Entre los dos brazos de la isla hay ahora una casa. Desde su amplia y umbrosa galería se contempla la albufera en la que sigue fondeado el «Wahine». De la baranda cuelga un hermoso penacho de sarracenias blancas y otro de buganvillas carmesí.
Una mujer morena y sonriente y un diablillo de paso todavía incierto bajan por el sendero de corales hasta la playa para saludarme agitando alegremente sus manos cuando entro por el canal. Me esperan mientras echo el ancla y desamarro el bote para volver a casa tras alguna excursión.
Ascendemos por el sendero cogidos de la mano, hasta llegar al pequeño parterre rodeado de corales a cuyo extremo se levanta una lápida blanca y cuadrada. Nos detenemos. Corto un rojo capullo de hibisco y lo echo al pie de la lápida. El chiquillo observa fascinado el rito que ya le es familiar.
La flor se marchitará pronto al sol, pero habrá siempre otra y otra, mientras vivamos en nuestra isla de Dos Salientes. Cuando mi hijo crezca le enseñaré el significado del parterre y de la ceremonia, y también el de las palabras que hay grabadas en la lápida…