Capítulo XVI

Johnny iba a volver al «Wahine». Bajé con él hasta la playa y nos detuvimos sobre la arena húmeda, bajo la fría luz de las estrellas. Los dos sabíamos que aquélla podía ser la última vez que estábamos juntos.

—Cuida de Pat, Johnny —le dije.

—Con mi vida, si es preciso, Renboss —me contestó.

Le hablé del dinero que había depositado en el Banco. Le dije que si algo me ocurría se lo entregarían a él.

—No, Renboss, a mí no. Tiene usted que mirar por su «Wahine».

—Ella no lo necesita. Además no lo aceptaría. Deseo que te quedes tú con ello.

—Gracias, Renboss —dijo Johnny.

Sólo un caballero es capaz de aceptar un presente con gratitud. Johnny Akimoto era un auténtico caballero. Le di las gracias por todo lo que había hecho por mí, aunque bien sabe Dios que no lo hice como él se merecía. Traté de expresarle con frases entrecortadas todo lo que había llegado a sentir por él: respeto, admiración, esa especie de amor que surge entre los hombres que han bebido juntos el vino del triunfo y juntos han probado los amargos posos de la derrota.

Me escuchó sin turbarse. Después me dijo con gran sencillez algo muy extraño y muy hermoso que recordaré hasta el día de mi muerte:

—Dondequiera que usted se encuentre, Renboss, mi corazón estará con usted. Dondequiera que yo vaya, su corazón estará conmigo. Buenas noches…, hermano mío.

Tras decir aquello tomó mi mano, la apretó contra su desnudo pecho, la soltó y se retiró. Oí chirriar los escálamos y me quedé escuchando el acompasado ritmo de sus remos mientras volvía al «Wahine». Dios ha hecho pocos hombres como Johnny Akimoto. Me he preguntado muchas veces si los habrá hecho a todos negros.

El día siguiente comenzó como todos los demás.

Estuvimos nadando antes de desayunar. Trajinamos un rato en el campamento y cuando hubimos terminado las tareas diarias Nino se fue al «Wahine» en la lancha llevando consigo un pequeño cajón de madera con las minas y los detonadores. Pat y yo nos dirigimos, dando un paseo y cogidos de la mano, al lugar de donde habíamos de salir aquella noche. Toda la isla estaba surcada por senderos de cabras, pero teníamos que encontrar uno que se pudiese seguir fácilmente en la oscuridad y no fuese visible desde la playa ni desde el lugre negro.

Lo encontramos sin dificultad. Calculamos que Nino y yo podríamos recorrerlo fácilmente en quince minutos. Descendimos hasta el mismo borde del agua y estudiamos el terreno con todo cuidado, observando las oquedades y prominencias de las rocas y el emplazamiento de los escollos que habrían de quedar cubiertos por las aguas al subir la marea. Luego deshicimos el camino recorrido anotando mentalmente cuantas rocas, plantas e hitos improvisados, de todas clases, pudieran orientarnos en la oscuridad: un tronco retorcido aquí, una solitaria flor de jengibre allá, una roca de extraño contorno algo más arriba…

Terminada nuestra inspección, fuimos a través de la maleza hasta el pequeño valle de herbosas laderas y exuberantes matojos de lilas silvestres que habíamos visitado otras veces. Su umbría frescura nos era grata. Las palabras que pronunciamos fueron sencillas e íntimas. Éramos un hombre y una mujer enamorados que sabían que las doce horas siguientes podían ver el fin de su amor y la extinción de todo deseo. Sin embargo había en nosotros algo de esas viejas estatuas de amantes que pueblan las plazas de las ciudades con las manos entrelazadas, mirándose eternamente a los ojos, con los labios casi unidos y los cuerpos juntos, soñando las dulzuras de un éxtasis que nunca llegará.

Nino Ferrari tenía razón: el amor es realmente un lujo caro para el hombre que haya de salvar su vida nadando.

Le volvimos la espalda a nuestro frustrado paraíso y regresamos a la playa paseando.

Nino se encontraba en su rincón habitual. En aquella ocasión no tomaba el sol, sino que, recostado contra un montículo de arena, observaba con los prismáticos los movimientos de las gentes del lugre. Cuando llegamos junto a él se limitó a mascullar un saludo, indicándonos con un gesto que nos sentásemos a su lado. Poco después me cedió los prismáticos frunciendo el ceño.

—Dígame qué le parece eso, amigo.

A bordo se estaba desarrollando una curiosa e intrigante escena. Uno de los buzos se hallaba sentado en medio de un círculo de espectadores con un objeto cuadrado y oscuro a sus pies. Se había quitado la escafandra, que yacía junto a él, en el suelo de la cubierta, pero su traje de goma estaba aún húmedo y el sol le arrancaba brillantes destellos. Era evidente que acababa de ascender del «Doña Lucía». De vez en cuando señalaba el objeto cuadrado gesticulando torpemente, como si estuviera tratando de explicar cómo y dónde lo había encontrado.

La tripulación se agrupaba en torno a él formando un círculo irregular. Manny Mannix se encontraba frente al buzo. No pude verle la cara, pero el movimiento de su cigarro era inconfundible. Comprendí que en aquel momento estaba sometiendo a su empleado a un minucioso interrogatorio.

—Bueno, amigo, ¿de qué cree usted que se trata?

Aparté los prismáticos de mis ojos y le respondí:

—No lo sé exactamente. Parece ser que el buzo ha subido algo del galeón y están examinándolo.

—¿Sabe usted qué es lo que han encontrado?

—No. Es algo negruzco y cuadrado, pero eso es todo lo que he logrado distinguir. Cada vez que he intentado enfocarlo algún imbécil se ha puesto por medio.

—Yo sí que lo he visto —dijo Nino lacónicamente—. Es el cofre que encontramos en el camarote.

Solté una estruendosa carcajada. La sola idea del mal humor que invadiría a Manny ante aquel podrido desecho del mar, enardeció mi sentido del humor. Eché la cabeza hacia atrás y continué riéndome.

—Me alegro de que lo encuentre usted tan divertido, amigo.

La seca voz de Nino llegó a mí como un jarro de agua fría. Dejé de reír y le miré intrigado. A continuación miré a Pat. Su rostro parecía tan preocupado como el de Nino.

—No comprendo —dije—. Lamento ser tan obtuso, pero no les comprendo. Tal vez tenga un extraño sentido del humor, pero me parece muy divertido…, muy divertido.

—No —repuso Nino con voz cortante—. No tiene nada de divertido. Por el contrario, es un mal augurio para todos nosotros. Han encontrado nuestro cofre tras muchos días de trabajo intensivo con buzos y bombas de absorción. No han logrado encontrar más que esa caja rota. Ahora estarán pensando que nosotros encontramos el tesoro antes de que llegaran ellos y que lo trajimos a la isla. Supondrán que fue por eso por lo que no ofrecimos resistencia y nos retiramos sin osar decir una sola palabra. Creo que pronto, muy pronto, los tendremos aquí.

La explicación me dejó estupefacto. Lo elemental de la situación, el repentino derrumbamiento de todos nuestros planes, paralizó mi mente por un momento. Miré al «Wahine» y vi a Johnny Akimoto de pie en la amura, haciendo visera con la mano para observar lo que estaba ocurriendo a bordo del lugre de Manny. Me pregunté si supondría lo mismo que nosotros.

Volví a enfocar el barco con los prismáticos. El círculo se estaba deshaciendo. La tripulación se movía por la cubierta con la premura disciplinada de quienes inician una tarea urgente, pero habitual. Dos o tres hombres estaban despojando al buzo de su pesada indumentaria. Otro enrollaba apresuradamente el cable del chigre y cubría la máquina con una lona. Cedí los prismáticos a Nino.

—Tiene usted razón —le dije—. Están dándose mucha prisa.

—Entonces —respondió Nino— es hora de que también nosotros hagamos algo.

Señalé el «Wahine».

—¿Qué le decimos a Johnny?

—Johnny sabe tan bien como nosotros lo que está pasando. No podemos ayudarle, ni él puede hacer nada por nosotros. Si quiere venir todavía tiene tiempo de hacerlo, pero no creo que abandone el «Wahine».

—Nino tiene razón, Renn —dijo Pat.

—¡Pero le van a matar!

—Creo —dijo Nino secamente— que van a tratar de matarnos a todos. Johnny tiene un rifle y municiones. Tiene tantas posibilidades de salvarse como nosotros, o tal vez más. A menos que traten de abordarle, pero lo dudo.

Hubo un momento de silencio durante el cual les vimos levar anclas y oímos ponerse en marcha los motores. En seguida apareció un torbellino de espuma bajo la popa del lugre. El barco se puso en movimiento.

—Vamos —ordenó Nino—. Volvamos al campamento. Hay que trabajar.

Echamos a correr hacia el campamento. Llegamos a él jadeantes, pero Nino se mostró inflexible. Su voz cortó el aire en una ráfaga continua de apremiantes órdenes.

—Nos quedan sólo veinte minutos, quizá media hora; pero nada más. No podrán atravesar el canal en menos de ese tiempo. Lo harán con cuidado y se dirigirán al «Wahine» en primer lugar. Después vendrán a por nosotros. Más pronto o más tarde tendremos que hacerles frente. ¿Hay algún lugar que les parezca adecuado para eso?

Traté de poner en orden mis ideas, que estaban desperdigadas como ovejas asustadas en una carretera rural. Pat respondió por mí. Su voz sonó clara y sin el menor matiz de excitación.

—El saliente occidental. La hendidura que hay entre sus rocas parece bastante profunda. Está en el ángulo que forma la pared principal de este lado de la isla con el acantilado. Sólo se puede llegar a él por un sendero de cabras. Con un rifle podremos mantenerlos alejados durante mucho tiempo.

Nino esbozó una sonrisa.

—¿No le he dicho que tiene usted una novia que vale un potosí? Ahora escuchen, y escuchen atentamente; lleven consigo agua y alimentos. Cojan el rifle y las municiones. No olvide usted su cuchillo, Renn…, lo necesitará si se les agotan las municiones o si tiene que defenderse silenciosamente entre la maleza. Vayan con todo a refugiarse en las rocas. ¿Está claro?

—Muy claro, pero ¿y usted? ¿No va a venir con nosotros?

—No, pero lo que voy a hacer les concierne también a ustedes. Así que escúchenlo: esa gente no puede traer el barco hasta la playa. Por lo tanto enviarán a unos cuantos en un bote. Vendrán armados. Primero registrarán el campamento y después batirán toda la isla en su busca.

Asentí.

Nino prosiguió resueltamente:

—Cuando usted y la «signorina» se hayan marchado, cogeré el pulmón acuático, la pistola y un par de minas, que es todo lo que puedo transportar. Me internaré en la espesura y procuraré encontrar un lugar donde esconderme para más tarde meterme en el agua sin ser visto. Cuando pueda hacerlo iré a nado hasta el lugre y colocaré las minas. Graduaré la espoleta para que la explosión tenga lugar tres horas más tarde; luego me dirigiré al «Wahine» tratando de aproximarme a él por la parte que esté menos vigilada y permaneceré allí hasta que se me presente la oportunidad de subir a bordo. Ya saben ustedes cuál es mi parte y cuál es la suya.

Se calló, enjugándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. Pat y yo admiramos en silencio a aquel hombrecillo de tez morena y mente despejada que estaba dando pruebas de poseer un valor de acero. Tras la breve pausa, continuó:

—Suban a la hendidura de la roca. Dentro de poco, supongo que dentro de una hora u hora y media, los tendrán ustedes allí. Tendrán que mantenerlos abajo, entre la maleza, a punta de rifle. Después, no sé aún cómo, pero se darán cuenta de ello, deberán abandonar las rocas y volver a la playa de nuevo. Vayan a nado hasta el «Wahine». Si Dios me ayuda estaré esperándolos. Atravesaremos el canal con el barco antes de que tenga lugar la explosión. ¿Está todo claro?

Estaba tan claro como el agua. Nuestras fuerzas iban a estar divididas. Johnny a bordo del «Wahine», Nino en solitaria vigilancia detrás de las rocas, Pat y yo en nuestra guarida, esperando poder deslizamos por la maleza como fieras acorraladas para llegar a la playa. No había nada que añadir ni sustraer. Todo estaba decidido. Debíamos partir inmediatamente. Tendí la mano a Nino, que me la estrechó.

—¡Buena suerte, Nino!

—¡Buena suerte, amigo mío…, y a usted, señorita!

Pat le tomó el rostro con ambas manos y le besó.

—Gracias, Nino. Que Dios le ayude.

Me colgué los prismáticos al cuello y me sujeté una linterna al cinturón. Recogimos el rifle y las municiones, preparamos un paquete de comida, llenamos de agua una de las bolsas y nos internamos en la isla. Nino se quedó observando el lugre un momento, tras lo cual se apresuró a entrar en la tienda.

Cuando ascendíamos por las rocas, a medio camino de nuestro objetivo, nos detuvimos y miramos hacia atrás. Un claro entre los árboles nos permitía ver la albufera y los arrecifes con toda claridad.

El lugre negro estaba atravesando el canal. Le vimos zozobrar ligeramente en el último tramo y entrar por fin en las tranquilas aguas de la albufera. Detuvieron los motores y avanzaron lentamente hacia el «Wahine». Fondearon a unos tres cables de él. Juré entre dientes. Aquella gente sabía lo que se hacía. Se habían cruzado a la boca del canal, de tal forma que el «Wahine» no podía intentar salir sin dar un amplio rodeo, en el curso del cual cada palmo de su cubierta ofrecería un blanco perfecto a la ametralladora de Manny. Los vimos echar un bote al agua y dotarlo con media docena de hombres.

Johnny Akimoto estaba de pie en el centro del «Wahine», cerca de la borda, con el rifle colgado al hombro. Los hombres del bote siguieron remando ágilmente, con habilidad, hasta situarse casi bajo la bovedilla del «Wahine». Entonces retrocedieron un poco y se detuvieron. Johnny Akimoto no se movió.

Volví a enfocar el lugre. Manny Mannix y el resto de la tripulación permanecían de pie en cubierta. En la amura, tras la ametralladora, había un hombre. Estaba orientando el arma hacia la cubierta del «Wahine».

Cuando le pasé los prismáticos a Pat, Johnny continuaba en la misma posición, escuchando al individuo que iba a proa del bote. El hombre gesticulaba violentamente con las manos al hablar. Deseaba subir a bordo, pero Johnny se negó a admitirle con un movimiento de cabeza. El parlamentario continuó hablando y sus gestos se hicieron más espasmódicos. Parecía una marioneta airada.

Vi que Johnny comenzó a levantar el rifle lentamente, muy lentamente. Le observé correr la palanca del cerrojo y quitar el seguro.

Inmediatamente después, una ráfaga de ametralladora segaba su vida.