Junto a la casilla donde vivía había una reserva de máquinas de vapor. Recuerdo a los ferroviarios enganchando una de esas máquinas al tren que venía de Valladolid, porque justo allí, en La Rasa, el pueblo donde nací, el perfil de la vía hasta Alentisque, cerca de Ariza, era una subida. Los trenes de mercancías —muchos de ellos transportaban el cereal de la meseta a Cataluña— eran muy pesados y era preciso añadirles una segunda locomotora de vapor para que pudieran superar las pendientes del trayecto. En aquella línea de ferrocarril se construyeron, a principios de siglo, casillas de ferroviarios. Eran pequeñas viviendas, generalmente de una sola planta con buhardilla, dos habitaciones, una cocina donde se hacía la vida en torno a un fogón de carbón, y una despensa para guardar los alimentos. No tenían luz ni agua, eran casas de piedra, frescas en verano y cálidas en invierno.
La empresa del ferrocarril aprovechó estas viviendas de ferroviarios para situarlas donde era necesaria una vigilancia especial, y todavía hoy se las puede ver, próximas a las estaciones, junto a los cambios de vía o pasos a nivel. Nosotros habitábamos una de esas casillas en la estación de Osma-La Rasa. Mi casa era una casa de ferroviarios, y yo crecí entre ese especial olor a mezcla de carbón, vapor de agua y brea de las traviesas.
Mi padre, Gabino, trabajó primero de mozo de estación y más adelante de guardagujas. Le recuerdo por aquellos años subido en los pescantes mientras el tren iba y venía realizando maniobras para apartar el vagón destinado al muelle de descarga. Los trenes se detenían y él, antes de que llegaran a pararse del todo, ya andaba entre los topes de los vagones desenganchando las cadenas. Luego, cuando terminaba esta maniobra, tocaba su pequeño cornetín para que el maquinista reiniciara su marcha. Era una tarea no exenta de riesgo, porque cualquier fallo podía arrastrarlo e incluso atraparlo entre dos vagones. Algunas veces el descuido del maquinista hacía que el choque con el convoy detenido fuera muy violento y que él saliera despedido del pescante. Era un hombre fuerte y corpulento, y sus manos grandes se habían adaptado a aquellas pesadas cadenas que aseguraban el enganche entre vagones.
Los ferroviarios, junto con los mineros y los metalúrgicos, eran los sectores de más conciencia social. Si mi infancia estuvo llena no solo de los juegos habituales de los niños, sino también de un espíritu de rebeldía, fue por ese ambiente de lucha social y reivindicación tan habituales en estos sectores como extraños en los medios rurales de aquella Castilla soriana. Mi padre fue militante del Sindicato Nacional de Ferroviarios de UGT, y formó parte también del consejo obrero de la zona, que entonces se reunía en Aranda de Duero. Y aunque nunca fue militante del Partido Socialista Obrero Español, recibía su propaganda y las publicaciones de la UGT.
Era insólito que a los chicos del pueblo nos llegara un tebeo o un cuento; por el contrario, en aquella época de grandes cambios sociales y políticos, era más fácil leer los diarios y semanarios. Cuando una novela de Julio Verne llegaba a nuestras manos era un tesoro a conservar, y con extremo cuidado pasábamos las hojas de aquellos libros y leíamos las fantásticas historias que contaban. Los cuidábamos porque por su escasez había que conservarlos y porque normalmente eran prestados y mis hermanas y los chicos de la escuela esperaban turno para leerlos. La literatura que llegaba a aquella escuela sin biblioteca era muy escasa, y lógicamente lo poco que había lo leíamos y releíamos, sobre todo aquellos que teníamos la suerte de que en nuestra familia hubiera una preocupación cultural.
El Socialista era lo que yo leía más asiduamente. En aquellos momentos se distribuía un folleto que se llamaba el Catecismo Socialista, y que entre otras cosas decía:
Pregunto: ¿soy socialista?
Sí, obligado por el dios capital.
¿Ese nombre de socialista, de quién lo hubisteis?
De Carlos Marx, nuestro maestro.
¿Qué quiere decir socialista?
Hombre que quiere que desaparezca la propiedad privada para hacerla social, colectiva o común.
Era como un catecismo que parodiaba al del padre Astete, que se utilizaba en aquel tiempo.
Además de El Socialista leía La Libertad y El Liberal, y también La Revista Blanca de Federico Urales, padre de Federica Montseny, que era una publicación de orientación anarcosindicalista. Tenía un lío de campeonato en la cabeza, por lo que un día me levantaba anarquista y me acostaba socialista, y otro, por el contrario, me levantaba socialista y me acostaba anarquista, según lo último que hubiera leído. No era capaz todavía de asimilar aquellas lecturas y me quedaba impresionado siempre con lo último que se discutía entre los mayores o lo que decían los periódicos.
Al enviudar mi padre y casarse de nuevo, le concedieron la casilla que estaba junto al paso a nivel. En aquella estación vivían siempre el guardagujas y su mujer, que se encargaba de guardar la barrera. Era la guardabarrera. Aquello era una suerte, porque de esa forma eran dos los sueldos que entraban en la familia.
La máquina de reserva que había siempre en La Rasa se estacionaba en una vía muerta que terminaba a unos cinco metros de la casilla. En esa misma vía, una placa giratoria cambiaba el sentido de las máquinas cuando era necesario. Estaba tan cerca aquella vía, que en una ocasión, por un descuido, el maquinista dejó el regulador abierto y la máquina se puso en marcha por sí sola; fue a estrellarse contra la casilla, derribó una de las paredes y quedó empotrada en el dormitorio de mis padres. Gracias a los gritos de la gente se percataron de que la máquina se dirigía hacia la casa y pudieron abandonarla segundos antes del accidente. Aquellas locomotoras debían estar siempre encendidas, prestas a salir en cualquier momento. Para eso había un empleado, el encendedor, que cuidaba día y noche de las calderas para que estuvieran a punto y mantuvieran la presión del vapor. Los maquinistas y fogoneros pasaban buena parte de sus ratos libres en aquella máquina, cuando no a la puerta de la casilla, discutiendo con mi padre sobre cuestiones políticas o sindicales. Los fogoneros siempre fueron los más radicales y combativos. Uno de ellos, Rubiales, un fogonero anarcosindicalista que llevaba a mi padre El Gallo Luchador —o simplemente El Luchador, una publicación de la CNT que se editaba en Barcelona—, era un hombre de unos cuarenta años, abierto y dialogante con todo el mundo, y que siempre tenía algo que decir o que contar a grandes y pequeños. Una vez llevó una revista de orientación sexual, editada por los anarquistas de Valencia, que trataba sobre la defensa del amor libre preconizado entonces por el anarquismo. Aquella revista sorprendía, aunque no tanto como hoy puede creerse. Hay que recordar que en aquellos años treinta se cuestionaban muchas ideas conservadoras y los deseos de transformar el mundo injusto y al individuo sometido eran enormes. En los momentos de cambio, las ideas y las actividades vuelan por encima de los tabúes pero, por lo general, se quedan solo en eso, en visiones de lo que el futuro puede ser. Sin duda ese tipo de publicaciones no eran frecuentes en aquellos medios semirurales tan sujetos a las tradiciones religiosas. Rubiales nos volvió a sorprender cuando llevó un disco y un gramófono a cuestas y, en cada sitio donde paraba, ponía su disco, le daba a la manivela y cuando aquello cogía revoluciones, colocaba con cuidado la aguja sobre el microsurco. Una voz bravía recitaba un estribillo que decía:
Yo no me llamo Juan que es nombre de burgués.
Me llamo ácido sulfúrico, como judías con aguarrás hasta que coma carne de banquero con salchichón de obispo.
¡Viva el petróleo,
la dinamita y la trilita,
que es lo suficiente para destruir
todo lo fundado y lo que se funde!
¡Abajo todo! ¡Abajo!
Estaba todo el mundo sorprendido, no tanto por el lenguaje radical como por aquel aparato y aquel disco de pizarra que giraba y reproducía los sonidos. Aunque el gramófono se conocía, era raro verlo de cerca. Hoy nos sorprende más el contenido del estribillo, que sin duda da una idea, como el Catecismo Socialista, del infantilismo político que se vivía en aquellos años.
Los recuerdos de mi primera infancia son buenos. El primer encuentro con la dura realidad lo tuve a los nueve años, cuando murió mi madre y después, seis meses más tarde, Natividad, mi hermana pequeña. La muerte es inexplicable a esa edad, y aún más la ausencia de un ser tan querido como la madre.
Yo nací el 21 de enero de 1918, en la parte de atrás de la casa de mis tíos, un rincón que aún existe y que durante muchos años se ha utilizado para matar los corderos que criaba mi tío Alejandro. En aquella pequeña carnicería de mis tíos no se vendía mucho, a lo sumo se llegaba a matar un par de corderos a la semana. En La Rasa no vivían entonces más de setenta familias, y la mayoría, de ellas tenía su cerdo y sus gallinas, como ocurría también en mi casa. La docena de gallinas, cuando más teníamos, andaban sueltas, y más de una vez mató alguna el tren. Entonces nos dábamos un festín, porque una vez muerta ya no quedaba más remedio que comérsela, y aunque fuera para caldo —las gallinas ponedoras son de carne dura— seguía siendo un festín reservado para días señalados como cumpleaños y fiestas.
La madre, mi madre, subía todos los días a casa de mi tío a ayudarle a trocear el cordero y a preparar la carne para la venta. Una vez el tren arrolló a una gata que teníamos. El animal tenía la costumbre de ir a buscar a mi madre a casa de mi tío, y medio moribunda fue, también, ese día. Mi padre la mató de un tiro para evitar que sufriera, ya que no era posible curarla. Teníamos una perra, Chula, que parecía comprender todas las cosas que pasaban. Era tal el cariño que tenía a mi madre que, cuando se producían pequeñas discusiones en la familia por cosas insignificantes, la perra se colocaba siempre junto a ella. Padre y madre se llevaban muy bien y se querían mucho. Al morir mi madre y casarse de nuevo mi padre, cuando discutían, la perra se colocaba junto a mi padre más que junto a su segunda esposa.
Entre los papeles aún se conservan las cartas que mi padre escribía a mi madre cuando hizo la «mili». Son cartas respetuosas en las que se trataban de «usted» y «mi señora»; en algunas llegaba a utilizar la rima, a la que era aficionado. Aquel mismo trato lo mantenían en sus conversaciones cotidianas y se extendía a las relaciones entre padres e hijos. Cuando mi madre se sintió enferma, al parecer de la garganta, no quiso ir a Madrid para que la vieran los médicos; pero, al sentirse más grave, y aún resistiéndose a que la operaran, en los últimos momentos pedía que la llevaran donde fuera, porque decía que tenía cuatro hijos y no podía dejarlos solos.
La imagen que conservo de ella es, probablemente, la de un pequeño retrato que siempre estuvo en la casilla. Sobre un fondo claro, sentada en un sillón, con una mano apoyada en lo que parece un bastón, el fotógrafo le hizo una de esas fotos «de estudio» en las que había que permanecer inmóvil con los ojos fijos durante un minuto. Vicenta Abad Fajardo, mi madre, era una mujer bien parecida y de buena estatura, que tuvo tres hijas y un hijo, yo, que fui el segundo. Mi padre, Gabino Camacho Ruiz, sufrió como todos nosotros la pérdida, pero en aquellos años un viudo con cuatro hijos debía casarse de nuevo para poder sacar adelante a la familia, y así lo hizo con Isabel Aguilera, también viuda, pero sin hijos.
En los pueblos llaman «pajareros» a los chiquillos que siempre andan buscando nidos, cazando gorriones, que entonces se comían, o los pájaros que tienen buen canto, como los pardillos o los jilgueros. Había que localizar los nidos cuando tenían huevos y, con cuidado para que los padres no aborrecieran a las crías, subirse al árbol de vez en cuando para ver cómo estaban de crecidas. Cuando ya tenían la pluma buena, es decir, habían perdido el primer plumón, entonces se les cambiaba a una jaula que se ponía en el mismo árbol. Los padres continuaban dándoles de comer, y, poco a poco, se les ponía dentro comida y agua hasta que se adaptaban. Así tuve muchos pájaros de todas las clases, incluso un gorrión que amaestré y crié desde que era pequeño. Lo llevaba a todas partes sobre mi hombro y, cuando le crecieron las plumas, volaba a los árboles más próximos a la casilla y siempre volvía a comer en mi mano cuando le silbaba. Luego empezó a dormir en la calle, aunque volvía a las horas de la comida y, evidentemente, un buen día no volvió porque decidió hacer la vida por su cuenta. Los pájaros y la escuela ocuparon mi tiempo en aquellos primeros años. En La Rasa también había afición al fútbol, pero en una ocasión me dieron un balonazo que me dejó sin sentido durante un buen rato, y desde entonces me aparté del equipo de fútbol del que formaba parte.
A la escuela fui cuando cumplí los cuatro años. En las casas construidas por la empresa azucarera había una escuela para los niños y otra para las niñas, y yo fui a la de las niñas porque, aunque no había cumplido los siete años, que era la edad para ir al colegio, la maestra de las niñas, doña Agustina, me tenía cierta simpatía y me permitió ir a sus clases. El sacerdote y maestro sin título oficial, don Manuel Macho, era también el administrador de la finca que la Sociedad Industrial Castellana tenía en el pueblo. La escuela era, en realidad, como casi todo en esa parte del pueblo, incluida la propia iglesia, propiedad de la Sociedad, y estaba destinada a los hijos de los obreros que allí trabajaban; pero, como el resto de los niños del pueblo éramos pocos, también nos admitían.
El Estado pagaba una parte del costo de la enseñanza, y la otra la Sociedad. La escuela aseguraba la formación mínima de los que un día trabajarían en la empresa azucarera o, en su caso, ingresarían en el seminario para ser curas. Cuando llevaba un año asistiendo a la escuela de los chicos, se incorporó de maestro otro cura, don Feliciano. En esta escuela, como sucede aún actualmente, los diferentes niveles de enseñanza estaban juntos en la misma clase, lo que suponía un sensible retraso para todos. Entonces el texto era la Enciclopedia, y enseguida pasé a ser de los primeros de la clase. Dos años más tarde ya tomaba la lección al resto de los chicos y ayudaba a don Feliciano a preparar las lecciones, corregía deberes e incluso ponía las calificaciones. En estas tareas éramos dos, Jesús Cornelio y yo. Él era tres años mayor, y luego ocupó un alto cargo en la compañía azucarera en León. Su padre era el encargado general de la «finca», es decir, de las tierras propiedad de la Sociedad Industrial Castellana, que estaban destinadas a la producción de remolacha para abastecer la fábrica azucarera.
A los once años el maestro, don Feliciano, me dijo que me había enseñado todo lo que sabía. Para aprender más, según él, debería ir al seminario, que estaba a siete kilómetros, en El Burgo de Osma. En realidad quería que fuera cura, pero ni mi padre ni yo estábamos de acuerdo con esa idea. Ir a un instituto de segunda enseñanza del Estado significaba desplazarse a Soria capital, a unos cincuenta kilómetros, y mi familia no disponía de recursos para pagar transporte y comida. En mi fuero interno me rebelaba contra esa injusticia, porque había trabajado bien en la escuela y, sin embargo, no podía estudiar. Como ya no me dejaban ir a las clases, me pasaba el día en la estación procurando aprender el telégrafo y el morse, que era lo que más me llamaba la atención. Trabajaba como meritorio o aprendiz con la intención de ingresar en los ferrocarriles, como mi padre, de mozo de estación, de factor o, con suerte, en los talleres que había en Aranda de Duero.
Al ir a la escuela con el cura-maestro, estábamos obligados a hacer de monaguillos y a ayudar a misa. Yo lo fui como todos los que íbamos a clase. En mi casa no éramos creyentes, pero tampoco anticlericales. La escuela laica no llegó a las zonas rurales y, en La Rasa, sin olvidar el pequeño cuartel de la Guardia Civil, la Iglesia, junto con la sociedad azucarera, eran los poderes fácticos más importantes. Fue la azucarera la que construyó la iglesia y luego, también, el cine, y ambos edificios estaban justo enfrente de la entrada principal de la casa de los «señores», que era donde el presidente del consejo de administración pasaba sus vacaciones. Una lujosa casa, con baños y agua corriente, en la que, por cierto, recientemente se veía con alguna frecuencia a José María Cuevas, presidente de la CEOE, a José María Aznar, líder del Partido Popular y presidente entonces de la Comunidad de Castilla-León, y al presidente de la Ebro, compañía del grupo KIO, actualmente propietaria de la finca.
Íbamos a la escuela porque nos lo permitía la Sociedad, y ayudábamos a misa porque nos obligaba el cura. Pocos chicos hacían aquellas «tareas» de buen grado; eran obligaciones tediosas que tenían su contrapartida porque, por ejemplo, no nos privábamos de un sorbo de vino cuando podíamos o de comernos algunas hostias, desde luego sin consagrar. En misa no hacíamos mucho más que tocar las campanas, mover el incensario, responder al cura con un «amén», o pasar el bonete de las limosnas; pero a pesar de las contrapartidas siempre hubiéramos preferido estar cazando pájaros o jugando. A los nueve años hice la primera comunión con los otros chicos de mi edad. Este cura, don Feliciano, era una buena persona y me apreciaba mucho, prueba de ello es que cuando hice la primera comunión me prestó la banda con la que cantó su primera misa. Un detalle con el que expresó la simpatía que me tenía ya que, para ellos, esa banda es una especie de reliquia que, normalmente, no ceden ni siquiera un momento. Cuando me detuvieron al finalizar la guerra, dio buenas referencias mías y, en el pueblo, trató de ayudar en lo que pudo a los que eran víctimas de la represión.
Mi padre era un hombre de ideas socialistas y siempre preocupado por lo que sucedía en su entorno; varios periódicos de los que yo leía eran suscripciones suyas. En aquella primera infancia, fue él quien creó ese ambiente familiar de conciencia social. Mi avidez por las noticias y por estar permanentemente informado partió, sin duda, de la misma pasión que él tenía, a los niveles de aquella época. En los años del franquismo, ya jubilado y con un reúma que le impidió trabajar, le recuerdo caminando, ayudado por su cachava, por la carretera que cruzaba las vías en el paso a nivel. Iba hacia «la tienda del tío Aurelio» para escuchar, cada hora, el «parte», y hojear el periódico que, si llegaba alguno, generalmente era el ABC.
A mi regreso del exilio, en los años cincuenta, le regalé un transistor portátil y a pilas para que pudiera escuchar las noticias, ya que en la casilla nunca hubo luz eléctrica ni agua corriente. Siempre se negó a solicitar la luz a Renfe. No quería rebajarse frente a aquellos que, a su vuelta de la cárcel, ya terminada la guerra, le habían represaliado despidiéndole de la empresa. Cuando le readmitieron era ya demasiado tarde, porque su enfermedad le impedía meterse entre los topes de los vagones para hacer los enganches. Jubilado con arreglo a lo cotizado en la República, le quedó una pensión muy baja. Cuando podía, hacía los trabajos eventuales que en la carga y descarga de vagones le ofrecía el dueño de la tienda, el tío Aurelio, que controlaba el almacén de la estación. El transistor que le regalé tenía además onda corta, con lo que por primera vez pudo escuchar Radio España Independiente, La Pirenaica. A pesar de que ya tenía su transistor, siguió manteniendo sus paseos al bar de la tienda. Allí le esperaba un trago del porroncillo de octavo de litro, que era la ración de vino y gaseosa que bebió cada día durante muchos años. Era un porroncillo que conservaba el tío Aurelio especialmente para él.
A los doce años viví acontecimientos históricos de gran trascendencia. Un grito recorrió las calles de La Rasa como en toda España: «¡Ha caído la Dictadura!». Era la mañana del 30 de enero de 1930, y en el pueblo se vivió intensamente el fin de la Dictadura de Primo de Rivera. El diario La Libertad, que recibíamos allí, nos informaba de lo que sucedía en Madrid y de los intentos del dictador para que los capitanes generales le dieran su apoyo; algo que no sucedió, y se vio obligado a presentar su dimisión alegando motivos de salud.
Los trabajadores de la fábrica de azúcar y los ferroviarios, entre ellos mi padre, seguían con vivo interés la caída de la Dictadura, un proceso que culminó con el encargo de formar Gobierno al general Dámaso Berenguer, en un intento de salvar la monarquía comprometida por su apoyo a Primo de Rivera. Desde el poder querían volver paulatinamente a las prácticas constitucionales. Muchos exiliados políticos regresaron a España después de la amnistía que concedió el nuevo Gobierno. El entusiasmo democrático aumentó en La Rasa, como en todo el país, y se hicieron reuniones y algunos mítines convocados por la UGT que allí estaba organizada en torno a los trabajadores de la fábrica y a los ferroviarios. A pesar de que liberales y conservadores intentaron apuntalarla, la monarquía había perdido la credibilidad entre las gentes sencillas del país. El sentimiento republicano creció aún más cuando el 20 de febrero Miguel Maura se proclamó abiertamente a favor de la república. También lo hizo José Sánchez Guerra, en el teatro de La Zarzuela de Madrid, siete días más tarde, con estas palabras que entusiasmaron a los madrileños y a todo el país: «Las elecciones serán constituyentes porque la realidad es esa, porque el problema que tiene el país delante es ese y quiérase o no se quiera, eso será lo que se vote en los comicios, cuando las elecciones se preparen o se hagan si el caso llega». Alcalá Zamora se pronunció igualmente por la república el 13 de abril.
La UGT de La Rasa dio un gran salto hacia adelante, y recuerdo perfectamente aquellos días en los que estábamos pendientes, incluido yo, que era un niño, del Gobierno de Berenguer y de Aznar. La radio aún no había llegado a La Rasa y las noticias las obteníamos no solo de los periódicos y del telégrafo, sino también de los viajeros y los ferroviarios que llegaban de Madrid, y que nos contaban las últimas novedades. No se nos escapaban las largas discusiones de las fuerzas republicanas hasta alcanzar un acuerdo en el Pacto de San Sebastián, ni la reunión de la UGT y el Partido Socialista con los firmantes del Pacto, que fue la que nos confirmó el compromiso de las organizaciones obreras con el movimiento republicano. La consigna llegó también a La Rasa y los sindicatos se prepararon para aquella acción, que debería acabar con la monarquía y que, según los planes, consistía en una huelga general que comenzaría cuando las tropas sublevadas en favor de la república estuvieran en la calle. Sin embargo los acontecimientos no se sucedieron según lo previsto.
El 12 de diciembre de 1930 se sublevaron en Jaca los capitanes Galán y García Hernández. Era un levantamiento que formaba parte de un plan más amplio, pero la anticipación en tres días a la fecha que el comité revolucionario había fijado hizo fracasar el intento. Galán y García Hernández fueron fusilados el domingo día 14 de diciembre y, al mismo tiempo, se detuvo al Gobierno provisional formado tras el Pacto de San Sebastián. El fracaso del movimiento se precipitó con estos acontecimientos, a los que se sumó la indecisión del Partido Socialista y de la UGT a la hora de lanzar la huelga general en Madrid. Sin embargo, la huelga se extendió por la mayor parte de España, con lo que el Gobierno proclamó el estado de guerra y declaró ilegales a los sindicatos de la CNT. Fueron medidas represivas que no fortalecieron al gabinete de Berenguer, que dimitió el 14 de febrero, y como respuesta a la represión iniciada por este Gobierno se organizó una gran campaña. Los chiquillos y los jóvenes nos colocábamos fotografías e insignias de nuestros mártires, Galán y García Hernández, y los trabajadores de La Rasa manifestaron su apoyo a los republicanos encarcelados con varios actos para pedir la libertad de los miembros del Gobierno provisional. El nuevo Gobierno que se formó, el último de la monarquía, contó con el apoyo de los terratenientes y la nobleza palaciega, pero fue incapaz de frenar el empuje del sentimiento republicano. Ni siquiera la propuesta de Romanones de celebrar elecciones municipales como primer paso impidió la llegada de la república.
Los últimos días de la monarquía transcurrieron en medio de manifestaciones por la república y la amnistía. En la tarde del día 11 de abril las calles de Madrid y de los principales centros urbanos del país se llenaron de corrillos que discutían y repartían propaganda. En las zonas rurales había menos efervescencia, salvo algunas excepciones como La Rasa y otros pequeños núcleos obreros a los que el telégrafo mantenía constantemente informados de los acontecimientos. En aquel cuarto de la estación donde repiqueteaba el telégrafo nos reuníamos muchos días cuando llegaban las noticias que el telegrafista iba traduciendo del morse.
Si Eibar fue la primera ciudad en la que se izó la bandera republicana, después lo harían los telegrafistas de Madrid, nuestra principal fuente de información. Aquellos días han permanecido en mi memoria; tenía trece años y lo que más me impresionó fue la alegría y la sensación de fiesta que inundó el pueblo. Hubo una manifestación con la bandera de la UGT y la republicana en cabeza. La Rasa era un pueblo de izquierdas, por lo que no era casual que en la zona se la conociera como la Rusia Chica.
En realidad, no se trataba de un pueblo rural sino de un conjunto de viviendas construidas en torno a una fábrica de azúcar, instalada cuando se construyó la línea de Valladolid a Ariza, de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid-Zaragoza-Alicante. La Sociedad Industrial Castellana, propietaria entonces de la empresa, edificó un conjunto de viviendas para los trabajadores fijos de la fábrica y algunos obreros agrícolas que cultivaban remolacha y criaban algo de ganado. Al otro lado de la vía se establecieron las familias de los ferroviarios y de algunos trabajadores, empleados de los almacenes de las fábricas de harinas de Eloy Marqués y Ransanz, situadas a seis kilómetros del pueblo, en las afueras de El Burgo de Osma. La Rasa era un pequeño oasis obrero en una provincia, Soria, de pequeños agricultores. La Iglesia tenía una gran influencia en la zona, ya que no se puede olvidar que El Burgo de Osma era y es uno de los obispados más antiguos de España.
A aquellas manifestaciones a favor de la república asistió la casi totalidad del pueblo. Sí, La Rasa era de izquierdas y los acontecimientos se vivían con auténtica emoción; los vecinos se reunían en los bares para comentar los detalles de las noticias que llegaban de Madrid. Había, todavía existen hoy, dos bares, uno era el de la cooperativa que los trabajadores de la sociedad azucarera gestionaban para la compra de alimentos a menor precio, y el otro situado en la parte de arriba del pueblo, en lo que se llamaba «la tienda del tío Aurelio», aunque se pronunciaba «tió». El pueblo no ha variado en los últimos cincuenta años, solo algunas casas de adobe han sido remozadas por fuera últimamente. Los bares siguen siendo los mismos, pero ahora solo acuden obreros agrícolas y ningún ferroviario, ya que Renfe cerró la línea y el abandono destruye sus instalaciones. Personalmente tuve que hablar con el alcalde de El Burgo de Osma, también con la Diputación Provincial, y hasta con el Gobierno autonómico de Castilla-León, para apoyar la lucha de los vecinos, encabezados por mi prima Mari, para que les pusieran agua corriente y alcantarillado, que a este pueblo va a llegar en los años noventa. No merecía este pago un pueblo que siempre se destacó por su lucha democrática.
La caza fue una de mis actividades preferidas en la infancia, algo que le ocurría por aquella época a todos los muchachos desde sus primeros años. En los medios rurales la caza era entonces una forma de complementar la comida diaria. La caza, la pesca, la recogida de setas —que mi padre conocía a la perfección— no eran deportes ni tampoco amenazaban la supervivencia de las especies. Las liebres a veces cruzaban, enloquecidas en época de celo, por los caminos colindantes con las casas. Las zorras se comían las gallinas y había que salir tras ellas con palos porque, descaradas, se paraban a mirarte a cien metros escasos y esperaban cualquier descuido para volver al gallinero. Los lobos también rondaban por los montes de encinas y pinares, pero nunca se acercaban al pueblo. Las escopetas que utilizábamos no tenían mucha potencia de tiro y, en mi caso, cuando llegué a tener mi primera escopeta con licencia, un momento importante para los muchachos de los pueblos, era una escopeta de un solo cañón. Si fallabas el primer disparo no había un segundo.
De aquel primer disparo con licencia cobré una pieza, una liebre que mi perra Chula se encargó de recoger. Antes había salido de caza con mi padre y con mi tío, que eran de los mejores cazadores de la zona. En realidad solo les acompañaba y cargaba con la caza o la comida, pero cuando tuve catorce años me sacaron la licencia de armas que debía utilizar siempre en compañía de mi padre o de mi tío. Aquel primer día de caza con escopeta propia fuimos a unos montes al otro lado del Duero, que pasa a unos cuatro kilómetros de La Rasa. Estuvimos justo en un lugar donde años más tarde, al iniciarse la Guerra Civil, nos escondimos mi padre, mi primo y yo de los nacionales para evitar que nos fusilaran.
En aquel lugar, donde frecuentemente salía una paloma torcaz o de campo, mi padre me dijo: «Quédate aquí». Y se adelantó un poco, unos cincuenta o sesenta metros. Cuando estaba esperando a que mi padre disparara a la paloma, me salió una liebre casi en los mismos pies y le disparé. Era la primera liebre a la que disparaba en mi vida y, claro, mi padre volvió corriendo a ver qué pasaba. «Pero bueno», me dijo, «¿a qué has tirado?». Le había espantado su paloma. «Mire», le dije, «me ha salido una liebre». «¿Le has pegado, sabes si le has pegado?», me preguntó. «La verdad es que le he apuntado», le contesté, «he disparado, pero no sé si le he dado». Llevábamos a mi perra Chula, que era muy buena cazadora, pero de ninguna raza especial sino solo una perra corriente que habíamos educado muy bien para la codorniz y el conejo. La pusimos a que rastreara la liebre, y a unos cincuenta metros la encontró. El animal todavía sangraba.
Dentro de la caza lo que más me gustaba era la codorniz, porque se les dispara muy bien. En verano las codornices van a los rastrojos de cereales, justo al terminar la siega, y por las mañanas van a comer el grano de las espigas que los segadores dejan sin recoger; y luego, con el calor, se meten en los regueros buscando el fresco y la humedad y esperan agazapadas hasta que casi levantan el vuelo desde tus pies. Su vuelo es recto y bastante lento, y si tienes la suficiente serenidad, puedes apuntarles bien, con lo que un tirador mediano puede matarlas con relativa facilidad. Prueba de ello es que la primera vez que les disparé, de cinco tiros maté cuatro. Solo he cazado en mi infancia, después, con la guerra, los campos de concentración, el exilio y la cárcel no he tenido oportunidades y no he dispuesto de tiempo y, sobre todo, cuando he podido ya no lo he hecho por respeto hacia la conservación de la vida y de la Naturaleza. La caza es una cosa que siempre me gustó, lo mismo que la pesca. Son dos actividades que aparte del ejercicio que te obligan a realizar, te relajan enormemente. Pero está claro que ese relax no justifica hoy en día la desaparición de las especies.
El factor, De Pablo, que estaba autorizado para ejercer de jefe de estación, fue el primero que tuvo un aparato de radio en el pueblo. Era un receptor de pilas mojadas como las del telégrafo, no de pilas secas como las actuales. Cuando abría la ventana de su casa, que estaba en la misma estación, si subía un poco el volumen lo oíamos desde la calle, y por eso nos colocábamos bajo su ventana y oíamos las emisoras nacionales ya que aquel aparato no recibía las extranjeras.
Llevábamos ya algún tiempo de República, y empecé a comprender que tampoco se resolvían los problemas; fue un paso muy importante, pero algunos asuntos, como la Reforma Agraria, encontraban enormes dificultades para salir adelante y se vivía aún la crisis económica de 1929, que se extendió más allá de 1933; una crisis de ámbito mundial a la que España no fue ajena y que aquí se vivió con importantes niveles de paro y hambre, especialmente, en las ciudades. Era la gran depresión que en España agravaron terratenientes y banqueros con su boicot a la República. No comprendía, primero, por qué sucedía aquello y, luego, por qué la República no resolvía estos problemas.
Fue una fase de mi vida en la que predominó la rebeldía y buscaba siempre el porqué de las cosas. No encontré respuestas hasta que apareció un compañero con ideas más elaboradas, basadas en el marxismo. Todas estas reflexiones me las hacía después del Bienio Negro, cuando a raíz de la revolución de octubre de 1934 se produjo una gran depresión. Los ferroviarios del pueblo, y yo que era un aprendiz de ferroviario, simpatizamos con aquella revolución. Se tenía ya conciencia del peligro real del fascismo que amenazaba a la República, que con el Bienio Negro había caído en manos de la derecha. Estaban las Juventudes de Acción Popular, que en muchos de sus sectores iban más allá del nacionalcatolicismo acercándose a ideologías fascistas, y más tarde se incorporan a los falangistas bien con rasgos mussolinianos o hitlerianos.
La revolución de octubre de 1934, que fue una insurrección armada en Asturias y una huelga general en el resto del país, terminó con la intervención de la Legión y de los moros del Marruecos ocupado por España. Con la represión, que se extendió por el país, hubo treinta mil detenidos y dos mil muertos. Los juicios y destierros se contaron por miles, y la mayoría de los líderes obreros fueron dispersados por todo el país condenados a destierro o simplemente sancionados por sus empresas. Como consecuencia del temor a la represión, algunas organizaciones de la UGT y de la CNT se disolvieron, y en La Rasa ocurrió lo mismo. Hasta entonces la UGT local la había dirigido Mariano Ortega, que era el encargado de la finca. Pero la fábrica de azúcar había sido trasladada a León y, por entonces, solo mantenían allí la explotación agrícola y ganadera. Con el traslado de la fábrica, se fueron la mayoría de los trabajadores afiliados y quedaron solo los obreros agrícolas. Luego bastaron las amenazas de los grupos de la derecha, los temores a represalias y las vacilaciones para que decidieran autodisolverse.
El sindicato que existía anteriormente no tenía la suficiente claridad de ideas ni de conciencia y se limitaba a las cuestiones reivindicativas. En mi opinión, el sindicato debía asumir lo que estaba sucediendo en el país y, además, orientarse hacia la emancipación de la clase obrera dentro del espíritu del propio movimiento de octubre en Asturias. La lucha de clases tenía y tiene dos niveles: uno reivindicativo y otro político. Un primer nivel en el que cada uno parte de la clase en la que está integrado y reivindica la mejora de sus condiciones económicas y sociales. Pero pasa a un segundo nivel, político, cuando se percata de que el resultado de su lucha depende también de la acción política de las diferentes capas y clases sociales.
Estas cuestiones ya las tenía suficientemente claras, y me planteé la reconstrucción del sindicato de la UGT con la ayuda de Valentín Macarrón, el Capilla, y algunos otros compañeros. En la Delegación de Trabajo de Soria y en la propia UGT nos informaron de los requisitos. Era imprescindible ser mayor de edad y, como yo tenía dieciséis años, a punto de cumplir los diecisiete, no pude legalizar con mi firma la organización. Tuvimos que elaborar unos estatutos para la Sociedad de Oficios Varios de La Rasa y, por otra parte, para estar federados a la UGT, asumimos los estatutos que a nivel federal tenía ese sindicato. Valentín y otros pusieron su firma, aunque en realidad, en la práctica, la redacción de los estatutos, como todo el trabajo, lo hice yo con la ayuda de algún compañero. Después de hacer todos los trámites en Soria, el sindicato volvió a funcionar a los pocos meses de haberse disuelto.
Tenía como sede la casa del tió Cardador, que era una vivienda contigua a la de mi tío, a quien llamaban tió Judas porque todo el mundo tenía un apodo. Allí alquilamos una habitación con una mesa de madera, unas sillas de anea desvencijadas, unos cuantos bancos y un armarito. Una casa de adobe, como casi todas las de esa zona, para un sindicato pobretón en una región que era, también, muy pobre. Teníamos muchas dificultades, pero mucho entusiasmo.
La llegada a la estación de un factor, Ramón Laguna Toribio, acabó con mis oscilaciones ideológicas entre anarcosindicalistas y socialistas de izquierda. Ramón Laguna vino desde Sevilla a La Rasa sancionado por su participación en la huelga general de octubre. Me dio todos los libros que quise leer, ya que tenía una buena biblioteca marxista, con una colección que se llamaba La Pequeña Biblioteca Leninista, y que incluía El Estado y la Revolución, Dos Tácticas y otros libros de Lenin; también tenía Los Doce Cuadernillos del ABC del Comunismo de Bujarin, y una serie de textos de Marx, como La Aportación a la Crítica de la Economía que yo no había podido leer hasta ese momento. Esas lecturas influyeron mucho para definir mis ideas y, rechazadas tanto las opciones de los anarquistas como las del Partido Socialista, ingresé en el Partido Comunista de España el 2 de febrero de 1935.
Ramón y yo éramos los únicos militantes comunistas en el pueblo, pero en pocos meses se creó un núcleo en la provincia y a finales de 1935 ya éramos cinco, que nos reuníamos en una cantera a unos doce kilómetros del pueblo, cerca de Quintanas de Gormaz, en el camino de Recuerda. Era más o menos el punto medio entre los pueblos de los que procedíamos, y estaba al lado del castillo de Gormaz, en la ribera del Duero. Los cinco únicos militantes de la provincia de Soria éramos un camarada llamado Martín que vivía en Recuerda, otro llamado Marqués que era sobrino del dueño de la fábrica de harinas de El Burgo, Valentín Macarrón, que apodaban Lerin —no Lenin—, Laguna Toribio y yo. En Castilla había un comité regional del partido y nosotros nos planteamos crear un comité provincial en Soria. En aquella reunión decidimos que Martín fuese a la capital para encargarse de esa tarea y él, muy disciplinadamente, aceptó, para lo que tuvo que dejar un buen empleo de oficinista en casa de Antonio Martín Berruezo, un fabricante de anís que había en Recuerda. Se fue a buscar trabajo a Soria en época de crisis económica y paro. Como ya esperábamos no encontró trabajo, y para sobrevivir tuvo que ir a los montes próximos a hacer carbón de encina, cisco, y luego venderlo por las casas de Soria. Ninguno de nosotros tenía dinero para poder ayudarle, pero sobrevivió y el comité provincial comenzó a funcionar ya en contacto con el comité regional de Castilla la Vieja.
Con González Moro, que fue el secretario general del comité regional a través del que manteníamos contacto con el resto de la organización del PCE, me encontré después en Madrid al comienzo de la guerra, cuando me pasé a la zona republicana, y luego volvimos a coincidir en la cárcel de Comendadoras. Era un afable ferroviario de Santander que en Madrid vivía en la calle de Sombrerería en Lavapiés. Había sido grumete en la Marina y nos reunía a todos los jóvenes que estábamos en la prisión para contarnos la historia de sus amores en todos los puertos y barcos del mundo. Unas eran verdad y otras se las inventaba, pero con aquellas historias pasábamos unos buenos ratos en las cárceles, que nos venían muy bien dadas nuestras difíciles condiciones de vida. Cuando el Frente Popular ganó las elecciones, uno de los primeros decretos que aprobaron fue el de una amnistía para los represaliados de la revolución de octubre. Con esa amnistía, Ramón Laguna consiguió el traslado a Madrid, por lo que estuvo en La Rasa poco más de un año, y allí volví a encontrarle al pasarme a la zona republicana.
En aquellas elecciones del 16 de febrero de 1936 el noventa por ciento del pueblo votó al Frente Popular. Para votar había que desplazarse a otro pueblo llamado La Olmeda y, por un camino que pasaba frente a la casa de mis tíos, cruzar el río Ucero por una pasarela. A pesar de esas dificultades fue a votar todo el mundo. En el mes de enero comenzó el período electoral y, dentro de la campaña, participé, en Aranda de Duero, en una reunión en la casa de un primo mío, Telesforo, que en aquel momento era guardafrenos y que después fue jefe de tren. Vivía cerca de la estación, en una casa con un patio en la parte de atrás que fue donde hicimos la reunión, y allí, ante poca gente, intervine por primera vez defendiendo la candidatura del Frente Popular. Luego también participé en un mitin celebrado en un frontón al que ya asistieron más personas.