Área de descanso

Suponía que lo que había escrito en algún punto entre Jacksonville y Sarasota era la versión literaria de la vieja cantinela de Clark-Kent-en-la-cabina-telefónica, pero no estaba seguro de cuándo ni cómo. Lo que indicaba que no había sido tan dramático. ¿Acaso importaba?

En ocasiones se decía a sí mismo que la respuesta a esa pregunta era no, que todo eso de Rick Hardin/John Dykstra no era más que una reconstrucción artificial, pura publicidad, no muy distinto de Archibald Bloggert (o comoquiera que se llamara realmente) actuando como Cary Grant, o Evan Hunter (que al nacer se llamaba Salvatore no-sé-qué) escribiendo como Ed McBain. Y esos tipos habían sido su inspiración… junto con Donald E. Westlake, que escribía sus traviesas novelas «duras» como Richard Stark, y K. C. Constantine, que en realidad era… bueno, nadie lo sabía, ¿no? Como el caso del misterioso señor B. Traven, autor de El tesoro de Sierra Madre. Nadie sabía quién era, y eso formaba parte de la diversión.

Un nombre, un nombre, ¿qué tiene un nombre?

¿Quién era él, por ejemplo, en su viaje quincenal de vuelta a Sarasota? Sin duda era Hardin cuando abandonó el Pot o’ Gold en Jax; por supuesto. Y desde luego era Dykstra cuando entró en su casa frente al canal, en la carretera de Macintosh. Pero ¿quién había sido mientras avanzaba por la Carretera 75, mientras se deslizaba de una localidad a otra bajo las brillantes luces de la autopista? ¿Hardin? ¿Dykstra? ¿Ninguno de los dos? ¿Había habido quizá un momento mágico en el que el hombre lobo literario que ganaba grandes cantidades de dinero se había convertido en el inofensivo profesor de inglés cuya especialidad eran los poetas y novelistas estadounidenses del siglo XX? ¿Acaso importaba mientras estuviera en armonía con Dios, el IRS[7] y los ocasionales futbolistas que se apuntaban a uno de los dos cursos breves que impartía?

Nada de eso importaba al sur de Ocala. Lo que importaba era que, fuera quien fuese, necesitaba orinar como un caballo de carreras. En el Pot o’ Gold había sobrepasado con dos cervezas (quizá tres) su límite habitual de alcohol, y había establecido la velocidad de crucero de su Jag en cien kilómetros por hora; aquella noche no quería ver ninguna luz roja giratoria en su espejo retrovisor. Podría haber pagado el Jag con lo que había ganado con los libros escritos con el nombre de Hardin, pero había pasado la mayoría de su vida como John Andrew Dykstra, y ese era el nombre que la linterna alumbraría si le pedían el carnet de conducir. Podría haber sido Hardin quien se hubiese bebido esas cervezas en el Pot o’ Gold, pero si un agente de Florida sacaba de su cajita de plástico azul el aterrador aparato del control de alcoholemia, serían las intoxicadas moléculas de Dykstra las que acabarían dentro de las sofisticadas entrañas del aparato. Y sería fácil que lo detuvieran un jueves por la noche del mes de junio, daba igual quién fuera, porque todos los veraneantes habían regresado a Michigan y tenía la I-75 casi para él solo.

Y además había un problema esencial con la cerveza que cualquier alumno de instituto entendería: no podías comprarla, solo alquilarla. Afortunadamente había un área de descanso a unos nueve o diez kilómetros al sur de Ocala, y allí habría un pequeño aseo.

Sin embargo, mientras tanto, ¿quién era él? Desde luego había llegado a Sarasota hacía dieciséis años como John Dykstra, y era con ese nombre con el que desde 1990 había enseñado inglés en la subsede de la FSU. Más tarde, en 1994, había decidido saltarse las clases de verano y aventurarse en la escritura de una novela de suspense. Eso no había sido idea suya. Tenía un agente en Nueva York, no un purasangre, pero sí un tipo bastante honesto, con una ratio de publicaciones razonable, que había sido capaz de vender cuatro relatos de su nuevo cliente (con el nombre de Dykstra) a varias revistas literarias que pagaron unos cuantos cientos de dólares. El agente se llamaba Jack Golden, y mientras no tenía más que alabanzas para sus relatos, despreciaba los cheques porque los consideraba «calderilla». Fue Jack quién señaló que las historias publicadas por John Dykstra tenían un «alto ritmo narrativo» (lo que a Johnny le pareció el argumento propio de un representante) y apuntó que su nuevo cliente podría ganar cuarenta o cincuenta mil dólares de golpe si escribía una novela de suspense de unas cien mil palabras.

—Podrías hacerlo durante el verano si encontraras un gancho donde colgar el sombrero y te quedaras pegado a él —le dijo a Dykstra en una carta (en esa época aún no habían avanzado hasta el uso del teléfono y el fax)—. Y ganarías mucho más que dando clases en junio y agosto en la Universidad de Mangrove. Si quieres intentarlo, amigo mío, este es el momento, antes de que tengas una esposa y dos hijos y medio.

No había ninguna esposa potencial en el horizonte (ahora tampoco), pero Dykstra había entendido lo que Jack quería decir; cuando eres viejo resulta más difícil tirar los dados. Y una esposa e hijos no eran las únicas responsabilidades que uno asume a medida que el tiempo transcurre lentamente. Estaba el anzuelo de las tarjetas de crédito, por ejemplo. Las tarjetas de crédito lastraban el casco y te hacían aminorar la marcha. Las tarjetas de crédito eran agentes de las reglas y trabajaban a favor de lo seguro.

Cuando en enero de 1994 recibió el contrato para las clases de verano, lo devolvió sin firmar al catedrático con una breve nota explicativa: He pensado que, en vez de eso, este verano podría intentar escribir una novela.

La respuesta de Eddie Wasserman fue amistosa pero firme: Muy bien, Johnny, pero no puedo garantizarte que el puesto siga ahí el verano que viene. Y un catedrático siempre acierta a la primera.

Dykstra lo reconsideró, pero solo brevemente; para entonces ya tenía una idea. Mejor que eso, tenía un personaje. El Perro, padre literario de los Jaguar y las casas de la carretera de Macintosh, estaba ansioso por nacer, y Dios bendiga el corazón asesino de El Perro.

Ante él, la flecha blanca de la señal azul brilló cuando la luz de los faros delanteros de su coche la iluminaron; había una rampa que giraba hacia la izquierda, y un arco de neón de alta intensidad que iluminaba el pavimento con un resplandor tan brillante que la rampa parecía parte de un escenario. Puso el intermitente, aminoró a sesenta y cinco y abandonó la interestatal.

A medio camino, la rampa se bifurcaba: camiones y furgonetas Winnebago, a la derecha; tipos con Jaguar, todo recto. Cuarenta metros después del desvío estaba el área de descanso: una estrecha construcción de una planta de color beige que bajo las luces brillantes también parecía sacada de un escenario cinematográfico. ¿Qué sería en una película? ¿Quizá un silo de misiles? Claro, por qué no. Un silo de misiles alejado de todo, y el tipo que está al mando tiene una enfermedad mental oculta pero progresiva. Ve a rusos por todas partes, rusos que surgen del maldito bosque… o quizá sean terroristas de Al Qaeda; esos probablemente darían más la talla. Por entonces los rusos eran maleantes pasados de moda, a menos que fueran traficantes de drogas o de prostitutas adolescentes. De todas formas, en realidad el maleante no importa, todo es fantasía; sin embargo, el dedo del tipo se muere por pulsar el botón rojo, y…

Y necesitaba orinar, así que deja la imaginación para más tarde, por favor y gracias. Además, no había sitio para El Perro en una historia como aquella. Como había explicado esa misma noche un rato antes en el Pot o’ Gold, El Perro era más que un simple guerrero urbano (bonita frase). Sin embargo, la idea de un comandante loco en un silo de misiles tenía fuerza, ¿no? Un tipo atractivo… adorado por sus hombres… aparentemente normal desde el exterior…

A esas horas había solo otro coche en la extensa zona de aparcamientos, uno de esos PT Cruiser que nunca dejaban de asombrarlo; parecían coches de juguete de gánsters sacados de los años treinta.

Se detuvo cuatro o cinco metros detrás de él, paró el motor y, antes de bajarse, echó un rápido vistazo al aparcamiento desierto. No era la primera vez que estacionaba en esa área de descanso, especialmente cuando volvía del Pot o’ Gold, y una de las veces se quedó asombrado y horrorizado al ver un lagarto que cruzaba parsimoniosamente el despejado pavimento hacia los pinos de detrás del área de descanso; parecía un hombre de negocios anciano y con sobrepeso camino de una reunión importante. Esa noche no había ningún lagarto; se apeó, levantó la llave por encima de su hombro y apretó el botón de cierre centralizado. Esa noche solo estaban él y el señor PT Cruiser. El Jag silbó obediente y durante el breve destello de las luces delanteras vio su propia sombra. Pero… ¿de quién era la sombra? ¿De Dykstra o de Hardin?

Decidió que de Johnny Dykstra. Ahora Hardin estaba lejos, abandonado sesenta o setenta kilómetros más atrás. Pero esa había sido su noche, había realizado una breve (y en su mayor parte, humorística) presentación al resto de los Ladrones de Florida después de la cena, y pensaba que el señor Hardin había hecho un trabajo bastante bueno, finalizando con la severa promesa de enviar a El Perro en busca de cualquiera que no contribuyera generosamente con la causa de ese año, que resultó ser la de los Lectores de Rayo de Sol, una organización sin ánimo de lucro que proveía novelas y artículos en cintas de audio a escolares ciegos.

Recorrió el aparcamiento hasta el edificio; los tacones de sus botas de vaquero resonaban en el suelo. John Dykstra jamás habría llevado tejanos gastados ni botas de vaquero a un espectáculo público, y menos a uno donde él fuera el ponente principal, pero Hardin era de otra pasta. Al contrario que Dykstra (que podía ser remilgado), Hardin no se preocupaba por lo que pudiera pensar la gente sobre su aspecto.

El edificio del área de descanso estaba dividido en tres partes: el baño de señoras a la izquierda, el baño de caballeros a la derecha, y en medio un gran pórtico tipo porche, donde podías coger folletos de varias atracciones turísticas del centro y sur de Florida. También había máquinas de chucherías, dos expendedoras de refrescos y un dispensador de mapas que requería un absurdo número de monedas de veinticinco centavos. Los dos lados de la entrada del estrecho edificio estaban empapelados con carteles de niños desaparecidos que a Dykstra siempre le causaban escalofríos. ¿Cuántos de esos niños, se preguntaba siempre, estaban enterrados en el fondo lodoso del pantano o alimentando a los reptiles de los bosques de Glades? ¿A cuántos les habían hecho creer que los vagabundos que los habían raptado (y que de vez en cuando los molestaban sexualmente o los alquilaban) eran sus padres? A Dykstra no le gustaba mirar esos rostros inocentes ni considerar la desesperación subyacente a esas absurdas cifras de recompensas: 10.000 dólares, 20.000 dólares, 50.000 dólares, en un caso 100.000 dólares (esta última por una sonriente chica rubia de Fort Myers que había desaparecido en 1980 y que ahora sería una mujer de mediana edad, si es que todavía seguía con vida… y casi seguro que no). También había un cartel que informaba que revolver en los cubos de la basura estaba prohibido, y otro que establecía una hora como tiempo máximo para permanecer en el área de descanso: SE AVISARÁ A LA POLICÍA.

¿Quién querría quedarse aquí más tiempo?, pensó Dykstra, y escuchó el susurro del viento nocturno entre las palmeras. Tendría que ser un loco. Alguien a quien el botón rojo empezaba a parecerle una buena opción mientras los meses y los años transcurrían ruidosamente con el estruendo de los camiones de dieciséis ruedas en el carril de adelantamiento a la una de la madrugada.

Enfiló hacia el baño de caballeros y entonces, a medio camino, se quedó paralizado cuando una voz de mujer, levemente distorsionada por el eco pero muy cercana, habló inesperadamente detrás de él.

—No, Lee —dijo—. No, cariño, no.

Se oyó un porrazo, seguido de una bofetada, una sorda bofetada en la carne. Dykstra comprendió que estaba oyendo los inconfundibles sonidos del abuso. Incluso podía imaginar la marca roja de una mano en la mejilla de la mujer y su cabeza, protegida nada más que por su pelo (¿rubio?, ¿moreno?), rebotando contra la pared de azulejos beige. Ella empezó a llorar. Los arcos de neón eran lo bastante brillantes como para que Dykstra viera que tenía la piel de gallina. Se mordió el labio inferior.

—Maldita puerca.

La voz de Lee era neutra, enfática. Es difícil explicar por qué supo inmediatamente que estaba borracho, pues pronunciaba cada una de las palabras perfectamente. Pero eso siempre se sabe, porque uno ha escuchado a muchos hombres hablar de ese modo, en campos de béisbol, en ferias, incluso a través de las delgadas paredes de una habitación de motel (o filtrándose a través del techo) a altas horas de la noche, después de que la luna se hubiera puesto y los bares hubieran cerrado. La parte femenina de la conversación —¿se podía llamar a eso conversación?— también podía sonar a embriaguez, pero la mayoría de las veces denotaba terror.

Dykstra se quedó allí parado, en el pequeño bordillo de la entrada, de cara al baño de caballeros, de espaldas a la pareja del baño de señoras. Estaba entre las sombras, rodeado por todos lados de fotos de niños desaparecidos que susurraban, como las frondosas palmeras bajo la brisa nocturna. Permaneció allí, aguardando, esperando que no ocurriera nada más. Pero por supuesto sí ocurrió. Le llegaron las palabras, portentosas y disparatadas, de un cantante de country: «Cuando descubrí que no era bueno, era demasiado rico para dejarlo».

Se oyó otra bofetada fuerte y otro grito de la mujer. Hubo un instante de silencio y luego se oyó de nuevo la voz del hombre, y uno sabía, por cómo decía «puerca» cuando en realidad quería decir «puta», que además de estar borracho era un inculto. En realidad, uno podía saber un montón de cosas de él: que en secundaria se sentaba al final del aula en las clases de inglés, que bebía leche directamente del cartón cuando llegaba a casa del colegio, que lo habían expulsado durante el primero o segundo año de preparatoria, que tenía un trabajo en el que debía usar guantes y llevar un cuchillo marca X-Acto en el bolsillo trasero del pantalón. Se supone que uno no debe hacer tales generalizaciones —es como decir que todos los afroamericanos tienen el ritmo en el cuerpo o que todos los italianos lloran en la ópera—, pero en la oscuridad de las once de la noche, rodeado de carteles de niños desaparecidos —por algún motivo siempre impresos en papel de color rosa—, uno sabía que era verdad.

—Maldita puerca.

Tiene pecas, pensó Dykstra. Y se quema fácilmente con el sol. Las quemaduras hacen que parezca que siempre está enfadado, y casi siempre lo está. Cuando está sin blanca bebe Kahlúa, pero casi siempre bebe cerve…

—No, Lee —dijo la voz de la mujer. Estaba llorando, suplicando, y Dykstra pensó: No haga eso, señora. ¿No sabe que eso empeora las cosas? ¿No sabe que cuando él ve ese hilillo de mocos colgando de la nariz, enloquece más que nunca?—. No me pegues más, lo sien…

¡Plap!

Le siguió otra bofetada y un grito agudo de dolor, casi como el aullido de un perro. El viejo señor PT Cruiser había vuelto a pegarle lo bastante fuerte para que su cabeza rebotara contra la pared de azulejos del baño… y ¿cómo era aquel chiste? ¿Por qué hay trescientos mil casos de maltratos a mujeres en Estados Unidos? Porque… las… puñeteras… no… quieren… escuchar.

—Maldita puerca.

Ese era el mantra de Lee aquella noche, extraído directamente de los Segundos Borrachonianos, y lo que asustaba de su voz —lo que a Dykstra le parecía completamente aterrador— era la total ausencia de emoción. Si hubiera ira, sería mejor. Si hubiera ira, la mujer estaría más segura. La ira era como un vapor inflamable —una chispa que se encendía y se extinguía en un rápido y brillante estallido— pero aquel tipo estaba simplemente… decidido. No le pegaría otra vez y luego le pediría disculpas, quizá sollozando incluso mientras lo hacía. Tal vez lo habría hecho en otras ocasiones, pero esa noche no. Esa noche iba a por todas. Dios te salve María, llena eres de gracia, ayúdame a superar esta carrera de obstáculos.

¿Qué hago? ¿Cuál es mi lugar en todo esto? ¿Acaso tengo alguno?

Desde luego no iba a entrar en el baño de caballeros para echar esa larga y placentera meada que había planeado; sus pelotas estaban tan secas como un par de piedras, y la presión de sus riñones se había evaporado hacia arriba, por la espalda, y hacia abajo, por las piernas. El corazón latía aceleradamente en su pecho, palpitaba en un rápido trote que probablemente terminaría convirtiéndose en un sprint si oía otra bofetada. Pasaría más de una hora antes de que estuviera en condiciones de orinar, por muchas ganas que tuviera de hacerlo, e incluso así, solo soltaría una serie de insatisfactorios chorritos. ¡Dios, cuánto deseaba que esa hora hubiera pasado! ¡Estar a ochenta o noventa kilómetros de allí!

¿Qué vas a hacer si le pega otra vez?

Se le ocurrió otra pregunta: ¿qué haría si la mujer escapaba dándose con los tacones en el culo y el señor PT Cruiser la perseguía? Solo había una salida del baño de señoras, y John Dykstra estaba en medio. John Dykstra, con las botas de vaquero que Rick Hardin había llevado en Jacksonville, donde una vez cada quince días se reunía un grupo de escritores de libros de misterio —muchos de ellos mujeres rollizas con vestidos color pastel— para discutir sobre técnica, agentes, ventas y para chismorrear sobre los demás.

—Lee-Lee, no me hagas daño, ¿vale? Por favor, no me hagas daño. Por favor, no le hagas daño al bebé.

Lee-Lee. Y Jesús… lloró.

Vaya, otra cosa más; anota otra cosa más. El bebé. Por favor, no le hagas daño al bebé. Bienvenido al maldito Canal de la Vida Cotidiana.

Dykstra sintió que su acelerado corazón se hundía unos centímetros en su pecho. Le parecía que llevaba por lo menos veinte minutos en la entrada de los baños de caballeros y señoras, pero cuando miró su reloj no le sorprendió que ni siquiera hubieran pasado cuarenta segundos desde la primera bofetada. Eso era cosa de la subjetiva naturaleza del tiempo y la pavorosa velocidad del pensamiento cuando la mente de pronto se ve sometida a mucha presión. Había escrito sobre ambas cosas muchas veces. Suponía que la mayoría de los novelistas de suspense lo habían hecho. Era un mandato divino. La próxima vez que acudiera a los Ladrones de Florida, quizá lo tomara como tema principal y tal vez les mencionara este incidente. Hablaría acerca del tiempo que había tenido para pensar, de los Segundos Borrachonianos. Aunque pensaba que sería demasiado intenso para sus reuniones quincenales, demasiado…

Un chaparrón de bofetadas interrumpió el hilo de sus pensamientos. Lee-Lee había estallado. Dykstra oyó el particular sonido de esos golpes con la desesperación de un hombre que sabe que jamás olvidará lo que está escuchando; nada de la banda sonora de una película sino una serie de puñetazos golpeando una almohada de plumas, sorprendentemente suave, casi delicados. La mujer gritó una vez por la sorpresa y otra vez por el dolor. Después de eso se limitó a soltar pequeños gritos de dolor y miedo. Fuera, en la oscuridad, Dykstra pensaba en todos los anuncios publicitarios que había visto advirtiéndole sobre la violencia de género. No mencionaban aquella situación, ni cómo podías escuchar con un oído el ruido del viento entre las palmeras (y el susurro de los carteles de los niños perdidos, no lo olvides) y con el otro aquellos gemidos de dolor y miedo.

Oyó suaves pisadas sobre las baldosas y comprendió que Lee (la mujer lo había llamado Lee-Lee, como si el nombre de una mascota pudiera aplacar su rabia) se estaba acercando. Al igual que Rick Hardin, Lee llevaba botas. Los Lee-Lee del mundo solían ser tipos con botas Georgia Giant. Tipos con botas Dingo. La mujer llevaba zapatillas deportivas de lona blanca. Estaba seguro.

—Zorra, maldita zorra, te vi hablando con él, frotándote las tetas en él, maldita puerca…

—No, Lee-Lee, yo nunca…

Otra bofetada, y luego una ronca expectoración que no era ni masculina ni femenina. Arcadas. Al día siguiente, quien limpiara esos baños encontraría el vómito secándose en el suelo y en una de las paredes de azulejos del baño de señoras, pero haría bastante rato que Lee y su esposa, o su novia, se habrían marchado de allí, y para el encargado de la limpieza aquello no sería más que otro desastre que limpiar, la historia de un vómito tan sucio como carente de interés. ¿Y qué se suponía que Dykstra debía hacer? Jesús, ¿tendría el valor para entrar ahí? Si no lo hacía, llegaría un momento en que Lee dejaría de pegarle, pero si un extraño interfería…

Podría matarnos a los dos.

Pero…

El bebé. Por favor, no le bagas daño al bebé. Dykstra apretó los puños y pensó: ¡Maldito Canal de la Vida Cotidiana!

La mujer seguía teniendo arcadas. —Deja de hacer eso, Ellen. —¡No puedo!

—¿No? Bueno, está bien. Yo conseguiré que pares. Maldita… puerca.

Otro ¡plap!, para puntualizar la palabra «puerca». El corazón de Dykstra se hundió un poco más. No pensaba que eso fuera posible. Pronto le estaría latiendo en el estómago. ¡Si solo pudiera canalizar a El Perro! En un relato podría funcionar; incluso había estado pensando en eso antes de cometer el gran error de la noche al desviarse hacia esa área de descanso, y si aquello no era lo que los manuales de literatura denominaban un presagio, ¿qué era?

Sí, podía convertirse en el hombre duro que llevaba dentro, entrar en el baño de señoras, moler a palos a Lee, y seguir su camino. Como Shane en esa película antigua de Alan Ladd.

La mujer volvió a tener arcadas —el sonido de una máquina machacando piedras—, y Dykstra supo que no podría canalizar a El Perro. El Perro era ficción. Aquello era la vida real, desplegándose ahí mismo, frente a él, como la lengua de un borracho.

—Como lo hagas otra vez te vas a enterar —la amenazó Lee y ahora había un poso mortal en sus palabras. Se estaba preparando para ir a por todas. Dykstra estaba seguro de eso.

Testificaré en un juicio. Y cuando me pregunten qué hice para evitarlo, diré que nada. Diré que escuché. Que recordé. Que fui un testigo. Y luego explicaré que eso es lo que hacen los escritores cuando no están escribiendo.

Dykstra pensó en echar a correr hacia su Jag —¡sigilosamente!— y usar el teléfono de la guantera para llamar a la policía. *99 era todo cuanto tenía que marcar. Así lo decían los letreros colocados en la carretera cada quince kilómetros más o menos: EN CASO DE ACCIDENTE MARQUE *99 DESDE SU MÓVIL. Pero nunca había un policía cerca cuando lo necesitabas. Aquella noche el más cercano estaría en Bradenton o tal vez en Ybor City, y para cuando el agente de policía llegara, ese pequeño rodeo ya habría acabado.

Del baño de señoras llegaba una serie de hipidos intercalados con bajos sonidos de náuseas. Una de las puertas batientes se abrió de golpe. La mujer sabía que Lee hablaba en serio tanto como lo sabía Dykstra. Vomitar de nuevo bastaría para hacerle estallar. Se volvería loco y acabaría el trabajo. ¿Y si lo atrapaban? Segundo grado. Sin premeditación. Al cabo de quince meses estaría libre y empezaría a salir con la hermana pequeña de la mujer.

Regresa al coche, John. Vuelve al coche, ponte detrás del volante y lárgate lejos de aquí. Empieza a convencerte de que esto jamás ha ocurrido. Y asegúrate de no leer el periódico y no mirar las noticias en la televisión durante los próximos dos días. Eso te ayudará. Hazlo. Hazlo ahora mismo. Eres escritor, no un luchador. Mides uno setenta y cinco, pesas setenta kilos, tienes un hombro mal, y lo único que puedes hacer aquí es empeorar las cosas. Así que vuelve al coche y reza una plegaria a quienquiera que sea el Dios que protege a las mujeres como Ellen.

Estaba a punto de regresar al coche cuando se le ocurrió algo.

El Perro no era real, pero Rick Hardin sí lo era.

Ellen Whitlow de Nokomis había irrumpido en uno de los retretes y aterrizado sobre la cisterna con las piernas abiertas y la falda levantada, justo como la puerca que era, y Lee se lanzó sobre ella con el propósito de agarrarla por las orejas y golpearle su estúpida cabeza contra los azulejos. Ya había tenido bastante. Le daría una lección que nunca olvidaría.

Esos pensamientos no recorrían su mente de una manera coherente. Lo que pasaba por su cabeza era en su mayor parte rojo. Por debajo, por encima, filtrándose a su través, había una melodiosa voz que se parecía a la de Steven Tyler de Aerosmith: De todas formas no es mi bebé, no es mío, no es mío, no vas a colármelo, maldita puerca.

Dio tres pasos hacia delante, y fue entonces cuando la sirena de un coche comenzó a sonar rítmicamente muy cerca de allí, desacompasando su propio ritmo, desconcentrándolo, sacándolo de su ensimismamiento, haciéndole mirar alrededor: ¡Bamp! ¡Bamp! ¡Bamp! ¡Bamp!

La alarma de un coche, pensó, y pasó la mirada de la entrada del baño de señoras a la mujer que estaba sentada en el cubículo. Desde la puerta a la puerca. Apretó los puños con indecisión. De pronto la señaló con el dedo índice de la mano derecha, con una uña larga y sucia.

—Muévete y te mato, zorra —le advirtió, y avanzó hacia la puerta.

El cagadero estaba brillantemente iluminado, casi tanto como el resto de la zona de aparcamientos, pero la entrada de los dos baños estaba oscura. Durante un momento no pudo ver nada y fue en ese instante cuando algo lo golpeó por detrás y lo lanzó hacia delante en dos alocados pasos antes de tropezar con algo —una pierna— y caer de bruces.

No hubo tregua ni vacilación. Una bota le golpeó el muslo, el músculo se le agarrotó, y seguidamente recibió una patada en los vaqueros azules que le cubrían el trasero, casi en la parte baja de la espalda. Comenzó a girarse…

—No se dé la vuelta, Lee —dijo una voz—. Tengo una barra de hierro en la mano. Quédese bocabajo o le machacaré la cabeza.

Lee se quedó donde estaba, con las manos extendidas hacia delante, casi tocándose.

—Salga de ahí, Ellen —dijo el hombre que lo había golpeado—. No hay tiempo para tonterías. Salga ahora mismo.

Hubo una pausa. Entonces oyó la voz de la puerca, temblorosa y apagada:

—¿Le ha hecho daño? ¡No le haga daño!

—El está bien, pero si no sale de ahí ahora mismo, lo machacaré. Tendré que hacerlo. —Otra pausa, y luego—: Y será culpa suya.

Mientras tanto, la sirena del coche latía monótonamente en la noche: ¡Bamp! ¡Bamp! ¡Bamp! ¡Bamp!

Lee giró ligeramente la cabeza sobre el pavimento. Le dolía. ¿Con qué le habría golpeado ese cabrón? ¿Había dicho una barra de hierro? No podía recordarlo.

La bota volvió a patearle el trasero. Lee gritó y puso de nuevo la frente contra el suelo.

—¡Salga, señora, o le abriré la cabeza! No tengo elección.

Cuando ella habló de nuevo, estaba más cerca. Su voz vacilaba, pero parecía llena de indignación.

—¿Por qué ha hecho eso? ¡No tenía que haberlo hecho!

—He llamado a la policía desde mi móvil —dijo el hombre que tenía sobre él—. Hay un agente en el kilómetro 140. Así que faltan diez minutos para que llegue aquí, quizá un poco menos. Señor Lee-Lee, ¿tiene las llaves de su coche o las tiene ella?

Lee tuvo que pensar.

—Las tiene ella —dijo al fin—. Me dijo que estaba demasiado borracho para conducir.

—De acuerdo. Ellen, vaya y suba al PT Cruiser, y lárguese. No se pare hasta que llegue a Lake City, y si tiene un cerebro como el que Dios les ha dado a los patos, no regresará de allí.

—¡No voy a dejarlo con usted! —Ahora parecía bastante enfadada—. ¡No mientras usted tenga esa cosa!

—Sí, se va a marchar. Ahora mismo, o le daré una paliza de muerte.

—¡Matón!

El hombre rió, y ese sonido asustó a Lee más que su voz.

—Contaré hasta treinta. Si cuando acabe no se ha largado de esta área de descanso, le arrancaré la cabeza de los hombros. Y la golpearé como si fuera una pelota de golf.

—No puede hacer…

—Hazlo, Ellie. Hazlo, cariño.

—Ya lo ha oído —dijo el hombre—. Su viejo osito Teddy le pide que se vaya. Si quiere que mañana por la noche él termine de molerla a palos, y al bebé también, me parece perfecto. Mañana por la noche yo no estaré aquí. Pero hoy ya estoy hasta las pelotas de ustedes, así que mueva su maldito culo.

Esa orden, expresada en un lenguaje que le resultaba familiar, la entendió, y Lee pudo ver sus piernas desnudas y las zapatillas moviéndose frente a su campo de visión. El hombre que lo había golpeado como un saco de boxeo empezó a contar con voz queda:

—Uno, dos, tres, cuatro…

—¡Date prisa, joder! —gritó Lee, y la bota impactó de nuevo en su trasero, ahora con más suavidad, meciéndolo en lugar de golpearle. Aun así le dolió. Mientras tanto, en la noche se oía el ¡Bamp! ¡Bamp! ¡Bamp! ¡Bamp!—. ¡Mueve el culo!

Con eso las zapatillas echaron a correr. Junto a ellas se deslizaba una sombra. El hombre había contado hasta veinte cuando el pequeño motor del PT Cruiser se puso en marcha, y cuando llegó a treinta, Lee imaginó las luces traseras abandonando el área de servicio. Lee esperaba que el hombre empezara a golpearlo y se sintió aliviado cuando no lo hizo.

El PT Cruiser se alejaba ya por la salida y el sonido del motor comenzó a desvanecerse; el hombre que tenía a su lado le habló con perplejidad.

—¿Y ahora qué voy a hacer con usted? —dijo el hombre que lo había golpeado como un saco de boxeo.

—No me haga daño —dijo Lee—. No me haga daño, señor.

Una vez que las luces traseras del PT Cruiser se perdieron de vista, Hardin se pasó la barra de hierro de una mano a la otra. Tenía las manos sudorosas y casi se le cayó. Eso hubiera sido malo. Si se le hubiera caído, la barra de hierro habría resonado en el suelo, y Lee se habría levantado en un santiamén. No era tan grande como Dykstra había imaginado, pero era peligroso. Ya lo había demostrado.

Ya, peligroso con las mujeres embarazadas.

Pero no era así como debía pensar. Si permitía que el viejo Lee-Lee se pusiera de pie, estarían en un combate totalmente nuevo. Podía sentir a Dykstra intentando volver para discutir este y quizá otros cuantos puntos. Hardin lo apartó a un lado. Ese no era el momento ni el lugar para un profesor de inglés de universidad.

—¿Y ahora qué voy a hacer con usted? —preguntó. Una pregunta de honesta perplejidad.

—No me haga daño —dijo el hombre desde el suelo. Llevaba gafas, algo que le había sorprendido a más no poder. Ni Hardin ni Dykstra habrían imaginado que ese hombre llevara gafas—. No me haga daño, señor.

—He tenido una idea. —Dykstra hubiese dicho «tengo una idea»—. Quítese las gafas y déjelas a su lado.

—¿Por qué?

—Cierre el pico y hágalo.

Lee, que vestía unos Levi’s gastados y una camisa de estilo del oeste (ahora enrollada sobre su espalda y colgándole sobre el trasero), comenzó a quitarse las gafas de estructura de alambre con la mano derecha.

—No, con la otra mano.

—¿Por qué?

—No pregunte, simplemente hágalo. Quíteselas con la mano izquierda.

Lee se quitó las delicadas lentes y las dejó sobre el hormigón. Seguidamente Hardin las pisó con el tacón de una de sus botas.

Se oyó un pequeño chasquido y el delicioso sonido del cristal roto.

—¿Por qué ha hecho eso? —exclamó Lee.

—¿A usted qué le parece? ¿Tiene alguna arma o algo parecido?

—¡No! ¡Jesús, no!

Y Hardin le creyó. Si hubiera tenido alguna, sería una navaja guardada en el maletero del PT Cruiser. Pero no pensaba que eso fuera probable. Cuando estaba fuera del baño de señoras, Dykstra se había imaginado una gran mole que trabajaba en la construcción. Pero aquel tipo parecía un contable que iba al Gold’s Gym tres veces por semana.

—Creo que volveré a mi coche —dijo Hardin—. Desconectaré la alarma y me largaré de aquí.

—Sí, sí, ¿por qué no lo ha…?

Hardin le dio otra patada de advertencia en el trasero, esta vez sacudiéndolo de un lado al otro con un poco más de fuerza.

—¿Por qué no se calla? ¿Qué creía que estaba haciendo ahí dentro?

—Enseñándole una maldita lección…

Hardin le dio una patada en la cadera casi tan fuerte como pudo, solo se contuvo un poco en el último segundo. Pero solo un poco. Lee gritó de dolor y pánico. Hardin se sintió un poco culpable por lo que había hecho y cómo lo había hecho, sin pararse a pensarlo ni un instante. Lo que le hizo sentirse más culpable fue que deseaba golpearle de nuevo y más fuerte. Le gustaba ese grito de dolor y miedo, podría volver a oírlo.

¿En qué se diferenciaba él del Lee del Cagadero que yacía ahí con la sombra de la entrada recorriéndole la espalda en una entrecortada diagonal negra? Al parecer en casi nada. Pero ¿y qué? Esa era una pregunta tediosa; una pregunta al estilo de la película-de-la-semana. Se le ocurrió algo más interesante. Se preguntó con cuánta fuerza podría patear al bueno de Lee-Lee en la oreja izquierda sin contenerse. Directamente en la oreja, kaput. También se preguntaba cómo sonaría. Supuso que sería un sonido satisfactorio. Por supuesto que podría matarlo de esa forma, pero ¿qué ganaría el mundo con eso? ¿Quién se enteraría? ¿Ellen? Que le den.

—Será mejor que se calle, amigo —dijo Hardin—. Eso es lo mejor que podría hacer en este momento. Tan solo cállese. Y cuando el agente de policía llegue aquí, cuéntele la mierda que quiera.

—¿Por qué no se marcha? Váyase y déjeme solo. Ya me ha roto las gafas, ¿no le basta con eso?

—No —dijo Hardin, convencido. Pensó durante un segundo—. ¿Sabe qué?

Lee no preguntó qué.

—Voy a ir muy despacio hacia mi coche. Si quiere, usted se levanta y viene por mí. Trataremos el asunto cara a cara.

—¡Ya, claro! —Lee rió entre lágrimas—. ¡No veo una mierda sin mis gafas!

Hardin se recolocó sus propias gafas en la nariz. Ya no necesitaba orinar. ¡Qué cosa más rara!

—¡Mírate! —dijo—. ¡Mírate!

Lee debió de notar algo extraño en su tono de voz, porque Hardin se percató de que estaba temblando bajo la luz plateada de la luna. Pero Lee no dijo nada, probablemente eso era lo más sensato, teniendo en cuenta las circunstancias. El hombre que tenía a su lado, que jamás en toda su vida se había metido en una pelea antes de esa, ni en la escuela secundaria, ni siquiera en primaria, comprendió que todo aquello había terminado. Si Lee hubiera tenido un arma, quizá habría intentado dispararle por la espalda mientras volvía al coche. Pero no la tenía. Lee estaba… ¿cuál era la palabra?

Rendido.

El bueno de Lee-Lee se había rendido.

La inspiración golpeó la cabeza de Hardin.

—Tengo su número de matrícula —dijo—, y su nombre. El suyo y el de ella. Miraré los periódicos, gilipollas.

Lee no dijo nada. Yacía bocabajo con las gafas rotas brillando bajo la luz de la luna.

—Buenas noches, gilipollas —dijo Hardin.

Caminó hasta su aparcamiento y se alejó conduciendo, como Shane en su Jaguar.

Se sintió bien durante diez minutos, quizá quince. Lo bastante como para toquetear la radio y decidirse finalmente por el álbum de Lucinda Williams que tenía en el lector de discos. Y entonces, de pronto, el estómago le subió a la boca, aún repleto del pollo y las patatas fritas que había comido en el Pot o’ Gold.

Paró en el arcén, tiró del freno de mano del Jag, empezó a bajarse y se dio cuenta de que no habría tiempo para eso. Así que se limitó a inclinarse hacia fuera, con el cinturón de seguridad todavía puesto, y vomitó sobre el asfalto junto a la puerta del conductor. Le temblaba todo el cuerpo. Le castañeteaban los dientes.

Aparecieron unos focos en el horizonte y se derramaron sobre él. Aminoraron la velocidad. El primer pensamiento que tuvo Dykstra fue que sería la policía, por fin un agente de policía, el que siempre aparecía cuando uno ya no lo necesitaba, ¿verdad? Lo segundo que pensó —con certera frialdad—, fue que sería el PT Cruiser, con Ellen al volante, Lee-Lee en el asiento del pasajero, y la barra de hierro en su regazo.

Pero tan solo era un viejo Dodge repleto de chicos. Uno de ellos —un muchacho estúpido probablemente pelirrojo— asomó su granujienta cara de luna llena por la ventanilla y le gritó: «¡Échatelo en los zapatos!». Los otros chicos le secundaron con risas y el coche se alejó con un acelerón.

Dykstra cerró la puerta del conductor, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y esperó a que los temblores remitieran. Un momento después desaparecieron y el estómago se asentó. Se dio cuenta de que necesitaba orinar y lo consideró una buena señal.

Se imaginó deseando darle una patada en la oreja a Lee-Lee —¿con cuánta fuerza?, ¿cómo sonaría?— y se esforzó para alejar esas imágenes de su cabeza. Imaginarse a sí mismo deseando hacer una cosa como esa le hacía sentirse enfermo de nuevo.

Esta vez su mente (casi siempre obediente) lo llevó hasta ese comandante del silo de misiles, apostado en Cuervo Solitario, Dakota del Norte (o quizá fuera Lobo Muerto, Montana). Ese comandante que se estaba volviendo loco poco a poco. Viendo terroristas detrás de cada arbusto. Amontonando folletos penosamente escritos en sus archivadores, pasándose la mayor parte de la noche frente a la pantalla de su ordenador, explorando los paranoicos callejones de internet.

Y quizá El Perro vaya camino de California para encargarse de un trabajo… en coche en lugar de en avión porque tiene un par de armas especiales en el maletero de su Plymouth Road Runner… y entonces tiene problemas en el coche…

Claro. Claro, eso estaba bien. O podría estarlo si pensaba un poco más en ello. ¿Había pensado que en el grande y vacío corazón de Estados Unidos no había sitio para El Perro? Qué pensamiento tan corto de miras, ¿no? Porque bajo determinadas circunstancias, cualquiera podía terminar en cualquier parte, haciendo cualquier cosa.

Los temblores habían remitido. Dykstra puso el Jag nuevamente en marcha. En Lake City encontró una gasolinera con una tienda que abría toda la noche, y se detuvo allí para vaciar la vejiga y llenar el tanque de gasolina (después de recorrer con la mirada el aparcamiento y los cuatro surtidores en busca del PT Cruiser y de no verlo). Luego, recorrió el resto del camino a casa, pensando como Rick Hardin, y llegó a su casa frente al canal convertido en John Dykstra. Siempre dejaba encendida la alarma antirrobo antes de salir —era lo más prudente—; la desactivó para entrar y luego volvió a activarla para el resto de la noche.