Todas las mañanas nos despertaba el zumbido de las bombas. Veíamos el negro lugre anclado sobre los restos del «Doña Lucía» y los lentos movimientos de sus hombres en la abigarrada cubierta. También cada mañana Johnny Akimoto, apoyado en la baranda del «Wahine», pescaba pacientemente su desayuno.
Bajábamos corriendo a la playa a desperezamos en las tibias aguas de la albufera y luego, mientras Pat preparaba el desayuno, Nino y yo ordenábamos el campamento y recogíamos en los alrededores nuestra diaria provisión de leña. Después uno de nosotros ponía en marcha la lancha y se iba a pasar la mañana con Johnny, a bordo del «Wahine». Su enfado había desaparecido y sonreía de nuevo, recorriendo contento la cubierta de su viejo lugre. Pero había en su actitud una extraña mezcla de cansancio y desconfianza, como la de quien espera algo inevitable tras una breve e ilusoria calma.
Luego, como no había otra cosa que hacer, solía llevar a Pat en pequeñas excursiones de reconocimiento por el interior de mi hostigado reino insular. Le enseñé los nombres de los árboles que poblaban la isla: casuarinos, tornafortias, ciruelos silvestres… Le mostré los gigantescos pinos cuyas semillas habían llegado desde la costa, transportadas por los pájaros, y los nidos de las golondrinas de mar, semiocultos entre las grandes hojas de las pisonias.
Recogíamos las orquídeas silvestres que crecían entre las rocas y nos sentábamos a descansar a la fresca sombra de los frondosos árboles. A veces observábamos la afanosa actividad de las hormigas tejedoras, que cosían las hojas unas a otras utilizando a sus larvas como lanzaderas vivientes, de las que fluían las largas y sedosas hebras que consolidaban sus construcciones. Las veíamos tejer sus establos, rediles y galerías con una maraña de finos hilos en la que quedaban aprisionados los pulgones, esperando que les llegase la hora de ser devorados por sus dueñas.
Otras veces nos quedábamos absortos contemplando los ágiles movimientos de la araña pescadora que, colgada de su tela, captura a las incautas polillas mediante la pegajosa excrecencia que lleva en su abdomen.
En varias ocasiones tratamos en vano de entablar amistad con las enjutas y peludas cabras isleñas, protegidas por un viejo hado contra las maquinaciones de los náufragos. Sus huellas aparecían por todas partes y tras ellas subimos algunas tardes hasta el acantilado que se extendía entre los dos salientes de la isla. Desde allí contemplábamos arrobados cómo el blanco encaje de las olas besaba los pardos contornos de las rocas. En la soledad de aquellas alturas, suspendidos entre el cielo y la tierra, Pat y yo nos recreábamos en la maravillosa belleza de la verde cadena de islas que se extendía a lo largo de la costa. Veíamos el azul de las aguas tornarse en verde y amarillo, allí donde los fondos marinos se aproximaban a la superficie. El sol reflejaba su luz sobre los pulidos dorsos de las marsopas, las afiladas cabezas de los peces voladores o el oscuro caparazón de alguna vieja tortuga, testigo mudo, quizá, de la llegada del «Doña Lucía».
Escalamos los dos picos y le mostré a Pat la angosta hendidura de las rocas, único accidente de la isla que ofrecía alguna semejanza con una gruta. Pero huimos pronto del fuerte olor a ganado que de ella emanaba bajo la sorprendida mirada de un curioso macho cabrío que asomó la cabeza entre las piedras.
Tras nuestros paseos volvíamos al campamento, donde solíamos encontrar a Nino, tumbado en la arena, como un fauno.
Nino me asombraba. El tiempo no significaba nada para él. Su pequeño y musculoso cuerpo estaba dotado de una gracia felina. Se movía como un gato y tenía su misma capacidad de reposo. Se mostraba reacio a gastar energías en especulaciones o actividades improductivas, a pesar de lo cual su mente se mantenía tan despejada y aguda como el filo de una navaja.
—Voy contando los días, amigo —me decía—, pero lo estoy pasando muy bien. Estoy convencido de que en una semana, en diez días o, como máximo, en un par de semanas, se habrán cansado y decidirán marcharse. Mientras tanto lo paso bien. Hacía años que no disfrutaba unas vacaciones como éstas.
Sentí una extraña sensación de culpabilidad al darme cuenta de que, en realidad, a mí me estaba ocurriendo lo mismo. Encerrado en aquel pequeño mundo rodeado de arrecifes, sin poder ejercer actividad alguna, me había acostumbrado a la tranquilidad de la espera y a la bucólica paz de mi amor por Pat Mitchell. Nos decíamos que aquélla era la vida que nos gustaría llevar durante el resto de nuestros días. Si podíamos, construiríamos una casa en la isla y compraríamos un barco como el «Wahine». Nuestros hijos crecerían morenos y robustos… Y así pintábamos nuestro retablo de sueños con un fondo de puesta de sol y de aguas azules.
Un día ocurrió algo a bordo del lugre negro. Estaba observándole con los prismáticos, cuando distinguí en su cubierta un repentino revuelo. Por encima del zumbido de las bombas llegué a oír un grito. El grupo de marineros que jugaba a las cartas junto a la escotilla de proa interrumpió su partida y los hombres fueron corriendo a popa. Vi agitarse el oscuro cuerpo de uno de los isleños de la tripulación que trataba de escapar saltando por la borda. Vi cómo le cogían entre varios, le arrastraban y le arrojaban boca abajo contra el cuartel de la escotilla.
Seguían golpeándole salvajemente ante el general alborozo. Manny Mannix retiró el cigarro de su boca y comenzó a reír, a reír…
Le pasé los prismáticos a Nino Ferrari, que observó la escena durante unos segundos, cediéndoselos a su vez a Pat. Ésta me los devolvió sin decir palabra y, apartándose de nosotros apresuradamente, comenzó a vomitar en la arena.
La tortura prosiguió metódicamente, monstruosamente, hasta que el pobre muchacho negro dejó de oponer resistencia alguna y quedó cubierto de sangre sobre el cuartel de la escotilla.
Lo que vi luego fue algo horrible.
Manny Mannix hizo una seña con el cigarro. Hubo un momento de vacilación por parte de los demás, tras el cual se adelantaron cuatro hombres, cogieron a la víctima por brazos y piernas y la arrojaron por la borda. Durante poco más de un minuto el cuerpo estuvo flotando en el agua, alejándose lentamente del lugre a impulso de la corriente.
De pronto surgió junto a él la negra aleta de un tiburón e inmediatamente apareció otra y luego otra… El agua se agitó en un torbellino de sangre y espuma. Los escualos se disputaban su presa. Luego… nada. Sólo una mancha oscura que las olas fueron borrando.
Nino Ferrari escupió en la arena.
—Ahora —dijo con calma—, ahora creo que es cuando deberíamos hacer algo.
Aquella noche fui al «Wahine» a buscar a Johnny Akimoto para llevarle a la playa. Teníamos que trazar nuestro plan. También Johnny, con los ojos inflamados por la ira, había presenciado el horrible espectáculo.
Nos sentamos los cuatro en torno al fuego. Nino se inclinó hacia delante, alisó la arena con la palma de la mano y comenzó a esbozar un mapa…
—Aquí —dijo— se encuentra la isla con la playa delante y el acantilado detrás. Aquí está la albufera y aquí la línea de arrecifes. Por esta parte se separa de la isla y por ésta se une a la plataforma rocosa del lado opuesto. Aquí se encuentra el campamento y aquí el «Wahine». Aquí —dijo trazando una cruz con el dedo— están el lugre de Manny y el galeón hundido.
Se irguió, encendió un cigarrillo, aspiró el humo profundamente y lo expulsó por la boca y la nariz. Luego siguió hablando en voz baja y reposada, aunque llena de emoción:
—Antes de proseguir quiero decirles una cosa. La vida de un hombre es un tesoro. Vale más que todo el oro del «Doña Lucía» y más que todas las riquezas del mundo. He visto morir a muchos hombres; algunos de ellos a consecuencia de actos que yo realicé. He visto morir a unos cuantos tras palizas semejantes a la que hemos presenciado hoy. En eso nunca tomé parte. Pero a medida que envejezco voy convenciéndome más de que la muerte de un hombre supone la muerte de una parte de mí mismo, porque mi vida está vinculada a la suya y participa de ella. Les digo esto para que comprendan que lo que propongo no es una nimiedad ni persigo con ello ventaja personal alguna. Lo único que deseo es hacer justicia.
Se detuvo y volvió a aspirar el humo de su cigarrillo. Tenía los ojos velados. Los demás le observábamos con los nervios en tensión. Luego prosiguió:
—Voy a volar el lugre.
Sus palabras rompieron el silencio como si fueran piedras que cayeran una a una en las tranquilas aguas de un estanque. Johnny Akimoto expulsó lentamente el aire de sus pulmones, con un silbido semejante al de una espita de gas mal cerrada. Pat se sobresaltó y se agarró a mí, estremeciéndose violentamente. Nino Ferrari continuó hablando sin inmutarse:
—La mina adhesiva es un arma muy sencilla. No ofrece ningún riesgo a quien la utiliza. Se adhiere por atracción a la parte inferior del casco del barco. Lleva una espoleta graduable que deja al atacante Un margen de tiempo para huir. He traído cuatro para usarlas en el «Doña Lucía»…, ahora las emplearé contra el lugre.
Volvió a inclinarse y empezó de nuevo a dibujar en la arena mientras los demás le observábamos en silenciosa expectación.
—Aquí —dijo señalando un punto del saliente occidental en el que los arrecifes se aproximaban a la isla—, aquí empieza la corriente. Continúa a lo largo de los arrecifes y se va separando de ellos ligeramente en dirección al lugar en que se encuentran trabajando nuestros amigos. Durante la pleamar su velocidad es de tres o cuatro nudos. Se puede entrar en el agua por aquí y nadar hacia el lugre a favor de la corriente. No se tardaría más de media hora en llegar a él. Habría que acercarse por el lado opuesto a aquél en que trabajan los buzos, poner las minas y nadar, siguiendo igualmente la corriente, en dirección al canal. Atravesando éste a toda velocidad, se llegaría en seguida al «Wahine». La operación completa creo que no duraría más de hora y media.
Se echó hacia atrás y se quedó mirándonos. Sus oscuros ojos escrutaron nuestros rostros. Johnny Akimoto fue el primero que habló.
—Creo que es una buena idea, Renboss. Si a Nino le parece bien, yo iré con él.
Nino meneó la cabeza.
—No, Johnny. Hay que nadar bajo el agua. Iré solo.
Entonces hablé yo:
—Si está decidido a hacerlo, Nino, yo iré con usted.
Nino me miró. Inmediatamente lanzó una inquieta mirada a Pat, que se asió a mi brazo, pálida y sobresaltada. Luego, dijo lentamente:
—Comprenderá usted, amigo, que en una empresa como ésta se corre siempre cierto riesgo…, las espoletas, compréndalo, y las cargas de profundidad que hay a bordo del lugre.
—Yo organicé esta expedición, Nino —contesté—. Si va usted, yo también iré.
La voz de Pat, en tono agudo e irritado, interrumpió la discusión.
—No iréis ninguno de los dos. Esta mañana hemos presenciado un asesinato. Ése es un asunto que concierne a la policía. Saldremos en el «Wahine», o yo saldré en la lancha, e iremos inmediatamente a Bowen, a dar parte a la policía.
Fue Johnny Akimoto quien le respondió con voz grave y sobria, como si fuera un padre que revelara a su hija una dolorosa verdad.
—No, señorita Pat. Tan pronto como tratásemos de atravesar el canal abrirían fuego contra nosotros con la ametralladora. Además —añadió tras un momento de vacilación—, lo de esta mañana lo han hecho a plena luz del día. Saben que lo hemos visto, pero no les importa, porque supongo o, mejor dicho, estoy seguro, de que piensan matarnos en cuanto terminen con el galeón.
A Nino y a mí no nos cabía duda, pero Pat protestó enérgicamente.
—No podrían hacerlo, Johnny. No se atreverían. Un crimen semejante no habría de pasar inadvertido.
—¿Por qué no, señorita Pat? Piense usted dónde nos encontramos. Estamos a tres horas de barco de la costa. Delante de nosotros no hay más que el océano. Le diré cómo lo harían: primero nos matarían y arrojarían nuestros cuerpos a los tiburones. Luego borrarían todo rastro del campamento, cargarían todo a bordo del «Wahine» y lo llevarían a alta mar, dejándole a la deriva. Quizás un día las olas lo empujarían hasta la costa y los periódicos hablarían de él como de otro misterio del mar. Todo resultaría muy fácil.
Pat quedó horrorizada ante la descripción. Escondiendo el rostro entre las manos, comenzó a sollozar. Puse mi brazo en torno a sus hombros y la atraje hacia mí, tratando de consolarla.
—Lo lamento, cariño, pero Johnny tiene razón. Lo que Nino propone es lo único que podemos hacer. Se trata de salvar sus vidas o las nuestras.
—Creo —dijo Nino en voz baja—, creo que sería mejor que la señorita fuese a acostarse. El tema de esta noche no es muy agradable.
—¡No! —La palabra restalló como un latigazo. Alzó el alterado rostro, por el que todavía corrían las lágrimas, y enfrentándose con todos nosotros, dijo enérgicamente—: A mí no se me puede despedir como…, como a una criada. Mi vida también está en peligro. Voy a quedarme aquí y oiré cuanto tengan que decir.
En aquel momento amé más que nunca a aquella chiquilla morena. Me sentía orgulloso de ella, agradecido y al mismo tiempo humilde ante su valerosa actitud. Me incliné hacia ella y la besé ante la mirada burlona de Nino y la prudente sonrisa aprobatoria de Johnny. Tras ello, continuamos trazando nuestro plan.
—Sería importante que no hubiera luna —dijo Nino Ferrari—. Hemos visto que todas las noches dejan un centinela en cubierta. Los de las bombas están siempre atareados, pero ese individuo recorre constantemente el barco con un arma. Nos aproximaremos nadando bajo el agua, pero deberemos tener cuidado con las burbujas. Si el mar está en calma suelen ser inconfundibles.
Johnny Akimoto hizo un rápido cómputo.
—Mañana por la noche la luna no saldrá hasta las once. La marea habrá terminado de subir hacia las ocho, con lo que tendrán ustedes tres horas para trabajar.
Nino asintió escuetamente, prosiguiendo:
—¡Perfectamente! Pero a pesar de eso tendremos que emplear bien el tiempo. —Se volvió hacia mí y me preguntó—: ¿Existe algún punto por el que podamos entrar en el agua sin tener que pasar por los arrecifes? Recuerde que vamos a llevar explosivos.
Pensé durante unos segundos tratando de hacer memoria. Por fin lo recordé. Detrás del primer recodo del saliente occidental había un lugar en el que las rocas caían a pico en el mar y éste penetraba en la isla, formando una profunda ría. Los arrecifes ofrecían un pequeño paso cerca de allí, y podíamos nadar unos veinte metros contra las olas, lograríamos alcanzar la corriente que nos empujaría hacia el lugre. Se lo señalé a Nino en el mapa. Me interrogó meticulosamente hasta quedar completamente satisfecho.
—¡Bien! Lo que tenemos que hacer ahora es planear nuestros movimientos para que mañana parezca un día como otro cualquiera. Recuerden que nos observan desde el lugre. Por lo tanto saben que Johnny permanece a bordo del «Wahine», que yo suelo tomar el sol en la playa y que usted y la señorita andan dando vueltas por la isla. Mañana tenemos que hacer exactamente lo mismo. Johnny se quedará en el barco y uno de nosotros le visitará, como de costumbre. Sería mejor que esta vez lo hiciese yo, así podría preparar las minas en el camarote. Ustedes dos darán su paseíto, pero mañana se dirigirán al lugar del que hemos hablado. Así podrá usted llevarnos allí rápidamente cuando estemos listos.
Sentía una profunda admiración por aquel pequeño genovés. Estaba planeando su campaña como un gran general. El hombre de piedra, allá, en su ciudad natal, hubiera sonreído satisfecho. Había, sin embargo, un punto que me preocupaba y se lo hice saber.
—Si Johnny permanece a bordo del «Wahine», Pat tendrá que quedarse aquí, sola. No me gusta la idea.
—Tampoco a mí —repuso Nino—, pero creo que es necesario que sea así. No podemos arriesgarnos a introducir ninguna alteración en nuestra ruta diaria. Durante ese tiempo puede encender el fuego y hacer la cena. Cuando haya cenado podrá irse a la cama, si quiere. Se quedará con el rifle y con mi pistola, pero no creo que llegue a tener que utilizarlos. En el lugre trabajan toda la noche; además, no se atreverían a atravesar el canal de noche.
Pat asintió dirigiéndome una valiente sonrisa.
—No importa, Renn. De verdad que no. Ya estoy acostumbrada. ¿No lo recuerdas? Antes de que me encontraseis estuve aquí sola varios días.
No tuve más remedio que aceptarlo, naturalmente. Pero me prometí que, si sobrevivía, no volvería a dejarla sola jamás. Nino prosiguió, detallando pacientemente los últimos pormenores de la operación.
—Tan pronto como oscurezca saldremos del campamento. La «signorina» nos preparará unos bocadillos y un poco de té. Los llevaremos con nosotros al punto de partida y nos los comeremos allí. Es mejor que no vean demasiado movimiento en el campamento después de que anochezca. Cuando nos metamos en el agua, recuerde que habremos de permanecer en ella durante mucho tiempo y que deberemos ahorrar energías para regresar. Procure no precipitarse, no tenga prisa. Conténtese con seguir el curso de la corriente y deje que ella haga lo demás. Luego, cuando lleguemos al barco, procure usted permanecer siempre bajo la bovedilla para que las burbujas se disipen sin que el vigía pueda verlas. Pondremos cuatro minas…, dos en el centro y las otras a proa y a popa. Eso lo haré yo. Usted me acompañará y me entregará finalmente las dos que llevará consigo. Y después…
Se encogió de hombros, extendiendo las manos en un cómico gesto de resignación. Yo me sentía menos optimista. Lo que vendría después sería una carrera de casi un kilómetro hasta el canal, antes de que explotasen las minas provocando la formación de las mortales olas que podrían destrozar nuestros debilitados cuerpos. Tras aquello tendríamos que continuar nadando a través del turbulento canal y llegar al «Wahine». Durante la mayor parte del recorrido deberíamos evitar salir a la superficie a causa de la ametralladora del lugre.
—Ahora —dijo Nino repentinamente— vámonos a la cama. Y usted, señorita —dijo apuntando a Pat con su huesudo índice y sonriendo como un fauno—, será la primera en hacerlo. Dele un beso a su novio, dígale que le quiere y vaya a acostarse. El amor es muy fatigoso y mañana tendrá que defender su vida nadando.
Pat se echó a reír, me besó y yo la retuve entre mis brazos un momento. Luego se dirigió a la tienda con la cabeza erguida sobre su cuerpo gracioso y bien formado de estatuilla clásica.
Cuando se hubo alejado, Nino se dirigió a mí de nuevo, pero ya no sonreía. Estaba muy serio y me habló sin rodeos.
—He tratado de describirlo todo con los colores más agradables para no asustar a la señorita. Pero no es tan fácil. Vamos a tener que nadar en muy malas aguas hasta agotar nuestra provisión de aire. Mañana a medianoche podríamos estar muertos. Téngalo presente.
—Lo tendré, Nino.
Luego se volvió a Johnny Akimoto hablando resuelta, enérgicamente, como un general que diera las últimas instrucciones a sus oficiales.
—Johnny: vamos a llevar a cabo una operación en la que el tiempo es fundamental. Si lo calculamos mal fracasará y en tal caso podemos darnos por muertos. Deberemos estar de vuelta a las diez. Ése es el límite del aire de que dispondremos. Espérenos hasta las once. Si para entonces no estuviéramos a bordo, considérenos muertos.
Johnny asintió gravemente. Nino continuó:
—Lo que no sabrá usted es si hemos llegado a colocar las minas o no. Por tanto hará usted lo siguiente: tomará el bote y vendrá a la playa remando tan silenciosamente como pueda. Recogerá a la joven y la llevará al «Wahine». Pondrá el motor en marcha y atravesará el canal a toda máquina. Tendrá usted una pequeña ventaja, porque tendrán que reunir a todos los hombres sobre cubierta y eso les llevará algún tiempo. Tras ello comenzarán a perseguirle. ¿Comprendido?
—Lo comprendo muy bien —respondió Johnny.
Yo también lo comprendía. Con su austera voz profesional Nino acababa de disponer nuestras honras fúnebres.