque lo humano siempre es más horrible, ¿no le parece? Porque nosotros conocemos lo humano, comprendemos lo humano. O eso creemos. Y esos rostros parecían estar gritando o riendo. Quizá ambas cosas al mismo tiempo.

Pensé que todo era producto de mi imaginación, y del aislamiento, y de la grandeza de todo aquello… de la parte del mundo que se extendía ante mí. Y de cómo el tiempo parecía haber aguantado la respiración. Como si todo pudiera seguir como estaba eternamente, con el anochecer a no más de cuarenta minutos y el sol rojizo poniéndose en el horizonte y esa claridad difuminada en el aire. Pensé que eran esas cosas las que me hacían ver rostros en lo que solo era una coincidencia. Ahora no pienso lo mismo, pero ahora es demasiado tarde.

Tomé algunas fotos. Cinco, creo. Un mal número, pero yo eso entonces no lo sabía. Luego me alejé un poco, para captar las siete rocas en una sola instantánea, y cuando hice el encuadre vi que en realidad había ocho; formaban una especie de círculo desigual. Uno podría decir —podría, si miraba de verdad— que formaban parte de alguna formación geológica subyacente que había emergido del suelo hacía eones, o que quizá habían surgido más recientemente tras una inundación (el campo tenía una pendiente muy pronunciada, así que pensé que eso podría ser factible), pero también parecían «planificadas», como las piedras de un círculo druida. Sin embargo, no estaban talladas. Salvo por la acción de los elementos. Lo sé porque regresé con la luz del día y lo comprobé. Aristas y pliegues en la roca. Nada más.

Tomé otras cuatro fotografías —que hacían un total de nueve, otro número malo, aunque ligeramente mejor que el cinco—, y cuando retiré la cámara y volví a mirar con los ojos desnudos, vi los rostros, mirando con lascivia y sonriendo con burla y gruñendo. Algunos eran humanos; otros, de bestias. Y conté siete rocas.

Pero cuando volví a mirar por el visor, había ocho.

Empecé a sentirme mareado y asustado. Quería largarme de allí antes de que se hiciera completamente de noche; alejarme de ese campo y regresar a la Carretera 117 con rock and roll sonando a toda pastilla en la radio. Pero no podía irme. Algo profundo dentro de mí —tan profundo como el instinto que hace que sigamos respirando— insistía en ello. Sentía que si me marchaba, ocurriría algo terrible, y quizá no solo a mí. Esa sensación de lo etéreo me barrió de nuevo, como si el mundo fuera muy frágil en ese lugar, y una persona pudiera provocar un cataclismo inimaginable. Si no tenía mucho, mucho cuidado.

Fue entonces cuando comenzó la mierda de mi conducta obsesivo-compulsiva. Fui de piedra en piedra, tocando cada una de ellas, contándolas y asimilando el lugar donde estaba cada una. Quería irme —quería irme desesperadamente—, pero ahí seguía yo, y no escatimé esfuerzos. Porque tenía que hacerlo. Sabía que aquella era la manera de seguir respirando si quería continuar con vida. Cuando llegué al punto por donde había empezado, estaba temblando y empapado de sudor, además de por la niebla y el rocío. Porque tocar esas piedras… no era agradable. Despertaban en mí… ideas. Y creaba imágenes. Muy feas. En una de ellas descuartizaba a mi ex mujer con un hacha y reía a carcajadas mientras ella gritaba y levantaba las manos ensangrentadas para detener los golpes.

Pero eran ocho. Ocho piedras en el Campo de Ackerman. Un buen número. Un número seguro. Yo sabía eso. Y ya no importaba si miraba a través del visor de la cámara o con mis ojos desnudos; después de tocarlas, se quedaron «fijas». Estaba oscureciendo, el sol ya había traspasado la mitad del horizonte (debí de tardar unos veinte minutos en completar aquel círculo imperfecto de unos treinta metros de diámetro), pero aún podía ver bastante bien; el aire era extrañamente claro. Todavía sentía miedo —allí había algo malo, todo lo proclamaba a voces, el silencio sepulcral de los pájaros lo proclamaba—, pero también me sentía aliviado. El mal había menguado un poco al tocar las piedras… y al volver a mirarlas. Guardando en mi mente los lugares que ocupaban en el campo. Eso era tan importante como haberlas tocado.

[Una pausa para pensar.]

No, era más importante. Porque así es como mantenemos a raya la oscuridad que hay más allá del mundo que conocemos. Impide que se vierta sobre nosotros y nos ahogue. Creo que sabemos eso, de un modo muy profundo. Así pues, me volví para largarme de allí, y ya había cubierto la mayor parte de la distancia hasta mi coche —puede que incluso hubiera llegado a tocar el tirador de la puerta— cuando algo me obligó a darme la vuelta otra vez. Y entonces fue cuando lo vi.

[Se queda callado durante bastante tiempo. Me doy cuenta de que está temblando. Está bañado en sudor. Brilla en su frente como si fuera rocío.]

Había algo en medio de las piedras. En medio del círculo que formaban, ya fuera por casualidad o deliberadamente. Era negro, como el cielo del este, y verde como el heno. Estaba girándose muy despacio, pero nunca llegó a quitarme los ojos de encima. Tenía ojos. Repugnantes ojos de color rosa. Sabía —mi mente racional sabía— que lo que estaba viendo era solo la luz proyectada del cielo, pero al mismo tiempo sabía que era algo más. Que algo estaba usando esa luz. Algo estaba usando el anochecer para poder ver, y lo que estaba viendo era yo.

[Está llorando de nuevo. No le ofrezco los Kleenex porque no quiero romper el hechizo. Aunque no estoy seguro de que pudiera ofrecérselos, porque él también me ha hechizado. Lo que cuenta es una alucinación, y una parte de él lo sabe —«sombras que parecían rostros», etc.—, pero es muy poderosa, y las alucinaciones poderosas viajan como los fríos gérmenes de un estornudo.]

Debí de dar algunos pasos hacia atrás. No recuerdo haberlo hecho; solo recuerdo que pensé que estaba mirando la cabeza de algún monstruo grotesco salido de la oscuridad exterior. Y pensé que donde había uno, habría más. Las ocho piedras mantenían a los monstruos cautivos —a duras penas—, pero si solo hubiera siete, podrían pasar de la oscuridad al otro lado de la realidad y aplastar el mundo. Por lo que yo sabía, estaba mirando al último y más pequeño de todos ellos. Por lo que yo sabía, esa cabeza aplastada de serpiente con ojos de color rosa y lo que parecían grandes y largas plumas en el hocico era solo un bebé. Me vio mirarlo.

La maldita cosa me sonrió, y sus dientes eran cabezas. Cabezas humanas con vida.

Entonces pisé una rama seca. Se quebró con el sonido de un petardo, y la parálisis se rompió. No me parece imposible que esa cosa que flotaba en el interior del círculo de piedras estuviera hipnotizándome; se dice que una serpiente puede hipnotizar a un pájaro.

Me di la vuelta y eché a correr. La bolsa de los objetivos seguía golpeándome la pierna, y cada golpe parecía decirme: ¡Despierta! ¡Despierta! ¡Lárgate! ¡Lárgate! Tiré de la puerta de mi 4 Runner, y oí la alarma, esa que te avisa de que te has dejado la llave puesta en el contacto. Pensé en una película antigua donde William Powell y Myrna Loy están en el mostrador de un lujoso hotel y Powell hace sonar la campana para avisar al servicio. Es curioso lo que se te pasa por la cabeza en momentos como ese, ¿verdad? Nosotros también tenemos una puerta en la cabeza…, eso creo. Una puerta que impide que la locura nos inunde el intelecto. Y en los momentos críticos, se abre de par en par y todo tipo de mierdas extrañas desaparecen por esa puerta.

Arranqué el motor. Encendí la radio, subí el volumen a tope, y la música rock salió rugiendo por los altavoces. Eran The Who, eso lo recuerdo. Y recuerdo que encendí los faros del coche. Cuando lo hice, aquellas piedras parecían saltar hacia mí. Estuve a punto de gritar. Pero había ocho, las conté, y ocho es un número seguro.

[Aquí hay otra pausa larga. Casi un minuto.]

Lo siguiente que recuerdo es que estaba en la Carretera 117. No sé cómo llegué hasta allí, si di la vuelta o di marcha atrás. No sé cuánto tiempo tardé, pero la canción de The Who había acabado y ahora estaba escuchando a The Doors. Que Dios me asista, era «On Through to the Other Side».[9] Apagué la radio.

No creo que pueda contarle nada más, doctor, hoy no. Estoy agotado.

[Y ese es el aspecto que tiene.]

[Siguiente sesión]

Pensaba que el efecto que aquel lugar había tenido sobre mí se disiparía de camino a casa —un mal rato en el bosque, ¿vale?— y que cuando estuviera en el salón de casa, con las luces y la televisión encendidas, volvería a sentirme bien. Pero no fue así. Esa sensación de dislocación —de haber tocado otro universo que era hostil al nuestro— parecía más fuerte. Seguía convencido de que había visto rostros —peor aún, un cuerpo enorme con forma de reptil— en aquel círculo de piedras. Me sentía… infectado. Infectado por los pensamientos de mi propia cabeza. También me sentía peligroso; como si pudiera invocar aquella cosa si pensaba demasiado en ella. Y no acudiría sola. Ese otro cosmos se extendería como el vómito en el fondo de una bolsa de papel mojada.

Recorrí toda la casa y cerré todas las puertas. Después estaba seguro de que me había olvidado un par, así que recorrí de nuevo la casa y las comprobé una por una. Esa vez las conté: la puerta de la entrada, la puerta de atrás, la puerta de la despensa, la puerta del trastero, la puerta automática del garaje, la puerta interior del garaje. Eran seis, y pensé que el seis era un buen número. Como lo es el ocho. Son números amistosos. Cálidos. No fríos como el cinco o… ya sabe, el siete. Me relajé un poco, pero comprobé las puertas por última vez. Seguían siendo seis. «Seis son las que veis», recuerdo que dije. Después de eso pensé que podría dormir, pero no pude. Ni siquiera con Ambien.

Seguía viendo la puesta de sol sobre el Androscoggin, convirtiéndose en una serpiente roja. La niebla saliendo del heno como lenguas. Y la cosa entre las piedras. Sobre todo eso.

Me levanté y conté todos los libros que había en la estantería de mi habitación. Había noventa y tres. Ese es un mal número, y no solo porque sea impar. Divida noventa y tres entre tres y le dará treinta y uno: trece al revés. Así que fui a buscar un libro de la pequeña estantería del salón. Pero noventa y cuatro es solo un poco mejor, porque nueve y cuatro suman trece. En nuestro mundo hay números trece por todas partes, doctor. Usted no lo sabe. Bueno, añadí seis libros más a la estantería de mi cuarto. Tuve que apretarlos, pero al final cupieron. Cien está bien. En realidad, muy bien.

Regresaba a la cama cuando pensé en la estantería del salón. ¿Y si, ya sabe, le había robado a Peter para pagarle a Paul? Así que los conté y el resultado fue bueno: cincuenta y seis. Los dígitos suman once, que es impar pero no el peor de los números impares, y cincuenta y seis dividido entre dos da veintiocho, un buen número. Después de eso pude dormir. Creo que tuve pesadillas, pero no las recuerdo.

Los días pasaban y mi mente insistía en regresar al Campo de Ackerman. Era como una sombra que había caído sobre mi vida. Desde entonces contaba montones de cosas, y las tocaba —para estar seguro de que entendía su lugar en el mundo, el mundo real, mi mundo— y también empecé a cambiarlas de sitio. Siempre un número de cosas par, y generalmente las colocaba en círculo o en diagonal. Porque los círculos y las diagonales mantienen las cosas a raya.

He dicho generalmente. Nunca permanentemente. Basta un pequeño accidente para que el catorce se convierta en trece o el ocho se transforme en siete.

A principios de septiembre, mi hija pequeña me visitó y comentó que parecía muy cansado. Me preguntó si trabajaba demasiado. También se dio cuenta de que todos los chismes que tenía en el salón —las cosas que mamá no se había llevado después del divorcio— estaban dispuestos en lo que ella llamó «círculos de cultivos». Dijo: «Te estás volviendo un poco raro con la edad, ¿verdad, papá?». Y entonces fue cuando decidí que tenía que regresar al Campo de Ackerman, esta vez a la luz del día. Pensaba que si lo veía a la luz del día, vería solo unas piedras insignificantes dispersas en un campo de heno sin cortar, me daría cuenta de lo absurdo que era todo aquello, y mi obsesión volaría lejos como un diente de león con una fuerte brisa. Eso era lo que yo quería. Porque contar, tocar y colocar… era muchísimo trabajo. Muchísima responsabilidad.

De camino, me detuve en el lugar adonde llevo a revelar mis fotos y vi que las que había tomado aquella noche en el Campo de Ackerman no habían salido. Eran solo manchurrones grises, como si hubieran estado expuestas a una fuerte radiación. Eso hizo que me demorase, pero no me detuvo. Le pedí prestada una cámara digital a uno de los tipos de la tienda —esa que estropeé— y conduje de nuevo hacia Motton, rápido. ¿Quiere oír una estupidez? Me sentía como un hombre con una erupción aguda por hiedra venenosa que corre a la farmacia a comprar un frasco de loción de calamina. Porque eso era lo que sentía: una picazón. Contar, tocar y colocar cosas podía aliviarla, pero en el mejor de los casos solo era un alivio temporal. Fuera cual fuese su causa, lo más probable es que se extendiera. Lo que yo quería era el antídoto. Volver al Campo de Ackerman no lo era, pero eso yo no lo sabía, ¿verdad? Como aquel que dijo: Aprendemos de nuestros actos. Y aprendemos mucho más de los intentos fallidos.

Era un día precioso, no había ni una nube en el cielo. Las hojas todavía estaban verdes, pero el aire tenía esa claridad brillante que solo se percibe cuando cambia la estación. Mi ex mujer solía decir que los primeros días de otoño como ese eran nuestra recompensa por soportar a los turistas y los veraneantes durante tres meses, obligándonos a hacer cola mientras ellos pagan la cerveza con la tarjeta de crédito. Me sentía bien, eso lo recuerdo. Sentía la certeza de que iba a poner fin a toda aquella locura de mierda. Iba escuchando una recopilación de los grandes éxitos de Queen y pensando en lo bien que sonaba Freddie Mercury, tan puro. Y yo también cantaba. Crucé el Androscoggin en Harlow —a ambos lados del viejo puente de Bale Road, el agua brillaba lo suficiente para hacerte entornar los ojos— y vi saltar un pez. Eso me hizo reír en voz alta. No me había reído así desde aquella noche en el Campo de Ackerman, y sonó tan bien que volví a hacerlo.

Después subí por Boy Hill —apuesto a que sabe dónde está— y pasé el cementerio Serenity Ridge. He sacado algunas fotos muy buenas allí, aunque nunca he puesto ninguna en los calendarios. Cinco minutos después llegué al polvoriento camino secundario. Empecé a girar, pero de repente pisé el freno a fondo. Justo a tiempo. Si hubiera sido un poco más lento, habría partido en dos el radiador de mi 4 Runner. Había una cadena que cruzaba el camino, y un nuevo cartel que colgaba de ella: QUEDA TERMINANTEMENTE PROHIBIDO EL PASO.

Podría haberme dicho a mí mismo que aquello era solo una coincidencia, que el propietario de aquel bosque y aquel campo —no necesariamente tenía que llamarse Ackerman, pero quizá fuera así— ponía esa cadena y ese cartel cada otoño para mantener a raya a los cazadores. Sin embargo, la temporada del venado no comienza hasta principios de noviembre. Y la de las aves en octubre. Creo que alguien vigila ese campo. Quizá con prismáticos, o tal vez con un método de visión menos corriente. Alguien sabía que yo había estado allí y que podría regresar.

«¡Lárgate de aquí! —me dije a mí mismo—. A no ser que quieras correr el riesgo de que te arresten por haber entrado en una propiedad ajena; quizá saquen tu fotografía en el Cali de Castle Rock. Eso sería un buen negocio, ¿verdad?»

Pero nada podía detenerme ante la posibilidad de subir hasta ese campo, no encontrar nada y, en consecuencia, sentirme mejor. Porque —anote esto— al mismo tiempo que me decía a mí mismo que debía respetar los deseos de esa persona que me quería fuera de su propiedad, conté las letras de aquel cartel, y sumaban veintitrés, un número terrible, mucho peor que el trece. Sabía que pensar de esa manera era una locura, pero así era como pensaba, y una parte de mí sabía que aquello no era tan loco.

Oculté mi 4 Runner en el aparcamiento del Serenity Ridge, luego anduve de vuelta hasta el camino polvoriento con la cámara prestada colgada del hombro en una pequeña bolsa de cremallera. Rodeé la cadena —fue fácil— y subí por el camino hasta el campo. Resultó que habría tenido que andar aunque la cadena no hubiera estado allí, porque esa vez había media docena de árboles atravesados en medio del camino, y no eran troncos podridos de abedul. Había cinco pinos de buena talla y un roble adulto. No se habían derrumbado solos; esas criaturas habían sido taladas con una motosierra. Sin embargo, no me frenaron. Pasé por encima de los pinos y rodeé el roble. Luego subí por la colina hacia el campo. Apenas dediqué una mirada al otro cartel: CAMPO DE ACKERMAN, NO CAZAR, PROHIBIDO EL PASO. Veía cómo disminuían los árboles en la cresta de la colina, veía los polvorientos haces de luz brillando entre los que estaban más cerca de la cima, y ahí arriba veía acres y acres de cielo azul, alegre y optimista. Era mediodía. En la lejanía no había ningún río sanguinolento con forma de serpiente, solo el Androscoggin con el que me había criado y al que siempre había amado; azul y hermoso, como son las cosas corrientes cuando las vemos en todo su esplendor. Eché a correr. La sensación de delirante optimismo me acompañó durante todo el camino hasta la cima de la colina, pero en cuanto vi aquellas piedras colocadas ahí como colmillos, mi optimismo se diluyó. Fue reemplazado por el temor y el horror.

De nuevo había siete piedras. Solo siete. Y en medio de ellas —no sé cómo explicar esto para que lo entienda— había una zona difuminada. No era exactamente como una sombra, sino como… ¿sabe como cuando se destiñe el azul de sus pantalones vaqueros favoritos con el paso del tiempo? ¿Especialmente en el doblez de las rodillas? Era como eso. El heno había cambiado a un grasiento color lima, y en lugar de azul, la franja del cielo que había encima del círculo de piedras parecía grisácea. Sentí que si me acercaba allí —una parte de mí quería hacerlo— podría atravesarlo con el puño y desgarrar el tejido de la realidad. Y si lo hacía, algo me atraparía. Algo del otro lado. Estaba seguro de ello.

Aun así, algo en mi interior quería que lo hiciera. Quería… no sé… que dejara a un lado los preámbulos y fuera directamente al grano.

Podía ver —o pensé que podía, aún no estoy muy seguro en cuanto a esta parte— el lugar de donde provenían esas ocho piedras, y vi esa… esa decoloración… abombándose desde dentro, intentando escapar por donde la protección de las piedras era más frágil. ¡Estaba aterrorizado! Porque si lo lograba, aquellas cosas innombrables del otro lado se trasladarían a nuestro mundo. El cielo oscurecería, y se llenaría de nuevas estrellas e insanas constelaciones.

Me descolgué la cámara, pero se me cayó al suelo mientras intentaba abrirla. Me temblaban las manos como si tuviera una especie de ataque. Cogí la funda de la cámara y abrí la cremallera, y cuando volví a mirar las piedras, vi que el espacio que había en el interior del círculo ya no estaba difuminado. Se había vuelto negro. Y podía ver de nuevo aquellos ojos. Escrutando la oscuridad. Esta vez eran amarillos, con las pupilas estrechas y negras. Como los ojos de un gato. O los de una serpiente.

Intenté sacar la cámara pero se me volvió a caer. Y cuando me agaché para recogerla, el heno la envolvió y tuve que tirar de ella para liberarla. No, tuve que arrancarla. En ese momento estaba de rodillas, tirando de la correa con ambas manos. Una brisa empezó a soplar desde el hueco donde debería haber estado la octava roca. Me apartó el pelo de la frente. Apestaba. Olía a carroña. Me acerqué la cámara a la cara, pero al principio no pude ver nada. Pensé: «Ha cegado la cámara, de algún modo ha cegado la cámara», y luego recordé que era una Nikon digital y que tenía que encenderla. Lo hice —oí el pitido— pero aun así no vi nada.

Por entonces la brisa se había convertido en viento. Mecía el heno enviando grandes olas de sombra a lo largo del campo. El olor empeoró. Y el día se estaba oscureciendo. No había ni una sola nube en el cielo, era azul puro, pero aun así el día se estaba oscureciendo. Como si un enorme planeta invisible estuviese eclipsando el sol.

Algo habló. No era inglés. Era algo que sonaba como «Cthun, cthun, deeyanna, deyanna». Pero entonces… por Dios, entonces pronunció mi nombre. Dijo: «Cthun, N., deeyanna, N.». Creo que grité, pero no estoy seguro porque el viento se había convertido en un vendaval que rugía en mis oídos. Debería haber gritado. Tenía todo el derecho del mundo a gritar. ¡Porque sabía mi nombre! Esa cosa grotesca e innombrable sabía cómo me llamaba. Y entonces… la cámara… ¿sabe de qué me di cuenta?

[Le pregunto si se había dejado la tapa puesta, y entonces suelta una carcajada tan aguda que me pone los nervios de punta y me hace pensar en ratas correteando sobre cristales rotos.]

¡Sí! ¡Exacto! ¡La tapa! ¡La maldita tapa! La quité y me acerqué la cámara al ojo; fue un milagro que no se me cayera de nuevo, porque mis manos temblaban una barbaridad y el heno no la habría vuelto a soltar; no, nunca, porque esa segunda vez habría estado preparado. Pero no se me cayó, y pude mirar por el visor, y allí estaban las ocho piedras. Ocho. El ocho mantenía las cosas en su sitio. Aquella oscuridad seguía girando velozmente en el medio, pero estaba retrocediendo. El viento que soplaba alrededor estaba amainando.

Bajé la cámara y había siete. Algo palpitaba en la oscuridad, algo que no puedo describirle. Puedo verlo —lo veo en sueños— pero no hay palabras para esa blasfemia. Un yelmo de cuero palpitante es a lo más a lo que puedo llegar. Un yelmo con un agujero amarillo a cada lado. Pero los agujeros… creo que eran ojos, y sé que me estaban mirando.

Alcé la cámara de nuevo y vi ocho piedras. Disparé seis u ocho fotos como si así pudiera marcarlas, fijarlas en su sitio para siempre, pero por supuesto no dio resultado, lo único que conseguí fue estropear la cámara. Las lentes pueden ver esas piedras, doctor —estoy casi seguro de que una persona podría verlas también en un espejo, quizá incluso a través de un sencillo trozo de cristal—, pero no pueden aprehenderlas. Lo único que puede aprehenderlas, fijarlas en su sitio, es la mente humana, la memoria humana. Pero ni siquiera la mente es digna de confianza, como he podido comprobar. Contar, tocar y colocar sirve durante un tiempo —es irónico pensar que los comportamientos que consideramos neuróticos son los que de hecho mantienen el mundo en su sitio— pero tarde o temprano desaparece la protección que puedan ofrecernos. Y eso es mucho trabajo. Es muchísimo trabajo.

Me pregunto si podríamos dejarlo por hoy. Sé que es temprano, pero estoy muy cansado.

[Le digo que, si lo desea, puedo recetarle un sedante… suave pero más fiable que Amblen o Lunesta. Le irá bien si no abusa. El sonríe con agradecimiento.]

Eso estaría bien, muy bien. Pero ¿puedo pedirle un favor?

[Le digo que por supuesto.]

Recéteme veinte, cuarenta o sesenta pastillas. Todos esos números son buenos.

[Siguiente sesión]

[Le digo que parece que está mejorando, aunque eso dista mucho de la verdad. Parece un hombre que no tardará en ingresar en un psiquiátrico si no logra encontrar un camino para volver a su autopista personal 117. Que dé la vuelta o que tire marcha atrás no importa, pero tiene que alejarse de ese campo. Igual que yo. He soñado con el campo de N., y estoy seguro de que, si quisiera, podría encontrarlo. No es que quiera —eso sería mucho más que compartir el delirio de mi paciente— pero estoy seguro de que podría encontrarlo. Una noche del pasado fin de semana (tenía serios problemas para conciliar el sueño), se me ocurrió que yo tenía que haber pasado por allí en coche, y no solo una vez sino cientos de veces. Porque he cruzado el puente de Bale Road cientos de veces, y he pasado por delante del cementerio Serenity Ridge miles de veces; esa era la ruta que seguía el autobús escolar hasta el James Lowell Elementary, el colegio al que íbamos Sheila y yo. Así que seguro que podría encontrarlo. Si quisiera. Si existiera.

Le pregunto si le ayuda lo que le receté, si ha conseguido dormir. Los círculos oscuros de sus ojos me indican que no ha sido así, pero tengo curiosidad por oír su respuesta.]

Muy bien. Gracias. La conducta obsesivo-compulsiva también va un poco mejor.

[Mientras dice esto, sus manos —más propensas a decir la verdad— manipulan furtivamente el jarrón y la caja de Kleenex y los colocan en las esquinas opuestas de la mesa que hay al lado del diván. Hoy Sandy ha puesto rosas. Las organiza de manera que conectan la caja con el jarrón. Le pregunto qué ocurrió después de que fuera al Campo de Ackerman con la cámara prestada. Se encoge de hombros.]

Nada. Salvo que tuve que pagarle la Nikon al tipo de la tienda de fotografía, claro. Faltaba muy poco para la temporada de caza, y entonces esos bosques se vuelven peligrosos aunque vayas vestido de naranja fosforito de la cabeza a los pies. De todos modos, dudo que haya muchos ciervos por esa zona; imagino que se mantienen alejados.

La conducta obsesivo-compulsiva de mierda disminuyó y pude volver a dormir por las noches.

Bueno… algunas noches. Tenía pesadillas, por supuesto. En ellas, siempre estaba en aquel campo tratando de sacar la cámara del heno, pero el heno no la soltaba. La negrura se derramaba fuera del círculo como el petróleo, y cuando alzaba la vista veía que el cielo se había resquebrajado de este a oeste y que una terrible luz negra manaba de él…, una luz que estaba viva. Y hambrienta. Entonces me despertaba, empapado en sudor. A veces gritando.

Más tarde, a principios de diciembre, recibí una carta del despacho. Tenía el sello PERSONAL y un pequeño objeto en su interior. Rasgué el sobre y una pequeña llave con una etiqueta cayó en mi escritorio. En la etiqueta ponía C. A. Sabía qué era y qué significaba. Si hubiera habido una nota, en ella habría puesto: «Intenté impedirle el paso. No es culpa mía, y quizá tampoco suya, pero ahora esta llave, y todo lo que abre, le pertenece. Cuídela bien».

Ese fin de semana conduje hasta Motton pero no me molesté en aparcar en el estacionamiento Serenity Ridge. Ya no tendría que hacerlo nunca más, ya sabe. La decoración de Navidad adornaba Portland y las demás pequeñas localidades por las que pasé durante el trayecto. Hacía un frío glacial, pero todavía no nevaba. ¿Sabe que justo antes de que nieve siempre hace más frío? Pues era uno de esos días. Pero esa noche el cielo se nubló y con la ventisca llegó la nieve; menuda ventisca. ¿Se acuerda?

[Le digo que sí. Tengo razones para acordarme (eso no se lo digo). Sheila y yo nos habíamos quedado aislados en casa por la nieve, y aprovechamos para hacer algunos arreglos. Bebimos y bailamos con viejos discos de los Beatles y los Rolling Stones. Fue agradable.]

La cadena aún atravesaba el camino, pero la llave C. A. encajaba perfectamente en el candado. Y los árboles derribados estaban apartados. Como había pensado que estarían. Ya no volverían a bloquear el camino porque aquel campo ahora es mi campo, y esas rocas son ahora mis rocas, y lo que encierra, sea lo que sea, es mi responsabilidad.

[Le pregunto si estaba asustado, convencido de que la respuesta será que sí. Pero N. me sorprende.]

No, no mucho. Porque el lugar era diferente. Lo supe incluso desde el principio del camino, donde se cruza con la 117. Lo sentía. Oí a los cuervos graznar mientras abría el candado con mi nueva llave. Normalmente me parece un sonido desagradable, pero ese día sonaba muy dulce. A riesgo de sonar pretencioso, sonaba a redención.

Sabía que habría ocho rocas en el Campo de Ackerman, y tenía razón. Sabía que ya no formarían un círculo, y también en eso tenía razón; de nuevo parecían afloramientos aleatorios, parte del lecho rocoso subyacente que había quedado expuesto por un corrimiento tectónico, el retroceso de un glaciar hacía ochenta mil años, o a una inundación más reciente.

También comprendí otras cosas. Una de ellas fue que había activado el lugar con la mirada. El ojo humano elimina la octava piedra. La lente de la cámara la devuelve, pero no puede fijarla en el sitio. Yo debía seguir renovando la protección con actos simbólicos.

[Hace una pausa, reflexiona, y cuando vuelve a hablar parece que haya cambiado de tema.]

¿Sabía que Stonehenge tal vez sea una combinación de reloj y calendario?

[Le contesto que lo he leído en alguna parte.]

La gente que construyó aquel lugar, y otros similares, debían de saber qué hora era con un simple reloj de sol, y en cuanto al calendario… sabemos que los hombres prehistóricos de Europa y Asia contaban los días simplemente realizando marcas en las paredes de piedra de sus refugios. Entonces, ¿en qué convierte eso a Stonehenge, si es un enorme reloj-calendario? En un monumento a la conducta obsesivo-compulsiva, eso es lo que creo…, una enorme neurosis que se alza en una pradera de Salisbury.

A menos que esté protegiendo algo además de seguirles la pista a las horas y los meses. Que esté bloqueando un universo demente que resulta que está justo al lado del nuestro. Algunos días —muchos, sobre todo el invierno pasado, cuando volví a sentir con fuerza mi yo anterior— estoy seguro de que todo es una tontería, de que todo lo que creí haber visto en el Campo de Ackerman estaba solo en mi cabeza. De que la conducta obsesivo-compulsiva de mierda no era más que un tartamudeo mental.

Pero otros días —empezaron de nuevo esta primavera— estoy seguro de que todo es cierto. Yo activé algo. Y, al hacerlo, me convertí en el último portador del testigo de una línea muy, muy larga que tal vez se remonta a los tiempos prehistóricos. Sé que parece una locura —¿por qué, si no, estaría contándoselo a un psiquiatra?— y hay días en que estoy seguro de que lo es…, incluso cuando cuento cosas, o recorro la casa por la noche tocando los interruptores de la luz y los hornillos de las estufas, tengo claro que todo es… ya sabe… un error químico de mi cabeza que puede solucionarse con las pastillas adecuadas.

Eso lo pensé sobre todo el invierno pasado, cuando las cosas iban bien. O al menos mejor. Luego, en abril de este año, las cosas empezaron a empeorar. Contaba más, tocaba más, y recolocaba todo aquello que no estuviera dispuesto en círculo o en diagonal. Mi hija, la que va a un instituto cerca de aquí, volvió a expresar su preocupación por mi aspecto y lo nervioso que parecía. Me preguntó si era por el divorcio, pero cuando le dije que no, me miró como si no me creyera. Me preguntó si había considerado «ver a alguien» y, por Dios, aquí estoy.

Las pesadillas regresaron. Una noche de principios de mayo me desperté en el suelo de mi habitación gritando. En el sueño había visto un monstruo enorme, negro y gris, una gárgola alada con una cabeza curtida como un yelmo. Se alzaba sobre las ruinas de Portland, una cosa de más de mil metros de altura… Veía espirales de nube flotar alrededor de sus brazos metálicos. Había personas gritando y debatiéndose dentro de sus garras. Y supe —supe— que el monstruo había escapado de las piedras del Campo de Ackerman, que aquella era solo la primera y la más pequeña de las abominaciones que saldrían de ese otro mundo, y que yo tenía la culpa. Porque no había cumplido con mi responsabilidad.

Caminé por la casa tambaleándome, colocaba en círculo todas las cosas que encontraba a mi paso y luego las contaba para asegurarme de que los círculos contenían solo números pares, y entonces tuve la certeza de que todavía no era demasiado tarde, que eso solo había empezado a despertar.

[Le pregunto a qué se refiere con «eso».]

¡La fuerza! ¿Recuerda La guerra de las galaxias? «Luke, usa la fuerza.»

[Se ríe como un loco.]

¡Aunque en este caso no hay que usar la fuerza! ¡Hay que detener la fuerza! ¡Encarcelar la fuerza! Ese caos que conduce a ese frágil lugar, y supongo que a todos los lugares frágiles del mundo. A veces creo que hay toda una cadena de universos en ruinas detrás de esa fuerza, desplegada en incontables eones de tiempo como huellas monstruosas…

[Dice algo en voz baja que no capto. Le pido que lo repita, pero él niega con la cabeza.]

Páseme su cuaderno, doctor. Se lo escribiré. Si lo que le digo es cierto y no está únicamente en mi maldita cabeza, pronunciar su nombre en voz alta no es seguro.

[Escribe CTHUN en grandes letras mayúsculas. Me lo enseña y, cuando asiento, rompe el papel en pedacitos, los cuenta —supongo que para asegurarse de que el número es par— y luego los tira a la papelera que está al lado del diván.]

La llave, la que guardaba en el buzón, estaba a salvo en casa. Salí y conduje de vuelta a Motton; crucé el puente, pasé el cementerio, llegué a aquel maldito camino polvoriento. No pensé en ello porque aquel no era el tipo de decisión en el que uno tiene que pensar. Sería como pararte a pensar si tienes que apagar las cortinas del salón si llegas a casa y te las encuentras en llamas. No. Me limité a salir.

Pero cogí la cámara. Créame.

La pesadilla me había despertado a eso de las cinco, y era muy temprano cuando llegué al Campo de Ackerman. El Androscoggin estaba precioso…, parecía un largo espejo plateado en lugar de una serpiente, con finos zarcillos de niebla que se alzaban de su superficie y luego se extendían debido a…, no sé, la inversión térmica o algo así. Esa nube aplanada seguía exactamente las curvas del río; parecía un río fantasma en el cielo.

El heno seguía creciendo en la explanada y la mayoría de los arbustos de zumaque se habían vuelto verdes, pero vi algo que me asustó. Y por mucho que todo lo otro estuviera solo en mi cabeza (y estoy totalmente dispuesto a admitir que podría ser así), esto era real. Tengo fotos que lo demuestran. Están borrosas, pero en un par de ellas se distinguen las mutaciones de los arbustos de zumaque más cercanos a las rocas. Las hojas eran negras en lugar de verdes, y las ramas estaban retorcidas… parecían formar letras, y las letras formaban…, ya sabe…, su nombre.

[Hace un ademán hacia la papelera donde ha tirado los pedazos de papel]

La oscuridad volvió al interior del círculo de rocas —solo había siete, por supuesto, por eso yo había llegado hasta allí— pero no vi ningún ojo. Gracias a Dios, todavía estaba a tiempo. Solo había oscuridad, que giraba y giraba, parecía burlarse de la belleza de aquella silenciosa mañana de primavera, parecía alegrarse de la fragilidad de nuestro mundo. Podía distinguir el Androscoggin a través de ella, pero la oscuridad —era casi bíblica, una columna de humo— convertía el río en una desagradable mancha gris.

Levanté la cámara —la llevaba colgando del cuello, de modo que aunque se me cayera de las manos no llegaría a las garras del heno— y miré por el visor. Ocho piedras. La bajé y volvieron a ser siete. Miré por el visor y vi ocho. La segunda vez que bajé la cámara, seguían allí las ocho. Pero eso no era suficiente, y yo lo sabía. Supe qué tenía que hacer.

Obligarme a descender hasta aquel círculo de piedras era lo más difícil que había hecho jamás. El sonido del heno rozando el bajo de mis pantalones era como una voz… baja, áspera, descontenta. Me advertía que me mantuviera alejado. El aire empezó a tener un sabor enfermizo. Lleno de cáncer y de otras cosas que quizá sean peores, gérmenes que no existen en nuestro mundo. Mi piel comenzó a vibrar y pensé —a decir verdad, todavía lo pienso— que si pasaba entre dos de esas piedras y entraba dentro del círculo, mi carne se licuaría y se me derretirían los huesos. Pude oír el viento que a veces sopla fuera de allí, girando en su propio huracán. Entonces supe que estaba acercándose. La cosa con la cabeza de yelmo.

[Señala de nuevo los trozos de la papelera.]

Estaba acercándose, y si lo veía en primer plano, me volvería loco. Terminaría mi vida dentro de ese círculo, tomando fotografías que tan solo mostrarían nubes grises. Pero algo me empujaba hacia delante. Y cuando llegase hasta allí, yo…

[N. se levanta y camina lentamente alrededor del diván en un círculo deliberado. Sus pasos —solemnes y danzarines, como los pasos de los niños que juegan al corro de la patata— son de algún modo horribles. Mientras realiza el círculo, extiende el brazo para tocar unas piedras que yo no puedo ver. Uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, seis…, siete…, ocho. Porque el ocho mantiene las cosas en su sitio. Entonces se detiene y me mira. He tenido pacientes en crisis —muchos— pero jamás he visto una mirada tan angustiada. Veo horror, pero no locura; veo claridad en lugar de confusión. Todo tiene que ser una alucinación, por supuesto, pero no hay duda de que él lo entiende perfectamente.

Le digo: «Cuando llegó allí… las tocó».]

Sí, las toqué, una después de otra. Y no puedo decir que sintiera el mundo un poco más a salvo —más sólido, más ahí— cada vez que tocaba una piedra, porque no sería cierto. Lo sentía cada dos piedras. Solo con los números pares, ¿se da cuenta? Esa oscuridad crucial retrocedía con cada número par, y cuando llegué a la octava roca, había desaparecido. El heno dentro del círculo de las piedras estaba amarillo y seco, pero la oscuridad había desaparecido. Y en alguna parte —lejos— oí cantar a un pájaro.

Retrocedí unos pasos. El sol brillaba en lo alto, y el río fantasmal que pasaba por encima del verdadero se había desvanecido completamente. Las piedras volvían a parecer piedras. Ocho afloramientos de granito en un campo; ni siquiera formaban un círculo, a menos que te empeñaras en imaginarlo. Y me sentí dividido. Una parte de mí sabía que todo era producto de mi imaginación y que mi mente tenía algún tipo de dolencia. La otra parte sabía que todo era real. Esa parte comprendía incluso por qué las cosas se habían arreglado durante un tiempo.

Es el solsticio, ¿entiende? Verá que los mismos patrones se repiten una y otra vez en todo el mundo; no solo en Stonehenge, sino en Sudamérica y África… ¡incluso en el Ártico! Lo verá en el medio oeste americano; hasta mi hija lo ha visto, ¡y ella no sabe nada de todo este asunto! ¡«Círculos de cultivos», me dijo! Es un calendario…, Stonehenge y todos los demás, que no solo marca los días y los meses sino también las épocas de mayor o menor peligro.

Esa escisión en mi mente me desgarraba. Me desgarra. He vuelto ahí una docena de veces desde aquel día, y el día 21… tuve que cancelar nuestra cita, ¿se acuerda?

[Le digo que sí, por supuesto que sí]

Pasé todo el día en el Campo de Ackerman, mirando y contando. Porque el día 21 era el solsticio de verano. El día de mayor peligro. Al igual que el solsticio de invierno en diciembre es el día menos peligroso. Fue el año pasado, será otra vez este año, ha sido así todos los años desde el comienzo de los tiempos. Y en los meses por venir —al menos hasta otoño— tengo mucho trabajo por delante. El día 21… no puedo decirle cuan desagradable fue. El modo en que la octava roca renunciaba a su existencia. Lo difícil que fue concentrarme para devolverla al mundo. El modo en que la oscuridad se arremolinaba y retrocedía… se arremolinaba y retrocedía… como la marea. En una ocasión me despisté y cuando levanté la vista vi un ojo inhumano —un horrendo ojo trilobulado— que me miraba. Grité, pero no eché a correr. Porque el mundo dependía de mí. Dependía de mí y ni siquiera lo sabía. En lugar de correr, levanté la cámara y miré por el visor. Ocho piedras. Ningún ojo. Pero después de eso permanecí muy despierto.

Finalmente el círculo quedó fijo y supe que podía irme. Al menos por ese día. Por entonces el sol estaba poniéndose de nuevo, como la primera noche; una bola de fuego que se ocultaba en el horizonte y convertía el Androscoggin en una serpiente de sangre.

Doctor… tanto si es real como si es un delirio, el trabajo es tremendamente difícil. ¡Y qué responsabilidad! Estoy tan cansado… Imagine aguantar el peso del mundo sobre sus hombros…

[Vuelve a echarse en el diván. Es un hombre corpulento, pero ahora parece pequeño y marchito. Luego sonríe.]

Al menos cuando llegue el invierno podré tomarme un descanso. Si es que llego tan lejos. Y ¿sabe? Creo que usted y yo hemos terminado. Como suelen decir en la radio: «Así concluye el programa de hoy». Aunque… ¿quién sabe? Quizá vuelva usted a verme. O por lo menos oiga hablar de mí.

[Le digo que todo lo contrario, que nos queda un montón de trabajo por delante. Le digo que lleva una carga muy pesada; un gorila invisible de trescientos kilos sobre su espalda, y que juntos podemos persuadirle para que baje. Digo que podemos lograrlo, pero que llevará tiempo. Le digo todas esas cosas, y relleno un par de recetas, pero en mi corazón temo que tenga razón: él ha terminado. Se lleva las recetas, pero ha terminado. Quizá solo conmigo; quizá con la vida.]

Gracias, doctor. Por todo. Por escucharme. Y… ¿ve eso?

[Señala la mesa de al lado del diván, con su cuidada disposición.]

Si yo fuera usted, no lo movería.

[Le entrego una tarjeta de visita y él se la guarda cuidadosamente en el bolsillo. Cuando le da unas palmaditas para asegurarse de que sigue ahí, pienso que quizá me equivoque y que lo veré el 5 de julio. Ya me he equivocado antes. N. ha llegado a gustarme, y por su bien espero que no se adentre en ese círculo de rocas. Solo existe en su mente, pero eso no significa que no sea real]

[Fin de la última sesión.]

4. Manuscrito del doctor Bonsaint (Fragmentario)

5 de julio de 2007

Llamé al número de teléfono de su casa en cuanto vi la necrológica. Lo cogió C., la hija que iba al instituto aquí en Maine. Increíblemente serena, me dijo que en el fondo de su corazón aquello no la sorprendía. Dijo que había sido la primera en llegar a la residencia de N. en Portland (en verano trabaja en Camden, no muy lejos), pero oí que había más gente en la casa. Eso era bueno. La familia existe por un montón de razones, pero su función más básica quizá sea permanecer unida cuando uno de sus miembros muere, y es particularmente importante cuando la muerte es violenta o inesperada, un asesinato o un suicidio.

Sabía quién era yo. Habló sin reparos. Sí, fue un suicidio. Su coche. El garaje. Toallas taponando los resquicios de las puertas, y estoy seguro de que había un número par de toallas. Diez o veinte; según N., ambos son buenos números. El treinta no es tan bueno, pero ¿acaso la gente —en especial los hombres que viven solos— tiene treinta toallas en casa? Estoy seguro de que no. Lo sé porque yo no las tengo.

La hija dijo que habría una investigación. Encontrarán fármacos en su organismo —los que yo le receté, no me cabe la menor duda—, pero probablemente no en cantidades letales. Supongo que eso no importa mucho; N. seguirá muerto cualquiera que sea la causa.

Me preguntó si asistiría al funeral. Eso me emocionó. De hecho, se me saltaron las lágrimas. Le dije que sí, que iría si a la familia le parecía bien. Sorprendida, me dijo que por supuesto… ¿por qué no les iba a parecer bien?

«Porque al final no pude ayudarle», dije.

«Lo intentó —dijo—. Eso es lo importante.» Y volví a sentir el escozor en los ojos. Su amabilidad.

Antes de colgar, le pregunté si había dejado una nota. Dijo que sí. Tres palabras. «Estoy muy cansado.»

Había añadido su nombre. Lo que daba un total de cuatro.

7 de julio de 2007

Tanto en la iglesia como en el cementerio, la familia de N. —especialmente C.— me ha acogido y ha hecho que me sienta bienvenido. El milagro de la familia, que puede abrir su círculo incluso en momentos tan difíciles. Incluso para acoger a un extraño. Habría allí cerca de cien personas, muchas de ellas de la extensa familia de su vida profesional. Lloré junto a su tumba. No me sorprendió ni me avergoncé: la identificación entre analista y paciente puede llegar a ser algo muy poderoso. C. me cogió de la mano, me abrazó y me dio las gracias por haber intentado ayudar a su padre. Le dije que se lo agradecía, pero me sentí como un impostor, un fracasado.

Un bonito día de verano. Qué irónico.

Esta noche he estado escuchando las cintas de nuestras sesiones. Creo que las transcribiré. Seguramente se pueda extraer un artículo de la historia de N. —un pequeño aporte a la literatura sobre la conducta obsesivo-compulsiva— y quizá algo más largo. Un libro. Sin embargo, dudo. Lo que me echa para atrás es saber que debería visitar ese campo y comparar la fantasía de N. con la realidad. Su mundo con el mío. Estoy bastante seguro de que ese campo existe. ¿Y las piedras? Sí, seguramente hay piedras. Pero no tienen el significado que la obsesión de N. les confería.

Esta noche, bonita puesta de sol roja.

17 de julio de 2007

Hoy me he tomado el día libre y he ido a Motton. Lo tenía en mente y al final no he encontrado ninguna razón para no ir. Estaba con el «runrún», como diría nuestra madre. Si tengo la intención de escribir el caso de N., ese runrún debe cesar. No hay excusa. Con los recuerdos de mi infancia para guiarme —el puente de Bale Road (al cual Sheila y yo solíamos llamar, por razones que ya no recuerdo, el puente de Fail Road),[10] Boy Hill, y especialmente el cementerio Serenity Ridge—, pensé que encontraría el camino de N. sin demasiados problemas, y así fue. No podía equivocarme porque era el único camino de tierra con una cadena que lo atravesaba y un cartel de PROHIBIDO EL PASO.

Aparqué en el estacionamiento del cementerio, como N. había hecho antes que yo. Aunque era un brillante y caluroso mediodía de verano, solo oí cantar a unos pocos pájaros, y a mucha distancia. Por la Carretera 117 no pasó ningún coche, solo un camión sobrecargado que circulaba a ciento diez kilómetros por hora y que me apartó el pelo de la frente con una explosión de aire caliente y gases aceitosos. Después de eso solo estaba yo. Pensé en los paseos que daba cuando era niño hasta el puente de Fail Road con mi pequeña caña de pescar Zebco al hombro cual la carabina de un soldado. En aquella época nunca tenía miedo, y me dije que en ese momento tampoco tenía miedo.

Pero sí tenía. Y no diría que era un miedo completamente irracional. Seguir la pista a la enfermedad mental de un paciente hasta su origen nunca es cómodo.

Me detuve frente a la cadena, preguntándome si realmente quería hacerlo; si quería adentrarme no solo en una propiedad ajena sino en una fantasía obsesivo-compulsiva que probablemente había terminado matando a su poseedor. (O —quizá sea más correcto— a su poseído.) La elección no parecía tan clara como lo había sido por la mañana, cuando me puse los vaqueros y mis viejas botas rojas de montaña. Esta mañana parecía sencillo: «Ve y compara la realidad con la fantasía de N., o descarta la posibilidad de escribir el artículo (o el libro)». Pero ¿qué es la realidad? ¿Quién soy yo para decidir que el mundo percibido por los sentidos del doctor B. es más real que el percibido por los sentidos de N., el malogrado contable?

La respuesta a eso parecía bastante clara: el doctor B. es un hombre que no se ha suicidado, un hombre que no cuenta, ni toca, ni coloca cosas; un hombre que cree que los números, sean pares o impares, solo son números. El doctor B. es un hombre capaz de convivir con el mundo. Al final, el contable N. no pudo. Por tanto, la percepción de la realidad del doctor B. es más viable que la del contable N.

Pero una vez que llegué allí, y sentí el silencioso poder del lugar (incluso al pie del camino, detrás todavía de la cadena), pensé que la elección era en realidad mucho más simple: recorrer ese camino desierto del Campo de Ackerman o dar la vuelta y subir de nuevo al coche. Alejarme. Olvidar la idea de un posible libro, olvidar la idea, más probable, de un artículo. Olvidar a N. y ocuparme de mis asuntos.

Aunque… aunque…

Alejarme podría (y digo «podría») significar que en algún nivel en lo profundo de mi subconsciente, donde las viejas supersticiones siguen vivas (cogidas de la mano de los viejos impulsos rojos), había aceptado la creencia de N. de que el Campo de Ackerman contenía un lugar muy frágil protegido por un círculo mágico de piedras, y que si me acercaba a él podría reactivar algún proceso terrible, alguna lucha horrible, a la que N. creyó poder poner fin (al menos temporalmente) con su suicidio. Alejarme significaría que había aceptado (en esa parte profunda de mí en la que todos nos parecemos casi tanto como las hormigas que trabajan en un hormiguero subterráneo) la idea de que yo iba a ser el siguiente guardián. Así es como yo lo había llamado. Y si cedía ante tales ideas…

«Mi vida jamás sería la misma —dije en voz alta—. Nunca podría mirar el mundo del mismo modo.»

De pronto todo aquel asunto me pareció muy serio. A veces naufragamos, ¿verdad? Hasta lugares donde las elecciones ya no son fáciles y las consecuencias de elegir la opción errónea pueden ser graves. Quizá la vida —o la cordura— corra peligro.

O… ¿y si no son elecciones? ¿Y si solo lo parecen?

Deseché la idea y rodeé uno de los postes que sujetaban la cadena. Tanto mis pacientes como mis colegas de profesión me han llamado doctor de brujas (en broma, supongo), pero no quería pensar eso de mí mismo; no quería mirarme en el espejo del baño y pensar: Ahí está el hombre que se ha dejado influir en un momento crítico no solo por su propio proceso de pensamiento sino por el delirio de un paciente muerto.

No había árboles atravesados en el camino, pero vi varios —en su mayoría abedules y pinos— tirados en la empinada cuneta. Parecía que los habían talado y apartado a un lado en algún momento de este año, o del año pasado, o del anterior. Para mí era imposible saberlo. No soy leñador.

Llegué a la falda de una colina y vi que el bosque se disipaba a ambos lados, dejando a la vista una vasta extensión del caluroso cielo veraniego. Era como caminar dentro de la cabeza de N. Me detuve a medio camino de la colina, no porque me hubiese quedado sin aliento, sino para preguntarme por última vez si eso era lo que yo quería. Luego seguí adelante.

Ojalá no lo hubiera hecho.

El campo estaba allí, y la vista a campo abierto hacia el oeste era tan espectacular como N. había apuntado; realmente te dejaba sin respiración. Incluso aunque el sol estuviese alto y amarillo en vez de ocultándose en el horizonte. Las piedras también estaban allí, a unos cincuenta metros pendiente abajo. Y sí, parecían formar un círculo, pero no el tipo de círculo de Stonehenge. Las conté. Había ocho, como N. había dicho.

(Menos cuando dijo que había siete.)

La hierba del interior de aquella tosca agrupación de rocas parecía un poco irregular y amarillenta comparada con el verdor alto hasta el muslo del resto del campo (se extendía hasta una gran superficie de robles, abetos y abedules), pero eso no quería decir que estuviera seca. Me llamó la atención un pequeño grupo de arbustos de zumaque. Tampoco estaban secos —al menos creo que no lo estaban, pero las hojas eran negras en lugar de verdes veteadas de rojo, y no tenían forma. Eran deformes, de algún modo difíciles de mirar. Ofendían el orden que el ojo esperaba percibir. No puedo describirlo mejor.

A unos diez metros de donde estaba vi algo blanco enganchado en uno de esos arbustos. Caminé hacia allí, vi que era un sobre y supe que N. lo había dejado para mí. Si no el día de su suicidio, no mucho antes. Sentí un retortijón horrible en el estómago. Tuve la clara sensación de que al decidir ir hasta allí (si es que lo decidí) me había equivocado. Que de hecho sabía que me equivocaría al elegir, educado para confiar en mi intelecto por encima de mis instintos.

Tonterías. Sé que no debería pensar así.

N. también lo sabía, por supuesto (¡aquí está la prueba!), y antes también había pensado eso mismo. Pero no dudó en contar las toallas mientras se preparaba para su…

Para asegurarse de que era un número par.

Mierda. La mente te tiende trampas, ¿verdad? Las sombras forman rostros.

El sobre estaba metido en una bolsita de plástico transparente para que se mantuviera seco. Las letras eran perfectamente firmes, perfectamente claras: DOCTOR JOHN BON-SAINT.

Lo saqué de la bolsita, luego volví a mirar pendiente abajo, hacia las piedras. Todavía ocho. Claro. Pero no cantaba ningún pájaro, no chirriaba ningún grillo. El día aguantaba la respiración. Cada sombra estaba tallada. Ahora sé lo que N. quiso decir con lo de sentirse atrapado en el tiempo.

Había algo dentro del sobre; lo noté resbalar hacia delante y hacia atrás, y mis dedos supieron qué era antes incluso de rasgar la parte superior del sobre y dejar que cayera en la palma de mi mano. Una llave.

Y una nota. Solo dos palabras: «Perdóneme, doctor». Y su nombre, por supuesto. Solo el de pila. Eso hacia un total de tres palabras. No era un buen número. Al menos según N.

Me metí la llave en el bolsillo y me acerqué a un arbusto de zumaque que no parecía un arbusto de zumaque; hojas negras, ramas retorcidas hasta el punto que parecían runas, o letras…

¡CTHUN, no!

… y me dije: Es hora de dejarlo. Ya es suficiente. Si algo ha mutado a los arbustos, si alguna condición medioambiental ha envenenado el suelo, que así sea. Los arbustos no son lo importante en este paisaje; lo importante son las piedras. Hay ocho. Has analizado el mundo y lo has encontrado como esperabas que estuviera, como sabías que estaría, como ha estado siempre. Si este campo parece demasiado tranquilo —como cargado— es sin duda debido al efecto persistente de la historia de N. en tu mente. Por no mencionar su suicidio. Ahora vuelve a tu vida. No importa el silencio ni la sensación —en tu cabeza como una nube de tormenta— de que algo en ese silencio está al acecho. Vuelve a tu vida, doctor B.

Vuelve ahora que todavía puedes.

Regresé al principio del camino. El alto y verde heno susurraba contra mis pantalones como una voz suave y jadeante. El sol me golpeaba la nuca y los hombros.

Sentí el impulso de volverme y echar otra ojeada. Un fuerte impulso. Me enfrenté a él y perdí.

Cuando me giré, vi siete piedras. No ocho sino siete. Las conté dos veces para estar seguro. En el interior del círculo de piedras parecía que hubiera oscurecido, como si una nube hubiera pasado por delante del sol. Una nube tan pequeña que solo hacía sombra en ese sitio. Pero no parecía una sombra. Parecía una oscuridad especial que se movía sobre la hierba enmarañada y amarillenta, se retorcía sobre sí misma y luego se derramó por el hueco donde, estaba seguro (casi seguro; eso es lo malo), había una octava roca cuando yo llegué.

Pensé: No tengo cámara con la que mirar y hacerla reaparecer.

Pensé: Tengo que parar mientras todavía pueda decirme que nada de esto está ocurriendo. Con razón o sin ella, me preocupaba menos el destino del mundo que la pérdida de mis propias percepciones; la pérdida de mi concepto del mundo. En ningún momento creí el delirio de N., pero aquella oscuridad…

No quise que eso diera pie a nada, ¿entienden? Ni siquiera un dedo.

Había vuelto a meter la llave en el sobre y me lo había guardado en el bolsillo de atrás del pantalón, pero la bolsita transparente seguía en mi mano. Sin pensar realmente en lo que estaba haciendo, la levanté delante de mis ojos y miré a través de ella hacia las piedras. Se veía un poco borroso, un poco distorsionado, incluso cuando estiré el plástico, pero se veía lo suficiente. Volvían a ser ocho, sin duda, y aquella oscuridad percibida…

Aquel embudo

O túnel

… había desaparecido. (Por supuesto nunca había estado allí, eso para empezar.) Bajé la bolsita —no sin cierta inquietud, lo admito— y miré directamente a las rocas. Ocho. Sólidas como los cimientos del Taj Mahal. Ocho.

Me dirigí de nuevo hacia el camino, ganándole la batalla al impulso de echar otro vistazo. ¿Para qué mirar otra vez? Ocho es ocho. Y me como un bizcocho. (Un pequeño chiste.)

He decidido olvidarme del artículo. Será mejor dejar atrás todo el asunto de N. Lo importante es que fui allí e hice frente —estoy bastante seguro de que esto es cierto— a la locura que hay en todos nosotros, tanto en los doctores B. del mundo como en los N. ¿Cómo lo llamaban en la Primera Guerra Mundial? «Ir a ver al elefante.» Una realidad tan extraordinaria como el elefante del circo. Fui a verlo, pero eso no significa que tenga que dibujarlo. O, en mi caso, describirlo.

¿Y si creía que había visto algo más? Si por unos pocos segundos…

Bueno, sí. Pero esperen. Eso solo demuestra la fuerza del delirio que capturó al pobre N. Explica su suicidio de un modo en que ninguna anotación puede hacerlo. Sin embargo, algunas cosas es mejor dejarlas a un lado. Y este es probablemente el caso. Esa oscuridad…

Ese embudo-túnel, esa oscuridad percibida…

En cualquier caso, he terminado con N. Ni libro, ni artículo. «Pasa página.» Sin duda la llave abre el candado de la cadena que hay al principio del camino, pero nunca la usaré. La tiré a la basura.

«Y a la cama», como solía decir el magnífico y fallecido Sammy Pepys.

Esta noche el sol brillará rojo sobre ese campo. ¿Niebla elevándose del heno? Quizá. Del heno verde. No del amarillento.

El Androscoggin estará rojo esta noche, una larga serpiente sangrando en un canal de parto muerto. (¡Fantástico!) Me gustaría verlo. Por la razón que sea. Lo admito.

Solo es cansancio. Mañana por la mañana habrá desaparecido. Mañana por la mañana puede que incluso reconsidere la posibilidad de escribir el artículo. O el libro. Pero esta noche no.

Y a la cama.

18 de julio de 2007

Esta mañana saqué la llave de la basura y la guardé en el cajón de mi escritorio. Tirarla era como admitir que podría haber ocurrido algo. Ya saben.

Bueno. Y de todos modos: solo es una llave.

27 de julio de 2007

De acuerdo, sí, lo admito. He estado contando algunas cosas y me he asegurado de que a mi alrededor hay números pares. Los clips para los papeles. Los bolígrafos del lapicero. Cosas por el estilo. Hacerlo me relaja de una manera extraña. Seguramente haya pillado el catarro de N. (Un pequeño chiste, aunque no tiene gracia.)

Mi psiquiatra es el doctor J. de Augusta, ahora jefe de departamento en el Serenity Hill. Lo llamé y mantuvimos una discusión general —con el pretexto de una investigación para un ensayo que tenía que enviar este invierno a una convención en Chicago; todo mentira, por supuesto, pero a veces, ya saben, así es más fácil— acerca de la naturaleza transitiva de paciente a analista de los síntomas de la conducta obsesivo-compulsiva. J. me confirmó mis pesquisas. No es un fenómeno muy común, pero no es una rareza.

«Johnny, esto no te afecta de forma personal, ¿verdad?», me preguntó.

Agudo. Perceptivo. Siempre lo ha sido. ¡Y tiene un montón de información sobre un servidor!

«No —contesté—. Solo me interesa el tema. De hecho, se ha convertido en algo así como una obsesión.»

Terminamos la conversación entre risas y luego fui a la mesa del café y conté los libros. Seis. Eso es bueno. Seis son las que veis. (La pequeña rima de N.) Comprobé mi escritorio para asegurarme de que la llave estaba allí y, por supuesto, allí estaba. ¿Dónde iba a estar si no? Una llave. ¿Uno es bueno o malo? «El queso se queda solo», ya saben, como la canción del juego infantil. Probablemente no tiene nada que ver, ¡pero es algo en lo que pensar!

Salí de la habitación, entonces recordé que en la mesa del café había revistas además de libros, y también las conté. ¡Siete! Cogí el People con Brad Pitt en la portada y lo tiré a la basura.

Miren, si con eso me siento mejor, ¿qué tiene de malo? ¡Solo era Brad Pitt!

Y si la cosa va a peor, hablaré claro con J. Esta es una promesa que me hago a mí mismo.

Creo que un poco de Neurontin puede ayudarme. A pesar de tratarse de un medicamento anticonvulsivo, estrictamente hablando, en casos como el mío se ha demostrado que puede ayudar. Por supuesto…

3 de agosto de 2007

¿A quién intento engañar? No hay casos como el mío, y el Neurontin no me ayuda. Es como pedirle peras al olmo.

Pero contar sí me ayuda. Me relaja, por raro que parezca. Y algo más. ¡La llave estaba en el lado equivocado del cajón donde la metí! Fue una intuición, pero la intuición no es NINGUNA TONTERÍA. La moví. Mejor. Luego puse otra llave (la de la caja fuerte) en el otro lado. Eso pareció equilibrar las cosas. Seis son las que veis, pero dos es mejor (chiste). Anoche dormí bien.

Bueno, no. Pesadillas. El Androscoggin al anochecer. Una herida roja. Un canal de parto. Pero muerto.

10 de agosto de 2007

Algo va mal ahí fuera. La octava roca se está soltando. Decirme a mí mismo que no es así no tiene sentido porque cada nervio de mi cuerpo —¡cada célula de mi piel!— proclama que es cierto. Contar libros (y zapatos, sí, es verdad; la intuición de N. y no es una tontería) ayuda, pero no solventa EL PROBLEMA BÁSICO. Ni siquiera colocar las cosas en diagonal ayuda demasiado, aunque desde luego…

Las migas de pan tostado en la encimera de la cocina, por ejemplo. Las alineas con la hoja del cuchillo. Rayas de azúcar sobre la mesa, ¡JA! Pero ¿quién sabe cuántas migas hay que reunir? ¿Cuántos granos de azúcar? ¡¡Contar eso es muy difícil!!

Esto tiene que acabar. Voy a volver.

Me llevaré una cámara.

11 de agosto de 2007

La oscuridad. Dios mío. Era casi completa. Y algo más. La oscuridad tenía un ojo.

12 de agosto

¿Vi algo? ¿Seguro? No lo sé. Creo que sí, pero no lo sé. Hay 19 palabras en esta entrada. 22 es mejor.

19 de agosto

He cogido el teléfono para llamar a J. y contarle lo que me está pasando pero he colgado. ¿Qué iba a decirle? Además: 1-207-555-1863 = 11. Un mal número.

El Valium ayuda mucho más que el Neurontin. Creo. Siempre y cuando no abuse

16 de sept.

He vuelto de Motown. Empapado en sudor. Temblando. Pero ocho otra vez. Lo he fijado. ¡Yo! ¡Lo he fijado! ¡ESO! Gracias a Dios. Pero… ¡Pero!

No puedo vivir así.

No, pero… LLEGUÉ JUSTO A TIEMPO. ESA COSA ESTABA A PUNTO DE ESCAPAR. Las protecciones solo aguantan un poco y luego una «visita» es necesaria. (Un chistecito.)

Vi el ojo trilobulado del que me habló N. No pertenece a nada de este mundo o universo.

Está intentando devorar su propio camino. Aunque eso yo no lo acepto. He dejado que la obsesión de N. presione mi psique con un dedo (ha estado metiéndome el dedo, si me permiten la bromita) y ha seguido así hasta abrir una brecha, y ha metido un segundo dedo, un tercero, la mano entera. Me ha abierto en canal. Me ha abierto

¡Pero!

Lo vi con mis propios ojos. Hay un mundo detrás del nuestro, lleno de monstruos Dioses

¡MALDITOS DIOSES!

Una cosa. ¿Qué pasa si me suicido? Si esto no es real, el tormento termina. Si es real, la octava piedra se solidifica de nuevo. Al menos hasta que algún otro —el próximo «GUARDA»— explore despreocupadamente ese camino y vea…

¡Suicidarme casi parece una buena idea!

9 de octubre de 2007

Últimamente mejor. Mis ideas parecen ser más mías. Cuando fui por última vez al Campo de Ackerman (hace dos días), todas mis preocupaciones desaparecieron. Había ocho rocas. Las miré —sólidas como casas— y vi un cuervo en el cielo. Se desvió para evitar el espacio aéreo encima de las rocas, «el ziss-ziss es la verdad» (chiste), pero ahí estaba. Y mientras yo permanecía de pie al final del camino con la cámara colgada del cuello (nada de nada en Motton, aquellas piedras no se podían fotografiar, N. tenía razón en eso; ¿posiblemente radón?), me pregunté cómo pude pensar que solo había siete. Admito que conté los pasos de regreso al coche (como llegué a la puerta del conductor con un número impar, di unos cuantos pasos de aquí para allá), pero esas cosas no cesan todas a la vez. ¡Son CALAMBRES de la MENTE! Sin embargo, quizá…

¿Puedo atreverme a pensar que estoy mejorando?

10 de octubre de 2007

Por supuesto que hay otra posibilidad, pero me resisto a admitirla: que N. tuviera razón en cuanto a los solsticios. Estábamos alejándonos de uno y acercándonos a otro. El verano había acabado; el invierno se aproximaba. Y eso, si es cierto, es una buena noticia, pero solo a corto plazo. Si tengo que hacer frente a esos angustiosos espasmos mentales la próxima primavera… y la primavera siguiente… No podré, eso es todo.

Cómo me atormenta ese ojo. Flotando en la creciente oscuridad.

Otras cosas detrás

¡CTHUN!

16 de noviembre de 2007

Ocho. Siempre hubo ocho. Ahora estoy seguro. Hoy el campo estaba tranquilo; el heno, seco; los árboles al pie de la pendiente, desnudos; el Androscoggin, de color gris acero bajo el cielo de color hierro. El mundo esperaba la nieve.

Y, por Dios, lo mejor de todo: ¡había un pájaro posado en una de las piedras!

¡UN PÁJARO!

Cuando estaba conduciendo de regreso a Lewiston me di cuenta de que no había contado los pasos de vuelta hasta el coche.

Esta es la verdad. Lo que debería ser la verdad. Uno de mis pacientes me contagió su resfriado, pero ya estoy mejor. Resfriado fuera, nariz seca.

Qué ironía que aquello me hubiera pasado a mí.

25 de diciembre de 2007

Compartí la cena de Navidad y el acostumbrado intercambio de regalos con Sheila y su familia. Cuando Don se llevó a Seth a la misa del gallo (estoy seguro de que los buenos metodistas se sorprenderían si conocieran las raíces paganas de tales ritos), Sheila me dio un apretón en la mano y me dijo: «Has vuelto. Eso está bien. Estaba preocupada».

Bueno, al parecer no se puede engañar a los de tu misma sangre. El doctor J. solo sospechó que algo iba mal, pero Sheila lo sabía. Querida Sheila.

«Tuve una especie de crisis durante el verano y el otoño —le dije—. Podríamos llamarlo una crisis del espíritu.»

Aunque fue más una crisis de la psique. Cuando un hombre empieza a creer que el único propósito para el que sirven sus sentidos es ocultar el conocimiento de otros mundos terribles… sufre una crisis de psique.

Sheila, siempre práctica, repuso: «Al menos no era cáncer, Johnny. Eso es lo que me asustaba».

¡Querida Sheila! Me reí y la abracé.

Más tarde, mientras dábamos los últimos retoques a la cocina (y bebíamos ponche de huevo), le pregunté si recordaba por qué llamábamos Fail Road, de «fallar», al puente de Bale Road. Ella ladeó la cabeza y se rió.

«Fue tu viejo amigo el que nos llevó allí. El único por el que he estado colada.»

«Charlie Keen —dije—. Hace diez años que no lo veo. Salvo en televisión. El pobre es Sanjay Gupta.»

Sheila me dio un golpe en el brazo.

«Los celos no van contigo, cariño. El caso es que un día estábamos pescando en el puente (ya sabes, con esas pequeñas poleas que teníamos) y Charlie se asomó por el borde y dijo: «¿Sabéis? Cualquiera que se cayera de aquí no podría “fallar”, se mataría». Nos pareció de lo más gracioso y nos reímos como locos. ¿No te acuerdas?»

Y entonces lo recordé. El puente de Bale Road se convirtió en el puente de Fail Road desde ese momento. Y el bueno de Charlie tenía razón. El Bale es muy poco profundo en ese punto. Por supuesto, desemboca en el Androscoggin (el punto donde se unen los dos ríos probablemente podía verse desde el Campo de Ackerman, aunque yo nunca me había fijado), que es mucho más profundo. Y el Androscoggin desemboca en el mar. Un mundo lleva a otro mundo, ¿no es cierto? A un mundo más profundo que el anterior; esto es un designio que proclama toda la tierra.

Don y Seth, los hijos de Sheila, regresaron cubiertos de nieve. Nos dimos un abrazo grupal, muy a lo new age, y luego regresé a casa en coche escuchando villancicos. Por primera vez en mucho tiempo me sentía realmente feliz.

Creo que estas notas… este diario… esta crónica de la locura evitada (quizá solo por pocos centímetros; creo que estuve a punto de «cruzar la raya»)… puede concluir ahora.

Gracias a Dios, y feliz Navidad para mí.

1 de abril de 2008

Hoy es aquí el día de los Inocentes, y el inocente soy yo. Desperté de un sueño en el que aparecía el Campo de Ackerman.

En el sueño, el cielo era azul y en el valle el río era de un azul más oscuro, la nieve había empezado a derretirse, las primeras hierbas verdes asomaban entre los restos de blanco, y de nuevo había solo siete rocas. Dentro del círculo volvía a haber oscuridad. Por el momento solo era una mancha, pero crecería si no me ocupaba de ella.

Después de despertarme conté todos mis libros (sesenta y cuatro, un buen número, par y divisible por sí mismo hasta llegar a 1; piensen en ello), y cuando resultó que ese truco no sirvió de nada, derramé un poco de café en la encimera de la cocina y formé una diagonal. Eso arregló las cosas —por el momento—, pero no me queda otro remedio que ir hasta allí y hacer otra «visita». No debo vacilar.

Porque está empezando otra vez.

La nieve casi ha desaparecido, el solsticio de verano se acerca (aún está lejos en el horizonte pero se acerca), y ha vuelto a empezar.

Lo percibo.

Dios me ayude, me siento como un enfermo de cáncer en el que el tumor ha remitido y que una mañana se despierta y descubre una gran masa de grasa en su axila.

No puedo hacerlo.

Debo hacerlo.

[Más tarde]

Todavía quedaba nieve en el camino, pero llegué sin problemas hasta «C. A.». Dejé mi coche en el aparcamiento del cementerio y continué a pie. Había solo siete rocas, como en mi sueño. Miré a través del visor de la cámara. Otra vez ocho. El ocho es el destino y mantiene el mundo en su eje. Buen trato. ¡Para el mundo!

Para el doctor Bonsaint no es un buen trato. Que esto deba suceder otra vez; mi mente se estremece ante la perspectiva.

Por favor, Dios, no dejes que suceda otra vez.

6 de abril de 2008

Hoy me llevó más tiempo convertir las siete rocas en ocho, y sé que aún tengo frente a mí «mucho camino» que recorrer; por ejemplo, contar y hacer diagonales y —recolocar no, en eso N. estaba equivocado— equilibrar, eso es necesario. Es simbólico, como el pan y el vino en la comunión.

De todos modos, estoy cansado. Y para el solsticio aún queda mucho.

Sigue aumentando su poder pero para el solsticio aún queda mucho.

Ojalá N. hubiera muerto antes de acudir a mi despacho. Ese bastardo egoísta.

2 de mayo de 2008

Creí que esta vez me mataría. O que me rompería la mente. ¿Mi mente está rota? Dios mío, ¿cómo puedo decirlo? No hay Dios, no puede haber Dios en esa oscuridad, y el OJO que observa desde ella. Y hay algo más.

LA COSA CON LA CABEZA DE YELMO. NACIDA EN LA INSANA OSCURIDAD VIVIENTE.

Se oyó un cántico. Un cántico desde lo más profundo del círculo de rocas, de lo más profundo de la oscuridad. Pero logré convertir de nuevo el siete en ocho, aunque esta vez me llevó mucho, mucho, mucho, mucho, mucho tiempo. Tuve que mirar muchas veces a través del visor, caminé también en círculos y conté las pisadas, abrí el círculo a sesenta y cuatro pasos y por fin lo logré, gracias a Dios. «El remolino se ensancha.»[11] ¡Yeepa! Luego miré hacia arriba. Miré alrededor. Y vi su nombre en cada arbusto de zumaque y en cada árbol de ese campo infernal: Cthun, Cthun, Cthun, Cthun. Miré al cielo para aliviarme y vi las nubes deletrearlo mientras surcaban el azul: CTHUN en el cielo. Miré hacia el río y vi que sus curvas formaban una C gigante. C de Cthun.

¿Cómo puedo ser el responsable del mundo? ¿Cómo puede ser?

¡¡¡¡¡¡¡¡No es justo!!!!!!!!

4 de mayo de 2008

Si pudiera cerrar la puerta suicidándome.

Y la paz, aunque solo sea la paz de la oblación.

Voy a ir otra vez, pero esta vez no recorreré todo el camino.

Solo hasta el puente de Fail Road. Allí hay poca profundidad, el fondo está lleno de rocas.

Debe de haber unos diez metros de caída. No es el mejor número pero aun así cualquiera que se caiga de ahí no puede fallar. No puede fallar.

No puedo dejar de pensar en ese horroroso ojo trilobulado.

La cosa con la cabeza de yelmo.

Los rostros vociferantes en las piedras.

¡CTHUN!

[El manuscrito del doctor Bonsaint termina aquí.]

5. La segunda carta

8 de junio de 2008

Querido Charlie:

No he recibido noticias tuyas acerca del manuscrito de Johnny, y eso es bueno. Por favor, haz caso omiso de mi última carta, y si aún conservas las páginas, quémalas. Ese era el deseo de Johnny, y debería haberlo cumplido yo misma.

Me dije que solo me acercaría al puente de Fail Road para ver el lugar donde pasamos unos momentos tan felices cuando éramos niños, el lugar donde él acabó con su vida cuando los momentos felices terminaron. Me dije que eso podría echar el cierre (esa es la expresión que Johnny habría usado). Pero, por supuesto, la mente que está debajo de mi mente —donde todos somos casi idénticos, estoy segura que eso es lo que Johnny afirmaría— sabía que no sería así. ¿Por qué si no cogí la llave?

Porque estaba ahí, en su estudio. No en el mismo cajón donde encontré el manuscrito, sino en el de arriba; el que está encima del hueco para las piernas. Con otra llave para «equilibrarlo», como él decía.

¿Te habría enviado la llave junto al manuscrito si hubiera encontrado ambas cosas en el mismo sitio? No lo sé. No lo sé. Pero en conjunto me alegro de cómo ha salido todo. Porque podrías haber sentido la tentación de ir hasta allí. Arrastrado por la mera curiosidad, o posiblemente por algo más. Algo más fuerte.

O quizá todo esto sea una tontería. Probablemente cogí la llave y fui hasta Motton y encontré aquel camino porque soy lo que dije que era en mi última carta: la hija de Pandora. ¿Cómo puedo asegurarlo? N. no podía. Tampoco mi hermano podía, ni siquiera al final, y como él solía decir: «Yo soy un profesional, no intente esto en casa».

En cualquier caso, no te preocupes por mí. Estoy bien. E incluso si no lo estoy, aún puedo hacer bien las cuentas. Sheila LeClaire tiene un marido y un hijo. Charlie Keen —según lo que he leído en Wikipedia— tiene una esposa y tres hijos. Por lo tanto, tú tienes más que perder. Y además, quizá nunca superé lo colada que estuve por ti.

No vengas bajo ningún concepto. Sigue haciendo tus reportajes sobre la obesidad y el abuso de los medicamentos y los ataques al corazón en hombres menores de cincuenta y cosas como esas. Cosas normales como esas.

Y si no has leído el manuscrito (eso espero, pero lo dudo; estoy segura de que Pandora también tiene hijos varones), pasa de él. Atribúyelo todo a la histeria de una mujer que ha perdido inesperadamente a su hermano.

Ahí no hay nada.

Solo algunas rocas.

Las vi con mis propios ojos.

Juro que ahí no hay nada, así que mantente alejado.

6. El artículo del periódico

[Del Democrat de Chester’s Mill: 1 de junio de 2008]

UNA MUJER SALTA DESDE UN PUENTE,

IMITA EL SUICIDIO DE SU HERMANO

Por Julia Shumway

MOTTON - Después de que el destacado psiquiatra John Bonsaint se suicidara saltando desde el puente Bale River en esta pequeña localidad del centro de Maine hace menos de un mes, algunos parientes afirmaron que su hermana, Sheila LeClaire, estaba confusa y deprimida. Su marido, Donald LeClaire, ha declarado que estaba «totalmente devastada». Nadie pensó que considerara la posibilidad del suicidio, añadió.

Pero así era.

«Aunque no dejó ninguna nota», ha afirmado el forense del condado Richard Chapman, «todos los indicios están ahí.

Su coche se hallaba bien aparcado y considerablemente apartado de la carretera, en la margen de Harlow del puente.

Estaba cerrado y su bolso se encontraba en el asiento del pasajero, con el permiso de conducir encima».

Chapman ha añadido que los zapatos de LeClaire fueron encontrados al lado de la barandilla, colocados con cuidado el uno junto al otro. Chapman ha afirmado que solo la investigación podrá aclarar si se ahogó o murió por el impacto.

Además de un marido, Sheila LeClaire deja a un hijo de siete años. El servicio religioso todavía no se ha fijado.

7. El e-mail

keenl981

15.44 h

5 de junio 08

Chrissy…

Por favor, cancela todas mis citas de la semana que viene. Sé que te aviso con muy poca antelación, y sé cuántas quejas vas a recibir, pero no puedo evitarlo. Tengo que atender un asunto en mi residencia de Maine. Dos viejos amigos, hermano y hermana, se han suicidado en extrañas circunstancias… ¡y en el mismo maldito lugar! Dado el manuscrito tan sumamente extraño que ella me envió antes de imitar (al parecer) el suicidio de su hermano, creo que esto hay que investigarlo. El hermano, John Bonsaint, era mi mejor amigo cuando éramos niños; nos salvamos el uno al otro en más de una pelea en el patio.

Hayden puede realizar las pruebas de los niveles de azúcar. Sé que él cree que no puede, pero sí puede. Y aunque no pueda, yo tengo que irme. Johnny y Sheila eran como de la familia.

Y además: no quisiera ser filisteo en ese asunto, pero creo que de aquí podría salir una historia. Sobre la conducta obsesivo-compulsiva. Tal vez no sea un problema tan importante como el cáncer, pero los que lo sufren te dirán que es una mierda aterradoramente poderosa.

Gracias, Chrissy…

Charlie