Una semana después del chequeo médico que había postergado durante un año (en realidad lo había postergado tres años, como habría señalado su esposa si aún estuviera viva), Richard Sifkitz fue invitado a la consulta del doctor Brady para conocer y discutir los resultados. Al no percibir nada siniestro en la voz del doctor, acudió con mucho gusto.
Los resultados se limitaban a unos valores numéricos impresos en una hoja de papel blanco con el membrete del HOSPITAL METROPOLITANO de Nueva York. Salvo una línea, el resto de las pruebas médicas y sus valores aparecían en color negro. Esa línea resaltaba en rojo, y a Sifkitz no le sorprendió descubrir que correspondía al apartado de COLESTEROL. La cifra, que desde luego resaltaba con esa tinta roja (sin duda era lo que se pretendía) era 226.
Sifkitz estaba a punto de preguntar si se trataba de una mala cifra cuando se dijo a sí mismo que no quería comenzar la entrevista preguntando una estupidez. Si fuera buena no aparecería en rojo, razonó. Sin duda alguna los demás valores sí eran buenos, aceptables al menos, por eso estaban impresos en negro. Pero él no estaba allí para hablar de ellos. Los médicos eran gente ocupada, poco propensos a perder el tiempo con palmaditas en la espalda. Así pues, a pesar de ser una estupidez, preguntó si ese 226 era muy malo.
El doctor Brady se reclinó en la silla y entrelazó los dedos sobre su pecho condenadamente delgado.
—A decir verdad, no es una cifra muy mala —dijo, y levantó un dedo—. Considerando lo que come, claro.
—Sé que peso demasiado —admitió Sifkitz humildemente—. Y tengo intención de hacer algo al respecto.
En realidad no tenía intención de hacer gran cosa.
—Para serle sincero —continuó el doctor Brady—, su peso tampoco es tan malo. Teniendo en cuenta lo que come, insisto. Pero ahora quiero que me escuche con atención, porque esta es una conversación que solo mantengo con mis pacientes una vez. Con mis pacientes varones, claro; cuando se trata del peso, mis pacientes hembras me pondrían la cabeza como un bombo, si se lo permitiera. ¿Está preparado?
—Sí —dijo Sifkitz, tratando de enlazar los dedos sobre su pecho y descubriendo que no podía. Lo que descubrió (o, hablando con propiedad, redescubrió) era que tenía un buen par de tetas. Hasta donde sabía, no formaban parte del equipo estándar de los hombres que estaban a punto de alcanzar los cuarenta. Cejó en su empeño de entrelazar los dedos y apoyó las manos en su regazo. Cuanto antes comenzara la lección, antes terminaría.
—Usted mide un metro ochenta y tiene treinta y ocho años —dijo el doctor Brady—. Su peso debería rondar los ochenta y cinco kilos, y su colesterol debería estar acorde con esa cifra. Hace mucho tiempo, en la década de los setenta, uno no se preocupaba por una tasa de colesterol cercana a los doscientos cuarenta, pero también es cierto que en los setenta se permitía fumar en la sala de espera de los hospitales. —Meneó la cabeza—. En todo caso, la correlación entre el colesterol alto y el infarto era sencillamente demasiado obvia. Y la barrera de los doscientos cuarenta se fue al garete.
»Usted es uno de esos hombres que han sido bendecidos con un buen metabolismo. No es magnífico, claro, pero ¿bueno? Sí. Dígame una cosa, Richard, ¿cuántas veces come en McDonald’s o en Wendy’s? ¿Dos veces por semana?
—Quizá una —dijo Sifkitz. Pensó que en realidad la media semanal era de cuatro a seis comidas rápidas. Sin contar las visitas ocasionales que hacía los domingos a Arby’s.
El doctor Brady levantó una mano, como si quisiera decir «Como tú quieras»…, que era, ahora que Sifkitz reparaba en ello, el eslogan de Burger King.
—Bueno, los resultados dicen que en algún lugar se está atiborrando. El día del chequeo médico pesaba cien kilos…, una cifra, como era de esperar, acorde con su tasa de colesterol.
Sonrió un poco ante la mueca de Sifkitz, pero al menos no era una sonrisa desprovista de simpatía.
—Esto es lo que ha ocurrido hasta el momento en su vida de adulto —dijo Brady—. Ha seguido comiendo como lo hacía cuando era adolescente, y hasta ahora su cuerpo (gracias a ese metabolismo, si no extraordinario, sí bueno) ha podido seguirle el ritmo. En este punto quizá le ayude pensar en el proceso metabólico como si fuera un grupo de obreros. Hombres con pantalones chinos y botas Doc Martens.
Quizá a usted le ayude, pensó Sifkitz, pero a mí no me sirve de nada. Entretanto, sus ojos volvieron a posarse en aquel número rojo, ese 226.
—El trabajo de esos hombres consiste en hacerse cargo de los alimentos que usted les envía por la cañería. Una parte la envían a varios departamentos de producción. El resto lo incineran. Si les envía más carga de la que pueden manejar, usted aumenta de peso. Y eso es lo que ha estado haciendo, aunque a un ritmo relativamente lento. Pero pronto, si no toma medidas al respecto, verá que ese ritmo se acelera. Hay dos razones para eso. La primera es que sus instalaciones de producción necesitan menos combustible del que solían emplear. La segunda es que su cuadrilla metabólica (tipos musculosos con tatuajes en los brazos) ya no es tan joven. No son tan eficientes como antes. Son más lentos a la hora de separar el material útil del que tiene que ser quemado. Y a veces se cabrean.
—¿Se cabrean? —preguntó Sifkitz.
El doctor Brady, con las manos cruzadas aún sobre su angosto pecho (el pecho de un tuberculoso, decidió Sifkitz, desde luego no tenía tetas), asintió con su igualmente angosta cabeza. A Sifkitz le recordó la cabeza de una comadreja, lustrosa y de mirada aguda.
—Así es. Dicen cosas como «¿Es que nunca va a parar?» y «¿Quién se cree que somos? ¿Superhéroes de los cómics Marvel?» y «Jesús, ¿nunca nos va a dejar descansar?». Y uno de ellos (el vago, en todos los grupos de trabajo hay uno) probablemente diga: «De todas formas, ¿qué mierda le importamos? El está arriba, ¿verdad?».
»Y tarde o temprano harán lo que hacen todos los obreros que están obligados a trabajar duro durante demasiado tiempo, sin fines de semana libres y sin vacaciones remuneradas: se volverán descuidados. Comenzarán a llegar tarde y se quedarán dormidos en su puesto. Llegará el día en que alguno de ellos ni siquiera se presente, y habrá otro (si usted vive lo suficiente) que no podrá ir a trabajar porque ha muerto de una embolia o un infarto en el salón de su casa.
—Qué agradable. Quizá pueda usarlo en su trabajo. Impresionar en sus conferencias. Incluso ir al programa de Oprah.
El doctor Brady descruzó los dedos y se inclinó hacia el escritorio. Miró a Richard Sifkitz sin sonreír.
—Usted debe tomar una decisión, y mi trabajo es que sea consciente de ello, eso es todo. Puede cambiar de hábitos o volver a visitarme dentro de diez años con problemas muy serios: ciento cuarenta kilos de peso, diabetes de tipo dos, varices, úlcera de estómago y una tasa de colesterol acorde con su peso. Aún está a tiempo de enderezar las cosas sin necesidad de dietas extremas, abdominoplastias o el toque de atención de un infarto. Cuanto más tarde en hacerlo, más difícil le resultará. Después de los cuarenta, Richard, la grasa se le pegará al culo como la mierda de bebé se pega a la pared de un dormitorio.
—Muy elegante —dijo Sifkitz, y soltó una carcajada. No pudo evitarlo.
Brady no se rió, pero al menos sonreía, y se reclinó en la silla.
—No hay nada elegante en el lugar al que se dirige. Los médicos no hablan de esto más de lo que la policía habla sobre la cabeza lacerada que encontraron cerca de un accidente de coche o del niño calcinado que hallaron dentro de un armario después de que las luces del árbol de Navidad incendiaran su casa, pero sabemos un montón de cosas sobre el maravilloso mundo de la obesidad, desde mujeres que llevan años sin poder lavarse la carne de su cuerpo y tienen hongos entre los pliegues, hasta hombres que van a todas partes envueltos en una nube hedionda porque no han podido darse un baño concienzudo en la última década.
Sifkitz hizo una mueca y un gesto con la mano.
—No estoy diciendo que vaya a terminar así, Richard; la mayoría de la gente no termina así; al parecer tienen una especie de limitador que los contiene, pero hay cierta verdad en el viejo refrán que dice eso de cavarte tu propia tumba con cuchillo y tenedor. Téngalo en cuenta.
—Lo haré.
—Bien. Ese era mi discurso. O sermón. O lo que quiera que sea. No voy a decirle que siga su camino y evite el pecado; tan solo le diré que «es su turno».
Aunque durante los últimos doce años había rellenado la casilla de OCUPACIÓN de su declaración de la renta con las palabras ARTISTA FREE LANCE, Sifkitz no se consideraba un hombre especialmente imaginativo, y no había pintado un solo cuadro (ni siquiera un simple bosquejo) desde que se graduó en DePaul. Había realizado portadas para libros, algunos carteles de películas de cine, un montón de ilustraciones para revistas, y una cubierta para un folleto sobre eventos comerciales. Había realizado la portada de un CD (para los Slobberbone, un grupo al que admiraba especialmente) pero no había vuelto a hacer ninguno más porque, según decía, no podías apreciar los detalles del producto final si no lo cubría un cristal magnífico. Eso era lo más cerca que había estado jamás de lo que llamaba «temperamento artístico».
Si alguien le preguntase cuál era su pieza de trabajo favorita, probablemente se quedaría en blanco. Si le insistieran, quizá nombraría el cuadro de la joven rubia corriendo sobre la hierba, el que había hecho para Downy Fabric Softener, pero incluso eso habría sido mentira, tan solo una respuesta para salir del paso. A decir verdad, no era el tipo de artista que tenía (o necesitaba tener) trabajos favoritos. Hacía mucho tiempo que no cogía un pincel para pintar algo que no fuera un encargo, generalmente algo inspirado en las instrucciones de la agencia de publicidad de turno o en una fotografía (como había sido el caso de la mujer corriendo sobre la hierba, evidentemente encantado de que se hubiera convertido en carteles pegados a las cristaleras).
Pero, de la misma forma que la inspiración golpea a los mejores —los Picasso, los Van Gogh, los Salvador Dalí—, en algún momento también nos sacude al resto de nosotros, aunque solo sea una o dos veces en la vida. Sifkitz cogió el autobús que cruzaba la ciudad para volver a casa (no había tenido un coche propio desde la facultad), y mientras iba sentado mirando por la ventanilla (el informe médico con una de sus líneas marcada en rojo estaba doblado dentro del bolsillo de atrás), sus ojos se posaban una y otra vez en los grupos de obreros y cuadrillas de la construcción junto a los que pasaba el autobús: tipos con casco reunidos frente a las obras, algunos con cubetas, otros con tableros balanceándose sobre sus hombros; tipos de la Con Ed, mitad dentro mitad fuera de las zanjas rodeadas con cinta amarilla en la que podía leerse ZONA DE OBRAS; tres hombres montando un andamio sobre el ventanal de la fachada de unos grandes almacenes mientras un cuarto hablaba por el teléfono móvil.
Poco a poco comprendió que en su cabeza se estaba formando una imagen que exigía su lugar en el mundo. Cuando llegó al loft del SoHo que le servía como vivienda y como lugar de trabajo, atravesó la desordenada morada bajo la luz de la claraboya sin molestarse siquiera en recoger el correo del suelo; de hecho, arrojó la chaqueta encima.
Se detuvo solo el tiempo necesario para echar un vistazo a un montón de lienzos en blanco que estaban apoyados en un rincón, y los descartó. Cogió una pieza de cartón blanco prensado y se dispuso a trabajar con un carboncillo. El teléfono sonó dos veces durante la siguiente hora, y las dos veces dejó que saltara el contestador automático.
Abandonó y trabajó en el cuadro durante los siguientes diez días —sobre todo trabajó en él, especialmente a medida que pasaba el tiempo y se dio cuenta de lo bueno que era—, cambiando el cartón prensado por un lienzo de tela, de un metro veinte de alto y noventa centímetros de ancho, cuando le pareció que debía hacerlo. Era la superficie más grande sobre la que había trabajado en la última década.
El cuadro mostraba a cuatro hombres —obreros con vaqueros, chaquetas de popelina y viejas botas de trabajo— de pie junto a una carretera rural que emergía de un frondoso bosque (esto lo hizo con sombras de color verde oscuro y franjas grises, pintadas con un estilo de pinceladas gruesas, rápidas y exuberantes). Dos de ellos asían palas; otro cargaba un cubo en cada mano; el cuarto estaba quitándose la gorra para secarse la frente en un gesto que expresaba a la perfección el cansancio del final de la jornada y la progresiva comprensión de que el trabajo nunca acabaría, que al final de cada día había más trabajo que hacer que al comienzo. Ese cuarto hombre, tocado con una maltrecha gorra con la palabra LÍPIDO en la visera, era el capataz. Hablaba con su mujer por el teléfono móvil. Voy para casa, cariño; no, no me apetece salir, esta noche no, estoy demasiado cansado, mañana quiero comenzar temprano. A los muchachos la idea les fastidia, pero así será. Sifkitz no tenía ni idea de cómo podía saber todo eso, pero lo sabía. Del mismo modo que sabía que el hombre de los cubos se llamaba Freddy y era el dueño de la camioneta en la que habían llegado los cuatro. Estaba aparcada justo a la derecha de la imagen; se veía la parte superior de su sombra. A uno de los muchachos de las palas, Carlos, le dolía la espalda y acudía a un fisioterapeuta.
En el cuadro no había rastro del trabajo que habían estado haciendo, eso quedaba un poco más allá del lado izquierdo, pero se veía lo agotados que estaban. Sifkitz siempre había sido muy detallista (el borrón de color verde grisáceo del bosque no era propio de él), y se podía advertir el cansancio de esos cuatro hombres en cada rasgo de su rostro. Incluso en las manchas de sudor del cuello de sus camisetas.
Por encima de ellos, el cielo era de un extraño color rojo orgánico.
Naturalmente sabía qué representaba ese cuadro, y comprendía perfectamente ese cielo tan extraño. Era la cuadrilla de obreros de la que le había hablado su médico, al final de su jornada laboral. En el mundo real, más allá de aquel orgánico cielo rojizo, Richard Sifkitz, su patrono, acababa de comerse un tentempié antes de acostarse (quizá un trozo de pastel que había sobrado de la cena, o un Kripy Kreme que guardaba como un tesoro) y descansaba la cabeza sobre la almohada. Lo que significaba que por fin podían irse a casa para pasar lo que quedaba del día. ¿Cenarían? Sí, pero no tanto como él. Estarían demasiado cansados para comer mucho, se les notaba en el rostro. En lugar de una comida copiosa, estos muchachos que trabajaban para la Compañía Lípido pondrían los pies en alto y mirarían la televisión un rato. Quizá se quedarían dormidos frente a la pantalla y se despertarían un par de horas más tarde, cuando todos los programas habituales hubiesen terminado y dado paso a Ron Popeil mostrando sus últimos inventos a un público entusiasmado. Luego apagarían el televisor con el mando a distancia y se arrastrarían hasta la cama, quitándose la ropa mientras caminaban sin mirar atrás.
Todo estaba en el cuadro, aunque nada de eso se veía en él. Sifkitz no se había obsesionado con él, no se había convertido en el centro de su existencia, pero comprendía que era algo nuevo en su vida, algo bueno. No tenía ni idea de qué podría hacer con semejante cosa una vez lo hubiera terminado, pero realmente tampoco le importaba. De momento se conformaba con levantarse por la mañana y contemplarlo con un ojo abierto mientras se sacaba los calzoncillos Big Dog de la raja del culo. Suponía que cuando lo acabara, tendría que ponerle un nombre. Hasta el momento había considerado y rechazado «Hora de irse», «Los chicos terminan su jornada» y «Berkowitz termina su jornada». Berkowitz es el jefe, el capataz, el que usa el teléfono Motorola, el tipo de la gorra LÍPIDO. Ninguno de esos nombres era demasiado apropiado, y eso estaba bien. Sabía que al final se le ocurriría el nombre correcto para el cuadro. Sonaría como un ¡clinc! en su cabeza. Mientras tanto no tendría prisa. Ni siquiera estaba seguro de que el cuadro fuera lo importante. Había perdido siete kilos mientras lo pintaba. Quizá eso era lo importante. O quizá no.
En algún sitio —probablemente en una bolsita de té Salada— había leído que el ejercicio más efectivo para alguien que quería perder peso era mantenerse alejado de la mesa. A Sifkitz no le cabía duda de que aquello era cierto, pero a medida que pasaba el tiempo pensaba cada vez más que perder peso no era su objetivo. Ni siquiera mejorar su aspecto, aunque quizá ambas cosas eran efectos secundarios. Seguía pensando en los obreros metabólicos del doctor Brady, hombres normales que intentaban ejecutar su trabajo del mejor modo posible sin recibir ninguna ayuda por su parte. Le resultaba bastante difícil no pensar en ellos cuando se pasaba una o dos horas diarias pintándolos, a ellos y a su prosaico mundo.
Fantaseaba bastante sobre ellos. Estaba Berkowitz, el capataz, que aspiraba a dirigir algún día su propia constructora. Freddy, el dueño de la camioneta (una Dodge Ram), que se consideraba a sí mismo un carpintero habilidoso. Carlos, el de los problemas de espalda. Y Whelan, que era algo así como el vago del grupo. Los cuatro tenían que hacerse cargo de la mierda que seguía bombeando de aquel extraño cielo rojo antes de que la carretera que se adentraba en el bosque quedara bloqueada.
Una semana después de empezar el cuadro (y aproximadamente una semana antes de decidir que al fin lo había terminado), Sifkitz se acercó al Fitness Boys de la calle Veintinueve y, tras echar una ojeada a una tabla de ejercicios y a una Stair-Master (interesante pero demasiado cara), compró una bicicleta estática. Abonó cuarenta dólares extra por el ensamblaje y el envío.
—Úsela una vez al día durante seis meses y el valor de su colesterol descenderá treinta puntos —dijo el vendedor, un joven fornido con una camiseta de Fitness Boys—. Prácticamente se lo puedo garantizar.
El sótano del edificio en el que vivía Sifkitz disponía de varias habitaciones oscuras y sombrías en las que resonaban los crujidos de la caldera, atestadas de cajas (marcadas con los números de los diferentes apartamentos) donde los inquilinos guardaban sus pertenencias. Sin embargo, al fondo había un hueco que estaba casi mágicamente vacío. Como si llevara mucho tiempo esperándole. Sifkitz instó a los repartidores a que instalaran su nueva máquina de ejercicios sobre el suelo de hormigón y de cara a una pared desnuda de color crema.
—¿Se bajará un televisor? —preguntó uno de ellos.
—Aún no lo he decidido —respondió Sifkitz, aunque sí lo había hecho.
Pedaleó en su bicicleta estática todos los días durante quince minutos, frente a la pared desnuda de color crema, hasta que terminó el cuadro; sabía que probablemente esos quince minutos no fueran suficiente (aunque obviamente eran mejor que nada), pero también sabía que por el momento era lo máximo que podía soportar. No porque se cansara, quince minutos no eran suficientes para agotarle. Simplemente se aburría en el sótano. El zumbido de las ruedas mezclado con el murmullo constante de la caldera no tardó en crisparle los nervios. Era demasiado consciente de lo que hacía, básicamente pedalear hacia ninguna parte en el interior de un sótano bajo un par de bombillas desnudas que proyectaban su sombra sobre la pared de enfrente. Sin embargo, también sabía que las cosas mejorarían una vez que terminara el cuadro que tenía arriba y pudiera comenzar el de ahí abajo.
Era el mismo cuadro, pero lo ejecutó mucho más rápido. Pudo hacerlo porque en ese no necesitaba que aparecieran Berkowitz, Carlos, Freddy o Whelan-el-vago. Ellos ya se habrían marchado, por eso pintó sencillamente la carretera rural sobre la pared beige, empleando una perspectiva forzada para que cuando estuviera montado en la bicicleta estática pareciese que el sendero se alejaba de él y se adentraba en aquel oscuro y borroso bosque verde grisáceo. Montar en la bicicleta dejó inmediatamente de ser tan aburrido, pero después de dos o tres sesiones se dio cuenta de que aún no lo había acabado porque lo que estaba haciendo era solo ejercicio físico. Necesitaba introducir el cielo rojizo, por una única pero simple razón: era un trabajo sencillo. Quería añadir más detalles a los flancos de la carretera que tenía «delante» y, además, algunos desperdicios, pero esas cosas también eran fáciles (y divertidas). El problema real no tenía nada que ver con el cuadro. Con ningún cuadro. El problema era que no tenía ningún objetivo, y siempre le había parecido que el ejercicio físico solo existía como un fin en sí mismo. Ese tipo de esfuerzo podía tonificar tu cuerpo y mejorar tu salud, pero en esencia carecía de sentido mientras lo hacías. Podría ser incluso existencial. Ese tipo de esfuerzo era solo un objetivo previo, como, por ejemplo, que una mujer bonita del departamento de arte de una revista se te acercase en una fiesta y te preguntase si habías perdido peso. Ni siquiera eso se acercaba a la verdadera motivación. Él no era lo bastante vanidoso (ni lo bastante calenturiento) para que le estimulara una oportunidad como esa. Con el tiempo terminaría aburriéndose y volvería a caer en los viejos hábitos de los donuts. No, tenía que decidir dónde estaba la carretera, y adonde se dirigía. Luego podría intentar llegar hasta allí. La idea lo emocionó. Quizá fuera una tontería —incluso una locura—, pero Sifkitz sentía que la emoción, aunque sosegada, era su verdadero objetivo. Y no tenía que contarle a nadie en qué andaba metido, ¿verdad? A nadie en absoluto. Hasta podría hacerse con una guía de carreteras Rand-McNally y señalar sobre uno de los mapas lo que avanzaba diariamente.
Él no era un hombre introspectivo por naturaleza, pero mientras regresaba a casa desde Barnes & Nobles con su nueva guía de mapas de carreteras bajo el brazo, se preguntó qué era exactamente lo que le había impelido a comportarse así. ¿Una tasa de colesterol moderadamente alta? Lo dudaba. ¿El solemne discurso del doctor Brady acerca de lo cruenta que se volvería la batalla una vez cumpliera los cuarenta años? Quizá eso tuviera algo que ver, pero no demasiado. ¿Sería que ya estaba preparado para un cambio? Parecía que se estaba acercando.
Trudy había muerto de una leucemia especialmente virulenta, y Sifkitz estaba a su lado, en la habitación del hospital, cuando murió. Recordaba lo profundo que había sido su último aliento, el modo en que su pecho, agotado y abatido, se había henchido al retenerlo. Como si supiera que se trataba del último. Recordaba cómo exhaló el aire, el sonido que hizo… ¡shaaah! y cómo después su pecho quedó inmóvil. En cierto modo, él mismo había vivido los últimos cuatro años en un paréntesis parecido, sin aliento. Solo que ahora el viento había vuelto a soplar y había hinchado sus velas.
Y había algo más, algo incluso más preciso: la cuadrilla de obreros que Brady había mencionado y a los que Sifkitz había dado nombres. Berkowitz, Whelan, Carlos y Freddy. Al doctor Brady no le interesaban en absoluto; para Brady, los obreros metabólicos eran solo una metáfora. Su trabajo se limitaba a que Sifkitz se preocupara un poco más de su interior, eso era todo, su metáfora no se diferenciaba mucho de la de esa madre que le dice a su hijo que unos «duendecillos» están curándole la piel de su rodilla rasguñada.
Sin embargo, en la cabeza de Sifkitz…
No son una metáfora, pensaba, sacando la llave que abría la puerta del vestíbulo. Nunca lo han sido. Me preocupan esos muchachos, obligados a realizar un trabajo de limpieza que nunca se termina. Y la carretera. ¿Por qué tienen que trabajar tan duro para despejarla? ¿Adonde conducía?
Decidió que conducía a Herkimer, una pequeña localidad cercana a la frontera canadiense. En el mapa de carreteras encontró una delgada e insignificante línea azul al norte del estado de Nueva York que comunicaba con Poughkeepsie, al sur de la capital del estado. Cuatrocientos, quizá quinientos kilómetros. Halló un mapa más detallado de Nueva York y lo clavó en la pared con un par de chinchetas, justo al comienzo de la carretera que se adentraba en su apresurado… su apresurado… ¿cómo llamarlo? «Mural» no era la palabra correcta. Se quedó con «proyección».
Y aquel día, mientras montaba en la bicicleta estática, imaginó que lo que se encontraba a su espalda era Poughkeepsie y no el televisor estropeado del 2° G, ni el montón de cajas del 3.° F, ni la bicicleta cubierta con una lona del 4.° A, sino el pueblo de Pough. Frente a él se extendía la carretera rural: un sencillo garabato azul según el señor Rand McNally, pero la carretera Oíd Rhinebeck según el mapa detallado. Puso a cero el cuentakilómetros de la bicicleta, fijó la mirada al frente, en la línea de polvo que separaba el suelo de hormigón de la pared, y pensó: ese es el camino hacia la buena salud. Si logras almacenar eso en algún rincón de tu cabeza no tendrás que volver a preguntarte si después de morir Trudy se te aflojó un tornillo.
Pero el corazón le latía demasiado deprisa (como si ya hubiera empezado a pedalear), y se sentía como suponía que la mayoría de la gente se sentía antes de partir hacia nuevos horizontes, donde conocería a gente nueva e incluso viviría nuevas aventuras. Encima del rudimentario panel de control de la bicicleta había un soporte para los refrescos, y puso allí una lata de Red Bull, que se suponía era una bebida energética. Se había puesto una vieja camisa Oxford sobre los pantalones de deporte porque tenía un bolsillo. Ahí dentro guardaba dos galletitas de avena con pasas. Creía que tanto la avena como las pasas eran buenas para quemar lípidos.
Y, hablando de ellos, la Compañía Lípido había terminado de trabajar por ese día. Bueno, en el cuadro de arriba seguían trabajando —ese inútil e improductivo cuadro que era tan impropio de él—, pero ahí abajo se habían montado en el Dodge de Freddy y regresaban a… a…
—A Poughkeepsie —dijo—. Van escuchando a Kateem en la WPDH y bebiendo cerveza directamente de la botella. Hoy han… ¿qué habéis hecho hoy, muchachos?
Instalamos un par de arquetas, susurró una voz. El maldito deshielo ha estado a punto de anegar la carretera a las afueras de Priceville. Después paramos de trabajar temprano.
Bien. Eso estaba bien. No tendría que bajarse de la bicicleta para rodear los charcos a pie.
Richard Sifkitz clavó la mirada en la pared y empezó a pedalear.
Todo ocurrió en el otoño de 2002, un año después de la caída de las Torres Gemelas sobre las calles del distrito de las finanzas, y la vida en Nueva York había regresado a una versión de la normalidad ligeramente paranoica… aunque lo normal en Nueva York era esa ligera paranoia.
Richard Sifkitz jamás se había sentido tan sano y alegre. Su vida transcurría en una ordenada armonía dividida en cuatro partes. Por la mañana realizaba cualquier trabajo que le permitiera pagar el alquiler, y al parecer las propuestas últimamente le llovían más que nunca. Todos los periódicos afirmaban que la economía estaba fatal, pero para Richard Sifkitz, el artista comercial independiente, la economía estaba bien.
Seguía almorzando en el Dugan’s de la manzana de al lado, aunque ahora pedía ensaladas en lugar de grasientas hamburguesas dobles con queso; por la tarde trabajaba en un nuevo cuadro para sí mismo: una versión más detallada de la proyección de la pared del sótano. Había apartado el cuadro de Berkowitz y su equipo y lo había cubierto con una sábana. Lo había terminado. Ahora quería una versión mejorada que le sirviera de algo allí abajo, es decir, una ruta hacia Herkimer sin la cuadrilla en medio. ¿Por qué tenían que irse los hombres? ¿Era él quien se encargaba del mantenimiento de la carretera esos días? Lo estaba haciendo, y lo hacía condenadamente bien. El pasado mes de octubre había vuelto a visitar a Brady para que le controlase el colesterol, y en esta ocasión la cifra aparecía impresa en negro en lugar de en rojo: 179. Brady estaba mucho más que asombrado; de hecho, sintió cierta envidia.
—Este valor es mejor que el mío —dijo—. Lo está tomando en serio, ¿verdad?
—Supongo que sí —convino Sifkitz.
—Y su barriga casi ha desaparecido. ¿Está entrenando?
—Todo lo que puedo —convino Sifkitz, y no dijo nada más al respecto. En esa época sus entrenamientos ya se habían vuelto un poco extraños. Al menos alguna gente lo consideraría así.
—Bien —dijo Brady—, ya que lo ha logrado, sáquele partido. Ese es mi consejo.
Sifkitz sonrió, pero no era un consejo que fuera a tomarse en serio.
Pasaba las noches —la cuarta parte en un Día Corriente de Sifkitz— viendo la televisión o leyendo un libro, bebiendo un zumo de tomate o un V8 en lugar de una cerveza, sintiéndose cansado pero satisfecho. Se acostaba una hora antes, y el descanso le sentaba de maravilla.
El centro del día, entre las cuatro y las seis de la tarde, era la tercera parte. Ese era el tiempo que pasaba montado en la bicicleta estática, recorriendo el tramo azul entre Poughkeepsie y Herkimer. En el mapa detallado, la línea cambiaba de nombre, de carretera Oíd Rhinebeck a Cascade Falls a carretera Woods; durante un tramo, al norte de Penniston, era la carretera Dump. Aún podía recordar cuando, al principio, quince minutos en la bicicleta estática le parecían una eternidad. Ahora, a veces tenía que obligarse a dejarlo después de dos horas. Finalmente puso un reloj con alarma para que sonara a las seis. El agresivo rebuzno de aquel artilugio era suficiente para… bueno…
Era suficiente para despertarlo.
A Sifkitz le parecía imposible que pudiera quedarse dormido sobre la bicicleta estática mientras pedaleaba a unos invariables veinticuatro kilómetros por hora, pero tampoco le agradaba la otra posibilidad: pensar que se había vuelto un poco loco de camino a Herkimer. O en un sótano del SoHo, si eso te gusta más. Que estaba viendo espejismos.
Una noche, mientras pasaba de un canal a otro, se topó con un programa sobre la hipnosis en el canal A&E. El entrevistado, un hipnotizador que se hacía llamar Joe Saturn, dijo que todo el mundo se autohipnotizaba todos los días. Explicó que solíamos hacerlo por las mañanas para entrar en un estado mental orientado al trabajo; que lo hacíamos para ayudarnos a «entrar en la historia» al leer una novela o al ver una película; que lo hacíamos para dormir por la noche. Este último era el ejemplo favorito de Joe Saturn, y habló largo y tendido sobre las pautas que los «durmientes triunfantes» realizaban cada noche: comprobar que las puertas y ventanas estaban cerradas, beber un vaso de agua, rezar una breve plegaria o meditar. Lo comparó con los pases que un hipnotizador realiza frente a su sujeto y con su método de inducción: contar hacia atrás desde diez hasta cero, por ejemplo, o repetirle al sujeto una y otra vez que «siente mucho sueño». Sifkitz se aferró a eso con gratitud; decidió que se pasaba dos horas al día montado en la bicicleta estática en un ligero estado de semihipnosis.
Porque, a la tercera semana frente a la proyección de la pared, ya no pasaba dos horas diarias en el sótano. A la tercera semana, pasaba ese tiempo camino de Herkimer.
Pedaleaba satisfecho a lo largo del frondoso camino que se abría paso a través del bosque, aspirando el aroma a pino, oyendo los graznidos de los cuervos o el crujido de las hojas cuando pasaba ocasionalmente sobre ellas. La bicicleta estática se había convertido en la Raleigh de tres velocidades que tenía a los doce años en su casa de las afueras de Manchester, en New Hampshire. No era la única bicicleta que había tenido antes de sacarse el carnet de conducir a los diecisiete años, pero sin duda había sido la mejor. El recipiente de plástico para las latas se había convertido en un chapucero pero efectivo aro de metal hecho a mano, enganchado a la cesta de la bicicleta, y en lugar de Red Bull contenía una lata de té helado Lipton. Sin azúcar.
En la carretera a Herkimer siempre era finales de octubre y una hora antes del anochecer. Aunque pedaleaba durante dos horas (cronometradas por la alarma y el cuentakilómetros), el sol nunca cambiaba de posición en el cielo; siempre proyectaba las mismas sombras largas a lo largo del camino polvoriento y parpadeaba sobre él a través de los árboles mientras Sifkitz avanzaba con el viento alborotándole el pelo desde la frente hacia atrás.
De cuando en cuando había carteles clavados en los árboles señalando los caminos que se cruzaban con el suyo, CARRETERA CASCADE, decía uno. HERKIMER, 190 KM, indicaba otro, este agujereado por viejos disparos de bala. Las señales coincidían siempre con la información del mapa que había clavado con chinchetas a la pared del sótano. Ya había decidido que una vez llegara a Herkimer seguiría adelante a través de los páramos canadienses, ni siquiera se pararía a comprar recuerdos. La carretera terminaba allí, pero eso no era ningún problema; había conseguido un libro titulado Mapas del oeste de Canadá. Cuanto tenía que hacer era dibujar su carretera en el mapa; utilizaría un lápiz azul de punta fina y dibujaría montones de garabatos. Los garabatos significaban más kilómetros.
Si quisiera, sería capaz de ir hasta el círculo polar ártico.
Una tarde, después de que la alarma lo despertase y lo sacara del trance, se acercó a la pared y, con la cabeza inclinada hacia un lado, miró la proyección durante un buen rato. Cualquier otra persona no habría visto nada especial; desde tan cerca el truco de la perspectiva dejaba de funcionar, y para un ojo inexperto el dibujo del bosque se reducía a sencillas salpicaduras de color: el marrón claro de la superficie de la carretera, el marrón oscuro de un montón de hojas secas, las vetas verdeazuladas y grisáceas de los abetos, el luminoso amarillo blanquecino del sol poniente, a la izquierda, peligrosamente cercano a la puerta de la sala de la caldera. No obstante, Sifkitz veía el cuadro perfectamente. Se había asentado firmemente en su cabeza y jamás cambiaba. A no ser que estuviera pedaleando, por supuesto, pero incluso entonces era consciente de la monotonía subiente. Y eso era bueno. Esa monotonía esencial era una especie de piedra de toque, un modo de recordarse a sí mismo que eso no era más que un elaborado juego de su mente, algo acoplado en su subconsciente y que podría desenchufar cuando lo deseara.
Se había bajado una caja de colores para ocasionales retoques, pero entonces, sin pensar demasiado en lo que hacía, añadió al camino varios tonos de marrón y lo mezcló con negro para que quedara más oscuro que los montones de hojas. Retrocedió un paso, observó el retoque y asintió. Era un cambio pequeño, pero perfecto en su razón de ser.
Al día siguiente, mientras atravesaba el bosque en su Raleigh de tres velocidades (ya estaba a menos de cien kilómetros de Herkimer y a solo ciento treinta de la frontera canadiense), tomó una curva y en medio de la carretera se topó con un ciervo de buen tamaño mirándole con ojos temerosos de terciopelo negro. Alzó la bandera blanca de su cola, soltó una pila de excrementos y regresó a la profundidad del bosque. Sifkitz vio que volvía a alzar la cola y luego el ciervo desapareció. Siguió avanzando, esquivando la mierda del ciervo, evitando que se metiera entre las hendiduras del dibujo de las ruedas.
Esa tarde silenció la alarma y, secándose el sudor de la frente con el pañuelo que sacó del bolsillo trasero de sus vaqueros, se acercó a la imagen de la pared. Con las manos en las caderas, contempló fijamente la proyección. Luego, moviéndose con su habitual destreza —al fin y al cabo llevaba casi veinte años haciendo ese tipo de trabajo—, eliminó los excrementos del cuadro y los reemplazó por un montoncito de latas de cerveza abolladas que sin duda había dejado allí un cazador del norte mientras iba tras la pista de un pavo o un faisán.
—Te olvidaste estas, Berkowitz —dijo esa noche, mientras se sentaba a beber, esta vez sí, una lata de cerveza en lugar de un zumo de V8—. Yo mismo las recogeré mañana, pero que no vuelva a repetirse.
Cuando a la mañana siguiente bajó al sótano, no hizo falta que eliminara las latas del cuadro; ya habían desaparecido. Durante un instante sintió que el verdadero pánico se le clavaba en el estómago como un palo afilado —¿qué diablos había hecho, bajar sonámbulo a medianoche con su inacabable lata de trementina y borrar las latas?—, luego apartó la idea de su mente. Montó en la bicicleta estática y no tardó en estar pedaleando en su vieja Raleigh, inhalando los frescos aromas del bosque, disfrutando de cómo el viento le apartaba el cabello de la frente. ¿Y sin embargo no fue ese día cuando las cosas empezaron a cambiar? ¿El día en que sintió que quizá no estaba solo en el camino a Herkimer? Había algo más allá de toda duda: fue ese día, después de la desaparición de las latas de cerveza, cuando tuvo aquel terrible sueño y luego dibujó el garaje de Carlos.
Era el sueño más vivido que había tenido desde los catorce años, cuando tres o cuatro brillantes sueños húmedos lo iniciaron en la madurez sexual. Era el sueño más horrible que había tenido nunca, ningún otro se le acercaba siquiera. Lo que lo hacía tan horrible era una sensación de inminente fatalidad hilada con hebras rojas. Era así a pesar de que el sueño pecaba de una extraña flaqueza: él sabía que estaba soñando pero no podía escapar. Se sentía como si estuviera envuelto en una gasa espantosa. Sabía que la cama estaba allí y que él estaba encima —retorciéndose—, pero no lograba escapar y regresar al auténtico Richard Sifkitz, que yacía tembloroso y envuelto en sudor con sus calzoncillos Big Dog.
Vio una almohada y un teléfono beige con una raja en la carcasa. Luego vio un pasillo repleto de fotografías en las que, lo sabía perfectamente, aparecían su mujer y sus tres hijas. Luego una cocina, el microondas con el 4.16 parpadeando. Un recipiente lleno de plátanos (esto lo llenó de aflicción y terror) sobre el mostrador de fórmica. Un pasaje cubierto. Y ahí yacía el perro, Pepe, con el hocico sobre las patas. Pepe no alzó la cabeza, sino que se limitó a alzar los ojos para mirarlo mientras pasaba, revelando una horrible media luna blanca inyectada en sangre. Y fue entonces cuando Sifkitz comenzó a sollozar en sueños, al comprender que todo estaba perdido.
Ahora se encontraba en el garaje. Podía percibir el olor a lubricante. Podía oler el dulce aroma de la hierba cortada. La LawnBoy aguardaba en un rincón como el dios del vecindario. Podía ver un torno de banco sujeto a la mesa de trabajo, vieja, sucia y salpicada de diminutas astillas de madera. Después, un armario. Los patines de hielo de sus hijas amontonados en el suelo, con los cordones tan blancos como un helado de vainilla. Sus herramientas, la mayoría para trabajar en el patio, colgaban de los clavos de la pared, dispuestas ordenadamente. Para trabajar en el patio esa especie de alicates serían… (Carlos, me llamo Carlos.)
En la estantería más alta, fuera del alcance de las niñas, había una escopeta del calibre 410 que no había usado desde hacía años, prácticamente olvidada, y una caja de balas tan ennegrecida que costaba leer la palabra Winchester en el lateral, pero podía leerse, eso bastaba, y fue entonces cuando Sifkitz comprendió que había sido arrastrado a la mente de un suicida potencial. Forcejeó con furia para detener a Carlos o, al menos, para liberarse, pero no podía hacer ni una cosa ni otra, ni siquiera sabiendo que su cama estaba tan cerca, justo debajo de la gasa que lo envolvía de la cabeza a los pies.
Ahora volvía a estar junto al torno de banco, con la 410 inmovilizada en él, y la caja de las balas estaba sobre la mesa al lado del torno, y también había una sierra, pues había tenido que serrar el cañón de la escopeta para que le resultara más fácil hacer lo que debía hacer, y cuando abrió la caja de las balas había un par de docenas, insectos enormes y verdosos con extremos de latón, y el sonido que emitió el arma cuando Carlos la cargó no fue un ¡cling! sino un ¡CLACK!, y el sabor de su boca era graso y polvoriento, graso en la lengua y polvoriento en la parte interior de sus mejillas y sus dientes, y le dolía la espalda, le dolía CUC, así era como habían etiquetado los edificios abandonados (y algunos que no lo estaban) cuando era joven y jugaba con los Deacons de Poughkeepsie, cuando corría COMO UN CABRÓN, y así le dolía la espalda, pero ahora que lo habían despedido, los ahorros se le habían agotado, Jimmy Berkowitz ya no podía permitirse las anfetaminas y Carlos Martínez tampoco podía permitirse los medicamentos que le calmaban el dolor, no podía permitirse un fisioterapeuta que le aliviara los dolores, y la hipoteca de la casa… ay, caramba[8] solían decir en broma, pero ahora tenía claro que aquello no era ninguna broma, ay, caramba, iba a perder la casa, solo le quedaban cinco años para terminar de pagarla y ahora iba a perderla, sí, sí, señor, y toda la culpa era de ese maldito Sifkitz, de él y de su maldita afición al mantenimiento de la carretera, y la curva del gatillo bajo su dedo parecía una media luna, como las indescriptibles medias lunas de los escrutadores ojos de su perro.
Fue entonces cuando Sifkitz se despertó, gimiendo y temblando, con las piernas en la cama, la cabeza fuera, casi tocando el suelo, con el pelo colgando. Salió de la habitación a gatas y avanzó así por el salón principal hasta llegar a la claraboya. A medio camino se dio cuenta de que era capaz de andar.
El cuadro de la carretera vacía seguía en el caballete, una versión mejorada y más compleja que la que había abajo, en la pared del sótano. Lo apartó sin mirar y colocó en su lugar un lienzo de sesenta centímetros de lado. Asió el objeto más cercano con el que podía dibujar (resultó ser un bolígrafo UniBall Visión Elite) y empezó. Dibujó durante horas. En un momento determinado (aunque lo recordaba vagamente) necesitó hacer pis y notó cómo le bajaba caliente por la pierna. Las lágrimas no cesaron de manar hasta que hubo terminado el cuadro. Entonces, por fin con ojos secos y agradecidos, se echó hacia atrás y miró lo que había dibujado.
Era el garaje de Carlos en una tarde de octubre. El perro, Pepe, aparecía en primer plano con las orejas erguidas. El sonido del disparo había llamado su atención. En el cuadro no había rastro alguno de Carlos, pero Sifkitz sabía exactamente dónde yacía el cuerpo, a la izquierda, al lado de la mesa de trabajo con el torno de banco atornillado en el borde. Si su esposa estuviera en casa, habría oído el disparo. Si estaba fuera —quizá comprando, aunque lo más probable es que estuviera en el trabajo—, pasaría una hora o dos antes de que ella regresara y lo encontrara.
Al pie de la imagen había garabateado las palabras HOMBRE CON ESCOPETA. No recordaba haberlo hecho, pero era su letra y el nombre adecuado para el cuadro. No había ningún hombre a la vista, ni tampoco una escopeta, pero ese era el título correcto.
Sifkitz regresó a la cama, se sentó y escondió la cabeza entre las manos. La derecha le temblaba con furia por haber aferrado demasiado tiempo el bolígrafo, un utensilio de dibujo demasiado pequeño y nada familiar. Trató de hacerse a la idea de que todo aquello había sido una pesadilla, que el cuadro era el resultado de ese sueño, que el tal Carlos jamás había existido, ni tampoco la Compañía Lípido, ambos eran meros inventos de su imaginación, sugestionados por la imprudente metáfora del doctor Brady.
Pero los sueños se disipaban, y esas imágenes —el teléfono con esa raja en su carcasa beige, el microondas, el recipiente lleno de plátanos, los ojos del perro— permanecían tan claras como antes. Incluso más claras.
De una cosa no había duda, se dijo a sí mismo. La maldita bicicleta estática se había acabado. Se había acercado demasiado a la locura. Si seguía por ese camino no tardaría en cortarse una oreja y enviarla por correo; a su novia quizá no (puesto que no tenía), pero sí al doctor Brady, el culpable de todo aquello.
—Se acabó la bicicleta —dijo, con la cabeza todavía entre las manos—. Me apuntaré al Fitness Boys, o algo parecido, pero la maldita bicicleta estática se ha acabado.
Pero no se apuntó al Fitness Boys, y después de una semana sin hacer ejercicio (bueno, salía a pasear, pero no era lo mismo; había demasiada gente en las aceras y añoraba la paz de la carretera de Herkimer), no pudo resistirlo más. Estaba trabajando en su último proyecto, una ilustración a lo Norman Rockwell para Fritos Corn Chips, y ya había recibido una llamada de su agente y del tipo de la agencia publicitaria que llevaba la contabilidad en Fritos. Eso jamás le había sucedido antes.
Peor aún, no dormía.
El poder del sueño se había disipado un poco, pero decidió que era el cuadro del garaje de Carlos, mirándole fijamente desde el rincón de la habitación, lo que seguía recordándoselo, reavivaba el sueño como un chorro de agua reanimaría una planta sedienta. No podía permitirse destruir el cuadro (era condenadamente bueno), así que le dio la vuelta para que el dibujo quedara de cara a la pared.
Aquella tarde bajó al sótano en el ascensor y volvió a montarse en la bicicleta estática. En cuanto fijó la vista en la proyección de la pared, la bicicleta se convirtió en la Raleigh de tres velocidades y continuó su viaje por el norte. Intentó decirse a sí mismo que la sensación de que lo perseguían era falsa, un residuo de su pesadilla y de las frenéticas horas que había pasado frente al caballete. Durante un rato le funcionó, aunque sabía que no era cierto. Tenía motivos para engañarse. La razón principal era que volvía a dormir por las noches y podía trabajar en el proyecto que tenía entre manos.
Acabó el dibujo de los niños compartiendo una bolsa de Fritos desde un apacible montículo de lanzador de las afueras de la ciudad, lo envió con un mensajero, y al día siguiente recibió un cheque de diez mil doscientos dólares acompañado de una nota de Barry Casselman, su agente. Me asusté un poco, cariño, decía la nota, y Sifkitz pensó: No eres el único. Cariño.
Durante la semana siguiente, pensó a menudo en contarle a alguien sus aventuras bajo aquel cielo rojizo, y en cada una de esas ocasiones desechaba la idea. Podría habérselo contado a Trudy, pero si Trudy hubiese estado por allí las cosas no habrían llegado tan lejos, por supuesto. La idea de contárselo a Barry era de risa; decírselo al doctor Brady le asustaba un poco. El doctor Brady le recomendaría un buen psiquiatra antes de que pudiera decir «Minnesota Multifásico».
La noche que recibió el talón por el trabajo para Fritos, Sifkitz notó un cambio en el mural del sótano. Se detuvo en el proceso de programar la alarma y se acercó a la proyección (con una lata de Red Bull en la mano, el fiable despertador Brookstorne en la otra y un par de galletitas de avena y pasas en el bolsillo de su vieja camisa). Había algo nuevo, de acuerdo, algo distinto, pero era incapaz de decir de qué se trataba. Cerró los ojos, contó hasta cinco (se le aclaró la mente mientras lo hacía; un viejo truco), luego los abrió de golpe, tanto los abrió que parecía un hombre grotescamente asustado. Esta vez vio el cambio al instante. La brillante marquesina amarilla sobre la puerta que daba a la caldera había desaparecido como lo había hecho el montón de latas de cerveza. Y el color del cielo por encima de los árboles era de un rojo más oscuro, más profundo. El sol se había puesto o casi. Anochecía en el camino a Herkimer.
Tienes que acabar con esto, pensó Sifkitz, y luego pensó: Mañana. Quizá mañana.
Después de eso, se montó en la bicicleta y empezó a pedalear. En los bosques que lo rodeaban pudo oír el sonido de los pájaros acomodándose para pasar la noche.
Durante los cinco o seis días siguientes, el tiempo que Sifkitz pasó en la bicicleta estática (y en la bicicleta de tres velocidades de su infancia) fue maravilloso y a la vez terrible. Maravilloso porque nunca antes se había sentido tan bien; su cuerpo había alcanzado un nivel de rendimiento realmente alto para un hombre de su edad, y era consciente de ello. Suponía que debía de haber atletas profesionales que estaban más en forma que él, pero a los treinta y ocho años ya estarían llegando al final de su carrera, y cualquier satisfacción que pudieran sentir por el buen estado físico de su cuerpo se vería inmediatamente atenuada por esa certeza. En cambio Sifkitz podría seguir creando arte comercial durante cuarenta años más, si es que quería. Qué demonios, durante cincuenta. Cinco generaciones enteras de jugadores de fútbol y cuatro de béisbol llegarían y se irían mientras él seguía tranquilamente frente a su caballete, dibujando portadas para libros, productos automotrices, y cinco nuevos logotipos para Pepsi-Cola. Aunque…
Aunque ese no era el final habitual de las historias como aquella, ¿verdad? Ni siquiera era el final que él esperaba.
La sensación de que le perseguían se intensificaba cada día, especialmente cuando retiró el último mapa del estado de Nueva York y lo reemplazó con el primero de los de Canadá. Con el bolígrafo azul (el mismo con el que dibujó HOMBRE CON ESCOPETA) trazó la prolongación de la ruta hacia Herkimer sobre un tramo carente de carreteras, añadiendo un montón de garabatos. Ahora pedaleaba más deprisa, mirando continuamente por encima del hombro, y terminaba los trayectos bañado en sudor, al principio demasiado asfixiado para bajarse de la bicicleta y desactivar la alarma.
Lo verdaderamente interesante era mirar por encima del hombro. La primera vez que lo hizo distinguió un atisbo del sótano y del portal que conducía a los cuartos más espaciosos, con todas esas cajas de embalaje colocadas en una disposición laberíntica. Vio la caja de naranjas Pomona junto a la puerta, en la que descansaba el reloj despertador Brookstone, desgranando los minutos entre las cuatro y las seis. En ese momento una especie de nube roja lo emborronó todo y, cuando se disipó, Sifkitz estaba mirando la carretera que se alargaba a su espalda, el resplandor otoñal de los árboles que la flanqueaban (aunque no había mucho resplandor con la luz del crepúsculo espesándose) y el cielo rojo oscuro que se extendía por encima de su cabeza. Más tarde, cuando miró hacia atrás, ya no vio el sótano, ni siquiera un destello de él. Solo el camino que llevaba a Herkimer, y finalmente hasta Poughkeepsie.
Sabía muy bien lo que buscaba cuando miraba por encima del hombro: faros de automóvil.
Para ser más exactos, los faros delanteros de la Dodge Ram de Freddy. Porque Berkowitz y sus compañeros habían pasado de un aletargado resentimiento a la pura furia. El suicidio de Carlos los había llevado al límite. Le culpaban a él y habían salido en su busca. Y cuando lo atraparan…
¿Qué? ¿Qué harían con él?
Matarme, pensó mientras pedaleaba con fuerza hacia el crepúsculo. Para qué engañarse. Si me cogen me matarán. Estoy en medio de ninguna parte, no hay ninguna ciudad en ese maldito mapa, ni siquiera un pueblo. Podría gritar hasta volverme loco y nadie me oiría, salvo el osito Barry, la coneja Debbie y el mapache Freddie. De forma que si veo los faros (o si oigo el motor, pues es posible que Freddy conduzca sin luces) lo mejor que puedo hacer es regresar al SoHo a toda pastilla, con alarma o sin ella. Seguir aquí es una locura.
Pero últimamente había tenido problemas para regresar. Cuando la alarma sonaba, la Raleigh seguía siendo la Raleigh durante treinta segundos o más, la carretera seguía siendo una carretera en vez de transformarse en el suelo de hormigón, y la alarma sonaba distante y extrañamente amortiguada. Tenía la sensación de que no tardaría en percibirla como el zumbido de un avión que volaba alto, por encima de su cabeza, quizá un 767 de American Airlines que había despegado de Kennedy, rumbo al polo Norte, al otro lado del mundo.
Pararía, cerraría los ojos con fuerza y luego los abriría de repente. Eso bastaba, pero intuía que no le serviría mucho tiempo más. ¿Y entonces qué? ¿Pasaría la noche en el bosque, muerto de hambre, mirando una luna llena que parecía un ojo inyectado en sangre?
No, pensó, me atraparán antes. La pregunta era: ¿iba a permitirlo? Por increíble que pareciera, una parte de él lo estaba deseando. Una parte de él estaba furioso con ellos. Una parte de él quería plantarle cara a Berkowitz y a sus hombres y preguntarles: ¿Qué queríais que hiciese? ¿Que dejara las cosas como estaban, engullendo donuts y sin prestar atención al desastre cuando las alcantarillas se atascaran e inundasen? ¿Eso queríais?
Pero otra parte de él sabía que enfrentarse a ellos sería una locura. Estaba en plena forma, sí, pero eran tres contra uno, y quién sabía si la esposa de Carlos no les habría entregado la escopeta a los muchachos y les había dicho: ¡Acabad con ese cabrón, y aseguraos de que sepa que la primera bala va de mi parte y de las niñas!
Durante los años ochenta, Sifkitz había tenido un amigo que se había vuelto adicto a la cocaína, y aún se acordaba de su colega diciéndole que lo primero que uno tenía que hacer era sacarla de casa. Podías comprar más, por supuesto, esa mierda estaba ahora en todas partes, en cada esquina, pero eso no era excusa para tenerla guardada donde pudieras echarle mano cada vez que flaquearas. De forma que la reunió en un montoncito y la tiró por el váter. Una vez que hubo desaparecido también se deshizo de los trastos que utilizaba para colocarse. Aquello no fue el final de su problema, así lo dijo, pero sí el comienzo del fin.
Una noche, Sifkitz entró en el sótano con un destornillador en la mano. Tenía toda la intención de desmontar la bicicleta estática, no pensó en que había programado la alarma para que sonara a las seis de la tarde, como hacía siempre; era pura rutina. Suponía que la alarma (como las galletas de avena) formaba parte de sus pautas; su pase hipnótico, el mecanismo de su sueño. Una vez que redujera la bicicleta a sus componentes básicos, se desprendería de la alarma y del resto de la basura, tal como había hecho su amigo con su pipa de crack. Sentiría retortijones, por supuesto —tenía claro que el sólido y resistente Brookstone no era el culpable de la estúpida situación en la que se había metido—, pero lo haría de todas formas. Vamos, vaqueros —solíamos decir cuando éramos niños—, dejad de quejaros y arriba, vaqueros.
Vio que la bicicleta se componía de cuatro secciones principales, y también que necesitaría una llave inglesa para desmontarla completamente. En todo caso no tendría problemas, pensó, el destornillador serviría para empezar. Podía usarlo para quitar los pedales. En cuanto lo hubiera hecho, compraría una llave inglesa en el departamento de bricolaje del supermercado.
Se apoyó sobre una rodilla, colocó la punta de la herramienta en la muesca del primer tornillo y vaciló. Se preguntaba si su amigo se habría fumado un último pitillo antes de tirar el resto por el váter, solo uno más, por los viejos tiempos. Apostaba que el tipo lo había hecho. Estar un poco atontado quizá le calmó la ansiedad, le facilitó la tarea. ¿Acaso si se daba un último paseo y luego se arrodillaba para desmontar los pedales no se sentiría un poco menos deprimido? Sería menos probable que imaginara a Berkowitz, Freddy y Whelan reunidos frente al mostrador de un bar de carretera, pidiendo una jarra de Rolling Rock detrás de otra, brindado por ellos y en memoria de Carlos, felicitándose los unos a los otros por el modo en que habían liquidado a ese cabrón.
—Estás loco —se dijo con un murmullo mientras volvía a colocar la punta del destornillador en la muesca—. Acaba de una maldita vez.
Completó un giro con el destornillador (fue fácil; desde luego quienquiera que hubiese juntado las piezas en la trastienda del Fitness Boys no se había esmerado), pero cuando lo hizo, las galletas de avena se deslizaron un poco en el interior de su bolsillo y recordó lo bien que sabían cuando las comía mientras pedaleaba. Tan solo tienes que despegar la mano del manillar, meterla en el bolsillo, coger un pedazo de galleta y comértela con un buen trago de té helado. Era la combinación perfecta. Te sentías tan bien mientras acelerabas, era como ir de picnic en bicicleta, y aquellos hijos de puta querían apartarlo de aquello.
Una docena de vueltas al destornillador, quizá un poco menos, y el tornillo caería en el suelo de hormigón: clank. Después quitaría el otro, y luego continuaría adelante con su vida.
No es justo, pensó.
Un último paseo, por los viejos tiempos, pensó.
Y mientras pasaba una pierna por encima de la bicicleta y acomodaba sus posaderas (mucho más firmes y duras que el día que le mostraron la cifra de colesterol en rojo) en el asiento, pensó: En historias como esta siempre sucede lo mismo, ¿verdad? Siempre terminan igual, con el pobre imbécil diciendo esta es la última vez, nunca más volveré a hacerlo.
Absolutamente cierto, pensó, pero apuesto lo que sea a que en la vida real la gente se sale con la suya. Apuesto que siempre se sale con la suya.
Una parte de sí mismo le susurraba que la vida real jamás había sido así, que lo que estaba haciendo (y experimentando) no se parecía en nada a lo que él entendía por vida real. Apartó la voz, y para ello cerró los oídos.
Era una tarde maravillosa para dar un paseo por el bosque.
Y aun así, tuvo otra oportunidad.
Aquella noche oyó por primera vez con claridad el rugido de un motor detrás de él, y justo antes de que saltase la alarma apareció, frente a él, en la carretera, la sombra alargada de la Raleigh… el tipo de sombra que solo podían proyectar los faros de un vehículo que se acercaba por detrás.
Luego sonó la alarma, pero no un rebuzno sino un sonido ronroneante y lejano, casi melodioso.
La camioneta se estaba acercando. No necesitaba volver la cabeza para verla (nadie querría volverse y ver un demonio horrible pegado a sus talones, se diría Sifkitz más tarde esa misma noche, mientras yacía despierto en la cama, todavía envuelto por la escalofriante sensación del desastre evitado por pocos centímetros o segundos). Podía ver cómo la sombra se tornaba más oscura y larga.
Caballeros, por favor, apresúrense, es la hora, pensó, y apretó los ojos al cerrarlos. Aún podía oír la alarma, pero seguía siendo un ronroneo casi agradable, y desde luego no sonaba fuerte; lo que sí sonaba de veras era el motor de la camioneta de Freddy. Casi le habían alcanzado, y suponía que no iban a malgastar ni un minuto conversando con él. ¿Y si quien estaba al volante se limitaba a pisar el pedal hasta el fondo y le pasaba por encima? ¿Y si lo convertían en una víctima de la carretera?
No se molestó en abrir los ojos, no perdió el tiempo comprobando que aún se encontraba en la desierta carretera en lugar de en el sótano. Lo que hizo fue apretar los ojos todavía más; concentró toda su atención en el sonido de la alarma, y esta vez cambió el tono cortés propio de un barman por un berrido impaciente:
¡CABALLEROS, POR FAVOR, APRESÚRENSE, ES LA HORA!
De pronto, menos mal, el sonido del motor se disipó y el de la alarma Brookstone aumentó paulatinamente, con su viejo, conocido y tosco rebuzno: despierta, despierta, despierta. Y esta vez, cuando abrió los ojos, vio el cuadro de la carretera en lugar de la carretera en sí.
Pero ahora el cielo estaba negro, su rojez orgánica oculta por el anochecer. La carretera estaba brillantemente iluminada, la sombra de la bicicleta —una Raleigh— era una mancha negra sobre el lecho de hojas. Podía intentar convencerse de que mientras estaba en trance se había bajado de la bicicleta estática para dibujar aquellos cambios, pero sabía que no era cierto, y no solo porque no tenía manchas de pintura en las manos.
Esta es mi última oportunidad, pensó. La última oportunidad para evitar el final que todo el mundo espera en una historia como esta.
Pero estaba demasiado exhausto y tembloroso para ocuparse de la bicicleta estática. Lo haría al día siguiente. Al día siguiente por la mañana; de hecho, sería lo primero que hiciera. En ese momento lo único que deseaba era largarse de ese lugar horrible en el que la realidad había perdido su consistencia. Y con ese firme pensamiento en la cabeza, Sifkitz avanzó tambaleándose hacia la caja de Pomona que estaba al lado de la puerta (le flaqueaban las piernas, cubiertas por una delgada película de sudor pegajosa, maloliente por el miedo más que por el esfuerzo) y apagó la alarma. Luego subió a su apartamento y se echó en la cama. Mucho tiempo después, se quedó dormido.
A la mañana siguiente evitó el ascensor y bajó por la escalera caminando con firmeza, con la cabeza alta y los labios apretados, Un Hombre con una Misión. Fue directamente hacia la bicicleta estática, pasó del reloj con alarma, que seguía sobre la caja, se apoyó sobre una rodilla y cogió el destornillador. Volvió a colocarlo sobre el tornillo, uno de los cuatro que mantenían sujeto el pedal izquierdo…
… y lo siguiente que supo fue que volvía a pedalear furiosamente por la carretera, con la luz de los faros alumbrándole cual un hombre en un escenario oscuro bajo un único foco. El motor de la camioneta sonaba demasiado fuerte (algo iba mal en el silenciador o en el tubo de escape), y además estaba acelerado. Dudaba de que el bueno de Freddy se hubiese permitido pasar la última revisión. No, no con la hipoteca a medio pagar, comida que comprar, los aparatos para los dientes que necesitaban los niños, y sin recibir los cheques semanales.
Pensó: Tuve mi oportunidad. Anoche tuve una oportunidad y la desaproveché.
Pensó: ¿Por qué lo hice? ¿Por qué, si lo veía venir?
Pensó: Porque de algún modo ellos me obligaron. Me obligaron.
Pensó: Me arrollarán y moriré en el bosque.
Pero la camioneta no lo arrolló. Lo que hizo fue adelantarlo por la derecha, las ruedas de la izquierda esparcieron los montones de hojas secas, y un instante después derraparon en la carretera, delante de él, y le cortaron el paso.
Sifkitz, aterrorizado, olvidó lo primero que su padre le dijo el día que llevó a casa la bicicleta de tres velocidades: Cuando quieras parar, Richie, invierte el pedaleo. Frena la rueda trasera al mismo tiempo que aprietas el freno de mano de la delantera. De lo contrario…
Eso era lo contrario. Aterrorizado, convirtió las dos manos en puños y apretó el freno izquierdo, que bloqueó la rueda delantera. La bicicleta se clavó y lo lanzó por los aires hacia la camioneta con el logotipo de la COMPAÑÍA LÍPIDO en la puerta del lado del conductor. Tendió las manos, que golpearon la parte trasera de la camioneta con la suficiente fuerza para que se le adormecieran. Después se desplomó hecho un ovillo, preguntándose cuántos huesos se había roto.
Las puertas se abrieron y oyó el crujido de las hojas a medida que los hombres las aplastaban con sus botas de trabajo. No levantó la mirada. Aguardó a que lo agarraran y lo levantaran del suelo, pero no lo hicieron. El olor de las hojas era como el de la canela vieja y seca. Las pisadas lo rodearon y de pronto el crujido de las hojas cesó.
Sifkitz se sentó y se miró las manos. La palma de la mano derecha le sangraba, y la muñeca izquierda se le había empezado a hinchar, pero creía que no se le había roto. Miró en derredor y la primera cosa que vio —roja bajo el resplandor de las luces traseras de la Dodge— fue su Raleigh. Cuando su padre la llevó a casa directamente de la tienda era muy bonita, pero ya no. La rueda delantera estaba increíblemente deformada, y la trasera se había salido de la llanta. Por primera vez sintió algo diferente al miedo. Sintió furia.
Se incorporó temblorosamente. Más allá de la Raleigh, siguiendo la carretera por la que había llegado, había un agujero. Era inexplicablemente orgánico, como si estuviese mirando por el extremo de un conducto de su propio cuerpo. Los bordes oscilaban, palpitaban, se tensaban. Los tres hombres lo habían pasado de largo y permanecían junto a la bicicleta estática, en el sótano, de pie, en posturas que identificó con las de las cuadrillas de obreros que había visto a lo largo de su vida. Aquellos hombres tenían un trabajo que hacer. Sencillamente estaban decidiendo cómo lo harían.
De pronto entendió por qué les había dado esos nombres. Era ridículamente simple. El de la gorra Lípido, Berkowitz, era David Berkowitz, también conocido como el Hijo de Sam, director del New York Post el año en que Sifkitz llegó a Manhattan. Freddy era Freddy Albemarle, un compañero del instituto; habían formado parte de la misma banda y se habían hecho amigos por una sencilla razón: ambos odiaban la escuela. ¿Y Whelan? Un artista al que conoció en alguna parte durante una conferencia. ¿Michael Whelan? ¿Mitchell Whelan? Sifkitz no conseguía acordarse, pero sabía que el tipo se había especializado en el arte de la fantasía, los dragones y cosas por el estilo. Habían pasado una noche en la barra de un hotel, contándose historias del tragicómico mundo de los pósters cinematográficos.
Luego estaba Carlos, que se había suicidado en su garaje. Era una versión de Carlos Delgado, conocido también como el Gran Gato. Durante años Sifkitz había seguido con afán el progreso de los Toronto Blue Jays, más que nada porque no quería ser como los demás aficionados neoyorquinos de la Liga Americana de Béisbol, siempre apoyando a los Yankees. El Gato había sido una de las pocas estrellas que había tenido Toronto.
—Yo os creé a todos vosotros —dijo con una voz que era poco más que un graznido—. Os creé a partir de mis recuerdos y de retazos.
Por supuesto que lo había hecho. Y no había sido la primera vez. Lo había hecho también, por ejemplo, con los niños en el montículo de lanzador para el anuncio a lo Norman Rockwell para Fritos. La agencia de publicidad, por petición expresa, le había pasado fotografías de cuatro muchachos de la edad adecuada, y Sifkitz simplemente los había incluido en la ilustración. Sus madres habían firmado la autorización correspondiente; era el procedimiento habitual.
Ni Berkowitz ni Freddy ni Whelan dieron muestras de haberle oído hablar. Cruzaron unas pocas palabras entre ellos que Sifkitz oyó pero no entendió: parecían llegar de muy lejos. Lo que quiera que se dijeran provocó que Whelan trasteara por el sótano mientras Berkowitz se arrodillaba junto a la bicicleta estática, tal como antes lo había hecho Sifkitz. Berkowitz asió el destornillador y, sin demorarse, desmontó el pedal izquierdo y lo dejó caer sobre el hormigón: clank. Sifkitz, todavía en la carretera vacía, miraba a través del agujero orgánico cuando Berkowitz le pasó la herramienta a Freddy Albemarle (quien, junto a Richard Sifkitz, había tocado una desastrosa trompeta en la igualmente desastrosa banda del instituto). En algún lugar del bosque canadiense ululó un búho, un sonido indescriptiblemente solitario. Freddy se encargó enseguida del otro pedal, mientras Whelan regresaba con una llave inglesa en la mano. Sifkitz sintió un retortijón al verla.
Observándolos, un pensamiento resonó en su cabeza una y otra vez: Si quieres un trabajo bien hecho, contrata a profesionales. Berkowitz y sus muchachos no perdieron el tiempo. En menos de cuatro minutos la bicicleta estática se había convertido en poco más que un par de ruedas y tres piezas del armazón desensambladas que yacían sobre el hormigón con tanta pulcritud que las piezas evocaban el plano de instrucciones para armar una maqueta.
Berkowitz se guardó los tornillos y las tuercas en los bolsillos de sus pantalones Dickies, abultando como un puñado de monedas. Mientras lo hacía le dedicó a Sifkitz una mirada cargada de significado que volvió a ponerlo furioso. Cuando los obreros traspasaron el insólito agujero (agacharon la cabeza como si cruzaran un portal demasiado bajo), Sifkitz apretó los puños otra vez a pesar de que al hacerlo la muñeca izquierda le ardió como el infierno.
—¿Sabéis qué? —le dijo a Berkowitz—. No creo que podáis hacerme daño. No creo que podáis hacerme nada porque entonces ¿qué pasaría con vosotros? No sois más que… ¡mis empleados!
Los ojos de Berkowitz lo miraron bajo la visera ladeada de su gorra LÍPIDO.
—¡Yo os he creado! —gritó Sifkitz, y estirando el índice de su puño derecho como si fuera una pistola señaló a cada uno de ellos—. ¡Tú eres el Hijo de Sam! ¡Tú no eres más que la versión adulta del chico con el que tocaba la trompeta en el Sisters of Mercy High! ¡No podrías tocarla bien ni aunque te fuera la vida en ello! ¡Y tú eres un artista especializado en dibujar dragones y doncellas encantadas!
Los miembros de la Compañía Lípido no parecían impresionados.
—¿Y qué pasa contigo? —preguntó Berkowitz—. ¿Alguna vez has pensado en eso? ¿Me vas a decir que no hay un mundo más extenso ahí fuera, en alguna parte? Podrías ser solo un pensamiento fortuito de un economista público sin empleo mientras está sentado en la taza del váter, soltando la carga y leyendo el periódico de la mañana.
Sifkitz abrió la boca para decir que eso era ridículo, pero algo en los ojos de Berkowitz hizo que la cerrara de nuevo. Vamos, decían sus ojos. Pregunta. Te contaré más que lo que siempre has querido saber.
Lo que Sifkitz dijo fue:
—¿Quiénes sois vosotros para prohibirme adelgazar? ¿Preferís que muera a los cincuenta? ¡Por Dios! ¿Qué os pasa?
—No soy filósofo, Mac —respondió Freddy—. Solo sé que mi camioneta necesita una puesta a punto que no puedo permitirme.
—Y uno de mis hijos necesita unos zapatos ortopédicos y el otro, terapia con un logopeda —añadió Whelan.
—Los muchachos que trabajan en el Big Dig de Boston tienen un dicho —intervino Berkowitz—: «No mates el trabajo, deja que muera por sí mismo». Eso es cuanto te pedimos, Sifkitz. Déjanos trabajar. Deja que nos ganemos la vida.
—Es una locura —murmuró Sifkitz—. Una completa lo…
—¡Me importa una mierda lo que pienses, hijo de puta! —gritó Freddy, y Sifkitz se percató de que estaba a punto de llorar. Aquel enfrentamiento era tan estresante para ellos como para él. En cierto modo, darse cuenta de eso era lo más duro—. ¡Me importa una mierda lo que hagas, que no trabajes, que desperdicies el tiempo pintando niños lanzadores, pero no les quites el pan a mis hijos! ¿Me oyes? ¡No lo hagas!
Freddy dio un paso adelante, apretó los puños y los levantó frente a su rostro: un ridículo John L. Sullivan en una pose de boxeo. Berkowitz agarró a Freddy de un brazo y le obligó a retroceder.
—No seas imbécil, hombre —dijo Whelan—. Vive y deja vivir, ¿de acuerdo?
—Déjanos trabajar —repitió Berkowitz, y por supuesto Sifkitz reconoció la frase; había leído El padrino y visto todas las películas. ¿Podía alguno de esos tipos usar una palabra o una expresión que no estuviera en su propio vocabulario? Lo dudaba—. Déjanos mantener la dignidad, hombre. ¿Crees que podemos ganarnos la vida como tú, dibujando? —Se rió—. Sí, claro. Si yo pintara un gato tendría que escribir debajo la palabra GATO para que la gente supiera qué es.
—Mataste a Carlos —dijo Whelan, y Sifkitz pensó que si hubiera habido un tono acusador en su voz, se habría puesto furioso otra vez. Pero lo único que percibió fue dolor—. Le dijimos «Resiste, hombre, las cosas mejorarán», pero él no era fuerte. No podía mirar más allá, ya sabes. Perdió toda esperanza. —Whelan hizo una pausa, levantó la mirada hacia el oscuro cielo. No muy lejos, el Dodge de Freddy retumbaba estrepitosamente—. Ni siquiera tuvo la suficiente fuerza para empezar con esto. Ya sabes, algunas personas no la tienen.
Sifkitz se giró hacia Berkowitz.
—Dejadme arreglarlo —dijo—. Haré lo que queráis…
—Simplemente no mates el trabajo —dijo Berkowitz—. Eso es todo lo que queremos. Deja que el trabajo muera por sí mismo.
Sifkitz se dio cuenta de que probablemente podría hacer lo que ese hombre le pedía. Incluso le resultaría fácil. Algunas personas, cuando se comían un donut, no podían parar hasta acabarse toda la caja. Si él hubiera sido esa clase de hombre, habría tenido graves problemas…, pero no lo era.
—De acuerdo —dijo—. ¿Por qué no lo intentamos? —Y entonces se le ocurrió algo—. ¿Crees que podrías conseguirme una gorra de tu empresa?
Señaló la que Berkowitz llevaba en la cabeza.
Berkowitz sonrió. Fue una sonrisa breve, pero más auténtica que la que había mostrado cuando dijo que no podía dibujar un gato sin añadir una palabra debajo.
—Podría arreglarlo.
Sifkitz pensó que en ese instante Berkowitz le estrecharía la mano, pero no fue así. Bajo la visera de su gorra, lo midió por última vez con la mirada y luego caminó hacia la camioneta. Los otros dos le siguieron.
—¿Cuánto tiempo tiene que pasar hasta que olvide todo lo que ha ocurrido? —preguntó Sifkitz—. ¿Que desmonté la bicicleta estática porque… no sé… simplemente porque me cansé de ella?
Berkowitz se detuvo con la mano en el tirador de la puerta y lo miró.
—¿Cuánto tiempo quieres que pase? —preguntó. —No sé —respondió Sifkitz—. Este lugar es muy bonito, ¿no?
—Siempre lo ha sido —dijo Berkowitz—. Siempre lo hemos mantenido limpio.
Por su voz parecía estar a la defensiva, pero Sifkitz prefirió no hacer caso de eso. Pensó que hasta un producto de su imaginación tenía derecho a tener su orgullo.
Durante unos segundos más permanecieron en la carretera, en el lugar que Sifkitz llamaría más tarde La Gran Autopista Perdida Transcanadiense, un nombre demasiado pomposo para esa carretera sucia y sin nombre, pero a la vez de gran belleza, que atravesaba el bosque. Ninguno de ellos añadió nada. En alguna parte volvió a ulular el búho.
—Dentro o fuera, para nosotros es lo mismo —dijo Berkowitz. Luego abrió la portezuela y se puso frente al volante.
—Cuídate —dijo Freddy.
—Pero no demasiado —añadió Whelan.
Sifkitz permaneció inmóvil mientras la camioneta realizaba una hábil y complicada maniobra en la angosta carretera y se encaraba hacia la dirección por la que habían llegado. El agujero había desaparecido, pero a Sifkitz no le preocupó. No creía que tuviera problemas para regresar cuando llegase el momento de hacerlo. Berkowitz no se molestó en esquivar la Raleigh: le pasó por encima. Se oyeron algunos chasquidos y crujidos cuando los radios de las ruedas saltaron por los aires. Las luces de posición parpadearon y luego desaparecieron tras una curva. Sifkitz oyó el petardeo del sonido del motor durante un buen rato, pero al final también se disipó.
Se sentó en la carretera, luego apoyó la espalda en el asfalto y acunó la muñeca herida contra su pecho. No había estrellas en el cielo. Se sentía exhausto. Será mejor que no me quede dormido, se dijo, algo podría surgir del bosque —quizá un oso— y devorarme. Pero aun así se durmió.
Cuando se despertó estaba en el suelo de hormigón del sótano. Las piezas desarmadas de la bicicleta estática, sin tuercas ni tornillos, estaban esparcidas a su lado. Encima de la caja, el despertador Brookstone marcaba las ocho y cuarenta y tres de la noche. Al parecer uno de ellos había desconectado la alarma.
Me encargaré yo mismo de tirar estas cosas, pensó. Esta es mi historia, y si me aferró a ella no tardaré en creerla.
Subió la escalera hasta el vestíbulo de su edificio y notó que estaba hambriento. Pensó en salir a comer a Dugan’s y pedir una porción de tarta de manzana. ¿Acaso la tarta de manzana no era lo menos sano del mundo? Cuando llegó decidió pedir un gran trozo.
—¡Qué diablos! —le dijo a la camarera—. ¡Solo se vive una vez!
—Bueno, eso no es lo que dicen los hindúes —respondió ella—, pero como tú quieras.
Dos meses más tarde, Sifkitz recibió un paquete.
Le esperaba en el vestíbulo del edificio, y lo encontró cuando regresaba de una cena con su agente (Sifkitz había comido pescado y vegetales hervidos, pero lo remató con una crème brûlée). El paquete no tenía franqueo y no llevaba ningún logotipo, ni de Federal Express, ni de Airbone Express, ni de UPS. Tampoco llevaba sellos. Tan solo su nombre escrito con una tosca caligrafía negra: RICHARD SIFKITZ.
Es la letra de un hombre que necesita añadir la palabra GATO debajo de su dibujo, pensó; no tenía ni idea de por qué se le había ocurrido eso. Subió la caja y empleó uno de los cuchillos X-Acto de su mesa de trabajo para abrirla. Dentro, bajo un montón de papel de seda, había una flamante gorra con visera, de esas que tienen una tira de plástico en la parte de atrás para poder ajustaría. Su etiqueta de dentro ponía: «Hecha en Bangladesh». Sobre la visera, impresa en letras de color rojo oscuro que le recodaron la sangre de las venas, se leía una única palabra: LÍPIDO.
—¿Qué es esto? —preguntó al ático desierto mientras giraba la gorra entre las manos—. Uno de los componentes de la sangre, ¿no?
Intentó ponérsela. Al principio le pareció que era demasiado pequeña, pero cuando ajustó la tira de plástico de la parte de atrás le quedó estupendamente. Se miró en el espejo del dormitorio y no le gustó del todo. Se la quitó, dobló un poco la visera y volvió a ponérsela. Casi perfecta. Le quedaría mucho mejor cuando se quitara la ropa de trabajo y se pusiera unos vaqueros manchados de pintura. Parecería un trabajador de verdad… lo que era, a pesar de lo que ciertas personas pudiesen pensar.
Con el paso del tiempo, llevar la gorra LÍPIDO mientras dibujaba se convirtió en un hábito, así como guardarse unos segundos del día los sábados y domingos, o comer en Dugan’s una buena porción de tarta los jueves por la noche. Dijera lo que dijese la filosofía hindú, Richard Sifkitz pensaba que solo se vivía una vez. Y siendo así, había que probar un poco de todo.