Correr rápido era lo único que le servía
Después de morir el bebé, Emily se decidió a hacer footing. Al principio solo bajaba hasta el final del camino de entrada, donde terminaba doblada hacia delante con las manos apoyadas en las piernas, justo por encima de las rodillas; luego consiguió llegar hasta el final de la manzana; y más tarde ya recorría todo el camino hasta el Qwik-Pik de Kozy que había al pie de la colina. Allí compraba pan o margarina, quizá una pasta, si no se le ocurría nada más. Al principio regresaba caminando, pero más tarde también cubría ese trayecto corriendo. Por último dejó los bollos. Sorprendentemente, le costó mucho. No se había dado cuenta de que el azúcar le calmaba el dolor muscular. Ni tampoco que los bollos se habían convertido en una manía. En cualquier caso, las pastas tuvieron que acabarse. Y así fue. Bastaba con salir a correr. Henry decía que «correr» era su manía, y ella suponía que tenía razón.
—¿Qué ha dicho la doctora Steiner sobre eso? —preguntó Henry.
—La doctora Steiner dice que correr adelgaza, y además libera endorfinas. —Ni siquiera le había mencionado las carreras a Susan Steiner, a quien no veía desde el funeral de Amy—. Dice que si quieres te lo escribirá en una receta.
Emily siempre había podido mentirle a Henry. Incluso después de morir Amy. Podemos tener otro, había dicho ella, sentada a su lado en la cama mientras él yacía con las piernas cruzadas y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Aquello lo calmó, y eso estaba bien, pero nunca habría otro bebé, no se arriesgaría a encontrarse de nuevo a un infante gris e inmóvil en la cuna. Nunca más pasaría por la inútil reanimación cardiopulmonar ni por la estridente llamada al 911 en la que la operadora le decía Baje la voz, señora, no puedo entenderla. Pero no había ninguna necesidad de que Henry supiera eso, y ella estaba dispuesta a consolarle; al menos al principio. Ella creía que el consuelo, y no el dinero, era el sustento de la vida. Tal vez al final quizá podría encontrar un poco para ella. Entretanto, había tenido un bebé imperfecto. Eso era lo esencial. No se arriesgaría con otro.
Entonces empezó a sufrir jaquecas. Realmente cegadoras. Así que terminó por ir al médico, pero en lugar de visitar a Susan Steiner acudió al doctor Méndez, su médico de cabecera. Este le recetó algo llamado Zomig. Había cogido el autobús hasta el ambulatorio donde Méndez pasaba consulta, y luego corrió a la farmacia para comprar el medicamento. Después de eso regresó a casa corriendo —eran tres kilómetros— y cuando por fin llegó, se sentía como si le hubieran clavado un tenedor de acero en uno de los costados, entre la parte superior de las costillas y la axila. Pero no le preocupaba. Ese era un tipo de dolor que acabaría desapareciendo. Además, estaba exhausta y le pareció que podría dormir durante bastante rato.
Lo hizo… durante toda la tarde. En la misma cama donde Amy había sido concebida y Henry había llorado. Al despertar, pudo ver círculos fantasmales flotando en el aire, señal inequívoca de que iba a sufrir una de las Famosas Jaquecas de Em, como a ella le gustaba llamarlas. Se tomó una de sus nuevas pastillas y, para su sorpresa —casi conmoción—, el dolor de cabeza retrocedió y se escabulló. Primero al fondo de su cabeza; después desapareció por completo. Pensó que debería haber una pastilla como aquella para después de la muerte de un hijo.
Pensaba que necesitaba explorar los límites de su resistencia, y sospechaba que aquella exploración sería larga. No muy lejos de casa había un colegio mayor con una pista de atletismo. Comenzó a acudir allí por la mañana temprano, justo después de que Henry se fuera a trabajar. Henry no entendía que ella corriese. Vale que hiciera footing, muchas mujeres lo hacían. Para rebajar esos dos kilos de más del trasero, o reducir esos cinco centímetros de más en la cintura. Pero a Em no le sobraban dos kilos y, además, no le bastaba con hacer footing. Tenía que correr, y rápido. Correr rápido era lo único que le servía.
Aparcaba al lado de la pista y corría hasta que no podía más, hasta que el sudor le teñía de negro la sudadera sin mangas de la FSU[2] por delante y por detrás, hasta que arrastraba los pies y a veces vomitaba por el agotamiento.
Henry lo descubrió. Alguien la vio allí, corriendo sola a las ocho de la mañana, y se lo contó. Discutieron sobre ello. La discusión creció hasta convertirse en la pelea de un matrimonio que agoniza.
—Es un hobby —dijo ella.
—Jodi Anderson me dijo que corres hasta desfallecer. Le preocupó que pudieras sufrir un ataque al corazón. Eso no es un hobby, Em. Ni siquiera es una manía. Es una obsesión.
Y la miró con reproche. Pasó un ratito antes de que ella agarrase un libro y se lo tirase a la cabeza, pero aquello había sido el verdadero detonante. Aquella mirada de reproche. Ya no podía soportarlo. Cuando ponía aquella cara tan larga era como tener una oveja en casa. Me casé con una oveja Dorset gris, pensó, y ahora se pasa todo el día bee-bee-bee.
Pero una vez más intentó ser razonable en algo que dentro de su corazón sabía que en esencia no era razonable. Había pensamientos mágicos; había también actividades mágicas. Correr, por ejemplo.
—Los atletas de maratón corren hasta que desfallecen —dijo ella.
—¿Estás pensando en correr una maratón?
—Quizá.
Pero apartó la vista. Miró por la ventana hacia el camino de entrada. El camino de entrada la llamaba. El camino de entrada conducía a la acera, y la acera conducía al mundo.
—No —dijo él—. No vas a correr una maratón. No tienes planes de correr ninguna maratón.
Comprendió, con esa sensación de brillante revelación que suele traer la obviedad, que aquella era la esencia de Henry, la puñetera apoteosis de Henry. Durante los seis años de su matrimonio, él siempre había sabido lo que ella estaba pensando, sintiendo, planeando.
Te consolé, pensó; no estaba furiosa pero empezaba a estarlo. Yacías sobre la cama, llorando, y te consolé.
—Correr es una clásica respuesta psicológica hacia el dolor —estaba diciendo Henry en ese mismo tono serio—. A eso se le llama negación, Pero, cariño, si no afrontas el dolor, nunca podrás…
Fue entonces cuando ella agarró el objeto que tenía más a mano, que resultó ser un ejemplar de bolsillo de Hija de la memoria. Era un libro que ella había intentado leer y había desistido, pero Henry, a juzgar por el marcapáginas, había leído tres cuartas partes. Incluso tiene los mismos gustos en lectura que una oveja gris, pensó, y se lo arrojó. Le golpeó en el hombro. Él la miró con los ojos muy abiertos, atónito, luego intentó agarrarla. Probablemente solo para abrazarla, pero ¿quién sabía? ¿Quién sabía nada en realidad?
Si hubiera intentado agarrarla un momento antes, tal vez la habría cogido por el brazo o por la muñeca, o quizá solo por la parte de atrás de la camiseta. Pero aquel momento de sorpresa se lo impidió. Se le escapó, y ella ya estaba corriendo; solo disminuyó la velocidad para recoger su riñonera de encima de la mesa que había enfrente de la puerta. Recorrió el camino de entrada hasta la acera. Luego bajó la colina, donde durante una época muy breve había empujado un cochecito junto a otras madres que ahora la rechazaban. En ese momento no tuvo intención de detenerse, ni siquiera de disminuir el ritmo. Vestida con pantalones cortos, zapatillas y una camiseta en la que decía APOYA A LAS ANIMADORAS, Emily huyó hacia el mundo. Se colocó la riñonera alrededor de la cintura y aseguró el cierre mientras corría a toda pastilla por la colina. ¿Y qué sentía?
Euforia. Puro gozo.
Se dirigió al centro de la ciudad (tres kilómetros, veintidós minutos), y ni siquiera se detuvo en los semáforos en rojo; cuando eso ocurría, trotaba en el mismo sitio sin avanzar. Un par de chicos que iban en un Mustang descapotable —hacía un tiempo espléndido— la adelantaron en el cruce de Main con Eastern. Uno de ellos le silbó. Em alzó el dedo corazón. El se rió y le aplaudió mientras el Mustang aceleraba por Main.
No llevaba mucho dinero en efectivo, pero llevaba un par de tarjetas de crédito. La American Express era la mejor, porque con ella podía obtener cheques de viaje.
Comprendió que no iba a regresar a casa, al menos durante un tiempo. Y cuando aquella certeza le produjo una sensación de alivio —quizá incluso una emoción fugitiva— en lugar de tristeza, supuso que aquello no sería algo temporal.
Entró en el Hotel Morris para hacer una llamada de teléfono, pero, sin pensarlo dos veces, decidió reservar una habitación. ¿Tenían algo solo para una noche? Sí, lo tenían. Le entregó al recepcionista su tarjeta AmEx.
—No parece que necesite un botones —dijo el recepcionista, mirándole la camiseta y los pantalones cortos.
—Salí muy deprisa.
—Entiendo. —Su voz indicaba que no entendía nada. Recogió la llave que él deslizó sobre el mostrador y cruzó a toda prisa el vestíbulo hacia los ascensores reprimiendo la urgencia de echar a correr.
Parece como si estuvieras llorando
Quería comprar algo de ropa —un par de faldas, un par de camisas, dos tejanos y dos pantalones cortos—, pero antes de ir de tiendas tenía que hacer algunas llamadas: una a Henry y otra a su padre, que residía en Tallahassee. Decidió que sería mejor llamarlo a él primero. No se acordaba del número de la oficina del parque de vehículos, pero sí del de su móvil. Respondió al primer tono. Podía oír el ruido de motores al fondo. —¡Em! ¿Cómo estás?
Tendría que haberle resultado una pregunta compleja, pero no lo fue.
—Estoy bien, papá. Pero estoy en el Hotel Morris. Creo que he dejado a Henry.
—¿Para siempre o solo se trata de una especie de prueba?
No parecía sorprendido —siempre se tomaba las cosas con calma; a ella le encantaba eso de él—, pero el ruido de los motores disminuyó y luego cesó. Se imaginó a su padre dirigiéndose a su despacho, cerrando la puerta, incluso cogiendo la fotografía de ella que tenía sobre su desordenado escritorio.
—No sabría decirlo. Ahora mismo no parece que vaya a arreglarse.
—¿De qué se trata?
—De correr.
—¿De correr?
Ella suspiró.
—En realidad no. ¿Sabes cuando a veces una cosa termina convirtiéndose en algo diferente? ¿O en un montón de cosas más?
—El bebé.
Su padre no había vuelto a decir «Amy» desde que murió en la cuna. Ahora siempre era el bebé.
—Y el modo en que lo estoy llevando. No es como Henry quiere. Lo que pasa es que yo querría llevar las cosas a mi manera.
—Henry es un buen hombre —dijo su padre—, pero tiene un modo particular de ver las cosas. No cabe duda.
Ella esperó.
—¿Qué puedo hacer?
Ella se lo dijo. El accedió. Ella sabía que aceptaría, pero no hasta que se lo hubiese contado todo. Escuchar sin interrumpir era lo más importante, y a Rusty Jackson eso se le daba bien. No había pasado de ser uno de los tres mecánicos del parque de vehículos a quizá uno de los cuatro miembros más importantes del campus de Tallahassee sin escuchar (y eso ella no lo había escuchado de él; él nunca diría algo así, ni a ella ni a nadie).
—Enviaré a Mariette para que limpie la casa —dijo.
—Papá, no es necesario que hagas eso. Puedo limpiarla yo.
—Quiero hacerlo —dijo él—. Ya va siendo hora de que se le dé un repaso de arriba abajo. Ese maldito lugar ha estado cerrado durante casi un año. No he bajado mucho a Vermillion desde que murió tu madre. Parece que siempre encuentro algo más que hacer por aquí.
Tampoco la madre de Em tardó mucho en dejar de ser Debra para él. Desde el funeral (cáncer de ovarios), se convirtió en tu madre.
Em casi estuvo a punto de decir «¿Estás seguro de que no te importa?», pero ese era el tipo de cosas que uno le dice a un extraño cuando te hace un favor. O a un tipo de padre distinto.
—¿Vas allí para correr? —preguntó. Ella notó una sonrisa en su voz—. Allí hay mucha playa que recorrer, y buenos tramos de carretera. Ya lo sabes. Y no tendrás que esquivar a nadie. Desde ahora hasta octubre, Vermillion está lo más tranquilo que puede estar.
—Voy allí para pensar. Y creo que para terminar con el luto. —Eso está muy bien —dijo él—. ¿Quieres que te reserve el vuelo?
—Puedo hacerlo yo.
—Claro que puedes. Emmy, ¿estás bien?
—Sí —contestó ella.
—Parece como si estuvieras llorando.
—Un poco —dijo, y se secó la cara—. Ha ocurrido todo muy rápido.
Como la muerte de Amy, podría haber añadido. Lo había soportado como una pequeña dama; sin levantar la vista del monitor del bebé. Sal despacio, sin dar portazos, le había dicho su madre muchas veces cuando era una adolescente.
—Henry no aparecerá en el hotel y te causará molestias, ¿verdad?
Ella notó una débil y delicada vacilación antes de que eligiera la palabra «molestias», y sonrió a pesar de las lágrimas, que habían seguido su curso por su rostro.
—Si me estás preguntando si vendrá y me pegará… ese no es su estilo.
—A veces un hombre descubre un nuevo estilo cuando su esposa se va y lo abandona… echando a correr.
—Henry no —dijo ella—. No es un hombre que cause problemas.
—¿Estás segura de que no quieres venir primero a Tallahassee?
Ella vaciló. Una parte de ella quería, pero…
—Antes que nada necesito un poco de tiempo para mí. —Y repitió—: Todo ha ocurrido muy rápido. —Aunque sospechaba que todo aquello se había ido construyendo durante mucho tiempo. Quizá incluso estaba en el ADN de su matrimonio.
—De acuerdo. Te quiero, Emmy.
—Yo también te quiero, papá. Gracias. —Tragó saliva—. Muchas gracias.
Henry no le causó problemas. Ni siquiera le preguntó desde dónde le llamaba.
—Quizá tú no seas la única que necesite pasar un poco de tiempo a solas. Quizá esto sea lo mejor —dijo Henry.
Em reprimió el impulso —que la golpeó de manera normal y absurda— de agradecérselo. Permanecer en silencio parecía la mejor opción. Las siguientes palabras de Henry hicieron que se alegrara de haberlo elegido.
—¿A quién le has pedido ayuda? ¿Al Rey del Parque de Vehículos?
Esta vez reprimió el impulso de preguntarle si él había llamado ya a su madre. Pero el ojo por ojo nunca solucionaba nada.
—Me marcho a Vermillion Key —respondió, esperando aparentar sosiego—. Allí está el refugio de mi padre.
—La cabaña de las caracolas. —Ella casi pudo oír su desprecio. Al igual que las pastas, las casas sin garaje y con solo tres habitaciones no formaban parte de los ideales de Henry.
—Te llamaré cuando llegue —dijo Em.
Hubo un largo silencio. Lo imaginó en la cocina, con la cabeza apoyada contra la pared, apretando el auricular del teléfono hasta tener los nudillos blancos, luchando para no ponerse furioso. Por los seis años tan buenos que habían pasado juntos. Ella esperaba que lo hiciera. Si de verdad era eso lo que estaba pasando.
Cuando volvió a hablar, parecía calmado pero agotado.
—¿Tienes tus tarjetas de crédito?
—Sí. No abusaré de ellas. Pero quiero la mitad de… —Se interrumpió mordiéndose el labio. Había estado a punto de llamar «el bebé» a su hija muerta, y eso no estaba bien. Quizá lo estuviera para su padre, pero no para ella. Comenzó de nuevo—: Quiero la mitad del dinero para los estudios de Amy —dijo—. Supongo que no es mucho, pero…
—Hay más de lo que crees —comentó él. Otra vez parecía enfadado. No habían empezado a ahorrar después de que Amy naciera, ni siquiera cuando Em se quedó embarazada, sino cuando comenzaron a intentarlo. Intentarlo había sido un proceso de cuatro años, y cuando estaban considerando los tratamientos de fertilización por fin Emily se quedó embarazada. O la adopción—. Esa inversión no solo fue buena, fue una bendición del cielo. Mort invirtió en el momento justo y vendió en el momento oportuno. Emmy, tú no quieres sacar esos huevos de su nido.
Ahí estaba otra vez diciéndole lo que ella quería hacer.
—Te daré una dirección en cuanto la tenga —dijo Em—. Haz lo que quieras con tu mitad, pero hazme un cheque al contado con la mía.
—Sigues corriendo —dijo él, y aunque su tono pedagógico y puntilloso le hizo desear que estuviera allí para poder lanzarle otro libro (esta vez de tapa dura), permaneció en silencio.
Al final Henry suspiró.
—Escucha, Em, estaré fuera unas cuantas horas. Ven y coge tu ropa o lo que quieras. Dejaré algo de dinero encima de la cómoda.
Por un momento aquello la tentó; luego pensó que dejar dinero encima de la cómoda es lo que hacen los hombres cuando se van de putas.
—No —dijo—. Quiero comenzar limpia.
—Em. —Hubo una larga pausa. Ella supuso que estaba forcejeando con sus emociones, y aquel pensamiento consiguió que los ojos se le empañaran de nuevo—. ¿Esto es el final de lo nuestro, nena?
—No lo sé —respondió, obligándose a que su voz sonara firme—. Es muy pronto para decirlo.
—Si tuviera que adivinarlo —dijo él—, diría que sí. El día de hoy prueba dos cosas. Una es que una mujer sana puede correr un buen trecho.
—Te llamaré —dijo ella.
—La otra es que los bebés vivos son pegamento para un matrimonio. Los bebés muertos son ácido.
Eso le dolió más que cualquier otra cosa que pudiera haber dicho, porque aquello reducía a Amy a una fea metáfora. Em no podría hacer eso. Pensaba que nunca sería capaz de hacer eso.
—Te llamaré —dijo, y colgó.
Vermillion Key permanecía aletargada y casi desierta
Así pues, Emily Owensby corrió hasta el final del camino de entrada, luego bajó la colina hasta el Qwik-Pik de Kozy, y luego llegó a la pista de atletismo del Cleveland South Júnior College. Corrió hasta el Hotel Morris. Se deshizo de su matrimonio del mismo modo que una mujer puede deshacerse de un par de sandalias cuando decide largarse a toda prisa. Luego corrió (con la ayuda de Southwest Airlines) hasta Fort Myers, en Florida, donde alquiló un coche y condujo rumbo al sur, hacia Naples. Vermillion Key permanecía aletargada y casi desierta bajo el sol abrasador de junio. Tres kilómetros de carretera recorrían Vermillion Beach desde el puente levadizo hasta la entrada de la casa de su padre. En el extremo del camino de entrada se alzaba la despintada cabaña de las caracolas, una casucha con el techo azul y postigos azules agrietados en el exterior, y con aire acondicionado y comodidad en el interior.
Cuando apagó el motor de su Nissan Avis, el único sonido fue el de las olas rompiendo en la playa vacía, y, en algún lugar cercano, un pájaro inquieto que graznaba ¡Uh-uh! ¡Uh-uh! una y otra vez.
Em apoyó la cabeza sobre el volante y lloró durante cinco minutos, dejando salir toda la tensión y el horror del último medio año. Intentándolo, al menos. No se oía nada salvo el uh-uh del pájaro. Cuando finalmente se hubo calmado, se secó la cara —los mocos, el sudor, las lágrimas— con la camiseta. Se limpió tirando de la tela hasta el borde de su sujetador gris de deporte. Luego caminó hasta la casa; las conchas y los pedazos de coral crujían bajo sus zapatillas. Mientras se agachaba para recoger la llave de la caja de caramelos balsámicos escondida en el césped bajo un gnomo encantador-a-pesar-de-sí-mismo con un descolorido sombrero rojo, se dio cuenta de que durante la última semana no había tenido jaqueca. Y eso era bueno, sobre todo teniendo en cuenta que el Zomig estaba a más de mil kilómetros de distancia.
Quince minutos más tarde, vestida con unos pantalones cortos y una de las viejas camisas de su padre, salió a correr por la playa.
Durante las tres semanas siguientes, su vida se convirtió en absoluta simplicidad. Bebía café y zumo de naranja para desayunar, comía enormes ensaladas para almorzar, y devoraba comida pre-cocinada durante la cena, generalmente macarrones con queso o carne mechada con pan tostado, lo que su padre llamaba «mierda en una tablilla». Los hidratos de carbono le sentaban bien. Por la mañana, cuando hacía fresco, corría descalza por la playa y se acercaba al agua en las zonas donde la arena era firme, húmeda y casi no había conchas. Por la tarde, cuando hacía calor (y frecuentemente lloviznaba), corría por la carretera, donde la única sombra era la suya. A veces terminaba calada hasta los huesos. En esas ocasiones corría bajo la lluvia, a menudo sonriendo, otras veces incluso riendo, y cuando regresaba a casa, se desnudaba en el vestíbulo y metía la ropa empapada en la lavadora, la cual estaba —convenientemente— a solo tres pasos de la ducha.
Al principio corría tres kilómetros por la playa y un kilómetro y medio por la carretera. Tres semanas más tarde recorría cinco kilómetros por la playa y tres por la carretera. Rusty Jackson se complacía en llamar a su refugio la Pequeña Cabaña de Hierba; debía de haberlo sacado de alguna vieja canción. Estaba situada al final de la zona septentrional, y no había nada como aquello en Vermillion; todo lo demás había sido invadido por los ricos, los super ricos, y, en la zona meridional, donde había tres mega-mansiones, los ridículamente ricos. A veces, camiones llenos de maquinaria de mantenimiento adelantaban a Em durante sus carreras por la carretera, pero raramente lo hacía un coche. Las casas que dejaba atrás estaban todas cerradas, con una cadena en el camino de entrada, y seguirían así al menos hasta octubre, cuando los propietarios comenzaran a llegar. Empezó a inventar nombres para ellas: la de las columnas era Tara; la que estaba tras la alta verja de barrotes de hierro era el Club Fed; la grandota escondida detrás de un feo muro gris de hormigón era el Pastillero. La única pequeña, oculta en su mayor parte por palmitos y palmeras, era la Casa Troll; imaginaba que los veraneantes subsistían allí a base de galletas de la marca Troll.
En la playa a veces veía voluntarios de Turtle Watch, de los que se dedican a cuidar los nidos de tortugas, y muy pronto comenzó a saludarlos por su nombre. Ellos le lanzaban un «¡Eh, Em!» como respuesta mientras se alejaba corriendo. Raramente se cruzaba con alguien más, aunque una vez le pasó un helicóptero. El pasajero —un hombre joven— se asomó y la saludó con la mano. Em le devolvió el saludo, con el rostro oculto bajo la sombra de su gorra de los Noles de la FSU.
Compraba en el Publix, ocho kilómetros al norte por la US 41. A menudo, de vuelta a casa, se paraba en la librería de libros de segunda mano de Bobby Trickett, que era mucho más grande que el refugio de su padre pero igual de modesta y apacible. Allí compraba viejas novelas de misterio de Raymond Chandler y Ed McBain; las páginas eran amarillentas y tenían los bordes marrón oscuro; su olor era dulce y tan nostálgico como la vieja ranchera Ford que un día vio avanzar por la 41 con un par de sillas de jardín amarradas al techo y una estrafalaria tabla de surf sobresaliendo por la parte de atrás. No necesitaba comprar ninguna novela de John D. MacDonalds; su padre tenía toda la colección embalada en su biblioteca de cajas de cartón.
A finales de julio corría diez y a veces once kilómetros al día; sus pechos no eran más que pequeñas protuberancias, su trasero prácticamente había dejado de existir, y había ocupado dos de las estanterías vacías de su padre con libros que tenían títulos como La ciudad de los muertos y Seis cosas malas. Por la noche nunca encendía el televisor, ni siquiera para consultar el tiempo. El viejo ordenador de su padre permanecía apagado. Nunca compraba el periódico.
Su padre la llamaba cada dos días, pero dejó de preguntarle si necesitaba una ayuda o que fuera a visitarla, después de que ella le dijo que le avisaría cuando estuviese preparada para verlo. Mientras tanto, dijo ella, no tenía intención de suicidarse (cierto), ni siquiera estaba deprimida (falso), y comía. A Rusty le bastó con eso. Siempre habían sido claros el uno con el otro. Ella también sabía que el verano era una época de mucho trabajo para él; todo lo que no se había hecho cuando los chicos invadían el campus (al que él siempre llamaba «la planta») tenía que terminarse entre el 15 de junio y el 15 de septiembre, cuando no había nadie salvo los estudiantes de verano y alguna conferencia académica que la administración pudiera organizar.
Además, tenía una amante. Se llamaba Melody. A Em no le gustaba —hacía que se sintiera extraña— pero sabía que Melody hacía feliz a su padre, así que siempre le preguntaba por ella. Bien, replicaba invariablemente su padre. Mel es más dulce que un melocotón.
Llamó una vez a Henry, y otra vez fue Henry quien la llamó a ella. La noche que la llamó, Em estaba segura de que estaba borracho. Le volvió a preguntar si habían terminado y ella le dijo que no lo sabía, pero era mentira. Probablemente era mentira.
Por las noches dormía como una mujer en coma. Al principio tenía pesadillas, revivía una y otra vez la mañana en la que encontraron muerta a Amy. En alguno de los sueños, su bebé se había puesto tan negro como una fresa podrida. En otros —estos eran los peores— encontraba a Amy luchando por respirar y la salvaba haciéndole el boca a boca. Eran los peores porque cuando se despertaba comprendía que Amy continuaba muerta. Durante una noche de tormenta eléctrica despertó de uno de esos sueños y, desnuda, se deslizó de la cama al suelo, llorando con los codos apoyados en los tobillos y las palmas de las manos estirando hacia arriba sus mejillas en una sonrisa mientras los relámpagos destellaban sobre el golfo y formaban fugaces figuras azules en la pared.
A medida que se exigía más a sí misma —explorando los legendarios límites de la resistencia—, los sueños cesaron o se cansaron de estar siempre bajo el ojo de su memoria. Comenzó a despertar en su interior el sentimiento no tanto de alivio como de relajación total. Y aunque cada día era esencialmente igual que el anterior, cada uno de ellos empezaba a parecerle algo nuevo —su propio algo— en lugar de la extensión de algo antiguo. Un día despertó con la certeza de que la muerte de Amy empezaba a ser algo que «había» ocurrido en lugar de algo que «estaba» ocurriendo.
Decidió que le pediría a su padre que la visitara, y que llevara a Melody si le apetecía. Les prepararía una buena cena. Podrían quedarse allí (qué diablos, era la casa de su padre). Y luego empezaría a pensar qué quería hacer con su vida real, la cual tendría que reanudar muy pronto al otro lado del puente levadizo: qué quería conservar y qué quería dejar atrás.
Haría aquella llamada muy pronto, pensó. Dentro de una semana. A lo sumo dos. Todavía no había pasado el tiempo suficiente, pero casi. Casi.
No es un hombre de fiar
Una tarde, no mucho después de que julio se convirtiera en agosto, Deke Hollis le contó que tenía compañía en la isla. El lo llamaba la isla, nunca «el cayo».
Deke era un hombre de cincuenta años mal llevados, o quizá tenía setenta. Era alto y delgaducho; llevaba un viejo y maltrecho sombrero de paja que parecía una sopera del revés. Desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde montaba guardia en el puente entre Vermillion y la península. Lo hacía de lunes a viernes. Los fines de semana, «el chico» le sustituía (digamos que el chico tenía unos treinta). Algunos días, cuando Em corría por el puente y veía al chico en lugar de a Deke sentado en la vieja silla de caña fuera de la caseta de vigilancia, leyendo el Maxim o el Popular Mechanics en vez del New York Times, se daba cuenta de que de nuevo era sábado.
Pero esa tarde era Deke el que estaba allí. El canal entre Vermillion y la península —al que Deke llamaba la gargata (garganta, suponía ella)— permanecía desierto y sombrío bajo un cielo oscuro. En la barandilla del puente que daba al lado del golfo había una garza buscando pescado o quizá meditando.
—¿Compañía? —dijo—. No tengo compañía.
—No me refería a eso. Pickering ha vuelto. ¿En la 366? Trajo a una de sus «sobrinas».
Deke resaltó la palabra «sobrinas» con una caída de ojos, que los tenía de un azul tan claro que parecían incoloros.
—No he visto a nadie —dijo Em.
—No —convino él—. Cruzó en ese Mercedes rojo tan grande que tiene hace más o menos una hora, probablemente cuando todavía estabas atándote las zapatillas. —Se inclinó por encima del periódico, que crujió contra su gorda barriga. Ella vio que tenía el crucigrama a medio terminar—. Cada verano una sobrina diferente. Siempre jóvenes. —Hizo una pausa—. A veces dos sobrinas, una en agosto y otra en septiembre.
—No le conozco —dijo Em—. Y no he visto ningún Mercedes rojo.
Tampoco sabía qué casa correspondía al número 366. Se fijaba en las casas, pero rara vez prestaba atención a los buzones. Excepto, por supuesto, la 219. Era la que tenía una pequeña hilera de pájaros tallados en la parte superior. (A esa casa la llamaba, por supuesto, Pajarolandia.)
—Es igual —dijo Deke. Esta vez, en lugar de poner los ojos en blanco, hizo una mueca con la comisura de la boca, como si hubiera notado un sabor raro—. Las trae en el Mercedes, y luego se las lleva de vuelta a St. Petersburg en su barco. Un gran yate blanco. El parque de juegos. Llegó esta mañana. —Las comisuras de su boca volvieron a hacer ese gesto. Un trueno carraspeó a lo lejos—. Así que las sobrinas se dan una vuelta por la casa, luego un breve y agradable crucero por la costa, y no volvemos a ver a Pickering hasta el mes de enero siguiente, cuando el frío llega a Chicago.
Em pensó que quizá había visto un barco de recreo blanco amarrado mientras corría por la playa esa mañana, pero no estaba segura.
—Dentro de un día o dos, quizá una semana, enviará a un par de colegas y llevarán el Mercedes adondequiera que lo guarde. Imagino que cerca del aeropuerto privado de Naples. —Tiene que ser muy rico —dijo Em.
Aquella era la conversación más larga que había tenido con Deke, y le resultaba interesante, pero comenzó a trotar sin moverse del sitio. En parte porque no quería enfriarse, pero sobre todo porque su cuerpo le pedía que echara a correr.
—Tan rico como Scrooge McDuck, el Tío Gilito, pero me hago una idea de dónde se gasta Pickering su dinero. Probablemente en cosas que el tío Scrooge nunca imaginaría. He oído que lo birló en algún asunto relacionado con los ordenadores. —Guiñó un ojo—. ¿No lo hacen todos?
—Supongo —dijo ella, todavía trotando en el mismo sitio.
Esta vez el trueno se aclaró la garganta con un poco más de autoridad.
—Sé que estás ansiosa por irte, pero te cuento esto por una razón —dijo Deke. Dobló el periódico, lo dejó al lado de la vieja silla de caña, y puso encima la taza de café, como si fuera un pisapapeles—. Normalmente no hablo de la gente de la isla, muchos de ellos son ricos y no duraría mucho si lo hiciera, pero tú me caes bien, Emmy. Te mantienes fiel a ti misma, pero no eres esnob. Y tu padre también me cae bien. Alguna que otra vez nos hemos ido juntos a tomar cervezas.
—Gracias —dijo ella. Estaba emocionada. Se le pasó una idea por la cabeza y sonrió—. ¿Le pidió mi padre que me echara un ojo?
Deke negó con la cabeza.
—Nunca lo ha hecho. Nunca lo haría. No es el estilo de R. J. Y él te diría lo mismo que yo: Jim Pickering no es un hombre de fiar. Yo me mantendría alejado de él. Si te invita a beber algo, aunque solo sea una taza de café con él y su nueva «sobrina», yo le diría que no. Y si te pide que vayas con él en su barco, me negaría rotundamente.
—No tengo ningún interés en ir en barco a ningún sitio —dijo ella. Lo que le interesaba era terminar su cometido en Vermillion Key. Y sentía que casi lo había terminado—. Será mejor que regrese antes de que empiece a llover otra vez.
—No creo que llueva hasta las cinco, por lo menos —dijo Deke—. Aunque si me equivoco, creo que te las arreglarás. Em volvió a sonreír.
—Yo también. Al contrario de lo que la gente dice, las mujeres no se derriten con la lluvia. Le diré a mi padre que le envía saludos.
—Hazlo. —Se inclinó hacia el periódico, luego hizo una pausa y la miró por debajo de aquel ridículo sombrero—. De todos modos, ¿cómo estás?
—Mejor —dijo—. Cada día mejor.
Dio media vuelta y empezó a correr por la carretera hacia la Pequeña Casa de Hierba. Alzó la mano al alejarse, y mientras lo hacía, la garza que se había posado en la barandilla del puente levadizo la adelantó aleteando con un pescado colgando de su largo pico.
La casa 366 resultó ser el Pastillero, y por primera vez desde su llegada a Vermillion vio la puerta entreabierta. ¿O ya estaba entreabierta cuando había pasado por delante en dirección al puente? No podía recordarlo. Llevaba puesto el reloj, claro, un cacharro anticuado con una gran pantalla digital para poder cronometrar el tiempo. Así que probablemente lo estuviera mirando cuando pasaba por delante de la casa.
Pasó casi sin aminorar el paso —la tormenta ahora estaba más cerca—, aunque no es que llevara precisamente una falda de antelina de mil dólares de la marca Jill Anderson, sino un conjunto de Athletic Attic: pantalones cortos y una camiseta con el logo de Nike. Además, ¿qué le había dicho a Deke? Las mujeres no se derriten con la lluvia. Así que redujo la marcha, se desvió y echó un vistazo. Era simple curiosidad.
Creyó que el Mercedes que estaba aparcado en el patio era un 450 SL porque su padre tenía uno igual, aunque el suyo era muy viejo y ese estaba reluciente. Era rojo como una manzana recubierta de caramelo, la carrocería brillaba incluso bajo aquel cielo oscuro. El maletero estaba abierto. Un mechón de pelo rubio asomaba de su interior. Había sangre en el pelo.
¿Había dicho Deke que la chica de Pickering era rubia? Eso fue lo primero que se preguntó, y estaba tan atónita, tan jodidamente asombrada, que no le sorprendió hacerse esa pregunta. Parecía del todo razonable, y la respuesta era que Deke no lo había mencionado. Solo había dicho que era joven. Una sobrina. Había guiñado un ojo.
La tormenta retumbó. Casi exactamente encima de ella. El patio estaba vacío salvo por el coche (y el cabello rubio del maletero). La casa también parecía desierta: ahora más que nunca le hizo pensar en un pastillero. Ni siquiera las palmeras que se agitaban alrededor podían evitarlo. Era demasiado grande, demasiado austera, demasiado gris. Era una casa fea.
Le pareció oír un gemido. Sin pensarlo dos veces, atravesó la puerta y cruzó el patio hasta el maletero abierto. Miró en el interior. La chica del maletero no había gemido. Sus ojos estaban abiertos, pero tenía lo que parecían docenas de cuchilladas, y le habían rajado la garganta de oreja a oreja.
Em seguía mirando, demasiado aterrada para moverse, demasiado aterrada incluso para respirar. Entonces se le ocurrió que se trataba de una chica muerta falsa, un atrezzo para el cine. Aun cuando su mente le decía que eso era una estupidez, la parte de ella que estaba especializada en el raciocinio asentía frenéticamente. Incluso improvisó una historia para respaldar la idea. ¿A Deke no le gustaba Pickering ni la compañía femenina que había elegido? Pues adivina qué: ¡a Pickering tampoco le gustaba Deke! Aquello no era más que una broma muy elaborada. Pickering volvería a cruzar el puente con el maletero abierto deliberadamente, aquel pelo rubio falso ondeando al viento, y…
Pero percibió el olor que salía del maletero. Olía a mierda y a sangre. Em alargó la mano y tocó la mejilla que había debajo de uno de aquellos ojos de mirada fija. Estaba fría, pero era piel. Oh, Dios, era carne humana.
Oyó un sonido detrás de ella. Una pisada. Empezó a darse la vuelta pero algo le golpeó en la cabeza. No sintió dolor, sino una brillante claridad que parecía abarcar el mundo. Luego el mundo se volvió negro.
Parecía que estaba intentando hacerle cosquillas
Cuando despertó, estaba atada a una silla en una cocina grande llena de terribles objetos de acero: un fregadero, un frigorífico, un lavaplatos, un horno como los de las cocinas de los restaurantes. La parte de atrás de su cabeza enviaba largas y suaves oleadas de dolor hacia la parte de delante, y cada una de ellas parecía decir: «¡Soluciona esto! ¡Soluciona esto!».
Delante del fregadero había un hombre alto y esbelto, vestía pantalones cortos de color caqui y una vieja camisa de golf Izod. Los fluorescentes del techo de la cocina arrojaban una luz despiadada, y Em pudo ver las patas de gallo en el rabillo del ojo, además de un reflejo plateado en su corto pelo. Le echó unos cincuenta años. Se estaba lavando el brazo en el fregadero. Parecía tener un corte justo debajo del codo.
De repente movió la cabeza. Hubo tal velocidad animal en el gesto que a Em se le revolvieron las tripas. Tenía los ojos de un azul mucho más vivido que los de Deke Hollis. Se le cayó el alma a los pies al no ver nada en ellos que reconociera como cordura. En el suelo —gris y feo como el exterior de la casa pero de baldosas en vez de cemento— había una mancha oscura y delimitada de unos veinticinco centímetros de ancho. Em pensó que probablemente fuera sangre. Era muy fácil imaginar a la chica rubia dejando el rastro de sangre mientras Pickering la arrastraba por los pies a lo largo de la habitación hacia un destino desconocido.
—Estás despierta —dijo—. Muy bien. Fabuloso. ¿Crees que quería matarla? No quería matarla. ¡Llevaba un cuchillo en las malditas medias! Le pellizqué el brazo, eso fue todo. —Pareció reflexionar sobre ello, y mientras lo hacía, se secó la sangre del profundo corte del codo con un puñado de papeles de cocina—. Bueno, también le pellizqué el pezón. Pero todas las chicas esperan eso. O deberían. Se los llama «juegos preliminares». O, en este caso, «juego de putas».[3]
Marcó las comillas con los dos primeros dedos de la mano. A Em le parecía que estaba intentando hacerle cosquillas. También parecía que estaba loco. De hecho, no cabía duda de su estado de ánimo. La tormenta restalló encima de sus cabezas tan fuerte como el ruido que haría un montón de muebles desplomándose. Em dio un respingo —lo que pudo, puesto que estaba atada a la silla de la cocina— pero el hombre que estaba frente al fregadero de acero inoxidable de doble pila ni siquiera se inmutó. Era como si no lo hubiera escuchado. Le sobresalía el labio inferior.
—Así que le quité el cuchillo. Y entonces perdí la cabeza. Lo admito. La gente cree que soy el Señor Perfecto, y yo intento vivir conforme a eso. Lo intento. Intento vivir conforme a eso. Pero cualquier hombre puede perder la cabeza. De eso es de lo que no se dan cuenta. Cualquier hombre. Bajo circunstancias determinadas.
Llovía a cántaros, como si Dios hubiera tirado de la cadena de Su váter.
—¿Quién podría saber que estás aquí?
—Mucha gente. —La respuesta le salió sin dudarlo.
El hombre cruzó la habitación como un rayo. «Rayo» era la palabra. Un momento antes estaba delante del fregadero, al siguiente estaba al lado de ella y le golpeaba la cara con tanta fuerza que explotaron motas blancas delante de sus ojos. Las motas se dispersaron por la estancia dibujando tras de sí brillantes colas de cometa. La cabeza de ella salió despedida hacia un lado. El cabello voló contra su mejilla, y sintió que la sangre comenzaba a fluir dentro de su boca mientras su labio inferior reventaba. Los dientes le habían hecho un corte profundo en la parte interior del labio. Parecía que se lo había destrozado por completo. Fuera, la lluvia arreciaba. Voy a morir mientras llueve, pensó Em. Pero no lo creía. Quizá nadie lo creía cuando llegaba el momento.
—¿Quién lo sabe? —Estaba inclinado hacia delante, gritándole a la cara.
—Mucha gente —repitió, y las palabras sonaron «Musha gente», porque se le estaba hinchando el labio. Notó que un hilillo de sangre se deslizaba por su mentón. No obstante, a pesar del miedo y el dolor, no tenía la mente embotada. Sabía que la única oportunidad de salir de allí con vida era hacer creer a ese hombre que si la mataba lo atraparían. Por supuesto, si la dejaba ir, también lo atraparían, pero de eso ya se encargaría más tarde. Cada pesadilla en su momento.
—¡Musha gente! —dijo de nuevo, desafiándolo.
El volvió como un rayo al fregadero y cuando regresó tenía un cuchillo en la mano. Pequeño. Muy parecido al que la chica muerta había sacado de sus medias. Puso la punta en el párpado inferior de Em y apretó. En ese momento se le soltó la vejiga, de repente.
Una expresión de asco cruzó momentáneamente el rostro de Pickering, aunque también parecía fascinado. Una parte de la mente de Em se preguntó cómo podía sentir dos emociones tan contradictorias al mismo tiempo. Pickering dio medio paso atrás, pero la punta del cuchillo no se movió. Aún le marcaba un hoyuelo en la piel, a la vez que estiraba el párpado inferior hacia abajo y empujaba el globo ocular hacia la cuenca.
—Perfecto —dijo él—. Otro desastre que limpiar. Aunque no inesperado. No. Y como dijo aquel, hay más puertas de salida que de entrada. Eso dijo. —Se rió, hipó una vez, y luego se inclinó hacia delante; sus ojos, de un azul vivido, miraban a los de Em, color avellana—. Dime una persona que sepa que estás aquí. No dudes. No dudes. Si dudas, sabré que estás improvisando y te arrancaré el ojo izquierdo de la cuenca y lo tiraré al fregadero. Puedo hacerlo. Así que dímelo. Ya.
—Deke Hollis —dijo.
Aquello era una confesión, una mala confesión, pero también era un reflejo. No quería perder el ojo.
—¿Quién más?
No se le ocurrió ningún otro nombre —su mente estaba completamente en blanco— y ella le había creído cuando le dijo que si dudaba le costaría el ojo izquierdo.
—Nadie, ¿vale? —gritó.
Y seguramente Deke bastaría. Seguramente una persona bastaría, a menos que estuviera tan loco que…
Apartó el cuchillo, y aunque su visión periférica no podía captarlo, Em sintió que una diminuta perla de sangre le brotaba del ojo. No le importó. Se alegraba de seguir teniendo visión periférica.
—De acuerdo —dijo Pickering—. De acuerdo, de acuerdo, bien, de acuerdo.
Fue al fregadero y tiró el pequeño cuchillo dentro. Ella empezó a sentirse aliviada. Luego él abrió uno de los cajones que había al lado del fregadero y sacó un cuchillo más grande: un cuchillo de carnicero largo y afilado.
—De acuerdo.
Volvió a acercarse a ella. Em no vio sangre en el hombre, ni siquiera una mancha. ¿Cómo era posible? ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente?
—De acuerdo, de acuerdo. —Se pasó rápidamente la mano que tenía libre por el pelo, con un corte absurdamente caro. La mano volvió de inmediato a su lugar—. ¿Quién es Deke Hollis?
—El guardia del puente levadizo —dijo ella. Su voz sonaba insegura, titubeante—. Hemos hablado de ti. Por eso me detuve a echar un vistazo. —Tuvo un arrebato de inspiración—: ¡El vio a la chica! ¡Tu sobrina! ¡Así la llamó!
—Ya, ya, las chicas siempre regresan en barco, eso es cuanto sabe. Eso es todo lo que sabe. ¡Qué entrometida es la gente! ¿Dónde está tu coche? Contéstame ahora mismo o te ganarás la nueva y especial amputación de pecho. Rápida pero no indolora.
—¡En la Casa de Hierba! —Fue todo lo que se le ocurrió decir.
—¿Qué es eso?
—La pequeña casa de caracolas que hay al final del cayo. Es de mi padre. —Tuvo otro arrebato de inspiración—: ¡Él sabe que estoy aquí!
—Ya, ya. —Pickering no parecía interesado en eso—. Ya, de acuerdo. Bien, muy bien. ¿Quieres decir que vives aquí? —Sí…
Él miró sus pantalones cortos, ahora de un color azul oscuro.
—Atleta, ¿verdad? —Ella no respondió, pero a Pickering no pareció importarle—. Sí, eres atleta, por supuesto que sí. Menudas piernas.
Increíblemente, se dobló por la cintura —como si estuviera ante la realeza— y con un ruido sonoro le besó el muslo, justo por debajo de los pantalones cortos. Cuando volvió a erguirse, ella vio, con el corazón hecho trizas, el bulto que se le marcaba en la parte delantera de los pantalones. Eso no era bueno.
—Corres adelante, vuelves atrás.
Con la hoja del cuchillo de carnicero dibujó un arco, como un director de orquesta con la batuta. Era hipnótico. Fuera, la lluvia seguía cayendo. Continuaría así durante unos cuarenta minutos, quizá una hora, y luego volvería a lucir el sol. Em se preguntó si estaría viva para verlo. Pensó que no. Sin embargo, era demasiado duro creer eso. Imposible, en realidad.
—Corres adelante, vuelves atrás. Adelante y atrás. A veces te pasas el día con ese viejo del sombrero de paja, pero no tienes contacto con nadie más. —Estaba asustada, pero no tanto como para no darse cuenta de que no le estaba hablando a ella—. Bien. Con nadie más. Porque no hay nadie más por aquí. Si alguno de los que plantan árboles, cortan el césped, los que trabajan por aquí, te hubiera visto en tus carreras vespertinas, ¿te recordaría? ¿Lo haría?
El cuchillo oscilaba hacia delante y hacia atrás. Él tenía la vista fija en la punta, como si esta dependiera de la respuesta.
—No —dijo él—. No, y te diré por qué. Porque no eres más que otra gringa rica que sale a correr. Las hay por todas partes. Se ven todos los días. Chifladas por la salud. Uno tiene que patearlas para apartarlas del camino. Si no corren, van en bicicleta. Con esos estúpidos cascos de crío. ¿Verdad? Claro que sí. Di tus oraciones, Lady Jane, pero rápido. Tengo prisa. Mucha, mucha prisa.
Elevó el cuchillo a la altura del hombro. Ella vio que apretaba los labios como previendo un golpe mortal. De repente, para Em todo se hizo claro; todo resaltó con un resplandor fulgurante. Ya voy, Amy, pensó. Y luego, absurdamente, pensó algo que podría haber oído en la ESPN: Quédate ahí, bebé.
Pero entonces él se detuvo. Miró alrededor, exactamente como si alguien hubiera hablado.
—Sí —dijo. Luego—: ¿Sí? —Y después—: Sí.
Había una mesa de fórmica en el centro de la cocina, para preparar la comida. Arrojó el cuchillo a la mesa, con gran estruendo, en lugar de clavárselo a Emily. Y entonces dijo:
—Quédate ahí. No voy a matarte. He cambiado de idea. Los hombres cambian de idea. Nicole no me hizo nada salvo un rasguño en el brazo.
Encima de la mesa había un rollo de cinta adhesiva. Lo cogió. Un instante después estaba arrodillado delante de ella, con la parte de atrás de la cabeza y la carne desnuda de su nuca expuestas y vulnerables. En un mundo mejor —en un mundo más justo—, Em habría podido enlazar las manos y descargarlas violentamente contra aquella nuca, pero tenía las muñecas atadas a los brazos de madera de arce de la silla. Su torso estaba atado al respaldo con más cinta adhesiva, anchas tiras de cinta alrededor de la cintura y justo por debajo del pecho. Tenía las piernas atadas a las patas delanteras de la silla por las rodillas, las pantorrillas y los tobillos. Había sido muy meticuloso.
Había pegado la silla al suelo con cinta adhesiva, y ahora estaba colocando nuevas capas, primero en las patas delanteras, después en las de atrás. Cuando terminó, la cinta se había acabado. Se levantó y dejó el rollo de cartón desnudo en la mesa de fórmica.
—Eso es —dijo—. No está mal. De acuerdo. Todo listo. Espera aquí. —Debió de encontrar algo gracioso en todo aquello, porque echó la cabeza hacia atrás y soltó otra de aquellas hiposas y breves carcajadas—. No te aburras y eches a correr, ¿vale? Tengo que ir a encargarme de ese viejo y entrometido amigo tuyo, y quiero hacerlo mientras está lloviendo.
Esta vez salió como un rayo hacia una puerta que resultó ser un armario. Sacó un chubasquero amarillo.
—Sabía que esto estaba por aquí. Todo el mundo se fía de un tipo con impermeable. No sé por qué. Es uno de esos hechos misteriosos. De acuerdo, compañera, ponte cómoda.
Lanzó otra de aquellas carcajadas que sonaban como el ladrido de un caniche hambriento, y luego se marchó.
Todavía las 9.15
Cuando la puerta principal dio un portazo y Em supo que realmente se había marchado, aquel anómalo resplandor que lo rodeaba todo empezó a tornarse gris, y se dio cuenta de que estaba al borde del desfallecimiento. No podía desmayarse. Si la otra vida existía y finalmente se reencontraba allí con su padre, ¿cómo iba a explicarle a Rusty Jackson que había malgastado sus últimos minutos de vida en la tierra estando inconsciente? Le decepcionaría. Incluso si se reunían en el cielo, prendidos a las nubes por los tobillos mientras los ángeles que los rodeaban tocaban música celestial (interpretada con arpas), a él le decepcionaría que ella hubiera malgastado su única oportunidad en un desmayo Victoriano.
Em apretó deliberadamente el lacerado labio inferior contra los dientes… después mordió y brotó sangre fresca. El mundo saltó otra vez a la claridad. El sonido del viento y de la lluvia creció como una música extraña.
¿De cuánto tiempo disponía? Había medio kilómetro desde el Pastillero hasta el puente. Pensó que él se había ido a pie, por el impermeable y porque no había oído arrancar el Mercedes.
Sabía que probablemente no habría oído el motor con el ruido de la lluvia y la tormenta, pero de todas formas no creía que se hubiera llevado el coche. Deke Hollis conocía el Mercedes rojo y no le gustaba el hombre que lo conducía. Al ver el Mercedes rojo, Deke Hollis habría estado alerta. Emily creía que Pickering también lo sabía. Pickering estaba loco —parte del tiempo había estado hablando consigo mismo, pero por lo menos también había estado un rato hablando con alguien a quien él podía ver pero ella no, un cómplice invisible del crimen— pero no era estúpido. Tampoco Deke, por supuesto, pero él estaría solo en la caseta de vigilancia. No habría coches pasando, tampoco habría barcos esperando para cruzar al otro lado. No con ese aguacero. Además, era viejo.
—Puede que tenga quince minutos —le dijo a la habitación vacía, aunque quizá estaba hablándole a la mancha de sangre del suelo. Al menos no la había amordazado; ¿para qué molestarse? Nadie la oiría gritar en aquella fea y cuadrada fortaleza de hormigón. Pensó que incluso aunque estuviera en medio de la carretera, gritando a todo pulmón, nadie la oiría. En esos momentos hasta los transportistas mexicanos estarían resguardados, tomando café y fumando cigarrillos en las cabinas de sus camiones.
—Quince minutos como mucho.
Probablemente. Luego Pickering regresaría y la violaría, como había planeado violar a Nicole. Después de eso la mataría, como ya había matado a Nicole. ¿A ella y a cuántas otras «sobrinas»? Em no lo sabía, pero estaba segura de que —como Rusty Jackson diría— aquel no era su primer rodeo.
Quince minutos. Quizá solo diez.
Se miró los pies. No estaban pegados al suelo, pero las patas de la silla sí. Aunque…
Eres atleta; por supuesto que sí. Menudas piernas.
Tenía buenas piernas, desde luego; no necesitaba que nadie se las besara para darse cuenta. Y menos un lunático como Pickering. No sabía si eran buenas en el sentido de si eran bonitas o sexys, pero en términos de utilidad eran muy buenas. Habían cargado con ella durante un largo trecho desde aquella mañana en que ella y Henry encontraron a Amy muerta en su cuna. Estaba claro que Pickering tenía mucha fe en la resistencia de la cinta adhesiva, probablemente había visto decenas de películas donde los asesinos la empleaban, y ninguna de sus «sobrinas» le había dado motivo para dudar de su eficacia. Quizá porque él no les había dado ninguna oportunidad, quizá porque estaban demasiado asustadas. Pero tal vez… en un día lluvioso, en una casa sin ventilar, tan húmeda que Emily podía oler el moho…
Em se inclinó hacia delante todo lo que le permitió el corsé de cinta que la rodeaba y gradualmente comenzó a flexionar los músculos de los muslos y las pantorrillas: esos nuevos músculos de atleta que el lunático había admirado tanto. Primero solo un poco, luego algo más. Cuando se estaba acercando al máximo que podía flexionarlos y empezaba a perder la esperanza, oyó un sonido de succión. Al principio se oyó muy bajito, apenas poco más que un deseo, pero se hizo más audible. La cinta la envolvía una y otra vez formando capas zigzagueantes; estaba endemoniadamente apretada, pero aun así se estaba separando del suelo. Pero despacio. Dios santo, muy despacio.
Se relajó y respiró con fuerza; el sudor brotaba de su frente, debajo de los brazos, entre los pechos. Quería volver a intentarlo, pero su experiencia corriendo en la pista de atletismo de Cleveland South le había enseñado que debía esperar y dejar que su acelerado corazón bombeara para vaciarle los músculos de ácido láctico. Si no esperaba, los siguientes esfuerzos generarían menos tensión y darían menos fruto. Pero era difícil. Esperar era difícil. No tenía ni idea de cuánto tiempo había perdido. En la pared había un reloj —tenía forma de sol y era de acero inoxidable (como al parecer todas las cosas que había en aquella horrible y cruel habitación, a excepción de la silla roja de madera de arce a la que estaba atada)—, pero se había parado a las 9.15. Probablemente funcionaba con pilas y estas se habían agotado.
Intentó permanecer quieta hasta que hubiera contado hasta treinta (musitando un «elefante» después de cada número), pero solo aguantó hasta el diecisiete. Entonces volvió a flexionar los músculos, presionó hacia abajo todo lo que pudo. Esta vez el sonido de succión fue inmediato y más audible. Supo que la silla comenzaba a despegarse. Solo un poco, pero estaba claro que se estaba soltando.
Em hizo más fuerza: la cabeza hacia atrás, los dientes apretados y al descubierto, sangre fresca deslizándose por el mentón desde su labio hinchado. Las venas se le marcaban en el cuello. El ruido de la cinta al despegarse se oyó más alto, y ahora también pudo oír un desgarrón.
De repente un intenso dolor le explotó en la pantorrilla derecha; un calambre. Durante un momento, Em casi continuó intentándolo —al fin y al cabo, había mucho en juego; su vida estaba en juego— pero luego volvió a relajarse, jadeando. Y contando.
—Un elefante. Dos elefantes. Tres…
Porque probablemente podría liberar la silla del suelo a pesar de la advertencia muscular. Estaba casi segura de que podría. Pero si lo lograba a expensas de un calambre en la pantorrilla derecha (ya le había pasado antes; en un par de ocasiones habían sido tan fuertes que el músculo parecía de piedra, no de carne), perdería más tiempo del que ganaría. Y seguiría atada a la puñetera silla. Pegada a la puñetera silla.
Sabía que el reloj de la pared estaba parado, pero aun así lo miraba. Era un acto reflejo. Todavía las 9.15. ¿Seguiría en el puente? De pronto brotó en ella una esperanza salvaje: Deke habría conectado la alarma y lo habría ahuyentado. ¿Podía suceder algo así? Pensó que sí. Pensó que Pickering era como una hiena, peligroso solo cuando estaba seguro de que tenía las mejores cartas. Y, probablemente como las hienas, no era capaz de imaginar que podía no tenerlas.
Em prestó atención. Oía la tormenta, y la constante lluvia sibilante, pero no el aullido de la alarma instalada detrás de la cabina del vigilante del puente.
De nuevo intentó tirar de la silla hacia el suelo, y a punto estuvo de salir catapultada con la cabeza por delante contra el horno cuando la silla se liberó casi del todo. Se tambaleó, se balanceó, casi se desplomó en el suelo, pero logró apoyarse en la mesa de fórmica del centro de la cocina para evitar la caída. El corazón le latía muy rápido, ni siquiera podía contar los latidos; parecía un único zumbido duro y constante en el interior de su pecho y la parte alta del cuello, justo debajo de los anclajes de la mandíbula. Si se hubiera caído, habría quedado como una tortuga yaciendo sobre su caparazón. No hubiera tenido ninguna posibilidad de volver a levantarse.
Estoy bien, pensó. No ha ocurrido.
No. Pero podía verse allí tirada de espaldas con endemoniada claridad. Ahí tirada con la mancha de sangre que había dejado el pelo de Nicole como única compañía. Ahí tirada y esperando que Pickering regresara y se divirtiera con ella antes de acabar con su vida. Pero ¿cuándo volvería? ¿Dentro de siete minutos? ¿Cinco? ¿Solo tres?
Miró al reloj de la pared. Las 9.15.
Estaba encorvada al lado de la mesa, jadeando en busca de aire; una mujer a la que le había crecido una silla en la espalda. El cuchillo de carnicero estaba sobre la mesa, pero no podía alcanzarlo con las manos atadas a los brazos de la silla. Y aunque hubiera podido cogerlo, ¿qué habría hecho? Quedarse allí, encorvada, con el cuchillo en la mano. No podría llegar a ningún sitio, no podría cortar nada con él.
Miró el horno y se preguntó si podría encender uno de los hornillos. Si pudiera hacer eso, entonces quizá…
Tuvo otra visión infernal: al intentar quemar la cinta adhesiva, lo que ardía era su ropa. No podía arriesgarse. Si alguien le hubiera ofrecido pastillas (o incluso un tiro en la cabeza) para escapar de la violación, la tortura y la muerte —una muerte lenta, precedida por inenarrables mutilaciones—, habría desoído la voz disidente de su padre («Nunca desistas, Emmy; las cosas buenas siempre están a la vuelta de alguna esquina») y las habría aceptado. Pero ¿arriesgarse a sobrevivir a quemaduras de tercer grado en la mitad superior de su cuerpo? ¿Quedarse tirada en el suelo, medio asada, esperando a que Pickering regresara, rezando para que volviera y acabara con su miseria?
No. No haría eso. Pero ¿qué otra cosa le quedaba? Podía sentir cómo el tiempo se esfumaba. El reloj de la pared seguía marcando las 9.15, pero ella pensó que el ritmo de la lluvia había aflojado un poco. Aquel pensamiento la llenó de horror. Se empujó hacia atrás. El pánico la iba a matar.
Con el cuchillo no podía y con el horno no lo haría. ¿Qué más le quedaba?
La respuesta era obvia. Quedaba la silla. No había ninguna otra en la cocina, solo tres taburetes altos como los de los bares. Suponía que Pickering debía de haber traído aquella silla de un salón que ella esperaba no ver nunca. ¿Habría atado a otras mujeres —otras «sobrinas»— a pesadas sillas rojas de madera de arce que hacían conjunto con la mesa de un comedor? ¿Quizá a esa misma? Dentro de ella sabía que así habría sido. Y él había confiado en esa silla a pesar de que no era de metal sino de madera. Lo que había funcionado una vez, funcionaría de nuevo; Em estaba segura de que en ese sentido Pickering también pensaba como las hienas.
Ella tenía que destruir la prisión donde permanecía cautiva. Ese era el único camino, y solo tenía unos minutos para hacerlo.
Probablemente te dolerá
Estaba cerca de la mesa central; la encimera sobresalía ligeramente, formando una especie de labio, pero ella no confiaba demasiado en aquello. No quería moverse —no quería arriesgarse a caerse y convertirse en una tortuga—, pero necesitaba una superficie más amplia que aquel labio saliente para golpear la silla. Así que se dirigió hacia el frigorífico, que también era de acero inoxidable… y grande. La superficie en la que cualquier chica podría desear golpear.
Caminaba arrastrando los pies con la silla pegada a la espalda, el trasero y las piernas. El avance era agonizantemente lento. Era como intentar caminar con un extraño ataúd con forma de grifo sujeto a la espalda. Y sería su ataúd si se caía al suelo.
O si seguía aporreando infructuosamente la silla contra la parte delantera del frigorífico cuando el hombre de la casa regresara.
En una ocasión se tambaleó y estuvo a punto de caerse al suelo —de cara— pero se las arregló para mantener el equilibro con lo que pareció una gran fuerza de voluntad. El dolor en su pantorrilla regresó, amenazando una vez más con convertirse en un calambre que le dejaría la pierna fuera de combate. También lo superó; para lograrlo, cerró los ojos. El sudor resbalaba por su cara, lavando las lágrimas secas que no recordaba haber derramado.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuánto? La lluvia había amainado mucho más. No tardaría en oír el goteo del agua en lugar de la lluvia. Quizá Deke estaba en plena pelea. Quizá incluso tenía una pistola en un cajón de su atestado escritorio y había disparado a Pickering como uno dispararía a un perro rabioso. ¿Podría oír un disparo desde ahí? No lo creía; el viento aún soplaba demasiado fuerte. Era más probable que Pickering —veinte años más joven que Deke, y sin duda en forma— le arrebatara cualquier arma que Deke pudiera encontrar y la usara contra el viejo.
Intentó barrer aquellos pensamientos, pero era difícil. Era difícil a pesar de que eran pensamientos inútiles. Se arrastró hacia delante con los ojos todavía cerrados y con el pálido rostro —la boca hinchada— tenso por el esfuerzo. Un pasito, dos pasitos. ¿Podré dar seis pasitos más? Sí, sí puedes. Pero en el cuarto, sus rodillas —casi en cuclillas— chocaron contra la parte delantera del frigorífico.
Em abrió los ojos, incapaz de creer que de verdad había completado sin problemas aquel arduo safari; una distancia que una persona que no estuviera atada habría cubierto con tan solo tres pasos, pero para ella había sido un safari. Una maldita caminata.
No había tiempo que malgastar en felicitaciones, y no solo porque podría oír la puerta delantera del Pastillero en cualquier momento. Tenía otros problemas. Sus músculos estaban agarrotados y le temblaban por el esfuerzo que había realizado al caminar en una posición de casi sentada; se sentía como un aficionado intentando realizar una extravagante postura de yoga. Si no lo hacía enseguida, no sería capaz de hacerlo. Y si la silla era tan dura como parecía… Pero desechó esa idea.
—Probablemente te dolerá —jadeó—. Lo sabes, ¿verdad? Lo sabía, pero Pickering tendría en mente hacer cosas peores con ella.
—Por favor —dijo, poniéndose de lado respecto al frigorífico, mostrándole su perfil. Si eso era rezar, pensó que le estaba rezando a su hija muerta—. Por favor —repitió, y movió bruscamente la cadera hacia el lado, golpeando el parásito que llevaba en la espalda contra el frontal del frigorífico.
No estaba tan sorprendida como cuando la silla se despegó de repente del suelo y estuvo a punto de estamparse contra el horno, pero casi. La parte trasera de la silla crujió y el asiento se deslizó a un lado de su trasero. Solo las patas se mantenían firmes.
—¡Está podrida! —gritó a la cocina vacía—. ¡La maldita silla está podrida!
Quizá no fuera para tanto, pero —Dios bendiga el clima de Florida— con certeza no era tan resistente como parecía. Por fin un pequeño golpe de suerte… Si el hombre apareciese en ese momento, justo cuando ya casi lo había logrado, Emily pensó que se volvería loca.
¿Cuánto tiempo tenía? ¿Cuánto tiempo llevaba fuera Pickering? No tenía ni idea. Siempre había tenido un reloj bastante certero dentro de su cabeza, pero en ese momento era tan inútil como el que había en la pared. Era horrible haber perdido por completo la noción del tiempo. Se acordó de su enorme reloj y lo buscó con la mirada, pero no lo llevaba. En el lugar donde había estado solo había una marca pálida. Se lo debió de quitar Pickering.
Estaba a punto de volver a golpear la silla contra el frigorífico cuando se le ocurrió una idea mejor. Su trasero se había liberado en parte del asiento, y eso le permitía hacer un poco más de palanca. Hizo presión con la espalda como había hecho presión con los muslos y las pantorrillas mientras luchaba por liberar la silla del suelo, y esta vez, cuando sintió un ramalazo de dolor justo debajo de la base de la espina dorsal, no se relajó, ni esperó, ni tomó aire. Pensó que no podía darse el lujo de esperar más. Podía verle regresar, correr por el centro de la carretera desierta, sus pies chapoteando en los charcos, el impermeable amarillo ondeando. Y en una mano, algún tipo de herramienta. Quizá una llave inglesa que habría sacado del maletero manchado de sangre del Mercedes.
Em presionó hacia arriba. El dolor de su espalda aumentó y alcanzó una vidriosa intensidad. Pero oyó de nuevo aquel sonido de desgarro mientras la cinta adhesiva se separaba, no de la silla sino de la cinta en sí misma. De las capas superpuestas de cinta. Se aflojaba. Aflojarse no era tan bueno como liberarse, pero también era bueno. Le permitiría hacer más palanca.
De nuevo movió bruscamente la cadera contra el frigorífico, soltando un gritito por el esfuerzo. El choque la sacudió por dentro. Esta vez la silla no se movió. Se le quedó pegada como una lapa. Volvió a menear las caderas, más fuerte, gritando más alto: el yoga y el disco S&M[4] unidos. Se oyó otro crujido, y en esta ocasión la silla se deslizó a la derecha de su espalda y su cadera.
Se balanceó otra vez… y otra… y otra, pivotando sobre su cada vez más exhausta cadera y golpeando. Perdió la cuenta. Lloraba de nuevo. Se había desgarrado los pantalones cortos por detrás. Estos se habían deslizado torcidos por una cadera, y la cadera sangraba. Pensó que se había clavado una astilla.
Tomó una profunda bocanada de aire para intentar calmar el ritmo desbocado de su corazón (había pocas posibilidades de lograrlo), y golpeó de nuevo su prisión de madera y a ella misma contra el frigorífico. Esta vez chocó con la palanca del dispensador automático de hielo, que dejó caer un cajón de cubitos en el suelo de baldosas. Hubo otro crujido, algo que se rompía, y de repente su brazo izquierdo quedó libre. Lo miró con los ojos llenos de estúpido asombro. El brazo de la silla seguía adherido a su antebrazo, pero ahora el cuerpo de la silla colgaba ladeado por ese punto, agarrado a ella por largas tiras grises de cinta adhesiva. Era como estar atrapada en una telaraña. Y por supuesto que lo estaba; el loco cabrón de los pantalones cortos caqui y la camisa Izod era la araña. Todavía no estaba libre, pero ahora podría usar el cuchillo. Todo lo que tenía que hacer era llegar hasta la mesa del centro y cogerlo.
—No pises los cubitos —se advirtió con voz temblorosa. Sonaba (al menos para sus oídos) como una excéntrica alumna de doctorado que se ha estudiado a sí misma hasta el límite de la crisis nerviosa—. No es buen momento para ponerse a patinar.
Esquivó el hielo, pero al inclinarse hacia el cuchillo, su castigada espalda emitió un crujido de advertencia. La silla, mucho más floja ahora pero unida aún a ella por el tronco (y también por las piernas) con aquellos corsés de cinta adhesiva, golpeó el lateral de la mesa. No le prestó atención. Sería capaz de alcanzar el cuchillo con su mano izquierda recién liberada y lo usaría para cortar la cinta que rodeaba su brazo derecho; sollozaba al respirar y echaba rápidas ojeadas a la puerta batiente que separaba la cocina de lo que hubiese al otro lado; el salón y el recibidor, supuso.
—Deja de buscarlo —se dijo en la gris y misteriosa cocina—. Limítate a terminar tu trabajo.
Era un buen consejo, pero difícil de seguir cuando sabías que la muerte podría aparecer, y pronto, por aquella puerta.
Cortó la cinta por debajo de sus pechos. Debería haberlo hecho despacio y con cuidado, pero no podía permitírselo y se cortó repetidamente con la punta del cuchillo. Podía sentir la sangre extendiéndose por su piel.
El cuchillo estaba afilado. Las malas noticias fueron los cortes que se hizo en el esternón. Las buenas noticias eran que la cinta adhesiva se rajaba capa tras capa sin oponer resistencia. Había conseguido cortarla de arriba abajo, y la silla se separó de su espalda un poco más. Se puso a trabajar en la tira ancha que le rodeaba la cintura. Ahora podía inclinarse mucho más, y procedía más rápido, con menos heridas en su cuerpo. Por fin terminó de cortarlo todo y la silla cayó hacia atrás. Pero las patas seguían pegadas a sus piernas, por lo que los pies de madera se le clavaron allí donde los tendones de Aquiles sobresalían como cables justo debajo de la piel. El dolor fue espantoso, y Em gimió con desesperanza.
Echó el brazo hacia atrás y con la mano izquierda volvió a presionar la silla contra su espalda, aliviando aquella horrible y punzante presión. Era un ángulo retorcido, muy doloroso para su brazo, pero continuó presionando la silla mientras, arrastrando los pies, se daba media vuelta para quedar de cara al horno. Entonces se inclinó hacia atrás, usando la mesa central para aliviar la presión. Respirando entrecortadamente, llorando de nuevo (no era consciente de sus lágrimas), se inclinó hacia delante y comenzó a cortar la cinta que le envolvía los tobillos. Sus esfuerzos habían aflojado esas tiras y las que pegaban la parte baja de su cuerpo a la puñetera silla; por consiguiente, la tarea fue más rápida y se cortó menos veces, aunque se las arregló para hacerse un buen tajo en la pantorrilla derecha, como si una parte demente de ella misma quisiera castigarla por agarrotarse mientras intentaba soltar la silla del suelo.
Estaba cortando de la cinta de las rodillas —las últimas que quedaban— cuando oyó que la puerta de entrada se abría y se cerraba.
—¡Ya estoy en casa, cariño! —dijo Pickering alegremente—. ¿Me has echado de menos?
Em se quedó helada, inclinada hacia delante con el pelo cubriéndole la cara, y tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para poder volver a moverse. Ya no había tiempo para sutilezas; metió a la fuerza la hoja del cuchillo de carnicero por debajo del cinturón de cinta gris que le envolvía la rodilla, evitó milagrosamente clavarse la afilada punta en la rótula, y tiró hacia arriba con todas sus fuerzas.
Oyó un pesado ruido metálico en la entrada y supo que el hombre había girado la llave en la cerradura; una llave grande, a tenor del sonido. Pickering no quería interrupciones, probablemente pensaba que ya había habido demasiadas interrupciones por un día. Empezó a cruzar el recibidor. Debía de llevar zapatillas (ella no se había fijado antes), porque pudo oír cómo las arrastraba.
Estaba tarareando «Oh, Susana».
La cinta que le rodeaba la rodilla derecha se partió, de abajo arriba, y la silla, atada a ella solo por la rodilla izquierda, cayó hacia atrás contra la mesa con gran estruendo. Durante un momento, los pasos detrás de la puerta batiente —que estaba muy cerca— se detuvieron, y entonces se convirtieron en una carrera. Después de eso todo sucedió muy, muy rápido.
Golpeó la puerta con las dos manos, y se abrió de golpe con un sonoro portazo; cuando entró en la cocina a la carrera todavía tenía las palmas de las manos extendidas. Las tenía vacías, ni rastro de la llave inglesa que ella había imaginado. Las mangas del impermeable amarillo le llegaban a la mitad de los brazos, y a Em le dio tiempo de pensar: Te queda demasiado pequeño, gilipollas. Tu esposa te lo diría, pero no tienes esposa, ¿verdad?
Tenía el gorro del chubasquero echado hacia atrás. Tenía el pelo desaliñado —ligeramente desaliñado; lo llevaba demasiado corto para algo más— y el agua de lluvia le goteaba por los lados de la cara y dentro de los ojos. Se hizo una idea de la situación con una mirada; pareció comprenderlo todo.
—¡Zorra insoportable! —gritó, y rodeó la mesa para agarrarla.
Ella lo apuñaló con el cuchillo de carnicero. La hoja se le clavó entre los dos primeros dedos de su estirada mano derecha y se hundió en la carne hasta el final de la V que los unía. La sangre salió a borbotones. Pickering gritó por el dolor y la sorpresa; más por la sorpresa, pensó ella. Las hienas no esperan que las víctimas se rebelen…
Él la atrapó con la mano izquierda, la agarró por la muñeca, la retorció. Algo crujió. O quizá se partió. En cualquier caso, el dolor le envolvió el brazo, como una luz brillante. Ella intentó sostener el cuchillo, pero no pudo. Salió volando por la habitación, y cuando él le soltó la muñeca, la mano derecha se le aflojó, sus dedos se abrieron.
Él se abalanzó sobre ella y Em lo empujó hacia atrás usando ambas manos y haciendo caso omiso del grito de dolor de su muñeca torcida. Fue puro instinto. Su mente racional le habría dicho que un simple empujón no detendría a ese tipo, pero en esos momentos su mente racional estaba encogida en un rincón de su cabeza, incapaz de hacer nada más que esperar que todo acabara bien.
Echó todo su peso sobre ella, pero el trasero de Em estaba apoyado en el desconchado labio de la mesa central. Él se tambaleó hacia atrás con una expresión de asombro que en otras circunstancias habría parecido cómica, y se resbaló con uno o varios cubitos de hielo. Durante un momento pareció un personaje de dibujos animados —el Correcaminos, quizá— corriendo a toda velocidad sin moverse del sitio mientras intentaba no caerse. Entonces pisó más cubitos de hielo (ella los vio girar y destellar por el suelo), perdió el equilibrio y se golpeó la parte de atrás de la cabeza contra el frigorífico recientemente abollado.
Él levantó su mano ensangrentada y la miró. Luego la miró a ella.
—Me has cortado —dijo—. Zorra, puta estúpida, mira esto, me has cortado. ¿Por qué me has cortado?
Intentó levantarse, pero más cubitos de hielo zigzaguearon debajo de él y volvió a caerse. Giró sobre una rodilla, para tratar de levantarse de ese modo, y durante un momento le dio la espalda. Em cogió de la mesa el apoyabrazos izquierdo roto de la silla. Todavía le colgaban tiras andrajosas de cinta adhesiva. Pickering recuperó el equilibrio y se abalanzó hacia ella. Emily lo estaba esperando. Descargó el apoyabrazos de madera contra su frente usando las dos manos; la derecha no quería cerrarse, pero ella la obligó. Una parte de ella, atávica y preparada para la supervivencia, incluso recordó agarrar con todas sus fuerzas la vara de madera de arce roja; sabía que eso maximizaría la fuerza, y maximizar la fuerza era bueno. Al fin y al cabo, era el reposabrazos de una silla, no un bate de béisbol.
Hubo un ruido sordo. No sonó tan fuerte como el portazo de la puerta batiente cuando él la empujó para entrar en la cocina, pero aun así se oyó bastante alto, quizá porque la lluvia había amainado mucho más. Durante unos instantes no ocurrió nada, pero luego la sangre comenzó a manar por el cuero cabelludo y la frente. Lo miró fijamente a los ojos. El le devolvió la mirada con aturdida incomprensión.
—No —dijo débilmente, y alargó una mano para arrebatarle el apoyabrazos.
—Sí —dijo ella, y le golpeó de nuevo, esta vez de lado: un golpe agudo con las dos manos; la derecha se aflojó y soltó la vara en el último momento, pero la izquierda la agarró con firmeza. El extremo del apoyabrazos (mellado por donde se había roto, con las astillas sobresaliendo) le machacó la sien derecha. Esta vez la sangre brotó a borbotones mientras la cabeza daba una sacudida hacia un lado, hacia el hombro izquierdo. Gotas brillantes se deslizaban por su mejilla y salpicaron el suelo de baldosas.
—Basta —dijo con la voz pastosa, piafando el aire con una mano. Parecía un hombre pidiendo ayuda antes de ahogarse.
—No —dijo ella, y volvió a descargar el apoyabrazos contra su cabeza.
Pickering gritó y se alejó de ella tambaleándose, con la cabeza agachada, intentando interponer entre ellos la mesa central de la cocina. Pisó otros cubitos de hilo y resbaló, pero esta vez logró mantenerse en pie. Cuestión de suerte, pensó ella, porque el hombre tenía que sentir de todo menos estabilidad.
Durante un momento ella casi lo dejó ir, pensó que saldría corriendo por la puerta batiente. Eso era lo que ella habría hecho. Pero entonces su padre habló, con mucha calma, dentro de su cabeza: «Está buscando el cuchillo, cariño».
—No —dijo ella, esta vez gruñendo—. No, no lo harás.
Intentó rodear la mesa por el otro lado y hacerle frente, pero no podía correr, al menos mientras le colgaran de la espalda los restos destrozados de la silla como una puñetara cadena; aún la tenía pegada a su rodilla izquierda. La silla golpeó contra la mesa, le rebotó en el trasero, intentó meterse entre sus piernas y hacerla tropezar. La silla parecía estar de parte de él, así que se alegró de haberla roto.
Pickering se abalanzó hacia el cuchillo —yacía cerca de la puerta batiente— y cayó sobre él como en un placaje de fútbol para recuperar una pelota suelta. Un resuello gutural emergía desde el fondo de su garganta. Em lo alcanzó justo cuando empezaba a darse la vuelta. Lo machacó con el apoyabrazos una y otra vez, chillando, consciente en alguna parte de su mente de que no golpeaba lo bastante fuerte, que no estaba generando ni de lejos la cantidad de fuerza que quería aplicar. Pudo ver su muñeca derecha palpitando, intentando vengar la atrocidad perpetrada sobre ella, como si ya diera por hecho que sobreviviría a aquel día.
Pickering se derrumbó sobre el cuchillo y se quedó ahí tirado. Ella retrocedió un poco, intentando respirar; aquellos pequeños cometas blancos volvieron a cruzar de un lado al otro su campo de visión.
Dos hombres hablaron en su cabeza. No eran voces desconocidas para ella, pero no siempre eran bienvenidas. A veces sí, pero no siempre.
Henry: «Coge ese maldito cuchillo y húndeselo entre los omóplatos».
Rusty: «No, cariño. No te acerques a él. Eso es lo que él espera. Se está haciendo el muerto».
Henry: «O en la nuca. Eso también vale. En su asquerosa nuca».
Rusty: «Hurgar debajo de él sería como meter la mano en una empacadora de heno, Emmy. Tienes dos opciones. Golpearle hasta la muerte…».
Henry, reacio pero convencido: «… o correr».
Bueno, quizá sí. O quizá no.
En un lateral de la mesa había un cajón. Lo abrió de un tirón, con la esperanza de encontrar otro cuchillo, un montón de cuchillos: cuchillos de trinchar, cuchillos para la carne, cuchillos de sierra para el pan. Se conformaba con un maldito cuchillo para la mantequilla. Pero lo que encontró fue un surtido extravagante de utensilios de cocina de plástico negro: un par de espátulas, un cucharón, y una de esas enormes cucharas para servir llenas de agujeros. Había otras baratijas, pero el chisme más peligroso con el que sus ojos se toparon fue un pelapatatas.
—Escúchame —dijo ella. Su voz era ronca, casi gutural. Tenía la garganta seca—. No quiero matarte, pero si me obligas lo haré. Tengo un tenedor de carne en las manos. Si intentas darte la vuelta, te lo clavaré en la nuca y empujaré hasta que salga por delante.
¿Le habría creído? Esa era la primera pregunta. Estaba segura de que él se había llevado a propósito todos los cuchillos excepto el que tenía debajo de su cuerpo, pero ¿podía estar seguro de que se había llevado todos los demás objetos afilados? La mayoría de los hombres no saben qué tienen en los cajones de la cocina —lo sabía por la convivencia con Henry y, antes de Henry, con su padre—, pero Pickering no era como la mayoría de los hombres y esa no era como la mayoría de las cocinas. Pensó que más bien era como un quirófano. Sin embargo, dado lo aturdido que estaba (¿lo estaba?), y dado que probablemente él creía que un fallo de su memoria podría significar la muerte, Em pensó que el farol funcionaría. Pero había otra pregunta: ¿podía oírla? ¿O comprender lo que le decía? Un farol no podía funcionar si la persona a la que intentabas engañar no entendía la apuesta.
Pero no iba a quedarse ahí debatiéndolo. Eso era lo peor que podía hacer. Se inclinó, sin apartar en ningún momento los ojos de Pickering, e introdujo los dedos bajo la última tira de cinta que todavía la unía a la silla. Los dedos de su mano derecha ya no querían moverse, pero ella los obligó. Y su piel empapada de sudor la ayudó. Estiró hacia abajo y la cinta empezó a desprenderse con otro malhumorado desgarrón. Supuso que le dolería, una franja de color rojo brillante le cruzaba la rótula de un lado a otro (por alguna razón la palabra «Júpiter» surcó de manera fortuita su mente), pero había llegado demasiado lejos para sentir ese tipo de cosas. De un tirón, la cinta se despegó hasta el tobillo, donde quedó arrugada y retorcida. Sacudió el pie con fuerza y lo echó hacia atrás, libre. La cabeza le palpitaba, bien por el esfuerzo bien por el golpe que el hombre le había dado cuando descubrió a la chica muerta en el maletero del Mercedes.
—Nicole —dijo ella—. Se llamaba Nicole.
Nombrar a la chica muerta pareció devolverla en cierto modo a la realidad. La idea de intentar sacar el cuchillo de carnicero de debajo del hombre le parecía ahora una locura. La parte de ella que a veces le hablaba con la voz de su padre tenía razón; incluso quedarse con Pickering en la misma habitación era tentar a la suerte. Lo único que le quedaba era escapar. Solo eso.
—Me voy —dijo—. ¿Me has oído?
El no se movió.
—Tengo el tenedor de carne. Si me sigues, te lo clavaré. Te… te sacaré los ojos. Lo único que tienes que hacer es quedarte donde estás. ¿Lo has entendido?
El no se movió.
Emily se apartó de él, luego se dio la vuelta y salió de la cocina por la puerta que había al otro lado de la habitación. Seguía aferrando el apoyabrazos ensangrentado.
Había una fotografía en la pared de la cama
Al otro lado estaba el comedor. Había una larga mesa con la parte superior de cristal. Alrededor había siete sillas de madera de arce roja. El lugar donde debería estar la octava permanecía vacante. Por supuesto. Mientras contemplaba el sitio vacío en el lado de la «madre» de la mesa, le vino a la cabeza un recuerdo: la sangre brotándole en una diminuta perla por debajo del ojo mientras Pickering le decía: De acuerdo, bien, de acuerdo. El la había creído cuando ella había dicho que Deke era el único que podría saber que ella estaba en el Pastillero, y había echado el pequeño cuchillo —el pequeño cuchillo de Nicole, pensó de pronto— en el fregadero.
Así que había tenido todo el tiempo un cuchillo con el que amenazarlo. Aún estaba allí. En el fregadero. Pero no iba a regresar a por él. Ni hablar.
Cruzó la habitación y entró en un pasillo con cinco puertas, dos a cada lado y una al final. Las dos primeras puertas que probó estaban abiertas, a la izquierda había un cuarto de baño y a la derecha una lavandería. La lavadora era de las grandes, y tenía el tambor abierto. En la estantería de al lado había una caja de detergente Tide. Una camisa manchada de sangre colgaba medio dentro medio fuera del tambor. Emily estaba bastante segura de que era la camisa de Nicole, aunque no podía afirmarlo. Y si lo era, ¿por qué Pickering había planeado lavarla? Lavarla no disimularía los agujeros. Emily recordaba haber pensado que había docenas, aunque seguro que eso no era posible. ¿Lo era?
Pensó que en realidad sí era posible: Pickering era un demente.
Abrió la puerta adyacente al cuarto de baño y encontró una habitación de invitados. No era más que un oscuro y estéril cajón ocupado por una cama de matrimonio, con la ropa de cama tan rigurosamente estirada que una moneda de cinco centavos sin duda rebotaría sobre la colcha. ¿Habría hecho la cama una criada? Nuestros sondeos indican que no, pensó Em. Nuestros sondeos indican que ninguna criada ha puesto jamás los pies en esta casa. Solo las «sobrinas».
La puerta opuesta a la habitación de invitados comunicaba con un estudio. Era tan estéril como la habitación que había al otro lado del pasillo. Había dos archivadores en un rincón, y un escritorio enorme que no tenía nada encima salvo un ordenador Dell cubierto con un plástico transparente para el polvo. El suelo era de sencillas tablas de roble. No había alfombra. No había cuadros en las paredes. El único ventanal tenía los postigos echados, solo dejaba entrar unos pocos rayos de luz pálida. Al igual que la habitación de invitados, aquel lugar parecía sombrío y olvidado.
El nunca ha trabajado aquí, pensó, y sabía que era verdad. Era un escenario. Toda la casa lo era, incluida la habitación de la que había escapado; la habitación que parecía una cocina pero no era más que un quirófano, con los mostradores y el suelo completamente limpios.
La puerta del final del pasillo estaba cerrada y, a medida que se acercaba, sabía que tendría la llave echada. Si él entraba por el extremo de la cocina/comedor, quedaría atrapada a ese lado del pasillo. Atrapada sin ningún lugar adonde echar a correr, y en aquellos días correr era lo único que se le daba bien, lo único para lo que ella era buena.
Arrancó una tira de tela de sus pantalones cortos —ahora sentía la ropa flotando sobre ella, con las costuras de la parte de atrás rasgadas— y envolvió el pomo. Su presentimiento había sido tan grande que cuando el pomo giró en su mano le costó creerlo. Abrió la puerta de un empellón y se adentró en lo que tenía que ser el dormitorio de Pickering. Era casi tan estéril como la habitación de invitados, pero no tanto. Y ello por una razón: había dos almohadas en lugar de una, y la colcha (que parecía la gemela de la cama de la habitación de invitados) estaba abierta formando un minucioso triángulo, lista para recibir a su dueño en el confort de las sábanas frescas después de un duro día de trabajo. Y había una alfombra en el suelo. Una alfombra barata de nailon, pero cubría el suelo de pared a pared. Sin duda Henry la habría llamado la Alfombra Especial de Granjeros, pero hacía juego con las paredes azules y conseguía que la habitación pareciera menos anodina que las otras. También había un pequeño escritorio —parecía un viejo pupitre de colegio— y una silla de madera clara. Y aunque era mucho más pequeño que el del estudio, con su enorme (y lamentablemente cerrado) ventanal y su caro ordenador, Em tuvo la sensación de que aquel escritorio lo habían usado. Que Pickering se había sentado allí para escribir a mano, encorvado como un niño en el aula de un colegio de campo. Escribiendo cosas en las que ella no quería pensar.
Allí también había una ventana grande. Y, al contrario que la de la habitación de invitados, esta no tenía los postigos echados. Antes de que Em pudiera mirar afuera y ver qué había más allá, su atención se desvió a una fotografía de la pared de la cama. No estaba colgada y, desde luego, no tenía marco, solo estaba clavada con una chincheta. Había otros agujeritos alrededor, como si otras fotografías hubieran estado clavadas ahí a lo largo de los años. Aquella era una imagen a todo color con la fecha 19/04/07 impresa digitalmente en la esquina derecha. A juzgar por el color del papel, y por alguien que no era muy ducho en fotografía, no había sido tomada con una cámara digital sino con una de las antiguas. Por otro lado, el fotógrafo tal vez estuviera nervioso. Del modo en que las hienas se ponen nerviosas cuando anochece y hay presas frescas en perspectiva, supuso ella. Estaba borrosa, como si la hubieran tomado con un teleobjetivo, y el tema no estaba centrado. El tema era una mujer joven de largas piernas vestida con unos pantalones vaqueros cortos y un top muy corto en el que ponía BAR CERVEZA EN PUNTO. Sobre los dedos de la mano izquierda sostenía en equilibrio una bandeja, como una camarera de un alegre y viejo cuadro de Norman Rockwell. Se reía. Tenía el pelo rubio. Em no podía asegurar que fuese Nicole, al menos a partir de esa foto borrosa y esos pocos horribles segundos durante los que había contemplado a la chica muerta en el interior del maletero del Mercedes…, pero estaba segura de que era ella. Su corazón estaba seguro.
Rusty: «No importa, cariño. Tienes que largarte de aquí. Tienes que salir de esta habitación».
Como para corroborarlo, la puerta entre la cocina y el comedor se abrió de un portazo… casi lo bastante fuerte como para arrancarla de sus goznes.
No, pensó. Toda su sensibilidad salió de su interior. Pensaba que no volvería a orinarse encima, pero ya no se veía capaz de afirmarlo. No, no puede ser.
—¿Quieres jugar sucio? —gritó Pickering. Su voz sonaba aturdida y alegre—. De acuerdo, yo también puedo jugar sucio. Claro. No hay problema. ¿Quieres? ¡Por supuesto! Papá va a hacerlo.
Se acercaba. Estaba cruzando el comedor. Se tropezó con una de las otras sillas (quizá una del lado del «padre» de la mesa), y ella oyó un ruido sordo seguido de un sonoro estruendo al apartarla de su camino. El mundo daba vueltas a su alrededor, tornándose gris a pesar de que esa habitación era relativamente luminosa ahora que la tormenta se había disipado.
Volvió a morderse el labio herido. Un nuevo hilillo de sangre fresca se deslizó por su barbilla, pero trajo de nuevo color y realidad al mundo. Cerró con un portazo y buscó a tientas el pestillo. No había pestillo. Miró alrededor y se fijó en la humilde silla de madera que había frente al humilde escritorio de madera. Mientras Pickering corría tambaleándose, dejando atrás la lavandería y el estudio —¿aferraba el cuchillo de carnicero? Por supuesto que sí—, ella agarró la silla, la colocó debajo del pomo de la puerta y la atrancó. Solo un instante más tarde él golpeaba la puerta con ambas manos.
Pensó que si ese suelo hubiera sido también de tablas de roble, la silla resbalaría como un disco del juego de tejos. Quizá debería haberla cogido y haberle golpeado con ella: Em la Valiente Domadora de Leones. No se le había ocurrido. En cualquier caso, estaba la alfombra. Nailon barato pero grueso; al menos eso parecía. Las patas atrancadas de la silla se clavaron y aguantaron, aunque vio una arruga a lo largo y ancho de la alfombra.
Pickering rugía y comenzó a golpear la puerta con los puños. Ella esperaba que siguiera aferrando el cuchillo mientras lo hacía; así a lo mejor se cortaba la garganta sin querer.
—¡Abre la puerta! —gritó—. ¡Abre! ¡Estás empeorando tu situación!
Como si pudiera, pensó Em, retrocediendo. Miró alrededor. ¿Ahora qué? ¿La ventana? ¿Qué más? Solo había una puerta, así que tenía que ser por la ventana.
—¡Me estás volviendo loco, Lady Jane!
No, ya estabas loco. Loco de remate.
Vio que la ventana era especial, de esas que solo sirven para mirar a través de ellas pero que no pueden abrirse. Por el aire acondicionado. Así que, ¿qué le quedaba? ¿Atravesarla como Clint Eastwood en uno de esos viejos spaghetti western? Sonaba posible; era el tipo de cosas que le habría encantado hacer de cría, pero pensó que terminaría hecha jirones si lo intentaba. Clint Eastwood, La Roca y Steven Seagal contaban con especialistas que los sustituían cuando había que rodar esas viejas secuencias de salir-volando-por-la-ventana-de-la-taberna. Y además los especialistas tenían cristales especiales.
Oyó detrás de la puerta el rápido golpeteo de sus pisadas retrocediendo y luego corriendo hacia ella. Era una puerta pesada, pero Pickering no estaba bromeando, y la puerta tembló en el marco. Esta vez la silla cedió dos o tres centímetros antes de resistir el envite. Peor aún, la arruga volvía a surcar la alfombra y se escuchó un desgarro que no era diferente del sonido de la cinta adhesiva al despegarse. Él estaba sorprendentemente en forma para alguien al que habían golpeado en la cabeza y los hombros con un sólido trozo de madera de roble, pero por supuesto también estaba a la vez loco y lo bastante cuerdo como para saber que si ella lograba escapar, él no lo haría. Ella suponía que esa era una motivación poderosa.
Debería haberle golpeado con toda la puñetera silla, pensó.
—¿Quieres jugar? —jadeó él—. Yo jugaré. Claro. Puedes apostar tu trasero. Pero estás en mi terreno de juego, ¿sabes? ¡Y aquí… estoy… yo!
Golpeó la puerta de nuevo. Esta resistió en el marco, las bisagras se aflojaron, y la silla retrocedió dos o tres centímetros más. Em vio oscuras marcas en forma de lágrima entre las patas atrancadas y la puerta: desgarros en la alfombra barata.
Por la ventana entonces. Si iba a morir desangrada por solo Dios sabía cuántas heridas, sería ella quien se las infligiera. Quizá… si se envolvía con la colcha…
Entonces fijó la vista en el escritorio.
—¡Señor Pickering! —dijo, agarrando el escritorio por los lados—. ¡Espere! ¡Quiero hacer un trato con usted!
—No hago tratos con zorras, ¿de acuerdo? —dijo con petulancia, pero se detuvo durante un momento, quizá para recobrar la respiración, y le dio algo de tiempo. Tiempo era todo lo que ella quería. Tiempo era lo único que podía conseguir de él; en realidad no necesitaba que él le dijera que no era el tipo de hombre que hace tratos con zorras—. ¿Cuál es tu gran plan? Díselo a Papá Jim.
Ahora su plan era el escritorio. Lo levantó, casi convencida de que la parte baja de su espalda le estallaría como un globo.
Pero era ligero, y más cuando cayeron de él varias pilas de folios atadas con gomillas que parecían manuales universitarios.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó él de repente, y luego—: ¡No hagas eso!
Ella corrió hacia la ventana, luego frenó en seco y lanzó el escritorio. El sonido de cristales rotos fue enorme. Sin detenerse a pensar ni a mirar —pensar no le haría ningún bien llegados a ese punto, y mirar solo la asustaría si había mucha altura—, tiró de la colcha.
Pickering golpeó la puerta de nuevo, y aunque la silla resistió una vez más (ella sabía que si no hubiera aguantado, él habría irrumpido corriendo en la habitación y la habría atrapado), se oyó un sonoro crujido en la madera.
Em se envolvió con la colcha desde la barbilla hasta los pies, por un momento pareció una mujer india de un cuadro de N. C. Wyeth a punto de adentrarse en una tormenta de nieve. Luego se lanzó por el agujero dentado de la ventana justo en el instante en que la puerta se abría estrepitosamente detrás de ella. Varias flechas de cristal rasgaron la colcha pero ninguna rozó a Em.
—¡Maldita zorra insoportable! —gritaba Pickering detrás de ella (muy cerca de ella), y luego ella estaba volando.
La gravedad es la madre de todos
Durante su infancia había sido muy poco femenina, prefería los juegos de los chicos (el mejor era uno que se llamaba sencillamente Pistolas) en el bosque que había detrás de su casa en las afueras de Chicago, a tontear con Barbie y Ken en el porche delantero. Se pasaba la vida vestida con vaqueros Toughskins y zapatillas de deporte, y con el pelo recogido en una cola de caballo. En la televisión, ella y su mejor amiga Becka miraban viejas películas de Eastwood y de Schwarzenegger, en lugar de las de las gemelas Olsen, y cuando veían Scooby-Doo se identificaban más con el perro que con Velma o Daphne. Durante dos años en la escuela de gramática, sus almuerzos fueron Scooby-galletas.
Y trepaban a los árboles, por supuesto. Emily creía acordarse de Becka y ella colgando de los árboles de sus respectivos patios durante un verano entero. Por entonces debían de tener unos nueve años. Salvo las lecciones de su padre sobre cómo caer, lo único que Em podía recordar claramente de aquel verano en que subían a los árboles era a su madre poniéndole una pomada en la nariz mientras le decía «¡No te la quites, Emmy!» con su voz de obedéceme-o-muere.
Un día, Becka perdió el equilibrio y estuvo en un tris de caer de cinco metros de altura al césped de los Jackson (quizá solo eran tres metros, pero en aquel entonces a las chicas les habían parecido ocho… incluso quince). Se salvó porque se agarró a una rama, pero luego se quedó allí colgando, pidiendo ayuda a gritos.
Rusty había estado cortando el césped. Se acercó paseando —sí, paseando; incluso se tomó tiempo para apagar la Briggs & Stratton— y extendió los brazos.
—¡Salta! —dijo, y Becka, que dos años antes todavía creía en Santa Claus y que seguía confiando en él plenamente, saltó. Rusty la cogió en el aire con facilidad, luego le dijo a Em que bajara del árbol. Les pidió que se sentaran en la base. Becka sollozaba un poco, y Em estaba asustada; sobre todo porque subirse a los árboles iba a convertirse en un acto prohibido, como ir sola a la tienda de la esquina después de las siete.
Rusty no se lo prohibió (aunque la madre de Emily lo habría hecho, si hubiera estado asomada a la ventana de la cocina). Lo que hizo fue enseñarles cómo caer. Y luego practicaron durante casi una hora.
Qué día tan genial había sido.
Cuando salía por la ventana, Em vio que había una distancia de narices hasta el patio enlosado. Quizá solo eran tres metros, pero mientras caía con el cobertor hecho jirones revoloteando a su alrededor le parecieron ocho. O quince.
Flexiona las rodillas, le había dicho Rusty dieciséis o diecisiete años antes, durante el Verano de Trepar a los Árboles, también conocido como el Verano de la Nariz Blanca. No les obligues a amortiguar el impacto. Lo harían —en nueve de cada diez ocasiones, si hay mucha altura, lo harían—, pero podrías terminar con un hueso roto. Una cadera, una pierna o un tobillo. Un tobillo es lo habitual. Recuerda que la gravedad es la madre de todos. Déjala hacer. Deja que te abrace. Flexiona las rodillas, luego encógete y rueda.
Em chocó con las losas rojas de estilo español y flexionó las rodillas. Al mismo tiempo se giró sobre un hombro en el aire, echando el peso hacia la izquierda. Encogió la cabeza y rodó. No le dolió —al menos no le dolió inmediatamente— pero una fuerte sacudida la recorrió de arriba abajo, como si su cuerpo se hubiera convertido en un pozo vacío y alguien hubiera dejado caer un enorme mueble justo en el centro. Pero evitó golpearse la cabeza contra las baldosas. Y pensó que no se había roto la pierna, aunque solo cuando se levantara descubriría si tenía razón.
Chocó contra una mesa metálica lo bastante fuerte como para tirarla. Luego intentó ponerse en pie; no tenía la certeza de que su cuerpo hubiera salido de aquella lo suficientemente ileso como para levantarse hasta que por fin lo hizo. Miró hacia arriba y vio a Pickering asomado a la ventana rota. Tenía el rostro apretado en una mueca y blandía el cuchillo de un lado a otro.
—¡Para! —gritó—. ¡Deja de huir y quédate ahí!
Como si pudiera, pensó Em. La última lluvia de aquella tarde había dado paso a la niebla; su cara, vuelta hacia arriba, estaba salpicada de rocío. Le pareció celestial. Alzó el dedo corazón y luego lo sacudió para mayor énfasis.
—¡Baja ese dedo, hija de la gran puta! —rugió Pickering, y le lanzó el cuchillo. Ni siquiera cayó cerca. Chocó contra las baldosas con un sonido metálico y se coló por debajo de una parrilla de gas de dos fogones. Cuando Em volvió a mirar hacia arriba, no había nadie en la dentada ventana.
La voz de su padre le dijo que Pickering estaba al llegar, pero Em no necesitaba que le refrescaran la memoria. Se dirigió al borde del patio —caminando con soltura, no cojeaba, aunque suponía que podía deberse a la descarga de adrenalina— y miró hacia abajo. Un metro la separaba de la arena y las espigas. Una minucia en comparación con el salto al que acababa de sobrevivir. Más allá del patio estaba la playa, donde había hecho tantas carreras matutinas.
Miró en la otra dirección, hacia la carretera, pero no era una buena opción. El feo muro de hormigón era demasiado alto. Y Pickering estaba al llegar. Por supuesto que sí.
Se agarró con una mano al enladrillado ornamental, luego saltó a la arena. Las espigas le hicieron cosquillas en los muslos. Cruzó a toda prisa la duna entre el Pastillero y la playa, sujetando lo que quedaba de sus pantalones cortos y mirando por encima del hombro una y otra vez. Nada… nada… y entonces Pickering irrumpió de repente por la puerta trasera y le gritó que se quedara donde estaba. Se había desprendido del impermeable amarillo y aferraba otro objeto afilado. Lo agitaba con la mano izquierda mientras recorría el patio. Em no podía distinguir qué era, pero tampoco quería saberlo. No quería que él le acercara esa cosa.
Podía dejarlo atrás. Algo en su modo de andar le dijo que correría deprisa durante un rato pero luego, a pesar de la fuerza que la locura y el miedo a ser descubierto pudiera proporcionarle, aflojaría.
Pensó: Es como si hubiera estado todo el tiempo entrenando para esto.
Sin embargo, cuando llegó a la playa estuvo a punto de cometer un error crucial: casi torció hacia el sur. En esa dirección había menos de quinientos metros hasta el extremo de Vermillion Key. Por supuesto que cuando llegara al puente podría gritar auxilio hacia la caseta de vigilancia (chillar a todo pulmón, en realidad), pero si Pickering le había hecho algo a Deke Hollis —y ella temía que así fuera—, estaría acabada. Quizá pasara un barco y ella pudiera gritarle, pero dudaba que eso frenara a Pickering; a esas alturas probablemente estaría dispuesto a acuchillarla hasta la muerte en un estudio del Radio City Music Hall mientras los Rockettes observaban.
Así que giró hacia el norte, donde casi tres kilómetros de playa desierta se extendían entre ella y la Cabaña de Hierba. Se quitó las zapatillas y empezó a correr.
Lo que no esperaba era la belleza
No era la primera vez que corría por la playa después de una de esas breves pero poderosas tormentas vespertinas; la sensación de la humedad acumulándose en su rostro y sus brazos le era familiar. Así como el intenso sonido del oleaje (la marea estaba subiendo, reduciendo la playa a una estrecha franja) y los intensos aromas: sal, algas, flores, incluso madera húmeda. Ella había esperado estar asustada, del modo en que suponía que la gente se asustaba cuando entraba en combate y realizaba cosas peligrosas que generalmente (pero no siempre) terminaban bien. Lo que no esperaba era la belleza.
La niebla había llegado desde el océano. El agua era un fantasma de un verde sombrío que empujaba el blanco hacia la orilla. Los peces tenían que haber huido, porque había un pelícano como-todo-lo-que-quiero merodeando por allí. Lo distinguió por la sombra que proyectaba, plegando las alas y zambulléndose en el agua. Otros pocos se balanceaban arriba y abajo posados en las olas, simulando estar tan muertos como un señuelo, pero observándola. Más allá, a su izquierda, el sol era una pequeña moneda amarilloanaranjada que brillaba perezosamente.
Tenía miedo de que volviera a darle un calambre en la pantorrilla; si eso ocurría, estaría acabada, sentenciada. Pero la pantorrilla se había acostumbrado a aquel trabajo y la sentía bastante flexible, aunque tal vez demasiado caliente. Le preocupaba más la parte baja de la espalda, que lanzaba una punzada cada tres o cuatro pasos y enviaba un intenso destello de dolor cada veinte pasos más o menos. Ella le hablaba mentalmente con ternura, le prometía baños calientes y masajes shiatsu cuando todo aquello acabara y la feroz criatura que la perseguía estuviera a buen recaudo en la cárcel de Collier County. Eso parecía funcionar. Comparado con la carrera parecía una especie de masaje. Tenía razones para pensar que así era.
Pickering le gritó dos veces más que se detuviera, luego permaneció en silencio, se reservó el aliento para la persecución. Ella miró hacia atrás una vez y pensó que estaría quizá a unos setenta metros; lo único que se distinguía en ese nebuloso atardecer era su camisa roja Izod. Volvió a mirar y lo vio más nítido; pudo distinguir sus pantalones caqui manchados de sangre. Cincuenta metros más atrás. Pero jadeaba. Bien. Que jadeara era bueno.
Emily saltó sobre una maraña de ramas y sus pantalones cortos se deslizaron hacia abajo, amenazando con dificultarle el avance o incluso con hacerle tropezar. No tenía tiempo para detenerse y quitárselos, así que tiró de ellos salvajemente, deseando encontrar un cordón del que poder tirar aunque fuera con los dientes.
Oyó un grito tras ella y pensó que en él había miedo y furia. Sonaba como si Pickering por fin se hubiera dado cuenta de que no se saldría con la suya. Ella se arriesgó a mirar otra vez atrás, esperanzada, y su esperanza no fue en vano. Él había tropezado y estaba de rodillas en la maraña de ramas por la que ella había cruzado. Su nueva arma yacía delante de él, formando una X sobre la arena. Unas tijeras. Unas tijeras de cocina. De esas grandes que los cocineros utilizan para cortar cartílagos y huesos. Él las recogió del suelo y se levantó con gran esfuerzo.
Emily siguió corriendo, y al mismo tiempo aumentó un poco la velocidad. Lo hizo sin pensar, aunque no creía que su cuerpo hubiese tomado el control de la situación. Entre su cuerpo y su mente había algo, algún punto de contacto. Aquella era la parte de su interior que deseaba hacerse cargo de todo, y Em lo permitió. Aquella parte quería que Em se transformase poco a poco, casi suavemente, para que el animal que la perseguía no se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Aquella parte quería burlarse de Pickering, animarle a que corriera más deprisa y le siguiera al ritmo, quizá incluso que acortara un poco la ventaja que le llevaba. Aquella parte quería que se agotara y se desinflara. Aquella parte quería oírle jadear y resollar. Quizá incluso toser, si era fumador (aunque eso era esperar demasiado). Entonces ella pondría esa marcha directa que sabía que poseía pero que pocas veces usaba; siempre le había parecido que esa marcha era de algún modo como tentar al destino. Como hacer alas de cera en un día soleado. Pero ahora no tenía elección. Y si había tentado al destino fue cuando se desvió para echar un vistazo al patio enlosado del Pastillero.
¿Y qué otra opción tenía si había visto su pelo? Quizá fue el destino el que me tentó a mí.
Siguió corriendo, sus pies dejaban sus huellas en la arena a medida que avanzaba. Miró de nuevo hacia atrás y vio a Pickering a solo unos cuarenta metros de distancia, pero cuarenta metros estaba bien. Teniendo en cuenta la rojez y la tensión de su cara, cuarenta metros estaban muy bien.
Hacia el oeste y sobre su cabeza las nubes se rasgaron con una rapidez propia del trópico, iluminando la niebla instantáneamente del lóbrego gris a un blanco cegador. Jirones de sol salpicaban la playa con manchas de luz; Em entró y salió de una de ellas con una sola zancada; notó que la temperatura aumentaba con la humedad y después bajaba de nuevo cuando la niebla volvió a abrazarla. Era como pasar corriendo por delante de una lavandería con la puerta abierta en un día helado. Delante de ella el brumoso azul se abrió en un enorme ojo de gato. Un arco iris doble se alzaba en lo alto, cada uno de los colores llameante y definido. Los extremos de la zona oeste se sumían en la deshilachada niebla y desaparecían en el agua; hacia el continente se curvaban y desaparecían entre las palmeras y las péndulas de cera.
Su pie derecho chocó con su tobillo izquierdo y tropezó. Estuvo a punto de caerse, pero recuperó el equilibrio. Sin embargo ahora él se encontraba a unos treinta metros de distancia, y eso era demasiado cerca. Se acabó lo de mirar los arcos iris. Si no se concentraba, los que tenía delante serían los últimos que vería.
Volvió a mirar hacia delante y vio a un hombre, de pie, con el agua por los tobillos y observándolos. Solo llevaba puestos unos pantalones cortos vaqueros recortados y un pañuelo rojo empapado. Tenía la piel bronceada; el pelo y los ojos eran oscuros. Era bajo pero robusto como un guante de béisbol. Salía caminando del agua, y ella vio la preocupación en su rostro. Oh, gracias a Dios, podía ver su preocupación.
—¡Ayuda! —gritó—. ¡Ayúdeme!
La mirada de preocupación se intensificó.
—¿Señora? ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que va mal?[5]
Em sabía algo de español —una pizca de allí y otra de allá—, pero en cuanto le oyó hablar, se quedó en blanco. No importaba. Seguramente era uno de los guardas de mantenimiento de alguna de las mansiones. Habría aprovechado la lluvia para refrescarse en el océano. Quizá no tuviera una tarjeta verde[6], pero no la necesitaba para salvarle la vida. Era un hombre, era fuerte, y estaba preocupado. Em se lanzó a sus brazos y notó sobre la camiseta y la piel el agua que lo cubría.
—¡Está loco! —le gritó a la cara. Pudo hacerlo porque ambos eran casi exactamente de la misma altura. Y al menos había recordado una palabra en español. Una muy valiosa en aquella situación, pensó—. ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!
El tipo se volvió y la rodeó firmemente con un brazo. Emily miró hacia donde él estaba mirando y vio a Pickering. Sonreía. Era una sonrisa sencilla, como avergonzada. Ni siquiera la sangre que manchaba sus pantalones cortos y el rostro hinchado evitaban que la sonrisa pareciera convincente. Y lo peor era que no había rastro de las tijeras. Sus manos —la derecha con sangre coagulada entre los primeros dos dedos— estaban vacías.
—Es mi esposa —dijo con un tono de voz tan avergonzado (y tan convincente) como su sonrisa. Incluso el hecho de que estuviera jadeando parecía normal—. No te preocupes. Ella tiene… —Le falló su español, o simuló que le fallaba. Abrió las manos; seguía sonriendo—. ¿Problemas? ¿Tiene problemas?
Los ojos del latino se abrieron de comprensión y alivio.
—¿Problemas?
—Sí—convino Pickering. Se acercó una de sus manos abiertas a la boca e hizo el gesto de beber de una botella.
—¡Ah! —dijo el latino, asintiendo—. ¡Está borracha!
—¡No! —gritó Em, notando que el tipo estaba a punto de empujarla a los brazos de Pickering, deseoso de deshacerse de aquel inesperado problema, de aquella inesperada señora. Ella le echó el aliento en el rostro para demostrarle que no había bebido alcohol. Entonces la inspiración le hizo daño en el labio y ella se dio unos golpecitos en la boca hinchada—. ¡Loco! ¡Él me ha hecho esto!
—Nah, se lo ha hecho ella misma, compañero —dijo Pickering—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo el latino, y asintió, pero no empujó a Em hacia Pickering. Parecía confuso. Emily recordó otra palabra, esta desenterrada de algún programa educacional que había visto (probablemente con la fiel Becka) cuando no estaba viendo Scooby-Doo.
—Peligro —dijo, obligándose a no gritar. Gritar era lo que hacían las esposas locas. Clavó los ojos en los del nadador latino—. Peligro. ¡Él! ¡Señor Peligro!
Pickering se rió y se acercó a ella. Aterrada por lo cerca que estaba (era como tener una empacadora de heno acercándose de repente), le dio un empellón. Él no se lo esperaba, y aún no había recobrado el aliento. No llegó a caerse pero dio un paso hacia atrás, asombrado, con los ojos como platos. Las tijeras salieron volando de la cintura de la parte de atrás de sus pantalones, donde las tenía escondidas. Durante un momento los tres se quedaron mirando fijamente la X de metal sobre la arena. El oleaje rugía monótonamente. Los pájaros gritaban dentro de la deshilachada niebla.
Un momento después estaba de pie y corriendo de nuevo
La sencilla sonrisa de Pickering —la que debía de haber usado con tantas «sobrinas»— resurgió.
—Puedo explicarlo, pero no tengo la suficiente capacidad idiomática. Tengo una explicación perfecta, ¿de acuerdo? —Se dio unos golpecitos en el pecho como Tarzán—. No Señor Loco, No Señor Peligro, ¿de acuerdo? —Quizá con eso valía. Pero entonces, todavía con una sonrisa y señalando a Em, dijo—: Ella es bobo perra.
Ella no tenía ni idea de lo que significaba bobo perra, pero vio cómo cambiaba la cara de Pickering al decirlo. Principalmente tenía que ver con su labio superior, que se había arrugado y luego levantado, como la parte de arriba del hocico de un perro cuando gruñe. El latino empujó a Em un paso hacia atrás con un amplio movimiento del brazo. No la puso completamente detrás de él, pero casi, y el significado era claro: protección. Luego se inclinó y tendió la mano hacia la X de metal que yacía en la arena.
Si lo hubiera hecho antes de apartar a Em, quizá habría salido bien. Pero Pickering vio que las cosas se le iban de las manos y también se lanzó hacia las tijeras. Las alcanzó primero, cayó de rodillas, y clavó la punta de las tijeras en el pie izquierdo cubierto de arena del latino. Este aulló; los ojos casi se le salían de las órbitas.
Se abalanzó sobre Pickering, pero este primero se echó a un lado, luego se levantó {Todavía es muy rápido, pensó Em) y se apartó. Después volvió a lanzarse hacia delante. Pasó un brazo por encima de los torneados hombros del latino, en un abrazo de colegas, y le clavó las tijeras en el pecho. El latino intentó echarse atrás, pero Pickering se movió más rápido y lo acuchilló una y otra vez. Ninguna de las heridas era profunda —Pickering actuaba demasiado rápido para eso— pero la sangre borboteaba por todas partes.
—¡No! —gritó Emily—. ¡No, basta!
Pickering se giró hacia ella solo un instante, sus ojos eran brillantes e inexpresivos, luego acuchilló al latino en la boca, clavándole las tijeras con tanta fuerza que el mango metálico chocó con los dientes del hombre.
—¿De acuerdo? —preguntó—. ¿De acuerdo? ¿Estás de acuerdo? ¿Te vale con esto, sudaca de mierda?
Emily miró alrededor en busca de cualquier cosa, un simple trozo de madera con el que golpearle, pero no había nada. Cuando volvió la vista, las tijeras estaban clavadas en uno de los ojos del latino. Este se desplomó hacia delante muy despacio, casi parecía que estaba haciendo una reverencia, y Pickering se inclinaba con él, intentando sacar las tijeras.
Em salió disparada hacia él, gritando. Encogió el hombro y le golpeó en la barriga, aunque una parte lejana de su conciencia se dio cuenta de que había sido un choque muy blando; ahí dentro había almacenado un montón de buena comida.
Pickering cayó de espaldas, jadeando, mirándola fijamente. Cuando ella intentó apartarse, él le agarró la pierna izquierda y le clavó las uñas. A su lado, el latino yacía de costado, sufriendo convulsiones y cubierto de sangre. El único rasgo que ella podía distinguir en ese rostro que treinta segundos antes había sido hermoso era la nariz.
—Ven aquí, Lady Jane —dijo Pickering, y tiró de ella—. Déjame entretenerte, ¿de acuerdo? ¿Habrá un buen entretenimiento contigo, zorra inútil?
Era fuerte, y aunque Em clavó los pies en la arena, él llevaba las de ganar. Notó su respiración cálida en el tobillo y entonces los dientes de Pickering se hundieron en su talón.
Nunca antes había sentido tanto dolor; cada grano de arena de la playa se volvió nítido a sus ojos. Em gritó y arremetió contra él con su pie derecho. Gracias sobre todo a la suerte —la puntería era algo que en esos momentos la sobrepasaba—, le golpeó de lleno y muy fuerte. Él aulló (un aullido amortiguado), y la punzante agonía en su talón izquierdo cesó tan de repente como había empezado, dejando únicamente un dolor abrasador. Algo había crujido en la cara de Pickering. Ella lo sintió y lo oyó. Pensó que había sido un pómulo. Quizá la nariz.
Se arrastró sobre las manos y las rodillas, con su muñeca torcida bramando un dolor que casi rivalizaba con el que sentía en el pie. Por un momento, incluso con sus harapientos pantalones cortos medio caídos, pareció una atleta esperando el pistoletazo de salida. Un instante después estaba de pie y corriendo de nuevo, solo que ahora parecía una tullida saltando a la comba. Se acercó al agua. Su cabeza rugía incoherencias (por ejemplo, que debía de parecer la ayudante lisiada del sheriff de alguna vieja película del Oeste de las que emitían en la televisión; el pensamiento le dio un latigazo en la cabeza, llegó y se marchó), pero su instinto de supervivencia todavía seguía lo bastante lúcido para querer correr sobre arena compacta. Tiró frenéticamente hacia arriba de sus pantalones y vio que tenía las manos cubiertas de sangre y arena. Con un sollozo, se restregó primero una mano y luego la otra en la camiseta. Echó un vistazo sobre su hombro derecho, esperando contra toda esperanza, pero él seguía tras ella.
Lo intentó con todas sus fuerzas, corría tan rápido como era capaz, y la arena —fría y húmeda por donde pisaba— aliviaba un poco su talón inflamado, pero no lograba alcanzar un ritmo que se asemejara al anterior. Miró atrás y vio que él estaba acortando distancias, poniendo toda la carne en el asador para un sprint final. Delante de ella, los arcos iris se desvanecían mientras el día se volvía implacablemente más brillante y caluroso.
Lo intentó con todas sus fuerzas pero sabía que no sería suficiente. Podía dejar atrás a una anciana, podía dejar atrás a un anciano, podía dejar atrás a su pobre y triste marido, pero no podía dejar atrás al loco cabrón que la perseguía. Acabaría atrapándola. Buscó un arma con la que golpearle cuando la alcanzara, pero seguía sin haber nada. Distinguió los restos carbonizados de alguna fiesta en la playa, pero estaban muy lejos y demasiado tierra adentro, cerca del lugar donde las dunas y las espigas convergían hacia la playa. El la atraparía incluso mucho antes si se desviaba en esa dirección, donde la arena era blanda y traicionera. Bastante mal estaban ya las cosas a la orilla del agua. Podía oír que se acercaba, jadeando ruidosamente y brotando sangre por la nariz rota. Incluso podía oír las rápidas pisadas de sus zapatillas sobre la dura arena. Deseaba tanto que hubiera alguien más en la playa que por un momento vio el espejismo de un tipo alto y canoso, con una nariz grande y afilada y la piel morena y áspera. Luego se dio cuenta de que su anhelante mente había conjurado a su propio padre —una última esperanza— y la ilusión se esfumó.
Él se había acercado lo suficiente para alcanzarla. Rozó con la mano la parte de atrás de la camiseta, casi atrapó la tela, pero no. La siguiente vez no fallaría. Ella viró bruscamente hacia el agua, mojándose primero los tobillos y luego las pantorrillas. Fue lo único que se le ocurrió, lo último. Tuvo la idea —inmadura, inarticulada— de alejarse a nado, o al menos de enfrentarse a él dentro del agua, donde ambos estarían en igualdad de condiciones; a falta de otra cosa, el agua podría detener las embestidas de esas horribles tijeras. Si es que lograba sumergirse lo suficiente.
Antes de que pudiera lanzarse al agua y empezar a dar brazadas —antes incluso de que el agua le llegara a los muslos—, él la aferró por el cuello de la camiseta, tiró hacia atrás, y la arrastró de nuevo hasta la orilla.
Em vio aparecer las tijeras sobre su hombro izquierdo y logró agarrarlas. Intentó girar la muñeca, pero era imposible. Pickering había afianzado las piernas en el agua, que le cubría hasta las rodillas; tenía las piernas separadas, con los pies plantados firmemente para evitar la succión de la arena cuando las olas se retiraban. Una de ellas hizo que ella tropezara y cayera encima de él. Chapotearon juntos.
La reacción de Pickering fue rápida e impredecible incluso en aquella húmeda confusión: empujó, pataleó y se retorció convulsivamente. La verdad se hizo luz en la cabeza de Em como unos fuegos artificiales en una noche oscura. No sabía nadar. Pickering no sabía nadar. Tenía una casa en el golfo de México pero no sabía nadar. Y todo cobró sentido. Sus visitas a Vermillion Key se habían limitado a deportes a puerta cerrada.
Ella rodó a un lado y él no intentó agarrarla. Estaba sentado con el agua hasta el pecho donde rompían las olas, todavía bravas por la tormenta, y todos sus esfuerzos se centraban en intentar levantarse y mantener su preciada respiración alejada de un medio al que no sabía hacer frente.
Em habría hablado con él si hubiera podido malgastar el aliento. Le habría dicho: Si lo hubiera sabido, podríamos haber terminado esto mucho antes. Y ese pobre hombre aún estaría con vida.
Pero lo que hizo fue caminar hacia él, tender la mano y agarrarlo.
—¡No! —gritó Pickering. La golpeaba con las dos manos. Las tenía vacías (debía de haber perdido las tijeras al caerse) y estaba demasiado asustado y desorientado para hacerle daño—. ¡No, no! ¡Vete, zorra!
Em no lo hizo. Lo que hizo fue arrastrarlo más adentro. Si él hubiera podido controlar su pánico, habría podido soltarse, y fácilmente, pero no podía. Y ella se dio cuenta de que en aquello probablemente había algo más que la incapacidad de nadar; algún tipo de fobia.
¿Qué hombre que le tuviera fobia al agua se compraría una casa en el golfo? Tendría que estar loco.
Eso la hizo reír, aunque él seguía golpeándola, dando locos manotazos que le alcanzaron primero en la mejilla derecha y luego más fuerte en el lado izquierdo de la cabeza. Una oleada de agua verde inundó la boca de Em y ella resopló. Volvió a tirar de él, vio que se acercaba una ola grande —suave y vidriosa, con un poco de espuma formándose en la cresta— y lo empujó de cara hacia ella. Sus gritos se convirtieron en gorgoteos estrangulados que cesaron en cuanto quedó sumergido. Luchó, se resistió y se retorció aferrándola del brazo. La ola grande la cubrió también a ella, que aguantó la respiración. Durante un momento ambos estuvieron bajo el agua y ella pudo verlo: una cara contorsionada en una máscara pálida de miedo y horror que la hacía inhumana y revelaba lo que en realidad era. Una galaxia de arenilla deambuló entre ellos y el verde. Un pececillo despistado se escabulló a un lado. Los ojos de Pickering sobresalían de sus cuencas. Su corto peinado estaba desgreñado, y eso era lo que ella miraba. Lo miraba de cerca mientras un hilillo plateado de burbujas salía de su nariz. Y cuando los mechones de pelo cambiaron de dirección, apuntando hacia Texas en lugar de a Florida, lo empujó con todas sus fuerzas y lo soltó. Luego plantó los pies en el fondo arenoso y se impulsó hacia arriba.
Salió al brillante aire con un grito ahogado. Aspiró una bocanada de aire antes de quedarse sin respiración, y luego empezó a caminar de espaldas hacia la arena, un paso detrás de otro. Le resultaba difícil avanzar incluso estando tan cerca de la orilla. Las olas, en su retirada, succionaban sus caderas y sus piernas casi con tanta fuerza como si hubiera resaca. Un poco más de fuerza y la habría. Un poco más aún y se volvería peligroso, y entonces hasta un nadador experto tendría pocas posibilidades, a menos que no perdiera la cabeza y nadara en diagonal, dibujando un amplio y lento ángulo para ponerse a salvo.
Ella tropezó, perdió el equilibrio, se quedó sentada y otra ola le pasó por encima. Fue maravilloso. Frío y maravilloso. Por primera vez desde la muerte de Amy, se sentía bien. En realidad, mejor que bien; le dolía cada rincón de su cuerpo, y comprendió que de nuevo estaba llorando, pero se sentía en la gloria.
Se levantó con gran dificultad, con la camiseta chorreando y pegada a la barriga. Vio algo de un azul desteñido flotando a lo lejos, miró hacia abajo, miró hacia atrás y se dio cuenta de que había perdido los pantalones.
—No pasa nada, de todos modos estaban destrozados —dijo, y se rió mientras volvía hacia la playa: ahora con el agua hasta las rodillas, ahora hasta las espinillas, ahora solo con los pies en el agua. Podía haberse quedado allí mucho tiempo. El agua fría casi aliviaba por completo el dolor de su talón lacerado, y estaba segura de que la sal sería buena para la herida; ¿no dicen que en la boca humana es donde hay más gérmenes?—. Sí —dijo, todavía riendo—. Pero ¿quién demonios es…?
Entonces Pickering apareció, gritando. Estaba a unos ocho metros de distancia. Movía las dos manos desesperadamente.
—¡Ayúdame! —gritó—. ¡No sé nadar!
—Ya lo sé —dijo Em. Levantó la mano en un gesto de bon voyage y movió los dedos—. Y quizá incluso te encuentres con un tiburón. Deke Hollis me dijo la semana pasada que andaban por aquí.
—¡Ayúdame! —Una ola lo sepultó. Em pensó que no saldría a la superficie, pero lo hizo. Ahora estaba a diez metros de distancia—. ¡Por favor!
Su vitalidad era cuando menos increíble, sobre todo porque lo que estaba haciendo —sacudir los brazos en el agua como si pensara que podría salir volando como una gaviota— era contraproducente; se alejaba mar adentro y allí no había nadie que pudiera salvarle la vida.
Nadie excepto ella.
No había modo de que pudiera regresar, estaba segura de ello, pero aun así caminó cojeando hasta los restos de la hoguera donde alguien había hecho una fiesta en la playa y cogió el tronco más largo que encontró. Luego se quedó allí, con su sombra alargándose detrás de ella, y observó.
Supongo que prefiero pensar eso
Él resistió bastante tiempo. Em no sabía cuánto exactamente porque él le había quitado el reloj. Al cabo de un rato dejó de gritar. Luego, era solo un círculo blanco sobre la oscura mancha roja de su camisa Izod y unos brazos pálidos que intentaban echar a volar. Después, de pronto, se había ido. Em pensó que había vuelto a ver un brazo salir a la superficie como un periscopio y agitarse, pero no fue así. Se había ido. Glub. En realidad estaba decepcionada. Más tarde volvería a ser como ella era —quizá incluso mejor— pero en ese momento deseaba que él siguiera sufriendo. Quería que muriese aterrorizado, y muy despacio. Por Nicole y por las otras sobrinas que hubiese habido antes de Nicole.
¿Ahora soy una sobrina?
Suponía que de algún modo lo era. La última sobrina. La que había corrido tan rápido como había podido. La que había sobrevivido. Se sentó frente a los restos de la hoguera y lanzó lejos el leño quemado. Probablemente no habría sido un arma lo bastante buena; probablemente cuando le hubiera asestado el primer golpe se habría hecho añicos como el carboncillo de un artista. El sol lucía un naranja cada vez más profundo, encendiendo el horizonte oeste. Pronto se incendiaría.
Pensó en Henry. Pensó en Amy. Ahí no había nada, pero lo había habido —algo tan hermoso como un arco iris doble sobre la playa— y era bonito saberlo, era bonito recordarlo. Pensó en su padre. Pronto se levantaría, caminaría con dificultad hasta la Cabaña de Hierba y lo llamaría. Pero todavía no. No tan pronto. Por el momento le bastaba con quedarse sentada con los pies en la arena y sus doloridos brazos alrededor de sus rodillas flexionadas.
La marea subió. Ni rastro de sus harapientos pantalones azules ni de la camisa roja de golf de Pickering. El océano se los había llevado. ¿Se habría ahogado? Ella suponía que eso era lo más probable, pero se había hundido de una forma tan repentina, sin una ola final que…
—Creo que algo se lo llevó —le dijo al aire—. Supongo que prefiero pensar eso. Dios sabe por qué.
Porque eres humana, cariño, dijo su padre. Solo eso.
Y ella supuso que era cierto y así de simple.
En una película de terror, Pickering haría su última aparición: bien saldría rugiendo entre las olas, bien la estaría esperando, empapado pero aún con vida, en el armario de su dormitorio cuando ella regresara. Pero aquello no era una película de terror, era su vida. Su propia y pequeña vida. La viviría, empezaría por el largo y renqueante camino de vuelta hasta la casa y la llave que había en el interior de la caja de caramelos balsámicos oculta bajo el feo gnomo con un sombrero rojo desteñido. Usaría la llave, y también usaría el teléfono. Llamaría a su padre. Luego llamaría a la policía. Más tarde, suponía, llamaría a Henry. Creía que Henry todavía tenía derecho a saber que estaba bien, aunque no lo tendría siempre. Supuso que ni siquiera él querría tenerlo.
En el océano, tres pelícanos descendieron en picado, rozando el agua, luego ascendieron, mirando hacia abajo. Ella los observó, con la respiración contenida, y vio cómo alcanzaban un punto de perfecto equilibrio en el aire anaranjado. Su rostro —afortunadamente eso ella no lo sabía— era el de esa niña que podría haberse pasado la vida trepando a los árboles.
Los tres pájaros plegaron las alas y se zambulleron en formación.
Emily aplaudió, a pesar del dolor de su muñeca derecha, y gritó:
—¡Eh, pelícanos!
Luego se secó los ojos con el brazo, se echó el pelo hacia atrás, se levantó y empezó a caminar hacia casa.