Un lugar muy estrecho

Curtis Johnson recorría ocho kilómetros en bicicleta todas las mañanas. Después de morir Betsy lo dejó durante un tiempo, pero descubrió que sin su ejercicio matinal se sentía mucho más triste que nunca. Así que lo retomó. La única diferencia era que ya no se ponía el casco. Recorría cuatro kilómetros hasta Gulf Boulevard, luego daba la vuelta y regresaba a casa. Siempre iba por el carril bici. Tal vez no le importaba estar vivo o muerto, pero respetaba las leyes.

Gulf Boulevard era la única carretera de Turtle Island. Pasaba frente a un montón de casas cuyos dueños eran millonarios. Curtis no les prestaba atención. Por una razón: él también era millonario. Había hecho todo su dinero a la vieja usanza: en el mercado de valores. Otra razón era que no había tenido ningún problema con la gente que vivía en las casas por las que pasaba. El único con el que había tenido problemas era Tim Grunwald, alias El Hijoputa, pero Grunwald vivía en dirección contraria. No en el último solar de Turtle Island antes de llegar al Canal Daylight, sino en el penúltimo. El problema entre ellos (uno de los problemas) era ese último solar. Aquella parcela era la más grande, la que poseía la mejor vista del Golfo, y la única en la que no había ninguna casa. Allí solo había hierbajos, espiguillas, palmeras raquíticas y unos cuantos pinos australianos.

Lo más agradable de sus paseos matutinos, lo realmente agradable… era no llevar teléfono. Oficialmente estaba fuera de cobertura. Una vez volvía a casa, el teléfono rara vez abandonaba su mano, en especial cuando el mercado de valores estaba abierto. Curtis era atlético; caminaba a paso vivo alrededor de la casa usando el inalámbrico, y de vez en cuando pasaba por su despacho, donde el ordenador chequeaba los números. A veces salía para dar un paseo por la carretera, y entonces sí se llevaba el teléfono móvil. Generalmente giraba a la derecha, hacia el otro extremo de Gulf Boulevard. Hacia la casa de El Hijoputa. Sin embargo, no llegaba muy lejos, no quería que Grunwald lo viera; Curtis no le daría esa satisfacción. Solo se acercaba lo justo para asegurarse de que Grunwald no estaba intentando hacerle ninguna jugarreta respecto a la Finca Vinton. Desde luego, era imposible que El Hijoputa utilizara maquinaria pesada sin que él se diera cuenta, ni siquiera durante la noche… Curtis tenía el sueño muy ligero desde que Betsy no dormía a su lado. Pero aun así lo comprobaba; normalmente se ocultaba detrás del último tronco de una sombría y estrecha arboleda de dos docenas de palmeras. Solo para estar seguro. Porque destruir solares vacíos, enterrarlos bajo toneladas de hormigón, era el maldito negocio de Grunwald.

Y El Hijoputa era astuto.

Sin embargo, hasta el momento todo seguía en orden. Si Grunwald intentaba hacerle una jugarreta, Curtis estaría preparado para pararle los pies (legalmente hablando). Mientras tanto, Grunwald tenía que responder por lo de Betsy, y vaya si respondería. Incluso a pesar de que Curtis había perdido gran parte del interés por la batalla (él se engañaba a sí mismo, pero sabía que era cierto), entendía que Grunwald tenía que responder por aquello. El Hijoputa descubriría que Curtis Johnson tenía mandíbulas de cromo… mandíbulas de acero cromado… y que cuando apresaba algo, jamás lo soltaba.

Cuando regresó a casa aquel martes por la mañana, diez minutos antes de que abriera la bolsa de Wall Street, Curtis comprobó los mensajes de su teléfono móvil, como hacía siempre. Tenía dos. Uno era del Circuit City, probablemente de algún vendedor intentando venderle algo con el pretexto de comprobar su satisfacción respecto a la pantalla plana de pared que había adquirido el mes anterior.

Cuando pasó al siguiente mensaje, leyó lo siguiente: 383-0910 EHP.

El Hijoputa. Incluso su Nokia sabía quién era Grunwald; Curtis le había enseñado a recordarlo. La pregunta era: ¿qué querría El Hijoputa de él un martes por la mañana del mes de junio?

Quizá resolver las cosas, bajo las condiciones de Curtis.

Se permitió soltar una carcajada ante tal idea, luego escuchó el mensaje. Se quedó atónito al oír que eso era exactamente lo que Grunwald quería…, o lo que aparentemente quería. Curtis supuso que podría tratarse de algún tipo de estratagema, pero no entendía qué podía ganar Grunwald con algo así. Y entonces se fijó en el tono: pesado, pausado, casi penoso. Quizá no fuera desconsolado, pero sin duda lo parecía. En aquellos días, la voz de Curtis al teléfono sonaba así demasiado a menudo mientras intentaba volver a meter la cabeza en el juego.

«Johnson… Curtis —dijo Grunwald con ese hablar penoso. Su voz grabada hizo una larga pausa, como si estuviera decidiendo cómo debía llamar a Curtis, luego continuó en ese tono muerto y pesado—. No puedo combatir en una guerra en dos frentes a la vez. Acabemos. He perdido el interés. Si es que alguna vez lo tuve. Estoy pasando estrecheces, vecino.»

Suspiró.

«Estoy dispuesto a cederte el solar, y sin contrapartida económica. También te compensaré por tu… por Betsy. Si estás interesado puedes encontrarme en Durkin Grove Village. Pasaré allí la mayor parte del día. —Una larga pausa—. Ahora voy mucho por allí. Por un lado todavía no puedo creer que la financiación se haya ido a pique, y por otro no me sorprende en absoluto. —Otra larga pausa—. Quizá ya sepas a qué me refiero.»

Curtis pensaba que lo sabía. Parecía haber perdido el olfato para los negocios. Peor aún, parecía no importarle. Se descubrió a sí mismo sintiendo por El Hijoputa algo sospechosamente parecido a la empatía. Aquella voz penosa…

«Tú y yo éramos amigos —siguió Grunwald—. ¿Te acuerdas? Yo sí. No creo que podamos volver a ser amigos (supongo que las cosas han ido demasiado lejos para eso), pero quizá podamos volver a ser vecinos. Vecino. —Otra de esas pausas—. Si no te veo más tarde, le daré instrucciones a mi abogado para que redacte el acuerdo. Bajo tus condiciones. Pero…»

Silencio, salvo por el sonido de la respiración de El Hijoputa. Curtis esperó. Ahora estaba sentado a la mesa de la cocina. No sabía qué sentía. Durante un momento sí; pero después ya no.

«Pero me gustaría estrecharte la mano y decirte que lamento lo de tu maldito perro.»

Hubo un sonido ahogado que podría haber sido —¡increíble!— un sollozo, y luego un clic, seguido de una voz automática que le informó de que no tenía más mensajes.

Curtis permaneció sentado donde estaba, bajo un brillante rayo de sol de Florida que el aire acondicionado no lograba enfriar ni siquiera a esas horas. Luego fue a su estudio. La bolsa había abierto, y las cifras habían empezado su interminable desfile en la pantalla del ordenador. Se dio cuenta de que no significaban nada para él. Dejó que siguieran corriendo, pero escribió una breve nota para la señora Wilson —He tenido que salir— antes de abandonar la casa.

En el garaje había una scooter aparcada al lado de su BMW; no lo pensó dos veces y la cogió. Tendría que cruzar la autovía principal, al otro lado del puente, pero no sería la primera vez.

Sintió una punzada de dolor y pena cuando cogió la llave de la scooter del gancho y el llavero en el que estaba colgada tintineó. Suponía que esa sensación pasaría con el tiempo, pero de momento era casi bienvenida. Casi como un amigo bien recibido.

Los problemas entre Curtis y Tim Grunwald habían empezado con Ricky Vinton, quien de viejo y rico había evolucionado a viejo y senil. Antes de evolucionar hasta la muerte, le vendió a Curtis Johnson el solar sin explotar que poseía al final de Turtle Island por un millón y medio de dólares; aceptó un cheque personal de Curtis por ciento cincuenta mil dólares como depósito de garantía y a cambio redactó un contrato de venta en la parte de atrás de un folleto publicitario.

Curtis se sintió un poco como un listillo por aprovecharse incluso de un viejo colega, aunque desde luego Vinton —propietario del Vinton Wire and Cable— no iba a morirse de hambre. Y a pesar de que un millón y medio podría considerarse un precio ridículamente bajo para una propiedad inmobiliaria de primera calidad en la costa del Golfo, no era demencialmente bajo, teniendo en cuenta las condiciones del mercado en ese momento.

Bueno… sí lo era, pero el viejo y él se habían caído bien, y Curtis era una de esas personas que creían que en el amor y en la guerra valía todo, y ese negocio formaba parte de esta última. El ama de llaves de Vinton —la misma señora Wilson que se encargaba de la casa de Curtis— fue testigo de las firmas. En retrospectiva, Curtis se dio cuenta de que debería haber sospechado, pero estaba emocionado.

Más o menos un mes después de venderle el solar sin explotar a Curtis Johnson, Vinton se lo vendió a Tim Grunwald, alias El Hijoputa. Esta vez el precio fue de unos más lúcidos cinco millones seiscientos mil dólares, y en esta ocasión Vinton —quizá no era tan estúpido, quizá en realidad era una especie de timador aun estando a un paso de la muerte— recibió medio millón como depósito de garantía.

El testigo de las firmas del contrato de venta fue el jardinero de El Hijoputa (que también era el jardinero de Vinton). Fue asimismo un trato poco formal, pero Curtis suponía que Grunwald estaba tan emocionado como él. Solo que a Curtis lo que le emocionaba era la idea de mantener aquel extremo de Turtle Island limpio, prístino y tranquilo. Exactamente como a él le gustaba.

Por el contrario, Grunwald lo veía como el lugar perfecto para construir: un edificio de apartamentos o quizá incluso dos (cuando Curtis pensaba en dos, los imaginaba como las Torres Gemelas de El Hijoputa). Curtis había visto antes ese tipo de construcción —en Florida habían florecido como los dientes de león en un césped descuidado— y sabía a qué clase de personas atraería: idiotas que confundían los fondos de pensiones con la llave del reino de los cielos. Cuatro años de obras seguidos por décadas de viejos en bicicleta con bolsas de orina sujetas a sus escuálidos muslos. Y de viejas con viseras para el sol, que fumaban Parliaments y que no recogían los excrementos después de que sus perros de diseño cagaran en la playa. Y, por supuesto, nietos embadurnados de helado con nombres como Lindsay y Jayson. Si permitía que eso ocurriese, Curtis sabía que moriría con el aullido insatisfecho de esos niños —«¡Dijiste que hoy iríamos a Disney World!»— en sus oídos.

No lo permitiría. Pero no sería fácil. Ni agradable. El solar no le pertenecía, quizá jamás le pertenecería, pero al menos no era de Grunwald. Tampoco pertenecía a los parientes que habían aparecido (como cucarachas en un basurero cuando se enciende de repente una luz brillante), poniendo en duda las firmas de los testigos de ambos contratos. Pertenecía a los abogados y a los tribunales.

Lo cual era como decir que no pertenecía a nadie.

Con eso a Curtis le bastaba.

La disputa hacía dos años que duraba, y los gastos de Curtis en abogados se aproximaban a un cuarto de millón de dólares. Intentaba pensar en el dinero como en una contribución para un grupo medioambiental particularmente atractivo —Johnsonpeace en lugar de Greenpeace—, pero, por supuesto, no podía deducir tales «contribuciones» en su declaración de la renta. Y Grunwald lo cabreaba. Grunwald había convertido el asunto en algo personal; en parte porque odiaba perder (en esa época Curtis también odiaba perder, pero ahora no tanto), y en parte porque tenía problemas personales.

La esposa de Grunwald se había divorciado de él; ese era su Problema Personal Número Uno. Ella ya no volvería a ser la señora Hijoputa. Por otro lado, estaba el Problema Personal Número Dos: Grunwald había tenido que someterse a algún tipo de intervención quirúrgica. Curtis no sabía con seguridad si tenía cáncer, solo sabía que El Hijoputa había salido del Hospital Memorial de Sarasota con diez o doce kilos menos y en silla de ruedas. Finalmente había podido deshacerse de la silla de ruedas, pero no había sido capaz de recuperar el peso. La carne le colgaba de lo que antes había sido un cuello firme.

Además tenía problemas con su en otros tiempos tremendamente próspera empresa. Curtis lo había visto por sí mismo en el lugar donde El Hijoputa había lanzado su última campaña para arrasar la tierra. Sería Durkin Grove Village, en el interior, a poco más de treinta kilómetros al este de Turtle Island. El lugar era una ciudad fantasma a medio construir. Curtis había aparcado en una loma con vistas a las silenciosas estructuras y se sintió como un general contemplando las ruinas de un campamento enemigo. Sintiendo que la vida era, en definitiva, su propia manzana de color rojo brillante.

Betsy lo había cambiado todo. Era —había sido— una lowchen ya vieja pero aún llena de vida. Cuando Curtis la sacaba a pasear por la playa, siempre llevaba su pequeño hueso de plástico rojo en la boca. Cuando Curtis quería el mando a distancia, solo tenía que decirle «Tráeme el palo tonto, Betsy», y ella salía de debajo de la mesita del café y se lo llevaba entre los dientes. Estaba muy orgulloso de ella. Y ella de él, por supuesto. Había sido su mejor amiga durante diecisiete años. Y por lo general el perro león francés no vivía más de quince años.

Entonces Grunwald instaló una verja electrificada entre su propiedad y la de Curtis.

Ese Hijoputa.

No era de alto voltaje, Grunwald afirmaba que podía demostrarlo y Curtis le creía, pero era lo bastante alto para matar a un perro viejo con sobrepeso y de corazón frágil. Y, para empezar, ¿por qué una verja electrificada? El Hijoputa había soltado una sarta de tonterías que tenían que ver con desanimar a potenciales ladrones —que se suponía se arrastrarían de la propiedad de Curtis a La Maison Filleputé, tras su cabeza de estuco púrpura—, pero Curtis no le creyó. Los ladrones profesionales llegarían en barco, desde el Golfo. Lo que él pensaba era que Grunwald, contrariado por el asunto de la Finca Vinton, había instalado la verja electrificada con el propósito de molestar a Curtis Johnson. Y quizá para hacerle daño a su amado perro. ¿Tal vez para asesinar a su amado perro? Curtis pensaba que eso había sido un plus.

No era un hombre propenso al llanto, pero lloró cuando, antes de la incineración, tuvo que desenganchar las placas de identificación del collar de Betsy.

Curtis demandó a El Hijoputa y pidió lo que le había costado el perro: mil doscientos dólares. Si hubiera podido pedir diez millones —ese era aproximadamente el dolor que sentía cuando veía el palo tonto, sin babas de perro ahora y para siempre, sobre la mesita del café—, lo habría hecho sin pestañear, pero su abogado le indicó que el dolor y el sufrimiento no contaban en una demanda civil. Esas cosas eran para los divorcios, no para los perros. Tendría que conformarse con mil doscientos, y tenía intención de hacerle pagar.

Los abogados de El Hijoputa alegaron que la verja electrificada estaba colocada a diez metros del límite de la propiedad de Grunwald, y la batalla —la segunda batalla— empezó. Hacía ocho meses de aquello. Curtis creía que las tácticas dilatorias que empleaban los abogados de El Hijoputa apuntaban que sabían que Curtis tenía un buen argumento. También creía que sus negativas a proponer un acuerdo, y la negativa de Grunwald a abonar esos mil doscientos dólares, apuntaban que el asunto era tan personal para Grunwald como para él. Aquellos abogados les estaban costando muchísimo dinero. Pero, por supuesto, el asunto ya no era cuestión de dinero.

Mientras recorría la Carretera 17 —antaño una tierra de ranchos y no el terreno de malezas y matorrales en el que se había convertido (Grunwald está como una cabra por querer construir aquí, pensó)—, Curtis solo deseó sentirse un poco más feliz con ese giro que habían dado los acontecimientos. Se suponía que las victorias aceleraban el corazón, pero el suyo no se inmutaba. Al parecer, lo único que quería era ver a Grunwald, oír lo que tuviera que proponerle y dejar toda esa mierda atrás, si es que la propuesta no era demasiado ridícula. Por supuesto, eso probablemente significaría que las cucarachas de los parientes se quedarían con la Finca Vinton, y que tal vez decidieran desarrollar su propia urbanización, pero ¿acaso importaba? No lo parecía.

Curtis tenía que enfrentarse a sus propios problemas, aunque eran mentales en lugar de maritales (Dios no lo quiera), financieros o físicos. Habían comenzado no mucho después de que encontrara a Betsy tiesa y fría en el jardín lateral. Otros habrían achacado esos problemas a los nervios, pero Curtis creía que se debían a la angustia.

Su actual desencanto respecto al mercado de valores, que le había fascinado desde que lo descubrió a los dieciséis años, era el elemento más identificable de su angustia, pero no era el único. Había comenzado a tomarse el pulso y a contar las pasadas que se daba con el cepillo de dientes. Ya no podía llevar camisas oscuras porque por primera vez desde el instituto tenía un montón de caspa. Pequeñas motas blancas le cubrían el cuero cabelludo y le salpicaban los hombros. Si se rascaba la cabeza con un peine, la caspa se desprendía en horribles nevascas. Lo detestaba, pero aun así a veces se sorprendía rascándose mientras estaba sentado delante del ordenador o mientras hablaba por teléfono. Una o dos veces se rascó con tanta fuerza que se hizo sangre.

Rascarse y rascarse. Excavar en esa monotonía blanca. A veces, mientras miraba el palo tonto que estaba sobre la mesita del café, pensaba (por supuesto) lo feliz que parecía Betsy cuando se lo acercaba. El ojo humano apenas percibía esa felicidad, especialmente cuando los humanos en cuestión estaban realizando tareas domésticas.

Sammy dijo que era la crisis de la mediana edad (Sammy era el masajista que iba a verlo una vez por semana). Necesita relajarse, decía Sammy, aunque Curtis se dio cuenta de que nunca le ofrecía sus propios servicios.

Sin embargo, la recomendación parecía cierta; supuso que tan cierta como cualquier neolengua del siglo XXI. No sabía si el esperpéntico espectáculo de la Finca Vinton había provocado la crisis o la crisis había provocado el desastre Vinton. Lo que sabía era que cada vez que sentía un fugaz y punzante dolor en el pecho pensaba en primer lugar en un ataque al corazón en lugar de en una indigestión, que se había obsesionado con la idea de que se le iban a caer los dientes (a pesar de que jamás le habían dado ningún problema), y que cuando se resfrió en abril se diagnosticó que estaba al borde de un colapso inmunológico.

Además de ese otro pequeño problema. Aquella compulsión de la que no le había hablado a su médico. Ni siquiera a Sammy, aunque a él se lo contaba todo.

Ahora la estaba sintiendo, a veinticinco kilómetros tierra adentro, en la poco transitada Carretera 17, que nunca había tenido mucho tráfico y que había quedado casi en desuso debido a la extensión 375. Justo ahí, con la verde maleza avanzando por ambos lados (el hombre se habría vuelto loco por construir allí), con los insectos cantando en una hierba que las vacas no habían pastado durante los últimos diez años o más, con las líneas de alta tensión zumbando y el sol golpeándole el coco como un martillo con la cabeza acolchada.

Sabía que le bastaba pensar en la compulsión para que se manifestara, pero eso no le servía de mucha ayuda. De ninguna, de hecho.

Se detuvo en el arcén del carril que se desviaba a la izquierda, hacia DURKIN GROVE VILLAGE ROAD (la hierba había crecido en la mediana de la carretera, una flecha que señalaba el camino al fracaso), y puso la Vespa en punto muerto. Entonces, mientras la moto ronroneaba alegremente entre sus piernas, ahorquilló los dos primeros dedos de la mano derecha formando una V y se los metió en la garganta. Hacía dos o tres meses que se había vuelto insensible a las arcadas y para poder vomitar tenía que meterse la mano casi hasta las pulseras de la suerte que llevaba en la muñeca.

Se inclinó a un lado y devolvió el desayuno. Deshacerse de la comida no era lo que le interesaba; él era muchas cosas, pero bulímico no se contaba entre ellas. Ni siquiera vomitar le gustaba. Lo que le gustaba eran las arcadas: el rudo estrujón de la caja torácica, acompañado por el retroceso de la boca y la garganta. El cuerpo se ponía completamente en marcha, decidido a derrocar al intruso.

Los olores —verdes arbustos, madreselvas silvestres— se intensificaron de pronto. La luz era más brillante. El sol golpeaba con más fuerza que nunca; al martillo ya le habían quitado el acolchado, y Curtis percibía el chisporroteo de la piel de su nuca, donde en ese instante tal vez las células estaban a punto de salirse de la ley y entrar en el caótico reino de los melanomas.

No le importaba. Estaba vivo. Volvió a hurgarse la garganta con los dedos, arañándose los lados. El resto del desayuno salió fuera. La tercera vez solo expelió un largo hilo de saliva ligeramente teñido de rosa por la sangre de la garganta. Entonces se sintió satisfecho. Entonces pudo continuar hacia Durkin Grove Village, el Xanadú que El Hijoputa tenía a medio construir en las silenciosas y zumbantes tierras del condado de Charlotte.

Mientras enfilaba humildemente el carril lleno de malezas de la derecha, pensó que quizá Grunwald no era el único que en esos días estaba pasando estrecheces.

Durkin Grove Village era un desastre.

Había charcos en los surcos que los neumáticos habían dejado en las calles sin asfaltar y en los agujeros de los sótanos de los edificios sin terminar (algunos ni siquiera tenían el armazón). Lo que Curtis vio —tiendas a medio terminar, unas cuantas máquinas de construcción en mal estado aquí y allá, cinta amarilla de precaución caída— era indudablemente un anteproyecto de profundos problemas financieros, quizá incluso la ruina. Curtis no sabía si la preocupación de El Hijoputa por la Finca Vinton —por no mencionar el abandono de su mujer, su enfermedad y los problemas legales en cuanto al perro de Curtis— había sido la causa de su precariedad económica, pero sabía lo que eso significaba. Lo sabía antes incluso de que llegara a la cancela abierta y viera el cartel que había allí colgado.

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Debajo, algún graciosillo descarado había escrito con spray: ¡MARQUE LA EXTENSIÓN 69 Y PREGUNTE POR EL GENERAL LAMECOÑOS!

El asfalto terminaba y los baches comenzaban después de los tres únicos edificios que parecían estar terminados: dos tiendas a un lado de la calle y una casa piloto en el otro. Esta era de un estilo Cape Cod tan falso que a Curtis se le heló la sangre. No confió en seguir con la Vespa por la superficie sin asfaltar, así que se acercó a una excavadora que parecía que llevara aparcada allí más de un siglo —la hierba había empezado a crecer en el sucio fondo de la pala parcialmente elevada—, puso el caballete de la moto y apagó el motor.

El silencio se vertió en el agujero que anteriormente había llenado el grasiento ronroneo de la Vespa. Luego graznó un cuervo. Le respondió otro. Curtis levantó la vista y vio tres cuervos posados en un andamio que cubría un edificio de ladrillos parcialmente terminado. Quizá estuviera previsto que fuera un banco. Ahora es la tumba de Grunwald, pensó, pero la idea ni siquiera le llevó una sonrisa a los labios. Tuvo ganas de volver a provocarse arcadas, y quizá lo habría hecho, pero al otro lado de la sucia y desierta calle —en el extremo más alejado— vio a un hombre de pie al lado de un sedán blanco con una palmera verde impresa en él. Sobre la palmera se leía: GRUNWALD. Debajo: CONTRATISTAS Y CONSTRUCTORES. El hombre le saludaba con la mano. Por alguna razón, aquel día Grunwald llevaba un coche de empresa en vez de su habitual Porsche. Curtis supuso que no era imposible que hubiese vendido el Porsche. Tampoco era imposible creer que Hacienda se lo hubiera embargado, y que incluso podría echarle el guante a sus propiedades en Turtle Island. En ese caso, la Finca Vinton sería la menor de sus preocupaciones.

Espero que le dejen lo suficiente para que pague por mi perro, pensó Curtis. Le devolvió el saludo, sacó la llave, activó el interruptor rojo de la alarma que había debajo del contacto (era un acto reflejo; no creía que allí hubiera peligro de que le robaran la Vespa, pero le habían enseñado a cuidar sus cosas), y se metió la llave en el bolsillo donde llevaba el teléfono móvil. Luego caminó por la calle polvorienta —una Calle Mayor que nunca lo fue y, casi con toda certeza, jamás llegaría a serlo— para encontrarse con su vecino y arreglar el problema que había entre ellos de una vez por todas, si eso era posible. Tuvo cuidado de no pisar los charcos que el chaparrón de la noche anterior había dejado a su paso.

—¡Hola, vecino! —dijo Grunwald mientras Curtis se acercaba. Vestía unos pantalones caqui y una camiseta con la palmera del logo de su compañía estampada en ella. La camiseta bailaba sobre él. Salvo por las manchas rojas de sus pómulos y los oscuros, casi negros, círculos que tenía debajo de los ojos, estaba pálido.

Y aunque su voz era alegre, parecía más enfermo que nunca.

Fuera lo que fuese lo que intentaron extirparle, pensó Curtis, fracasaron. Grunwald esperaba con una mano a la espalda. Curtis dio por sentado que la tenía metida en el bolsillo de atrás. Pero resultó que no.

Un poco más abajo del camino de tierra con rodadas encharcadas había un remolque sobre unos bloques de hormigón. La oficina a pie de obra, supuso Curtis. Dentro de una funda protectora de plástico, colgada de una pequeña ventosa de silicona, había una notificación. Tenía un montón de palabras impresas, y Curtis solo pudo leer (lo único que necesitaba leer) las de la parte superior: NO ENTRAR.

Sí, El Hijoputa estaba pasando una mala época. Que se joda. O, como habría dicho Evelyn Waugh, queso fuerte para Tony.[12]

—¡Grunwald!

Era suficiente para empezar; teniendo en cuenta lo que le había pasado a Betsy, eso era cuanto El Hijoputa merecía. Curtis se detuvo a unos tres metros de él, con las piernas ligeramente separadas para evitar un charco. Grunwald también tenía las piernas separadas. A Curtis se le ocurrió que aquella era una pose clásica: dos pistoleros a punto de enfrentarse en un duelo en la única calle de una ciudad fantasma.

—¡Hola, vecino! —repitió Grunwald, y esta vez se rió. Había algo familiar en aquella risa. Y, ¿por qué no? Seguramente había oído antes reírse a El Hijoputa. No recordaba cuándo, pero seguro que lo había oído.

Detrás de Grunwald, frente al remolque y no muy lejos del coche de empresa en el que había llegado, se alineaban cuatro cabinas azules de retretes portátiles. Alrededor de la base brotaban hierbajos y wedelias inclinadas. El agua de las frecuentes tormentas de junio (tales berrinches vespertinos eran la especialidad de la costa del Golfo) había socavado la tierra delante de las cabinas y había formado una especie de acequia. Casi un riachuelo. Ahora había mucha agua estancada, con la superficie polvorienta y difuminada por el polen, y solo se reflejaba un vago indicio azul del cielo. Los cuatro cagaderos se inclinaban hacia delante como viejas lápidas levantadas del suelo. En aquel lugar debía de haber trabajado una cuadrilla de obreros bastante numerosa, porque había una quinta cabina. Esta última se había caído y yacía con la puerta hacia abajo sobre la acequia. Aquel era el toque final, la prueba de que ese proyecto —menuda locura haberlo empezado— era una carta devuelta.

Uno de los cuervos abandonó el andamio que rodeaba el banco sin terminar y batió las alas hacia el brumoso cielo azul al tiempo que lanzaba un graznido a los dos hombres que estaban frente a frente. Los insectos zumbaban despreocupadamente en la alta hierba. Curtis se dio cuenta de que le llegaba el olor de los retretes portátiles; debía de hacer bastante tiempo que no se bombeaba su contenido.

—¡Grunwald! —repitió. Y luego (porque parecía que hacía falta algo más)—: ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Tenemos que hablar de algo?

—Bueno, vecino, la cosa es qué puedo hacer yo por ti. Básicamente es eso.

Empezó a reírse de nuevo, pero luego contuvo la risa. Y Curtis supo por qué ese sonido le parecía tan familiar. Había oído aquella risa en el teléfono móvil, al final del mensaje de El Hijoputa. No había sido un intento por contener un sollozo. Y el hombre no parecía enfermo… o no solo enfermo. Parecía loco.

Por supuesto que está loco. Lo ha perdido todo. Y le has dejado que te tenga aquí a solas. Eso no ha sido nada inteligente, amigo. Tenías que haber pensado un poco.

No. Desde la muerte de Betsy había dejado de pensar un montón de cosas. El esfuerzo no valía la pena. Pero esta vez tenía que haberse tomado su tiempo.

Grunwald sonreía. O al menos le mostraba los dientes.

—Veo que no llevabas el casco, vecino. —Sacudió la cabeza, esbozando aún esa alegre sonrisa de hombre enfermo. El pelo le caía sobre las orejas. Parecía que hacía mucho tiempo que no se lo lavaba—. Apuesto a que una esposa no dejaría que salieras a la calle con un puñetero descuido como ese, pero, claro, los tipos como tú no tienen esposa, ¿verdad? Tienen perros.

Estiró la palabra, convirtiéndola en algo al estilo de la serie Los Dukes de Hazzard: peeeerrros.

—Vete a la mierda. Me largo —dijo Curtis.

El corazón le latía con fuerza, pero pensó que en la voz no se le había notado. Esperaba que no. De repente le pareció muy importante que Grunwald no supiera que estaba asustado. Empezó a dar media vuelta, de regreso por donde había llegado.

—Supuse que la Finca Vinton te traería hasta aquí —dijo Grunwald—, pero sabía a ciencia cierta que vendrías si mencionaba a ese horrible perro tuyo. La oí aullar, ¿sabes? Cuando chocó contra la verja. Puta perra invasora. Curtis, incrédulo, volvió la cabeza.

El Hijoputa estaba asintiendo, el pelo lacio le enmarcaba el rostro pálido y sonriente.

—Sí —dijo—. Salí a echar un vistazo y la vi tirada al lado de la verja. Una maraña de pelos con ojos. La vi morir.

—Dijiste que no estabas en casa —dijo Curtis. Su voz sonó pequeña en sus oídos, como la voz de un niño.

—Bueno, vecino, mentí. Volví temprano de la consulta del médico, y me sentía triste por haber tenido que rechazarle después de lo mucho que se había esforzado en convencerme para que me sometiera a quimioterapia, y entonces vi esa maraña de pelos tirada en medio de un charco de su propio vómito, jadeando, con moscas alrededor, y recuperé el ánimo de repente. Pensé: «Demonios, la justicia existe. Después de todo la justicia existe». Solo era una verja de bajo voltaje, con escasa corriente eléctrica (en esto fui totalmente honesto), pero hizo su trabajo, ¿verdad?

Curtis Johnson captó plenamente el sentido de todo aquello después de un instante, quizá voluntario, de total incomprensión. Luego dio un paso hacia delante, apretando los puños. No había golpeado a nadie desde las trifulcas en el patio del colegio cuando estaba en tercero, pero ahora iba a golpear a alguien. Iba a golpear a El Hijoputa. Los insectos seguían zumbando despreocupadamente en la hierba, y el sol aún martilleaba; en el mundo esencial nada había cambiado excepto él. Su lánguida indiferencia había desaparecido. Al menos ahora le preocupaba una cosa: golpear a Grunwald hasta que llorara, sangrara y huyera como un cangrejo. Y creía que podría hacerlo. Grunwald era veinte años más viejo y no estaba en forma. Y cuando El Hijoputa estuviera en el suelo —con un poco de suerte caería con la nariz rota en uno de esos hediondos charcos—, Curtis le diría: Esto por mi maraña de pelos. Vecino.

Grunwald dio un paso hacia atrás para compensar. Luego avanzó la mano que ocultaba a su espalda. Llevaba un revólver enorme.

—Quieto ahí, vecino, o te haré un agujero extra en la cabeza.

Curtis estuvo en un tris de no pararse. La pistola parecía irreal. ¿Podía llegarle la muerte desde ese orificio negro? Desde luego no le parecía posible. Pero…

—Es una AMT Hardballer del calibre 45 —dijo Grunwald—, cargada con munición de punta blanda. La conseguí la última vez que estuve en Las Vegas. En un espectáculo de tiro. Fue justo después de irse Ginny. Pensaba que le pegaría un tiro, pero descubrí que había perdido todo interés por ella. Básicamente, no es más que otra zorra anoréxica bronceada con las tetas de silicona. Tú, sin embargo…, tú eres diferente. Eres malévolo, Johnson. Eres un maldito brujo gay.

Curtis se detuvo. Le creyó.

—Pero ahora estás en mi poder, como suele decirse. —El Hijoputa se rió y de nuevo ahogó la carcajada y pareció un extraño sollozo—. Ni siquiera tengo que golpearte hasta matarte. Esta pistola es muy poderosa, o eso me han dicho. Si te disparase en una mano terminarías muerto porque te la arrancaría de cuajo. ¿Y si te disparase en la barriga? Tus tripas volarían a diez metros. Así que, ¿quieres probarlo? ¿No te sientes afortunado, capullo?

Curtis no quería probarlo. No se sentía afortunado. La verdad llegaba tarde pero era obvia: le había engañado la extraña risa de un lunático.

—¿Qué quieres? Te daré lo que quieras. —Curtis tragó saliva. Oyó un chasquido insectil en su garganta—. ¿Quieres que retire la demanda por lo de Betsy?

—No la llames Betsy —dijo El Hijoputa. Tenía la pistola (la Hardballer, qué nombre tan grotesco) apuntándole directamente a la cara, y ahora la boca del cañón parecía muy grande. Curtis se dio cuenta de que probablemente moriría antes incluso de oír el estallido del disparo, aunque quizá vería la llama (o el comienzo de la llama) saliendo del cañón. También comprendió que estaba peligrosamente a punto de mearse encima—. Llámala: «Mi puta maraña de pelos cara de culo».

—Mi puta maraña de pelos cara de culo —repitió Curtis de un tirón, sin sentir ni una ligera punzada de deslealtad hacia el recuerdo de Betsy.

—Ahora di: «Y cómo me gustaba chuparle su apestoso coño» —ordenó El Hijoputa.

Curtis permaneció en silencio. Le alivió descubrir que todavía tenía ciertos límites. Por otra parte, si decía eso, El Hijoputa lo instaría a decir cualquier cosa.

Grunwald no pareció particularmente decepcionado. Meneó la pistola.

—Bah, solo estaba bromeando.

Curtis permanecía en silencio. Parte de su mente rugía de pánico y confusión, pero otra parte parecía más clara que nunca desde que murió Betsy. Quizá más clara de lo que había estado durante años. Esa parte estaba considerando el hecho de que realmente podía morir ahí.

¿Y si nunca vuelvo a comer un trozo de pan?, pensó, y por un instante su mente se hundió —la parte confusa y la parte clara— en el deseo de vivir. Tan fuerte que era terrible.

—¿Qué quieres, Grunwald?

—Quiero que entres en una de esas cabinas. La del extremo.

Meneó de nuevo la pistola, esta vez hacia la izquierda.

Curtis se volvió para mirar y sintió un pequeño hilo de esperanza. Que Grunwald pretendiera encerrarlo… era bueno, ¿no? Ahora que lo había asustado y había dado rienda suelta a su indignación, tal vez pretendía encerrarlo para así poder ejecutar su plan de huida. O quizá se irá a casa y se pegará un tiro, pensó Curtis. Esa vieja Hardballer del calibre 45 es una buena cura para el cáncer. Un remedio casero muy conocido.

—Está bien. Lo haré —dijo.

—Pero primero quiero que te vacíes los bolsillos. Déjalo todo en el suelo.

Curtis se sacó la cartera del bolsillo, después, reacio, el teléfono móvil. Un fino fajo de facturas sujeto en un clip. Su peine para la caspa.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—Sácate el forro de los bolsillos, tesoro. Quiero verlo por mí mismo.

Curtis sacó el forro del bolsillo izquierdo, luego el del derecho. Unas cuantas monedas y la llave de su scooter cayeron al suelo, donde destellaron bajo la difusa luz del sol.

—Bien —dijo Grunwald—. Ahora los de detrás.

Curtis se vació los bolsillos traseros. Había una vieja lista de la compra garabateada en un trozo de papel. Nada más.

—Lánzame el teléfono móvil con una patada.

Curtis lo intentó, pero erró completamente.

—Gilipollas —dijo Grunwald, y se rió. La risa terminó de esa misma forma ahogada, con ese sonido de sollozo, y por primera vez en su vida Curtis comprendió completamente lo que era asesinar. La parte clara de su mente lo registró como una cosa maravillosa, porque asesinar, antes inconcebible para él, se convirtió en algo tan sencillo como reducir fracciones.

—Date prisa, maldita sea —dijo Grunwald—. Quiero volver a casa y meterme en el jacuzzi. Olvídate de los analgésicos, ese jacuzzi es lo único que funciona. Si pudiera, viviría dentro de esa maravilla.

Pero la verdad era que no parecía especialmente ansioso por largarse. Sus ojos chispeaban.

Curtis dio otra patada al teléfono y esta vez acertó, se deslizó rápido hasta los pies de Grunwald.

—¡Tira y marca! —gritó El Hijoputa.

Se agachó sobre una rodilla, recogió el Nokia (sin apartar la pistola de Curtis en ningún momento), luego se enderezó con un pequeño y forzado gruñido. Se metió el teléfono de Curtis en el bolsillo derecho de los pantalones. Con la punta de la pistola señaló brevemente las cosas que habían caído al suelo.

—Ahora recoge toda esa mierda y vuelve a metértela en los bolsillos. Coge todas las monedas. Quién sabe, quizá encuentres una máquina expendedora ahí dentro.

Curtis lo hizo en silencio, y de nuevo sintió una pequeña punzada al ver el llavero de la Vespa. Al parecer, algunas cosas no cambiaban ni siquiera in extremis.

—Has olvidado la lista de la compra, imbécil. No querrás dejártela. Vuelve a metértelo todo en los bolsillos. En cuanto a tu teléfono, volveré a ponerlo en su cargador en tu casita. Después de borrar el mensaje que te dejé, por supuesto.

Curtis recogió el trozo de papel —zumo de naranja, pastillas Rolaids para la acidez, pescado, pastelitos ingleses— y volvió a meterlo en el bolsillo de atrás.

—No puedes hacer eso —dijo.

El Hijoputa levantó sus pobladas cejas de anciano.

—¿Quieres discutirlo?

—El sistema de alarma de la casa… —Curtis no recordaba si lo había activado o no—. Además, la señora Wilson estará allí cuando regreses a Turtle.

Grunwald le dedicó una mirada indulgente. El hecho de que fuera una indulgencia delirante la hacía terrorífica en vez de solo enfurecida.

—Es jueves, vecino. Tu ama de llaves solo va las tardes de los martes y los viernes. ¿Pensabas que no te vigilaba? ¿Acaso no me vigilabas tú a mí?

—Yo no…

—Oh, te he visto, escondido en la calle detrás de tu palmera favorita (¿creías que no lo sabía?), pero tú nunca me veías, ¿verdad? Porque eres perezoso. Y los perezosos son ciegos. Los perezosos tienen lo que se merecen. —Bajó la voz para hablar confidencialmente—. Todos los gays son perezosos; está científicamente demostrado. Los grupos gays de presión intentan ocultarlo, pero puedes encontrar los estudios sobre el tema en internet.

En su creciente consternación, Curtis apenas se fijó en eso último. Si ha estado espiando a la señora Wilson… Dios, ¿cuánto tiempo lleva planeando todo esto?

Al menos desde que Curtis lo había demandado por lo de Betsy. Quizá incluso antes.

—En cuanto al código de tu alarma… —El Hijoputa soltó otra vez su risa sollozante—. Te contaré un pequeño secreto: tu sistema está contratado con la empresa Hearn Security, y llevo trabajando con ellos casi treinta años. Si quisiera, podría obtener el código de seguridad de cualquier cliente de la Hearn que resida en la isla. Pero resulta que el único código que quiero es el tuyo. —Aspiró una bocanada de aire, escupió en el suelo, y luego soltó un atronador tosido que provenía de las profundidades de su pecho. Sonó como si doliera (Curtis así lo esperaba), pero la pistola no titubeó—. De todas formas, no creo que la hayas activado. Tienes la cabeza ocupada en mamadas y cosas así.

—Grunwald, ¿podemos…?

—No. No podemos. Te mereces esto. Te lo has ganado, lo has comprado, lo tienes. Entra en el maldito cagadero.

Curtis empezó a acercarse a las cabinas, pero se dirigió hacia la del extremo derecho y no hacia la de la izquierda.

—No, no —dijo Grunwald. Con paciencia, como si hablara con un niño—. El del otro extremo.

—Ese está demasiado inclinado —dijo Curtis—. Si entro, volcará.

—No —dijo Grunwald—. Esa cosa es tan sólida como tu querido mercado de valores. Los laterales son especiales. Estoy seguro de que disfrutarás con el olor. Los tipos como tú pasan un montón de tiempo en los cagaderos; seguro que te gusta el olor. Seguro que te encanta. —De pronto la pistola le golpeó en el trasero. Curtis soltó un gritito sobresaltado, y Grunwald se rió. Ese Hijoputa—. Entra ahí antes de que decida convertir tu moreno culo en una nueva superautopista.

Curtis tuvo que inclinarse sobre la acequia llena de agua espumosa y, como la cabina estaba inclinada, cuando le quitó el pestillo a la puerta, se abrió y casi le golpeó en la cara. Esto provocó otro estallido de risa en Grunwald, y ante ese sonido Curtis volvió a pensar en asesinar. De todos modos, era increíble lo comprometido que se sentía. El repentino amor por los verdes olores del follaje y la brumosa mirada del cielo azul de Florida. Cuánto anhelaba comerse un trozo de pan… incluso una rebanada de Wonder Bread sería un bocado exquisito; se la comería con una servilleta en el regazo y elegiría un vino de cosecha de su pequeña bodega para acompañarla. Había adquirido una nueva perspectiva de la vida. Solo esperaba sobrevivir para disfrutar de ella. Y si El Hijoputa solo pretendía encerrarlo, a lo mejor lo lograba.

Si salgo de esta, lo primero será dar dinero a Save the Children, pensó (un pensamiento tan al azar y espontáneo como lo que había pensado respecto al pan).

—Entra ahí, Johnson.

—¡Te digo que se caerá!

—¿Quién es el constructor aquí? Si tienes cuidado no se caerá. Entra.

—¡No entiendo por qué haces esto!

Grunwald rió de una forma increíble. Luego dijo:

—Mueve el culo hasta ahí o te lo volaré, lo juro por Dios.

Curtis cruzó la acequia y entró en la cabina, que se balanceó alarmantemente hacia delante bajo su peso. Curtis gritó y se inclinó alzando los brazos contra la pared opuesta, hacia donde había una taza cerrada. Y mientras permanecía allí de pie, como un sospechoso a punto de ser cacheado, la puerta se cerró de un portazo detrás de él. La luz del sol desapareció. De pronto estaba entre profundas y calurosas sombras. Miró por encima de su hombro derecho y la cabina se balanceó de nuevo, al borde del equilibrio.

Se oyó un golpecito en la puerta. Curtis imaginó a El Hijoputa allí fuera, inclinado sobre la acequia, con una mano en el agarradero azul y la otra cerrada en un puño para llamar.

—¿Estás cómodo? ¿Es acogedor?

Curtis no respondió. Al menos con Grunwald apoyado contra la puerta de la cabina, aquella maldita cosa lograba mantenerse estable.

—Seguro que sí. Como pez en el agua.

Se oyó otro golpe y entonces la cabina se balanceó de nuevo hacia delante. Grunwald había apartado su peso de ella. Curtis hizo frente una vez más a la situación alzándose de puntillas, intentando con todas sus fuerzas mantener aquel apestoso cubículo más o menos vertical. El sudor le empapaba el rostro, le escocía un corte que se había hecho en el lado izquierdo del mentón al afeitarse. Eso le hizo pensar con cariñosa nostalgia en su cuarto de baño, que siempre había tomado por seguro. Habría dado hasta el último dólar de su fondo de pensiones por estar allí, con la cuchilla de afeitar en la mano derecha, viendo cómo la sangre asomaba a través de la crema de afeitar en el lado izquierdo mientras en la radio despertador que había al lado de su cama sonaba alguna estúpida canción. Algo de The Carpenters o Don Ho.

Esta vez no resistirá, seguro que no resistirá, ese ha sido su plan desde el principio…

Pero la cabina, en vez de volcar, permaneció firme. De todos modos, le faltaba poco para volcar, muy poco. Curtis siguió de puntillas, con las manos apuntaladas en la pared y el torso arqueado sobre el asiento del retrete, y en ese momento realmente se dio cuenta de lo mal que olía dentro de aquel pequeño cubículo recalentado, incluso con la taza cerrada. Olía a desinfectante —que sería de color azul, por supuesto— mezclado con el hedor de la descomposición de los desechos humanos, y eso empeoraba las cosas.

Cuando Grunwald volvió a hablar, su voz provenía del otro lado de la pared trasera. Había sorteado la acequia y rodeado la cabina hasta la parte de atrás. Curtis se sorprendió tanto que estuvo a punto de retroceder, pero se las arregló para no hacerlo. Aun así, no pudo evitar soltar un gemido. Sus manos abiertas se separaron momentáneamente de la pared. La cabina se tambaleó. Volvió a colocar las manos contra la pared, inclinándose todo lo que pudo, y afianzó los pies en el suelo.

—¿Cómo estás, vecino?

—Muerto de miedo —dijo Curtis. El pelo le había caído sobre la frente, se le había pegado con el sudor, pero temía apartárselo con la mano. Un movimiento tan leve como ese podría hacer volcar el cubículo—. Déjame salir. Ya te has divertido bastante.

—Si crees que me estoy divirtiendo, te equivocas de pleno —dijo El Hijoputa con voz pedante—. He estado pensando en esto durante mucho tiempo, vecino, y al final decidí que era necesario… era la única estrategia. Y tenía que ser ahora, porque si esperaba mucho más, no estoy seguro de que pudiera confiar en mi cuerpo para hacer lo que tengo que hacer.

—Grunwald, podemos arreglar esto como hombres. Te juro que podemos.

—Jura todo lo que quieras, jamás aceptaría la palabra de un hombre como tú —dijo en ese mismo tono de voz pedante—. Cualquiera que acepta la palabra de un maricón recibe su merecido. —Y entonces, gritando tan fuerte que su voz estalló en astillas—: ¡OS CREÉIS TAN INTELIGENTES…! ¿TE CREES MUY INTELIGENTE AHORA?

Curtis no dijo nada. Cada vez que pensaba que se agarraba a un asidero de la locura de El Hijoputa, nuevas perspectivas se abrían ante él.

Al fin, en un tono más calmado, Grunwald continuó:

—Quieres una explicación. Crees que la mereces. Posiblemente sea así.

Un cuervo graznó en alguna parte. Para Curtis, dentro de esa pequeña caja recalentada, sonó como una risa.

—¿Crees que estaba bromeando cuando te llamé brujo gay? No. ¿Significa eso que tú sabes que eres una…, bueno, una fuerza sobrenatural malévola enviada hasta mí para ponerme a prueba? No lo sé, no lo sé. He pasado muchas noches en vela desde que mi mujer se llevó sus joyas y me dejó pensando en esa pregunta (entre otras), pero aún no lo sé. Probablemente tú tampoco.

—Grunwald, te aseguro que yo no…

—Calla. Estoy hablando yo. De todas formas, eso es lo que dirías, ¿no? Dirías eso tanto si lo supieras como si no. Échale un vistazo a los testimonios de algunas de las brujas de Salem. Adelante, búscalos. Están todos en internet. Todas juraron que no eran brujas, pero cuando pensaron que eso las libraría de la muerte en la sala de interrogatorios, juraron que lo eran, pero muy pocas estaban realmente seguras. Eso queda claro cuando lo analizas con tu ilustrado… ya sabes, ilustrado… tu ilustrado lo que sea. El intelecto o lo que sea. Eh, vecino, ¿cómo te sientes cuando hago esto?

De pronto, El Hijoputa —enfermo pero al parecer aún lo bastante fuerte— comenzó a zarandear la cabina. Curtis estuvo a punto de caerse sobre la puerta, lo que habría terminado con toda certeza en un desastre.

—¡Para! —rugió—. ¡Para de hacer eso!

Grunwald rió con indulgencia. La cabina dejó de balancearse. Pero Curtis pensó que el ángulo del suelo estaba un poco más inclinado que antes.

—Menudo crío estás hecho. Esto es tan sólido como el mercado de valores, ¡ya te lo dije! —Una pausa—. Por supuesto… la cosa es así: todos los maricones son mentirosos, pero no todos los mentirosos son maricones. No es una ecuación equilibrada, no sé si sabes a qué me refiero. Yo soy más recto que una flecha, siempre lo he sido, me follaría a la Virgen María y luego me iría a un baile campestre, pero te he mentido para traerte hasta aquí, lo admito libremente, y podría estar mintiéndote ahora mismo.

De nuevo aquella tos; oscura y profunda y casi con toda certeza dolorosa.

—Déjame salir, Grunwald. Te lo suplico. Te lo estoy suplicando.

Una larga pausa, como si El Hijoputa lo estuviera considerando. Luego prosiguió su discurso anterior.

—Al final, no podemos confiar en las confesiones de las brujas —dijo—. Ni siquiera podemos confiar en sus testimonios, porque podrían estar deformados. Cuando te enfrentas con brujas, las subjetividad lo envuelve todo…, lo envuelve todo…, ya sabes. Solo podemos confiar en la evidencia. Así que, en mi caso, he considerado las evidencias. Echemos un vistazo a los hechos. Primero, me jodiste con el asunto de la Finca Vinton. Eso fue lo primero.

—Grunwald, yo nunca…

—Cállate, vecino. A no ser que quieras que vuelque tu casita feliz, claro. En tal caso, habla cuanto quieras. ¿Es eso lo que quieres?

—¡No!

—Buena elección. No sé exactamente por qué me jodiste, pero creo que lo hiciste porque tenías miedo de que quisiera levantar un par de edificios de apartamentos al final de Turtle Point. En cualquier caso, la evidencia (en concreto, tu ridículo contrato de compraventa) indica que era pura y llanamente una jodienda. Afirmas que Ricky Vinton te vendió aquel solar por un millón quinientos mil dólares. Ahora, vecino, te pregunto: ¿qué juez o jurado del mundo creería eso?

Curtis no respondió. Ahora le daba miedo hasta aclararse la garganta, y no solo porque podría hacer enfadar a El Hijoputa, sino porque podría volcar sin remisión la cabina. Temía que eso pudiera ocurrir incluso levantando el dedo meñique de la pared del fondo. Probablemente fuese una estupidez, pero quizá no lo fuera.

—Luego se metieron por medio los parientes y complicaron una situación que ya era bastante complicada… ¡por maricón! Y tú fuiste quien los llamó. Tú o tu abogado. Eso está claro; ya sabes, es una de esas situaciones quod erat demonstrandum. Porque a ti te encanta cómo están las cosas.

Curtis no dijo nada, prefirió no contradecirle.

—Entonces fue cuando me echaste la maldición. Tuvo que ser así. La evidencia lo ratifica. Un científico dijo: «No hace falta ver Plutón para deducir que Plutón está ahí». Descubrió Plutón observando las irregularidades en la órbita de otro planeta. ¿Sabías eso? Deduzco que la brujería es lo mismo, Johnson. Hay que comprobar las evidencias y buscar irregularidades en la órbita de tu…, ya sabes, de tu lo que sea. Vida. Además, tu espíritu se oscurece. Se oscurece. Siento que eso está ocurriendo. Como un eclipse. Se…

Tosió un poco más. Curtis aguantó en su posición de listo-para-ser-cacheado, con el culo hacia fuera, el estómago arqueado sobre el retrete donde los obreros de Grunwald se habían sentado alguna vez para concentrarse en sus asuntos después del patadón del café matutino.

—Luego Ginny me abandonó —prosiguió El Hijoputa—. Ahora vive en Cape Cod. Dice que está sola, por supuesto, porque quiere que le pase la pensión (como todas), pero yo sé la verdad. Si esa perra cachonda no tuviera una polla con la que jugar dos veces al día, se sentaría en el sofá a comer chocolate hasta explotar viendo American Idol en la tele.

»Luego, Hacienda. Esos cabrones vinieron después, con sus ordenadores portátiles y sus preguntas. “¿Hizo usted esto? ¿Hizo usted lo otro? ¿Dónde está este documento?” ¿Acaso eso no es brujería, Johnson? ¿O quizá fue una putada mucho más…, no sé, normal y corriente? Tal vez solo cogiste el teléfono y los llamaste: «Auditen a este tipo, tiene más pasteles en la despensa de los que se puede permitir».

—Grunwald, yo nunca he llamado…

La cabina se zarandeó. Curtis se inclinó mucho más hacia el fondo, seguro de que esa vez…

Pero una vez más la cabina resistió. Curtis empezó a sentirse mareado. Mareado y enjaulado. No era solo el olor; era el calor. O quizá las dos cosas juntas. Podía sentir la camisa pegándosele al pecho.

—Estoy exponiendo las evidencias —dijo Grunwald—. Cállate mientras expongo las evidencias. Orden en la sala, joder.

¿Por qué hacía tanto calor ahí dentro? Curtis alzó la vista y vio que no había ventanillas de ventilación. O las había pero estaban tapadas. Con lo que parecía una lámina de metal. Tenía tres o cuatro agujeritos que dejaban pasar un poco de luz pero nada de aire. Los agujeros eran más grandes que una moneda de veinticinco centavos y más pequeños que un dólar de plata. Miró por encima del hombro y vio otra línea de agujeros, pero las dos ventanillas de ventilación también estaban casi completamente tapadas.

—Han congelado mis activos —dijo Grunwald en un tono paranoico de voz—. Dijeron que me harían una auditoría, como si fuera algo rutinario, pero sé de qué va esto, y sabía lo que estaba por llegar.

Por supuesto que sí, porque eres más culpable que el mismo demonio.

—Pero esta tos empezó antes incluso que la auditoría. También fue cosa tuya, por supuesto. Fui al médico. Cáncer de pulmón, vecino, y se ha extendido al hígado, al estómago y quién cono sabe adonde más. Todas las partes blandas. Exactamente lo que haría una bruja. Me sorprendió que no incluyeras también las pelotas y el trasero, aunque quizá solo sea cuestión de tiempo. Si lo permito, claro. Pero no lo haré. Por eso, aunque creo que tengo este asunto bajo control, ya sabes, mi culo envuelto en pañales, por así decirlo, si no fuera así me daría igual. Voy a meterme una bala en la cabeza muy pronto. Con esta misma pistola, vecino. Mientras estoy en el jacuzzi. Suspiró sentimentalmente.

—Ese es el único lugar donde soy feliz. En mi jacuzzi. Curtis se percató de algo.

Quizá fue el hecho de oír a El Hijoputa decir «Creo que tengo este asunto bajo control», pero lo más probable era que lo hubiera comprendido de forma inconsciente hacía un rato. El Hijoputa tenía intención de volcar la cabina. Lo haría si Curtis lloriqueaba y protestaba; lo haría si Curtis mantenía la calma. En realidad daba lo mismo. En cualquier caso, hasta el momento había mantenido la calma. Porque aunque quería permanecer en posición vertical el máximo tiempo posible —sí, por supuesto— fuera de eso no deseaba sentirse afectado por las acusaciones. Grunwald no estaba hablando metafóricamente; Grunwald creía realmente que Curtis Johnson era algún tipo de hechicero. Su cerebro tuvo que pudrirse junto con el resto de su cuerpo.

—¡AHORA CÁNCER DE PULMÓN! —proclamó Grunwald a su desierta urbanización a medio construir, y entonces volvió a toser. Los cuervos protestaron graznando—. Hace treinta años que dejé de fumar, ¿y tengo cáncer de pulmón?

—Estás loco —dijo Curtis.

—Claro, eso es lo que diría todo el mundo. Ese era el plan, ¿verdad? Ese era el maldito PLAAAAN. Y entonces, para colmo, me demandas por tu maldito perro cara de culo. Tu maldito perro que estaba en MI PROPIEDAD. ¿Con qué propósito? Después de quitarme mi solar, mi mujer, mi negocio y mi vida, ¿cuál puede ser el propósito? ¡La humillación, por supuesto! ¡Insultarme hasta la injuria! ¡Hundirme en la miseria! ¡Brujería! ¿Y sabes lo que dice la Biblia? ¡No dejarás a la bruja con vida! Todo lo que me está pasando es por tu culpa, y… no dejarás a la bruja… ¡CON VIDA!

Grunwald empujó la cabina. Debió de ayudarse con el hombro, porque esa vez no hubo ninguna vacilación, el cubículo ni siquiera se tambaleó. Curtis, momentáneamente ingrávido, cayó hacia atrás. El pestillo tenía que haberse roto bajo su peso, pero no lo hizo. El Hijoputa debía de haberse encargado también de eso.

Luego volvió a notar su propio peso y cayó de espaldas mientras la cabina golpeaba contra el suelo con la puerta por delante. Se mordió la lengua. Se golpeó la parte de atrás de la cabeza con la puerta y vio las estrellas. La tapa de la taza se abrió como una boca. Un fluido marrón negruzco, espeso como el jarabe, brotó de su interior. Un zurullo en descomposición aterrizó en su entrepierna. Curtis soltó un grito de repulsión, lo apartó a un lado, luego se limpió la mano en la camisa y se dejó una mancha marrón. Un asqueroso arroyo se derramaba del interior de la taza. Se deslizó por el borde de la taza y se reunió alrededor de sus zapatillas de deporte. El envoltorio de un bote de mantequilla de cacahuete Reese’s flotaba en él. Serpentinas empapadas de papel higiénico colgaban de aquella boca. Parecía una fiesta de fin de año en el infierno. Desde luego, aquello no podía estar ocurriendo. Era una pesadilla salida de la infancia.

—¿Qué tal huele ahora, vecino? —gritó El Hijoputa. Reía y tosía—. Es como estar en casa, ¿verdad? Piensa que es como un ducking stool[13] del siglo XXI, ¿por qué no? Todo lo que necesitas es a ese senador gay y un montón de braguitas de Victoria’s Secret… ¡y podrías organizar una fiesta de lencería!

Curtis también tenía mojada la espalda. Dedujo que la cabina había aterrizado en la acequia y que el agua se estaba filtrando por los agujeros de la puerta.

—La mayoría de estos lavabos (ya sabes, los que se ven en los establecimientos para camiones o en las áreas de descanso de las autopistas) están hechos con un plástico muy delgado, con un poco de empeño es posible atravesar las paredes y el techo a puñetazos. Pero en las zonas de construcción laminamos los laterales con metal. Revestimiento, así se llama. Si no la gente podría venir y agujerearlos. Gamberros, solo para divertirse, o gays como tú. Hacer lo que ellos llaman «agujeros gloriosos». Oh, sí, sé de esas cosas. Tengo toda la información, vecino. Los niños vienen y tiran piedras al techo solo para oír el ruido que hacen. Suena como una explosión, como cuando estalla una bolsa de papel enorme llena de aire. Así que revestimiento también para el techo. Por supuesto eso las hace más calurosas, pero también les añade eficiencia. Nadie querría pasarse quince minutos leyendo el periódico en un cagadero tan caluroso como la celda de una prisión turca.

Curtis se dio la vuelta. Estaba recostado sobre un charco salobre y maloliente. Un trozo de papel higiénico le envolvía la muñeca; lo apartó. Vio una mancha marrón en el papel —antiguos desechos de un obrero de la construcción— y se echó a llorar. Estaba tirado sobre mierda y papel higiénico, a través de la puerta se filtraba más agua, y nada de eso era un sueño. En alguna parte no muy lejos de allí, su Macintosh escrutaba los números de Wall Street mientras él yacía sobre un charco de pis con un viejo zurullo negro en un rincón y una tapa enorme de retrete a poca distancia por encima de sus tobillos, y no era un sueño. Habría vendido su alma por despertarse en su cama, limpio y fresco.

—¡Déjame salir! ¡GRUNWALD, POR FAVOR!

—No puedo. Todo está arreglado —dijo El Hijoputa con voz seria—. Viniste hasta aquí para echar un vistazo… para regodearte. Sentiste la llamada de la naturaleza, y aquí estaban las cabinas. Entraste en la del extremo y volcó. Fin de la historia. Cuando te encuentren (cuando por fin te encuentren), los polis verán que todas las cabinas están inclinadas, porque las lluvias vespertinas han horadado el terreno. No habrá manera de que sepan que tu morada actual estaba un poco más ladeada que las demás. Ni que me llevé tu teléfono móvil. Darán por hecho que te lo dejaste en casa, ridículo mariquita. La situación les parecerá muy clara. Las evidencias, ya sabes… todo gira siempre en torno a las evidencias.

Se rió. Esta vez no tosió, solo la cálida y satisfecha risa de un hombre que lo ha previsto todo. Curtis yacía en un charco de agua sucia que ahora tenía cinco centímetros de profundidad; sintió cómo se le empapaban la camisa y los pantalones, y deseó que El Hijoputa muriese de una embolia repentina o de un ataque al corazón. A la mierda el cáncer; que cayera ahí mismo, en la calle sin asfaltar de su absurda urbanización en bancarrota. Preferiblemente de espaldas, para que los pájaros pudieran picotearle los ojos.

Si eso ocurriera, yo moriría aquí.

Cierto, pero eso era lo que Grunwald había planeado desde el principio, así que… ¿qué diferencia había?

—Comprobarán que no te robaron; tu dinero sigue en tu bolsillo. Igual que las llaves de tu scooter. Por cierto, esas máquinas no son seguras; son casi tan malas como los quads. ¡Y sin casco! Debería darte vergüenza, vecino. Y sin embargo activas la alarma de tu casa, y eso está muy bien. Un buen punto, de hecho. Ni siquiera tienes un bolígrafo para dejar una nota en la pared. Aunque si lo hubieras tenido, también te lo habría quitado, pero no. Parecerá un trágico accidente.

Hizo una pausa. Curtis podía imaginarlo allí fuera con una claridad infernal. De pie, vestido con ropa demasiado grande, con las manos metidas en los bolsillos y con el pelo sucio apelmazado sobre las orejas. Rumiando. Hablando con Curtis pero también hablando consigo mismo, buscando lagunas incluso ahora, incluso después de haberse pasado unas cuantas semanas sin dormir para planear todo aquello.

—Por supuesto, una persona no puede preverlo todo. Siempre hay comodines en la baraja. Salen doses y sotas, el rey de diamantes, un trío ganador de sietes. Ese tipo de cosas. ¿Hay posibilidades de que alguien venga y te encuentre? ¿Mientras sigues vivo? Yo diría que pocas. Muy pocas. ¿Y qué tengo yo que perder? —Se rió, parecía encantado de sí mismo—. ¿Estás tumbado en la mierda, Johnson? Eso espero.

Curtis miró el rollo de excremento que se había quitado de encima de los pantalones, pero no dijo nada. Oía un suave zumbido. Moscas. Pocas, pero, en su opinión, pocas eran demasiadas. Estaban escapando del retrete. Debían de haberse quedado atrapadas en la cisterna que debería estar debajo de él en vez de a sus pies.

—Me marcho, vecino, pero piensa en esto: estás sufriendo el destino reservado a las brujas, ya sabes. Y como dijo aquel: en el cagadero nadie puede oírte gritar.

Grunwald empezó a alejarse. Curtis pudo seguirle el rastro por la disminución del sonido de su risa entrecortada por la tos.

—¡Grunwald! ¡Grunwald, vuelve!

Grunwald gritó:

—¡Ahora eres tú el que está pasando estrecheces! Estás en un lugar muy estrecho, desde luego.

Entonces —era de esperar, de hecho lo esperaba, pero aun así le parecía increíble—, oyó el motor del coche de empresa con la palmera impresa en el lateral.

—¡Vuelve, Hijoputa!

Pero ahora era el ruido del coche lo que estaba disminuyendo. Grunwald enfiló la calle sin asfaltar (Curtis podía oír las ruedas del coche salpicando en los charcos), luego subió la colina y dejó atrás el lugar donde un Curtis Johnson muy diferente había aparcado su Vespa. El Hijoputa tocó una vez la bocina —cruel y alegre—, y luego el ruido del motor se fundió con el sonido del día, que no era más que el zumbido de los insectos en la hierba, el aleteo de las moscas que habían escapado del depósito de residuos y el murmullo de un avión distante donde los pasajeros de primera clase tal vez comían queso fresco con tostadas.

Una mosca se posó en el brazo de Curtis. Le dio un manotazo. La mosca aterrizó en el zurullo y dio comienzo a su almuerzo. De pronto, la fetidez del depósito de residuos pareció cobrar vida, como una mano marrón negruzca rodeando la garganta de Curtis. Pero el olor de la vieja mierda en descomposición no era lo peor; lo peor era el olor a desinfectante. El líquido azul. Sabía que era azul.

Se incorporó —tenía espacio— y vomitó entre sus rodillas, sobre el charco de agua y las tiras flotantes de papel higiénico. Después de sus anteriores aventuras con la regurgitación, en el estómago solo le quedaba bilis. Se inclinó hacia delante y jadeó, con las manos hacia atrás, apoyadas en la puerta en la que ahora estaba sentado; el corte del mentón le palpitaba y le escocía. Volvió a tener una arcada, aunque esta vez solo produjo un eructo que sonó como el chirrido de una chicharra.

Y, curiosamente, se sintió mejor. De algún modo, honesto. Se había ganado vomitar. Y no había necesitado meterse los dedos en la garganta. A lo mejor le había desaparecido la caspa, ¿quién sabía? Quizá pudiese regalarle al mundo un nuevo tratamiento: el Enjuague de Orina Añeja. Cuando saliera de allí se aseguraría de comprobar si su cuero cabelludo había experimentado alguna mejora. Si es que conseguía salir de allí.

Al menos, sentado no tenía problemas. Hacía un calor espantoso y el olor era terrible (no quería pensar en lo que se había podido remover dentro del depósito de residuos, y al mismo tiempo no podía apartar esos pensamientos), pero al menos había suficiente altura.

—Hay que dar gracias por estas bendiciones —murmuró—. Hay que dar gracias a los hijos de puta.

Sí, y hacer inventario. Eso también estaría bien. El agua en la que estaba sentado no había alcanzado más altura, y probablemente eso era otra bendición. No terminaría ahogado. No, a no ser que los chaparrones vespertinos se convirtieran en aguaceros. Ya lo había visto. Y no le salía bien decirse que por la mañana estaría fuera de allí, por supuesto que estaría fuera, porque ese tipo de pensamiento mágico daría la razón a El Hijoputa. Por otro lado, no podía quedarse ahí dando gracias a Dios porque al menos tenía espacio, y esperando que lo rescataran.

Quizá alguien del departamento de construcción y urbanismo del condado de Charlotte haga una inspección. O un equipo de asesores de Hacienda.

Era agradable imaginarlo, pero sabía que no iba a suceder. El Hijoputa también habría tenido en cuenta todas esas posibilidades. Por supuesto que cualquier burócrata o grupo de burócratas podría realizar una visita inesperada, pero contar con ello sería tan estúpido como esperar que Grunwald cambiara de opinión. Y la señora Wilson daría por sentado que Curtis había ido a ver una película a Sarasota, como hacía a menudo.

Golpeó las paredes con los puños, primero la izquierda, luego la derecha. En ambos lados sintió el resistente metal detrás del fino y deformado plástico. Revestimiento. Se colocó de rodillas y esta vez se dio un golpe en la cabeza, pero apenas se dio cuenta. Lo que vio no era alentador: las terminaciones planas de los tornillos que sujetaban la estructura. Las cabezas estaban en el exterior. Aquello no era un cagadero; era un ataúd.

Ante aquel pensamiento, el momento de claridad y calma se desvaneció. El pánico ocupó su lugar. Comenzó a aporrear las paredes del retrete, gritando para que lo dejaran salir. Se lanzó a un lado y a otro como un niño que ha cogido un berrinche, intentando girar la cabina para así poder liberar la puerta, pero aquel maldito trasto apenas se movía. Aquel maldito trasto era muy pesado. El revestimiento de chapa lo hacía muy pesado.

¡Pesado como un ataúd!, vociferó su mente. En su estado de pánico, cualquier otro pensamiento era desterrado. ¡Pesado como un ataúd! ¡Como un ataúd! ¡Un ataúd!

No sabía cuánto tiempo llevaba así, pero en determinado momento intentó ponerse en pie, como si pudiera atravesar la pared y enfrentarse al cielo como Superman. Volvió a golpearse la cabeza, esta vez mucho más fuerte. Cayó hacia delante, sobre su estómago. Se pringó una mano con algo pegajoso —algo que manchaba— y se la restregó por la parte de atrás de los vaqueros. Lo hizo sin mirar. Cerraba los ojos con fuerza. Las lágrimas afloraban por el rabillo de los ojos. En la oscuridad de detrás de sus párpados, las estrellas zumbaban y estallaban. No estaba herido —supuso que eso era bueno, otra maldita bendición que había que agradecer—, pero le había faltado poco para perder el conocimiento.

—Cálmate —dijo.

Volvió a ponerse de rodillas. Tenía la cabeza agachada, el pelo colgándole hacia delante, los ojos cerrados. Parecía que estuviera rezando, y supuso que así era. Una mosca se le posó en la nuca y luego salió volando.

—Enloquecer no te ayudará, a él le encantaría oírte gritar sin parar, así que cálmate, no le des lo que quiere, solo cálmate de una puñetera vez y piensa.

¿Qué era lo que tenía que pensar? Estaba atrapado.

Curtis se sentó sobre la puerta y hundió el rostro entre las manos.

El tiempo pasaba y el mundo seguía adelante. El mundo seguía a lo suyo.

Por la Carretera 17 pasaron unos cuantos vehículos: la mayoría camionetas de carga, remolques con destino a cualquier distribuidor de Sarasota o a la tienda de alimentos integrales de Nokomis, algún tractor, la furgoneta del cartero con las luces amarillas en el techo. Ninguno se desvió hacia Durkin Grove Village.

La señora Wilson llegó a casa de Curtis, entró, leyó la nota que el señor Johnson había dejado sobre la mesa de la cocina y se dispuso a pasar la aspiradora. Después planchó la ropa delante del televisor, mirando las telenovelas de la tarde. Preparó una cacerola de macarrones y la metió en la nevera, luego garabateó unas sencillas instrucciones para su preparación —Horno 180°, 45 mins— y dejó la nota en el mismo sitio donde Curtis había dejado la suya. Cuando los truenos empezaron a murmurar sobre el golfo de México, se fue, antes de hora. Lo hacía a menudo cuando llovía. Allí nadie sabía conducir con lluvia, cualquier chubasco les parecía un temporal propio de Vermont.

En Miami, el inspector de Hacienda asignado al caso Grunwald estaba comiéndose un sandwich cubano. En vez de traje, llevaba una camisa hawaiana con loros estampados. Estaba sentado debajo de una sombrilla en la terraza de un restaurante. En Miami no llovía nunca. Estaba de vacaciones. El caso Grunwald seguiría allí cuando regresara; el engranaje del gobierno era lento pero extremadamente preciso.

Grunwald estaba relajado en el jacuzzi de su patio, adormilado, hasta que la tormenta vespertina que se acercaba lo despertó con el sonido de un trueno. Se arrastró hasta fuera y entró en casa. Mientras cerraba la puerta corredera de cristal que separaba el patio del salón, la lluvia comenzó a caer. Grunwald sonrió.

—Esto acabará contigo, vecino —dijo.

Los cuervos habían vuelto a tomar posición en el andamio anclado en tres puntos al banco a medio terminar, pero cuando el trueno restalló casi exactamente encima de ellos y la lluvia empezó a caer, desplegaron las alas y buscaron cobijo en el bosque, graznando su disgusto por haber sido molestados.

En el interior de la cabina —parecía que llevara encerrado allí dentro al menos tres años—, Curtis oyó repiquetear la lluvia sobre el techo de su prisión, que había sido la pared trasera del cubículo hasta que El Hijoputa lo hizo volcar. Al principio, la lluvia tamborileó, luego golpeó, luego rugió. En el peor momento de la tormenta, era como estar encerrado en una cabina de teléfono con altavoces estéreos. Un trueno explotó en el cielo. Tuvo una momentánea visión de ser fulminado por un rayo y cocinado como un capón en un microondas. Descubrió que esto no le inquietaba demasiado. Al menos sería rápido, y lo que le estaba sucediendo en ese momento era muy lento.

El agua empezó a subir, pero poco a poco. Eso le alegró, se dio cuenta de que no había un riesgo real de que muriese ahogado como una rata que hubiera caído en la cisterna de un retrete. Al menos era agua, y él estaba muy sediento. Bajó la cabeza hasta uno de los agujeros del revestimiento metálico. El agua de la acequia rebosaba por el agujero. Sorbió, bebió como un caballo en un abrevadero. El agua era arenosa, pero bebió hasta que se le llenó la barriga, recordándose constantemente que era agua, era agua.

—Puede que tenga cierto contenido de pis, pero estoy seguro de que es poco —dijo, y se echó a reír. La risa se transformó en sollozos, luego volvió a reír.

La lluvia cesó alrededor de las seis de la tarde, como habitualmente sucedía en aquella época del año. El cielo se despejó a tiempo para mostrar la perfecta puesta de sol de Florida. Los pocos veraneantes de Turtle Island se reunieron en la playa para contemplarla, como hacían a menudo. Nadie comentó la ausencia de Curtis Johnson. A veces aparecía, otras veces no. Tim Grunwald estaba allí, y muchos de los asistentes se fijaron en que parecía excepcionalmente alegre aquella noche. Mientras regresaban a casa por la playa cogidos de la mano, la señora Peebles le comentó a su marido que el señor Grunwald parecía haber superado por fin la pérdida de su mujer. El señor Peebles le dijo que era una romántica.

—Sí, cariño —dijo ella, apoyando momentáneamente la cabeza sobre su hombro—, por eso me casé contigo.

Cuando Curtis vio a través de los agujeros —los pocos que no estaban sumergidos en el agua de la acequia— que la luz cambiaba de melocotón a gris, comprendió que iba a pasar la noche en ese ataúd encharcado con cinco centímetros de agua en el suelo y un retrete entreabierto a sus pies. Probablemente moriría allí, pero eso era pura teoría. Sin embargo, pasar la noche allí —horas amontonadas sobre más horas, montones de horas como montones de grandes libros negros— era real e inevitable.

El pánico se precipitó de nuevo. Una vez más se puso a gritar y a aporrear las paredes, esta vez retorciéndose sobre sus rodillas, primero golpeando una pared con el hombro derecho y luego la otra con el derecho. Como un pájaro en un campanario, pensó, pero no pudo detenerse. Una patada frenética aplastó el zurullo contra la base del inodoro. Se rasgó los pantalones. Primero se magulló los nudillos, luego se los rajó. Al fin se detuvo, llorando y lamiéndose las manos.

Tengo que parar. Tengo que ahorrar fuerzas.

Luego, pensó: ¿Para qué?

A las ocho en punto el aire empezó a enfriarse. A las diez, el charco donde yacía Curtis también se había enfriado —de hecho parecía helado—, y se puso a temblar. Se abrazó y encogió las rodillas hasta el pecho.

Estaré bien siempre y cuando no me castañeteen los dientes, pensó. No puedo permitir que me castañeteen los dientes.

A las once, Grunwald se fue a la cama. Se tumbó en pijama bajo el ventilador del techo, mirando la oscuridad y sonriendo. Se sentía mejor de lo que se había sentido durante meses. Estaba satisfecho pero no sorprendido.

—Buenas noches, vecino —dijo, y cerró los ojos.

Por primera vez en los últimos seis meses, durmió de un tirón, no se despertó en toda la noche.

A medianoche, no muy lejos de la celda improvisada de Curtis, un animal —seguramente un perro salvaje, aunque a Curtis le pareció una hiena— soltó un largo y estridente aullido. Los dientes empezaron a castañetearle. El sonido era tan horrible como había temido.

Pasado un tiempo inimaginable, se quedó dormido.

Cuando despertó, tiritaba de arriba abajo. Incluso los pies daban sacudidas, bailaban claque como los pies de un yonqui con síndrome de abstinencia. Me estoy poniendo enfermo, voy a tener que ir al médico, joder, me duele todo, pensó. Luego abrió los ojos, vio dónde estaba, «recordó» dónde estaba y soltó un sonoro y desesperado grito:

—Ohhhh… ¡no! ¡NO!

Pero era «Oh, sí». Al menos la cabina ya no estaba totalmente a oscuras. La luz se colaba por los agujeros circulares: el pálido resplandor rosa de la mañana. A medida que avanzara el día, la luz aumentaría y el calor apretaría. Muy pronto estaría cociéndose de nuevo.

Grunwald regresará. Ha tenido una noche entera para pensar, se dará cuenta, de la locura que es todo esto y regresará. Me dejará salir.

Curtis no lo creyó. Quería creerlo, pero no podía.

Necesitaba orinar desesperadamente, pero, maldita sea, no iba a mear en un rincón por mucha mierda y restos usados de papel higiénico que hubiera por todas partes. De algún modo sentía que si hacía eso —algo tan asqueroso— sería como anunciarse a sí mismo que había perdido la esperanza.

He perdido la esperanza.

Pero no la había perdido. No del todo. Cansado y dolorido como estaba, asustado y abatido, una parte de él aún no había perdido la esperanza. Y había un lado bueno: no había sentido el impulso de vomitar, y ni un solo minuto de la noche (y parecía haber sido eterna) se había flagelado el cuero cabelludo con el peine.

En cualquier caso, no tenía por qué mear en un rincón. Podía levantar la tapa del inodoro con una mano, apuntar con la otra, y dejarlo volar. No obstante, dada la nueva configuración de la cabina, tendría que mear en horizontal en lugar de en un ángulo decreciente. La punzada que sintió en la vejiga le anunció que no tendría problema alguno. Por supuesto, los dos chorritos finales probablemente caerían en el suelo, pero…

—Pero esos son los designios de la guerra —dijo, y se sorprendió a sí mismo soltando una carcajada ronca—. Y en cuanto a la tapa del retrete… y una mierda voy a sujetarla. Haré algo mejor.

Él no era Hércules, pero tanto el asiento medio abierto como los remaches que lo unían al retrete eran de plástico; el asiento y el anillo, negros; los remaches, blancos. Toda aquella maldita cabina era un armazón prefabricado de plástico barato, no hacía falta ser un gran empresario de la construcción para saber eso, y a diferencia de las paredes y la puerta, el asiento y sus sujeciones no tenían revestimiento. Pensó que podría arrancarlo con bastante facilidad, y si podía, lo haría; aunque solo fuera para quitarse de encima algo de la ira y el terror que sentía.

Curtis agarró la tapa del retrete y la levantó, aferró el anillo por debajo y empujó hacia los lados. Luego se detuvo, miró a través del agujero circular y dentro del depósito que había debajo, e intentó pillarle el sentido a lo que estaba viendo.

Parecía una fina veta de luz.

La miró con una perplejidad que lentamente fue sustituida por esperanza; no exactamente como el amanecer, sino como si se elevara de su piel sudorosa y manchada de excrementos. Al principio pensó que no era más que un poco de pintura fluorescente o una ilusión óptica. Esta última idea cobró fuerza cuando la línea de luz comenzó a desvanecerse. Un poco…, menos…, casi nada… Pero entonces, justo antes de desaparecer completamente, volvió a intensificarse; era una línea de luz tan brillante que incluso podía verla flotar detrás de los párpados cuando cerraba los ojos.

Es la luz del sol. El fondo del retrete —lo que «era» el fondo antes de que Grunwald lo volcara— ahora está encarado al este, por donde el sol se está alzando.

¿Y por qué se difuminó?

—Una nube tapó el sol —dijo, y se apartó el pelo sudado de la frente con la mano que no agarraba la tapa del retrete—. Ahora está de nuevo a la vista.

Estudió la idea por si estuviera mortalmente contaminada por una alucinación, pero no encontró ninguna. La evidencia estaba delante de sus ojos: la luz del sol brillaba a través de una fina grieta en el fondo del depósito de residuos de la cabina. O quizás solo era una raja. Si pudiera llegar ahí y ensanchar esa raja, esa brillante apertura al mundo exterior…

No cuentes con ello.

Para llegar a ella solo tendría que…

Imposible, pensó. Si estás pensando en pasar a través del agujero del asiento del retrete y retorcerte hasta el depósito de residuos —como Alicia en el País de las Maravillas de la Mierda—, piénsalo mejor. Quizá si fueras el flacucho niño que eras…, pero de ese niño hace ya treinta y cinco años.

Eso era cierto. Pero él aún era delgado —supuso que sus paseos diarios en bicicleta eran los mayores responsables de ello— y la verdad era que pensaba que podía retorcerse lo suficiente para pasar a través del agujero del asiento del retrete. Quizá no fuese tan difícil.

¿Y si tienes que retroceder?

Bueno… si podía hacer algo con aquella veta de luz, quizá no tuviera que salir por el mismo sitio por donde había entrado.

—Suponiendo que consiga meterme ahí —dijo.

De pronto, su vacío estómago se llenó de mariposas y, por primera vez desde que llegó al pintoresco Durkin Grove Village, sintió el impulso de provocarse arcadas. Podría pensar con más claridad si se metía los dedos en la garganta y…

—No —dijo con brusquedad, y con la mano izquierda tiró del anillo y de la tapa del retrete hacia los lados. Los remaches crujieron pero no se soltaron. Empleó la otra mano en la tarea. El pelo volvió a caerle sobre la frente; dio una impaciente sacudida con la cabeza para apartarlo. Tiró otra vez. El anillo y la tapa aguantaron durante un rato, pero terminaron soltándose. Uno de los dos pasadores de plástico blanco cayó al depósito de residuos. El otro, roto por la mitad, rodó por la puerta en la que Curtis estaba arrodillado.

Apartó el anillo y la tapa a un lado y miró dentro del depósito, con las manos apoyadas en el asiento de plástico. La primera bocanada de aire ponzoñoso le obligó a retroceder con una mueca. Pensaba que se había acostumbrado al olor (o que era insensible a él), pero no, al menos tan cerca de la fuente. Volvió a preguntarse cuánto tiempo hacía desde la última vez que lo habían bombeado.

Mira el lado bueno: también hace mucho tiempo desde la última vez que lo usaron.

Quizá, probablemente, pero Curtis no estaba seguro de si eso ponía las cosas un poco mejor. Aún había un montón de sustancias allí dentro… un montón de mierda flotando en lo que quedaba del agua desinfectada. Con aquella luz tan tenue era difícil estar seguro. Y luego estaba la posibilidad de tener que retroceder. Probablemente podría hacerlo —si podía ir en un sentido, casi con toda certeza podría volver—, pero era demasiado fácil imaginar qué parecería, una horrible criatura nacida de la exudación; no el hombre de barro sino el hombre de mierda.

La pregunta era: ¿tenía otra opción?

Bueno, sí. Podía quedarse ahí sentado intentando convencerse de que después de todo probablemente lo rescatarían. La caballería, como en el último rollo de una vieja película del Oeste. Pero él pensaba que había más probabilidades de que El Hijoputa volviera para asegurarse de que aún estaba… ¿cómo había dicho? Cómodo en su pequeña casita. Algo así.

Eso lo decidió. Miró el agujero del retrete, ese agujero oscuro de aroma diabólico, ese agujero oscuro con una veta de luz esperanzadora. Una esperanza tan frágil como la luz en sí misma. Hizo un cálculo. Primero su brazo derecho, luego la cabeza. El brazo izquierdo apretado contra el cuerpo hasta que se hubiera colado hasta la cintura. Después, cuando tuviera el brazo derecho libre…

Pero ¿y si no llegaba a tenerlo libre? Se vio a sí mismo atrapado, con el brazo derecho en el depósito, el izquierdo inmovilizado contra el cuerpo, la caja torácica dificultándole el paso, bloqueando el paso del aire, muriéndose como un perro, sacudiéndose en el fango que tenía justo debajo mientras se estrangulaba, y la última cosa que veía era la burlona puntada de luz brillante que le había llevado hasta allí dentro.

Se imaginó a alguien encontrando su cuerpo a medio camino del depósito del retrete con el trasero sobresaliéndole y las piernas separadas, huellas marrones de sus zapatillas estampadas en las paredes del maldito cubículo donde había dado los últimos espasmos. Pudo oír que alguien —quizá el inspector de Hacienda que era la hete noire de El Hijoputa— decía: «Santo Dios, se le debió de caer algo muy valioso para meterse ahí».

Era gracioso, pero Curtis no tenía ganas de reírse.

¿Cuánto tiempo llevaba arrodillado, mirando el interior del depósito? No lo sabía —se había dejado el reloj en el estudio, al lado del ratón de su ordenador— pero el dolor que sentía en los muslos le indicaba que bastante. Y la luz brillaba considerablemente. El sol habría sobrepasado por completo el horizonte, y muy pronto su celda se convertiría de nuevo en una sauna.

—Tienes que hacerlo —dijo, y se enjugó el sudor de las mejillas con las palmas de las manos—. Es lo único que puedes hacer.

Pero volvió a detenerse, porque se le ocurrió otra cosa.

¿Y si ahí dentro había una serpiente?

¿Y si El Hijoputa, imaginando que su enemigo brujo intentaría aquella jugada, había metido una serpiente ahí dentro? Tal vez una víbora cabeza de cobre, aletargada bajo una fría capa de desperdicios humanos… Si una víbora cabeza de cobre le mordía en un brazo, podría morir lenta y dolorosamente, con el brazo cada vez más hinchado a medida que le subiera la temperatura. El mordisco de una serpiente de coral lo mataría mucho más rápida pero también más dolorosamente: su corazón latiría, se pararía, volvería a latir, y luego, finalmente, se detendría para siempre.

Ahí dentro no hay serpientes. Insectos, quizá, pero serpientes no. Tú lo viste, lo escuchaste. Ni de lejos habría pensado en algo así. Estaba demasiado enfermo, demasiado loco.

Quizá, o quizá no. Es imposible evaluar con precisión a un loco, ¿verdad? Eran cartas imprevisibles.

—Doses y sotas, el rey de diamantes, tres sietes —dijo Curtis.

El Tao de El Hijoputa. Lo único que sabía con seguridad era que si no lo intentaba, casi con toda certeza moriría ahí dentro. Y al final, el mordisco de una serpiente resultaría una muerte mucho más rápida y misericordiosa.

—Hazlo —dijo, enjugándose una vez más las mejillas—. Hazlo.

Siempre y cuando no se quedara atascado medio dentro medio fuera del agujero. Esa sería una forma terrible de morir.

—No te vas a quedar atascado —dijo—. Mira lo grande que es. Estas cosas las fabrican para los culos de los camioneros devoradores de donuts.

Eso le hizo soltar una risita. El sonido contenía más histeria que humor. El agujero del retrete ya no parecía tan grande; ahora parecía muy pequeño. Casi diminuto. Él sabía que era el efecto de su percepción nerviosa —demonios, su percepción aterrada, su percepción muerta de miedo—, pero saber eso no le servía de mucha ayuda.

—De todas formas, hazlo —dijo—. No tienes alternativa.

Seguramente no serviría de nada…, pero dudaba de que alguien se hubiera molestado en instalar un revestimiento de metal en la parte exterior del depósito, y eso lo decidió.

—Que Dios me ayude —dijo. Era su primera plegaria desde hacía casi cuarenta años—. Dios, ayúdame a no quedarme atascado.

Introdujo el brazo derecho por el agujero, luego la cabeza (antes tomó una nueva bocanada del aire del cubículo, más limpio). Apretó el brazo izquierdo contra el cuerpo y se deslizó al interior. Su hombro izquierdo quedó atrapado, pero antes de que el pánico le embargara y se echara atrás —una parte de él comprendía que aquel era el momento crítico, el punto de no retorno—, lo hundió hacia dentro como si estuviera haciendo contorsionismo. El hombro pasó al otro lado. Luego coleó hacia el depósito hasta la cintura. Sus caderas —delgadas, pero no inexistentes— llenaron el agujero y todo se volvió oscuro como boca de lobo. La veta de luz parecía flotar burlonamente justo delante de sus ojos. Como un espejismo.

Oh, Dios, por favor, que no sea un espejismo.

El depósito tendría unos ciento veinte centímetros de profundidad, quizá un poco más. Más grande que el maletero de un coche, pero —desgraciadamente— no del tamaño de la parte trasera de una ranchera. No podía asegurarlo, pero creía que el pelo que le caía a los lados de la cara rozaba el agua desinfectada y que la parte superior de su cabeza estaba a unos centímetros de la mierda que impregnaba el fondo. Su brazo izquierdo seguía inmovilizado contra su cuerpo. Inmovilizado hasta la altura de la muñeca. No podía liberarlo. Se retorció hacia un lado y hacia el otro. El brazo no se movió de sitio. Su peor pesadilla: quedarse atrapado. Al final, se había quedado atrapado. Con la cabeza metida en una oscuridad nauseabunda.

El pánico se activó. Extendió el brazo que tenía libre; no lo pensó, lo hizo. Por un instante vio sus dedos recortados contra la escasa luz que se colaba por el fondo del depósito, que ahora apuntaba hacia el horizonte en vez de al suelo. La luz estaba allí mismo, justo delante de él. Se aferró a esa idea. Los tres primeros dedos de la mano que movía frenéticamente eran demasiado grandes para pasar por la estrecha brecha, pero consiguió introducir el meñique. Tiró hacia atrás y sintió que el borde afilado —metálico o de plástico, no podía asegurarlo— se le clavaba primero en la piel y luego la rasgaba. No le importó. Tiró con más fuerza.

Sus caderas se liberaron como el corcho de una botella al descorcharla. Su muñeca quedó libre, pero no le dio tiempo de levantar el brazo izquierdo y evitar la zambullida. Se metió de cabeza en la mierda.

Salió ahogándose y sacudiéndose, con la nariz tapada por un líquido apestoso. Tosió y escupió, consciente de que en ese momento sí estaba en un lugar muy estrecho, oh, desde luego que sí. ¿Había pensado antes que la cabina era estrecha? Ridículo. La cabina era un espacio abierto. La cabina era el Oeste americano, el interior de Australia, la Nebulosa Cabeza de Caballo. Y la había abandonado para arrastrarse hasta un útero oscuro medio lleno de mierda putrefacta.

Se secó la cara con las manos, luego las sacudió hacia los lados. Pegotes de una sustancia oscura volaron de la punta de sus dedos. Le escocían los ojos y lo veía todo borroso. Se los enjugó, primero con un brazo, luego con el otro. Tenía la nariz tapada. Se metió los meñiques en las fosas nasales (notó cómo la sangre manaba de la derecha) y las limpió lo mejor que pudo. Sacó lo suficiente para poder respirar de nuevo, pero cuando lo hizo, el hedor del depósito pareció abrirse camino por su garganta y clavarle las garras en el estómago. Tuvo arcadas, un rugido profundo.

Mantén la calma. Mantenla o no servirá de nada.

Se apoyó en el lado pringoso del depósito y tomó grandes bocanadas de aire, pero eso casi fue peor. Justo encima de él había una gran perla de luz ovalada. El agujero del retrete por el que, en su locura, se había colado. Volvió a tener arcadas. A sus oídos sonaba como un perro que, malhumorado y medio estrangulado por un collar demasiado apretado, intenta ladrar en un día caluroso.

¿Y si no puedo parar? ¿Y si no puedo parar de tener arcadas? Me dará un ataque.

Estaba demasiado abrumado y asustado para pensar, así que su cuerpo lo hizo por él. Se giró sobre las rodillas, lo cual resultó complicado —el lateral del depósito, que ahora hacía las veces de suelo, resbalaba— pero posible. Pegó la boca a la grieta del suelo del depósito y respiró a través de ella. Mientras lo hacía, recordó una historia que había escuchado o leído en clase de gramática: los indios se escondían de sus enemigos tumbándose en estanques poco profundos. Se estiraban y respiraban a través de juncos huecos. Podía hacer eso. Podía hacerlo siempre y cuando mantuviese la calma.

Cerró los ojos. Respiró, y el aire que entró por la abertura le pareció venturosamente dulce. Poco a poco, el galope de su corazón empezó a disminuir.

Puedes volver atrás. Si has ido en un sentido, puedes ir en el otro. Y volver atrás será más fácil porque ahora estás…

—Ahora estoy grasiento —dijo, y consiguió soltar una risa temblorosa…, pero el sonido sordo y cerrado de su propia voz le asustó.

Cuando sintió que había recobrado un poco el control, abrió los ojos. Se habían adaptado a la profunda oscuridad del depósito. Podía ver sus brazos cubiertos de mierda, y las enmarañadas tiras de papel higiénico que le colgaban de la mano derecha. Se las quitó y las echó a un lado. Supuso que ya se estaba acostumbrando a esas cosas. Supuso que los seres humanos podían acostumbrarse a cualquier cosa si tenían que hacerlo. Aunque ese pensamiento no le resultó particularmente reconfortante.

Miró la raja. La observó durante un tiempo intentando entender lo que veía. Era como un descosido en la costura de una prenda de vestir mal zurcida. Porque allí había una costura. Al fin y al cabo, el depósito era de plástico —un armazón de plástico—, pero no era una sola pieza; eran dos. Estaban unidas por una hilera de tornillos que brillaban con luz trémula en la oscuridad. Brillaban porque eran blancos. Curtis intentó recordar si había visto antes tornillos blancos. No. En el fondo del depósito, algunos se habían partido y habían creado aquella hendidura. Durante algún tiempo los desperdicios y las aguas residuales debían de haberse filtrado hasta el suelo.

Si el Ministerio de Medioambiente se enterara de esto… El Hijoputa también los tendría encima, pensó Curtis.

Tocó uno de los tornillos que aún seguían intactos, el que estaba justo a la izquierda de la abertura. No podía asegurarlo, pero pensó que era plástico duro y no metal. Probablemente el mismo tipo de plástico de los remaches del anillo y la tapa del retrete.

Vaya. Un armazón de dos piezas. Los depósitos se construían en alguna línea de montaje de lavabos portátiles en Defiance, Missouri, Magic City, Idaho, o —¿quién sabía?— What Cheer, Iowa. Se atornillaban con tornillos de plástico duro, formando una costura a lo largo del fondo y a los lados, como una gran sonrisa. Los tornillos se apretaban con algún tipo de destornillador especial de cañón largo, probablemente impulsado por aire, como los artefactos que suelen usar en los talleres para aflojar las tuercas de los neumáticos. ¿Y por qué ponían la cabeza de los tornillos hacia dentro? Muy sencillo. Porque así ningún bromista podía llegar con su destornillador y abrir un depósito lleno desde el exterior; claro.

Los tornillos estaban separados unos cinco centímetros entre sí, y la grieta tenía casi quince centímetros de largo. Curtis calculó que habrían saltado tres tornillos. ¿Mal material o mal diseño? ¿A quién le importaba una mierda?

—Como suele decirse —murmuró, y rió de nuevo.

Los tornillos que aún aguantaban a izquierda y derecha de la hendidura sobresalían un poco, pero no podía desatornillarlos ni arrancarlos como había hecho con la tapa del retrete. No podía hacer palanca. El primero de la derecha estaba un poco flojo; supuso que podía empezar por ahí y luego seguir con el resto. Le llevaría unas cuantas horas, y seguramente los dedos le sangrarían mientras realizaba el trabajo, pero probablemente podría conseguirlo. ¿Y qué ganaría con eso? Otros cinco centímetros de espacio por el que respirar. Nada más.

Los tornillos que había más allá de los que bordeaban la abertura parecían firmes y apretados.

Curtis no podía seguir más tiempo arrodillado; los músculos de los muslos le ardían. Se sentó contra el lateral curvado del depósito, con los antebrazos apoyados en las rodillas y las manos colgando hacia delante. Miró el brillante óvalo del agujero del retrete. Ahí estaba el mundo exterior, pensó, solo que su parte del mundo se había vuelto muy pequeña. Ahí al menos olía un poco mejor, así que supuso que cuando sus piernas recobraran un poco de fuerza podría pasar de nuevo al otro lado del agujero. Si no podía sacar nada de provecho, no se quedaría ahí dentro sentado sobre la mierda. Y eso es lo que parecía.

Una cucaracha tamaño jumbo le plantó cara y se le subió a los sucios pantalones. El le dio un manotazo y la cucaracha se escabulló.

—Eso es —dijo—, corre. ¿Por qué no te escapas por el agujero? Tú seguro que cabes. —Se apartó el pelo de delante de los ojos sabiendo que se estaría manchando la frente; no le importaba—. Bah, a ti te gusta esto. Probablemente crees que cuando mueras irás al cielo de las cucarachas.

Descansaría un momento, dejaría que sus piernas sobrecargadas se calmaran un poco, luego saldría del País de las Maravillas y regresaría a su cabina de teléfonos del mundo exterior. Solo un pequeño descanso; no se quedaría allí más tiempo del justo y necesario, eso lo tenía claro.

Curtis cerró los ojos e intentó centrarse en sí mismo.

Vio un montón de cifras desplazándose por la pantalla de un ordenador. El mercado de valores no había abierto aún en Nueva York, por lo que esas cifras debían de ser de allende los mares. Probablemente de Nikkei. La mayoría de los números eran verdes. Una buena señal.

—Metales e industriales —dijo—. Y Laboratorios Takeda… Eso es una buena compra. Cualquiera puede ver…

Encorvado contra la pared en lo que parecía casi una posición fetal, con el rostro manchado con pintura de guerra marrón, su trasero hundido en la mugre casi hasta las caderas, y las manos manchadas de porquería colgando de sus torcidas rodillas, Curtis se quedó dormido. Y soñó.

Betsy vivía y Curtis estaba en su salón. Ella yacía a su lado, en el lugar acostumbrado, entre la mesita del café y el televisor, dormitando con su última pelota medio masticada al lado de la mano. O de la pata, en el caso de Betsy.

—¡Bets! —dijo—. ¡Despierta y tráeme el palo tonto!

Ella se levantó con cierto esfuerzo —por supuesto que tuvo que esforzarse, era vieja— y, cuando lo hizo, las placas de su collar tintinearon.

Las placas tintinearon.

Las placas.

Despertó jadeando, escorado hacia la izquierda sobre el fondo grasiento del depósito de residuos, con una mano extendida, quizá para coger el mando a distancia o para tocar a su perro muerto.

Bajó el brazo hasta la rodilla. No le sorprendió descubrir que estaba llorando. Probablemente empezó antes incluso de que el sueño comenzara a desenmarañarse. Betsy estaba muerta y él estaba sentado en la mierda. Si eso no era razón suficiente para llorar, no sabía qué podría serlo.

Miró de nuevo hacia la luz ovalada que tenía ligeramente encima de él y vio que era mucho más brillante. Le resultaba difícil creer que hubiera estado durmiendo un rato largo, pero eso parecía. Al menos durante una hora. Solo Dios sabía cuánto veneno había respirado, pero…

—No hay que preocuparse, puedo afrontar el veneno del aire —dijo—. Al fin y al cabo soy un brujo.

Y, tanto si el aire era malo como si no, el sueño había sido muy dulce. Muy vivido. El tintineo de las placas…

—Joder —susurró, y se llevó rápidamente la mano al bolsillo.

Estaba terriblemente seguro de que habría perdido las llaves de la Vespa en sus revolcones y que tendría que buscarlas tanteando a su alrededor, hurgando en la mierda sin otra ayuda que la poca luz que se colaba por la hendidura y el agujero del retrete, pero las llaves continuaban en su bolsillo. También tenía las monedas, pero el dinero no le serviría de nada allí dentro, y tampoco el sujetacorbatas. Era de oro, valioso, pero era demasiado grueso para resultar útil. Las llaves de la Vespa también eran demasiado gruesas, pero en el llavero había algo más. Algo que hacía que se sintiera bien y mal cada vez que lo miraba o lo oía tintinear. Era la placa de identificación de Betsy.

Llevaba dos, pero esa era la que él le había quitado del collar antes de darle su último adiós y entregar el cuerpo al veterinario. La otra, requerida por el estado, certificaba que le habían puesto todas las vacunas. Esta era mucho más personal. Era rectangular, como una placa del ejército para perros. En ella se leía:

BETSY

SI LA ENCUENTRA, LLAME AL 941-555-1954

CURTIS JOHNSON

19 GULF BOULEVARD

TURTLE ISLAND, FLA. 34274

No era un destornillador, pero era delgada, estaba hecha de acero inoxidable, y Curtis creía que podría servir. Pronunció otra plegaria —no sabía si aquello de que no había ateos en las trincheras era cierto, pero en los agujeros llenos de mierda parecía no haber ninguno—, luego deslizó el borde de la placa de identificación de Betsy por la ranura del tornillo que estaba justo a la derecha del final de la abertura. El tornillo que parecía estar un poco flojo.

Esperaba encontrar resistencia, pero bajo el borde de la placa de identificación, el tornillo casi giró a la primera. Se llevó tal sorpresa que el llavero se le cayó de las manos y tuvo que hurgar en la mierda para recuperarlo. Volvió a introducir el borde de la placa en la cabeza del tornillo y lo giró dos veces. Quedó tan flojo que pudo desenroscar el resto con la mano. Llevó a cabo la tarea con una enorme e incrédula sonrisa en el rostro.

Antes de continuar con el tornillo de la izquierda de la abertura —una abertura que ahora tenía diez centímetros de ancho—, limpió la placa de identificación con la tela de su camisa (o la limpió lo que pudo; la camisa estaba tan asquerosa como todo en él y se le pegaba a la piel) y la besó con devoción.

—Si esto da resultado, te pondré en un marco. —Vaciló, luego añadió—: Por favor, que dé resultado, ¿de acuerdo?

Encajó el borde de la placa en la cabeza del tornillo y giró. Este estaba más apretado que el primero… pero no demasiado apretado. Y una vez que empezó a girar la placa, el tornillo salió en un santiamén.

—Jesús —susurró Curtis. Se había echado a llorar otra vez; se había convertido en un grifo que goteaba de forma regular—. ¿Voy a salir de aquí, Bets? ¿De verdad?

Se desplazó a la derecha y se ocupó del siguiente tornillo. Continuó de ese modo, derecha-izquierda, derecha-izquierda, derecha-izquierda, descansando cuando sentía que la mano se le tensaba, flexionándola y sacudiéndola hasta que la sentía de nuevo relajada. Iba a completar veinticuatro horas allí dentro; no tenía por qué darse prisa ahora. Sobre todo, no quería que se le cayera el llavero de nuevo. Suponía que podría encontrarlo, el hueco era muy pequeño, pero aun así no quería arriesgarse.

Derecha-izquierda, derecha-izquierda, derecha-izquierda.

Y lentamente, mientras la mañana pasaba y el depósito se recalentaba, haciendo el olor aún más denso y más asquerosamente intenso, la abertura en el fondo del depósito se ensanchaba. Lo estaba consiguiendo, se estaba acercando a la huida, pero se negaba a darse prisa. Era importante no apresurarse, no desbocarse como un caballo asustado. Porque podía liberarse de una puta vez, sí, pero también porque su orgullo y su autoestima —en el sentido propio de ambos— habían recibido una paliza.

Cuestiones de autoestima aparte, las carreras se ganaban despacio y con firmeza.

Derecha-izquierda, derecha-izquierda, derecha-izquierda.

Poco antes de mediodía, la costura del sucio fondo de la cabina se abombó, luego se cerró, se abombó de nuevo y volvió a cerrarse. Hubo una pausa. Después se abrió un metro de largo, y la coronilla de la cabeza de Curtis Johnson asomó al exterior. Volvió a ocultarse, y se oyeron traqueteos y arañazos mientras volvía al trabajo y sacaba más tornillos: tres de la izquierda, tres de la derecha.

La siguiente vez que la costura se abrió, la enmarañada coronilla color castaño continuó empujando hacia fuera. Se impulsó lentamente a través de la abertura, las mejillas y la boca estiradas hacia abajo como por una fuerza de gravedad terrible, se raspó una oreja y sangró. Gritó, se empujó con los pies; le aterrorizaba la posibilidad de quedarse atrapado mitad fuera mitad dentro del depósito de residuos. Aun así, a pesar del miedo, percibió la fragancia del aire: caliente y húmedo, lo mejor que había respirado jamás.

Cuando estuvo fuera hasta los hombros, se detuvo para descansar; resollaba, miraba una lata de cerveza aplastada que había entre la hierba a menos de dos metros de su cabeza sudorosa y ensangrentada. Parecía un milagro. Luego empujó otra vez, con la cabeza estirada hacia delante, gruñendo, con las venas palpitándole en el cuello. Se oyó un desgarrón cuando la abertura irregular del depósito le rasgó la camisa a lo largo de la espalda. Apenas se dio cuenta. Justo delante de él había un pequeño pino de no más de dos metros de alto. Se estiró, se agarró con una mano a la base de su delgado y enclenque tronco, y luego hizo lo propio con la otra mano. Descansó otro instante, consciente de que se había arañado los omóplatos y que sangraban, luego tiró de sí mismo hacia el árbol y empujó por última vez con los pies.

Pensó que quizá arrancaría el pino de raíz, pero no fue así. Sintió un dolor inmenso en las nalgas cuando la costura por la que estaba atravesando le rasgó los pantalones y tiró de la tela hasta los tobillos. Para salir completamente, tuvo que seguir empujando y retorciéndose hasta que por fin sus zapatillas asomaron al exterior. Y cuando finalmente sacó el pie izquierdo del depósito, le resultó casi imposible creer que había logrado escapar.

Rodó sobre su espalda, desnudo salvo por los calzoncillos (torcidos, con la cinturilla elástica rasgada en un corte limpio, mostrando unas nalgas ensangrentadas) y un calcetín blanco. Miró fijamente hacia el cielo azul, con los ojos muy abiertos. Y se puso a gritar. Gritó casi hasta quedarse afónico, y entonces se dio cuenta de lo que estaba gritando: ¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!

Veinte minutos más tarde, se puso en pie y cojeó hasta el difunto remolque de las obras asentado sobre bloques de hormigón, un gran charco de agua del chubasco del día anterior se escondía en su sombra. La puerta estaba cerrada, pero había más bloques tirados a un lado de la escalerilla de madera. Uno estaba roto en dos trozos. Curtis cogió el más pequeño y lo estrelló contra la cerradura hasta que la puerta cedió, dejando escapar una bocanada de aire caliente y viciado.

Antes de entrar, se dio la vuelta y contempló por un momento las cabinas del otro lado de la calle, donde los baches encharcados centelleaban bajo el brillante cielo azul como los fragmentos de un espejo sucio. Cinco baños, tres de pie, dos volcados de frente sobre la acequia. Él había estado a punto de morir en el del extremo izquierdo. Y aunque ahora estaba ahí de pie, vestido con unos calzoncillos andrajosos y un calcetín, manchado de mierda y sangrando por lo que le parecían cien sitios distintos, aquella idea le pareció irreal. Un mal sueño.

La oficina estaba parcialmente vacía…, o parcialmente saqueada, probablemente uno o dos días antes de que cancelaran definitivamente el proyecto. No estaba compartimentada; era una larga estancia con un escritorio, dos sillas y un sofá de saldo en la mitad delantera. En la mitad trasera había un montón de cajas de cartón repletas de papeles, una calculadora tirada en el suelo, un pequeño frigorífico sin enchufar, una radio y una silla giratoria con una nota pegada en el respaldo, SOLO PARA JIMMY, decía la nota.

También había un armario con la puerta entreabierta, pero antes de comprobar lo que había dentro, Curtis abrió el pequeño frigorífico. Dentro había cuatro botellas de agua Zephyr, una de ellas abierta y vacía en sus tres cuartas partes. Curtis cogió una de las botellas llenas y se la bebió entera. Estaba templada, pero le sabía al agua que bien podría fluir por los ríos del cielo. Cuando se la terminó, sintió un retortijón en el estómago. Corrió hasta la puerta, se aferró a la jamba y vomitó el agua a un lado de la escalerilla.

—¡Mira, mamá, no he tenido que provocarme arcadas! —gritó, con las lágrimas deslizándose por su mugrienta cara. Podría haber vomitado en el suelo del remolque vacío, pero no quería estar en la misma habitación con su propia porquería. No después de todo lo que había pasado.

De hecho, tengo la intención de no volver a vomitar jamás, pensó. De ahora en adelante me vaciaré de un modo religioso: evacuación inmaculada.

Se bebió la segunda botella más despacio, y el agua permaneció en su estómago. Mientras bebía, miró dentro del armario. Había dos pantalones sucios, y varias camisas igualmente sucias apiladas en un rincón. Supuso que en algún momento en aquella sala habría habido una lavadora secadora, donde estaban amontonadas las cajas de cartón. O quizá había otro remolque y lo habían enganchado y desplazado a otro lugar. No le importaba. Lo que le importaba era ese par de petos baratos, uno en una percha de alambre, el otro en un gancho de pared. El del gancho parecía demasiado grande, pero el otro le podía servir. Y sí, más o menos. Tuvo que darle dos vueltas al bajo; supuso que se parecía más al Granjero John después de dar de comer a los cerdos que a un vendedor de acciones de éxito, pero serviría.

Podía llamar a la policía, pero después de todo por lo que había pasado creía que tenía derecho a un poco más de satisfacción. Bastante más.

—Los brujos no llaman a la policía —dijo—. Y menos nosotros, los gays.

La scooter seguía allí fuera, pero aún no tenía intención de regresar. Por una razón: demasiada gente vería al hombre-fango montado en la Vespa Granturismo roja. No creía que alguien fuera a llamar a la policía… pero se reirían. Curtis quería pasar inadvertido, y no quería que nadie se riese de él. Ni siquiera a su espalda.

Además, estaba cansado. Más de lo que lo había estado en toda su vida.

Se echó en el sofá de saldo y se colocó un cojín debajo de la cabeza. Había dejado la puerta del tráiler abierta y entraba un poco de brisa que acariciaba su sucia piel con dedos deliciosos. Solo llevaba puesto el peto. Antes de ponérselo se había quitado los calzoncillos sucios y el calcetín que le quedaba.

No soy capaz de olerme a mí mismo, pensó. ¿No es sorprendente?

Luego se quedó profunda y completamente dormido. Soñó que Betsy le traía el palo tonto; las placas de identificación tintineaban. Le cogió el mando a distancia del hocico, y cuando lo apuntó hacia el televisor, vio a El Hijoputa asomado a la ventana.

Curtis se despertó cuatro horas más tarde, empapado en sudor, entumecido y escocido por todas partes. Fuera, un trueno retumbó mientras la tormenta de la tarde se aproximaba, justo a su hora. Caminó hasta las improvisadas escalerillas del remolque como un anciano con artritis. Se sentía como un anciano con artritis. Luego se sentó y miró alternativamente al cielo cada vez más oscuro y a la cabina de la que había escapado.

Cuando empezó a llover, se quitó el peto, lo lanzó al interior del remolque para que se mantuviera seco, y se quedó allí de pie bajo la lluvia, desnudo, con el rostro levantado hacia el cielo, sonriendo. Esa sonrisa no se desvaneció ni siquiera cuando un rayo cayó ahorquillado al otro lado de Durkin Grove Village, lo bastante cerca como para llenar el aire con el olor penetrante del ozono. Se sentía perfecta, deliciosamente a salvo.

La fría lluvia lo dejó relativamente limpio, y cuando empezó a amainar, Curtis regresó despacio al interior del remolque. Cuando estuvo seco, se puso de nuevo el peto. Y cuando los últimos rayos de sol se abrieron paso entre las deshilachadas nubes, caminó muy despacio por la colina hasta llegar al lugar donde había aparcado la Vespa. Llevaba la llave en la mano derecha, con la maltrecha placa de identificación de Betsy apretada entre los dos primeros dedos.

La Vespa no solía quedarse a la intemperie cuando llovía, pero era un buen potrillo y arrancó al segundo intento, emitiendo su habitual y constante ronroneo. Curtis se montó en la moto, descalzo y sin casco, como un espíritu despreocupado. Condujo de vuelta a Turtle Island con el aire alborotándole el sucio pelo y ondeando la tela del peto alrededor de sus piernas. Se cruzó con unos cuantos coches, y llegó a la carretera principal sin ningún problema.

Pensó que no le vendrían mal un par de aspirinas antes de ir a ver a Grunwald, pero por lo demás, nunca en su vida se había sentido tan bien.

A las siete en punto, el chaparrón de la tarde era solo un recuerdo. Los veraneantes en Turtle Island se reunirían en la playa una hora más tarde, más o menos, para ver el habitual espectáculo del final del día, y Grunwald esperaba contarse entre ellos. Pero en esos momentos, sin embargo, estaba metido en el jacuzzi que había instalado en el patio, tenía los ojos cerrados y un gin tonic poco cargado al alcance de la mano. Se había tomado un Percocet antes de meterse en el jacuzzi, pues sabía que le sería de gran ayuda cuando tuviera que caminar hasta la playa, pero aun así la sensación de satisfacción casi soñadora persistía. Apenas necesitaba los analgésicos. Eso cambiaría, por supuesto, pero de momento no se había sentido tan bien durante años. Sí, iba a enfrentarse a la ruina económica, pero había escondido en un calcetín el dinero suficiente para poder vivir cómodamente durante el tiempo que le quedaba. Y, lo más importante, se había ocupado del maricón responsable de toda su miseria.

Ding-dong, el brujo embrujado estaba muer…

—Hola, Grunwald. Hola, hijoputa.

Grunwald abrió los ojos de golpe. Una sombra oscura se interponía entre él y el sol del oeste; parecía que la habían recortado en un papel oscuro. O en un crespón negro. Se parecía a Johnson, pero desde luego eso no podía ser; Johnson estaba encerrado en el aseo volcado, Johnson estaba encerrado en el cagadero, muriéndose o ya muerto. Además, un petimetre tan exquisito como Johnson jamás regresaría del mundo de los muertos vestido como un extra de ese antiguo programa de televisión Hee-Haw. Era un sueño, tenía que serlo. Pero…

—¿Estás despierto? Bien. Quiero que estés despierto para esto.

—Johnson… —dijo en un susurro. Fue todo lo que pudo articular—: No eres tú, ¿verdad?

Pero entonces la figura se movió un poco —lo justo para que los últimos rayos de sol le iluminaran la cara arañada— y Grunwald vio que sí era él. ¿Y qué llevaba en la mano?

Curtis vio qué estaba mirando El Hijoputa y consideró la idea de girarse un poco más para que el sol lo iluminase. Grunwald comprendió que era un secador de pelo. Era un secador de pelo, y él estaba metido con el agua hasta el pecho en un jacuzzi.

Se agarró a un lateral con la intención de salir de la piscina, pero Johnson le pisó la mano. Grunwald gritó y dio un tirón. Johnson iba descalzo, pero le había golpeado bastante fuerte con el talón.

—Me gusta que estés ahí —dijo Curtis, sonriendo—. Estoy seguro de que tú pensaste lo mismo de mí, pero me he escapado, ¿eh? Y además te he traído un regalo. He pasado por casa para recogerlo. Que eso no te lleve a rechazarlo, lo he usado muy poco, y toda la suciedad gay ha volado mientras venía aquí. De hecho he cruzado por tu patio. Qué casualidad que tuvieras desconectada esa estúpida verja con la que asesinaste a mi perro. Y aquí estás.

Y entonces dejó caer el secador de pelo en el jacuzzi.

Grunwald gritó e intentó cogerlo en el aire, pero no lo logró. El secador cayó al agua, luego se hundió. Una de las depuradoras lo hizo girar una y otra vez en el fondo. Rozó una de las piernas esqueléticas de Grunwald, y este lo apartó con fuerza, chillando, seguro de que se estaba electrocutando.

—Cálmate —dijo Johnson. Seguía sonriendo. Se desabrochó uno de los tirantes del peto, luego el otro. El peto se le deslizó hasta los tobillos. Debajo estaba desnudo, con ligeros manchurrones de suciedad en los brazos y los muslos. Tenía un asqueroso coágulo marrón de algo en el ombligo—. No está enchufado. Ni siquiera sé si este viejo secador de pelo funcionaría si lo tirara enchufado en el jacuzzi. Aunque admito que si tuviera una alargadera habría hecho el experimento.

—Apártate de mí —exclamó Grunwald.

—No —dijo Johnson—. Creo que no. —Sonriendo, siempre sonriendo.

Grunwald se preguntó si aquel hombre se había vuelto loco. El se habría vuelto loco en las circunstancias en las que había dejado a Johnson. ¿Cómo había podido escapar? ¿Cómo, por el amor de Dios?

—La lluvia de esta tarde me ha limpiado casi toda la mierda, pero aún estoy bastante sucio. Ya lo ves.

Johnson descubrió la desagradable postilla que tenía en el ombligo, lo convirtió en una bolita con los dedos, y lo lanzó al jacuzzi como si fuera un moco.

Aterrizó en la mejilla de Grunwald. Marrón y maloliente. Empezó a deslizarse. Querido Dios, era mierda. Grunwald volvió a gritar, esta vez de asco.

—Tira y marca —dijo Johnson, sonriendo—. No es muy agradable, ¿verdad? Y aunque yo ya no lo huelo, estoy harto de verlo. Así que sé un buen vecino y comparte tu jacuzzi.

—¡No! ¡No, no puedes…!

—¡Gracias! —dijo Johnson, sonriendo, y saltó adentro. Salpicó bastante agua. Grunwald percibió el olor. Apestaba.

Grunwald se retiró al otro lado del jacuzzi, sus flacos muslos brillaban blancos sobre el agua burbujeante, el bronceado de sus pantorrillas igualmente flacas parecía medias de nailon. Extendió un brazo por el borde del jacuzzi. Entonces Johnson le rodeó el cuello con un brazo herido pero terriblemente fuerte y lo devolvió al agua.

—No, no, no, no, ¡no! —dijo Johnson, sonriendo. Atrajo a Grunwald hacia él. Pequeñas motas negras y marrones danzaban por la superficie del agua burbujeante—. Nosotros, los gays, casi nunca nos bañamos solos. Seguro que te enteraste de eso en tus búsquedas por internet. ¿Y los brujos gays? ¡Jamás!

—¡Déjame ir!

—Quizá. —Johnson lo apretó más contra él, en una intimidad horrible, apestando aún al hedor de la cabina—. Pero primero creo que necesitas hacerle una visita al ducking stool. Una especie de bautismo. Limpiar tus pecados.

La sonrisa se convirtió en una mueca, la mueca en un rictus de desprecio. Grunwald comprendió que iba a morir. No en su cama, en un futuro neblinoso y medicado, sino ahí mismo. Johnson iba a ahogarlo en su propio jacuzzi, y lo último que vería serían las pequeñas partículas de suciedad que flotaban en un agua que antes estaba limpia.

Curtis agarró a Grunwald por sus desnudos y escuálidos hombros y lo hundió. Grunwald forcejeó, sus piernas daban patadas, su pelo escaso flotaba en el agua, pequeñas burbujas de plata salían de los agujeros de su nariz picuda. El impulso de mantenerlo ahí debajo era muy fuerte… y Curtis podría haberlo hecho porque era fuerte. Hace mucho tiempo, Grunwald podría haberlo tumbado con una mano atada a la espalda a pesar de los años que se llevaban, pero aquella época había pasado. Ahora era un Hijoputa enfermo. Así que Curtis lo soltó.

Grunwald sacó la cabeza a la superficie, tosiendo y asfixiado.

—¡Tienes razón! —gritó Curtis—. Este trasto va bien para los males y los dolores. Pero a mí nunca me han interesado, ¿y a ti? ¿Quieres que te hunda otra vez? La inmersión es buena para el alma, todas las religiones lo dicen.

Grunwald sacudió la cabeza con furia. Gotas de agua volaron de su fino cabello y sus cejas pobladas.

—Entonces, quédate ahí —dijo Curtis—. Quédate ahí y escucha. Y no creo que necesitemos esto, ¿no?

Hurgó bajo la pierna de Grunwald —este hizo un movimiento brusco y soltó un gritito— y sacó el secador de pelo. Curtis lo arrojó por encima de su hombro. El secador se coló debajo de una silla del patio de Grunwald.

—Dentro de poco me habré marchado —dijo Curtis—. Volveré a mi casa. Tú puedes irte y mirar la puesta de sol si todavía quieres hacerlo. ¿Quieres?

Grunwald sacudió la cabeza.

—¿No? No lo creo. Pero creo que tu última buena puesta de sol ya ha pasado, vecino. De hecho, pienso que este ha sido tu último día bueno, y esa es la razón por la que voy a permitirte vivir. ¿Y quieres saber cuál es la ironía? Si me hubieras dejado en paz, habrías conseguido exactamente lo que querías. Porque yo ya estaba encerrado en un cagadero y ni siquiera lo sabía. ¿No es gracioso?

Grunwald no dijo nada, solo lo miró con ojos aterrorizados. Sus ojos enfermos y aterrorizados. Si el recuerdo de la cabina no fuera todavía tan vivido, Curtis casi habría sentido pena por él. La tapa del retrete levantada como una boca. El zurullo aterrizando en su regazo como un pescado muerto.

—Contesta o te ganarás otra inmersión bautismal.

—Es gracioso —replicó Grunwald. Y luego empezó a toser.

Curtis esperó hasta que paró de toser. Ya no sonreía.

—Sí, lo es —dijo—. Es gracioso. Si lo ves desde la perspectiva correcta, todo es muy gracioso. Y creo que yo lo veo así.

Se dio impulso y salió del jacuzzi, consciente de que se movía con una ligereza que El Hijoputa jamás podría igualar. Había un armario bajo el voladizo del porche. Dentro había toallas. Curtis cogió una y empezó a secarse.

—Así están las cosas. Puedes llamar a la policía y decirles que intenté ahogarte en tu jacuzzi, pero si lo haces, todo lo demás saldrá a la luz. Te pasarás lo que te queda de vida defendiéndote de unos cargos criminales como te defiendes de tus otros males. Pero si lo dejas pasar, será como empezar de nuevo. El cronómetro se pondrá a cero. Solo que (y esta es la clave) yo veré cómo te pudres. Llegará un día en que olerás exactamente igual que ese cagadero en el que me encerraste. La gente te olerá y pensará que hueles así; tú te olerás y pensarás que hueles así.

—Antes me suicidaré —gruñó Grunwald.

Curtis se estaba poniendo el peto de nuevo. Había decidido que le gustaba. Podría ser la prenda ideal para llevar mientras observaba el valor de las acciones en el ordenador de su pequeño y acogedor estudio. Podría acercarse a Target y comprar media docena de pantalones de peto. El nuevo Curtis Johnson, sin tendencias compulsivas: un tipo de hombre que usa pantalones de peto.

Estaba abrochándose el segundo tirante del hombro cuando se detuvo.

—Puedes hacerlo. Tienes esa pistola, la… (¿cómo la llamaste?) la Hardballer. —Se abrochó el tirante, luego se inclinó hacia Grunwald, que lo miraba con temor mientras seguía adobándose en el agua del jacuzzi—. Además, sería comprensible. Puede que incluso tengas el coraje, aunque cuando llegue el momento… seguramente te faltarán agallas. En cualquier caso, esperaré oír el disparo con gran expectación.

Dejó a Grunwald solo, pero no se fue por donde había llegado. Dio un rodeo hasta la carretera. Con solo girar a la izquierda habría llegado hasta su casa, pero giró a la derecha, hacia la playa. Por primera vez desde la muerte de Betsy, le entraron ganas de ver la puesta de sol.

Dos días más tarde, mientras estaba sentado frente a su ordenador (analizando los números de la General Electric con especial interés), Curtis oyó una sonora detonación procedente de la casa de al lado. No tenía la música encendida, y el sonido se deslizó por el aire húmedo y casi de julio con perfecta claridad. Permaneció sentado donde estaba, con la cabeza erguida, escuchando. Aunque no habría una segunda detonación.

Los brujos sabemos de qué va toda esta mierda, pensó.

La señora Wilson entró corriendo; llevaba un trapo de cocina en la mano.

—¡Eso parecía un disparo!

—Probablemente haya sido un petardo —respondió con una sonrisa.

Había sonreído mucho desde su última aventura en Durkin Grove Village. Pensó que no era la misma clase de sonrisa que había lucido durante la Era Betsy, pero cualquier sonrisa era mejor que ninguna. ¿Acaso no era eso verdad?

La señora Wilson lo miraba con reservas.

—Bueno… supongo que sí. —Se giró para salir de la habitación.

—Señora Wilson…

Ella volvió a darse la vuelta.

—¿Se marcharía si trajera a casa otro perro? ¿Un cachorro?

—¿Yo, marcharme por un cachorro? Hace falta mucho más que un cachorro para que me vaya de aquí.

—Lo muerden todo, ya sabe. Y no siempre…

Se detuvo un instante, vio el oscuro y asqueroso paisaje de un depósito de residuos. El averno.

Mientras tanto, la señora Wilson lo miraba con curiosidad.

—No siempre usan el cuarto de baño —finalizó Curtis.

—Una vez que les enseñas, normalmente van a donde deben —dijo ella—. Especialmente en un clima cálido como este. Y usted necesita compañía, señor Johnson. A decir verdad… he estado un poco preocupada por usted.

Él asintió.

—Sí, diría que he estado en la mierda. —Se rió, vio que ella lo miraba con extrañeza, y paró de reír—. Discúlpeme.

Ella agitó el trapo de cocina en señal de que lo disculpaba.

—Esta vez no será de pura raza. Había pensado en el Refugio de Animales de Venice. Alguno que hayan abandonado. Lo que llaman un perro recogido.

—Eso estaría muy bien —dijo ella—. Estoy deseando verlo corretear.

—Bien.

—¿De verdad cree que eso ha sido un petardo?

Curtis se reclinó en la silla y fingió que lo reconsideraba.

—Probablemente…, pero ya sabe que el señor Grunwald, de la casa de al lado, ha estado muy enfermo —redujo la voz a un susurro de comprensión—: Cáncer.

—Oh, cielos —dijo la señora Wilson.

Curtis asintió.

—¿Cree que él…?

El recuento de números de la pantalla del ordenador se fundió con el salvapantallas: fotos aéreas y escenas de la playa, todas de Turtle Island. Curtis se levantó, se acercó a la señora Wilson, y cogió el trapo que llevaba en la mano.

—No, la verdad es que no, pero podríamos ir a comprobarlo. Al fin y al cabo, ¿para qué están los vecinos?