La dejé en un lecho de hojas, a la sombra de una gran pisonia. Me quité la camisa y se la puse doblada bajo la cabeza. Le lavé la cara con agua haciéndola beber un poco por los entreabiertos labios y al poco rato abrió los ojos inexpresivamente. En seguida, su cabeza giró inerte a un lado y Pat cayó en ese profundo sueño que da el agotamiento.
Me quedé mirándola por un momento, atraído por el encanto de aquel pequeño cuerpo de perfectas proporciones y sintiendo en mi corazón una mezcla de compasión y amor por el espíritu vivaz y valeroso que en él se albergaba. La dejé durmiendo y volví lentamente a la gruta, de la que sólo me separaban unos metros.
Nos esperaba una larga caminata y habríamos de recorrer a nado un buen trecho de mar. Mi encantadora compañera no se encontraba aún en condiciones de afrontar tan fatigosa prueba. Allí abajo, en la albufera, los botes estaban ya junto al lugre y la tripulación empezaba a subir a bordo. El «Wahine» continuaba anclado en el mismo sitio. El cuerpo de Johnny Akimoto continuaba crispado sobre el cuartel de la escotilla. Nada sugería la presencia de Nino Ferrari.
Me senté en un canto de roca parda, encendí un cigarrillo y empecé a meditar sobre nuestra situación.
La pequeña banda de bribones de Manny se había dispersado al oír el primer disparo, pero nada nos aseguraba que no se arrepentirían de su cobarde actitud para volver al asalto, mejor preparados y dispuestos a encontrar el tesoro. En tal caso, no podríamos abandonar la isla hasta que hubieran desembarcado de nuevo. Tendríamos que llegar al «Wahine» nadando por la superficie y constantemente amenazados por la peligrosa presencia de la ametralladora.
Por otra parte, si se demoraban demasiado, las minas harían explosión y las cargas de profundidad estallarían al hundirse el barco. El «Wahine» se encontraba tan próximo a él que forzosamente habría de padecer las consecuencias e incluso podía llegar a hundirse también. Carente por completo de tripulación, era posible que perdiera el ancla y se estrellara contra los arrecifes empujado por el fuerte oleaje que la explosión había de producir.
Si ocurría aquello nos encontraríamos en peor situación que antes, quedando todos prisioneros en la isla. Me estremecí al pensarlo. La perspectiva resultaba grotesca, pero era perfectamente posible. Nino había fijado un plazo de tres horas a partir del momento en que hubiese colocado las minas. Calculé que habría transcurrido hora y media desde que Pat y yo dejáramos la playa para dirigirnos a la gruta. Incluyendo el tiempo necesario para que Nino llegara a nado al «Wahine», supuse que faltaban dos horas para que tuviera lugar la explosión.
Agucé la vista tratando de distinguir algo que pudiera recordar la sombra de Nino deslizándose entre las verdes aguas de la albufera; pero no había nada semejante. Ni una fluctuación, ni un movimiento esperanzador.
Miré al lugre. La tripulación formaba un grupo informe en el centro del barco, gritando y gesticulando nerviosamente. Parecían discutir, acusándose unos a otros. Estaban tratando de decidirse por un segundo intento de ataque o por la huida a aguas más seguras antes de que llegase a la costa la noticia de los asesinatos cometidos. Hay, entre Macassar y Bandoeng, un centenar de islas en las que el dueño de un barco, con una tripulación decidida, puede ganar una fortuna dedicándose honradamente al contrabando de armas.
Observé que los botes continuaban en el agua, atados uno tras otro, con los remos recogidos a bordo y bamboleándose contra el casco del lugre. Pensé que si no izaban los botes antes de veinte minutos, habrían decidido quedarse y proseguir la búsqueda del tesoro por su cuenta. Si, por el contrario, los izaban a bordo y los amarraban, deberían entender que se disponían a partir muy pronto. Si no lo hacían en el plazo de dos horas, el lugre explotaría en la albufera y la blanca arena de mi isla se mancharía con la sangre de un crimen.
Decidí dejar descansar a Pat un poco más; luego bajaríamos a la playa y esperaríamos. Si el lugre zarpaba, tanto mejor. Si se quedaba, esperaríamos hasta que tuviese lugar la explosión y después saldríamos hacia la costa en la lancha.
De pronto comprendí que no podía avisar a Nino Ferrari. Ni siquiera podía hacerle saber que continuábamos vivos. Incluso si había llegado a observar desde su escondite la escaramuza de la que habíamos sido protagonistas, no habría podido saber a ciencia cierta sus resultados.
Entonces tuve una idea: aguardaría otros veinte minutos a que Pat hubiera descansado lo suficiente para poder emprender el regreso a la playa. La caminata duraría media hora, con lo que aún faltaría una para que estallaran las minas. Tendría tiempo de sobra para ponerme el pulmón submarino y llegar a nado al «Wahine». La única dificultad estribaba en sumergirme en el agua sin que me vieran los del lugre. Pero si Nino lo había conseguido, también yo podría conseguirlo.
Tras haber tomado aquella decisión me sentí repentinamente cansado y un poco reacio a llevar a cabo el nuevo esfuerzo que yo mismo me imponía. Miré a Pat. Seguía dormida. Respiraba profundamente y el color estaba volviendo a sus delicadas mejillas. Al posarse en su frente un pequeño insecto, se agitó llevándose instintivamente la mano a la cara, pero no se despertó.
Sentado allí, cansado y abatido, junto a la mujer a la que amaba, con la exuberante verdura de la isla a mis pies y la inmensidad azul del océano frente a mí, experimenté una sensación nueva y extraña. Era un profundo sentimiento de frustración causado por la muerte de mi amigo y por la pérdida de los últimos jirones de inocencia que quedaban en mi espíritu. El demonio del mundo se había presentado desnudo ante mí al matar a aquel hombre que tan fielmente le encarnaba. No sentía remordimiento; sólo hastío y desilusión. Pero al mismo tiempo estaba surgiendo en mí una nueva certidumbre, una nueva sensación de posesión y permanencia, como si el viejo hombre desarraigado que había sido se hubiera liberado, como si el ciego historiador hubiera abierto los ojos, al fin, para contemplar la maravillosa vorágine del mundo y comprender que también él formaba parte de su turbulenta Historia.
El hombre sólo alcanza plena madurez cuando comprende esta verdad: No existe más clemencia que la clemencia de Dios. No hay paz, permanencia ni posesión segura para el que no sabe hincar sus pies en la tierra y desafiar al mundo a expulsarle de ella.
Me levanté, tiré el cigarrillo, y entré de nuevo en la gruta. Recogí la bolsa del agua, abrí la cremallera de su parte superior y la llevé conmigo al gran recinto abovedado del interior. Retiré el esqueleto, cuya ligereza me sorprendió y metí las deslustradas monedas en la bolsa, llenándola casi hasta el borde. Saqué el puñal de la arena y lo puse encima de las monedas.
Ni el oro me quemó, ni el puñal me cortó la mano.
Varios hombres habían muerto por ellos. Yo había luchado por conseguirlos y había logrado sobrevivir para disfrutarlos. Eran míos y podía disponer de ellos a mi capricho.
Me puse en pie y me quedé un momento contemplando las escuálidas reliquias blanquecinas que yacían en la arena. No tenían nada que decirme, ni yo a ellas. Había entre nosotros una sima de dos siglos y el viento huracanado del tiempo se había llevado sus voces para siempre.
Cogí la bolsa, apagué la linterna y salí de la gruta.
Desperté a Pat y la puse en pie. Esbozando una tímida sonrisa, me dijo:
—Perdóname, Renn. Creo que he sido muy poco oportuna, ¿no?
La besé y la estreché contra mi pecho. Luego le expliqué mi plan. Le di los prismáticos señalándole la cubierta del lugre, cuyos ocupantes, que parecían haberse tranquilizado, se habían sentado formando un círculo en torno al patrón para seguir discutiendo su próximo movimiento. Los botes continuaban balanceándose en el agua. Pat me devolvió los prismáticos.
—Renn.
—Dime, cariño.
—¿Crees que Nino está aún vivo?
—Desde luego. Si no le vemos es porque probablemente estará todavía bajo el agua. Estará agazapado bajo la bovedilla del «Wahine» y ahorrando el aire que le queda para volver a la playa. Recuerda que Nino está acostumbrado a ese tipo de trabajo.
Asintió y añadió en un susurro:
—Desearía que todo esto hubiera terminado ya, Renn.
—Terminará, cariño —respondí gravemente—. Todo habrá concluido antes de que se ponga el sol.
Me guardé en el bolsillo las municiones que habían sobrado, le di el paquete de comida, cogí el rifle y me incliné a recoger la bolsa que contenía los restos del tesoro del «Doña Lucía». Al verla, Pat me miró extrañamente, pero no dijo nada. Sin embargo creí que debía responder a su muda pregunta.
—Sí, cariño, me lo llevo. Me lo llevo porque hemos luchado por ello y nos lo hemos ganado. Porque tengo deudas que pagar y con ello tengo que edificar una casa y una vida para nosotros.
Se estremeció ligeramente y dijo:
—Está manchado de sangre, Renn.
—Sí, está manchado de sangre, querida. La isla también. Y el «Wahine». Hay sangre dondequiera que el hombre haya puesto su pie en son de paz y haya tenido que defenderse contra quienes usan la violencia para destruir esa paz. ¿Comprendes?
—Dame tiempo, Renn —respondió lentamente—. Dame tiempo y un poco de amor. Entonces te comprenderé.
Descendimos por él sendero de cabras en el que se pudría al sol el cuerpo de Manny Mannix. Pasamos por encima de él y, sin mirar hacia atrás, nos internamos entre los árboles.
Al llegar a las últimas matas, tras las cuales se encontraba el campamento, nos tiramos al suelo y, apartando las hojas sigilosamente, observamos el lugre durante unos minutos. Uno de los botes se encontraba ya a bordo. Dos de los hombres estaban atándolo en su sitio. El otro estaba siendo izado en aquel momento.
Habían decidido marcharse.
El tiempo transcurría muy despacio. No nos atrevíamos a movernos.
Al cabo de un rato los vimos levar anclas. Poco a poco el negro lugre fue deslizándose hacia el canal. Nos levantamos y entramos en el campamento.
Nino Ferrari yacía en la tibia arena fumando un cigarrillo.
—Supuse que vendrían —dijo tranquilamente.
Su descarado desparpajo me dejó sorprendido.
—¿Qué diablo…?
Nino hizo un gesto de impaciencia con su huesuda mano.
—Lo he hecho todo en menos tiempo de lo que había calculado. Coloqué las minas y me acerqué al «Wahine» para descansar un poco. Oí un disparo y cuando los vi bajar a la playa corriendo como gamos, me imaginé lo que había ocurrido.
—He matado a Manny Mannix.
—Ya lo sé. He estado en el «Wahine» hasta que han vuelto al lugre. Luego, mientras discutían lo valientes que habían sido, me he venido para acá. Estaba muy cansado y necesitaba descansar.
Le mostré la bolsa de agua con las monedas de oro y el puñal.
Dio un pequeño silbido de admiración.
—¿Dónde?
—En la gruta, tras la hendidura de las rocas. Lo ha descubierto Pat… junto con dos esqueletos. Parece ser que pertenecieron a dos hombres que se mataron el uno al otro.
—Siempre acaban haciendo lo mismo —dijo Nino en tono resuelto.
Le miré fijamente y vi que no había ironía en sus ojos. Su rostro tenía una expresión sombría. Parecía cansado y envejecido. En aquel mismo tono contestó la pregunta que no me atrevía a hacerle.
—Dentro de un momento.
Se levantó de la arena y descendimos los tres hasta el borde del agua.
La marea estaba subiendo muy de prisa y el lugre avanzaba ya por el canal. Desde cubierta varios hombres señalaban nuestra presencia en la playa. Se me ocurrió que tal vez se propusieran seguir buscando el tesoro entre la arena del viejo galeón hundido, o que, habiéndonos visto, darían la vuelta tan pronto como terminaran de atravesar el canal, para volver al ataque.
Pero no lo hicieron. El lugre continuó avanzando hacia mar abierto. El timonel mantuvo el barco con rumbo Sur hasta sacarlo de la corriente, virando luego hacia el Este. El sol poniente proyectaba en el agua las alargadas sombras de sus mástiles.
Entonces ocurrió.
Oímos el sordo estruendo de una explosión e inmediatamente otra. En torno al barco surgieron inmensos chorros de agua. El lugre se elevó hasta dejar la quilla al descubierto para caer pesadamente de lado en un torbellino de espuma. Los cuerpos de sus hombres saltaron por el aire como inertes muñecos, desplomándose en las aguas turbulentas del mar. Luego, se inclinó completamente, hundiendo los mástiles mientras el agua entraba a raudales por las escotillas y por los grandes boquetes producidos por la explosión. Por último las aguas se cerraron tumultuosamente sobre él, y los cuerpos de los tripulantes, mezclados con los restos del naufragio, empezaron a girar vertiginosamente, como si fueran simples corchos, en torno al inmenso remolino.
Las aguas fueron recobrando la calma poco a poco, pero todavía llegaban al rompiente grandes olas de rizada cresta. Algunos de los náufragos se asían a los pecios flotantes; otros se mecían en el agua como si estuvieran muertos. Dos o tres de ellos nadaban penosamente, tratando de ganar la isla.
—Todavía no ha terminado —dijo Nino Ferrari.
Transcurrieron varios segundos, largos, inexorables, durante los cuales permanecimos los tres de pie, junto al agua, en absoluto y expectante silencio. Por fin, una tras otra, estallaron las cuatro cargas submarinas…
Vimos aparecer de nuevo los espesos surtidores de agua, y saltar los cuerpos violentamente para volver a caer como gotas de una fantástica fuente. Del fondo del océano surgieron, proyectados en extraña cabalgata, arena, peces y algas. La superficie del agua se agitaba como una ennegrecida masa de lava.
Los nadadores habían desaparecido. Sólo quedaban, balanceándose grotescamente en el agua, algunas formas inertes…
Durante lo que nos parecieron largas horas, aunque no pudieron ser más que breves minutos, permanecimos en la playa como hieráticas estatuas que contemplaran horrorizadas el último acto de una sangrienta tragedia clásica.
El mar se calmó y el sol poniente le cubrió con su velo de oro y púrpura. Sólo las agudas aletas de los tiburones se agitaban inquietas sobre la inmensa tumba.
Pat Mitchell y yo ascendimos lentamente por la playa en dirección a la tienda.
Al mirar hacia atrás vi, todavía inmóvil junto al agua, la cerceña y despiadada silueta de Nino Ferrari. Tenía el cuerpo erecto y la cabeza erguida. Protegiéndose los ojos con la mano, contemplaba impasible las sangrientas aguas.
Su sombra, alargada y deformada por los últimos rayos del sol, yacía junto a él… como una horca en la arena.