Capítulo 4

Estudiamos con cuidado la evasión del campo de concentración de Cuesta Colorada. Entre los oficiales de la compañía que custodiaba el batallón de penados había dos, el teniente Lestón y el teniente Tejada, que eran demócratas y antifranquistas y que antes de la guerra habían pertenecido a la Federación Universitaria de Estudiantes. Los dos se portaron bastante bien con los que estábamos en el campo de concentración. Parrondo era ordenanza del teniente Lestón, y por ello pudo coger de su despacho un plano de la zona. Ricardo Segurana, que había sido «observador» en la aviación republicana, interpretaba con facilidad aquel plano. Los tres decidimos escaparnos aprovechando una noche de luna llena e hicimos los preparativos para la fuga. Parrondo vendió unas ropas a los moros de las cabilas aprovechando que, como era ordenanza del teniente Tejada, podía salir del campo. Con el dinero compró algo de comida, unos higos, mantequilla rancia y algunas cosas más que vendían aquellos marroquíes de las cabilas de los alrededores.

Habíamos previsto andar solo de noche aprovechando la luz de la luna, porque los franquistas daban una recompensa de quinientas pesetas a los marroquíes que les entregaran algún evadido. Por eso era peligroso arriesgarse a caminar por allí a la luz del día y esperamos a que hubiera luna llena por lo escarpado y difícil del camino que nos esperaba. Cerca del campo había una cascada donde íbamos a lavar la ropa y a ducharnos en verano, y junto a ella un pequeño monte de alcornoques, que era el tipo de vegetación más abundante en aquellos lugares de las estribaciones de la cordillera del Pequeño Atlas marroquí ya próxima al mar. Escondimos en aquel bosque de alcornoques los tres macutos de comida para recogerlos después.

Todos los días realizaban un recuento nada más levantarnos, antes de desayunar un café de achicoria con un panecillo de setenta gramos, e inmediatamente después salíamos para el campo de trabajo andando en formación y vigilados por los soldados. Después de cuatro horas de trabajo volvíamos a los barracones para comer un plato de judías negras con un poco de arroz. Afortunado era al que le caía un trozo de carne, y un día de fiesta era cuando había sardinas fritas. Nada más terminar salíamos de nuevo para las trincheras que estábamos construyendo en las cotas más altas, que en teoría iban a servir de defensa contra la invasión aliada. Otras cuatro horas de trabajo y volvíamos para el campo de concentración, donde nos esperaba un nuevo recuento a la entrada.

Con nuestro uniforme gris oscuro, con la «p» de penados en el gorro redondo, grabada también en el lado izquierdo de la chaqueta de tela —como la de los antiguos aceituneros— y en la espalda; con aquel pantalón recto también de tela gris y con unas botas cortas de badana andábamos aquellos cuatro kilómetros que nos separaban de las construcciones cuatro veces al día. Cuando llegábamos por la tarde, entre trabajo y caminata, no teníamos demasiadas fuerzas, pero escogimos ese momento para huir porque dentro del campo el control era más riguroso. El último recuento se hacía sobre las siete de la tarde y después quedábamos encerrados dentro de las alambradas mientras por fuera patrullaban y nos vigilaban desde una garita de adobe un poco más elevada sobre el terreno. No había barracones, y dormíamos en chozas que nosotros mismos construíamos con ramas de alcornoque y juncos que nos servían de techo y de cama. En aquellas chozas dormíamos normalmente dos penados, y estaban agrupadas formando calles atravesadas por cuerdas de las que colgaba alguna ropa. Donde se cruzaban aquellas calles o pasillos había algunos bidones de agua para beber o lavarse y al fondo, un poco más alejadas, unas letrinas que eran simples zanjas.

Generalmente no solía llover, aunque ocurrió alguna vez y en estos casos no había lugar donde resguardarse; cuando apretaba el frío por la noche no había más recurso que echarse juncos y ponerse por encima la manta que hacía de colchón.

Aprovechamos entre los dos últimos recuentos, y ya entre dos luces, nos acercamos a un punto intermedio entre dos garitas, cortamos algunos alambres de la cerca y arrastrándonos pasamos como pudimos por debajo sin que se dieran cuenta. Nosotros fuimos los primeros que nos escapamos del campo, pero después hubo bastantes más fugas y a algunos los atraparon y los llevaron al penal del Hacho, en Ceuta. De aquellas fugas tuvimos noticias en Orán.

Llegamos casi de noche a la cascada donde habíamos escondido los macutos, pero resultó que, en solo unas horas, los chacales se habían comido parte de nuestras reservas de comida y solo pudimos llevarnos dos macutos. Emprendimos nuestra marcha sin pararnos a pensarlo, porque si nos detenían no sabíamos lo que podía ocurrir; lo mínimo serían unos cuantos años más de cárcel. Estuvimos andando cuatro días por las estribaciones del Atlas hasta que llegamos a la frontera entre el Marruecos francés y el español. Allí, según el mapa, nacía un río, el Lucus, que debíamos atravesar porque al otro lado estaba la zona francesa. Andábamos por la noche, mientras que por el día nos escondíamos para evitar que los moros de las cabilas cercanas nos pudieran reconocer.

Aunque había luna llena la visibilidad era muy escasa, y Parrando se cayó por un corte de unos cinco metros y se dio un fuerte golpe. Creímos que se había partido una pierna, y no sabíamos si podría andar. Eso nos creó un verdadero problema, ya que no teníamos más que dos alternativas: por una parte quedarnos con él y entregarnos, lo que suponía un consejo de guerra, pues las unidades de penados estaban militarizadas y dependían del ejército tanto como de la Inspección de Campos de Concentración; y por otra llevarle con nosotros, pero eso retrasaría la marcha y probablemente nos darían alcance antes de pasar la frontera. No podíamos abandonarle allí, por su estado y, además, cuando le encontraran se vengarían en él, así que decidimos marchar juntos, aunque tuviéramos que llevarle y correr la misma suerte.

Afortunadamente no sufrió ninguna rotura sino solo los efectos de un golpe muy fuerte, y al día siguiente ya podía caminar con alguna ayuda. Todos éramos jóvenes, teníamos entre veinticuatro y veinticinco años. Aquellas Navidades de 1943 las pasé huyendo de los que con toda seguridad nos perseguían y, además, sin comida porque habíamos previsto que los dos macutos nos duraran cuatro días, pero al tercero ya no quedaba nada. Así que el día de Navidad comimos solo pequeños frutos de madroño, que como contienen algo de alcohol y, por si algo nos faltaba, nos mareó un poco. Así continuamos hasta que vimos una especie de riachuelo que nos pareció el que buscábamos. Para entonces andábamos de día y de noche, porque en esas condiciones nos interesaba avanzar rápidamente ya que, si aquello se prolongaba, perderíamos las escasas fuerzas que nos quedaban.

Nos resultó difícil distinguir el río Lucus, aunque teníamos en el plano señalado el lugar del nacimiento, porque, en aquellas estribaciones, había varios riachuelos y en el nacimiento se parecían todos ellos. Al final encontramos uno que nos pareció el más caudaloso y decidimos que era el Lucus. Entonces salimos corriendo para atravesarlo y algunos moros se echaron a correr detrás de nosotros mientras otros fueron a avisar a las cabilas más próximas, pero ya habíamos avanzado lo suficiente y solo con atravesar a la otra orilla estaríamos ya en zona francesa. Los moros sabían que muchos fugados se pasaban por allí al Marruecos francés, y estaban al acecho para cobrar la recompensa. Como aún no estábamos seguros del todo, decidimos que uno se adelantara y los otros dos esperamos escondidos en unos arbustos. Efectivamente, el edificio que se veía no lejos de allí era la aduana francesa, y dio la casualidad de que uno de los aduaneros era miembro del Partido Comunista Francés. Ricardo Segurana había estudiado unos años de Bachillerato y conocía algunas palabras en francés; con eso y algunos gestos nos entendimos lo suficiente.

En la aduana los empleados y sus familias se portaron muy bien; nos pudimos duchar y asear y nos dieron de comer y de cenar. Desde un puesto militar que había cerca, en Mokriset, vino una patrulla a recogernos y nos consideraron como evadidos, pero también entonces seguimos siendo prisioneros. Fuimos andando unas tres horas hasta que llegamos a Mokriset, donde acampaba una guarnición de soldados irregulares marroquíes al mando de un oficial francés que estaba en una tienda de campaña; nos llevaron hasta allí y tuvimos que descalzarnos a la entrada; luego nos dieron una especie de cuscús, sémola con mantequilla rancia y pierna de cordero. Al tiempo que nos daban bien de comer, aquel oficial nos planteaba el ingreso en la Legión Extranjera porque los franceses en ese momento necesitaban reclutar y formar un ejército que les diera un peso específico en la lucha contra las potencias del Eje. En respuesta nosotros le planteamos nuestra lucha contra el fascismo en España, algo que para ellos era secundario, y como no aceptamos su propuesta de enrolarnos como mercenarios seguimos en nuestra condición de evadidos y prisioneros. Después de una corta estancia en Mokriset nos llevaron a Ouassan y, a pesar de que no nos trataban mal, siempre íbamos «conducidos» de calabozo en calabozo. En Ouassan nos encontramos con un oficial de color, ayudante alférez del ejército francés y oriundo de Senegal; refiriéndose a nosotros no hacía más que repetir: «Estos son evadidos del ejército republicano, han luchado con el ejército republicano por la libertad». El hombre comprendía bastante bien nuestro problema, y allí nos dieron la misma comida que daban a los oficiales. La comida que daban a los soldados tampoco era excesivamente buena, aunque siempre era mejor que la que habíamos comido en España.

De Ouassan nos llevaron en tren a Port Lyautey, donde encontramos a algunos evadidos de Vichy, de los que pasaron por España y que Franco había cambiado por sacos de harina. Uno de ellos hablaba español bastante bien, y nos contó que a los franceses que pasaban por España, evadidos de los campos de concentración creados por el Gobierno de Vichy, y con la intención de unirse a las fuerzas del general De Gaulle en la zona del Marruecos francés, si les atrapaban al pasar por España les enviaban detenidos al campo de concentración de Nanclares de Oca y a otros lugares. Para sacarlos de allí, los cambiaban a los aliados por sacos de harina y pasaban a Marruecos. Un saco de harina por la libertad de un preso era el trato, y si no había acuerdo los mandaban de vuelta a Francia con los nazis o Pétain.

De Port Lyautey nos llevaron a Casablanca, donde nos interrogaron nuevamente. En Casablanca nos trataron bastante mal; había un sargento marroquí que nos amenazaba constantemente; estábamos en unos calabozos muy estrechos que no eran sino centros coloniales de represión. Había una plancha de cemento, en francés se llama dalla, que salía de la pared y en la que se podía poner una colchoneta o manta, pero a nosotros no nos dieron ni colchoneta ni manta y dormíamos sobre el cemento. Es verdad que no hacía mucho frío, pero de todas formas teníamos serias dificultades. Estaba claro que trataban de forzarnos a ir a toda costa a la Legión Extranjera, para la que buscaban soldados de choque de los que muy pocos llegaron a ver el final de la guerra. No nos dejaron ponernos al habla con exiliados políticos españoles, a pesar de que teníamos algunas direcciones que nos dio en Port Lyautey un soldado francés movilizado por De Gaulle, nacido en Marruecos pero de padres españoles.

Desde Casablanca, en un largo y penoso viaje por ferrocarril vía Oujda, nos llevaron hasta Mostaganem; fuimos en un vagón de mercancías lleno de soldados y de hombres que, como nosotros, pretendían integrar unidades del ejército que se constituyeron después del desembarco aliado. Tardamos tres días en recorrer setecientos kilómetros porque aquel tren se detenía en cualquier sitio y nunca se sabía cuándo volvería a ponerse en marcha. A Mostaganem nos llevaron para que ingresáramos en el Cuerpo Franco Español, que era una unidad especial que se había constituido allí en Argelia, hecha a base de españoles con oficialidad francesa, pero cuando llegamos esta unidad ya se había marchado hacia Túnez. Al día siguiente los soldados que nos custodiaban nos llevaron hasta Orán, a un cuartel conocido como Cháteau Neuf y que estaba en la cima de una pequeña colina dominando un barrio que llamaban La Marina, y fue allí donde un camarada del PCE, soldado, que estaba herido, nos informó de la situación y nos puso en contacto con la emigración política española que nos facilitó la salida. De nuevo nos planteamos evadirnos, ya que los franceses no parecían dispuestos a dejarnos optar libremente por el camino a seguir, empeñados en que nos incorporáramos a la Legión. Con la ayuda de los emigrados políticos y especialmente de la organización del PCE pudimos escapar sin grandes dificultades.

Este camarada enrolado en el ejército de De Gaulle, estaba en la enfermería convaleciente de sus heridas y conocía perfectamente las dependencias de aquel castillo. Nos facilitó uniformes del ejército francés, vino a buscarnos y, con aquellos uniformes sobre nuestro traje de penados, que aún llevábamos, sin más dificultades nos condujo a la calle. Una vez fuera, me reuní con el comité provincial del partido, estudiaron mi caso y comprendieron las razones de la fuga. Entonces el PCE no apoyaba que sus militantes salieran del país y veía con recelo a los que emigraban y más aún a los que se fugaban porque pensaban que la policía podía introducir, por ese medio, algún infiltrado.

Sin un lugar donde poder dormir y sin ningún recurso, ellos me llevaron a la casa de un brigadista de las Internacionales que había emigrado a Orán al terminar la guerra. Eltufín, que así se llamaba, era hijo de un rabino rumano de Besarabia y había estudiado en París, de donde le expulsaron por su afiliación a las Juventudes Comunistas de Francia. En las Brigadas Internacionales, por sus estudios de ingeniería, le destinaron como técnico a una fábrica de munición en Elche. Allí conoció a la española que fue su compañera, Asunción. Tenía entonces dos hijos, José y Yenia. Al nacer mi primera hija le pusimos este nombre, Yenia, en recuerdo de esta familia y, claro, porque es un nombre que nos gustó a Josefina y a mí.

Viví unos meses en casa de Eltufín en el barrio de Gambetta y en ese tiempo conseguí la documentación, el carné de identidad y luego, más tarde, la carta de refugiado político de acuerdo con la Convención de Ginebra. Así se normalizó mi vida como refugiado político y, a partir de ahí, me planteé el problema de un trabajo y una profesión. Mientras estuve en casa de Eltufín les ayudé en un pequeño estudio de fotografía que habían montado. Tenía entonces veintiséis años, y la guerra no me había permitido tener una profesión que me asegurara la vida. Algunos emigrados habían escogido trabajar con los norteamericanos o el camino fácil del estraperlo comprándoles todo lo que podían y luego vendiéndolo en el mercado negro.

Los americanos tenían en Mers El Kebir una importante base de submarinos, en una montaña horadada en su interior. Sus barcos llegaban al puerto de Orán y descargaban alimentos, ropas, y en general suministros para las tropas. Luego, en camiones, los llevaban hasta la ciudad, pero en el trayecto siempre se perdía algo. Era un verdadero escándalo porque había un duro racionamiento y mucha escasez, al tiempo que se podía comprar casi de todo en el mercado negro, aunque a precios desorbitados. Algunos, y sobre todo los propios norteamericanos, hicieron dinero con el estraperlo a costa de la miseria y el hambre de otros muchos. Yo trabajé en la industria de guerra francesa para colaborar mejor con el esfuerzo que, en cierta medida, suponía la contienda para los aliados.

Decidí formarme como fresador porque, aunque inicialmente ganara menos, era una profesión dentro de la construcción mecánica que me gustaba y además tenía futuro. Empecé en Arvidel, un taller de mecánica que trabajaba para la marina de guerra francesa. Allí estuve varios años y trabajé junto a algunos franceses deportados por Vichy en los tiempos de Pétain; aprendí la profesión y, en cierta medida, me formé. En aquella empresa estábamos militarizados, era una industria de guerra. Lo que hacíamos eran reparaciones esencialmente de motores de submarinos, aunque también se hacía algún que otro trabajo para civiles. Recuerdo que uno de aquellos días, trabajando en una fresadora de marca Rochaud, al mismo tiempo que hacía la rectificación de los cilindros con una mandrinadora portátil que poníamos encima del bloque del motor, me equivoqué en la lectura del Palmer al medir el comparador para hacer su reglaje; una simple raya supone en diámetro cinco décimas mayor, y claro, me cargué cuatro camisas de cilindro. El jefe de taller, un francés que se llamaba monsieur Content, que traducido al castellano quiere decir señor Contento, y que por cierto tenía muy mal carácter, me echó un broncazo del demonio y yo le dije: «Bueno, ¿eso por qué?». Él me contestó: Que c’est que vous voulez queje vous dis, merci? («Qué quiere que le diga, ¿gracias?»). Dije: «Hombre, no, pero es algo que le puede pasar a cualquiera, no chille usted de esa manera. Además trabajo en dos máquinas a la vez: una fresadora universal y una rectificadora de cilindros». Luego hicimos incluso amistad.

Más tarde, el 23 de febrero de 1945, empecé a trabajar en otro taller llamado Compagnie de Enterprises de Construction Industriels Áfricaines (CECIA). Era una fábrica de máquinas-herramientas en la que hacíamos tornos, taladros y cepillos o limadoras que fabricábamos bajo licencia francesa de Gazeneuve y GSP. Los franceses no se habían liberado de los alemanes, y mantuvieron aquella empresa hasta el año 1947. Luego la cerraron porque la industria de Francia no necesitaba de estas fábricas instaladas en las colonias, ya que además esta suponía, aunque fuera filial, una competencia nada agradable para la empresa metropolitana. Allí, en la CECIA, conocí a prisioneros alemanes que trabajaban con nosotros. Yo manejaba una fresadora universal de marca Cincinatti que habían traído los norteamericanos después del desembarco, el año 1944, en el norte de África. Era una excelente fresadora, de avanzada tecnología para aquella época; una de las mejores fresadoras en la que he trabajado en toda mi vida. Hacía turno con un alemán que se llamaba Smith, uno de los prisioneros que habían cogido los franceses al ocupar la zona alemana y que liberaron después para venir a Orán a trabajar. Para disponer de más tiempo para el trabajo político cara a nuestro país, pedí el turno de cuatro de la madrugada a doce de la mañana, y Smith hacía de las doce a las ocho de la tarde.

En esta empresa, el contramaestre que dirigía el trabajo de las fresadoras, mandrinadoras y talleres de utillaje, un francés hijo de españoles, se preocupó mucho de la formación de todos los que allí trabajábamos. Era sobrino de la señora de Casanova, patrona de la pensión de la calle de Fonduck en donde me hospedaba. Fue profesor de la escuela de la empresa y de otra que había en Orán; hice algunos cursos con él y así pude llegar a ser oficial fresador de primera categoría. Dos años después, cuando la casa central de Francia cerró la empresa y empecé a trabajar en los talleres Les Verreries de l’Afrique du Nord, ingresé ya como fresador hors categorie (fuera de categoría), que era la más alta que existía en Argelia entre los obreros muy cualificados. En la emigración se consideró durante muchos años que los trabajadores españoles eran individualistas y de escasa capacidad y rendimiento. Sin embargo eso siempre ha sido falso ya que la realidad demostró que cuando se nos posibilitaba la misma formación que a los trabajadores del país, nos equiparábamos en los mismos niveles. En aquella empresa los españoles no teníamos nada que envidiar a aquel fresador alemán, Smith, que en teoría respondía a los cánones de productividad más alta.

Conocí a Josefina, mi compañera, nada más llegar a Orán. Ella recuerda bien aquel encuentro: «La primera vez que vi a Marcelino fue casi el mismo día que escapó del cuartel de Château Neuf. Era domingo y nos citaron en el pequeño local que la emigración española tenía en un barrio que llamaban Basurica el Cuco porque estaba cerca de un basurero. Nos dijeron que iban a ir unos camaradas que se habían escapado de España y nos iban a dar una charla. Nos reuníamos allí en una asociación de emigrados que se llamaba Unión Nacional y apareció con un mono, que fue con el que se escapó desde el Marruecos español. Llevaba una “p” pintada en la espalda, quería decir “penado”».

Yo, por supuesto, lo único que recuerdo de aquel día es la sensación de libertad que por fin experimentábamos después de escapar de los campos de trabajo y de aquellos quince días prisioneros de los franceses.

Josefina y yo nos vimos con mucha frecuencia en las reuniones del partido, en los locales de la Unión y en los bailes que organizábamos para sacar dinero para la lucha por el restablecimiento de las libertades en España. En aquellas fiestas, que se hacían en la sede del partido en la calle Fonduck, bailamos Josefina y yo muchos domingos. De lo que entonces se bailaba, lo que más me gustaba era el tango y el pasodoble, pero también otros bailes más movidos como el foxtrot, la rumba, o más tradicionales como el vals.

Josefina y yo salimos muchos domingos con otros camaradas a vender la prensa y propaganda del partido. Allí teníamos, además de Mundo Obrero, Nuestra Bandera y una revista, editada por el PCE en Argelia, que se llamaba España Popular. Otras veces vendíamos flores y hacíamos una especie de cuestación con huchas, para recoger dinero al tiempo que se organizaba algún mitin o asamblea, especialmente en días como el Primero de Mayo u otras celebraciones. En muchas ocasiones, hacíamos esas reuniones y mítines en protesta por la represión en España o por las condenas a muerte que periódicamente se sucedían por aquellos años.

Yo trabajaba entonces en Talleres Arvidel, con un amigo llamado Joseph Pisan cuya hermana, Marie, modista, hacía pantalones con Josefina en la avenida Saintonge 21, en el mismo edificio donde vivimos después, ya casados. Un día le pedí a Pepín, que así le llamábamos, que a través de su hermana le diera una nota de mi parte a Josefina en la que le pedía que nos viéramos un domingo por la tarde en los locales de la emigración. Ella pensó que se trataba de alguna reunión política o de alguna cosa que habría que hacer. Pero quedó sorprendida porque de aquella cita salió un compromiso de boda.

En las reuniones que hacíamos en los locales de Unión Nacional y de la Juventud Socialista Unificada, que estaban en un lugar llamado Las Ruinas, conocí a Josefina. Entre ella y yo se daban muchas coincidencias no solo sentimentales sino también ideológicas. Evidentemente fuimos, lo mismo que somos, una pareja enamorada, pero no cabe duda de que, además del contacto humano, existía ese otro contacto del militante como consecuencia de habernos conocido en la lucha diaria. Siempre pensé que nuestra vida no iba a ser nada fácil, como en realidad ha sido. Nuestro cariño, nuestra unidad y nuestro amor, siempre se ha visto reforzado por un alto grado de comprensión no solo sentimental, sino por la coincidencia de ideas y la dura vida que representaba la defensa de esas ideas.

Si Josefina no hubiera sido una compañera que coincidiera plenamente en la gran batalla que estábamos librando y que asumía las dificultades que íbamos a tener, no hubiéramos podido convivir durante tantos años llenos de cárcel y de lucha. Una persona puede mantenerse firme no solo porque tenga unas fuertes convicciones, sino porque además reciba el apoyo de su compañera o compañero sentimental. Si la pareja falla la situación se hace mucho más difícil, como les ocurrió a otros compañeros mientras estaban en la cárcel. Esos años de cárcel, de detenciones y de lucha, en los que se ha construido, a pesar de todo, nuestra vida familiar y han crecido los hijos, hubieran sido años de infierno si no hubiera tenido a mi lado a Josefina respaldando mi lucha y la suya propia. La unidad de una pareja, pensamos los dos, se hace en la medida no solo de su identificación sentimental sino también de su identificación ideológica y política; cuando esto sucede así se forma algo indestructible. Sobre esta idea edificamos Josefina y yo nuestra vida en común y podemos decir que, en tantos años de dificultades, entre nosotros no han habido grandes problemas.

Nos casamos en 1948, un año después de mi «declaración». Josefina procedía de una emigración española anterior a la Guerra Civil; su padre, Sebastián Samper, llegó allí en el año 1931 y trabajó hasta que pudo reunir el dinero suficiente para traer desde Almería a su familia, lo que hizo en 1932. Josefina y yo mantuvimos relaciones durante un año hasta que nos casamos, sobre todo porque andábamos mal de dinero y, aunque en aquel tiempo yo ya era oficial fresador de primera, encontrar una vivienda era un serio problema. Para alquilar un piso había que dar una entrada, algo parecido a un traspaso, que nos costó cien mil francos antiguos. La casa no tenía más que una habitación y una cocina, el baño era común y estaba en el patio junto a los lavaderos. Era uno de los bajos del barrio de Carteaux, al que los españoles llamaron Monteseco y que estaba en la zona de Gambetta, en el número 21 de la avenida Saintonge.

Mi suegro, Sebastián, nacido en El Fondón, Almería, había sido minero en su pueblo y allí en Orán trabajaba con la dinamita en las canteras. Le descolgaban por los precipicios para colocar las cargas en agujeros. Mi suegro emigró a Orán porque cerraron las minas cercanas a su pueblo. No planteó ningún problema cuando le manifestamos nuestro deseo de casarnos; yo estaba muy mal económicamente en aquellos momentos, no tenía ni ropa de reserva ni nada. Todo estaba racionado y quedé con Josefina en darle todo el salario que cobraba. Hablamos con sus padres y, en vez de comer en casa de la patrona, empecé a comer en su casa. Josefina administraba el dinero que yo ganaba y ellos no me cobraban nada por la comida. Era una solución humana, sencilla, como ha ocurrido y ocurre en la mayoría de las familias obreras y honestas. Así ahorramos el primer dinero para pagar el traspaso de la casa.

Cuando dejé la casa de Eltufín fui a vivir a casa de un amigo refugiado político que se llamaba Balaguer. Después viví otro tiempo con una patrona que alquilaba habitaciones. Eran momentos de dura escasez y ella procuraba gastar lo menos posible en la comida, y así, cuando preguntaba si querías algo, decía: «No querrá usted dos huevos, ¿verdad?». Yo, con cierta ingenuidad, siempre contestaba: «No, no se preocupe usted». Su compañero, siempre enfermo, se llamaba Casanova, y los dos sobrevivían con lo que la familia Berna, también como inquilina, y yo les dábamos. Mi aspecto físico en aquel momento se asemejaba mucho al de un fantasma surgido de los campos de concentración, sin embargo, todo hay que decirlo, seis meses después de casarme pesaba sesenta y dos kilos, diez más que cuando llegué a Orán.

Anselmo Méndez, un amigo que era carpintero, nos hizo unos muebles sencillos: una cama, un armario, una mesa y cuatro sillas. Y con eso empezamos a vivir en aquella casa. El 22 de diciembre de 1948 nos casamos en la alcaldía de Orán de acuerdo con las costumbres y legislación francesa. El alcalde que nos casó se llamaba Zanettacci y era miembro del Partido Comunista Argelino. La boda fue lo más sencilla y familiar que cabía. Comimos juntos los padrinos, los testigos y nosotros en el patio de la casa de mis suegros.

A los pocos días se me reprodujo la hernia que me apareció cuando picaba en las heladas calles de Peñaranda de Bracamonte y que ya me había operado en el hospital de urgencias de Maudes. Volví a operarme y tuve que hacerlo de nuevo en 1950, porque se volvió a reproducir. La primera operación fue en la clínica Desage y luego la segunda en la clínica del doctor Cuniot en donde, con la colaboración del doctor Jean Marie Lerribere, me pusieron una placa de un plástico especial para reforzar el tejido. Con esa intervención ya no ha vuelto a reaparecer.

El 9 de octubre de 1949 nació mi hija Yenia; fue un embarazo sin problemas y un parto normal que se produjo en nuestra propia casa porque acudir a un hospital era muy caro. Aunque sí pagamos a la comadrona, madame Broussard, a la que ayudamos la hermana de Josefina, Isabel, y yo. También estaba mi suegra, Piedad, que parecía ser la que más sufría y que por sus nervios nos servía de poca ayuda. Ella cuidó en la cocina de las grandes ollas, que se utilizaban únicamente en los partos, y que servían para hervir el agua para hacer los lavados una vez cortado el cordón umbilical. Cuando nació Marcel, mi segundo hijo, el 26 de mayo de 1952, también fue en casa pero ya estábamos más tranquilos porque teníamos experiencia. Yenia tenía algo más de dos años y estaba en la misma habitación, en silencio y sentada en su cuna. No podíamos tenerla en otro sitio, no había más habitación que aquella. Yo siempre quise estar presente en los partos de Josefina por ayudar en lo que fuera posible —en aquella época y con escasos medios era necesario— y también por participar de un momento tan importante como es el inicio de una vida. Vivir esos momentos, de esfuerzo, sufrimiento y alegría, le hacen a uno alcanzar una dimensión más humana. Sé que algunos médicos hoy no son partidarios de que los hombres asistan a los partos de sus compañeras, y otros, seguramente la mayoría, sí lo son. También es cierto que muchos hombres no están preparados para ello, pero el resultado de una cosa y otra es la pérdida de una experiencia vital irrepetible. En Orán la vida familiar, al margen de los problemas cotidianos, transcurrió siempre con entera normalidad.

Durante mi estancia en Orán siempre milité en la CGT francesa y, aunque había muchas dificultades para los extranjeros, fui delegado de fábrica. Participé activamente con la emigración política española en todos los trabajos que se hacían a través de Unión Nacional Española y el PCE. Fui responsable en Argelia del trabajo del PCE hacia el interior de España, después de haber sido miembro del comité regional de Orán y antes secretario general de la sección de Gambetta desde 1945. Por estas actividades la policía francesa me detuvo e intentó expulsarme del país.

En 1951 nos reunimos en Casablanca el responsable en Marruecos del trabajo clandestino del partido hacia el interior, un grupo de sus colaboradores y yo, con el objeto de analizar y coordinar el trabajo que, en los dos países magrebíes, se hacía cara a España. Para poder acudir a aquella reunión lo primero que tuve que conseguir fue que me dieran de baja en la empresa a través del médico de la seguridad social. Visité al doctor Larribere, que ordenó que me hicieran unos análisis en los que encontraron amebas en cantidad, con lo que me dio la baja por ocho días. El viaje, al no tener pasaporte, tuve que hacerlo clandestinamente, evitando el paso por los controles fronterizos de Argelia con Marruecos, en Oujda. Los compañeros del Sindicato Ferroviario Argelino lo resolvieron poniéndome un mono azul y así pasé encima de la máquina hasta la propia estación de Oujda, ya en territorio marroquí. Fuimos con la máquina hasta el depósito y una vez allí me vestí normalmente y cogí un tren de pasajeros con toda naturalidad y sin problemas hasta Casablanca. El retorno lo hice de la misma manera, aunque esta vez con el apoyo de los compañeros de Marruecos.

Cuando cerraron la empresa CECIA estuve sin trabajo unos meses, aunque recibí varias ofertas pero todas fuera de Orán. Jesús, el camarada responsable, y otros camaradas no querían que me fuera. Yo creo que, por ser muy activo en mi militancia, no querían prescindir de mí y tuvimos serias discusiones ya que, con el sectarismo que predominaba en aquellos momentos, llegaron a amenazarme con sancionarme en el partido. Yo solo pretendía trasladarme a Argel, donde también había una organización del PCE, porque allí pedían un fresador «fuera de categoría» la más alta, como la que tenía yo. A pesar de las amenazas de sanción fui a Argel e hice la prueba en Fonderies et Ateliers du Port d’Alger, y aunque me aprobaron estuve pocas semanas porque el sueldo no era muy alto y pagaba mucho en la pensión donde me alojaba. Regresé a Orán y al poco tiempo fui a trabajar a Les Verreries de l’Afrique du Nord, del grupo Saint Gobain, siempre como fresador en el taller de mantenimiento de estas fábricas de vidrio. Allí estuve desde el 23 de abril de 1951 hasta que fui detenido el 20 de abril de 1954; luego, cuando salí de la prisión, el 23 de agosto del mismo año, me readmitieron y estuve dos años más hasta que me expulsaron de todo el territorio francés. De la empresa conservo aún los certificados que me hicieron sobre el tiempo que trabajé y sobre la calificación de mi trabajo.

Allí tuve un buen amigo argelino, Benchongara, hijo de un funcionario, por lo que había podido estudiar en una escuela técnica cerca de Argel. Cuando murió su padre tuvo que abandonar los estudios y ponerse a trabajar de oficial ajustador. Algunos franceses tenían ideas racistas y le trataban mal y con desprecio, incluso alguno le insultaba llamándole sale race o también sale ratón, raza sucia y sucio ratón, en una mezcla de español y francés. Era el único argelino musulmán que trabajaba en el taller de mecánica como obrero cualificado, los demás éramos de origen europeo. Hicimos una gran amistad y él protestó ante la empresa cuando me detuvieron y también cuando me expulsaron del país.

Al comienzo de los años ochenta, con motivo de la visita que realizó a Argelia una delegación de Comisiones Obreras que yo encabecé, fuimos a Orán y visité aquella fábrica. Allí me encontré, después de casi treinta años, a mi amigo Benchongara, que me explicó muchos de los cambios que se habían producido en mi antigua empresa. Un vecino que tuve en la misma calle donde viví, hijo de un peón, ahora era ingeniero y director de las Verrieres, y Benchongara era el director de Fabricación. El fin de la colonización produjo cambios muy profundos.

El Gobierno francés cedió a las presiones del español para que eliminara las actividades de la emigración, y comenzó entonces un período de represión con el objeto de que nos fuéramos a países más alejados del territorio español. En realidad querían que nos fuéramos a la Unión Soviética. En Orán nos detuvieron a tres compañeros, a Penadés, a Jiménez y a mí; en Argel detuvieron a otros tres, y a todos nos llevaron a la prisión de Barberousse en Argel. Yo trabajaba con la jornada partida, eran las doce y media y, al llegar de la fábrica a casa para comer, me encontré con tres policías de la Dirección de Vigilancia del Territorio, la DST. Me llevaron a la Prefectura de Orán para una «breve declaración» que, como siempre, no resultó tan breve. A las doce de la noche, sin más explicaciones, me dijeron que me llevaban a Argel y salimos inmediatamente en un coche. Yo iba sentado en la parte de atrás en medio de dos policías, y los setecientos kilómetros que nos separaban de la capital argelina los recorrimos de noche. Ya de madrugada, nos faltaban unos sesenta kilómetros, cuando llegamos a Blida comprobé que se desviaban de la ruta de Argel y que nos dirigíamos hacia el desierto; estaba preocupado porque no me daban explicaciones y aquello era raro. Luego resultó que los policías acababan de llegar de Francia y querían hacer turismo, y se dirigieron a ver el Parador de Chrea, un lugar típico cercano al desierto, donde los monos bajaban al mismo mostrador del bar; no iban a abandonarme o a hacerme desaparecer en el desierto. Después me llevaron a un centro de la DST que había en las afueras de Argel, en Ville des Oliviers. En aquella comisaría la policía francesa solía arrancar las declaraciones a base de torturas a los militantes del Movimiento Nacional Argelino, embrión del Frente de Liberación Nacional. Allí estuve un día, antes de que me llevaran a la prisión de Barberousse, donde me esperaba otro susto pues me metieron en una celda con un detenido que a los pocos minutos perdió el conocimiento; había intentado suicidarse con una fuerte dosis de Valium, pero se recuperó en la enfermería. Cuando me interrogaron, no sin dejarme la marca de sus puñetazos para que no olvidara dónde estaba, me acusaron de ser miembro del Comité Central del partido, que no lo era, pero no de la actividad concreta que realizaba, que al parecer desconocían. Querían encontrar una justificación para expulsarme y que me marchara a los países del Este, como habían hecho otros que habían expulsado de Francia a Córcega. Después de tres días nos reunieron en una misma celda a todos los camaradas que habían detenido en Orán, y en otra a los de Argel. Ninguno de ellos había realizado tareas hacia el interior de España.

En aquella cárcel conocí a algunos militantes del Movimiento Nacional Argelino, algunos de los que formaron parte del Frente de Liberación Nacional que el 1 de noviembre de 1954 desencadenó la insurrección nacional contra la colonización francesa. Una guerra de liberación nacional que duró hasta el 18 de marzo de 1962. Estábamos encerrados en celdas diferentes, pero en algunas ocasiones coincidíamos en el patio. Nosotros recibíamos bastante ayuda de la emigración española, y en esos encuentros en el patio les pasábamos algo de comida porque ellos estaban en unas condiciones muy difíciles; muchos fueron torturados hasta la muerte. La vida en las cárceles francesas de esos momentos no era menos dura que en las franquistas, sobre todo allí en Argel; en el patio no estábamos más que una hora al día, y el resto del tiempo lo pasábamos siempre encerrados. Mis relaciones con los compañeros argelinos eran buenas y muchas veces en aquella hora de patio hablábamos de la situación en Argelia y España. Traté de comprender las tesis que mantenían porque había serias diferencias con el Partido Comunista Argelino, pero nosotros como PCE no intervenimos en sus asuntos internos.

Una parte importante del ejército reclutado por De Gaulle en la Segunda Guerra Mundial la formaban argelinos que habían sido movilizados y no solo intervinieron en la lucha contra los nazis y por la libertad de Francia, sino que también les llevaron a otras guerras coloniales francesas como la de Indochina, de la que no volvieron hasta que el Gobierno de Mendès-France firmó la primera paz con Ho Chi Minh. Argelia era jurídicamente un departamento francés, en la práctica una colonia, y cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, aquel departamento eligió diputados al Parlamento de la metrópoli no solo de partidos con una base mixta de europeos y árabes argelinos, sino también de formaciones como el Movimiento por el Triunfo de las Libertades Democráticas —iniciado por Messali Halj, confinado en Francia— y de hombres como Fer Al Abbas, ya más colaboracionistas e integrados en los llamados Amigos del Manifiesto Argelino. Casi todos ellos se integraron, después de la insurrección, en el FLN.

Los comunistas argelinos sostuvieron durante bastante tiempo que Argelia era una nación en formación compuesta por argelinos de origen árabe y europeo. Lo cierto es que comprendieron tarde lo que estaba sucediendo y, aunque crearon una organización para la lucha armada, tuvieron muchas dificultades para incorporarse al Frente y sobre ellos había muchos recelos. Después del triunfo de la insurrección se incorporaron, pero de forma individual. La justa lucha del pueblo argelino, por una parte, tenía todas las connotaciones naturales del apoyo a la religión islámica, de las escuelas de intelectualidad argelina agrupadas en las escuelas coránicas, llamadas Medersas, que no tenían un carácter integrista sino democrático y, por otra parte, también hubo connotaciones integristas con una respuesta injusta e indiscriminada contra todo lo europeo, arrastrados por la reacción frente al racismo con que los colonos franceses les habían tratado durante casi un siglo. Más adelante, a la represión colonial se sumó la de la Organización del Ejército Secreto (OAS) que crearon los sectores más ultras de la colonización, pero que gozó del apoyo y simpatía de una mayoría de europeos, colonos y obreros. Durante los ocho años que duró aquella guerra de liberación, un Gobierno democrático como el francés transgredió los más elementales derechos humanos, un Gobierno francés que paradójicamente estuvo presidido por hombres como Mendès-France y Guy Mollet, este último perteneciente al Partido Socialista, que entonces se llamaba Sección Francesa de la Internacional Obrera, SFIO. Fue el general De Gaulle, no por casualidad un militar, el que en su segundo mandato presidencial cedió a la lucha de los argelinos y firmó la paz con el FLN en los acuerdos de Evian-les-Bains que fue el primer paso para el reconocimiento, después de un referéndum, de la soberanía argelina.

En los poco más de dos años que viví aquella contienda nunca recibí amenaza alguna que proviniera del FLN, pero sí recibí algunas que venían de la OAS, que se formó entonces. Luego en las famosas listas negras de los ultraderechistas estuvieron incluidos no solo los argelinos sino también europeos como los comunistas españoles, y a muchos de ellos les colocaron en sus casas las conocidas plastiques o bombas de plástico que explosionaban por la noche mientras toda la familia dormía. Mi suegro, Sebastián, conocido por la OAS por sus relaciones familiares conmigo, por sus ideas de izquierda y buenas relaciones con los argelinos, fue incluido en aquellas listas de muerte. Por eso abandonó Argelia después de más de treinta años de vivir allí y tuvo que irse a Francia; él, como otros muchos, no huían de los árabes sino de los franceses de corte nazi que defendían su feudo en Argelia. Aunque en el transcurso de una guerra se pueden cometer errores, el FLN supo distinguir entre unos y otros y, en mi caso, siempre mantuve una buena amistad con Argelia, y prueba de ello es que fui invitado al 25 Aniversario de su liberación por los sindicatos y el Gobierno y asistí a aquellas conmemoraciones en Argel.