Manny se llevó de nuevo el cigarro a la boca y me lanzó una bocanada de humo a la cara. Después volvió a tomarlo entre los dedos mirándome fijamente. Me sonreía con los labios, pero sus ojos me observaban impertérritos, como si estuviese tratando de valorar el efecto del inesperado encuentro. Continuaba recostado contra la puerta de la cabina telefónica, tranquilo y expectante como un felino.
—Así que lo encontró, ¿eh, comandante? —dijo muy sosegadamente.
—Le advierto, Manny…
Blandió el cigarro en el aire.
—Ahórreselo, comandante. Ahórreselo. Estamos hablando de negocios. Lo ha encontrado usted. Le vi ayer trabajando en el rompiente de su isla. Acaba de telefonear a un amigo para que le traiga herramientas de Sidney. ¿Estoy bien enterado?
—Muy bien, Manny —respondí sin alterarme—. Pero entérese de algo más: si se mezcla usted en este asunto le mataré.
—¡Tonterías! ¿Por qué no lo piensa, comandante? Podríamos hacer dos partes.
—No, Manny.
Manny se encogió de hombros con indiferencia exhalando otra bocanada de humo.
—¡De acuerdo! Le compró su parte. Dos mil al contado, más lo que haya desembolsado usted hasta la fecha. Tómelo o déjelo. Si no lo toma yo me quedaré con todo y usted sin nada. ¿Qué le parece, comandante?
Con el rabillo del ojo vi a Johnny Akimoto subiendo los peldaños de Correos. Le oí dejar en el suelo los bidones de gasolina. Le hice una seña para que se acercara y vino.
—Mira a este hombre, Johnny —le dije pausadamente—. Fíjate en él y recuerda su cara. Tal vez vuelvas a encontrártelo. Se llama Manny Mannix.
Los negros ojos de Johnny adquirieron una intensa expresión de odio al mirar a Manny de arriba abajo como si fuera una alimaña peligrosa. Cuando habló, su voz sonó casi con dulzura.
—No se mezcle usted en esto, señor Mannix. No se mezcle usted.
Manny separó un poco los pies y tiró el cigarro al suelo.
—Vuelve a la cocina, negrito —lijo poniéndole a Johnny una mano en el pecho para empujarle.
Johnny le agarró la muñeca con una mano, retorciéndole el brazo hasta hacer que corriese n por el rostro de Manny gruesas gotas de sudor.
—Todavía no he matado nunca a un hombre —dijo Johnny secamente—, pero creo que es muy posible que le tenga que matar a usted, señor Mannix.
Le soltó y Manny dejó caer su brazo inerte como un guiñapo, mientras Johnny y yo nos alejábamos. Recogimos los bidones y fuimos al encuentro de Pat Mitchell. Todavía podía leerse la reciente excitación en nuestros rostros y ello hizo que Pat preguntase preocupada:
—¡Renn! ¡Johnny! ¿Qué os ha ocurrido?
Se lo dijimos.
—¿Pero qué es lo que puede hacer?
—Puede hacer muchas cosas, cariño. No tenemos derechos sobre la plataforma en que se encuentra el barco. Tampoco tenemos derecho a llevar a cabo las operaciones de rescate, porque no hemos declarado el descubrimiento del tesoro. Puede llevar a cabo sus amenazas y quedarse con todo.
—¿Por la fuerza?
—Sí.
—Pero tú no estás cometiendo ningún delito. ¿No puedes dar parte a la Policía?
—¿De qué? Manny tampoco ha cometido aún ningún delito. Quedaríamos en ridículo. O lo que es peor, podríamos vernos envueltos en un proceso que tal vez se prolongase durante años… Las leyes de salvamento y descubrimiento de tesoros han proporcionado, desde hace siglos, mucho dinero a los abogados. ¿Comprendes?
—Sí, Renn, lo comprendo.
Había en su voz una tristeza que me hizo recordar nuestra conversación de la noche anterior. Miré a Johnny.
—¿Se te ocurre algo, Johnny?
—Nada, Renboss. Sólo esto: su amigo llegará esta noche con el equipo necesario. Iremos a recibirle, nos volveremos a la isla y empezaremos a trabajar.
—¿Y después?
—Esperemos y veamos lo que pasa, Renboss… esperemos.
El calor sofocante de la somnolienta ciudad tropical contribuyó a abatir aún más nuestros ya muy decaídos ánimos. Fuimos andando lentamente hasta el malecón, desamarramos el bote y remamos hasta alcanzar al «Wahine», que dormitaba anclado a unos cuantos metros de allí.
Johnny tendió un toldo por encima de la escotilla y nos tumbamos los tres debajo a comer unos bocadillos, beber cerveza helada, fumar, charlar y sestear de vez en cuando, mientras la tarde se iba consumiendo y los ardores del sol daban paso a la frescura de la brisa vespertina. Manny Mannix fue nuestro constante tema de conversación.
—No comprendo cómo ha podido dar con nosotros tan fácilmente —dijo Pat.
—Es muy sencillo, señorita Pat —dijo Johnny—. En Sidney se entera de que Renboss ha ganado bastante para comenzar la búsqueda. Sabe que hay una isla, aunque de momento no sepa dónde se encuentra. Pero la compañía de aviación le avisa cuando un viajero llamado Renn Lundigan sale con destino a Brisbane. La Oficina del Catastro de Brisbane recoge sus dos chelines con seis peniques y le informa de que un caballero llamado Renn Lundigan acaba de alquilar una isla situada a tantos grados de latitud Sur y tantos grados de longitud Este. El resto es de sentido común. Sabe que Renboss tiene que tener un barco. Sabe también que ese barco debe dirigirse a un puerto próximo a la isla. Viene a Bowen porque aquí hay un aeródromo y puede alquilar un avión para iniciar sus pesquisas. En fin, por desgracia, se ha presentado en Correos precisamente cuando Renboss estaba telefoneando.
—Sí, parece bastante fácil, ¿no crees, Renn?
—Demasiado fácil —refunfuñé—, demasiado fácil para un zorro como Manny Mannix.
—Estoy tratando de imaginar, Renboss, cuál será su próximo paso.
—Yo también, Johnny. Podría hacer cincuenta cosas, pero lo que en efecto haga será siempre algo distinto de cuanto hayamos imaginado. Manny conoce a demasiada gente y puede comprar a demasiada gente. No hará nada hasta tener todos los cabos bien atados.
—Entonces, no tenemos más remedio que esperar —dijo Pat.
—Esperaremos —añadió Johnny.
—¡Nada de esperar! —grité dando un respingo—. Johnny, ¿puedes atravesar el canal de noche?
Johnny me lanzó una penetrante mirada, lo pensó un momento y asintió:
—Sí, Renboss, sí que puedo. Habrá buena luna esta noche.
—Está bien. Entonces recogeremos a Nino Ferrari en el aeropuerto, volveremos a bordo y levaremos anclas inmediatamente. Empezaremos a trabajar mañana a primera hora. Ni siquiera Manny Mannix puede trabajar tan de prisa.
El avión aterrizó a las diez y veinte. Nino Ferrari, hombre de poca estatura, macizo y nervioso, descendió de él. Llevaba un traje ligero y una camisa clara de seda, con el cuello abierto. Recogimos su equipaje, compuesto de una maleta y tres canastas de madera que contenían el material de trabajo. Lo metimos todo en un viejo taxi que nos llevó casi en volandas al malecón, dando botes por una carretera llena de baches.
A medianoche nos encontrábamos ya fuera de Bowen, con Johnny al timón y los demás sentados a popa, junto a él, discutiendo la situación animadamente.
Los oscuros ojos de Pat expresaban con vehemencia su aprobación a las concisas y claras explicaciones profesionales de Nino Ferrari.
—Ante todo, deben comprender ustedes que no ocurrirá ningún milagro. Tienen ustedes todo el barco lleno de arena. Ni siquiera un buque de salvamento con equipo completo podría hacer demasiado en un caso así.
—Nos hacemos cargo de eso, Nino.
—Bien. Por lo tanto nuestra esperanza está en que los cofres se encuentren en la parte libre del barco, es decir, en la popa, y lo bastante próximos a la superficie de la arena como para que podamos extraerlos con nuestras propias manos.
Aquello me decepcionó y así se lo hice saber a Nino.
Me respondió sin andarse con rodeos.
—Había creído usted que yo iba a llegar con una cajita mágica que nos libraría de cien toneladas de arena con sólo oprimir un botón. No. Eso es un sueño de chiquillo. Lo que yo he traído se reduce a unas cuantas botellas de aire más, puesto que habremos de trabajar los dos bajo el agua durante muchas horas, linternas eléctricas con baterías de repuesto, minas adhesivas y espoletas.
—¿Minas adhesivas? —preguntó Pat con sorpresa.
—Ahora le explicaré lo que son. Pero antes, dígame, Renn, ¿hay alguna corriente en torno al barco?
—Sí, la hay. Corre paralela al rompiente y en sentido perpendicular a la posición del barco.
—¿Es fuerte?
—Moderada.
—«Ebbene»… Ahora le voy a explicar una cosa. Su amigo Johnny lo comprenderá mejor que usted.
Johnny volvió la cabeza y agradeció el cumplido con una amplia sonrisa. Era evidente que iban a llevarse bien. Nino Ferrari prosiguió…
—Recordará usted que cuando vio ese barco por primera vez tenía grandes montones de arena a ambos lados. No entró usted por el agujero de que me habló, porque la oscuridad era total. Sin embargo, cuando entre con una linterna verá que la arena se amontona también dentro… pero está en continuo movimiento. ¿Comprende?
Asentí.
—Lo que haremos será lo siguiente: exploraremos primero la zona que se encuentra libre de arena. Si no hallamos nada en ella, comenzaremos a excavar la arena…
—¿Con las manos?
—Con las manos. Si retiramos mucha arena de una vez, flotará en torno a nosotros impidiéndonos ver. Por todo lo cual será mucho mejor que trabajemos a ritmo lento.
—Y si no encontrásemos nada allí dentro, Nino, ¿qué haríamos?
—Entonces —respondió Nino— utilizaríamos las minas. Son pequeñas, puesto que se trata de un viejo cascarón de madera y no podemos arriesgarnos a que salte en pedazos. Fijaríamos una a cada lado del casco y las haríamos detonar con una espoleta graduada. Producirían grandes boquetes y la corriente arrastraría al menos una parte de la arena que haya dentro. ¿Comprende?
No era difícil de comprender. La resuelta y escueta exposición de Nino revelaba experiencia y confianza en sí mismo. Nuestro ánimo, deprimido tras el encuentro con Manny Mannix, volvió a elevarse a medida que Nino hablaba.
—Pero quiero que comprendan esto: ésa sería la última etapa de nuestra operación. Si, tras la explosión de las minas, no logramos encontrar nada, no podremos hacer más. Si desea usted proseguir la búsqueda, tendrá que pensar en una expedición seria de salvamento con equipo pesado. Le advierto esto porque no debe usted albergar falsas esperanzas. Suelen costar caras y son muy peligrosas.
Le dije que lo comprendíamos y que, en lo que se refería a las operaciones de búsqueda, trabajaríamos a sus órdenes. Después le hablé de Manny Mannix.
Los oscuros ojos de Nino se llenaron de indignación. Resopló despectivamente y me dijo:
—Ya tengo experiencia de eso. Tan pronto como olfatean el oro, todos los buitres acuden al despojo. Como a veces, en efecto, hay despojos, he traído esto conmigo.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña «Biretta» azul a la que la luz de las estrellas arrancó pálidos destellos. Nino suspiró.
—Espero no tener que utilizarla nunca. Vine a este país en busca de paz. Pero donde hay oro nunca hay paz.
Sabía que Pat me estaba observando desde el otro extremo del banco de popa, pero no me atrevía a mirarla a los ojos.
Era más de medianoche y nos quedaban aún tres horas de viaje. Si deseábamos comenzar a trabajar a primera hora de la mañana teníamos que tratar de dormir lo que pudiésemos. Me puse al timón y los mandé a los tres a dormir. Cuando avistase la isla llamaría a Johnny para que pilotase el barco por el tortuoso paso de los arrecifes.
Antes de bajar al camarote Pat me echó los brazos al cuello y me besó.
—Buenas noches, marino.
—Buenas noches, cariño.
Me quedé solo. Oí las voces de mis dos amigos y de mi amada mientras disponían las literas. Apagaron la luz del camarote y, a través de la puerta abierta, llegó hasta mí el rojo resplandor del cigarrillo de Nino. Luego, la noche fue mía y, con ella, el mágico rumor del viento, el hechizo de las estrellas y el blanco impulso de las velas.
Por la mañana Nino Ferrari tomó el mando de nuestro pequeño batallón. Se plantó delante de la tienda grande, con el sol brillando sobre su pequeño y musculoso cuerpo, y comenzó a dar órdenes resuelta y escuetamente.
—Tenemos que bucear desde el «Wahine». La lancha es demasiado pequeña.
Miré a Johnny y éste asintió.
—De acuerdo por mi parte, Renboss. Le llevaré donde haga falta.
Nino prosiguió:
—Llevaremos a bordo todo el equipo: pulmones, botellas, linternas… todo. Llevaremos también comida y agua para todo el día y el botiquín, por si tuviéramos algún accidente.
—Yo me ocuparé de eso —dijo Pat.
Nino asintió brevemente con un gesto y continuó:
—Tenemos que trabajar a veinte metros de profundidad. No es mucho. Permaneceremos bajo el agua por espacios de media hora con descansos intermedios de dos horas.
—¿Pero por qué?
—Porque hasta ahora lo único que ha hecho es bucear. No ha tenido que trabajar. El esfuerzo realizado dentro del agua produce una descarga mucho mayor y más rápida de nitrógeno en la sangre. El peligro de sufrir ataques es, por lo tanto, también mucho mayor. Con esos descansos disminuimos el riesgo y el cansancio.
—Haremos lo que usted diga, naturalmente. Sólo quería saber la razón. Pero ¿no ahorraríamos tiempo si descendiésemos de uno en uno y trabajásemos individualmente? De esa forma uno podría descansar mientras el otro trabajase.
Los brillantes ojos de Nino Ferrari se llenaron de ironía.
—Si fuera usted un experto en esta clase de trabajo, diría que sí. Pero no lo es y por ello es mejor que trabajemos juntos. Mejor y más seguro.
Sonreí sumisamente y formulé otra pregunta:
—¿Cómo sabremos la hora?
—Tengo un reloj —respondió Nino—. Un reloj que me han asegurado que funciona bajo el agua. Pero cuando se está muy ocupado es fácil y peligroso olvidarse del tiempo. Por eso Johnny lanzará un disparo al agua como señal. El sonido que produzca al penetrar en el agua se oirá abajo muy claramente. Cuando lo oigamos, subiremos.
—¿Qué ocurrirá si encuentran ustedes algo allí abajo? —preguntó Pat.
—Para depositar cosas pequeñas habrá un cesto lastrado que Johnny sumergirá en el agua cada vez que descendamos. Las cosas grandes, como —Nino sonrió pícaramente—, como un cofre lleno de oro, las izaremos atándolas con una cuerda… Y ahora, si no hay más preguntas, deberíamos cargar todo a bordo y empezar nuestro trabajo.
—Sólo una pregunta —dijo Pat—. ¿Dónde va a dormir Nino?
Fue Johnny Akimoto quien respondió a la pregunta… con demasiada prisa, pensé yo, aunque no podía imaginar la razón.
—Nino dormirá en la tienda grande con Renboss. Yo dormiré a bordo del «Wahine».
Y eso fue todo. Una sencilla pregunta y una sencilla respuesta, sin segundas intenciones. No podía explicarme por qué me preocupaba tanto.
Cuarenta minutos después el «Wahine» estaba ya anclado frente al rompiente, veinte metros por encima del «Doña Lucia».
Nino Ferrari y yo nos sentamos en el cuartel de la escotilla a beber té muy azucarado en tanto que Johnny ataba una cuerda a un cesto de los del pescado y Pat permanecía detrás de mí, con los brazos en jarras al estilo de las mujeres aborígenes, escuchando las últimas instrucciones de Nino.
—Cuando entremos en el interior del barco tendrá que tener cuidado. Fuera del espacio iluminado por la luz de la linterna no podrá ver gran cosa. Pero recuerde que habrá maderos y vigas, cubiertos de coral y de conchas de molusco, y toda clase de obstáculos. Si se roza con ellos puede usted cortarse hasta la tráquea.
Lo mismo había estado pensando yo. No era una perspectiva muy halagüeña. Pat se estremeció al solo pensamiento de los horrores que rodeaban aquel mundo desconocido para ella. Dirigiéndose a Nino, preguntó:
—¿Y respecto a lo demás, Nino? Los tiburones y… y…
Nino se echó a reír.
—¿Y los monstruos que se ven en las películas? Es cierto que existen monstruos en las profundidades, pero no suelen vivir en los huecos de los barcos. Hay peces peligrosos para los buzos, lo mismo que hay en tierra animales peligrosos. Pero, por lo general, los peces temen al hombre tanto como éste a ellos. Por otra parte —añadió santiguándose— la mano de Dios llega incluso hasta los más remotos fondos marinos.
—Aquéllos que se adentran en los mares conocen las maravillas de las obras del Señor.
Las palabras bíblicas llegaron por boca de Pat.
—Claman al Señor en su angustia y Él los socorre en la aflicción. —Nino añadió el versículo en italiano y luego se puso en pie—: Es hora de que empecemos, amigos. ¡Ánimo!
Nos pusimos el equipo y nos deslizamos al agua por una cuerda. Aquella vez yo llevaba, sujeta al cinturón, una gran linterna forrada de goma. Fuimos nadando hasta el cable del ancla y asidos a él nos sumergimos en la azulada penumbra de las aguas. Nino iba detrás de mí y cuando le miré hizo una señal de aprobación. Luego, nos encontramos en el fondo, como dos hombres-pez, en medio de un prado ondulante de hierbas rítmicamente mecidas por un silencioso viento. Los restos del «Doña Lucía» se hallaban a unos treinta metros de nosotros.
Nadé hasta colocarme a la altura de Nino y llamé su atención agarrándole por el hombro. Me sonrió tras la máscara, asintiendo con la cabeza. Vimos descender el cesto que nos enviaba Johnny y continuamos avanzando.
Llevé a Nino hasta la cubierta y le señalé el oscuro agujero rodeado de algas. Iluminó el interior con la linterna y vimos que había sido invadido por una profusión de plantas marinas. Los desnudos brazos coralinos cubrían el suelo aquí y allá y una pequeña cabalgata de peces de brillantes colores atravesó lentamente el haz luminoso para sumergirse de nuevo en las tinieblas.
Nino apagó la linterna y me indicó que le siguiera. En la parte más alta del plano inclinado que formaba la cubierta, al pie de la primera plataforma, había un mamparo en el que se abría una puerta que no era ya más que un deforme agujero festoneado de algas. Nino iluminó el interior con la linterna, volvió a apagarla tras un breve examen y siguió ascendiendo. Aún no sabíamos si la abertura conducía a la cámara principal o simplemente a un pasillo de acceso.
El mamparo de la otra plataforma tenía también una abertura, pero aquélla conducía, sin duda, a un camarote. Probablemente el del capitán. Aquella parte sería la primera que explorásemos cuando hubiéramos terminado de reconocer la popa. La otra parte de la cubierta era más estrecha; estaba rodeada de antepechos de madera tallada y rematada por una especie de figura esculpida. Me habría gustado limpiarla de moluscos, algas y coral para poder examinarla detenidamente, pero tanto nuestro tiempo como nuestras fuerzas y el aire de que disponíamos eran limitados. No podíamos desperdiciarlos en menudencias de anticuario.
Entonces Nino tomó la iniciativa e, indicándome que le siguiera, volvió junto a la entrada que se abría en el mamparo de la segunda plataforma que habíamos examinado y esperó a que me uniera a él.
Fue un momento espeluznante. Yo había logrado dominar con la práctica, mis primeros temores en la silenciosa penumbra de las aguas… Los había dominado, pero aún no habían desaparecido. De pronto parecieron agolparse nuevamente en mi ánimo, más intensos que nunca…
Me asaltó el miedo a la oscuridad, el miedo a los monstruos desconocidos que podían ocultarse en las tinieblas. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y mi piel se cubrió de nuevo de signos evidentes de la sensación que me dominaba. Nino sonrió tras la máscara y me puso una mano en el hombro, tratando de restablecer mi confianza. Encendió la linterna.
No había monstruos. Sólo peces. Peces, algas y agua, y tras ellos una nueva oscuridad que mi linterna me ayudaría a disipar. La encendí y seguí a Nino, entrando en el camarote.
Me di cuenta de que a mi derecha habían dos grandes ojos fijos en mí. Giré súbitamente y, dirigiendo a ellos el haz de mi linterna, comprobé que eran los de una simple caballa que, con un rápido movimiento de su cola, desapareció en la oscuridad.
Nino se volvió y me hizo señas para que me aproximase a él. Cuando lo hice, vi que nos hallábamos ante un tabique cubierto de moluscos y puntas de coral que para mí, como novicio, carecía del menor interés. Surgían de él unas proyecciones que podrían haber sido parte de las vigas del viejo barco. Tenía una depresión en la que podría haberse alojado alguna litera en otro tiempo y, junto a ella, había una masa informe que parecía corresponder a una antigua mesa de camarote. No había nada más…, nada, sino una espesa y ondulante capa de algas de entre las que surgían una y otra vez grupos de pequeños e inquietos pececillos.
Dirigimos nuestras linternas hacia arriba. Del techo colgaban también masas de algas. Alcé la mano y palpé el débil relieve de una viga, cubierto por una espesa capa gelatinosa. Proyecté el haz luminoso a lo largo de la viga y distinguí una protuberancia informe que guardaba, no obstante, una vaga semejanza con una antigua lámpara de aceite. Clavé en ella mi cuchillo y se desprendió, cayendo lentamente al suelo.
Nino me dirigió un gesto de impaciencia, con el que parecía conminarme a que no me ocupara más de aquello, y se arrodilló en el suelo arenoso del recinto.
Yo hice lo mismo. Le observé mientras escarbaba la arena y las conchas con el cuchillo. Al parecer estaba tratando de averiguar el espesor de la capa que los seculares sedimentos habían formado sobre las planchas de madera del barco. A unos cuarenta y cinco centímetros dimos con la esponjosa madera del suelo.
Nino se levantó e hizo un gesto negativo. Bajo cuarenta y cinco centímetros de arena no podía ocultarse cofre alguno. A continuación se dirigió hacia el otro extremo del camarote, donde el declive del suelo había acumulado mayor cantidad de arena.
Nino era un sagaz experto. Sabía lo que se traía entre manos. Volvió a arrodillarse y empezó a escarbar la arena con el cuchillo y con las manos, palpando siempre antes el terreno con las yemas de los dedos. Yo escogí un punto situado a un metro de él, aproximadamente, y comencé a realizar la misma operación.
Apenas llevaría tres minutos escarbando cuando toqué algo que era, sin duda, madera. Acerqué la linterna, pero no pude ver nada.
Se apoderó de mí un frenesí desesperado y continué escarbando con la avidez del perro que trata de desenterrar su hueso. Nino se acercó a mí inmediatamente y moviendo su índice en un gesto de reprobación me indicó que aquél era un peligroso método de trabajo. Se arrodilló a mi lado y empezó a escarbar conmigo. La arena flotaba en torno a nosotros en una auténtica polvareda que nos impedía ver con claridad. Tan pronto como retirábamos un puñado de ella dos iban a rellenar el hoyo. Pero, tras varios minutos de fatigoso esfuerzo, conseguimos identificar mi hallazgo.
Era el extremo de un antiguo cofre todo él forrado de metal.
En aquel mismo momento oímos un sonido semejante al chasquido de una rama de árbol. Fue el disparo de Johnny. Teníamos que regresar a la superficie.
Miré a Nino señalando el cofre. Comencé a gesticular, abogando por que nos quedásemos allí unos minutos más. Pero movió la cabeza inflexiblemente y en sus ojos vi reflejada la determinación.
—¡Arriba! —señaló con la mano.
Lenta, muy lentamente, volvimos al «Wahine» mientras la arena sepultaba de nuevo el cofre del «Doña Lucía».