Un día de 1972 llegué a casa del trabajo y me encontré a mi mujer sentada a la mesa de la cocina con unas tijeras de podar delante. Sonreía, lo que indicaba que no era tan grave; por otro lado, dijo que quería mi cartera. Eso ya no sonaba tan bien.
Sin embargo, se la entregué. Rebuscó mi tarjeta de crédito Texaco para la gasolina —en aquella época esas cosas se enviaban siempre a los matrimonios jóvenes— y la cortó en tres grandes pedazos. Cuando objeté que la tarjeta nos había sido muy útil y que a final de mes siempre pagábamos lo mínimo (a veces más), ella se limitó a negar con la cabeza y me dijo que los gastos por intereses superaban lo que nuestra frágil economía podía soportar.
—Más vale que evitemos la tentación —dijo—. Yo ya he cortado la mía.
Y eso fue todo. Ninguno de los dos tuvimos una tarjeta de crédito durante los siguientes dos años.
Ella tenía razón, fue inteligente al hacerlo, porque en aquel momento ambos teníamos poco más de veinte años y dos niños a los que cuidar; económicamente estábamos casi con el agua al cuello. Yo enseñaba inglés en un instituto y trabajaba en una lavandería industrial durante el verano, lavando sábanas de motel y conduciendo ocasionalmente el camión de reparto entre esos mismos moteles. Tabby cuidaba de los niños durante el día, escribía poemas mientras dormían la siesta y hacía un turno completo en el Dunkin’ Donuts después de que yo llegara a casa del instituto. En conjunto, nuestros ingresos eran suficientes para pagar el alquiler, comprar comida y disponer de pañales para nuestro hijo pequeño, pero no daban para mantener una línea de teléfono; así que dejamos que corriera la misma suerte que la tarjeta Texaco. Hacer una llamada de larga distancia era demasiada tentación. Teníamos bastante para comprar libros de vez en cuando —ninguno de los dos podíamos vivir sin ellos— y costearme mis malos hábitos (cerveza y tabaco), pero para muy poco más. Ciertamente, el dinero no llegaba para cubrir los gastos financieros por el privilegio de tener aquel útil pero a fin de cuentas peligroso rectángulo de plástico.
Por lo general, los ingresos extra se iban en las reparaciones del coche, las facturas del médico, o en lo que Tabby y yo llamábamos «mierdas para niños»: juguetes, un parque infantil de segunda mano y unos cuantos libros enloquecedores de Richard Scarry. A menudo esos pequeños ingresos procedían de los relatos que podía vender a revistas para hombres como Cavalier, Dude y Adam. En aquella época, eso no era dedicarse a la literatura, y cualquier tipo de discusión sobre el «valor duradero» de mi ficción habría sido tan lujoso como aquella tarjeta Texaco. Los relatos, cuando se vendían (no siempre era así), eran sencillamente un puñado de dinero muy bienvenido. Yo los veía como una serie de piñatas a las que golpeaba, no con un palo sino con la imaginación. A veces se rompían y dejaban caer unos pocos cientos de dólares. Otras veces no.
Por suerte para mí —y créeme cuando te digo que en más de un sentido he tenido muchísima suerte en la vida—, mi trabajo era también mi placer. Me mataba a trabajar en la mayoría de aquellas historias, y me lo pasaba en grande. Llegaban una detrás de otra, como los éxitos de la emisora AM de música rock que siempre sintonizaba en el estudio-lavandería donde las escribía.
Las escribía rápida e intensamente, sin apenas volver atrás después de la segunda revisión, y nunca se me pasó por la cabeza preguntarme de dónde venían, ni en qué se diferenciaba la estructura de un buen relato de la de una novela, ni cómo se gestionan cosas como el desarrollo de los personajes, el argumento y el marco temporal. Progresaba completamente por intuición; no me basaba más que en la perspicacia y en la confianza que un niño tiene en sí mismo. Lo único que me importaba era que los relatos saliesen. Aquello era cuanto tenía que preocuparme. Desde luego, nunca se me ocurrió pensar que escribir relatos era un arte frágil, un arte que puede olvidarse si no se ejerce casi constantemente. Por aquel entonces no me parecía frágil. La mayoría de esas historias me parecían bulldozers.
Muchos de los autores de best sellers de Estados Unidos no escriben relatos. Dudo que sea a causa del dinero; los escritores que han obtenido grandes beneficios económicos con sus libros no necesitan pensar en eso. Podría ser que cuando el mundo de un novelista a jornada completa se limita por debajo de, digamos, las veintisiete mil palabras, una especie de claustrofobia creativa se apodera de él. O quizá es solo que el don de la miniaturización se pierde en el camino. En la vida hay muchas cosas que son como montar en bicicleta, pero escribir relatos no es una de ellas. Uno puede olvidar cómo se hace.
A finales de los ochenta y durante los noventa escribí menos relatos, y los que escribía eran cada vez más largos (este libro incluye un par de esos relatos tan largos). Eso estaba bien. Pero también había relatos que no estaba escribiendo porque tenía alguna novela que terminar, y eso ya no estaba tan bien. Sentía esas ideas en la parte de atrás de la cabeza implorando que las escribiera. Finalmente escribí algunas; otras, me entristece decirlo, murieron y se convirtieron en polvo.
Lo peor de todo es que había historias que no sabía cómo escribirlas, y eso era desconcertante. Sabía que podía haberlas escrito en ese estudio-lavandería, en la pequeña Olivetti portátil de Tabby, pero siendo un hombre mucho mayor, incluso con mi estilo más perfeccionado y con herramientas mucho más caras —como el Macintosh en el que estoy escribiendo esta noche, por ejemplo—, aquellas historias me eludían. Recuerdo que eché a perder una de ellas y que pensé en un viejo forjador de espadas mirando impotente una fina hoja de Toledo y diciéndose: «Antes sabía cómo se hacía esto».
Entonces, un día, hace tres o cuatro años, recibí una carta de Katrina Kenison, que editaba la serie anual Best American Short Stories (desde entonces la sucedió Heidi Pitlor, a quien va dedicado este libro que tienes en las manos). La señorita Kenison me preguntó si estaría interesado en editar el volumen de 2006. No necesitaba consultarlo con la almohada, ni siquiera meditarlo durante un largo paseo vespertino. Acepté inmediatamente. Por todo tipo de razones, algunas incluso altruistas, aunque en realidad sería un perverso embustero si no admitiera mi interés en formar parte del proyecto. Pensaba que si leía suficientes relatos, si me sumergía en la mejor literatura estadounidense que las revistas ofrecían, quizá podría recuperar algo de esa habilidad aletargada. No porque necesitara esos talones —módicos pero muy bien recibidos cuando estás empezando— para comprar un nuevo silenciador para un coche usado o un regalo de cumpleaños para mi esposa, sino porque perder la habilidad de escribir relatos cortos por tener una cartera sobrecargada de tarjetas de crédito no me parecía un intercambio justo.
Durante aquel año como editor invitado leí cientos de historias, pero no voy a hablar de eso aquí; si estás interesado, compra el libro y lee la introducción (también tendrás el placer de descubrir veinte relatos estupendos que no se te meterán en el ojo como un palo afilado). Lo importante, por cuanto afecta a los relatos que vienen a continuación, es que con todos ellos volví a entusiasmarme, empecé otra vez a escribir relatos a la vieja usanza. La primera de estas «nuevas» historias fue «Willa», que es también la primera en este libro.
¿Son buenos estos relatos? Eso espero. ¿Te ayudarán a soportar un aburrido vuelo en avión (si estás leyéndolos) o un largo viaje en coche (si los estás escuchando en un CD)? Realmente lo espero, porque cuando eso sucede es como un hechizo mágico.
Me encantó escribirlos, eso lo sé. Y también sé que espero que te guste leerlos. Espero que te lleven lejos. Y mientras continúe sabiendo cómo se hace, seguiré intentándolo.
Ah, otra cosa más. Sé que a algunos lectores les gusta saber algo acerca de cómo o por qué se escriben ciertas historias. Si eres una de esas personas, encontrarás mis «notas» al final. Pero debería darte vergüenza leerlas antes de leer los relatos.
Y ahora, permíteme que me aparte de tu camino. Pero antes de irme quiero agradecerte que hayas venido. ¿Seguiría haciendo lo que hago si tú no estuvieras aquí? Sí, en realidad sí. Porque soy feliz cuando las palabras se juntan y aparece una imagen, cuando la gente ficticia hace cosas que me sorprenden. Pero es mejor contigo, Lector Constante.
Siempre es mejor contigo.
Sarasota, Florida,
25 de febrero de 2008