Había tres confesionarios. El del medio tenía la luz de encima de la puerta encendida. No había nadie esperando fuera. La iglesia estaba desierta. La luz entraba por las vidrieras y formaba cuadrados de colores en el suelo del pasillo central. Monette pensó en marcharse, pero no lo hizo. En cambio, se acercó al confesionario que estaba disponible y entró. Cuando cerró la puerta y se sentó, la pequeña compuerta de la derecha se deslizó. Delante de él, clavada con una chincheta azul, había una tarjeta escrita a máquina en la que ponía: PARA TODOS LOS QUE HAN PECADO Y SE HAN QUEDADO A UN PASO DE LA GLORIA DEL SEÑOR.
Hacía mucho de la última vez, pero Monette no creía que aquel accesorio fuera habitual. Ni siquiera creía que fuera del Catecismo de Baltimore.
El sacerdote le habló desde el otro lado de la rejilla.
—¿Cómo estás, hijo?
Monette tampoco creía que ese recibimiento fuera habitual. Pero estaba bien. Qué más daba, si aun así fue incapaz de contestar. Ni una palabra. Y eso, considerando todo lo que tenía que decir, tenía su gracia.
—¿Hijo? ¿Te ha comido la lengua un gato?
Nada. Las palabras estaban ahí, pero atascadas. Absurdo o no, Monette pensó de repente en un váter embozado.
La silueta detrás de la rejilla cambió de postura. —¿Hace mucho? —Sí —respondió Monette. Ya era algo.
—¿Quieres que te dé una pista?
—No, me acuerdo. Perdóneme, padre, porque he pecado.
—Ajá. ¿Cuándo te confesaste por última vez?
—No lo sé. Hace mucho. Cuando era niño.
—Bueno, tómatelo con calma… es como montar en bici.
Pero durante un momento continuó sin poder hablar. Miró el mensaje escrito a máquina, clavado con la chincheta, y su garganta se movió. Se frotó las manos como si estuviera amasando, apretó y apretó hasta formar un gran puño que se movía hacia delante y hacia atrás entre los muslos.
—¿Hijo? El día pasa y hoy tengo invitados a comer. Además, traerán la co…
—Padre, puede que haya cometido un pecado terrible.
Entonces el sacerdote se quedó callado. Mudo, pensó Monette. Una palabra blanca, si es que las hay. Mecanografíela en una tarjeta de archivo y desaparecerá.
Cuando el sacerdote, al otro lado de la rejilla, volvió a hablar, su tono seguía siendo amistoso pero un poco más grave.
—¿Cuál es tu pecado, hijo?
Y Monette dijo:
—No lo sé. Eso tendrá que decírmelo usted.
Había empezado a llover cuando Monette llegó a la vía de acceso de la autopista. En el maletero llevaba su equipaje, y las cajas con las muestras —chismes grandes y cuadrados, como los que llevan los abogados cuando presentan una prueba en un juicio— estaban en el asiento de atrás. Una era marrón; la otra, negra. Ambas llevaban impreso en relieve el logotipo de Wolfe & Sons: un lobo de madera con un libro en la boca. Monette era viajante. Cubría toda la parte septentrional de Nueva Inglaterra. Era lunes por la mañana. Había sido un fin de semana malo, muy malo. Su esposa se había largado a un motel, donde probablemente no estaba sola. No tardaría en estar entre rejas. Desde luego, se armaría un buen escándalo y la infidelidad sería lo de menos. En la solapa de la chaqueta llevaba una chapa en la que ponía:
¡¡PREGÚNTEME POR NUESTROS MEJORES TÍTULOS DE OTOÑO!!
Había un hombre de pie al principio de la vía de acceso. Vestido con ropa vieja, sostenía un cartel en alto mientras Monette se acercaba y la lluvia arreciaba. Entre los pies, calzados con sucias zapatillas de deporte, aguantaba una maltrecha mochila marrón. El cierre de velcro de una de las zapatillas se había soltado y sobresalía como una lengua torcida. El autostopista no llevaba gorro, ni siquiera paraguas.
Al principio, lo único que Monette distinguió del cartel fueron unos labios rojos mal dibujados con una ancha línea negra que los cruzaba en diagonal. Cuando estuvo un poco más cerca vio las palabras que había encima de la boca tachada: ¡SOY MUDO! Debajo de la boca decía: ¿ME LLEVA?
Monette puso el intermitente para girar hacia la vía de acceso. El autostopista dio la vuelta al cartel. En el otro lado había una oreja, igual de mal dibujada, con una línea encima. Sobre la oreja: ¡SOY SORDO! Debajo: POR FAVOR, ¿PODRÍA LLEVARME?
Monette había recorrido millones de kilómetros desde que tenía dieciséis años, la mayoría durante los doce años que llevaba de representante de Wolfe & Sons, vendiendo los mejores títulos, uno detrás de otro, y durante todo ese tiempo jamás había recogido a ningún autostopista. Aquel día se desvió sin vacilar antes de llegar al acceso a la autopista y se detuvo. La medalla de san Cristóbal que colgaba del retrovisor aún se balanceaba cuando apretó el botón de la puerta para quitar el seguro del cierre. Aquel día sentía que no tenía nada que perder.
El autostopista se deslizó en el interior y puso la maltrecha mochila entre sus sucias y caladas zapatillas. Viéndolo, Monette pensó que el colega olería mal, y no se equivocó.
—¿Adonde vas? —preguntó.
El autostopista se encogió de hombros y señaló la vía de acceso. Luego se inclinó y colocó con cuidado el cartel sobre la mochila. Tenía el pelo grasiento y fino. Y algo canoso.
—Ya sé que es hacia allí, pero… —Monette se dio cuenta de que el hombre no podía oírle.
Esperó a que se incorporase. Un coche pasó por su lado y entró en la vía de acceso haciendo sonar la bocina a pesar de que Monette le había dejado espacio de sobra para pasar. Monette alzó el dedo. Lo había hecho otras veces, pero jamás por minucias como aquella.
El autostopista se abrochó el cinturón y miró a Monette como si le preguntara por qué seguían parados. Tenía arrugas en la cara y llevaba barba de varios días. Monette no hubiera podido decir qué edad tenía. En algún momento entre viejo y no viejo; más no sabía.
—¿Adonde vas? —preguntó Monette, esta vez pronunciando despacio cada palabra, y cuando vio que el tipo se limitaba a mirarlo (peso medio, flaco, no más de setenta kilos), le dijo—: ¿Puedes leer los labios? —Y se tocó los suyos.
El autostopista sacudió la cabeza e hizo algunos gestos con la mano.
Monette cogió una libreta de la guantera. Mientras escribía «¿Dónde?», otro coche les pasó a toda velocidad levantando una delgada y alta estela de agua a los lados. Monette se dirigía a Derry, a doscientos cincuenta kilómetros de allí; normalmente odiaba conducir en esas condiciones, aunque las tormentas de nieve eran peor. Pero aquel día todo le parecía bien. Aquel día el tiempo —y los enormes camiones, que le arrojaban una segunda manta de agua cuando lo adelantaban— lo mantendría ocupado.
Por no mencionar a aquel tipo. Su nuevo pasajero, que posó la vista en la nota y luego de nuevo en Monette. Más tarde se le ocurriría que aquel tipo quizá no supiera leer —aprender a leer cuando eres sordomudo tiene que ser dificilísimo—, pero comprendió el signo de interrogación. El hombre señaló la vía de acceso a través del parabrisas. Luego abrió y cerró las manos doce veces. O quizá fueron quince. Ciento veinte kilómetros. O ciento cincuenta. Si es que se refería a eso.
—¿Waterville? —apuntó Monette.
El autostopista lo miró con cara de póquer.
—Vale —dijo Monette—. Déjalo. Dame un golpecito en el hombro cuando nos acerquemos a donde vas.
El autostopista lo miró con cara de póquer.
—Bueno, imagino que lo harás —dijo Monette—. Eso suponiendo que tienes algún destino en mente, claro. —Miró por el retrovisor y luego se puso en marcha—. Estás bastante aislado, ¿no?
El tipo seguía mirándolo. Se encogió de hombros y se puso las palmas de las manos en los oídos.
—Ya lo sé —dijo Monette, y se incorporó a la autopista—. Estás muy aislado. Tienes las líneas del teléfono cortadas. Pero hoy casi desearía ser tú y que tú fueras yo. —Hizo una pausa—. Casi. ¿Te importa que ponga música?
Cuando el autostopista giró la cabeza y miró por la ventanilla, a Monette no le quedó otra que reírse de sí mismo. Debussy, AC/DC o Rush Limbaugh… para ese tipo todo era lo mismo.
Había comprado el nuevo disco de Josh Ritter para su hija —la semana próxima sería su cumpleaños— pero aún no se había acordado de enviárselo. Últimamente había tenido muchas otras cosas de las que ocuparse. Una vez hubieron salido de Portland, activó la velocidad de crucero, quitó el envoltorio del CD con el pulgar y lo introdujo en el reproductor. Se dijo que técnicamente ahora era un disco usado, y eso no es lo que se le regala a una querida hija única. Bueno, podía comprarle otro. Eso suponiendo que le quedara dinero para comprarlo, claro.
Josh Ritter resultó ser bastante bueno. Parecido a Dylan en sus primeros tiempos pero con una actitud más optimista. Mientras lo escuchaba, le daba vueltas a lo del dinero. Comprar un nuevo CD para el cumpleaños de Kelsie era el menor de sus problemas. El hecho de que lo que ella de verdad quería —y necesitaba— fuera un ordenador portátil tampoco ocupaba una posición muy alta en su lista de preocupaciones. Si Barb había hecho lo que dijo que había hecho —lo que el departamento de trastornos afectivo-emocionales confirmó que había hecho—, Monette no sabía cómo afrontaría el pago del último año de la niña en el Case Western. Eso aun suponiendo que conservara su trabajo. Ese era el problema.
Subió el volumen de la música para ahogar el problema y en parte lo logró, pero cuando llegaron a Gardiner la última nota se había extinguido. El rostro y el cuerpo del autostopista estaban encarados hacia la ventanilla del pasajero. Monette solo veía la espalda de su trenca sucia y descolorida, y el pelo demasiado fino cayéndole en greñas por encima del cuello. Parecía que en el pasado había habido algo estampado en la espalda del abrigo, pero estaba muy desgastado para distinguir qué era.
Esta es la historia de la vida de este pobre tonto, pensó Monette.
Al principio, Monette no estaba seguro de si el autostopista dormía o contemplaba el paisaje. Luego observó la leve inclinación de la cabeza y cómo se empañaba el cristal de la ventanilla del pasajero y decidió que lo más probable era que estuviese dormido. Y ¿por qué no? Solo había una cosa más aburrida que la autopista principal del sur de Augusta, y era la autopista principal del sur de Augusta en un lluvioso día de primavera.
Monette tenía otros discos en la guantera central, pero en lugar de rebuscar allí apagó el equipo de audio del coche. Y en cuanto dejaron atrás el peaje de Gardiner —no se detengan, simplemente aminoren la marcha; las maravillas de los sistemas electrónicos—, empezó a hablar.
Monette paró de hablar y miró su reloj. Eran las doce menos cuarto, y el sacerdote había dicho que tenía invitados a comer. Y que además le traerían la comida.
—Padre, siento alargarme tanto. Iría más rápido si supiera cómo, pero no sé.
—Está bien, hijo. Ahora siento curiosidad.
—Sus invitados…
—Esperarán mientras realizo las tareas del Señor. Hijo, ¿ese hombre te robó?
—No —dijo Monette—. A no ser que mi paz interior cuente. ¿Cuenta?
—Con toda certeza. ¿Qué hizo?
—Nada. Mirar por la ventana. Yo creía que estaba dormido, pero más tarde tuve motivos para pensar que me había equivocado.
—¿Qué hiciste?
—Le hablé de mi mujer —dijo Monette. Luego hizo una pausa y reflexionó—. Bueno, no. Descargué toda mi rabia. Despotriqué contra mi mujer. La puse como un trapo. Yo… ya sabe… —Forcejeó con sus pensamientos, con los labios apretados, mirando ese gran puño de manos retorcidas que tenía entre los muslos. Al fin exclamó—: Era sordomudo, ¿entiende? Podría decir cualquier cosa en voz alta y no tendría que aguantarle ningún análisis, ninguna opinión, ningún consejo. Era sordo, era mudo, demonios, pensaba que seguramente estaba dormido ¡y que podía decir lo que me diera la gana, joder!
Monette se estremeció en el interior del confesionario con la tarjeta clavada en la pared.
—Perdóneme, padre.
—¿Qué dijiste de ella exactamente? —preguntó el sacerdote.
—Le dije que tenía cincuenta y cuatro años —dijo Monette—. Así fue como empecé. Porque esa era la parte…, ya sabe, esa era la parte que yo no podía aceptar.
Después del peaje de Gardiner, la carretera se convierte otra vez en una autovía gratuita y discurre a lo largo de quinientos kilómetros en la puñetera nada: bosques, campos, la ocasional caravana vivienda con una antena parabólica en el techo y una camioneta apoyada en adoquines en el patio lateral. Salvo en verano, está poco transitada. Cada coche se convierte en un pequeño universo. En ese momento, a Monette se le ocurrió (quizá por la medalla de san Cristóbal que colgaba del espejo retrovisor, un regalo de Barb en una época mejor y más sensata) que era como estar en un confesionario rodante. Sin embargo, empezó despacio, como lo hacen muchos confesores.
—Estoy casado —dijo—. Tengo cincuenta y cinco años y mi mujer tiene cincuenta y cuatro.
Mientras los limpiaparabrisas pivotaban de un lado a otro, pensó en ello.
—Cincuenta y cuatro, Barbara tiene cincuenta y cuatro años. Llevamos casados veintiséis. Un hijo. Una niña. Una niña preciosa. Kelsie Ann. Va al colegio en Cleveland y no sé cómo haré para mantenerla allí porque hace dos semanas más o menos, sin previo aviso, mi mujer se transformó en el volcán Monte St. Helens. Resulta que tenía un amante. Lo tenía desde hace casi dos años. Es profesor (bueno, claro, ¿qué otra cosa podría haber sido?), pero ella lo llama Mi Vaquero Bob. Resulta que muchas de las noches en que yo pensaba que ella estaba en la cooperativa o en el círculo de lectores, estaba bebiendo chupitos de tequila y bailando con el Maldito Vaquero Bob.
Era gracioso. A cualquiera se lo hubiera parecido. Sería una comedia de mierda si hubiera sido una comedia de mierda. Pero los ojos —aunque sin lágrimas— le escocían como si estuvieran llenos de hiedra venenosa. Echó una ojeada a su derecha, pero el autostopista seguía de lado y ahora apoyaba la frente contra el cristal de la ventana. Seguro que estaba dormido.
Casi seguro.
Monette no le había contado a nadie aquella traición. Kelsie aún no lo sabía, pero la burbuja de su ignorancia explotaría pronto. La paja volaba con el viento —Monette ya les había colgado el teléfono a tres periodistas antes de salir de viaje—, pero todavía no tenían nada que pudieran publicar o comentar. Eso cambiaría pronto, pero Monette usaría el «Sin comentarios» todo el tiempo que le fuera posible, sobre todo para ahorrarse a sí mismo la vergüenza. Sin embargo, mientras tanto se estaba desahogando, y hacerlo le proporcionaba un inmenso y furioso alivio. En cierto sentido era como cantar en la ducha. O como vomitar.
—Tiene cincuenta y cuatro años —dijo—. Eso es lo que no puedo aceptar. Significa que empezó a salir con ese tipo, que en verdad se llama Robert Yandowski (vaya nombre para un vaquero), cuando tenía cincuenta y dos. ¡Cincuenta y dos! ¿No dirías que es lo bastante mayor para pensarlo mejor, amigo mío? ¿No es demasiado mayor para sembrar avena, arrancarla y plantar después otras semillas más útiles? Dios mío, ¡si usa bifocales! ¡Si le han extirpado la vesícula! ¡Y se está tirando a ese tío! ¡En el motel Grove, donde han montado su guarida! Le he dado una bonita casa en Buxton, un garaje de dos plazas, un Audi en usufructo, y lo tira todo por la ventana para emborracharse los jueves por la noche en el Range Riders y tirarse a ese tipo hasta el amanecer (o hasta lo que aguanten) ¡y tiene cincuenta y cuatro años! Por no hablar del Vaquero Bob, ¡que tiene sesenta, joder!
Se oyó despotricar y se dijo que debía parar; vio que el autostopista no se había movido (aunque parecía un poco más hundido dentro de su trenca de lana…, eso sí podría haber pasado) y comprendió que no tenía por qué controlarse. Estaba en su coche. Estaba en la I-95, en alguna parte al este del sol y al oeste de Augusta. Su pasajero era sordomudo. Si quería despotricar, podía despotricar.
Despotricó.
—Barb lo soltó todo. No lo confesó en tono desafiante, pero tampoco se avergonzaba. Parecía… serena. Quizá atónita. Tal vez seguía viviendo en un mundo de fantasía.
Le dijo que en parte había sido culpa de él.
—Paso mucho tiempo en la carretera, eso es cierto. Unos trescientos días el año pasado. Ella iba a su aire… solo teníamos a la pequeña, ya sabes, y eso terminó cuando empezó el instituto y voló del nido. Así que era culpa mía. El Vaquero Bob y todo lo demás.
Le latían las sienes y tenía la nariz casi taponada. Aspiró profundamente hasta que vio puntitos negros delante de los ojos y no sintió alivio. Por lo menos no en la nariz. La cabeza la sentía un poco mejor. Se alegraba mucho de haber recogido al autostopista. Podía haber dicho todas esas cosas en voz alta en el coche vacío, pero…
—Pero no hubiera sido lo mismo —dijo a la sombra que había al otro lado del confesionario. Miraba de frente, directamente a TODOS LOS QUE HAN PECADO Y SE HAN QUEDADO A UN PASO DE LA GLORIA DEL SEÑOR—. ¿Lo comprende, padre?
—Por supuesto —replicó el sacerdote, complacido—. Aunque está claro que te has alejado de la Madre Iglesia (salvo por unas pocas supersticiones como la medalla de san Cristóbal), ni siquiera deberías preguntármelo. La confesión es buena para el espíritu. Hace dos mil años que lo sabemos…
Hacía mucho tiempo que Monette se había quitado la medalla de san Cristóbal y la había colgado del espejo retrovisor. Quizá era solo superstición, pero había recorrido millones de kilómetros bajo todo tipo de climas asquerosos con la medalla como única compañía, y el mayor percance que había sufrido era un parachoques abollado.
—Hijo, ¿qué más te hizo tu esposa, aparte de pecar con el Vaquero Bob?
De pronto, Monette se echó a reír. Y al otro lado de la rejilla el sacerdote también se rió. La diferencia radicaba en la cualidad de la risa. El sacerdote veía el lado gracioso del asunto. Monette supuso que intentaba apartarlo de la locura.
—Bueno, también está lo de la ropa interior —dijo.
—Compró ropa interior —le dijo al autostopista, que seguía desplomado en el asiento y echado hacia un lado, con la frente contra la ventanilla y empañando el cristal con el aliento. Llevaba la mochila entre las piernas y el cartel encima, con el lado en el que ponía ¡SOY SORDO! a la vista—. Me la enseñó. Estaba en el armario del cuarto de invitados. Picardías y camisolas y sostenes y medias de seda todavía en las cajas, docenas de pares. Y lo que parecían miles de ligueros. Pero sobre todo medias, medias y más medias. Me dijo que su Vaquero Bob era un «adicto a las medias». Creo que ella hubiera seguido contándome cómo se lo montaban, pero vi la escena. La vi mucho más clara de lo que quería. Le dije: «Por supuesto que es un adicto a las medias, se crió haciéndose pajas con el Playboy… ¡si tiene sesenta años, joder!».
Pasaron por un cartel que indicaba Fairfield. Se veía verdoso y borroso a través del parabrisas, con un cuervo empapado posado encima.
—Y además era ropa interior de buena calidad —dijo Monette—. Mucha era de Victoria’s Secret, del centro comercial, pero también había prendas muy caras de una boutique que se llamaba Sweets. De Boston. Yo ni siquiera sabía que había boutiques de ropa interior, pero desde entonces ya lo sé. Debía de tener miles de dólares amontonados en aquel armario. También muchos zapatos. La mayoría de tacón alto. Ya sabes, tacón de aguja. Tenía que saber al dedillo el papel de niña caliente. Aunque imagino que cuando se probaba el último Wonderbra y los picardías se quitaba las bifocales. Pero…
Los adelantó un semirremolque. Monette llevaba las luces encendidas y automáticamente le envió una ráfaga con las largas cuando el camión ya les había dejado atrás. El conductor le devolvió las gracias encendiendo las luces de freno. Aquel era el idioma de las carreteras.
—Pero había un montón de prendas sin estrenar. Eso era lo extraño. Las tenía ahí… en las cajas. Le pregunté por qué diablos había comprado tantas, pero ella ni lo sabía ni podía explicarlo. «Para nosotros se convirtió en una costumbre», me dijo. «Supongo que era como los juegos preliminares.» No estaba avergonzada. No lo dijo en tono desafiante. Era como si estuviera pensando: Todo esto es un sueño y me despertaré enseguida.
Los dos ahí de pie mirando aquel tenderete de combinaciones y lencería, zapatos y Dios sabe qué otras cosas amontonadas en el fondo del armario. Entonces le pregunté de dónde sacaba el dinero (es decir, yo reviso los extractos de la tarjeta de crédito a final de mes, y jamás he encontrado ningún cargo del Sweets de Boston), y así llegamos al problema real. Malversación.
—Malversación —dijo el sacerdote.
Monette se preguntó si alguna vez habrían pronunciado esa palabra en aquel confesionario y decidió que probablemente sí. «Robo» seguro que sí.
—Ella trabajaba para la UEAM 19 —dijo Monette—. Son las siglas de la Unidad Escolar Administrativa de Maine. Es una administración enorme, en el sur de Portland. La sede está en Dowrie, el hogar del Range Riders, donde van a bailar, y del histórico Grove Motel, justo al final de la carretera. Una situación muy conveniente. Puedes bailar y fo… y hacer el amor en el mismo sitio. ¿Para qué vas a coger el coche si has pillado una buena cogorza? Eso era lo que ellos pillaban la mayoría de las noches. Chupitos de tequila para ella, whisky para él. Jack, naturalmente. Me lo contó ella. Me lo contó todo.
—¿Era profesora?
—Oh, no… los profesores no manejan esas cantidades de dinero; si fuera profesora no habría podido malversar más de ciento veinte mil dólares. El director del distrito y su mujer habían venido a casa a cenar, aunque por supuesto yo ya los conocía de todos los picnics anteriores que organizaban al final de cada año escolar, por lo general en el Dowrie Country Club. Víctor McCrea. Licenciado en la Universidad de Maine. Jugaba al fútbol. Se especializó en educación física. Pelo al rape. Probablemente le regalaron unos cuantos aprobados, pero era un hombre agradable, de esos que saben cincuenta chistes distintos de este-es-un-tipo-que-entra-en-un-bar. Estaba a cargo de una docena de colegios, desde las cinco escuelas de primaria hasta el Muskie High. Manejaba unos presupuestos anuales enormes, poco a poco podría haberse agenciado fácilmente una buena tajada. Barb fue su secretaria ejecutiva durante doce años.
Monette hizo una pausa.
—Barb tenía el talonario.
La lluvia arreciaba. Caía un buen chaparrón. Monette redujo la velocidad a ochenta por hora sin ni siquiera pensar en ello mientras los otros coches le adelantaban zumbando por el carril de la izquierda, cada uno de ellos arrastrando su propia nube de agua. Que zumben. Tenía a sus espaldas una larga carrera profesional exenta de accidentes y vendiendo los mejores títulos de otoño (por no mencionar los mejores títulos de primavera y unas cuantas sorpresas del verano, en su mayoría recetas de cocina, libros para dietas, y los contundentes Harry Potter), y quería que siguiera siendo así.
A su derecha, el autostopista se movió un poco.
—¿Estás despierto, amigo? —preguntó Monette. Una pregunta inútil pero natural.
El autostopista pronunció algo desde el rincón de su cuerpo que aparentemente no era mudo: Prrrf. Breve, educado y, lo mejor de todo, inoloro.
—Lo tomaré como un sí —dijo Monette devolviendo su atención a la carretera—. ¿Por dónde iba?
La ropa interior, por ahí iba. Todavía podía verla. Amontonada en el armario como el sueño húmedo de un adolescente. Luego la confesión de la malversación; esa asombrosa palabra. Después de tomarse un momento para considerar la posibilidad de que ella estuviera mintiéndole por alguna absurda razón (porque, por supuesto, todo aquello era absurdo), le preguntó cuánto le quedaba, y ella contestó —de esa manera al mismo tiempo calmada y aturdida— que en realidad no le quedaba nada, aunque creía que podría conseguir más. Al menos durante un tiempo.
—«Pero pronto lo descubrirán», me dijo. «Si fuera por el bueno de Vic, que no tiene ni idea de nada, supongo que podría seguir con esto eternamente, pero la semana pasada nos visitaron los auditores del estado. Hicieron demasiadas preguntas y se llevaron copia de todos los registros. No tardarán en averiguarlo.» Le pregunté cómo podía haber gastado más de cien mil dólares en ligueros y bragas —dijo Monette a su silencioso compañero—. No estaba enfadado (al menos al principio; supongo que estaba demasiado atónito), pero a decir verdad sentía muchísima curiosidad. Y en el mismo tono que antes, ni avergonzada, ni desafiante, como si estuviera sonámbula, me dijo: «Bueno, pensamos en la lotería. Supongo que creímos que podríamos devolverlo así».
Monette hizo una pausa. Observó el ir y venir de los limpia-parabrisas. Durante un breve instante sopesó la idea de dar un volantazo hacia la derecha y estampar el coche contra una de las estructuras de cemento del paso elevado que tenía delante. Rechazó la idea. Más tarde le diría al sacerdote que en parte no lo hizo por aquella antigua prohibición infantil contra el suicidio, pero sobre todo porque quería escuchar el disco de Josh Ritter al menos una vez más antes de morir.
Además, no estaba solo.
En lugar de suicidarse (y llevarse a su pasajero con él), condujo por debajo del paso elevado a una velocidad moderada de ochenta por hora (durante dos segundos el cristal se mantuvo limpio, después el limpiaparabrisas volvió a tener trabajo) y reanudó su relato.
—Debieron de comprar más billetes de lotería que nadie en la historia. —Pensó en voz alta; luego negó con la cabeza—. Bueno… probablemente no. Pero compraron diez mil billetes, eso seguro. Me dijo que en noviembre (yo pasé casi todo ese mes en New Hampshire y en Massachusetts, y además asistí a la reunión de ventas en Delaware) habían comprado unos dos mil. Powerball, Megabucks, Paycheck, Pick 3, Pick 4, Triple Play; jugaron a todos. Al principio elegían los números, pero Barb pensó que les llevaba demasiado tiempo y se decidieron por la opción automática.
Monette señaló la cajita blanca de plástico pegada al parabrisas, justo debajo del pie del espejo retrovisor.
—Todos esos artefactos aceleran el mundo. Quizá eso sea bueno, pero yo tengo mis dudas. Me dijo: «Nos decidimos por la selección automática de números porque la gente que estaba detrás de nosotros en la cola se impacientaba si tardábamos mucho en escoger los números, sobre todo cuando el bote rondaba los cien millones». Dijo que a veces ella y Yandowski se separaban y jugaban en establecimientos diferentes, unas dos docenas de establecimientos todas las noches. Y, por supuesto, se reencontraban en el local adonde iban a bailar.
»Dijo: “La primera vez que Bob jugó, ganamos quinientos dólares al Pick 3. Fue tan romántico…”. —Monette negó con la cabeza—. Después de eso, el romance perduró pero las ganancias se acabaron. Eso dijo. Me dijo que una vez ganaron mil dólares, pero para entonces ya habían tirado a la basura unos treinta mil. «A la basura», así lo dijo.
»Una vez (eso era en enero, mientras yo estaba en la carretera intentando ganar algo de dinero para comprar un abrigo de cachemir que le quería regalar por Navidad), se fueron a Derry y se quedaron un par de días. No sé si allí bailaron o no, no lo he comprobado, pero alquilaron una habitación en un lugar llamado Hollywood Slots. Se quedaron en una suite, se pusieron como cerdos (lo dijo así, “como cerdos”) y ganaron setecientos cincuenta dólares jugando al videopóquer. Pero, según me dijo, no les gustó demasiado. Principalmente se engancharon a la lotería, gastando más y más dinero de la UEAM, intentando recuperarlo todo antes de que los auditores del estado descubrieran el pastel y todo se viniera abajo. Aunque durante ese tiempo, por supuesto, ella siguió comprando ropa interior. Una chica siempre quiere sentirse fresca cuando compra boletos del Powerball en el 7-Eleven de la ciudad.
»¿Estás bien, amigo?
El pasajero no dijo nada —por supuesto que no—, así que Monette extendió un brazo y le sacudió el hombro. El autostopista separó la cabeza de la ventanilla (su frente había dejado una marca grasienta en el cristal) y miró alrededor abriendo y cerrando los enrojecidos ojos como si acabara de despertarse. Monette no creía que hubiera estado durmiendo. No tenía ningún motivo para pensarlo, solo era una intuición.
Formó un círculo con el dedo pulgar y el índice, se lo mostró al autostopista y arqueó las cejas.
Durante un momento se quedó mirando al vacío, dándole a Monette el tiempo suficiente para pensar que además de sordomudo era un poco corto de entendederas. Entonces sonrió, asintió y le devolvió el círculo con los dedos.
—De acuerdo —dijo Monette—. Mera comprobación.
El hombre volvió a apoyar la cabeza en la ventanilla. Mientras tanto, el supuesto destino del tipo, Waterville, había quedado atrás y oculto bajo la lluvia. Monette no se había dado cuenta. Seguía viviendo en el pasado.
—Si solo hubiera sido la lencería y esos juegos de lotería en los que tienes que elegir un puñado de números, el daño habría sido limitado —dijo—. Porque jugar a la lotería de ese modo requiere tiempo. Te da la oportunidad de razonar, siempre y cuando haya algún razonamiento al que llegar. Tienes que hacer cola y rellenar los boletos y guardártelos en la cartera. Luego tienes que mirar la televisión u hojear los periódicos para comprobar los resultados. Hasta ahí podríamos estar de acuerdo. Si es que puedes estar de acuerdo en que tu esposa te engañe con un estúpido profesor de historia y entre los dos hayan tirado por el cagadero treinta mil o cuarenta mil dólares de los presupuestos escolares. El caso es que yo podría haber cubierto treinta de los grandes. Podía haber pedido una segunda hipoteca para la casa. No por Barb, por supuesto, sino por Kelsie Ann. Una niña que está empezando a vivir no tiene por qué aguantar un pescado tan apestoso. Lo llaman restitución. Lo habría restituido a pesar de que eso significara vivir en un apartamento de dos habitaciones, ¿sabes?
El autostopista obviamente no sabía; no sabía nada acerca de jóvenes y hermosas hijas que están empezando a vivir, ni de segundas hipotecas, ni de restitución. El estaba caliente y seco en su silencioso mundo, y probablemente así fuera mejor.
Sin embargo, Monette siguió en sus trece.
—La cuestión es que hay formas mucho más rápidas de tirar el dinero, y son tan legales como… como comprar ropa interior.
—Pasaron a los boletos de rasca y gana, ¿verdad? —preguntó el sacerdote—. Lo que la Comisión de Lotería llama ganadores instantáneos.
—Habla como si usted también jugara —dijo Monette.
—De vez en cuando —convino el sacerdote con una admirable falta de vacilación—. Siempre me digo que si de verdad consiguiera un boleto millonario donaría todo el dinero a la Iglesia. Pero jamás arriesgo más de cinco dólares a la semana. —Esta vez sí hubo vacilación—. A veces diez. —Otra pausa—. Y una vez compré un boleto de rasca y gana de veinte dólares; cuando eran una novedad. Pero aquello fue una locura momentánea. No he vuelto a hacerlo.
—Al menos usted no ha llegado tan lejos —dijo Monette. El sacerdote soltó una carcajada.
—Son las palabras de un hombre que verdaderamente se ha quemado los dedos, hijo —suspiró—. Estoy fascinado por tu historia, pero me preguntaba si podríamos ir un poco más deprisa. Mis invitados esperarán mientras realizo la tarea del Señor, pero no eternamente. Y creo que tenemos ensalada de pollo con mucha mayonesa. Una de mis favoritas.
—No hay mucho más —dijo Monette—. Si usted ha jugado, entiende lo esencial. Los boletos de rasca y gana se pueden comprar en los mismos lugares donde se compran los boletos de Powerball y Megabucks, pero también en otros sitios, incluidas las áreas de descanso de las autopistas. Ni siquiera tienes que tratar con ningún empleado; puedes sacarlos de las máquinas. Siempre son de color verde, como el dinero. Cuando Barb me lo contó todo…
—Cuando se confesó… —dijo el sacerdote, en lo que podría considerarse un golpe de astucia.
—Sí, cuando se confesó, ya estaban enganchados a los boletos de rasca y gana de veinte dólares. Barb me dijo que nunca compraba cuando estaba sola, pero cuando estaba con el Vaquero Bob compraban muchos boletos. Esperando el premio gordo, ya sabe. Me dijo que una vez compraron cien boletos en una sola noche. Eso da un total de dos mil dólares. De los que recuperaron ochenta. Cada uno tenía su propio rascador de plástico. Parecían pequeños raspadores de nieve para elfos y tenían LOTERÍA DEL ESTADO DE MAINE impreso a un lado. Eran verdes, como las máquinas dispensadoras que venden los boletos. Me enseñó el suyo; lo tenía guardado bajo la cama de la habitación de invitados. No se leía nada salvo ERÍA. Podría haber puesto CARNICERÍA en lugar de LOTERÍA. El sudor de la palma de su mano había borrado el resto.
—Hijo, ¿le pegaste? ¿Por eso estás aquí?
—No —dijo Monette—. Quería matarla… por el dinero, no por el engaño; el engaño parecía simplemente irreal, incluso con toda esa pu… toda esa ropa interior que tenía delante de los ojos. Pero no le puse ni un dedo encima. Creo que estaba demasiado cansado. Toda esa información me había dejado exhausto. Lo único que quería hacer era echarme una siesta. Muy larga. De unos dos días. ¿Es raro?
—No —dijo el sacerdote.
—Le pregunté cómo había podido hacerme algo así. ¿Tan poco le importaba? Y ella me preguntó…
—Me preguntó cómo no me había dado cuenta —dijo Monette al autostopista—. Y antes de que yo pudiera decir nada, se respondió a sí misma, así que supongo que era una de esas preguntas…, una pregunta retórica. Dijo: «No te diste cuenta porque no te importaba. Casi siempre estabas en la carretera, y cuando no estabas, querías estar. Hace diez años que no te importa la ropa interior que me pongo… ¿y por qué iba a importarte, si ni siquiera te importa la persona que hay dentro? Pero ahora sí te importa, ¿verdad? Ahora sí».
»Tío, no pude hacer otra cosa que quedarme mirándola. Estaba demasiado cansado para matarla (incluso para darle una bofetada), pero me volví loco. A pesar del golpe, me volví loco. Intentaba echarme la culpa a mí. Te das cuenta, ¿verdad? Intentaba echarle la culpa a mi trabajo, como si fuera tan fácil encontrar otro en el que me pagaran al menos la mitad. Es decir, ¿para qué estoy cualificado a mi edad? Supongo que podría conseguir trabajo como guarda de seguridad en un colegio (no se me caerían los anillos), pero no mucho más que eso.
Hizo una pausa. Lejos, en la carretera, todavía cubierta en su mayor parte por una cambiante camisola de lluvia, había un cartel azul.
Reflexionó, luego dijo:
—Pero ni siquiera eso era lo importante. ¿Quieres saber lo importante? ¿Lo importante para ella? Resulta que tenía que sentirme culpable porque me gustaba mi trabajo. ¡Por no haberme esforzado en encontrar a la persona adecuada con la que irme de parranda!
El autostopista se movió un poco, quizá porque habíamos cogido un bache (o habíamos pasado por encima de un animalillo atropellado), pero eso hizo que Monette se diera cuenta de que estaba hablando a gritos. Y, oye, tal vez aquel tipo no estaba completamente sordo. Incluso si lo estaba, quizá sentía la vibración en los huesos de la cara una vez que el sonido sobrepasaba determinado nivel de decibelios. ¿Quién diablos podía saberlo?
—No llegué hasta ese punto con ella —dijo Monette en un tono más bajo—. Me negué a llegar a ese punto. Creo que sabía que si lo hacía, si de verdad empezábamos a discutir, ocurriría cualquier cosa. Quería largarme de allí mientras aún estaba en estado de shock… porque eso la protegía, ¿entiendes?
El autostopista no dijo nada, pero Monette lo entendía por los dos.
—Le dije: «¿Ahora qué?» y ella dijo: «Supongo que iré a la cárcel». Y, ¿sabes? Si se hubiera puesto a llorar, quizá la habría consolado. Porque después de veintiséis años de matrimonio esas cosas salen por reflejo. Incluso cuando la mayor parte del sentimiento se ha ido. Pero no lloró, así que me marché. Me di la vuelta y me fui. Y cuando volví, encontré una nota que decía que se había mudado. De eso hace casi dos semanas, y desde entonces no la he visto. He hablado con ella un par de veces por teléfono, eso es todo. También he hablado con su abogado. He congelado todas nuestras cuentas, aunque no creo que sirva de mucho cuando las ruedas de la legalidad empiecen a girar. Y eso ocurrirá muy pronto. La caca atascará el sistema de aire acondicionado, no sé si sabes a qué me refiero. Entonces supongo que volveré a verla. En el juicio. A ella y al maldito Vaquero Bob.
En ese momento leyó el cartel azul: ÁREA DE DESCANSO PITTSFIELD 4 KM.
—¡Ay, mierda! —gritó—. Amigo, hemos dejado Waterville ochenta kilómetros atrás.
El sordomudo no se despertó (por supuesto que no), y Monette pensó que ni siquiera sabía si aquel tipo iba a Waterville o no. No estaba seguro. En cualquier caso, había llegado el momento de aclararlo. El área de descanso sería un buen sitio para hacerlo, pero durante un par de minutos más permanecerían encerrados en ese confesionario rodante, y sintió que tenía algo más que decir.
—Es verdad que hacía mucho tiempo que no sentía nada por ella —dijo—. A veces el amor se acaba. Y también es verdad que no le había sido completamente fiel; de vez en cuando he tenido compañía de carretera. Pero ¿acaso eso lo justifica todo? ¿Justifica que una mujer haga saltar por los aires una vida de la misma manera que un niño hace estallar con un petardo una manzana podrida?
Entró en el área de descanso. Había unos cuatro coches en el aparcamiento, todos pegados al lado del edificio marrón con las máquinas expendedoras delante. A Monette los coches le parecieron niños abandonados bajo la lluvia. Aparcó. El autostopista lo miró interrogante.
—¿Adonde vas? —preguntó Monette, sabiendo que no serviría de nada.
El sordomudo reflexionó. Miró en derredor y vio dónde se encontraban. Volvió a mirar a Monette como si le dijera: «Aquí no».
Monette señaló hacia el sur y enarcó las cejas. El sordomudo negó con la cabeza, luego señaló al norte. Abrió y cerró las manos, mostrándole los dedos seis veces… ocho… diez. Básicamente igual que antes. Pero esta vez Monette lo entendió. Pensó que la vida hubiera sido mucho más sencilla para aquel tipo si alguien le hubiera enseñado la figura del ocho acostado que significa infinito.
—Estás dando tumbos, ¿verdad? —preguntó Monette.
El sordomudo se limitó a mirarlo.
—Sí, claro que sí —dijo Monette—. Bueno, te diré algo. Has escuchado mi historia (aunque no supieras que estabas escuchándola), así que te llevaré hasta Derry. —Se le ocurrió una idea—. De hecho, te dejaré en el refugio de Derry. Allí te darán comida caliente y alojamiento, al menos durante una noche. Tengo que echar una meada. ¿Tienes que mear?
El sordomudo le miró con paciente inexpresividad.
—Una meada —dijo Monette—. Un pis.
Empezó a señalarse la entrepierna cuando comprendió dónde estaban y pensó que el vagabundo creería que le estaba pidiendo una mamada justo al lado de las máquinas de chucherías. Señaló hacia las siluetas de los servicios que había al lado del edificio; la figura negra de un hombre, la figura negra de una mujer. El hombre tenía las piernas separadas, la mujer las tenía juntas. La historia de la raza humana en el lenguaje de los signos.
Eso su pasajero sí lo entendió. Negó con la cabeza con decisión, luego formó otro círculo con el pulgar y el índice para indicarle que estaba bien. Lo que ponía a Monette en un problema delicado: ¿dejaba al señor Vagabundo Silencioso en el coche mientras él hacía sus necesidades, o lo dejaba fuera esperando bajo la lluvia…? En ese caso el tipo sabría casi con toda certeza por qué lo dejaba fuera.
Decidió que en realidad no había ningún problema. En el coche no había dinero y su equipaje personal estaba bajo llave en el maletero. En el asiento de atrás iban las cajas con las muestras, pero no creía que el tipo fuera a robarle unas cajas de treinta kilos y a echar a correr con ellas por la rampa de salida del área de servicio. Por un motivo: ¿cómo iba a cargar entonces con el cartel de ¡SOY MUDO!?
—Ahora vuelvo —dijo Monette, y cuando el autostopista se quedó mirándolo con aquellos ojos enrojecidos, Monette se señaló a sí mismo, señaló el cartel de los aseos y de nuevo a sí mismo. Esta vez el autostopista asintió e hizo otro círculo con el pulgar y el índice.
Monette entró en el baño y orinó durante lo que le parecieron veinte minutos. El alivio fue infinito. Se sintió mejor que nunca desde que Barb había soltado el bombazo. Por primera vez pensó que podría superarlo todo. Y que ayudaría a Kelsie a sobrellevarlo. Recordó la frase de aquel buen alemán (o quizá era ruso, ciertamente sonaba a la mentalidad de rusa): «Lo que no te mata, te hace más fuerte».
Regresó al coche silbando. Incluso le dio una palmadita amistosa a la máquina expendedora de billetes de lotería cuando pasó por delante. Al principio pensó que no veía a su pasajero porque estaba tumbado…, en ese caso tendría que despertarlo para que se irguiera y él pudiera sentarse al volante. Pero el autostopista no estaba tumbado. Se había largado. Había cogido su mochila y su cartel y se había esfumado.
Monette examinó el asiento de atrás y vio que las cajas de Wolfe & Sons estaban intactas. Abrió la guantera y vio que la documentación que guardaba dentro (matriculación, seguros, tarjeta de la asociación de vehículos) seguía allí. Lo único que había dejado era un olor persistente, no del todo desagradable: sudor y un ligero aroma a pino, como si hubiera estado durmiendo a la intemperie.
Pensó que lo vería al pie de la rampa, con el cartel en la mano, mostrándolo pacientemente por ambos lados para que los potenciales buenos samaritanos comprendieran el alcance de sus limitaciones. En ese caso, Monette podría detenerse y recogerlo de nuevo. Le parecía como si no hubiera terminado el trabajo. Llevarlo al refugio de Derry… eso culminaría el trabajo. Eso cerraría el trato y el libro. Independientemente de todos los defectos que pudiera tener, a él le gustaba terminar las cosas.
Pero el tipo no estaba al pie de la rampa; había DESERTADO. Y no fue hasta que Monette dejó atrás el cartel en el que ponía DERRY 16 KM cuando levantó la vista hacia el espejo retrovisor y se dio cuenta de que la medalla de san Cristóbal, su compañera durante millones de kilómetros, había desaparecido. El sordomudo se la había robado. Pero ni siquiera eso echó abajo el nuevo optimismo de Monette. Quizá el sordomudo la necesitara mucho más que él. Monette deseó que le trajera buena suerte.
Dos días más tarde —estaba en Presque Isle vendiendo los mejores libros de otoño— recibió una llamada de la policía estatal de Maine. Su esposa y Bob Yandowski habían sido golpeados hasta la muerte en el Grove Motel. El asesino había empleado un trozo de tubería envuelta en una toalla.
—¡Santo… Dios! —suspiró el sacerdote.
—Sí —convino Monette—, eso mismo fue lo que yo pensé.
—¿Tu hija…?
—Está destrozada, claro. Está conmigo, en casa. Lo superaremos, padre. Kelsie es más fuerte de lo que pensaba. Y por supuesto, no sabe lo otro. Lo de la malversación. Con un poco de suerte nunca se enterará. El seguro nos va a pagar mucho dinero, lo que llaman una indemnización doble. Dado todo lo que había pasado antes, creo que podría haber tenido serios problemas con la policía si no hubiera contado con una buena coartada. Y si no hubiera habido… novedades. De todas formas, me han interrogado varias veces.
—Hijo, ¿le pagaste a alguien para que…?
—También me han preguntado eso. La respuesta es no. He mostrado todas mis cuentas bancarias a quien ha querido verlas. Cada centavo está justificado, tanto mi mitad de los bienes gananciales como la de Barb. Ella era muy responsable en cuestión de dinero. Al menos en la parte cuerda de su vida.
»Padre, ¿puede abrir la rejilla? Quiero mostrarle algo.
En lugar de replicar, el sacerdote abrió su portezuela. Monette se quitó la medalla de san Cristóbal que llevaba al cuello y después se la tendió desde su lado. Sus dedos se tocaron brevemente mientras la medalla y la pequeña cadena de acero cambiaban de manos.
Durante cinco segundos el sacerdote permaneció en silencio, reflexionando. Luego dijo:
—¿Cuándo te la devolvieron? ¿Estaba en el motel donde…?
—No —dijo Monette—. No estaba en el motel, sino en mi casa de Buxton. En el tocador de nuestra habitación. Al lado de nuestra foto de bodas.
—Santo Dios —dijo el sacerdote.
—Pudo obtener la dirección de los papeles del coche mientras yo estaba en el baño.
—Y le mencionaste el nombre del motel… y la ciudad… —Dowrie —convino Monette.
El sacerdote evocó el nombre de su Jefe por tercera vez. Luego dijo:
—Al final resultó que ese tipo no era sordomudo, ¿verdad?
—Estoy casi seguro de que era mudo —dijo Monette—, pero desde luego no era sordo. Encontré una nota al lado de la medalla, un trozo de una hoja que había arrancado del listín telefónico. Todo esto debió de ocurrir mientras mi hija y yo estábamos en la funeraria eligiendo el ataúd. La puerta trasera estaba abierta pero no forzada. Puede que él fuera lo bastante listo para manipular la cerradura, pero creo que simplemente se me olvidó cerrar y la dejé abierta al salir.
—¿Qué decía la nota?
—«Gracias por llevarme» —dijo Monette—. Maldita sea.
Hubo un silencio de reflexión, luego un suave golpeteo en la puerta del confesionario donde Monette estaba sentado contemplando PARA TODOS LOS QUE HAN PECADO Y SE HAN QUEDADO A UN PASO DE LA GLORIA DEL SEÑOR. Monette recogió su medalla.
—¿Se lo has contado a la policía?
—Sí, por supuesto, toda la historia. Creen que saben quién es. El cartel que llevaba les resultaba familiar. Se llama Stanley Doucette. Lleva años deambulando por Nueva Inglaterra con ese cartel, Más o menos como yo, ahora que lo pienso.
—¿Tiene antecedentes?
—Unos cuantos —dijo Monette—. La mayoría son peleas. Una vez golpeó con bastante violencia a un hombre en un bar, y ha estado ingresado en varios psiquiátricos incluido el Serenity Hill de Augusta. No creo que la policía me lo contara todo.
—¿Quieres saberlo todo?
Monette consideró la pregunta, luego dijo:
—No.
—Y todavía no lo han atrapado.
—Ellos dicen que solo es cuestión de tiempo. Dicen que no es un tipo muy brillante. Pero fue lo bastante brillante para engañarme.
—¿Realmente te engañó, hijo? ¿O sabías que estabas hablando a unos oídos que podían escuchar? Me parece que esa es la pregunta clave.
Monette se quedó callado durante bastante rato. No sabía si alguna vez había inspeccionado con honestidad su corazón, pero en ese momento le pareció que lo estaba haciendo, y con un haz de luz muy brillante. No le gustó todo lo que encontró, pero la búsqueda sí. No justificó nada de lo que vio. Al menos no adrede.
—No lo sabía —dijo.
—¿Te alegra que tu mujer y su amante estén muertos? En su corazón, Monette respondió inmediatamente que sí. En voz alta dijo:
—Siento alivio. Me apena admitirlo, padre, pero teniendo en cuenta el desastre que hizo mi esposa (y que las cosas se arreglarán sin juicio y que el seguro se hará cargo de la restitución del dinero), me siento aliviado. ¿Eso es pecado?
—Sí, hijo mío. Siento darte malas noticias, pero sí es pecado.
—¿Puede darme la absolución?
—Diez padrenuestros y diez avemarías —dijo el sacerdote con vivacidad—. Los padrenuestros por la falta de caridad; es un pecado serio pero no definitivo.
—¿Y las avemarías?
—Por el lenguaje grosero en el confesionario. En algún momento habrá que abordar el tema del adulterio (el tuyo, no el de ella), pero ahora…
—Tiene invitados a comer. Comprendo.
—En realidad he perdido el apetito, aunque desde luego tengo que recibir a mis invitados. La verdad es que ahora estoy demasiado… demasiado abrumado para entrar en lo que has llamado compañía de carretera.
—Comprendo.
—Bien. A ver, hijo…
—¿Sí?
—No quiero insistir, pero ¿estás seguro de que no le diste permiso a ese hombre? ¿O lo incitaste de algún modo? Porque entonces creo que estaríamos hablando de un pecado mortal, no de uno venial. Tendría que comprobarlo con mi asesor espiritual para asegurarme, pero…
—No, padre. Pero ¿cree que… es posible que Dios pusiera a ese tipo en mi coche?
En su corazón, el sacerdote respondió inmediatamente que sí. En voz alta dijo:
—Eso es una blasfemia, suficiente para otros diez padrenuestros. No sé cuánto tiempo llevabas alejado de nuestras puertas, pero deberías saber que Dios no haría eso. Ahora, ¿quieres decir algo más para intentar ganarte más avemarías o hemos acabado?
—Hemos acabado, padre.
—Entonces estás absuelto, como solemos decir los del ofició. Sigue tu camino y no peques más. Y cuida de tu hija, hijo. Para los niños, madre no hay más que una, no importa cómo se haya comportado.
—Sí, padre.
Detrás de la rejilla, la figura se movió. —¿Puedo hacerte una última pregunta? Monette volvió a echarse hacia atrás con reticencia. Quería marcharse.
—Sí.
—Dices que la policía cree que atrapará a ese hombre.
—Me dijeron que solo era cuestión de tiempo.
—La pregunta es: ¿quieres que la policía lo atrape?
Y como lo que él realmente quería era irse a casa y recitar su expiación en el confesionario privado que era su coche, Monette contestó:
—Por supuesto que sí.
De vuelta a casa, añadió dos avemarías y dos padrenuestros.