A las siete en punto de la mañana siguiente echamos el ancla en la zona de trabajo. Habíamos decidido llevar a cabo tres inmersiones diarias y cada una de ellas, incluyendo los descansos y el tiempo necesario para el ascenso por etapas, requería tres horas de luz solar. Mi deseo hubiera sido descender cuatro veces, pero Nino se mostró inflexible. Nada habríamos de ganar con ello. En el breve plazo de dos o tres días hubiéramos acusado el exceso y empezado a sufrir los efectos narcóticos del nitrógeno acumulado en nuestra sangre.
Aquella mañana realizaríamos nuestra primera inspección de la bodega. Nos equipamos rápidamente. Cuando salté por la borda en pos de Nino, sentí todos mis nervios tensos por la expectación. Descendí tras él, viendo pasar ante mí la columna de burbujas que producía su respiración.
Nadamos una vez más sobre la ondulante vegetación de la cubierta hasta llegar al oscuro agujero festoneado de afilados carámbanos coralinos. Nino me indicó que esperase y él penetró en el recinto de la bodega siguiendo el haz luminoso de su linterna. Me percaté del cuidado que puso en evitar el roce de los tubos de sus botellas con las prominencias coralinas de la entrada. Cuando estuvo dentro, volvió la linterna hacia mí iluminando el trecho que nos separaba.
El recinto en que nos encontrábamos era unas tres veces mayor que el camarote que habíamos visitado el día anterior. La arena formaba un gran montículo y las paredes, cubiertas de algas, descendían en forma de cuña hacia el fondo de la estancia. La luz de mi linterna iluminó una colonia de langostas que colgaban del techo, en un rincón. Me dije que subiría una al «Wahine» para comer. Sentí que algo me rozaba la espalda a la altura de los omoplatos. Me volví rápidamente y enfoqué la linterna sobre un gran pulpo. Pude ver su negro pico curvo y sus grandes ojos saltones. Impresionado por la luz, estiró súbitamente los largos tentáculos y se elevó, dejando tras de sí una nube de tinta cuyas caprichosas formas se me antojaron las de un travieso duendecillo submarino.
Nino me indicó que le siguiese y juntos dimos la vuelta a la bodega, andando donde el espacio lo permitía y nadando, boca abajo o boca arriba, cuando la abundancia de arena impedía avanzar de cualquier otra forma.
Buscábamos al tacto las mucilaginosas vigas del viejo galeón, que habrían de servirnos de señales para dividir el recinto en secciones que delimitasen el espacio explorado en cada jornada de trabajo. Cuando hubimos dado la vuelta completa, recorrimos el suelo de la bodega nadando de un lado a otro, escarbando ligeramente la arena aquí y allá y separando con las manos las espesas matas de algas en un primer intento de descubrir algo que pudiera semejarse a un cofre. La labor era imperfecta, superficial, pero había que llevarla a cabo. Más tarde iniciaríamos la agotadora búsqueda de forma más sistemática, revolviendo decenas de metros cuadrados de arena con la sola ayuda de nuestras manos y de nuestros cuchillos.
Tras de haber reconocido de este modo todo el suelo del recinto. Nino hizo señal de que nos detuviésemos. Durante unos minutos permanecimos suspendidos en el agua, haciéndonos muecas el uno al otro y gesticulando cómicamente con las manos. Luego, Nino me indicó que alumbrase con la linterna en sentido paralelo una de las paredes de la bodega. Fue nadando hasta el rincón, tomó medidas en él con los brazos extendidos y luego se dirigió al otro extremo de la pared, nadando de nuevo longitudinalmente. Yo le seguí con el haz de mi linterna. Comprendí lo que pretendía. Estaba señalando una franja del suelo como primer objetivo de nuestra búsqueda.
Volvió junto a mí y empezamos a trabajar hombro a hombro. Escarbamos y escarbamos, revolviendo la arena palmo a palmo y repasando el terreno ya examinado impulsando nuestros cuerpos hacia atrás con rápidos movimientos de manos y pies.
Cuando sólo llevábamos unos minutos trabajando, oímos el consabido disparo. Interrumpimos la búsqueda. Nino y yo nos miramos sorprendidos. No hacía más de quince minutos que habíamos descendido. Entonces oímos un segundo disparo e inmediatamente después un tercero.
Algo anormal debía estar ocurriendo en el «Wahine». Nino me hizo una seña. Salimos de la bodega y emprendimos el ascenso tan de prisa como pudimos.
Johnny y Pat nos ayudaron a subir a bordo y tan pronto como estuvimos junto a ellos, Johnny señaló hacia el Oeste.
—Ya llegan, Renboss —dijo con voz sosegada.
Era un lugre, como el «Wahine», pero más grande y de más manga. Su casco era negro y llevaba los mástiles desnudos. Avanzaba a unos doce nudos. Estaría junto a nosotros en veinte minutos.
Johnny Akimoto me pasó los prismáticos. La cubierta del barco estaba abarrotada de maquinaria protegida con lonas y delante de la escotilla de proa se distinguían numerosos bultos. Vi a los hombres de la tripulación moviéndose afanosamente, desnudos de medio cuerpo para arriba. Apoyado en los estaos de proa iba un hombre el cual iba completamente vestido de blanco: Manny Mannix.
Ofrecí los prismáticos a Nino. Observó el lugre unos segundos y volviéndose a mí, dijo:
—Traen todo un equipo de inmersión, con bombas de absorción y chigre. Además llevan un montón de cosas a proa.
Miré a Johnny Akimoto.
—¿Conoces ese barco, Johnny?
—Sí, es un barco de las islas, Renboss. Lleva dos motores «Diésel». Por la matrícula, creo que procede de la isla de Jueves.
Qué astuto era Manny… No olvidaba un detalle, no pasaba por alto un pormenor. Manny había fletado antes un barco como aquél. Lo hizo cuando se dirigió al norte para recorrer las islas con un permiso de compra de excedentes de guerra. La expedición tuvo éxito y logró llevarlo a puerto con sobordo falso, cargado de cuantos restos de material bélico encontró perdido por las olvidadas playas de un centenar de islas. Un simple telegrama habría bastado, seguramente, para poner de nuevo a su disposición el mismo barco, el mismo capitán y la misma tripulación de indeseables, a quienes poco importaba la legalidad o ilegalidad de la empresa. Si el negocio era sucio, Manny podía asegurarse su complicidad dando una participación al capitán y una prima a sus hombres.
—¿Qué piensa usted hacer, Renboss? —preguntó Johnny.
—Voy a esperar a que lleguen, Johnny. Sólo eso. Recoja el material, Nino. Pat, prepáranos algo de comer. Si ha de haber pelea, no quiero que me sorprenda desfallecido.
Pat me sonrió débilmente y bajó corriendo al fogón. Nino comenzó a secar el equipo de inmersión. Johnny Akimoto se quedó observando la negra silueta del lugre, que se aproximaba cada vez más a nosotros.
A los pocos minutos se distinguían ya claramente los números de la matrícula y los barbudos rostros de los tripulantes. Incluso vi a Manny Mannix, blandiendo su cigarro puro al hablar con ellos. Seguían intrigándome los bultos cubiertos de lona del rasel de proa. Pregunté a Johnny qué podrían ser, pero tampoco a él le sugerían nada. Se inclinó, recogió el rifle que había dejado sobre el cuartel de la escotilla, retiró la cápsula de la última bala disparada, metió otra en la recámara y deslizó el cerrojo, poniendo el seguro. Luego, colocó el rifle cuidadosamente en un imbornal, fuera de la vista.
Poco después Pat y Johnny subieron a cubierta cuatro tazones de té y un plato de bocadillos de carne. Nos sentamos en el cuartel de la escotilla y comimos todos juntos observando el rápido avance del lugre de Manny. El calor del sol llegaba hasta nosotros a través del toldo que nos cubría. El «Wahine» se balanceaba ligeramente en las tranquilas aguas. De no haber sido por la tensión que nos dominaba a todos y por la amenazadora silueta del barco que se aproximaba a nosotros, podríamos haber pasado por un apacible grupo de excursionistas amantes de la pesca.
Apenas habíamos terminado de comer cuando llegaron a nuestra altura. Detuvieron los motores a unos treinta metros a estribor del «Wahine», dejando que el último impulso de las máquinas los empujase hasta diez metros escasos de nosotros. Inmediatamente después vimos descender el ancla, que se hundió ruidosamente en el agua.
La tripulación se alineó junto a la borda, riendo y gritando estrepitosamente. Cuando se dieron cuenta de la presencia de Pat, empezaron a silbar y a hacer comentarios soeces en alta voz. Los había jóvenes y menos jóvenes. Unos llevaban barba y otros iban simplemente sin afeitar, pero todos ellos eran hombres curtidos, rudos y peligrosos, salidos de los más dudosos suburbios porteños de la costa.
Manny Mannix destacaba entre aquellos hombres, con su incongruente traje blanco y su corbata chillona. Se había echado hacia atrás el amplio panamá blanco y sostenía entre los labios su eterno cigarro puro, que retiró para saludarme:
—¿Qué tal, comandante? ¡Tenemos un tiempo delicioso!
No respondí. Noté que Pat se aferraba a mí.
—Me gustaría pasar a su barco un momento, comandante. Quiero hablar de negocios con usted. Y, además, en privado.
—Quédese donde está, Manny.
Me respondió saludándome con la mano y gritando:
—Sólo trato de ser amable. La oferta sigue en pie, si le interesa.
—No me interesa.
—Podemos ir a medias, comandante. Fíjese: tengo todo lo que hace falta. —Al decir aquello hizo un amplio gesto con la mano, incluyendo en él tanto al barco como a su andrajosa tripulación—. Si lo prefiere usted, puedo comprarle su parte.
—Le repito que no. Si la quiere, tendrá usted que conseguirla.
—Estamos en aguas libres, comandante. Enséñeme su permiso de salvamento y no discutamos más.
—No hay permiso que valga. Hemos llegado aquí antes que ustedes. Eso es todo.
Los hombres de Manny soltaron una estruendosa carcajada. Observé que Johnny se proponía coger el rifle y le contuve antes de que lo tocase.
Manny Mannix se dirigió a mí de nuevo:
—Tengo testigos, comandante. Testigos de que le he hecho a usted una proposición razonable respecto a algo sobre lo que, de todas formas, no tiene ningún derecho. Así que ahora haré lo que me parezca.
Me agaché, tomé el rifle y lo blandí en el aire.
—Ya le dije a usted que tendría que luchar por ello.
Mis palabras fueron coreadas por otra estruendosa carcajada. Manny se volvió y dio una orden a un marinero que se encontraba algo apartado de los demás, el cual, en unos segundos, retiró la lona que cubría los bultos de proa que tanto habían llamado mi atención.
Mi curiosidad quedó al fin satisfecha. Eran cargas de profundidad, recogidas en alguna isla perdida. Tras ellas había una ametralladora montada en un trípode y alimentada con toda una canana de municiones. El marinero se quedó junto a ella, esperando las órdenes de Manny.
—¿Quiere usted pelea, comandante? —gritó Manny.
Sus hombres rieron la bravata. El rostro de Manny se ensombreció y su voz adquirió un nuevo tono, un matiz maligno.
—Voy a empezar a trabajar, comandante…, desde este mismo momento. Métase con su barco en la playa y quédese allí. Si se le ocurre a usted asomar las narices antes de que hayamos terminado, las va a perder. Y si a usted o a su renacuajo italiano se les ocurre hacer alguna travesura jugando a los hombres-rana mientras mis hombres estén descansando, recuerden eso. —Señaló los siniestros bidones apilados en el puente de proa—. Pasaremos por encima de ustedes y se los enviaremos de regalo.
Aquello fue todo. Manny tenía todas las cartas en la mano y no podíamos hacer otra cosa que reconocer sus triunfos y retirarnos. Era la segunda vez que me derrotaba en el juego.
Sin embargo, no era mi intención halagarle con el reconocimiento de la derrota. Hablando casi entre dientes, me dirigí a Nino y a Johnny:
—Nino, leve el ancla. Johnny, pon el motor en marcha y volvamos a la playa; pero sin prisa, con calma. Pat y yo seguiremos aquí, de pie.
Ninguno de ellos me preguntó nada. Se dirigieron a sus puestos lenta, casi perezosamente, mientras Manny y su hueste observaban intrigados nuestros movimientos y el servidor de la ametralladora permanecía a la expectativa del menor gesto de su jefe.
Nino levó el ancla. En seguida empezó a oírse el motor del «Wahine». La hélice batió las tranquilas aguas y, por fin, nos pusimos en movimiento. Pat y yo continuamos apoyados en la baranda. El rifle seguía bajo mi brazo con el seguro levantado. Era evidente que Manny no deseaba iniciar el fuego por el momento; pero, si cambiaba de parecer, quería hacer de él mi primer blanco.
La tripulación continuó observándonos en silenció mientras poníamos proa a la entrada del canal. La ametralladora giró, siguiendo todos nuestros movimientos. Por último, surcando las nítidas aguas como una monstruosa obscenidad, llegó hasta nosotros el estruendo de sus risas salvajes.
Nino, Pat y yo fuimos a popa a unirnos a Johnny.
—Es la escena más horrible y brutal que he presenciado en mi vida. —Pat lo dijo con voz serena, pero en sus negros ojos brillaba la indignación—. Lo han hecho todo con tanta sangre fría…, con tanto cinismo…
—No esperaba menos. La única sorpresa ha sido la ametralladora y las cargas de profundidad. Aunque, conociendo a Manny, debería haberlo supuesto.
—Creo —dijo Nino Ferrari ecuánimemente— que no me gusta mucho ese Manny Mannix. Me parece que es un hijo de perra. Me ha llamado renacuajo, pero mi país estaba ya lleno de caballeros civilizados cuando él no era más que un obsceno deseo en la mente de su tatarabuelo. Lo voy a tener muy en cuenta.
Johnny Akimoto no habló. Continuó erguido al timón, silencioso y ausente, conduciendo al «Wahine» a la playa con todo cuidado, en una especie de patético ensimismamiento. Algo había ocurrido a aquel hombre sereno y honrado. Era como si él y el barco, al que tanto amaba, hubieran sufrido en sus entrañas un tremendo escarnio por la mera presencia del negro lugre y de su andrajosa tripulación. Sus ojos parecían velados por la indignación y la piel de su rostro estaba tensa.
No volvimos a hablar hasta que pasamos el canal y fondeamos en las plácidas aguas de la albufera.
Entonces celebramos consejo de guerra. Decidimos trasladar las provisiones y todo el equipo submarino junto a la playa. Llevaríamos la tienda de Pat más cerca de la nuestra. Mantendríamos una vigilancia permanente del lugre recién llegado, observando todas sus actividades. Vararíamos la lancha y el bote a la vista del campamento y dormiríamos todos en la playa. Pero Johnny Akimoto manifestó su desacuerdo a este respecto.
—No, Renboss. Usted y sus amigos quédense en la playa. Yo continuaré en el «Wahine».
—No sé si eso será prudente, Johnny. Creo que estaríamos más seguros juntos. El «Wahine» no corre ningún peligro. Nos verán descargar nuestras provisiones. Si decidieran atravesar el canal, que lo dudo, vendrían derechos al campamento y no se ocuparían del barco.
Johnny meneó la cabeza.
—No. La isla es suya, Renboss. El «Wahine» es mío. Cada uno guardará lo que le pertenece. Me quedaré con un rifle y la mitad de las municiones. Usted puede llevarse el otro al campamento. Nino tiene una pistola y por lo tanto todos tendremos algo con qué defendernos. Créame, Renboss, es mejor así.
Nino Ferrari asintió cuando le miré.
—Johnny tiene razón, amigo. Déjele hacer lo que desea. Uno de nosotros puede venir cada día a hacerle compañía y a traerle agua fresca. Además el «Wahine» es fundamental para nosotros. Conviene que esté seguro y a punto por si le necesitamos repentinamente.
Y así lo decidimos. Tuvimos que hacer cuatro viajes con el bote para trasladar a la playa todo el material. Manny estuvo observándonos toda la tarde desde su lugre. Al caer la noche Nino, Pat y yo nos sentamos en torno al fuego contemplando el tímido centelleo de las luces de posición del «Wahine». Más allá, del otro lado de los arrecifes, veíamos el resplandor amarillo que se escapaba por las escotillas del enorme lugre.
Nino comenzó a exponer su punto de vista sobre la situación en tono desapasionado.
—Lo que ha ocurrido esta mañana es vergonzoso. Pero no creo que maldecir, renegar e irritarnos por ello vaya a beneficiarnos en nada. De todas formas, al final puede que salgamos ganando.
—¿Salir ganando? —grité enfadado—. Manny tiene absoluta libertad de acción, equipo adecuado, tiempo y dinero. Si hacemos un solo movimiento nos jugamos la cabeza. No tenemos más remedio que quedarnos aquí sentados y…
Pat puso su mano, firme y menuda, en mi brazo.
—Deja terminar a Nino, Renn.
Nino chascó la lengua guiñándome un ojo al mismo tiempo.
—Ya le dije que había encontrado usted una buena chica, amigo mío. No he querido decirle nada esta mañana, pero cuando vi la bodega, el alma se me cayó a los pies. Tengo vistos muchos barcos hundidos y puedo asegurarle que más de las tres cuartas partes de esa bodega están enterradas en la arena. Ya ha visto usted la inclinación que tiene la cubierta. Comprenderá que, al hundirse, todo lo que era movible se deslizó hacia proa. Por eso, si los cofres se encuentran todavía en el barco, tienen que estar sepultados bajo varios metros de arena. Hay excepciones, naturalmente, y a veces se dan circunstancias totalmente accidentales, pero ésa es mi opinión.
—Opine usted lo que quiera, Nino, pero lo cierto es que Manny tiene buzos y bombas de absorción y que puede trabajar durante más tiempo que nosotros. Puede extraer toda la arena y quedarse ahí tanto tiempo como le haga falta.
Nino chasqueó la lengua de nuevo, moviendo la cabeza impacientemente.
—¡A ustedes, los aficionados! Pues claro que tiene una bomba. ¿Pero qué clase de bomba es la que se puede utilizar con la grúa que llevan? ¿Cuánto tiempo van a necesitar para extraer mil toneladas de arena? Dice usted que tiene todo el tiempo que le haga falta. Desde luego; pero el tiempo es oro. Tiene que pagar salarios a la tripulación, al capitán y a los buzos y además el alquiler del barco. Trabajará durante un tiempo prudencial y si no encuentra los cofres, recogerá sus bártulos y se marchará. ¿Por qué? Porque es un hombre de negocios y porque la cantidad que está dispuesto a invertir es limitada. De modo que, cuando se marche, continuaremos nosotros. Con esto lo único que habrá conseguido es hacer más fácil nuestro trabajo. ¿Comprende usted?
La lógica de Nino era irrefutable. No encontré respuesta adecuada a su razonamiento. Yo no era más que un hombre exasperado. Él, en cambio, era un juez sereno de las circunstancias. Pat estaba de acuerdo con él y me sentí avergonzado de mi impotente irritación.
De pronto vimos encenderse un foco luminoso a bordo del lugre. Su potente haz iluminó las aguas próximas al rompiente. Oímos el crujir de una grúa y el zumbido de una bomba. Poco después vimos descender por la borda del barco la grotesca silueta de un buzo.
Manny era un hombre de negocios. Sabía que el tiempo era oro y no estaba dispuesto a perderlo.