Capítulo 7

Teníamos previsto celebrar una reunión de la Coordinadora Nacional de CCOO para el día de San Juan. Tomamos todo tipo de precauciones para evitar que la policía pudiera localizarnos. Salí de mi casa casi tres horas antes de la hora prevista y fue mi yerno, Jorge, quien nos llevó a Nicolás Sartorius y a mí a la residencia de los Oblatos de Pozuelo de Alarcón, donde íbamos a celebrar la reunión. A Sartorius le recogimos al pasar por el puente de Segovia. Las precauciones fueron especiales porque muchos de los que acudíamos estábamos muy vigilados por la policía y además, ya en diferentes ocasiones, algunos compañeros, como Martino, Nicolás Sartorius o Llamazares, habían comentado las actitudes un poco extrañas de Marcos Cruz, un hombre que realizaba tareas de relaciones con el exterior y del que se pensaba que podía haber pasado información a la policía. A esta reunión él no asistía y también se le había marginado de su convocatoria; sin embargo, sí podía saber que en esa fecha se celebraba en Madrid una reunión importante de CCOO. El caso es que la policía supo que se celebraba la reunión pero no el lugar. Aeropuertos, estaciones de ferrocarril y autobuses estaban vigilados desde hacía una semana, como supimos después. Los compañeros de Cataluña que iban a asistir se percataron en la estación de que había gentes sospechosas e incluso intentaron avisar a la residencia de la fuerte vigilancia y de la conveniencia de suspender la reunión.

Igualmente José Rivas observó que le seguían cuando, en un taxi, acompañaba a algunos compañeros de otras regiones que acudían a la reunión. De ello nos enteramos, ya en la residencia, sobre las doce y media, y tomamos la decisión de no celebrar la reunión y marcharnos.

¿Por qué esperamos hasta la una para irnos? Porque Miguel Ángel Zamora y dos compañeros más discutían el porcentaje que les correspondía recibir de algunos ingresos y los demás, por no abandonarlos y cortar la discusión, esperamos a que terminaran. Era cuestión de minutos que la policía cerrara el cerco para localizarnos y nosotros los perdimos en aquella discusión. Supimos de su llegada cuando los primeros compañeros intentaron salir. Entonces decidimos que si alguien tenía algún papel se deshiciera de él y decir la verdad, es decir, que no se había celebrado ninguna reunión, puesto que no habíamos tenido tiempo.

Era la una y cuarto aproximadamente cuando bajé por las escaleras de la residencia, por el mismo lugar por donde había entrado ya que no conocía otra salida. Venía conmigo Nicolás Sartorius y allí mismo, en las escaleras, un individuo nos agarró y nos empujó contra la pared al tiempo que gritaba «¡Policía! ¡Policía!». Nosotros les preguntamos que quiénes eran, que se identificaran, que por qué nos detenían y, mientras, ellos nos empujaban escaleras abajo sin responder. Nos llevaron junto a los demás compañeros, que ya habían detenido, a un garaje dentro del mismo edificio. Allí estaba Francisco García Salve (Paco el Cura) esposado en el suelo, con sangre en la cara por los golpes que le habían dado. Paco nunca se dejó detener con facilidad y la policía le pegaba con más rabia.

Hasta las cuatro de la tarde estuvimos esperando ocho personas metidas en un Land Rover. Llenaron una furgoneta grande con los padres Oblatos y todos los que cogían dentro de la residencia y fuera de ella, por si acaso iban a la reunión. Nos llevaron juntos a Nico, García Salve y algunos compañeros más. Por la emisora de la policía escuchábamos los mensajes que intercambiaban los policías que vigilaban y la Dirección General de Seguridad que les daba órdenes para desmontar la vigilancia. Al resto de los detenidos los llevaron en un autocar. Toda aquella zona estaba llena de Policía Armada, Guardia Civil y Policía Secreta. Los padres Oblatos, que se portaron muy bien tanto en la detención como en las declaraciones y el proceso, estaban sensiblemente enfurecidos por la actitud de la policía.

Era el 24 de junio de 1972, había pasado ciento cinco días en la calle y de nuevo me encontraba en la Dirección General de Seguridad interrogado por el comisario jefe, Saturnino Yagüe, acompañado de Delso, de «Billy el Niño» y de algunos otros. Los tres meses y medio pasados en la calle habían constituido una dura lucha contra el cerco del Gobierno, policía y patronal.

Desde el primer momento negamos que se hubiera celebrado la reunión por la que se nos detenía. Todos preparamos la defensa, porque se veía venir un proceso monstruo con grandes condenas, aunque la realidad fuera que la reunión general o Coordinadora Nacional de CCOO no llegara a celebrarse. El Proceso 1001 se transformaría en una de las batallas más importantes de la clase obrera por la libertad sindical, por las libertades democráticas, por la amnistía y por la libertad de los militantes de Comisiones Obreras, que éramos la mayoría de los presos por actividades sindicales. También este proceso y sus condenas monstruosas desenmascararían la pretendida liberalización que el régimen trataba de presentar ante Europa.

Francisco García Salve, Nicolás Sartorius, Eduardo Saborido Galán, Fernando Soto Martín, Francisco Acosta Orge, Miguel Ángel Zamora Antón, Pedro Santiesteban Hurtado, Juan Marcos Muñiz Zapico (Juanín), Luis Fernández Costilla y yo seríamos los «Diez de Carabanchel», que decían en Estados Unidos, «el 1001», como lo llamarían otros, o «El proceso de Camacho y sus compañeros» para algunos países europeos.

El edificio de la Dirección General de Seguridad estaba situado en la Puerta del Sol, y hoy es sede del Gobierno Autónomo de Madrid. Allí nos llevaron y entramos en los coches por un patio interior, al que se accedía por la calle del Correo. Directamente nos llevaron a los calabozos que estaban en los sótanos tomándonos previamente la filiación y retirándonos las pertenencias personales, dinero, documentación y cinturones. A cambio nos dieron las consabidas mantas. Aquellos calabozos no tenían ninguna ventana al exterior, solo una mirilla en la puerta de hierro por la que te observaban de vez en cuando los guardias.

A las pocas horas de llegar, la policía me subió, por un laberinto de pasillos y escaleras, a declarar al primer piso, donde estaba la Brigada Político Social. En aquellos cuarenta minutos que duró el interrogatorio, les dije que únicamente diría mi identidad y que había ido a la residencia de los Oblatos para ver al padre Carlos Giner que realizaba unos ejercicios espirituales sobre Fe y Secularidad. Con él tenía que revisar el artículo que había escrito para la revista Mundo Social y que la censura del subdirector general de Prensa había rechazado. La policía insistía en que firmara la versión que ellos daban de los hechos y les dije finalmente que si continuaban con otras preguntas ni respondería ni firmaría ninguna declaración ya que aquella tensión creaba peligros a mis afecciones cardiovasculares. Llamaron a un médico que constató las tensiones pero que, sin embargo, dijo que podía firmar y declarar.

El objetivo de la policía era que aceptásemos el hecho de la reunión o que, en su caso, nuestras declaraciones se contradijeran entre sí. Todos teníamos una explicación más o menos coherente a nuestra presencia allí.

Como ellos me seguían presionando me negué a firmar ninguna declaración y al final me bajaron a las celdas. Al día siguiente, 25 de junio, me notificaron la imposición de una multa gubernativa de 250 000 pesetas. La notificación decía cosas como esta:

«[…] Por venirse destacando desde hace tiempo [tres meses escasos estuve en la calle] y reiteradamente por su constante e intensa actividad como agitador, por todo lo cual representa más que una amenaza una realidad concreta contra la pacífica convivencia social […], por producir alteraciones laborales, paros y huelgas en los distintos sectores o ramas de trabajo, todo ello con finalidad de subvertir el orden, siguiendo consignas de organizaciones extremistas clandestinas».

No son necesarios más comentarios. Primero nos detienen, nos multan y nos llevan a la cárcel para, luego, procesarnos tres días más tarde.

Ese mismo día me trasladaron a la prisión de Carabanchel sin pasar previamente por el juzgado, como era habitual. El día 28 nos trasladaron a los diez desde la prisión al Palacio de Justicia de las Salesas. En el trayecto, la policía tomó todo tipo de precauciones y dimos muchos rodeos porque temían que hubiera alguna manifestación, alguna protesta. «No acierto», dije en la declaración ante el juez, «a comprender por qué se me detiene. Ningún hecho lo justifica, a menos que se me encarcele por mi pasado de defensor de la justicia social».

Ninguna de las declaraciones de los diez reconocía las acusaciones de la policía, y los compañeros —salvo Paco García Salve y yo que nos negamos— firmaron su declaración en ese sentido. Soto y Fernández Costilla tuvieron alguna contradicción. No existían, por otra parte, declaraciones ni pruebas y el juicio se montó solo sobre elementos policiales. En aquellos días, cuando estábamos aún aislados, cumpliendo período, me visitaron los abogados Joaquín Ruiz-Giménez, Jaime Miralles, Enrique Tierno Galván, María Luisa Suárez y Leopoldo Torres Boursault y me informaron de las llamadas que habían recibido desde distintos puntos de Europa, preguntando por nosotros.

Volver de nuevo a la cárcel no era para mí algo fácil de asumir, pero sin duda para la familia fue un golpe duro, aunque siempre demostraron valor y me dieron ánimos. Les decía en mi primera carta de esta etapa:

Recibí la carta del 6 de julio de Josefina y familia y con sinceridad os digo que, si bien mi moral está muy alta, conocer la disposición de la familia a hacer frente con serenidad pero con firmeza a toda arbitrariedad, resulta reconfortante y se valora entre rejas. También me alegra que vecinos y gente sencilla del barrio hagan esos buenos y justos comentarios.

En la prensa autorizada, siempre se acostumbraba a publicar las notas de la policía o de elementos cercanos a ella, sin por supuesto contrastar esas informaciones o al menos intentar equilibrarlas; se daban «como hechos» lo que eran simples afirmaciones del Ministerio Fiscal. Mandé múltiples cartas de rectificación sin que ninguna llegara a publicarse. El director de la prisión las remitía al Tribunal de Orden Público y este se negaba a cursarlas porque decía que afectaban al secreto sumarial. Sin embargo, las notas de la policía no le afectaban.

Así, a modo de ejemplo, eran las comunicaciones que me dirigía el Tribunal de Orden Público:

Juzgado de Orden Público. Sumario 1001. Año 1972. Registro de entrada en la Prisión 19 009/8-8-72. Texto: Dirijo a V.S. el presente participándole que las tres cartas que acompañaba con su oficio de 27 de julio, número 20 892, han quedado unidas a sumario del margen denegando su curso por afectar su publicidad al secreto sumarial. Dése traslado al procesado Eulogio Marcelino Camacho Abad del presente oficio. Dios guarde a Vd. muchos años. Madrid, 5 de agosto de 1972. El Magistrado Juez.

Firmado y rubricado ilegible (¿J. Santos?) Sr. Director de la Prisión Provincial de Hombres. Madrid. Comuníquese resolución al interesado y firme el enterado. Sello JOP.

Yo contesto:

NO CONFORME. M. Camacho. Rubricado a las 9,45 horas del 9 de agosto 1972.

A los pocos meses, en mi nueva estancia en la cárcel, padecí unos mareos a consecuencia de las deficiencias circulatorias. La dirección de la prisión autorizó de nuevo a los doctores Villa Landa y Pedro Zarco a que me visitaran. Estos, junto al médico de la prisión, aconsejaron que mantuviera un clima de tranquilidad y reposo. Con estos certificados, los abogados solicitaron la libertad provisional o, en su defecto, la prisión atenuada o arresto domiciliario. No hubo respuesta hasta el 6 de octubre —en julio hicimos la primera petición—, por supuesto denegando mi solicitud, pero aquella comunicación del tribunal llegó a mis manos el 28 del mismo mes, es decir, que tardó en llegar veintidós días desde el tribunal, en el Palacio de las Salesas, hasta la cárcel de Carabanchel, todo dentro de la misma capital. Era una continua batalla. Sí concedieron, sin embargo, la libertad provisional para Juan Vila Reyes, principal acusado en la estafa Matesa, donde se dilapidaron miles de millones de pesetas, precisamente en aquellas mismas fechas.

«El fiscal pide veinte años de cárcel para Don Marcelino Camacho», titularon los diarios madrileños del 8 de noviembre. «Más de ciento sesenta años de petición fiscal para los diez de Carabanchel», decían otros. Así se distribuían: Eduardo Saborido Galán y yo, veinte años y un día; Nicolás Sartorius y Francisco García Salve, diecinueve años de reclusión menor; Fernando Soto y Juan Marcos Muñiz Zapico, dieciocho años de reclusión menor; Francisco Acosta Orge, Miguel Ángel Zamora Antón, Pedro Santiesteban Hurtado y Luis Fernández Costilla, doce años y un día de reclusión menor. El Ministerio Fiscal nos acusaba de ser «la comisión coordinadora nacional de Comisiones Obreras».

La paradoja de la realidad política española llegaba a extremos como este: «No existen delitos sindicales como alguien ha dicho», tituló el diario Ya del 9 de noviembre. Más adelante decía:

Según fuentes competentes […] en España no existen legalmente delitos sindicales. Tanto don Marcelino Camacho como los otros procesados por el Tribunal de Orden Público lo son por delitos comprendidos en el Código Penal Común.

Con eso pretendía hacerse creer que en España no había presos por motivos sindicales o políticos. Las agencias Europa Press y Logos —de donde había partido la información— recibieron sendas cartas de réplica pero ninguna fue publicada. Frente a ello iniciamos una serie de gestiones con el fin de dar a conocer al mundo cuál era nuestra situación en el proceso y la falta de libertades sindicales que existía en nuestro país. Escribimos a la OIT pidiendo que se informara a todos los delegados y que tomaran medidas para hacer respetar los derechos humanos en España.

La Iglesia se distanciaba cada vez más del régimen, y prueba de ello fueron las declaraciones del vicepresidente del Gobierno, Carrero Blanco, en las que decía refiriéndose a la jerarquía:

Es lamentable que con el transcurso de los años, algunos entre los que se encuentran quienes por su condición y su carácter, menos debieran hacerlo, hayan olvidado esto o no quieran recordarlo, pero este hecho es lamentable principalmente para ellos, porque Dios sabe bien lo que hay en el corazón de los hombres […] Dios no olvida […] habremos de hacer frente de una manera permanente a la ofensiva del exterior, porque el marxismo y la masonería son enemigos tenaces.

Pocos días después monseñor Jubany, arzobispo de Barcelona, uno de los redactores del borrador del documento sobre la amnistía del Episcopado, en una breve pastoral sobre la paz dedicada a «nuestra sociedad española» decía: «Soló hay paz en las sociedades en que son respetados los derechos humanos». En la XVII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal celebrada a finales de 1972, se reveló que varios obispos, en nombre de la Comisión Permanente, con un cardenal a la cabeza, celebraron una entrevista con el ministro de Justicia, Antonio María de Oriol y Urquijo, y le presentaron dos peticiones: amnistía general y la desaparición de la cárcel concordataria, la cárcel para curas, que estaba en Zamora.

El carácter fascista de la campaña que contra nosotros emprendió el Gobierno, anunciaba el carácter del proceso y las monstruosas condenas que preparaban. Lo que era una nota de la Dirección General de Seguridad, algunos periódicos del régimen la dieron como suya. Solo el diario Informaciones del día 6 de marzo de 1973 reveló las fuentes:

La Dirección General de Seguridad ha hecho público un comunicado en el que afirma que ha quedado desarticulado el «aparato central» de propaganda del Partido Comunista en Madrid. Aunque hace ya tiempo fue desarticulado el organismo máximo de las Comisiones Obreras que actuaban en Madrid y sus principales dirigentes detenidos y sometidos a procedimiento judicial, el Partido Comunista en su facción obediente a Santiago Carrillo siguió alimentando con abundantes fondos del DECO (Delegación Exterior de las Comisiones Obreras), radicado en París, grupos comunistas que en el interior actúan en distintas entidades y organizaciones. De este modo desarrollaban la llamada táctica «pluralista» que consiste en estar presente en forma clandestina o abierta, asumiendo un papel director en todos los focos de agitación social malsana que se registran en nuestro país.

Era importante para los comunistas que la campaña que quieren popularizar a escala internacional con el propagandístico nombre de Proceso 1001 (se trata del proceso a los miembros de las CCOO detenidos en un colegio de Pozuelo) tuviera resonancia en el interior.

Como se ve la estrategia, ni siquiera la táctica, no había cambiado desde el nazismo alemán. A la Delegación de CCOO en el Exterior, formada por Carlos Elvira y otros dos compañeros más, y que ocupaba unas reducidas oficinas anexas a la alcaldía de Montreuil, en París, se la quería presentar como «el extranjero en acción antiespañola». La campaña difamatoria en los medios de información controlados por el régimen se acentuó mientras que a mí la Dirección General de Prisiones y el TOP me retenían las cartas que dirigía a los periódicos pidiendo la rectificación. Entre otras cosas afirmaban que llevaba panfletos y propaganda cuando me detuvieron en la reunión. Ambas cosas eran falsas porque la policía nos detuvo en diferentes dependencias y a algunos en la calle y, por supuesto, sin propaganda alguna. Desde nuestro aislamiento en la sexta galería, pues reiteradamente negaron nuestro traslado a la tercera, intentamos a través de las continuas instancias responder a todas las difamaciones que se publicaban.

Alfredo Semprún, un periodista profundamente reaccionario, inició una campaña contra nosotros. Se destacó ya en sus crónicas desde Ginebra donde había sido enviado por el diario ABC para informar sobre las sesiones de la OIT, cuando, simulando entrevistar a un ácrata, escribiría:

[…]. Y desde entonces [refiriéndose al año 57 cuando volvimos a España] no ha cesado en su actividad de agitador a sueldo del comunismo, bien desde su puesto en Perkins, bien en otros ambientes políticos donde el partido le ordenó introducirse. Como verás, Marcelino Camacho tiene de sindicalista muy poco. Puede que sea un fanático comunista. Pero yo creo que lo que le mueve es el resentimiento.

Durante varios días el «ácrata» de Semprún continuó dando sus opiniones en las páginas de ABC. Luis Apostua, en el Ya del 8 de abril de 1973, comentaría:

Alfredo Semprún, cuya bien informada pluma —al menos en otras y frecuentes ocasiones— ha sido considerada reflejo de las autoridades policiales.

Era evidente que el Gobierno temía la campaña nacional e internacional de protesta, que realmente tuvo una gran repercusión. Para confundir a la opinión pública utilizaban a la policía y a Semprún.

Como a mí me retenían las cartas, Josefina decidió escribir al director del diario ABC y le publicaron una de ellas.

Deseo ante todo dar testimonio de que mi esposo ha consagrado toda su vida a su trabajo profesional, como obrero metalúrgico, sin reproche por parte de sus compañeros ni de sus superiores y sin haber sufrido procesos o condenas por actos de violencia ni daños de ninguna clase contra nadie. Las únicas condenas sufridas por él lo han sido por infracción de las normas vigentes —en cualquier otro país legítimos derechos— en materia de asociación sindical y libertad de expresión.

Leopoldo Torres Boursault tramitó una denuncia mía en el Juzgado de Instrucción contra Alfredo Semprún por calumnias y difamaciones. Fue llamado a declarar y después del juicio salió como entró, sin demostrar sus acusaciones, sin rectificar nada y sin ser condenado por sus calumnias.

Con el Proceso 1001, en apariencia, se trataba simplemente de poner fuera de combate a destacados dirigentes de CCOO, pero tras ello había unas intenciones más profundas. Se pretendía advertir a todos los trabajadores de las posibilidades represivas que todavía le quedaban al régimen. Los graves acontecimientos de El Ferrol, Vigo, San Adrián de Besos, la universidad madrileña y otros sectores del país estaban alcanzando grados de conflictividad nunca conocidos. Era una batalla contra Comisiones, contra el movimiento obrero y los movimientos democráticos, en la que el régimen franquista trataba de demostrar la inutilidad, cuando no la imposibilidad, de continuar la lucha. Se trataba de atemorizar a la clase obrera, clandestinizar el movimiento de CCOO, para, una vez aislado, destruirlo fácilmente. Era una política de tierra calcinada, para asegurar el continuismo político de la dictadura y el expolio económico a los trabajadores. El relevo de Franco no llegaba y parecía buscarse con la represión un período de calma, un alto para poder hacer ese relevo controladamente. Ni la calma ni el relevo llegaron.

Los comentarios, en el estrecho círculo de la sexta galería, se centraron en el nuevo Gobierno de Franco, en el que el almirante Carrero Blanco, presidente, sucedió al almirante Carrero Blanco, hasta entonces vicepresidente. La sorpresa fue la ausencia total de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y de los Tradicionalistas históricos. En las tres primeras semanas de mayo hubo más de millón y medio de horas de huelga por conflictos laborales, algo desconocido en su extensión hasta esa fecha. Seguían los mismos problemas y con Carrero de presidente se aseguraba la misma política pero con una base social aún más restringida que la de gobiernos anteriores. Era evidente que el régimen se quedaba cada vez más aislado y se refugiaba dentro de sí mismo. Era lo que se llamó el «bunker», asimilando esa fortificación de guerra muy artillada donde se refugian un grupo de hombres, a una actitud política de negarse a ver los cambios y encerrarse en sí mismos.

El día 14 de julio contrajo matrimonio Marcel y nos autorizaron a hacernos una foto los familiares directos de los recién casados y también mis cuñados y sobrinos de Toulouse, Diego e Isabel, Jean Louis y Olga que vinieron para la boda. Esta fue la primera vez que permitieron entrar a toda la familia en la «comunicación» que se hacía en el despacho del cura. Unos días antes habían autorizado a Vila Reyes para que se reuniera con su familia con motivo de la boda de su hija y utilizamos este precedente para vencer la resistencia de la dirección de la prisión a conceder la autorización.

El día 11 de septiembre nos trajo la terrible noticia del asesinato del presidente de Chile, Salvador Allende, a manos del insurrecto general Pinochet. El triunfo de los golpistas nos causó una gran preocupación. ¿Es posible —nos preguntábamos— que las urnas, la democracia, puedan tener un gran contenido social y económico y sobrevivir a los fascistas? ¿Qué iba a pasar con el pueblo chileno, con la represión que iniciaron?

Los gobiernos democráticos de Occidente transigieron con mucha facilidad con los intereses de los militaristas chilenos unidos a los planes de la CIA y los Estados Unidos. La bota de las barras y las estrellas no permitió que una democracia por el camino de las urnas avanzara hacia el socialismo. La primera experiencia de socialismo democrático, en un país con larga tradición de partidos y democracia, no fue consentida por los Estados Unidos. Eso planteó, y aún plantea, muchas cuestiones sobre si la democracia occidental es realmente un sistema capaz de respetar la voluntad popular expresada en las urnas, incluso en las condiciones en las que los comunistas pudieran ser una fuerza mayoritaria. Esa prueba, que será la definitiva, está aún por venir. En Chile lo impidieron, en Europa han hecho lo imposible para impedirlo, como en el caso de Italia. Los Estados Unidos siempre han exigido ante todo la marginación de los comunistas, y muchas fuerzas políticas, incluidos socialdemócratas, han transigido con mucha facilidad a esas exigencias. En el transcurso de la transición española hubo numerosos intentos de marginación, a los que algunos socialistas desgraciadamente ponían menos objeciones que algunos hombres de la derecha. De ello hay pruebas en numerosas reuniones de las que conservo todas las notas. Pero de eso hablaremos en su momento.

El golpe de Chile fue una referencia para la reflexión política. Nosotros estábamos acabando con una dictadura, nacida también de la incomprensión de los gobiernos de Occidente hacia la guerra civil española, del temor que tenían a un Frente Popular claramente progresista y reformador. Prefirieron, como en Chile, una sangrienta dictadura militar a un socialismo democrático. No es lo mismo un Gobierno socialista que gestiona los intereses del sistema y no modifica la injusticia social, que un Gobierno como el de Salvador Allende, que reformaba las leyes necesarias para terminar con la injusticia social, enfrentándose por ello con los sectores más conservadores, los grandes propietarios. El gran reto del humanismo estaba en ese socialismo democrático, la superación de la sociedad de clases, hoy más desdibujadas que a principios de siglo, tenía una vía democrática en Chile. Una vía democrática al socialismo que nosotros habíamos defendido durante años frente al estalinismo que propugnaba una dictadura del proletariado y que acabó siendo una dictadura de un grupo de burócratas del partido. Sin duda aplicar nuestras tesis no era nada fácil, porque los Estados Unidos ni entonces ni ahora estaban dispuestos a respetar la voluntad mayoritaria expresada en las urnas, llegado el caso de que no les favoreciera. Pero la situación en Chile no modificó nuestros planteamientos: el socialismo democrático, pluripartidista, era, y es, la única forma de emancipación no solo de la clase obrera sino de toda la sociedad.

En septiembre me llevaron al hospital penitenciario para que me hicieran nuevos análisis y exploraciones. Pero aquella estancia en el hospital se alargaba más de lo previsto y no me comunicaban las razones. Más tarde, reflexionando, pensé que querían estar seguros, ante la proximidad de la vista del Sumario 1001, de que no me sucediera algo porque la presión internacional era muy grande y cualquier problema que hubiera tenido les hubiera puesto en una situación muy difícil. Pero a mí nada me decían de la razón de aquellos análisis.

11 de noviembre: Los médicos ya conocen los resultados de los nuevos análisis que ordenaron y ayer me hicieron varios electrocardiogramas, creo que seis; dos normales, dos de esfuerzos y un sexto a los dos minutos. Nada me indicaron sobre análisis y exploraciones y sigo sin saber por qué me han traído al hospital de prisiones. Vagamente y a través de los doctores Vergara y Salce, supe que el doctor Zarco y otro —debía ser el Dr. Villa— estuvieron en dirección el viernes. ¿Por qué no entraron? ¿Cuándo volverán? Yo solo sé que nadie me ha dicho nada. Al solicitar nuevamente el alta, me respondieron que había que esperar a que entraran los citados doctores de la calle. La verdad, con tanta parquedad, lo que puede ser normal, lo rodean de misterio y lo complican.

Posdata: Me visitaron los doctores Zarco y Villa, el primero jefe del departamento de Cardiología Vascular del hospital Clínico y profesor de la Facultad de Medicina, ambos eminentes especialistas y amigos, a los que acompañaban los especialistas de Prisiones. Según ellos no padezco ningún género de cardiopatía, con lo que parece que mi arterioesclerosis y dilatación de la aorta no ha progresado peligrosamente. El llamado síndrome de Raynaud, mala circulación de la sangre, con lo que tres dedos se me ponen blancos con el frío, continúa.

Los abogados me informaron de las intenciones del Tribunal de Orden Público, que por orden del Gobierno quería acelerar la vista del proceso. A Gil-Robles le dieron cinco días de plazo para que terminara de calificar, aunque tenía pendiente en el Tribunal Supremo un recurso sobre la ilegalidad del procesamiento de Francisco García Salve sin la previa autorización de la jerarquía de la Iglesia, dada su condición de jesuita. Por fin, como se veía venir, ocho días antes, cuando estaba a punto de enviar la carta semanal a la familia, el Tribunal de Orden Público me comunicó que la vista del juicio 1001/72 se celebraría el 20 de diciembre de 1973. Se preveía que iba a durar al menos tres días, no solo porque éramos diez sino también por los numerosos abogados encargados de la defensa y los testigos presentados. Las fechas habían sido bien escogidas por el Gobierno, de la misma forma que acostumbraban a poner en la televisión partidos de fútbol o corridas cuando había manifestaciones. El día 20 las universidades estaban ya en vacaciones y las Navidades se echaban encima, lo que dificultaba la movilización. Ello hizo escribir a Apostua en Ya, el día 13, bajo el título de «Noticias y sorpresa», lo siguiente: «El día ha tenido varias noticias y una sorpresa. Esta reside en el adelantamiento al 20 de diciembre del juicio oral por el llamado “proceso mil uno”. Fundados rumores habían fechado el asunto para después de las Pascuas, incluso algún ilustre colega», don Pedro Rodríguez en Pueblo, «que había olfateado el anticipo, rectificó después».

El 22 de diciembre iba a ser una fecha memorable para Josefina y para mí por dos razones: bodas de plata y comparecencia ante los órganos de represión del régimen con una farsa como juicio y una amenaza de condena a veinte años de cárcel como final. Una solidaridad sin precedentes se desarrollaba en España y en el extranjero. El Proceso 1001/72 se transformó para los victimarios en el proceso contra las aspiraciones democráticas de los trabajadores y de la sociedad, y para las víctimas, nosotros los trabajadores y los demócratas en general, en el proceso a la libertad sindical, el derecho a reunirse, asociarse libremente, vivir democrática y pacíficamente.

El día 12 de diciembre de 1973, el Tribunal de Orden Público nos citó a los compañeros de sumario para el día 20 a las diez horas, momento en el que comenzarían las sesiones de la vista pública. Se pensaba que lo iban a dejar para después de las Navidades, sin embargo se adelantó para evitar la presencia de múltiples delegaciones extranjeras y las acciones de los trabajadores españoles. Para este objetivo, estos días de carácter familiar eran los más apropiados.

Desde la llegada de nuevo a la prisión de Carabanchel, como en al etapa anterior, mi actitud siguió siendo la de continuar la lucha por la libertad y la justicia social. Desde las primeras semanas se vio con claridad el carácter del proceso y no cabía hacerse ilusiones. Sabíamos que no se iban a conformar con leves condenas y nos preparamos para ello. A partir de que ni el trabajo ni el pan ni la libertad se regalan sino que se conquistan, y vista la experiencia, los diez planteamos «un proceso contra la dictadura».

Y primero entre los que estábamos en la sexta galería, Saborido, Sartorius y yo, e inmediatamente después, en dos contactos con el resto de los compañeros de la tercera galería, Juanín, Costilla, Zamora, Soto, Santiesteban y Acosta, iniciamos la discusión sobre nuestra actuación para ayudar a la movilización en la calle y cara al proceso. García Salve había sido trasladado ilegalmente, pues no estaba condenado, a la cárcel de sacerdotes de Zamora. Ante la policía me había negado a responder otra cosa que no fuera mi identidad y ante el juez declaré que no hubo tal reunión y que los coordinadores no eran miembros permanentes ya que solo eran tales cuando se constituían a través de la reunión. Además expliqué mi presencia allí, en los Oblatos, en razón del artículo que tenía pendiente con el padre Giner. Pero junto a todo ello no renuncié a mis ideas y me declaré firme militante de la justicia social y la libertad. A partir de ahí, se trataba de asumir en el juicio una posición razonable de CCOO y empezar a dirigirnos al conjunto de los trabajadores, personalidades y organizaciones de nuestro país y del extranjero que venían de observadores. En las primeras discusiones, entre nosotros, hubo matices como los hubo en las declaraciones ante la policía. Unos, como García Salve, partidarios de acentuar la asunción de nuestra responsabilidad como dirigentes de CCOO y otros, por el contrario, creían mejor seguir negando la responsabilidad y reducir al máximo la condena. A través de abogados, familias y otros medios consultamos sobre estas dos opciones con la dirección de Comisiones Obreras y del PCE. Al final adoptamos un punto intermedio: pasar a la ofensiva pero no asumir ninguna responsabilidad, todo ello de acuerdo con la dirección de CCOO y, los que éramos del PCE, también con este. Francisco García Salve, entonces, no era militante del PCE.

Establecimos una estrategia para la defensa jurídica buscando, en primer lugar, que participaran, a través de los destacados juristas que se ofrecieron, todas las fuerzas políticas y personalidades partidarias de la libertad y la democracia. Yo propuse que me defendiera Joaquín Ruiz-Giménez Cortés, quien representaba además al grupo de demócratas cristianos e intelectuales católicos del que nacería después Izquierda Democrática. Eduardo Saborido propuso a Adolfo Cuéllar, un abogado independiente de prestigio en la abogacía sevillana. Femando Soto propuso a Alfonso Cosío, un destacado abogado e intelectual. Francisco García Salve era defendido por José María Gil-Robles. Paca Sauquillo, entonces de ORT, defendía a Miguel Ángel Zamora. También estaban Enrique Barón, de USO y de un grupo socialista, Cristina Almeida, Guillermo García Lacunza, Marcial Fernández Montes y José Manuel López. Josefa Motos representó como procuradora a siete de nosotros. Ella fue siempre la que me representó en todos mis procesos.

En los meses que precedieron al juicio dirigí personalmente multitud de escritos a fábricas, a familiares, y, a través de ellos, a los periodistas y a las organizaciones sindicales extranjeras. Del mismo modo nos dirigimos de forma colectiva, en tanto que Proceso 1001, a multitud de personalidades y organismos internacionales. La Coordinadora General de CCOO, reunida el 14 de noviembre de 1973, convocó una jornada general de lucha para el 12 de diciembre en la que además de las reivindicaciones más inmediatas el llamamiento terminaba: «Contra la represión. Por la amnistía. Por la libertad de los diez de Carabanchel». El objetivo era ir a una huelga general durante el juicio y esa jornada era la preparatoria. Por eso el régimen temía fijar la fecha con mucha antelación y lo hizo con solo ocho días. Querían impedir que tuviéramos el mínimo tiempo para preparar la huelga general que por las informaciones que teníamos iba a alcanzar un importante éxito.

Las grandes organizaciones sindicales internacionales, FSM, CIOSL, CMT, pidieron nuestra libertad, y muchas nacionales; así como diez personalidades norteamericanas entre las que se encontraban Ramsey Clark, que fue secretario de Estado de Justicia con el presidente Johnson, Ralph Shapiro, presidente del Colegio de Abogados, varios premios Nobel, la Asociación Americana de los Derechos Civiles, el Comité por los Derechos Constitucionales; intelectuales como Arthur Miller pidieron nuestra libertad y nos apoyaron constantemente. Igualmente Amnistía Internacional, que nos apoyaba desde hacía años, envió una delegación al juicio. En este clima y contexto se preparaba la vista del 1001.

Para apoyarnos llegaron representantes de la FSM, CIOSL, CMT, así como de la CGT y CFDT francesas, CGIL, UIL y CISL italianas, TUC de Gran Bretaña, de Canadá, EE UU y de muchos otros países. «La comisión de observadores extranjeros», dice un informe de la Junta Democrática de Madrid, «integrada por cuatro juristas norteamericanos, dos canadienses, doce italianos, siete franceses, cuatro ingleses, un belga y un alemán de la República Federal, concluyó un informe en el que se decía: “Es increíble que la acusación pueda sostenerse pidiendo tan enormes penas sin prueba alguna”».

Aquel 20 de diciembre histórico lo vivió Josefina directamente:

Aquella mañana del día 20, nos levantamos temprano. Todos éramos ciertamente optimistas. Habíamos hablado las mujeres el día anterior con Herrero Tejedor, fiscal del Tribunal Supremo, y nos dijo que las condenas iban a ser reducidas a seis años la máxima, que íbamos a quedar sorprendidas por el desarrollo del juicio. Llegamos como a las ocho de la mañana al Palacio de Justicia. Todo estaba rodeado por la Policía Armada y Brigada Político Social. Había varios coches mangueras y antidisturbios.

En un bar tomamos café, hablamos con los abogados y algunas delegaciones de sindicatos extranjeros y periodistas. Teníamos buenas impresiones. Pronto empezó a llegar la gente que iba formando la cola vigilada estrechamente por la policía. Los familiares nos colocamos los primeros, junto con unos sindicalistas italianos. Recuerdo que a nuestro lado se colocaron dos hombres sospechosos que no hacían más que comentarios sobre la policía y lo injusto que era el juicio. No los conocíamos de nada y parecía que ellos hablaban con entera libertad. No callaban cuando la policía pasaba a su lado, un detalle que nos puso en guardia. Sin duda eran provocadores.

En un momento dado observamos intranquilidad en la policía, gente que iba y venía. Los abogados entraban y salían. Por la cola empezaron a circular rumores de que habían matado a Carrero, presidente del Gobierno, o que había tenido un accidente. En esos momentos la policía disolvió la cola de varias filas y los grupos próximos, que eran ya unas ocho mil personas. Hubo cargas de la Policía Armada, carreras y gritos.

Nos quedamos allí medio centenar de personas entre familiares, periodistas y delegaciones extranjeras. Nos confirmaron los rumores. Los dos hombres que se habían pegado a nosotros se fueron con el resto de la policía. Empezaron a pasearse los «secretas» y guerrilleros de Cristo Rey alrededor nuestro lanzándonos miradas de odio e insultándonos. Nos apuntaban con el dedo haciendo como si dispararan. «A ese, ¿lo ves? Ya te ajustaremos las cuentas», decían señalándonos. Así transcurrieron los tres días del proceso.

La mañana del juicio en la prisión de Carabanchel nos levantaron a todos a las seis y media, de uno en uno, separados, ante más de diez funcionarios y dos jefes de servicio. Tomamos un café solo y malo, después nos llevaron, siempre por separado, hasta la sala de «cacheos» donde, según íbamos llegando, nos registraron. Miraban detenidamente todo lo que llevábamos puesto. A las ocho cuarenta y cinco nos metieron en el «canguro», como se llama en el argot carcelario al furgón que traslada a los presos. A Paco el Cura, como familiarmente le llamamos, que hasta entonces había estado en la cárcel para sacerdotes de Zamora y que le habían llevado enfrente, al hospital penitenciario, nos lo encontramos en el furgón. Llevábamos una fuerte escolta: dos coches de la político-social y otros dos con policías armados con rifles especiales y metralletas, uno delante del furgón y otro detrás. Llevaban órdenes severas de no despegarse. Fuimos por General Ricardos, Paseo de las Acacias, Atocha y Paseo del Prado. Fue algo espectacular; empezaron transmitiendo a la Dirección General de Seguridad con «operación Carabanchel se pone en marcha». Las sirenas sonaron constantemente abriendo paso y deteniendo la circulación mientras la gente, parada, miraba el paso del furgón. Desde nuestros asientos escuchábamos la comunicación por radioteléfono con la DGS y los otros coches informando constantemente de la posición en que nos encontrábamos.

No cabe duda de que este juicio fue una de las experiencias más preocupantes y trascendentales de mi vida. Cuando llegamos al Palacio de Justicia en las Salesas aquello estaba tomado por la policía con gran despliegue de fuerzas. Nos bajaron a las celdas que estaban en los sótanos y allí esperamos hasta que nos condujeron por unos pasillos internos que evitan al público y por los que se accede directamente a la sala. Nos acabábamos de sentar en el banquillo, rodeados de policías, cuando entró visiblemente nervioso el presidente del tribunal, José Mateu Cánovas, y luego el comisario Delso, especialista en la represión contra Comisiones Obreras, que entraba y salía constantemente. Se pasaron unas notas y luego hablaron entre ellos. Nos dimos cuenta de que allí pasaba algo anormal. El abogado Jaime Sartorius se pasaba el dedo por el cuello en el sentido de cortar y los dedos de ambas manos por las cejas, señas que no entendíamos. Después comprendimos que aquello quería decir que habían matado al «cejas», que era como algunos llamaban a Carrero Blanco por sus pobladas cejas. Oímos que habían matado a alguien, aunque no supimos a quién. Se inició la identificación, fase previa del juicio, y se suspendió inmediatamente después. Nos bajaron de nuevo a los calabozos; allí Ruiz-Giménez y los demás abogados nos informaron del atentado y muerte de Carrero Blanco, así como de la primera versión, que había sido una explosión de gas.

Pensamos que aquello era una provocación, y que si no lo era desde luego podía volverse contra nosotros. Sabíamos que en aquellas circunstancias, cuando la situación se tensaba de aquel modo, cuando varios miles de personas esperaban para poder entrar al juicio, cuando habían venido representantes de todo el mundo, la muerte de Carrero era fatal por el clima de terror que creaba. En ese ambiente de violencia difícilmente las movilizaciones convocadas podían tener éxito. Luego vimos un gran movimiento de policías y supimos que obedecía a medidas de precaución para evitar nuestro posible linchamiento. A alguno de los más jóvenes de nosotros, de carácter más ligero, la tensión les hacía reír, una risa nerviosa. Tuve que decirles que era un momento delicado el que se creaba, era una situación peligrosa, y más que nunca era vital la serenidad, la cabeza fría. Tratamos de hacerles comprender la situación explicándoles que aquello podía derivar hasta en agresiones contra nosotros si la cosa se complicaba —la ultraderecha estaba descontrolada— o en que los militares sacaran los tanques a la calle. Todo podía pasar en aquellas circunstancias. Vivimos unos momentos de una gran tensión por nosotros y por lo que podía pasar en el país, que era lo más importante.

Las fuerzas de orden público, y especialmente el capitán de la Policía Armada que las mandaba, Serapio del Cura, que estaba de guardia en las Salesas, un paisano de la provincia de Soria, de un pueblo de la comarca de San Esteban próximo al mío, tuvo un comportamiento humano en aquella difícil situación. Bajó a explicarnos lo que ocurría y nos dijo que no nos preocupáramos, que él cumpliría con su deber en toda circunstancia y que tendrían que pasar por encima de su cadáver antes de entrar donde estábamos nosotros. La actitud del capitán de la Policía Armada reflejaba a las claras lo que sucedía en la calle: los grupos ultras empezaron a movilizarse provocando y amenazando a abogados y familiares, y si les dejaban estaban dispuestos a bajar y lincharnos.

La tensión era tal que suspendieron el juicio varias veces, porque algunos grupos de ultraderecha se encaminaban amenazadores desde el lugar de los funerales de Carrero hacia las Salesas con el ánimo de lincharnos. La capilla ardiente la pusieron en lo que entonces era Presidencia del Gobierno, en la plaza de Colón, a escasos quinientos metros de donde se celebraba el juicio. Los grupos fascistas iban a Presidencia y desde allí intentaban una y otra vez arrastrar a gente hasta donde nosotros estábamos, a los gritos de «Camacho y Ruiz-Giménez a la horca» y «Tarancón al paredón». El temor que había a un posible atentado o provocaciones contra nosotros era tal que el traslado a la prisión, cada noche, lo hacían por distinto recorrido pero atravesando la Casa de Campo, en lugar de regresar por la calle de General Ricardos que es el camino más corto.

Los dos últimos días me colocaron en la primera fila de los dos bancos en los que estábamos sentados, para protegerme de cualquier agresión que viniera desde atrás, donde estaban, entre el público, los guerrilleros y la policía paralela. El primer día la sala se había llenado con delegaciones extranjeras, familiares y amigos, además de algunos policías, pero a partir del atentado muchas delegaciones no pudieron entrar y los guerrilleros de Cristo Rey, un grupo fanático de ultraderechistas, y la policía paralela llenaron la sala provocando y enseñando las pistolas a nuestras mujeres, llegando incluso a golpear a nuestros abogados.

Tiempo después, ya en la cárcel, un compañero me pasó el libro de Joaquín Bardavío La Crisis. En él se habla de «un informador que telefonea para hablarle de otras bombas»; al final le dice la señorita del Centro de Información: «Avisen inmediatamente a la policía y díganle “1001”, que ellos saben». Más adelante escribe:

Mientras los ministros estaban reunidos en espera del cadáver del Presidente, alguien lee un diario, Pueblo, recién salido. Y da la noticia de la suspensión, esa mañana, del proceso 1001. Hay indignación entre varios ministros, que consideran que el aplazamiento del 1001 se debe a razones técnicas judiciales y no a motivos políticos. Argumento que se avala por la opinión del ministro de Justicia. Hay quien llega a pedir la cabeza del presidente de la Sala, aunque se aplacan los ánimos y los denuestos contra Pueblo.

En efecto, el proceso 1001 fue aplazado esa mañana. Desde muy temprano, estaba convocado a las diez de la mañana, se formó una cola de público y varios letrados esperaban para presenciarlo. Cuando cerca de las once trascendió la noticia, desaparecieron varios togados y buena parte del público. Pasada la una se comunicó que el proceso comenzaría a las diecisiete treinta, como así fue.

En su libro Impresiones de un ministro de Carrero Blanco, Julio Rodríguez Martínez escribe:

Para varios de nosotros el asunto estaba claro, se trataba de un atentado. Era el día del proceso 1001. Gonzalo [se refiere al ministro Fernández de la Mora] se expresaba rotundamente en este sentido. También Utrera seguía paseando y me comentó: «Por este camino de blandenguería no vamos a ninguna parte. Al frente del Gobierno Civil se aprenden muchas cosas».

Más adelante en la página veintiocho, con el subtítulo de «El proceso 1001», señala al margen:

Importantes grupos de obreros que estaban en huelga se reincorporaron al trabajo, incluidos los de la industria aeronáutica según nos decía el ministro del Aire. Las colas en las Salesas, en las que se encontraban algunos personajes contrarios al régimen, habían desaparecido como por encanto. El proceso 1001 continuaba con la actitud firme judicial. Un diario daba la noticia en sentido contrario. Paco Ruiz Jarabo —ministro de Justicia— nos informó con su firmeza de siempre que el proceso 1001 entonces más que nunca llegaría hasta el final.

Esta era la posición del Gobierno, especialmente de sus ministros más ultras.

Se comentaba entre nosotros que el presidente del TOP, Mateu, llegó a pedir una pistola, y lo que veíamos era que el fiscal Herrera pedía frecuentemente un vaso con un líquido que informaciones seguras nos decían que no era agua sino whisky. Las tensiones se vivían a ambos lados de los banquillos. La prensa también relacionó, en varios editoriales, el atentado con nuestro juicio, aunque yo creo que nadie pensaba seriamente en ello. Todo el mundo sabía que esos no habían sido nunca nuestros métodos, pero fueron tres días de verdadera tensión. El país vivió sobre un volcán que amenazó con su erupción devastadora, y nosotros estábamos en el borde del cráter, indefensos. También los abogados, a quienes quiero destacar especialmente por su comportamiento ejemplar en todo momento. Todos, pero indudablemente Ruiz-Giménez tuvo un comportamiento emocionante en la defensa. Recuerdo que cuando se enteró de que el fiscal mantenía la petición de veinte años de condena no pudo reprimir alguna lágrima. Cristina Almeida tuvo también una magnífica intervención, al igual que Gil-Robles, Cuéllar, Cosío, Manuel López y todos los demás. Se repartieron el trabajo y realizaron una defensa de conjunto extraordinaria. A pesar de las dificultades que hubo para responder a las preguntas creo que conseguimos dar una imagen clara del proceso: demostrar que nos condenaban en función de nuestra calidad de conocidos militantes obreros elegidos por nuestros compañeros en las fábricas y que de nuestra implicación concreta en aquel proceso no tenían la más mínima prueba. Nosotros defendimos en todo momento, sin arrogancia pero con firmeza, las Comisiones Obreras, los principios del movimiento obrero, la justa lucha de los trabajadores y la necesidad de las libertades sindicales y democráticas en general.

Fueron unos días difíciles para el país, pero hay que imaginar cómo los vivimos nosotros en la cárcel y en el Palacio de Justicia, que fue terrible. Desde fuera, la familia vivió y sufrió los acontecimientos así:

A las nueve cuarenta aparece el furgón en las Salesas. «Ya llegaron, ya llegaron» gritábamos mientras intentábamos acercarnos a verles, pero un cordón humano de policía nos lo impedía. Solamente alguna mirada, alguna sonrisa. Del mismo modo que luego en la sala.

A las once cuarenta y cinco se abre la sesión aún sin público y se suspende a las doce quince por la muerte de Carrero. Ya todo el mundo lo sabe. Hay una atmósfera de terror y de linchamiento. En el vestíbulo están los abogados y algunas delegaciones oficiales venidas del exterior. Todos comentan la situación. Se espera lo peor, un golpe de Estado, la acción de los grupos incontrolados de ultraderecha. Las familias estamos fuera en la cola, apretados unos con los otros. Solamente hay ligeros murmullos. Se espera que pase algo.

En un momento dado la Policía Armada que había en el interior en diferentes grupos se pone en fila frente a la puerta de entrada. Por el interior llega un grupo de «guerrilleros de Cristo Rey» dirigidos por Sánchez Covisa, empujan a los abogados Ruiz-Giménez e Ignacio Montejo. Empiezan a gritar «Tarancón al paredón» y «Camacho y Ruiz-Giménez a la horca». Están unos minutos mientras la policía les observa sin decir nada. Salen por delante de las familias y nos insultan y amenazan. Muchas caras conocidas entre ellos. Más de uno era policía de la Brigada Político Social, entre ellos el conocido «Billy el Niño».

A las trece cuarenta y cinco se reanuda la sesión y se suspende de nuevo a las catorce y siete minutos. Ya por la tarde empezó a las diecisiete veintiocho. Continúa el mismo clima de terror. Fernández Montes, en nombre de todos los abogados, pide la suspensión por falta de seguridad y garantía. El tribunal no acepta. Para imponer las monstruosas penas era el mejor momento.

Entramos en la sala. Apenas caben unas trescientas personas. Muchas quedan fuera y son desalojadas por la policía. En el banquillo están los diez. Toda la firmeza, toda la integridad la guardábamos para esos momentos. Muchos españoles estaban pendientes de lo que allí ocurría.

«Marcelino Camacho Abad [habla el presidente del tribunal], póngase en pie, conteste si es correcto o no. Nació en Osma-La Rasa, provincia de Soria…». «Es correcto [contesté con voz serena].» «Responda a las preguntas del Ministerio Fiscal».

El fiscal, señor Herrera, comenzó el interrogatorio. Su voz era larga y apagada, de rutina, como la de siempre en los juicios del Tribunal de Orden Público; pero sin embargo sus palabras no fueron las de siempre.

Los «Diez de Carabanchel» fuimos contestando uno por uno a las preguntas del fiscal y de la defensa. Poco a poco el juicio fue tomando sus verdaderas dimensiones. De un juicio contra sindicalistas pasaría a ser un juicio contra el sistema. Una clara demostración de cuál era la situación de la clase trabajadora en España, de qué eran las Comisiones Obreras, de la falta total de libertades sindicales, de que se nos podía juzgar y condenar sin una sola prueba evidencial, solo con las declaraciones de la policía que no se presentaron ni como testigos.

A las preguntas del fiscal contesté:

Eulogio Marcelino Camacho Abad, he sufrido varias condenas. Una fue por tratar de constituir un sindicato como hay otros en Europa. Fui condenado por pertenecer a Comisiones Obreras. [El excelentísimo señor presidente tocó la campanilla y me llamó la atención para que contestara concretamente.] El 24 de junio de 1972 me encontré en Pozuelo de Alarcón con Saborido, al que no conocía, tampoco conocía a Muñiz Zapico, ni a Soto. Supe que Muñiz estuvo conmigo en la cárcel de Segovia, pero separados en diferentes galerías. [El excelentísimo señor presidente, por segunda vez, me dijo que contestara concretamente.] El encuentro en Pozuelo fue ocasional. Tampoco conozco a Fernández Costilla. Sobre la una de la tarde al bajar la escalera del convento fue cuando me detuvieron. Sartorius escribía en Mundo Social, yo sabía que un artículo suyo, al igual que el mío, no lo permitió la censura, y coincidí allí con Sartorius que iba a hablar con el padre Giner, director de Mundo Social por la razón anterior. A la policía le dije que por mi dolencia haría una corta declaración: solo mi identidad, y si así no fuera, no firmaría. Como insistieron en preguntar, dije que solo daría mi identidad y las razones por las que me encontraba en el convento: hablar con el padre Giner sobre el artículo de Mundo Social prohibido por la censura. Allí no vi papeles ni nada. Solo pregunté por el padre Giner y allí no paré. No vi a nadie de los compañeros de banquillo, solo a Sartorius; que fuimos por diferentes medios a Pozuelo. Desde que salí de la cárcel no encontré trabajo. [Por tercera vez me llamó la atención el presidente para que no le dijera al fiscal lo que tenía que hacer.] Fui rechazado de Perkins y de otros sitios. Sabía que Nicolás Sartorius era miembro de la redacción de Mundo Social. El sábado fui al convento de los padres Oblatos para ganar los dos días del fin de semana. No se realizó ninguna reunión. No conozco a un tal Elvira de Italia. He sido condenado por ser miembro de Comisiones Obreras. Yo lo considero un honor. [Por cuarta vez me dijo el presidente que concretara en las contestaciones.] Solo estuve en libertad ciento cinco días y no tuve tiempo ni para trabajar ni para que fuera elegido por los obreros para alguna comisión.

Contesté a las preguntas del abogado Ruiz-Giménez:

Soy obrero fresador. Toda mi familia fueron obreros del ferrocarril. [Por la presidencia se me hace la primera advertencia de que si reincido en salirme de lo preguntado me «lanzaría» fuera de la sala.] Estuve en Orán trece años y medio. Allí me casé con Josefina Samper. Tengo dos hijos, Yenia y Marcel. Trabajé en Perkins quince años. Fui elegido enlace sindical y jurado de empresa de Perkins y fui recibido por varios ministros. Formé parte del primer jurado de empresa de Perkins. Con los dirigentes de la fábrica solo tuve los problemas normales. Tuve contactos con delegados nacionales de Sindicatos como el Sr. Solís cuando era ministro. También los tuve con el ministro de Trabajo, Sr. Romeo Gorría. Me entrevisté dos veces con el director de Pueblo, quien nos invitó a comer el año 67 (a Ariza y a mí) y él fue a una de las reuniones que se hacían en el Centro Manuel Mateo, de filiación de izquierda falangista, o sea que actuamos de una forma totalmente legal. Allí se hizo un escrito titulado Ante el futuro del sindicalismo que firmamos cien personas con nombres y apellidos. El escrito lo dirigimos a los señores ministros de Trabajo y Sindicatos. La Comisión Obrera del Metal se formó en una asamblea a la que asistieron como quinientas personas, presidida por el presidente del Sindicato, un empresario llamado Zahonero. En la cárcel me visitó una comisión de la OIT que autorizó el Gobierno. En la cárcel estuve desde el primero de marzo de 1967 hasta 1972. La empresa jamás me comunicó la baja de los seguros sociales. Pasé dificultades muy graves.

Como dije antes al señor fiscal es lo cierto que fui a Pozuelo porque sabía que el padre Giner estaría allí el fin de semana. Ese fue el único motivo. El artículo lo consideró muy moderadito Mundo Social e iba a ser remunerado. A la policía no le ofrecimos la menor resistencia. Solo preguntamos el porqué de la detención. En poco más de tres meses no había podido ser elegido para ningún cargo en nada. En una cooperativa me dijeron que si me colocaban les retirarían los créditos. No me ocuparon ningún escrito ilícito. Jamás fui condenado por nada de violencia. Solo me dediqué a defender los derechos de los trabajadores.

Los «Diez de Carabanchel» fuimos declarando a las preguntas del fiscal y de los abogados defensores. Con nuestras respuestas el juicio fue transformándose y de ser acusados pasamos a ser los acusadores del régimen.

Comencé a trabajar desde muy temprana edad [declaró Fernando Soto], y las condiciones infrahumanas de explotación a que era sometido despertaron en mí una gran inquietud por mejorar nuestra suerte como obreros […]. Mi horario de trabajo era de catorce horas, que impedían cualquier posibilidad de estudiar […]. A los once años dejé la escuela primaria y comencé a trabajar de recadero; ganaba cien pesetas al mes y trabajaba de diez a doce horas diarias […]. Solo aquel que tenga mujer y tres hijos y no tenga qué darles de comer puede comprender de lo que es capaz una persona en ese caso…

Había sido elegido vocal jurado y representaba a los trabajadores en las discusiones. La patronal quería ir a la Norma de Obligado Cumplimiento y rompió las negociaciones. Se hizo una huelga y cinco trabajadores fuimos despedidos. Fui a vivir a Gijón [señaló Juanín] por no encontrar trabajo en Mieres al figurar mi nombre en las famosas listas negras […], demócrata, intento serlo [violentamente interrumpido por el presidente, diciéndole que no interesa si es demócrata o no].

A lo largo de más de cien años de historia [afirmó Juan Marcos Muñiz Zapico, Juanín] hemos sido los trabajadores los que soportamos la violencia que nos imponían las clases en el poder [campanillazos] […].

A las preguntas de nuestros abogados intentamos, cuando el presidente del tribunal nos lo permitía, explicar cómo había actuado la represión contra nosotros.

[…] En el año 70 fui despedido por la empresa a raíz de un conflicto en la misma; empezé a ser molestado por la Brigada Político Social en el año anterior y a raíz de una huelga en la empresa, fui detenido [campanillazos e interrupción del presidente].

Ante los intentos de detenerme y enterado de las palizas y torturas en la comisaría decidí darme de baja [el presidente llama la atención airadamente al acusado, Ángel Zamora, que así se expresaba].

[…] Detenido «mientras dure el actual estado latente de anormalidad laboral» [respondía yo a la defensa], un poco de rehén, como decía el auto de prisión del TOP, fui mantenido en la cárcel desde marzo del 67 hasta el mismo mes de 1972 […].

En las vísperas de los primeros de mayo [decía Eduardo Saborido], estados de excepción o conflictos laborales importantes, siempre iba la policía a casa para detenerme […] a los dos meses de ser elegido vicepresidente de la sección social del Metal me detuvieron y me acusaron de pertenecer a Comisiones Obreras. También me desposeyeron de los cargos sindicales […].

[…] En mayo de 1962 fui detenido en el Entrego (Asturias) […] [exponía Juanín]. Los mineros tenían muchas cosas que reivindicar pues se salían del Plan de Estabilización, que se había hecho sobre las espaldas de los trabajadores. Eran problemas que no podían resolver ni un abogado, ni cien abogados; solo los trabajadores con su acción podían resolverlos. Entonces colaboré como pude en la huelga redactando y tirando propaganda. Fui condenado en consejo de guerra […].

[…] En los últimos años [declaró Nicolás Sartorius] me he sentido acosado, continuamente detenido y despedido del trabajo. En una ocasión me detuvieron poniéndome la pistola en los riñones, cuando me encontraba con cuatro amigos en la carretera del Escorial a Zarzalejo […] en 1967 fui condenado por participar en una asamblea de trabajadores en la que se prepararon las grandes acciones huelguísticas del 27 de octubre de 1967 en Madrid. […] en la agencia Europa Press duré trabajando cuarenta y ocho horas pues la policía presionó para que me echaran.

He sido golpeado en numerosas ocasiones, y en el momento de mi detención en Pozuelo fui derribado y pateado en el cuello aun a sabiendas por parte de la policía de mi condición de sacerdote […] [dijo Francisco García Salve, Paco el Cura].

También explicamos cómo había nacido el nuevo movimiento obrero.

[…] La comisión del Metal fue creada por los trabajadores en una asamblea en los propios locales sindicales […]. Solís siendo ministro nos recibió en calidad de miembros de la misma, el 7 de enero de 1965, en el local del Comité de Defensa de la Civilización Cristiana, donde le planteamos el estado de indefensión de los trabajadores y la necesidad de libertad de reunión y asociación [les dije refiriéndome a la creación de las Comisiones Obreras] […] solo fue rechazado un nombre: el del verticalista Cristóbal, pues se opusieron los de su propia empresa; allí firmé el documento sobre el Futuro del sindicalismo que recogía las aspiraciones de los trabajadores en esa materia […] la elección fue totalmente democrática y allí había de todo: católicos, comunistas, falangistas, y sobre todo trabajadores sin ideología definida […] desde entonces siempre me he considerado miembro de esas comisiones en las que fui elegido […] firmábamos todos los escritos con nuestros nombres y apellidos. La prensa publicó algunos de estos escritos […].

[…] Antes de ser elegido por los trabajadores enlace sindical en las elecciones de 1963, había formado parte de una comisión obrera, elegida por los propios trabajadores para preparar el convenio de Hispano Aviación, junto a los enlaces sindicales existentes […] [era una experiencia similar, pero de Fernando Soto en Sevilla]. Las Comisiones Obreras son un movimiento de masas que actúa a la luz del día; nuestro deseo fue siempre actuar a la luz del día, defendiendo la justicia social y la libertad, no teníamos por qué escondernos, así íbamos de un local sindical a otro de la iglesia, hasta que nos echaban […] [decía ante el nerviosismo cada vez mayor del presidente del tribunal] […] las Comisiones Obreras son un movimiento reconocido internacionalmente [campanillazos de la presidencia] […].

[…] Los comunistas no tienen ningún privilegio en Comisiones; son unos trabajadores más, conscientes de que luchan por la emancipación de nuestra clase […] siempre he sido sacerdote católico [decía Paco el Cura] […] empecé a trabajar porque creía que el Evangelio hay que vivirlo entre los humildes […] fui elegido por mis compañeros en las obras donde trabajé […]. No soy marxista ni pertenezco al Partido Comunista […] yo rechazo la violencia, soy partidario del diálogo y de la justicia social, estoy contra la persecución. Yo soy y seré siempre cristiano y sacerdote […].

Estas Comisiones tal y como las he entendido y reflejado en los artículos que he escrito son un movimiento organizado, independiente, unitario y democrático, y no dependen de ningún partido o ideología […]. No se puede decir que Comisiones sean acéfalas, pues no hay nada totalmente sin cabeza, se coordina a nivel conveniente en cada momento […]. Nunca he inducido a la violencia pues siempre he creído en la acción de las masas, de todos los trabajadores […] en CCOO no se entra o se sale, se es elegido o no se es elegido […]. CCOO representa una forma original del nuevo sindicalismo que supera la concepción anterior.

Así les precisaba el carácter de Comisiones. A pesar de la campanilla del presidente, explicamos también cuáles eran los objetivos de Comisiones Obreras.

[…] Siempre he realizado esfuerzos por defender y divulgar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, especialmente los que se refieren a la defensa de los trabajadores [libertad sindical, derecho de huelga, asociación y reunión, etc.]; ponemos todo nuestro empeño en la fundación del Club de Amigos de la UNESCO con el fin de extender el conocimiento de los Derechos Humanos. Hasta el momento de mi detención [decía Costilla] contribuí tanto como me fue posible a la defensa de los intereses de los trabajadores, por todos los medios a mi alcance […].

[…] Recuerdo que las CCOO de Madrid elaboraron un anteproyecto de Ley Sindical, que hicieron suya las CCOO del resto del Estado español, con el que estoy de acuerdo; en él se dice que el sindicato debe ser libre, independiente de los patronos y del Estado, tal y como reconoce la carta de los Derechos Humanos de la ONU […] [declaraba Acosta].

[…] Ese sindicato se tendrá que constituir sobre la base de asambleas de fábrica, rama o localidad, y los trabajadores opinarán sobre el futuro sindicato que desean y en las que se nombrarán delegados a un Congreso Sindical Constituyente […] [Santiesteban explicaba cómo veíamos el futuro sindicato en democracia, todo ello ante un tribunal que nos juzgaba].

Para alcanzar esos objetivos Comisiones preconizamos la huelga general [decía Zamora], como un derecho de los trabajadores, por extensión de un conflicto de una rama a una localidad, a una región, a todo el Estado. Podremos llegar de diversas formas […].

La aspiración inmediata de Comisiones Obreras es la libertad sindical [les decía yo, aprovechando como los demás las preguntas de la defensa]. Tienen unos objetivos y unas aspiraciones: mejorar las condiciones de vida de los obreros, conseguir un sindicato libre, unido y de clase. La aspiración de CCOO es también unir a los trabajadores, católicos, socialistas, comunistas y sin partido, a todos sin exclusión […].

Son estas algunas de las palabras que pronunciamos ante aquel tribunal. No aceptábamos los cargos que se nos imputaban, pero al mismo tiempo tampoco renunciábamos a nuestras ideas y el juicio se cargó de contenido político a pesar de los constantes cortes del presidente del tribunal.

Concluidos los interrogatorios pasó a informar el fiscal el día 21 por la tarde, después de haber solicitado un receso por la mañana. En aquellos momentos cualquier indicio podía significar un cambio de postura. Quizá el receso lo propuso para realizar nuevas consultas. Lo que era evidente es que la orden de elevar a definitivas las iniciales conclusiones, es decir, mantener las penas solicitadas inicialmente, no partía del mismo fiscal sino que era una orden del propio Gobierno.

Por la tarde el fiscal mantuvo las penas y pasó a leer su informe. Todo su alegato tenía una sola orientación: justificar su postura. Daba la sensación de querer decir algo que no podía contar abiertamente. Sin embargo mantuvo sus tesis fundamentales: que CCOO era una filial del Partido Comunista y que su objetivo fundamental era promover alteraciones de orden público, huelga, paros, etc., para llegar a derrocar al régimen español. Que los acusados habían participado en la reunión de Pozuelo de Alarcón como dirigentes de Comisiones Obreras de diferentes puntos del país. Empezó el relato conmigo y dijo: «Eulogio Marcelino Camacho Abad, mayor de edad, de pésima conducta social, con numerosos antecedentes policíacos, uno de los dirigentes máximos, organizador y promotor de las Comisiones Obreras…». Y recordó mis numerosas condenas.

Aludió varias veces a la violencia que se había desencadenado en el país, refiriéndose a la muerte de Carrero Blanco, que acentuaba aún más el grave momento en que el juicio se desarrollaba. Después de inusitadas citas de Ortega y Gasset y Lefebvre pidió al tribunal que tuviera en cuenta lo dispuesto en el párrafo segundo del artículo dos del Código Penal, en el que se establece la posibilidad de acudir al Gobierno «cuando de la rigurosa aplicación de las disposiciones de la ley resultare penada una acción u omisión que a juicio del tribunal no debiera serlo, o que la pena fuera notablemente excesiva, atendidos el grado de malicia y el daño causado por el delito». Hecha esta alusión el fiscal mantuvo sus peticiones de penas.

Los abogados defensores en sus intervenciones se ajustaron a ampliar y profundizar los principios de CCOO como movimiento independiente de todo partido y toda organización y la inocencia de los diez procesados. Ruiz-Giménez, mi defensor, así como el resto de los abogados defensores, lamentó las difíciles circunstancias producidas el día 20 de diciembre, que unidas a la gravedad de las penas solicitadas hacía más difícil su labor. Terminados los informes, el presidente preguntó a los procesados si tenían algo que añadir a lo expuesto. Yo contesté: «Toda mi vida he sido trabajador y he defendido la libertad sindical. Los intereses de la clase obrera son los de todo el país…», empecé diciendo. El presidente del tribunal me retiró la palabra «por salirse de los límites para los que le había sido concedida».

Luego continuaron Zamora, Soto, Acosta, García Salve, Juanín, Costilla, Santiesteban, Saborido y Nicolás Sartorius:

No existe ninguna prueba para condenarnos por esto; si este tribunal nos condena, es a toda la clase obrera a la que condena y con ello el futuro de la convivencia en el país. Al defender la justicia social y la libertad la clase obrera es consciente de que es la portadora de los intereses nacionales […] [Muy excitado, el presidente le retiró la palabra. Y otro tanto ocurrió con el resto.]

Siempre he defendido los intereses de los trabajadores, la libertad sindical, la amnistía [le corta el presidente] […] además creo firmemente que estos intereses reflejan los de toda la nación.

Creo que en la actuación de la defensa [el presidente le corta y le dice que no le ha sido concedida la palabra para que juzgue la actuación de la defensa] […] me considero inocente de cualquier delito, y, como hasta ahora, siempre lucharé por la defensa de los intereses de los trabajadores.

Estoy dispuesto a dar mi vida por el Evangelio allí donde me encuentre. Siempre luché por mis derechos como obrero, junto con los de mi clase. En la seguridad de que los intereses de los trabajadores coinciden con los de la sociedad española en general, y si en justicia se da mi sobreseimiento, seguiré por el mismo camino.

No existe motivo para una condena. En todo caso si se me condena será por actividades llevadas a cabo a la luz pública, junto a miles de trabajadores y en su representación. En el caso de ser condenado exijo que se me aplique el estatuto del preso político.

Así hablamos los «Diez de Carabanchel» ante un presidente del TOP que constantemente nos interrumpía. Incluso llegó a prohibir los gestos del público de la sala: «Por la presidencia se advierte al público que se abstenga en absoluto de hacer gestos de aprobación o reprobación que vienen prohibidos por la ley, apercibiendo que será expulsado de la sala todo el que contravenga dichas normas».

Al final del juicio, a las ocho y cuarto de la tarde del día 22, hubo dos detalles, no tan anecdóticos como podrían parecer. Contra las costumbres establecidas por el Tribunal de Orden Público, que siempre me había autorizado a besar a mi compañera, a mis hijos y a mi hermana al terminar los juicios, esta vez el presidente, señor Mateu, negó rotundamente la autorización, aunque ese mismo día era el veinticinco aniversario de nuestro matrimonio, es decir, las bodas de plata, y Ruiz-Giménez y Josefina se lo habían pedido. Frente a esta actitud inhumana, los sindicalistas extranjeros, tanto los europeos como americanos y de otros continentes, así como los representantes de organizaciones mundiales, hicieron una colecta y nos regalaron los clásicos anillos conmemorativos de ese cuarto de siglo unidos con la familia en el amor y el afecto, y huelga decirlo, unidos también en la lucha por la justicia social, la libertad y el humanismo.

El juicio se celebró en medio de la tensión del funeral de Carrero Blanco. Por un lado estaba la cola que esperaba el juicio, y no muy lejos estaba la del funeral. Durante la vista, Sánchez Covisa, dirigente de los guerrilleros de Cristo Rey, permaneció en la sala, sentado justo detrás de Josefina apoyando sus rodillas y la pistola, que llevaba escondida en el bolsillo de la chaqueta, contra su espalda. Detalles de este tipo hubo muchos y por ello es necesario el reconocimiento de los sacrificios, del heroísmo de Josefina, que se mantuvo siempre firme con la ayuda de Yenia y Marcel, nuestros hijos, así como de mi hermana Vicenta; y también con la solidaridad de los trabajadores, mis compañeros de Perkins sobre todo.

Después de ver cómo se había desarrollado el proceso, nadie tenía ninguna esperanza en una hipotética reducción de penas. Todos sabíamos, como así fue, que la sentencia establecería las mismas que solicitaba el fiscal.

De cómo se había desarrollado el juicio y de la falta de garantías no le quedó dudas a nadie, y buena muestra de ello fueron los comentarios y valoración que hizo la Comisión Internacional de Juristas (ONU) en una rueda de prensa realizada en Ginebra. Decía el señor Kurt Madlener, profesor de Derecho Penal Español en el Instituto Max Planck y de Derecho Internacional y Derecho Comparado en Friburgo:

Después de dieciocho meses encarcelados los «diez» fueron llevados a juicio el mismo día que el almirante Carrero Blanco era asesinado. Los acusados fueron sentenciados a muy altas condenas, que van desde los doce a los veinte años de prisión, sin embargo permanece en pie el problema de la negativa del Gobierno español a aceptar uno de los Derechos Fundamentales, el de la Libertad de Asociación.

El doctor Madlener, también en nombre de la comisión, señalaba que no existió ninguna prueba en base a la que declarar culpables a los acusados y que el presidente del tribunal demostró una animosidad hacia los mismos suficiente para haber motivado su destitución en cualquier país occidental:

El juicio terminó a las ocho de la noche con la declaración final de los acusados. El presidente se mostró en esos momentos de una manera tan hostil y despiadada que los acusados apenas pudieron decir nada. De nuevo un abogado europeo hubiera solicitado la recusación del presidente debido a su falta de imparcialidad. Era totalmente evidente que el presidente actuaba así debido a su temor de que los acusados pudieran hacer una declaración pública.

El presidente de la Asociación Internacional de Juristas Demócratas, señor José Nordman, delegado por esta asociación al 1001, indicó en declaraciones hechas a Información Española de Bélgica en enero de 1974:

Es la policía la que proporciona las pretendidas pruebas, que no son más que suposiciones basadas en el pasado de los acusados. No se persiguen los hechos sino la personalidad de los «diez de Carabanchel» […]. De la conducta de los acusados lo que más me ha llamado la atención ha sido la serenidad. Han replicado a la acusación sobre los hechos y han reivindicado el derecho a defender al pueblo, a defender la libertad, mostrando que los derechos de los trabajadores y los del pueblo en general son coincidentes. Han sido moderados en la forma y firmes en los principios. Los acusados han aparecido como los auténticos representantes del pueblo, de un pueblo mayor de edad, capaz de tomar en sus manos sus destinos, conscientes de sus responsabilidades. Hombres de diálogo que querían y aceptaban la confrontación.

El señor Rappaport, observador en el juicio también por la citada Asociación de Juristas Demócratas, concluía así su informe:

Si la justicia hubiese existido en un asunto de este tipo, con la carencia de pruebas y la tesis de la defensa, los acusados hubiesen sido puestos en libertad por sobreseimiento de la causa.

El Comité de Observadores Norteamericano publicó una relación en la que destaca:

El clima inadecuado para la celebración del juicio, con espectacular despliegue policial, presencia de bandas de guerrilleros de Cristo Rey, molestias a espectadores y observadores, detención de más de cien personas.

El presidente de la comisión de EE UU y Fiscal General con el presidente Johnson, Ramsey Clark, que asistió al juicio, en un artículo en el New York Times del 11 de enero de 1974 decía:

Desafiando la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, ratificada por España, la España de Franco deniega a los trabajadores, como lo hizo la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, el derecho de asociación, de sostenimiento colectivo y de huelga […]. En el juicio ante el TOP, el Gobierno no presentó ni pruebas ni documentos, se mantuvo la acusación de la policía. Los policías no tenían nombres, ni cara, ausentes no pudieron ser examinados, ni interrogados; cada acusado negó haber cometido el delito, la mayoría hablaron sinceramente, articuladamente, casi noblemente hasta que eran cortados por el presidente.

Las movilizaciones de masas, las huelgas proyectadas, manifestaciones, etcétera, y las consecuencias de estas movilizaciones para el futuro político y social, fueron truncadas por el atentado y muerte de Carrero. Así lo indicaba también el señor Madlener: «La influencia de la muerte del almirante Carrero Blanco ocurrida el mismo día en que comenzaba el juicio fue probablemente desastrosa».

Desmovilizadora para las acciones de los trabajadores y estimulante para los sectores más ultras que se imponían con duras condenas. Por principio siempre fuimos y seguimos siendo partidarios de las acciones de masas y no de la violencia. Solo las mayorías, los amplios movimientos sociales, pueden decidir en las grandes transformaciones políticas y económicas.

Los acontecimientos, por muy independientes que parezcan, forman parte de un todo. Cada hecho histórico se sitúa en un contexto, y el balance que al final da la Historia es la consecuencia de una serie de acciones, interacciones e influencias recíprocas de diversas organizaciones basadas en culturas, clases sociales, capas e incluso individualidades.

Nadie puede negar que la desaparición de una personalidad determinada puede ser detonante y un tanto determinante para que se precipiten los cambios cuando la situación está madura. La desaparición de Carrero Blanco, presidente del Gobierno de Franco en la fase final de su vida, un aglutinador de ultras, pudo incidir en «desatar» todo aquello que el dictador dijo que «estaba atado y bien atado». Sin embargo, también retrajo a los movimientos de masas y dio argumentos a la derecha inmovilista, en un momento decisivo, cuando los cambios presionaban por imponerse.

La dictadura tenía mucha prisa por dictar sentencia y condenarnos. Prácticamente, desde que acabó el juicio eran días festivos hasta el 25 de diciembre. Pasó la Nochebuena, la Navidad y dos días después, el 27, hicieron pública la sentencia. No tuvieron ningún reparo, en aquellos días, en condenarnos a Eduardo Saborido y a mí a veinte años de prisión y al resto a diecinueve, a dieciocho, a diecisiete y a doce años y un día. Normalmente el TOP tardaba en comunicar las sentencias entre tres semanas y un mes, si había fiestas por medio. Necesitaban dureza para aterrorizar a los trabajadores e igualmente apagar los ecos de un sumario y unos hombres que habían levantado a la opinión nacional e internacional en contra del régimen. No hay que olvidar que en España un homicidio sin agravantes se castigaba con doce años y un día de cárcel.

Ahora más que nunca [escribía a mi familia] caen en lo que trataban de evitar y nuestro pueblo y todos los pueblos considerarán con justa razón, que no solo soy, somos rehenes de Estado, sino las víctimas de una situación concreta con la que nada tenemos que ver. Se ha pasado una página, pero el libro está más abierto que nunca, chorrea […] y solo la libertad y la amnistía lo cerrarán […]. Recurriré al Tribunal Supremo y a la opinión de nuestro país y del mundo […]. Huelga deciros que después de la condena aquí y ahora en la prisión de Carabanchel de Madrid, sigo considerando que la justicia social y la libertad triunfarán.

Joaquín Ruiz-Giménez, siempre que estaba en Madrid, solía visitarme los sábados. Teníamos lo que él llamaba las «sabatinas con Camacho», donde charlábamos amplia y amistosamente de todo, además de lo jurídico. Hablamos, cómo no, del nombramiento de Arias Navarro como presidente, que nada de lo esencial había cambiado a pesar de su falso aperturismo. En esas reuniones también preparamos el recurso de casación ante el Tribunal Supremo que se presentó después de conocer la condena.

En la tercera galería los compañeros me encargaron que diera una charla, además de las que ya daba sobre sindicalismo, sobre la «Revolución de los Claveles» en Portugal y las repercusiones en nuestro país. El 25 de abril de 1974 nos sorprendió, a nosotros tanto como a los portugueses, aquel golpe de Estado que abrió las puertas a la democracia en el país vecino. A las siete de la mañana, los tanques en la calle tomaban las posiciones estratégicas de Lisboa, a mediodía detuvieron al primer ministro Caetano, continuador de Salazar, y a las diez de la noche el movimiento de capitanes entregó el poder a la Junta de Salvación Nacional, presidida por el general Spínola. En solo unas horas acabaron cuarenta años de dictadura y el avance de la «Revolución de los Claveles» parecía imparable. El optimismo en la cárcel era enorme. Fue una gran inyección de moral teniendo en cuenta que, solo hacía unos meses, de nuevo la dictadura de Franco se había cubierto de sangre con la ejecución de Puig Antich. Sin exagerar se puede afirmar que en las tertulias de los paseos por el patio y las galerías, derribamos las fronteras ancestrales y, en aquellos días, nos sentimos más ibéricos que nunca. En la cárcel se desató el subjetivismo, propio de los presos políticos, y todos los comentarios giraban alrededor de la «Revolución de los Claveles». Casi era un signo de protesta canturrear por las galerías el Grandola vila morena, la canción que fue la señal para el levantamiento de los capitanes.

En aquellos días me informaron de la reunión del Comité Central del PCE, celebrada a primeros de abril, en la que se precisaron algunas ideas sobre el posfranquismo y el Gobierno de Reconciliación Nacional, paso previo para acabar con el franquismo. Junto a una serie de conclusiones justas se mezclaban otras impregnadas del subjetivismo de Santiago Carrillo y de su carácter personalista. Desde fuera del país, aunque lo hiciera en nombre del comité ejecutivo, el informe llevaba su inconfundible sello. Buena prueba de ese subjetivismo eran ideas como:

Instalarse en los sindicatos ocupándolos como están […]. Hay que dejar claro que hoy el objetivo del nuevo movimiento obrero no puede ser solo combinar las formas legales e ilegales, sino ir a la conquista de una legalidad de hecho y de derecho cada vez mayor para todas las actividades de democracia y lucha obrera […]. Hoy los trabajadores deben tener ya en vista el momento en que se apoderen del actual tinglado de los sindicatos verticales para convertirlos en una auténtica confederación de clase unitaria, democrática e independiente. Ya no está tan lejos el momento en que los trabajadores recuperarán los locales y las instalaciones que son suyas, que se han levantado con su dinero y su sudor, incluido el diario Pueblo —que entonces será un auténtico diario sindical—, para regentarlos democráticamente y de acuerdo con sus intereses de clase.

En esto las organizaciones del partido tienen una responsabilidad grande muy a menudo por no prestar la ayuda suficiente a los militantes que trabajan en el movimiento obrero, por no elaborar suficientemente los problemas de este y por promover cuadros que no son los más idóneos. La idea justa de que las Comisiones Obreras son un movimiento de clase, independiente, democrático, termina a veces transformándose en la concepción de que el militante comunista en el movimiento obrero es también independiente del partido, no tiene que ser ayudado, orientado; de que el movimiento obrero no necesita la ayuda del partido y puede desenvolverse espontáneamente.

No se comprendía que los cambios que se iban a producir, en su forma y en su fondo, dependerían de la correlación de fuerzas entre la dictadura, por un lado, y la oposición democrática, por otro. Y la alternativa de esta última dependía de su grado de organización y de unidad, y de su capacidad de movilizar. Para ello el peso del movimiento obrero era la llave que permitía abrir muchas puertas hasta entonces cerradas. Santiago repitió las mismas tesis en otra reunión con dirigentes obreros en noviembre de 1975, días antes de morir Franco.

Las diferencias podrían parecer de matiz y, en aquel momento, no tenía sentido alguno planteárselas. Pero «promover», «orientar», «ayudar», no tiene nada que ver con el sentido que nosotros estábamos dando al sindicalismo. Nunca pensamos que fuera el hermano menor del partido. En los responsables de CCOO que fueran militantes del PCE queríamos desarrollar un método de análisis que considerara los problemas políticos y sindicales no aislados sino como un todo. Era imprescindible tener en cuenta la interacción de capas sociales, de las clases sociales, de otras ideas que, aparentemente, no tuvieran peso, de las creencias religiosas, e incluso del pensamiento de algunas individualidades influyentes. En contextos generales y complejos, como el que se vivía en esos albores de la transición, o en situaciones concretas localizadas en empresas o barrios, los comunistas debían actuar sueltos, sin amarras o esquematismos. Debían innovar cuando fuera necesario, aun a riesgo de equivocarse, sin esperar que la luz, humana o extraterrestre, viniera de lo «alto» como una «verdad» incuestionable que siempre había que aplicar. Ese grado de autonomía e innovación, de independencia del sindicato, era necesario para avanzar. Y con mucha frecuencia, esa innovación no se producía en las reuniones de la dirección sino en experiencias concretas, que luego analizadas y asumidas, impulsaba la dirección del PCE. Ese fue el caso de Comisiones Obreras. Los grandes movimientos de masas suelen ser y, sobre todo, suelen aparecer espontáneamente. Tratar de evitar la espontaneidad no puede conducir a suprimir lo espontáneo, que sería tanto como esquematizar, cuadricular y reducir la acción y la creación de estas masas a la mínima expresión. Ya entonces se iniciaron por parte de algunos camaradas del exterior, incluido el propio Santiago Carrillo, algunas críticas hacia mí, a veces justas pero siempre estrechas, que reflejaban, más que otra cosa, los recelos y la desconfianza por defender ese carácter de independencia del sindicato y de los sindicalistas. Fueron unas críticas que se desarrollaron hasta mi dimisión, en 1981, de mi condición de diputado, llevado por un desacuerdo con la dirección del partido en los debates sobre el Estatuto de los Trabajadores.

En estos años, desde el 72 hasta el 75, Comisiones Obreras avanzó decisivamente en su influencia. Se consolidaron la mayoría de las organizaciones en las grandes empresas y se pudo organizar a casi todos los sectores de la producción. Por eso nuestra presencia en las luchas que se desarrollaban siempre era decisiva. Otros sindicatos, como UGT o CNT, eran prácticamente desconocidos y rara vez sus militantes salían a la luz o se mostraban como tales. Ellos no quisieron o no supieron nunca desembarazarse del corsé de la clandestinidad. Esa presencia de Comisiones se demostró en el aumento de combatividad de los trabajadores de Fasa Renault, General Eléctrica, Babcock Wilcox, Forjas Alavesas, Hispano-Olivetti, Siemens, talleres de ABC, Astano, Tudor de Guadalajara y tantas otras empresas.

Los camaradas de la dirección del partido me informaron de la creación de la Junta Democrática Nacional. Sus hombres y su programa de doce puntos se iban a dar a conocer simultáneamente en Madrid y en París. Me propusieron formar parte de la dirección de la Junta representando a Comisiones Obreras, y acepté.

A lo largo de su existencia, muy especialmente desde el Frente Popular en 1936, el objetivo del PCE y del movimiento obrero en general fue elaborar, a partir de programas concretos, una estrategia de alianzas para el progreso de la justicia social, la libertad, el humanismo, la calidad de vida y la paz. No fue nada nuevo como táctica el buscar más aliados en la lucha por la democracia. El contenido, la forma, los participantes dependieron siempre del contexto histórico y de los acontecimientos nacionales e internacionales.

La Junta Democrática se constituyó inicialmente con el PCE, el Partido Socialista Popular, el Partido Socialista Andaluz de Rojas Marcos, el Partido Carlista, el Partido de los Trabajadores de España, además de personalidades independientes como García Trevijano, Calvo Serer y otros. Con su sola aparición se aceleró toda la situación política, y la Junta se situó en el centro del protagonismo político-social de las fuerzas democráticas del momento. Había una alternativa al Gobierno de Franco, sin duda no estaban todos, pero eso les hizo pensar que si no se daban prisa en decidirse podrían quedarse fuera de los cambios.

La enfermedad de Franco, que fue hospitalizado el 9 de julio de 1974, hizo aún más evidente las propuestas de la Junta. La cesión temporal de poderes al príncipe Juan Carlos aumentó los debates políticos en la calle y en la cárcel. Desde que enfermó Franco hasta que murió, el poder político parecía estar más en aquella camarilla que estuvo al pie del lecho del dictador que en el propio Gobierno. Esas eran nuestras conclusiones en la cárcel, y a la dirección de sindicatos y partidos, a la propia Junta, se las transmitimos:

Lo que realmente interesa al país es realizar un esfuerzo por salir de la transitoriedad a nivel socio-político, porque toda incertidumbre es peligrosa. Hay que eliminar el temor de alguna gente, no integrada en la Junta, a que se evaporara el «espíritu del 12 de febrero» de Arias Navarro, y en su lugar hay que dar plena entrada en el juego político y sindical con plenitud de derechos y deberes al pueblo. Estamos seguros de que los cambios en este sentido son inevitables, pero deseamos también la reconciliación nacional, la convivencia en el respeto mutuo.

Se habló mucho en la cárcel de «la cacería de León y de sus marciales invitados», unas veladas amenazas que aparecían en algunos de los medios más ultras. Había sectores que deseaban recurrir a la ultima ratio, al ejército y a los estados de excepción, e incluso, algunos otros, más minoritarios, estaban deseosos de acabar físicamente con nosotros.

«Cada día aparece más claro», escribía a Marcel el 11 de diciembre de 1974, «que solo la convergencia democrática puede traer las libertades, y esta convergencia tiene un nombre distinto al del último engendro». Me refiero al del «asociacionismo» franquista. Y termino con: «Como dijera Bertolt Brecht: “Sigue la rueda girando/ Lo que hoy está arriba no siempre estará arriba/ Mas para el agua de abajo esto significa/ que hay que seguir empujando la rueda”». No es que fuéramos optimistas, sino que la realidad iba dando pasos y la libertad se avecinaba a pesar de los ultras, pero había que seguir avanzando.

Aun así llegó un nuevo aniversario de boda y una nueva Navidad en la cárcel.

Desde entonces, desde 1973, ¡cuántos acontecimientos y qué ricos de contenido!, ¡qué cerca estamos ahora de esas libertades por las que desde uno y otro lado de las rejas tanto afanamos todos!, ¡qué alegría, cuando nuestras ayer discutidas y discutibles previsiones se cumplen paso a paso! Cuando convergencia, alternativa democrática, reconciliación, amnistía, cambios-libertad, están a la orden del día no solo en las mentes sino también en la vida real […]. No cabe duda de que nuestra querida y vieja piel de toro será pronto habitable por todos los hombres y mujeres, por todas las ideas.

La sala segunda del Tribunal Supremo fijó para el día 1 de febrero, a las diez de la mañana, la vista del recurso que habíamos puesto en el Sumario 1001. El secretariado de la Coordinadora General de Comisiones Obreras convocó para ese día una jornada de protesta.

Llamamos a que en todas partes se organicen asambleas y conferencias, mítines, paros, trabajo lento, recogidas de firmas que posibiliten la lucha por la libertad de los «Diez de Carabanchel». Igualmente llamamos a la solidaridad internacional y especialmente en Europa a la emigración española […].

Mantuve, como siempre hicimos ante cualquier juicio, reuniones con mis abogados, especialmente con Joaquín Ruiz-Giménez y con María Luisa Suárez. Mi opinión era pasar a la ofensiva en todos los planos, ya que era el momento de abrir camino resueltamente a nuestra libertad como presos y a la de todos como ciudadanos. Decidimos, ya que los acusados no podíamos asistir a la vista, declararnos en huelga de hambre que mantuvimos varios días hasta que supimos las intenciones de los jueces de reducir las penas. Yo estaba condenado por el TOP a veinte años, y el Tribunal Supremo me redujo la pena a seis años de prisión y a los demás se la dejaron en cinco, cuatro y dos años. Con lo que los compañeros con las condenas más bajas salieron rápidamente en libertad.

Las movilizaciones nacionales e internacionales a nuestro favor fueron impresionantes y sin duda influyeron bastante, aunque lo decisivo, en esta nueva sentencia, fue el momento político, económico y social, la crisis general de la dictadura. En la vista esperaban unas dos mil personas pero solo pudieron entrar los que cabían en la sala, unos centenares. En Madrid hubo paros de solidaridad en veinte empresas del metal, en la construcción, en banca, seguros y artes gráficas. La universidad se paralizó. En otros lugares también apoyaron cuarenta y siete destacadas personalidades de la ciencia y la cultura, muchos presidentes de colegios profesionales, arquitectos, ingenieros, licenciados, Francisco Fernández Ordóñez y el obispo Alberto Iniesta entre otros. De Italia vinieron veintitrés observadores, entre ellos cinco diputados: dos demócratas cristianos, un republicano, un socialista y un comunista. También estaba el primer teniente de alcalde de Nueva York, al igual que el presidente del sindicato de la construcción y miembro de la dirección AFL-CIO de los EE UU. Numerosas peticiones y declaraciones llegaron al Tribunal Supremo.

Después de la sanción clásica de la incomunicación por la huelga de hambre, escribo a la familia:

«La sentencia del Tribunal Supremo no nos ha puesto en la calle a todos, nos ha quitado más de un siglo de cárcel y nos ha puesto a las puertas de la libertad a los que aún seguimos en ella. En lo que a mí se refiere, la tercera y cuarta noche no pude dormir, tenía fuerte dolor de riñones y en la articulación del fémur con la cadera. Después cuando empezamos a comer se atenuaron un poco —los dolores—, pero como ayer continuaban, el doctor López Baeza me mandó unos supositorios de Dolo-Tanderil que en el momento actual han restablecido la normalidad en los riñones, si bien aún subsiste el de la articulación de la cadera izquierda. Los servicios médicos los encabeza don Ángel López Baeza; se nos ha atendido muy bien, en todos los aspectos».

Pocos días después del juicio los abogados me informaron de que algunas personalidades políticas y del movimiento sindical, especialmente los italianos, estaban gestionando proponerme para el Premio Nobel de la Paz. Mi familia de Francia me confirmó que allí la prensa había recogido que las tres centrales italianas, CGIL, UIL y CISL, habían hecho ya la propuesta. Al parecer era la primera vez que esto sucedía con un sindicalista que además estaba encarcelado. La sola propuesta tenía una gran importancia, no por mi persona sino por el dedo acusador que señalaba internacionalmente a la dictadura de Franco. En España solo Cambio 16 recogió esa información.

Se acercaba el final de la dictadura. De todos era conocido que la enfermedad de Franco era irreversible y que su muerte no estaba lejana. Todos se preparaban para la sucesión con el Príncipe, pero a algunos, en esa transición, les podía la tentación de marginar a los comunistas. Esa era la condición que ponían los sectores ultras.

Valga el ejemplo de cómo respondía el conde de Motrico a las preguntas de José Luis Cebrián en una entrevista publicada en el diario Informaciones del 19 de abril de 1975:

La transición democrática debe organizarse mediante un compromiso histórico de las fuerzas democráticas no comunistas con el régimen. La Junta Democrática está intentando llenar un vacío que supone existe. Aprovechándose de una situación de hecho porque nadie toma la iniciativa. La Junta Democrática es una coalición que corre el riesgo de ser protagonizada por los comunistas. No porque esos o los otros quieran que así sea sino porque, insisto, el PC constituye el único partido dentro de ella, con miles de militantes con una organización y una capacidad de trabajo en la clandestinidad.

Las Comisiones Obreras encontraron el terreno abonado y llenaron el hueco [¡No hablaba del hueco real, de mi hueco real en la familia, con ocho años de cárcel hasta aquella fecha!].

Los empresarios, hasta los más reaccionarios de ideas, necesitan negociar con sus obreros y acuden con frecuencia a las Comisiones porque piensan que es la mejor manera de obtener un pacto válido. Eso da más fuerza todavía a las propias Comisiones, que han ido acrecentando su credibilidad. La mejor solución al respecto sería el establecimiento de la libertad y la pluralidad sindical. Muchos son conscientes del riesgo de mantener un aparato unitario tan potente como la organización sindical. Un pluralismo en este terreno es necesario si se quiere mantener el equilibrio cara al futuro.

Respondí a esas palabras, aunque yo no tenía acceso a un periódico. Escribía de nuevo a Josefina y a los amigos:

Los trabajadores debemos aprender y sacar las conclusiones que se desprenden. En el pasado colaborador en la fusión de las JONS con Falange asomó su condición de clase; el conde después evolucionó a posiciones liberal-monárquicas de Don Juan, y llegó a facilitarnos sus locales para algunas reuniones. Ahora, cuando estamos a punto de conseguir la libertad sindical, prefiere, más que el pluralismo, nuestra debilidad por la división. El objetivo de fondo sigue siendo el mismo, hacer grandes negocios a costa de los trabajadores, mantener a la clase obrera impotente ante los todopoderosos monopolios, ayer fascistas y mañana liberales.

En el mes de mayo de 1975 me concedieron la medalla del Consejo Mundial de la Paz. Escribí al señor Roger Bille, secretario de esa organización en Helsinki, dándole las gracias por aquella distinción.

Precisamente ahora, cuando la dictadura fascista de Franco entra en la agonía por nuestras luchas, el pueblo vasco sufre con el estado de excepción una represión desenfrenada y en el conjunto del Estado amplían sus medidas coercitivas, vuestra distinción cobra un nuevo valor: el del apoyo resuelto en esta situación de los Partidarios de la Paz a nuestra lucha por la libertad en el último Estado fascista de Europa.

Eran tiempos en los que todo el mundo evidenciaba su solidaridad, tiempo de honores, pero aún en la cárcel. Paradoja, pues cinco directores de periódicos me citaban como político del futuro. Del mismo modo, en Contrastes del 29 de abril de 1975, aparecía mi nombre el octavo entre ciento veinticinco en una encuesta también sobre el político del futuro. Y para sumar más datos a la paradoja y comprender mejor cómo vivíamos ese momento contradictorio y de enormes tensiones sociales, el Patronato de Redención de Penas me denegó, otra vez como años atrás, los beneficios de redención por las faltas cometidas en la huelga de hambre. La negativa fue también para Juanín y Soto, pero para dejar constancia de su arbitrariedad, a Eduardo y a Nico, que estaban en idéntica situación que nosotros —es decir, que tenían el mismo derecho—, les dijeron que sí. Afortunadamente los cambios estaban a la vista, pero si no hubiera sido así, eso hubiera supuesto al menos trece meses más de cárcel.

El 18 de septiembre, en Burgos, un consejo de guerra dictó cinco penas de muerte contra tres militantes del FRAP y dos de ETA. La vida de Paredes, Otaegui, Baena, García Sanz y Sánchez Bravo estaba en peligro, y para sumar nuestra protesta a la de toda España y medio mundo —hasta el propio Papa pidió clemencia a Franco—, decidimos declararnos en huelga de hambre. Franco y el franquismo acabaron matando y asesinando de la misma forma que empezaron. El día 27 segaron las vidas de los cinco militantes.

Nunca estuve de acuerdo con sus métodos de violencia, pero cuando hubo una pena de muerte siempre me manifesté en contra porque el derecho a la vida nadie lo puede eliminar, bajo ninguna circunstancia.

Fueron las últimas muertes de la dictadura y mi anteúltima huelga de hambre, con las sanciones que nos aplicaban inmediatamente: veinte días de celdas de castigo, incomunicación con la familia, prohibición de recibir paquetes, quitar redención por espacio de un año, que sumaba cuatro meses más de cárcel. Dos días después de comenzar la huelga de hambre, el médico decidió suspender los vasodilatadores que tomaba y tratarme en la enfermería, pero como seguí absteniéndome de comer o de tomar sueros o glucosa, el día 12, sobre las tres de la tarde, los doctores Anguera y Ontaneda me dieron un preparado fuerte, llamado Peritrate, ante lo que parecía un amago de infarto. Estos comprimidos, eficacísimos, hicieron que una hora después sintiera alivio y que, día y medio más tarde, estuviera otra vez totalmente normal. El 15 de octubre estaba de nuevo en la tercera galería, el mismo día que Franco escribiera su testamento político.

Una semana más tarde la situación en la cárcel era más compleja, más grave y más esperanzadora. El país, con el Estado en crisis, se instaló en la interinidad; aparte de los decretos de «excepción» en la calle y las sanciones en la cárcel, todo se detenía para escuchar los partes médicos sobre el estado de salud del dictador. Los presos políticos de la tercera galería nos reunimos y acordamos, en las dos comunas, que una delegación en representación de todos se entrevistara urgentemente con la dirección para garantizar, en primer lugar, nuestra propia seguridad interior y exterior, y después la salida lo más rápidamente posible en libertad, para incorporarnos a la lucha de todo el pueblo por las libertades democráticas. Fuimos encargados de esta gestión otros dos compañeros y yo. Consultamos con los compañeros de la dirección del PCE y con los de la dirección de CCOO, y acordamos que ellos y nuestras familias plantearían en las altas esferas del ejército el problema de la seguridad de los presos políticos en las cárceles. La dirección de la cárcel nos aseguró que tomaría toda clase de medidas para evitar provocaciones en el interior. Decidimos estar vigilantes nosotros mismos, comprometer en el mantenimiento de nuestra seguridad al mayor número de funcionarios de la galería, en la que el encargado preso era un buen compañero del PCE y de CCOO, Paulino de la Mota. Él, con un funcionario, abría y cerraba las celdas de los presos políticos, sus compañeros, y habíamos decidido, en cierta medida, nosotros que fuera él el encargado. Al mismo tiempo y aunque no estaban autorizados los receptores de radio, teníamos asegurados dos en la galería.

La salida del príncipe Juan Carlos, entonces en su calidad de Jefe de Estado en funciones, para El Aaiun nos preocupaba. Se observaba un nuevo cambio después del chalaneo anterior con Marruecos, a cargo de José Solís, su lobby y los EE UU. Y ahora, ¿qué va a pasar?, me preguntaba. ¿Sabemos al menos dónde queremos ir? No solo estaban en juego 30 000 millones de pesetas invertidos en Fos Bu Craa, sino lo que era más importante: la vida de nuestros soldados y de los saharauis. Los intereses nacionales y los del pueblo saharaui y del Frente Polisario hubieran estado mejor servidos con la descolonización y la autodeterminación que con la entrega a Marruecos. Se impuso el lobby marroquí y se obligó a los patriotas saharauis a una larga y difícil guerra.

A las cinco y veinticinco minutos de la mañana del 20 de noviembre la Casa Civil y Militar informó que el dictador había muerto por fallo cardíaco después de más de un mes de agonía. Eran las seis de la mañana cuando Paulino abrió la celda y me contó lo sucedido. A las pocas horas fuimos, de nuevo, a ver al director con el fin de conocer las medidas de seguridad que pensaban tomar. Cinco días antes de salir en libertad, un día después del decreto del indulto del Rey, escribí la última carta de este período carcelario, pues todavía volvería otra vez a Carabanchel, y, entre otras cosas, decía:

Los cambios de personas, la aparición de un rey en lugar de un caudillo, puede tener su importancia sin duda, pero la clave para la solución de todas las incógnitas sociales, económicas, políticas y religiosas, se llama libertad, sin la cual no habrá participación ni compromiso de ningún tipo. «Y el primer paso para un efectivo consenso y concordia nacional» pasa por la concesión de una inmediata amnistía para todos los presos por motivaciones políticas y sindicales, sin exclusión, y para los exiliados.

Y una sociedad libre y moderna solo podrá crearse restableciendo las libertades democráticas —la libertad sindical en primer lugar— y las libertades nacionales autonómicas desde ya. «Y las instituciones solo integrarán a todos los españoles en la medida en que libremente nos pronunciemos sobre ellas». Y la «hora dinámica y cambiante» exige que después de lo anterior se pueda crear constituyentemente lo que se necesite. Sobre la base de respetar lo señalado, poniéndolo en práctica, con hechos, nosotros nos comprometemos a buscar siempre soluciones pacíficas y por supuesto a aceptar el fallo de las urnas, el juego democrático, sea o no de nuestro agrado el resultado. Protagonista el pueblo soberano.

En fin, como no creo que, por el momento, os vaya a escribir muchas cartas, un preso por motivaciones sindical-laborales, desde la cárcel y en espera de hacerlo en persona, os abraza.

Resulta difícil poder relatar cómo se sentían los presos, cómo nos sentíamos, en aquellos días previos a la libertad. Todos sabíamos que no había otra salida para la recién instaurada monarquía si realmente quería ser algo duradero. Reproducir la dictadura de Franco sin Franco era imposible y lo único que podría lograrse era prolongar un poco más aquel régimen. Pero estaba claro que desde todos los sectores sociales se demandaba el cambio y el primer signo de ello debía ser nuestra salida de la cárcel. Pero la seguridad del análisis político no se traducía en muchos de nosotros en espera calma; a veces la impaciencia se desataba y podía más el deseo de encontrarse con la familia, de vivir los cambios en la calle y dejar de ser un número del registro de prisioneros. Volver a ser una persona, un ser humano.

Y ese día por fin llegó lentamente, al menos para los que esperábamos después de tanto tiempo. A los diez días de la muerte del dictador, a las dos de la tarde del sábado 30 de noviembre, por fin, se recibió en la prisión nuestra orden de libertad. Nuestra impaciencia era demasiado grande y las puertas de la cárcel no se abrieron como cuando la Pasionaria, con su acta de diputado en la mano, sacó de la cárcel, con un solo gesto, a los mineros asturianos, tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936. Salíamos a la calle indultados, no con una amnistía. El franquismo aún dominaba la situación.

Las horas pasaban y no ponían en libertad a nadie. Sobre las cinco de la tarde empezaron a liberar algunos presos comunes y a las nueve de la noche salió el sacerdote de Vallecas Manuel Ramos. Nosotros seguíamos esperando a que el Tribunal de Orden Público mandara los telegramas comunicando la libertad. Una vez más querían evitar que hubiera alguna manifestación en el exterior cuando saliéramos y, por eso, a la mayoría de los presos políticos nos soltaron ya de madrugada. Desde primeras horas de la tarde se había concentrado un gran número de personas, familiares, amigos y compañeros de los que íbamos a salir. La policía y la Guardia Civil las dispersó y las obligó a alejarse unos cien metros de la prisión. Periodistas e informadores nacionales de todos los medios, prensa, radio y televisión, más un grupo numeroso de extranjeros, nos esperaban.

Sobre las siete de la tarde, una fuerte lluvia obligó a muchas de las personas que esperaban a refugiarse en los coches aparcados en las inmediaciones de la cárcel. Nuestra salida, la de los del 1001, fue la más espectacular. Salíamos intermitentemente, cada media hora, y yo salí cerca de las dos de la madrugada después de pasar los trámites reglamentarios de cacheo y demás que duraron casi una hora. A pesar de ello, el ambiente entre los que salíamos era de júbilo. Muchos funcionarios, que ya no eran los mismos que en el pasado y entre los que había incluso militantes de Comisiones Obreras, nos despedían y felicitaban. En la calle una lluvia de abrazos y besos, tan esperados, tan prolongados, tan afectuosos, se mezclaba con el agua que, insistente, seguía cayendo. Abracé a Josefina, que en su rostro reflejaba toda la alegría del momento. No era solo el abrazo del reencuentro con la familia al salir de la cárcel, era un abrazo con el que por fin se vislumbraba el fin de un período negro de nuestro pueblo y nuestra felicidad era por ello doblemente hermosa. Josefina estaba cerca de la puerta de la cárcel. Con ella estaban Vicenta, mi hermana, Yenia y Jorge, mi hija y mi yerno, mis consuegros, Victoria y Florencio, amigos, amigas, compañeros de la prensa. Allí, a las puertas de la cárcel parecíamos una gran masa de gentes abrazadas. Ahora, intentando reproducir aquella imagen, me vienen a la memoria las obras de Tony Gallardo o de Genovés, con el abrazo de los seres humanos como protagonista.

Casi inmediatamente salieron Nico Sartorius, Juanín, y poco a poco todos los demás. Las escenas se repitieron incansablemente hasta las tres de la madrugada. Los numerosos periodistas de todos los medios no hacían más que preguntarnos una y otra vez. Estaban tan emocionados como nosotros, seguros de vivir momentos históricos. Muchos de ellos deseaban la libertad tanto como nosotros y eran perseguidos cuando trataban de contar la verdad de los hechos. Relatar aquella salida de la cárcel y los abrazos que también con ellos nos dimos, sería un nuevo problema en la acción del día siguiente.

Hoy, a pesar de las dificultades [les dije], las posibilidades de cambio son mayores que nunca. Las fuerzas democráticas unidas, con la clase obrera en cabeza, pueden imponer la restauración de las libertades. No aceptaremos cambios aparentes, sino reales. Tampoco se trata «de dar la vuelta a la tortilla». Hace falta una auténtica amnistía y una verdadera reconciliación.

La familia en pleno fuimos primero a la calle de la Oca donde, en casa de Yenia, me esperaban mi nieto Sergio de cinco meses y mi segunda madre, Isabel. Aún no conocía a mi primer nieto, que había nacido en junio. Después de una hora más de abrazos, partimos hacia mi casa, en Puerta Bonita, muy próxima a la de mi hija. Aquella noche, eran ya casi las cinco de la mañana, me fue imposible conciliar el sueño; además de lo que suponía estar con la familia e incluso extrañar una cama, las llamadas por teléfono no paraban. A las diez de la mañana salimos para Aranjuez con el fin de abrazar a Marcel, que estaba castigado en el calabozo del regimiento donde hacía el servicio militar. La muerte de Franco le pilló encerrado en el calabozo, y en esa noche del 20 de noviembre el capitán de guardia, casi siempre borracho, le obligó a aprenderse de memoria el testamento político de Franco. Además, de madrugada, formó a los soldados con fusiles montados para que le vigilaran a él y a otros tres compañeros suyos mientras corriendo daban vueltas al patio. Durante toda la «mili» le tuvieron represaliado de una manera u otra sin concederle ningún permiso de fin de semana, además de estar constantemente vigilado por el Servicio de Inteligencia Militar.

Nos dejaron estar un rato con él, ante los ojos curiosos de aquellos militares que veían a Marcelino Camacho en la calle. Algunos ojos de curiosidad y otros de odio, todo hay que decirlo. Yo por mi parte saludé a aquel capitán, que tan duramente había tratado a Marcel, y le dije lo que pensaba, que nuestras ideas no contenían nada de revancha. Él fue muy parco en palabras, yo creo que porque no salía de su asombro. Probablemente se había enterado allí mismo de la libertad de los presos. Le di la mano al despedirnos aunque la distancia de ideas entre nosotros no había disminuido.

Poco después de mediodía, cerca de un millar de vecinos del barrio se concentraron ante mi casa y empezaron a gritar «Marcelino», «Amnistía» y «Libertad». Bajé y estuve un rato con ellos, para agradecerles aquella manifestación y el apoyo que me habían prestado mientras estuve en la cárcel. El lunes fui a visitar el semanario Cambio 16 y después de comer con un grupo de redactores, mantuvimos una rueda de prensa en compañía de Nico y de Juanín. Así transcurrieron mis primeros días en la calle en esta nueva salida de prisión, que no sería la última. Solo una semana después volví a ser detenido.

El sábado día 7 de diciembre fui a comprar la prensa a un quiosco próximo a mi casa, en la calle General Ricardos. Angelines, la hija de Albino, el dueño y amigo, me dijo que no le quedaba el semanario Por Favor, pero que tal vez lo podía encontrar en el otro quiosco, junto a la boca de metro de Oporto. Esa mañana, a las doce, había una concentración por la amnistía en torno a la cárcel que disolvieron los guardias y, en pequeños grupos, los manifestantes iban gritando por el barrio. Vi cómo los guardias arrastraban a dos jóvenes en la calle General Ricardos y les recriminé por aquel mal trato. En principio no me reconocieron, pero cuando se dieron cuenta me dijeron: «Hombre, si es Marcelino Camacho, espera, no te muevas»; llamaron por radioteléfono a la Dirección General de Seguridad y les dijeron, «esposarle y traerle aquí». De este modo, a los siete días de salir de la prisión me volvieron a detener; estuve tres días en las celdas de los sótanos de la Brigada Político Social y dos días en los calabozos de las Salesas hasta que me pusieron de nuevo en libertad, al entrar Manuel Fraga como ministro del Interior. No fue la última detención, pues unos días más tarde la Guardia Civil me mantuvo «retenido» a la espera de órdenes durante una hora en Getafe, después de celebrar una reunión con los trabajadores de Construcciones Aeronáuticas. Estaba claro que con nuestro indulto no se había garantizado la libertad y que la democracia estaba aún por conquistar.

Iniciamos lo que hemos conocido como la «transición», un período contradictorio y complejo donde la dictadura y sus leyes iban desapareciendo en la medida que la presión popular se acentuaba. La moda, el signo de los tiempos, algunos la marcaron con los «marcelinos», los jerseys que usé en la cárcel, que más que míos eran de Josefina, que los hacía y muy bien. Lo que sí hice en la cárcel fue algunos «ponchos» tipo argentino para casi toda la familia y también para Nati Camacho, que aunque llevemos el mismo apellido no es de la familia, pero sí una buena amiga y compañera del sindicato. Sobre los «marcelinos», Pedro Rodríguez, en su columna «La Colmena» de Arriba del 31 de diciembre de 1975 escribía: «Un marcelino es el obsequio más preciado de estas merry christmas of democracy».

El «marcelino», tricotado con punto grueso y basto, con una media cremallera en el cuello, como decía con humor Pedro Rodríguez, era fabricado por las mejores industrias laneras del país. «Se han puesto a fabricar “marcelinos” como descosidos, y demócratas “progres”, muchachos de Serrano, universitarios y hasta algún antiguo miembro del “bunker” se ha pasado al “marcelino”. Dicen que tiendas y boutiques venden a toda pastilla los “marcelinos”».