Las gaviotas de los arrecifes y del acantilado elevaron el vuelo entre graznidos de espanto. El tumultuoso eco de la descarga recorrió la isla de uno a otro extremo. En un momento de trágica angustia vimos saltar hacia atrás el cuerpo de Johnny Akimoto para caer, crispado por violentas convulsiones, sobre la escotilla del camarote. Luego quedó inmóvil.
Pat escondió el rostro entre las manos. Su cuerpo se agitó estremecido por los sollozos. El eco se extinguió. Las gaviotas volvieron a posarse y en la diáfana atmósfera de la isla flotó el silencio de la muerte.
Sentí un nudo en el estómago y tuve que volverme a vomitar sobre las hojas muertas. Cuando miré de nuevo a la albufera, los hombres del bote corrían como ratas por la cubierta del «Wahine», bajaban al camarote, destrozaban los cuarteles de las escotillas, violaban todos los rincones del barco que había sido el único amor de Johnny Akimoto. Entonces surgió de mis entrañas una intensa ira, una desesperada angustia que me impulsó a farfullar obscenidades, a saltar frenéticamente y a gritar como un loco insultando a quienes acababan de matar a mi hermano. Poco a poco la ira cedió a la consternación y continuamos nuestro ascenso hacia la rocosa oquedad que nos había de dar cobijo.
En torno a la entrada flotaba un acre olor a ganado. Cuando iluminé el interior con la linterna, una vieja cabra lanzó un balido precipitándose hacia fuera entre nuestras piernas. Su pelo era largo y lacio y despedía un hedor nauseabundo. El suelo de la gruta descendía en pronunciada pendiente hacia el interior. Dirigí la linterna hacia el fondo y vimos que la pared se hallaba abierta por una segunda grieta, más estrecha que la exterior, tras la cual reinaba la más absoluta oscuridad. Cuando enfoqué el haz luminoso hacia el techo, se alborotó la pequeña colonia de murciélagos que lo poblaba, creando con sus chillidos una verdadera algarabía, que amainó tan pronto como desvié la luz hacia las paredes.
Pat se estremecía agarrada a mí. Descubrí un ángulo en la pared rocosa y, raspando la suciedad con la suela del zapato, coloqué en él el paquete de comida, la bolsa del agua y las municiones.
—Cuando empiecen los disparos, querida, te acurrucarás aquí, con la cabeza bien metida tras este ángulo de la roca. No servirá de mucho cuando disparen hacia adentro y los proyectiles reboten en las paredes; pero al menos podrás ir dándome los cargadores.
Asintió moviendo la cabeza como si no osara hablar. La cogí de la mano y la saqué a la luz del día. Entre las matas que había cerca de la gruta encontramos dos grandes piedras cubiertas de musgo. Las transportamos entre los dos y las colocamos atravesadas a la entrada de nuestro refugio, formando con ellas un pequeño parapeto que me ofrecería alguna protección y me permitiría defender una buena parte del sendero que conducía hasta la gruta.
Inspeccionamos la maleza que crecía a ambos lados de la hendidura, tratando de grabar en nuestra memoria cuantas matas, rocas y troncos caídos pudieran protegernos de alguna forma cuando tuviéramos que emprender la desesperada huida hacia la playa. Me sirvió de consuelo comprobar lo pronunciada que era la pendiente del sendero, especialmente en el tramo que quedaba frente a la entrada de la gruta y por bajo de ella, con lo que todo el que se aproximase a nosotros habría de hacerlo a nuestra vista.
Terminado el reconocimiento y ya pertrechada nuestra fortaleza, en la medida de lo posible, para hacer frente al sitio que se avecinaba, permanecimos unos minutos juntos frente a la oscura oquedad de la roca, mirando desde aquella altura el campamento, la playa y el mar.
Las ratas habían abandonado ya el «Wahine». Lo habían revisado y revuelto todo y se habían deslizado por la borda sin poder satisfacer sus apetitos. La oscura figura yacía todavía sobre el cuartel de la escotilla y el «Wahine» se mecía en el agua como si con el balanceo tratase de expresar su intenso dolor.
Estaban llegando a la playa. Esta vez lo hacían, en dos botes, con cuatro hombres cada uno, y Manny Mannix iba sentado a popa del primero. Sus sudorosas espaldas brillaban bajo el intenso sol cada vez que se inclinaban a los remos. Distinguía el movimiento de sus labios al hablar y reír, aunque sus voces no llegaban a mí. Iban armados; dos de ellos llevaban rifles automáticos y los demás pistolas y escopetas del 303. Entraron en la playa y vararon los botes muy adentro. Luego se esparcieron, subieron sigilosamente hacia el campamento. Manny Mannix, tan precavido como siempre, cerraba la retaguardia del grupo.
Sus gritos llegaban hasta nosotros amortiguados por la distancia mientras los veíamos poner boca abajo cajas y cestos, romper cuantos cajones caían en sus manos y quitarlos de en medio a patadas, enfurecidos por la inutilidad de la búsqueda. Por fin, al ver que no encontraban nada, desistieron y se agruparon desalentados en torno a Manny, que empezó a arengarlos. Supusimos lo que estaba diciéndoles: el tesoro debía encontrarse en algún lugar de la isla. Si lograban encontrarnos a nosotros, encontrarían también el tesoro. Le vimos señalar las rocas con la mano en un amplio movimiento que ascendía hasta las alturas en que nos encontrábamos. Se agachó hasta el suelo y empezó a trazar líneas en la arena mientras los demás inclinaban la cabeza observando lo que hacía. Se levantó y los hombres formaron una larga fila junto al lindero de la playa. Manny se colocó en el centro de ella, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una pistola negra de cañón largo. A continuación hizo una señal, gritó algo que no pude entender y la fila empezó a avanzar lentamente hacia el interior de la isla, precisamente en la dirección donde nos encontrábamos Pat y yo.
Nos buscaban. Había llegado el momento de retirarnos a nuestra fortaleza.
Cuando estuvimos dentro, hice que Pat se tumbase boca abajo en el suelo, a fin de que tuviese la cabeza protegida por el abombamiento de la pared rocosa. Me preocupaba lo que pudiera ocurrir cuando Manny y los suyos empezaran a disparar hacia el interior de la gruta. Las balas podían penetrar en ella zumbando como abejas irritadas y rebotar en las paredes. De pronto tuve una idea.
Le di la linterna, recomendándole que procurara mitigar el resplandor con la mano, y la envié a examinar la estrecha abertura de la pared del fondo. Comenzó a protestar, pero la hice callar con un gesto. La oí moverse cautelosamente en la oscuridad. Vi el tenue resplandor rojizo de la luz que se escapaba por entre sus dedos. A los pocos segundos me llamó en voz baja.
—Es bastante grande, Renn. No alcanzo a verlo todo, pero hay un gran muro a la izquierda, según se entra. El suelo está limpio.
—¡Muy bien! Túmbate ahí y apaga la linterna. Ocurra lo que ocurra, no salgas. Quédate ahí aunque veas que me pasa algo. Es posible que crean que estoy solo y te dejen ahí dentro.
La oí dar un grito e iba a volverme para ver qué le ocurría, cuando del exterior llegaron voces y ruido de gente avanzando entre la maleza.
Se lo advertí a Pat en voz baja, pero no me respondió.
Bebí un trago de agua, dejé los cargadores al alcance de la mano y me tumbé entre las dos piedras de la entrada, en posición de tiro.
Corrí el cerrojo del rifle e introduje una bala en la recámara. Luego metí el cañón entre las piedras de forma que pudiera hacerlo girar cubriendo un buen trecho del espacio por donde habían de aparecer los asaltantes y, apoyando la culata contra el hombro, me quedé observando atentamente el empinado sendero.
Si deseaban subir a la gruta, tendrían que hacerlo por allí. No había otro acceso. Podían dar un rodeo y bajar por la colina que había detrás de las rocas o ir bordeando su ladera, pero en cualquier caso tendrían que salir al sendero de cabras que yo dominaba desde la entrada de la gruta.
Traté de imaginar lo que haría yo si tuviera que aconsejar a Manny la táctica a seguir por él y los suyos. Me dije que apostaría dos hombres con rifles automáticos entre la maleza, a ambos lados del sendero. Esos dos hombres abrirían fuego contra la gruta para entretenerme, mientras que los demás avanzarían entre las matas hasta llegar a mí y disparar casi a bocajarro. Un solo hombre, con un fusil como el mío, no podía ofrecer mucha resistencia ante semejante maniobra. Me alentó un poco pensar que Manny había pasado la guerra en King’s Cross y debía haber olvidado lo que le enseñaran de recluta.
Tenía el cuerpo entumecido y me dolían los brazos. La aspereza del suelo me arañaba los codos y el sudor me corría a chorros por la cara. El punto de mira empezó a oscilar ante mis ojos. Cuando estaba cambiando de posición para ponerme algo más cómodo, me pareció oír el ruido más próximo.
Habían perdido la formación. Sus voces se oían diseminadas. Se maldecían los unos a los otros gritando al quedar aislados entre los árboles, las espesas zarzas y las grandes vides rastreadoras. Me los imaginé, irritados y sudorosos, llenos de rasguños, hostigados por moscas y mosquitos, y al mismo tiempo no pude evitar una amarga sonrisa.
Al poco rato me pareció que se habían reunido. Las pisadas convergían en un punto próximo al pie de la pendiente por la que ascendía el sendero. Se oyó un tumulto de voces, que se redujo en seguida a un simple murmullo por encima del cual sobresalió una voz ronca que emitió una ráfaga de palabras ininteligibles. En seguida se intensificó el murmullo en un tono hosco, de protesta.
Tres segundos después Manny Mannix apareció en el sendero. Su blanco traje de dril estaba arrugado y sucio. Había perdido el sombrero. Tenía la cara tiznada y bañada en sudor. Parecía enfadado. Estaba hablando; pero aunque su gangosa voz llegaba hasta mí, no podía distinguir las palabras. Blandió la pistola amenazadoramente, señalando primero el suelo y luego, con un amplio gesto, la maleza circundante. Tras ello, alzó la cabeza y se quedó mirando la entrada de la gruta.
Entonces le apunté al entrecejo y disparé.
El impacto le hizo rodar sendero abajo. Su cuerpo se contrajo violentamente y quedó inmóvil.
El eco del disparo saltó de roca en roca. Las gaviotas se alborotaron. Expulsé la cápsula gastada e introduje otra. Supuse que tras aquello empezarían a subir.
Pero no lo hicieron. Se dispersaron y echaron a correr.
—¡Ha caído Manny! —vociferó uno de los hombres.
Al oír aquello, el resto de la tripulación se precipitó despavorida por la pendiente. Me puse en pie y comencé a disparar contra la maleza. Oí un alarido de dolor y el chasquido de unas ramas bajo el peso inerte del cuerpo que se desplomaba. Empecé a gritar y a disparar una y otra vez, riendo enloquecido por el agudo silbido de las balas entre las frondosas copas de los árboles…
Me pregunté qué habría sido de Nino Ferrari.
Pat vino junto a mí y ambos nos quedamos contemplando la desenfrenada huida de nuestros atacantes y su precipitado asalto a los botes que habían dejado en la playa. Tiré al suelo el rifle, recalentado por los repetidos disparos, y me recosté en la roca, sollozando, vomitando y estremeciéndome como un enfermo.
Cuando cesaron los espasmos Pat me acercó el agua y empecé a beber, despacio primero, y luego ansiosamente, como si el fresco e insípido líquido hubiera de apagar un fuego en mi estómago. Por último me vertí el resto por la cara, el cuello y el pecho con un intento de borrar los últimos vestigios de lo que me parecía una turbulenta pesadilla que me perseguía aún despierto. Entonces Pat perdió también el control de sus nervios y, estallando en sollozos, se agarró a mí apretando el rostro contra mi pecho, besándome, riendo y llorando al mismo tiempo y estrechando mi cuerpo contra el suyo, como si quisiera cerciorarse de que todavía estaba vivo… de que no yacía inerte y ensangrentado como Manny allí abajo, en el sendero de cabras, cubierto de moscas…
Luego me cogió de la mano y me llevó hacia el interior de la gruta.
Me encontraba demasiado cansado para hacer preguntas, demasiado hastiado para que me sorprendiera nada. Me dejé llevar mansamente por el sucio recinto de la gruta. Al llegar a la abertura de la pared del fondo, Pat encendió la linterna.
Entramos en una amplia cámara abovedada, unas tres veces mayor que la primera, de suelo arenoso y paredes de granito cubiertas por una espesa capa de hongos, entre los que se deslizaba lentamente el agua.
El haz luminoso de Pat recorrió la húmeda pared para ir a detenerse en el rincón más alejado. Entonces me dijo casi en un susurro:
—¡Mira, Renn!
Me eché hacia atrás, sobresaltado. Tendido en la arena del suelo había un esqueleto de blanca osamenta. Dos pasos más allá yacía otro, boca abajo… sus descarnados dedos se crispaban las costillas, como si fuera un gigantesco y patético feto.
La mano de Pat temblaba. La luz de la linterna oscilaba sobre el espeluznante rosario de huesos. Tomé la linterna y, sosteniéndola firmemente, fuimos aproximándonos.
El primer esqueleto yacía boca arriba. Sus huesos estaban ligeramente separados por el hozar de las cabras que lo habían despojado de todo vestigio de atuendo que no se hubiera podrido y desintegrado en el transcurso de los siglos. A unos centímetros de sus dedos había una vieja pistola con la madera de la culata mohosa y carcomida por los gusanos y el cañón completamente corroído.
El dedo meñique de la mano lucía un anillo de oro con un gran cabujón de rubí al que la polvorienta pátina de los siglos no había robado todo su fulgor. Pero aquello no era todo.
Entre las desnudas costillas había un cuchillo, introducido con tal fuerza que su oxidada hoja estaba aún clavada en la arena. El acero estaba completamente corroído, pero la empuñadura aparecía cuajada de piedras preciosas que centelleaban vivamente a la luz de la linterna.
—Le asesinaron —dijo Pat en voz baja.
Asentí y dirigí la luz hacia el otro esqueleto. Tenía los dedos enterrados en la arena a la que habría intentado asirse en un último y desesperado anhelo de vida. El rostro también estaba hundido en la arena; pero la parte posterior del cráneo, un amarillento óvalo de hueso, quedaba fuera.
—Éste apuñaló al otro —dije—. Alguien le disparó cuando se disponía a huir.
—Sí, pero todavía hay algo más, Renn. ¡Mira!
Acerqué la luz al esqueleto, inclinándome sobre él.
Perfectamente visible entre las costillas, aprisionadas bajo el esternón, como aquel desdichado debía haberlas dejado durante su breve agonía, había un montón de monedas de oro.
Por fin habíamos encontrado el tesoro del «Doña Lucía».
Pat se agarró a mi brazo. Temblaba violentamente pero trató de dominar sus nervios para hablar.
—Consiguieron salvarse, Renn. ¿Lo ves? Salieron con vida del naufragio en el que perecieron todos sus compañeros. Lograron alcanzar la isla con estos restos de una gran fortuna: un puñal y una bolsa de monedas de oro.
Su voz se elevó, adquiriendo un matiz histérico.
—Tuvieron suerte. Habían podido salvar sus vidas. Pero eso no tenía importancia. Lo único que la tenía era esto…
—¡Tranquilízate, querida! ¡Cálmate! —Le pasé el brazo por los hombros intentando confortarla—. Hace mucho tiempo de eso. Muchísimo tiempo. Todo terminó hace doscientos años.
Se separó de mí bruscamente y me golpeó el pecho con sus menudos puños. Su voz, angustiada, se elevó en un grito.
—¡No terminó! ¡No termina nunca! Siempre ocurre lo mismo. Los hombres luchan y se matan unos a otros por esto… por esta carroña amarilla que hasta las cabras desprecian. Hoy ha vuelto a ocurrir, Renn. Nos ha ocurrido a ti, a mí, a Nino y a Johnny Akimoto.
Después de decir aquello su rostro cambió de expresión, como si hubiera recibido en él un fuerte golpe. El intenso brillo de sus ojos se extinguió. Cerró la boca lentamente, mirándome compungida.
—Johnny ha muerto, Renn… Johnny Akimoto ha muerto…
Se encogió, escondiendo el rostro en mi hombro. La torné en brazos como a una criatura enferma y la saqué a la luz del sol.