Capítulo XIII

Nino y yo nos tumbamos sobre unas colchonetas bajo el toldo de lona que Johnny había tendido en el centro del barco. Pat nos sirvió cerveza fría y nos trajo cigarrillos, en tanto que Johnny preparaba para nosotros una comida principesca, a base de suculentos filetes de róbalo, que había pescado mientras estábamos en el fondo, frituras de carne en conserva con patatas y melocotón en almíbar con crema recién sacada de la nevera. Teníamos que comer bien y descansar bien. Así lo ordenó Nino y así se hizo.

Y mientras descansábamos a la tibia sombra del toldo, mecidos por el vaivén de las olas, Nino me recitó la segunda lección de la jornada.

—Es usted un loco, Renn. A pesar de las recomendaciones que le he hecho acerca de la forma en que conviene trabajar bajo el agua, se obstina usted en revolver como un chiquillo que estuviera buscando un juguete perdido. Hay que trabajar despacio, hombre…, despacio. Tiene que ahorrar aire y evitar el esfuerzo excesivo para que la dosis de nitrógeno que pase a su sangre sea mínima. Imagínese que está usted acariciando a su novia. —Le hizo un guiño a Pat, que se sonrojó y se retiró inmediatamente—. Despacito, despacito. Conseguirá los mismos resultados y en el mismo tiempo, a un ritmo mucho más agradable.

—De acuerdo, Nino; gana usted el primer asalto. Pero ¿por qué demonio no podíamos habernos quedado allí un poco más? Hubiéramos podido extraer el cofre en diez minutos.

Nino se incorporó ligeramente, apoyándose en un brazo, y apuntó hacia mí con un dedo acusador. Sus ojos brillaban intensamente. Su enojo era muy teatral.

—¡Vaya! Así es que el pollo quiere hacer sus pinitos, ¿eh? Permítame que le diga una cosa, joven. ¿Sabe usted cuánto tiempo se necesita para desenterrar ese cofre? Quince o veinte minutos. ¿Sabe usted lo que hubiera ocurrido de habernos quedado ahí abajo durante ese tiempo? Pues habríamos necesitado otros veinte minutos para ascender y una hora más de descanso. Y no habríamos conseguido nada. ¿Por qué? Porque no teníamos cuerda para izarlo. Cuando bajemos de nuevo, nos seguirá una cuerda; y si tenemos suerte, sólo si tenemos suerte, puede que logremos izar el cofre.

—¿Y si no la tenemos?

—Lo dejaremos allí otra vez —replicó Nino—. ¿Cree usted que se lo van a comer los peces? ¿Cree que se lo va a llevar alguna sirena en la cola?

Se dio una palmada en la frente, en un gesto de desesperación, y se tumbó de nuevo. Oímos la risa sofocada de Pat y Johnny, que habían estado siguiendo el pequeño drama heroico de Nino desde popa.

Luego Pat y Johnny sirvieron la comida y, mientras comíamos, Pat le preguntó a Nino:

—¿Hay alguna probabilidad de que esa caja que han encontrado sea uno de los cofres del tesoro?

—¿Quién sabe, «signorina»? Puede que sí y puede que no. De acuerdo con mi experiencia, lo más probable es que no. Conviene no hacerse muchas ilusiones. El aspecto de ese camarote me inclina a creer que no vamos a encontrar gran cosa en él. Si nos dedicásemos a escarbar entre los escombros, tal vez encontrásemos pequeñas cosas, como tazas, cuchillos, algún plato de metal… Pero serían difíciles de identificar bajo la capa de adherencias de la que estarían cubiertos y tampoco valdría la pena hacerlo. —Su rostro se distendió en una atractiva sonrisa—. Lamento decepcionarla, «signorina», pero esto de buscar tesoros no proporciona más que desilusiones. Conocí a un hombre que hizo una fortuna rescatando un cargamento de láminas de plástico. Conocí a otro que encontró un barco con un auténtico tesoro y perdió toda su fortuna por no poder extraer el cieno que lo cubría con la misma rapidez con que el mar lo volvía a depositar.

Johnny Akimoto asentía aprobando cuanto decía Nino. Aquel hombrecillo de Génova era sincero. Ambos habían sido reengendrados por el mar y ambos conocían bien sus fecundas entrañas. De pronto, Johnny pareció recordar algo. Dudó un momento y, al fin, se decidió a hablar.

—Renboss: la señorita Pat creyó que no era conveniente que le hablase de esto mientras se hallaban ustedes trabajando. Pero estoy pensando que debería decírselo.

—¿De qué se trata, Johnny?

—Cuando estaban ustedes ahí abajo ha vuelto a venir la avioneta.

—¿La misma?

—La misma. Con los mismos movimientos. Ha volado sobre la isla unas dos o tres veces y finalmente se ha marchado.

—¡Maldita sea!

Me incorporé en el colchón. Nino Ferrari me obligó a tenderme de nuevo.

—Si quiere usted que hagamos otra inmersión esta tarde, será mejor que se esté quieto. ¿Acaso es eso algo nuevo? Ya sabe que ese Manny le está espiando. Es absurdo que estropee usted su trabajo sólo porque se sienta irritado contra él.

Volví a tumbarme de mala gana. Estaba indignado. Lo que dijo Johnny a continuación fue un eco de mis propios pensamientos.

—Creo que esta vez es más serio que la anterior.

—¿Por qué, Johnny?

Fue Pat quien formuló la pregunta en voz angustiada.

—Porque esta vez, señorita Pat, ha visto el «Wahine» en lugar de la lancha. Habrá comprendido que hemos empezado a trabajar en serio y que tendrá que hacer pronto lo que se proponga hacer.

Me dirigí a Nino:

—Johnny tiene razón. Manny no tardará en tomar medidas. Tendremos que trabajar más de prisa.

Nino hizo un rápido gesto explicativo con la mano:

—¿Acaso podemos trabajar más de prisa de lo que estamos trabajando? ¿Podemos hacer más de lo que tenemos pensado hacer? No. Por lo tanto, ¿de qué le sirve echar a perder su digestión y la mía? Hoy tenemos que examinar el camarote. Mañana la bodega. Continuaremos trabajando hasta que ese Manny aparezca…

—¡Claro, claro! ¿Y qué haremos cuando aparezca?

—Creo que si usamos la cabeza en vez de los pies, le daremos la mayor sorpresa de su vida.

Nino chascó la lengua, entornó los ojos y no conseguí arrancarle una palabra más hasta que fue hora de que descendiéramos de nuevo.

Comprobamos la presión de las bombas de aire, revisamos los reguladores y, mientras Pat nos ayudaba a colocarnos el equipo de inmersión, Johnny ató el lastre a la cuerda con la que habríamos de izar el cofre. Llevaríamos el cabo de la cuerda hasta el camarote y lo dejaríamos allí con el lastre. Cuando hubiéramos desenterrado el cofre, lo ataríamos, y Johnny lo izaría mientras nosotros ascendíamos a la superficie. Antes de que me pusiera la máscara, Pat me dio un beso en los labios y me dijo:

—Buena suerte, Renn. Y trata de no sentirte desilusionado.

—No temas. Tengo un tesoro aquí arriba, aunque no hubiera ninguno ahí abajo.

Siguiendo a Nino Ferrari, salté por la borda y sentí en mi piel, caliente tras las dos horas de reposo, la fresca sensación del agua. La Cuerda nos siguió hasta el fondo y, entre los dos, la llevamos nadando a la ya familiar cubierta del viejo buque, dejándola con el lastre, junto a la puerta del camarote.

La oscuridad había dejado de infundirme terror. Los ojos expectantes de los peces y la silenciosa vida de aquellas tinieblas, ya no me intimidaban. Me arrodillé junto a Nino y comencé a escarbar en la arena tranquilamente. Nino me observó gratamente sorprendido y asintió con enfáticos movimientos de cabeza, satisfecho por mi rápido aprendizaje.

Quien trate de enterrar en su jardín una lata de petróleo, se sorprenderá ante las proporciones del hoyo que habrá tenido que cavar; pero si, seis meses más tarde, tratara de desenterrarla, se sorprendería aún más al comprobar que, para ello, habría doble trabajo. Si el intento se llevara a cabo durante las tediosas horas de un lluvioso fin de semana, las circunstancias serían óptimas para comprobar, además, lo sencillo que es llenarse de barro hasta las rodillas en menos de diez minutos. Fácil será, pues, imaginar la situación de dos hombres que habían de realizar la misma operación sumergidos en las aguas a veinte metros de profundidad y teniendo que desembarazarse, con la simple ayuda de sus manos, de una sedimentación de arena, algas y coral acumulada en las entrañas del viejo galeón a lo largo de doscientos años de inviolado reposo. Era evidente que Nino no había exagerado la dificultad de nuestro empeño.

Yo trataba de liberar la parte inferior del cofre y Nino la superior. Tan pronto como creía haberme deshecho de un puñado de arena, veía llenarse el hoyo con un nuevo torrente de ella. En torno a nosotros el agua se había llenado de partículas que obstaculizaban nuestra visión y agotaban nuestra paciencia. Llevaríamos trabajando unos quince minutos cuando Nino me indicó que mirase el cofre por donde él se hallaba. Lo hice y vi con profunda desilusión que la tapa se había hundido, probablemente la misma noche del naufragio, y que en su interior no había sino arena. Sus refuerzos metálicos estaban corroídos y rotos y sus gruesos clavos se hallaban cubiertos de células de coral y de pequeños moluscos que arañaron nuestras manos cuando escarbamos la arena intentando descubrir algún resto de oro o joyas.

Mi mano dio con algo duro, pero al sacarlo resultó ser una vieja hebilla corroída, probablemente de metal o tal vez de similor. Nino extrajo del cofre una navaja rota y oxidada. Cuando encontró otra hebilla, mayor que la anterior, hizo un gesto de contrariedad indicándome que cesásemos. Su explicación mímica vino a decirme lo que yo había imaginado ya.

El cofre era una vulgar arca de marino. No había contenido jamás otra cosa que el traje nuevo de su propietario, sus zapatos y su navaja. Los voraces organismos marinos lo habían devorado todo menos la navaja y las hebillas del sombrero y de los zapatos.

Permanecimos en pie, por un momento, mirando nuestro hallazgo llenos de consternación. Luego, Nino me indicó que le ayudase a levantar el cofre para ponerle boca abajo y depositar así en el suelo lo poco que quedaba en su interior. No cayó más que lo que debió haber sido el mango de algún utensilio, a cuyo extremo quedaba aún un trozo de la porcelana que lo cubriera en otro tiempo.

Entonces oímos el impacto de la bala en el agua. Arrojamos el cofre contra el montón de arena del rincón y nos quedamos observándolo mientras caía lentamente entre las algas.

Llevando en las manos nuestras ingenuas reliquias, emprendimos el lento ascenso a la superficie.

—¿Estás cansado, Renn?

Pat y yo nos habíamos sentado en el cuartel de la escotilla de proa, mientras Johnny nos conducía por el canal a la albufera en la que se encontraba la playa y Nino, tranquilo como un gato, dormía en una de las literas. Pat había puesto su mano en la mía. Su cabeza reposaba sobre mi hombro.

—Sí, cariño; estoy cansado. Nino tenía razón. Es un trabajo muy pesado.

—¿Te sientes decepcionado, Renn?

—Sí. Es absurdo e infantil y no deseo que me compadezcáis por ello. Todo esto es nuevo para mí y tengo que aprender a tener paciencia. Eso es todo.

—Nino dice que mañana vais a empezar a trabajar en la bodega.

—Sí, eso es.

—¿Será difícil?

—No más que el camarote. La única diferencia es que el recinto es mucho más grande y la arena diez veces más profunda.

—No parece muy alentador, ¿no crees?

—No. Es cuestión de suerte, eso es todo.

Pareció dudar un momento y prosiguió:

—Renn, he estado pensando una cosa.

—¿De qué se trata?

—De las monedas que encontramos en los arrecifes. ¿Crees que hubiera sido posible que una parte de la tripulación alcanzara la isla?

—¿Llevando consigo los cofres?

—Sí.

—Querida —dije pacientemente—, ya hemos hablado de esto antes. Ya oíste lo que dijo Johnny. Yo he recorrido toda la isla y no he hallado el menor rastro que pudiera conducir a esa conclusión.

—¿No hay ninguna cueva?

—Ni una. Hay algunos huecos entre las rocas del acantilado, pero o están demasiado altos o son muy poco profundos. Hay una especie de hendidura larga y estrecha en el saliente oriental de la isla. Jeannette y yo le echamos un vistazo una vez pero había tanta humedad y olía tan mal que no quisimos entrar. Aparte de eso, no hay nada… absolutamente nada.

Pat suspiró e hizo un mohín con la boca.

—Bueno, pues ésa era mi brillante teoría. Pero me parece que no sirve de mucho. Tendréis que seguir buscando Nino y tú.

—Sí, tendremos que seguir buscando.

Johnny estaba maniobrando para anclar. Me levanté y fui a preparar el ancla. Pat me siguió.

—Renn.

—Dime.

—Johnny está preocupado por algo.

—¿No te ha dicho por qué?

—No, pero quiere hablar contigo a solas, luego… después de cenar.

Eché el ancla por la borda y tras ella fue serpenteando el cable. Luego, el «Wahine» se detuvo y su popa giró, colocándose a favor de la corriente. Había concluido nuestro primer día de trabajo y estábamos de nuevo en casa.

Terminamos de cenar. Las estrellas estaban muy bajas aquella noche. Nino, sentado junto al fuego, empezó a apretar cuidadosamente las tuercas de su pulmón acuático, canturreando entre dientes. Pat se había ido a su tienda a escribir unas notas para la tesis que iba a convertir a mi encantadora morena, paradójicamente, en toda una doctora en Ciencias. Desde donde estaba sentado veía su silueta, recortada contra la lona de la tienda por la potente luz del farol. Johnny se disponía a retirarse al «Wahine». Me uní a él y bajamos juntos hasta la playa.

Cuando estuvimos lo bastante alejados de los demás para que no pudieran oírnos, Johnny me dijo:

—Renboss, no estoy tranquilo.

—¿Por qué, Johnny?

—Nos va a pasar algo con ese Manny Mannix.

—Ya lo sabemos, Johnny. Siempre lo hemos dado por supuesto.

—Sí, Renboss; pero… —Se calló, tratando de encontrar las palabras adecuadas para expresar su pensamiento con el énfasis que creía necesario—. ¿Cómo se lo diría yo, Renboss? Es parecido a lo que ocurría en los tiempos en que trabajaba con los perleros. Entonces se murmuraba, a veces, que alguien había encontrado un nuevo lecho de perlas y que procuraba guardar el secreto. Cuando el afortunado entraba en el bar, los demás le observaban en silencio, con envidia, tratando de calcular su fuerza, su valor y la lealtad que pudiera profesarle su tripulación. Si era fuerte y sus hombres le querían, procuraban halagarle, sonriéndole e invitándole a beber para sonsacarle. Pero si se trataba de un hombre débil, cobarde o que no gozaba de simpatía, comenzaban a rezongar y a hablar entre ellos. Alguien iniciaba una pelea. Empezaban a tirarse botellas, salían a relucir navajas y aquello se convertía en una lucha dé fieras… Ese Manny es una fiera, Renboss, y luchará del mismo modo.

Asentí gravemente. Johnny tenía razón. Manny Mannix era una fiera con el valor y el arrojo de las fieras. Pero, además, era hombre de negocios y si creía que había dinero de por medio, no se resignaría a perderlo. Si había de tomar alguna iniciativa, lo haría concienzudamente. Por otra parte, quien se pasee por las costas del norte de Australia con dinero en el bolsillo se expone a dar con gentes poco escrupulosas respecto a los posibles medios de conseguir lo que quieren. Johnny me observaba preocupado.

—¿Está usted de acuerdo conmigo, Renboss?

—Estoy de acuerdo, Johnny.

—¿Qué va a hacer, Renboss?

—¿Qué quieres que haga, Johnny?

Meditó la pregunta un momento, antes de decidirse a responder.

—Por lo que respecta a mí, a usted y a Nino, creo que diría que nos quedásemos y le hiciésemos frente. Pero la chica…

Comprendí. Estaba la chica por medio. Si había violencia, se iba a encontrar entre las fieras. ¿Y qué podía ocurrir…? No era una situación para mujeres y además yo estaba enamorado de Pat. Sólo cabía una respuesta.

—Está bien, Johnny, saldrá mañana por la mañana. Si hace buen tiempo puede irse en la lancha. No es preciso que vaya a la costa. Puede quedarse en una de las islas hasta que pase el peligro.

Johnny Akimoto pareció haberse quitado un gran peso de encima. Me estrechó la mano sonriente.

—Créame, Renboss, es lo mejor. Sentirá usted que se vaya, pero cuando se haya ido tendrá las manos libres para hacer lo que haga falta… ¡Que descanse, Renboss!

—Que descanses, Johnny.

Me quedé viéndole empujar el bote y saltar ágilmente por la popa para dirigirse remando hacia el «Wahine». Di luego media vuelta y subí a la tienda de Pat.

Se levantó al verme entrar. Nos besamos y permanecimos abrazados unos segundos. Después la senté de nuevo en la silla y yo lo hice en un cajón, muy cerca de ella. Comencé a hablar resueltamente:

—Cariño, mañana te voy a enviar fuera de aquí. Vamos a tener dificultades. Irás en tu lancha a la isla de South Esk o a la de Ladybird y permanecerás allí hasta que vaya yo a buscarte.

Se quedó mirándome sin decir nada. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su labio inferior tembló ligeramente. Logró contenerse y por fin, ya algo más tranquila, me preguntó:

—¿De veras quieres que me vaya, Renn?

—No. No quiero que te vayas, pero creo que debes irte.

—¿Y Johnny?

—Johnny opina lo mismo.

Se volvió hacia el otro lado y se enjugó las lágrimas con un pequeño pañuelo. Cuando me miró de nuevo había firmeza en sus ojos y su voz adquirió un matiz que me era desconocido.

—Va a haber pelea, ¿no es eso, Renn?

—Sí.

—¿A causa del barco?

—En parte… sí. Pero no sólo por eso. —Lentamente, con dificultad, traté de esbozar ante ella las impresiones que habían ido acumulándose en mi mente en el transcurso de los días anteriores—. Creo que no encontraremos nunca el tesoro del «Doña Lucía», aunque todavía queda una posibilidad, naturalmente. Pero lo más probable es que se encuentre enterrado en la arena a tal profundidad que no lograríamos llegar a él aunque prolongásemos la búsqueda por cien años. Si fuera sólo por ese tesoro, la lucha sería una tremenda estupidez; pero no es sólo por eso. ¿No lo comprendes? Es por… esta vida, por mis amigos, por la isla. Por primera vez en mi vida me siento hombre libre y con un derecho sobre el suelo que piso. Voy a luchar por ello, cariño, y creo que, incluso si fuera necesario, mataría con el fin de defenderlo.

—¿Y la mujer que te ama, Renn? —Su voz se hizo más débil, casi un susurro—. Yo también te pertenezco, Renn. ¿No lo sabes?

—Lo sé, Pat. Hasta el día del Juicio.

Me levanté y traté de atraerla hacia mí, pero ella me rechazó suavemente.

—Entonces me quedo contigo. Eres el hombre al que quiero y no puedes separarme de ti.

Traté de protestar, pero me hizo callar con besos. Exigí que me obedeciera y se rió de mí. Procuré convencerla con dulzura y me despidió.

—Acuéstate, Renn. Mañana tienes que trabajar. Cuando termines con esto podremos estar juntos todo el tiempo que queramos… Hasta el día del Juicio, como tú dices.

Quedé trasquilado, como Sansón. La besé y me fui a mi tienda. Nino Ferrari estaba aún sentado junto al fuego, revisando el delicado mecanismo de los reguladores. Al oírme llegar, alzó la mirada y sonrió pícaramente.

—Tiene usted una chica muy guapa. Será una buena esposa para un buceador. Un buen buceador tiene que dormir mucho…

Rezongué, algo irritado, por la broma, y me senté junto a él. Me ofreció un cigarrillo.

—¿Está usted preocupado por algo?

—Sí. Vamos a tener pelea. Johnny lo cree así y yo también.

Nino ladeó la cabeza y empezó a silbar entre dientes.

—Conque sí, ¿eh? He sido testigo de situaciones parecidas entre los pescadores de esponjas del Egeo. A veces son gente violenta. Sobre todo cuando han bebido demasiado y empiezan a tirar de navaja.

Tras una pausa, señaló hacia la tienda de Pat con el pulgar, preguntándome:

—¿Qué va usted a hacer con la chica?

Me encogí de hombros.

—Le he dicho que se marche, pero no quiere. A menos que la saque de la isla a la fuerza, no creo poder hacer más en ese sentido.

Nino terminó de apretar el último tornillo del regulador y envolviendo la pieza cuidadosamente en un paño a fin de protegerla de la arena, la metió en su estuche y lo cerró.

—La primera medida de todo buen buceador —dijo en tono ligero— debe ser limpiar el regulador después de cada inmersión. Si le llega a fallar mientras se encuentra en el agua, está perdido.

Hubo un pequeño silencio, durante el cual me abstraje oyendo a los insectos del bosque que se extendían por detrás de nosotros. Durante unos segundos seguí con los ojos el rápido vuelo de un murciélago. Luego, miré de nuevo a Nino.

—Esta mañana dijo usted que había algo que podría usar contra Manny Mannix llegado el caso. ¿De qué se trata?

Me miró de soslayo durante unos segundos con sus grandes ojos negros, tras lo cual inclinó la cabeza y se quedó contemplando el dorso de sus manos. Cuando empezó a hablar, Nino Ferrari lo hizo en tono reposado, sin énfasis.

—Amigo mío, no se pone un cuchillo en las manos de un niño ni una pistola cargada en las manos de un hombre furioso. Cuanto sé en este sentido lo aprendí en una triste época de mi vida; una época de violencia y destrucción sangrienta. Si tengo que volver a poner en práctica lo que aquel tiempo me enseñó, lo haré. Incluso a pesar de que es usted mi amigo, seré yo quien diga lo que haya que hacer y cómo, haya de hacerlo. En cuanto a las consecuencias de lo que pueda ocurrir, también me consideraré responsable. Lamento tener que hablar así, pero es algo que siento con mucha fuerza aquí, dentro, en el corazón.

Tuve que contentarme con aquello. Sonreí, me levanté, le di una palmada en el hombro y luego me fui a acostar.

Soñé con una tenebrosa playa de las que había visto durante la guerra. Los cadáveres rodaban arrastrados por la resaca. Alguien hizo fuego desde una palmera acribillando a un soldado que había intentado refugiarse en un hoyo.

El soldado del hoyo era yo. El de la palmera era Manny Mannix.