Así con fuerza el sedal y tiré de él una vez, dos veces, tres. Dejé de oír el ruido del motor y, al mirar hacia arriba, vi que la hélice daba sus últimas revoluciones. El impulso de la lancha me empujó contra la cubierta del «Doña Lucía». Solté el cable y, exhalando un chorro de burbujas, descendí blandamente hasta tocar el fondo.
Cuando intenté apoyarme contra el barco me arañé las manos con la áspera capa de diminutas conchas y afilados corales que cubrían su viejo maderaje. Saqué mi cuchillo de la vaina y raspé enérgicamente un pequeño sector de la cubierta hasta llegar a la esponjosa madera del galeón.
Pasando entre una turba de asustados pececillos que huían en desbandada, continué ascendiendo por el borde de la cubierta y me detuve de nuevo para raspar una parte de la barandilla, librándola de los siglos de adherencias submarinas con la punta del cuchillo. Algo más arriba, hacia el centro de la cubierta, se abría un gran agujero, rodeado por una frondosa masa de algas parduscas. Me detuve tratando de ver si se distinguía algo en su interior, pero retrocedí casi instantáneamente, intimidado por la absoluta oscuridad, volviendo a arañarme las manos y los brazos al asirme a los bordes de la siniestra oquedad. Había olvidado llevar conmigo la linterna, puesto que nunca había imaginado que pudiéramos hallar el barco tan pronto. Pero tiempo habría de hacer que nos revelase el misterio de sus silentes entrañas.
En la parte superior de la inclinada superficie de la cubierta había una gran plataforma, sobre la que, a su vez, se apoyaba otra, de menores dimensiones. La parte convexa del galeón se hallaba rematada por una pequeña estructura que debía ser la cornisa del puente de popa.
Me sentía embargado por la emoción de mi triunfo y necesitaba compartirlo con alguien. Tiré cuatro veces del sedal y, antes de que hubieran transcurrido cinco segundos, vi la silueta de Johnny Akimoto proyectarse en la penumbra de las aguas como la de un ángel vengador, armado de su arpón.
Cuando estuvo cerca de mí, empecé a bailar y a gesticular, lleno de alegría, señalando mi hallazgo y balbuciendo entrecortados gritos de júbilo que el tubo del aire y el agua sofocaban, transformándolos en cómicos gruñidos.
Cuando Johnny se dio cuenta de la situación, se llevó las manos a la cabeza, distendiendo los labios en una espontánea sonrisa. Se aproximó a mí y me puso una mano en el hombro con la sorpresa reflejada en sus ojos. Luego, empezó a ascender, indicándome por señas que le siguiera.
Lo hice lentamente, recordando a tiempo las lecciones que había aprendido y consciente de que ni siquiera el más fabuloso tesoro podía compensar la dolorosa agonía de una descompresión demasiado rápida.
Pat y Johnny me izaron a bordo de la lancha e inmediatamente comenzamos los tres a gritar y a abrazarnos riendo como chiquillos; Pat y yo nos besábamos, Johnny bailaba y la lancha se bamboleaba de un lado a otro enloquecida, como si también ella quisiera participar del general alborozo.
Pero Johnny Akimoto fue el primero en sosegarse, haciéndonos volver a la realidad.
—Antes de irnos, Renboss, deberíamos tomar medidas para poder reconocer este lugar fácilmente cuando volvamos.
—Tienes razón, Johnny. Tendremos demasiado quehacer para ocuparnos en buscar el emplazamiento del barco cada vez que intentemos efectuar un nuevo descendimiento.
Hicimos una sencilla demarcación triangular, alineando uno de los picos de la isla con un alto pándano y el otro con una gran roca a la que Pat bautizó con el nombre de «Cabeza de Cabra». Hicimos una prueba, dando un amplio rodeo en la lancha y colocándonos de nuevo en el punto exacto. Luego, más simbólicamente que con otra intención, arrojamos una de las balizas sobre la tumba del «Doña Lucía».
Yo expresé mi deseo de descender de nuevo cuando hubiésemos almorzado, pero Johnny Akimoto se opuso, moviendo la cabeza negativamente y diciendo:
—No, Renboss. Basta por hoy.
Protesté enérgicamente:
—Al diablo con tanta precaución, Johnny. Tenemos toda la tarde por delante.
—Johnny tiene razón… Compréndelo, Renn —añadió Pat Mitchell tuteándome tranquilamente—. Has hecho en unas horas más de lo que pensabas haber hecho en varios días e incluso en varias semanas. Además, ¿qué otra cosa podrías hacer hoy ahí abajo?
—Quiero echarle un vistazo.
—No tiene usted luz, Renboss —dijo Johnny—. Además le puedo decir ahora mismo lo que puede encontrar en ese agujero.
—¿Cofres de oro? —pregunté sonriendo.
—No. Cofres de oro, no —contestó Johnny.
—¿Entonces, qué?
—Agua, Renboss. Agua, peces y arena… toneladas y toneladas de arena.
La sorpresa me impidió responder. Mi triunfo se desvaneció como un globo pinchado.
—Es cierto, Renn. —Pat Mitchell puso una mano en mi rodilla, cariñosamente—. Eso les pasa a todos los barcos hundidos, ¿no es así? Se llenan de arena. Seguramente ya lo habías supuesto, ¿verdad, Renn?
Moví la cabeza lentamente.
—Debería habérmelo imaginado, pero no fue así. Tenía tanta ilusión por encontrar el dichoso barco que no me detuve a pensar lo que podría ocurrir una vez lo encontrase. Bueno… ¿y qué hacemos ahora?
—Ahora tenemos que comer —dijo Pat rápidamente.
Sacó de la caja de madera varios bocadillos de carne, tortas, galletas untadas de mantequilla y queso y cuatro tabletas de chocolate. Nos sirvió el té y continuamos hablando mientras comíamos.
—Renboss —dijo Johnny—, hoy hemos encontrado el barco. Eso era lo primero y lo más importante. Lo que hemos visto usted y yo ahí abajo, prueba que una gran parte de él está hundido en la arena. Sólo tiene fuera algo menos de la mitad. Y yo le pregunto a usted, que sabe de estas cosas: ¿en qué parte transportaría el oro?
—Supongo que en la popa, Johnny, en el camarote del capitán; debajo del puente de popa. Cuando volvamos al campamento te haré un dibujo, para que te hagas una idea de cómo solían ser estos barcos.
—Entonces —dijo Johnny— la primera posibilidad… nuestra única posibilidad, es que el tesoro esté todavía en la popa del barco, bajo las primeras capas de arena.
—Eso es.
—Si se encuentra en cualquier otro sitio, no lograremos nunca llegar a él, de no ser con ayuda de un barco de salvamento, que podría extraer la arena. Pero a pesar de eso —prosiguió encogiéndose de hombros— estas cosas no siempre salen bien. Eso ya lo sabe usted.
Pat Mitchell había estado escuchándonos atentamente. Sus inteligentes ojos negros tenían una expresión vivaz e inquisitiva.
—Parece usted estar pensando en algo concreto, Johnny. ¿De qué se trata?
—Se trata de lo siguiente, señorita Pat —dijo Johnny—. Renboss y yo sabemos poco de estas cosas. Yo soy sólo un buceador. Aprendí a bucear cuando era muy joven, pero no puedo permanecer bajo el agua más que unos minutos. Renboss ha aprendido a bucear y a explorar, pero no sabe más que eso.
Lo que decía era cierto. No había respuesta para la aplastante lógica del isleño.
Pat Mitchell volvió a preguntarle:
—¿Qué cree usted que podríamos hacer, Johnny?
—Renboss tiene un amigo… el que le hizo el equipo.
Pat me miró. Yo asentí.
—Sí, así es… Nino Ferrari. Fue hombre rana en la marina italiana, durante la guerra.
—De modo que —prosiguió Johnny muy serio— ese hombre es un profesional. Sabe cómo organizar un salvamento. Sabe qué herramientas se necesitan y cómo utilizarlas. Renboss me ha dicho que prometió venir si le necesitábamos para algo. Y yo digo que ahora le necesitamos:
Siempre Johnny. Johnny, el hombre sin patria, el extranjero, con un cerebro de los mejores en constante actividad tras la oscura y brillante piel de su frente.
Le sonreí agradecido, dándole una palmada en el hombro.
—Eso es, Johnny. Vamos a organizar una excursión. Mañana por la mañana, a primera hora, saldremos hacia Bowen. Telefonearé a Nino Ferrari y le pediré que venga lo antes posible con todo el equipo de que disponga. Ya que vamos a Bowen, llevaremos las botellas vacías para enviarlas a rellenar a Brisbane. ¿Qué te parece, capitán?
El oscuro rostro de Johnny se iluminó con una sonrisa.
—Me parece estupendo, Renboss. ¿Llevaremos a la señorita Pat?
—Llevaremos a la señorita Pat.
—Magnífico. Así podré enseñarle mi «Wahine» y demostrarle cómo navega, ¿eh?
El almuerzo continuó en un ambiente de gran cordialidad. Cuando terminamos tiramos las sobras por la borda para alimentar a los peces, fregamos los platos en el agua, pusimos en orden nuestras cosas e izamos el cable del ancla.
Entonces vimos la avioneta.
Era una vieja «Dragón Rapide» de las que utilizan los agricultores para fumigar los campos y los ganaderos alquilan para viajar durante la estación de las lluvias. Procedía del Oeste, de Bowen. Volaba baja y oíamos la trepidación del motor con toda nitidez. Al aproximarse a la isla, el piloto viró, inclinando el aparato, y dio una gran vuelta, pasando por encima de nosotros. Volaba tan bajo que pudimos ver su rostro y el de su único pasajero, aunque sin distinguir las facciones. Se alejó y volvió al virar para acercarse de nuevo a la isla. Aquella vez después de volar muy bajo sobre la playa, volvió a volar sobre nosotros. Tras ello se alejó, desapareciendo en dirección a la costa.
Nos miramos los tres.
—Debe ser un turista rico —comentó Pat.
—O quizá Manny Mannix —murmuré yo sombríamente.
Johnny apretó los labios y no dijo nada.
—¿Quién es Manny Mannix, Renn?
—Te lo diré luego —repuse escuetamente—. Vamos, Johnny, volvamos a la playa.
Johnny puso en marcha el motor. Dimos la vuelta y nos dirigimos a la playa.
Aquella noche, por vez primera desde hacía años, paseé a la luz de la luna con una mujer. Nos sentamos en la oquedad de un pándano, resguardados de la brisa marina y reclinados contra una mullida capa de césped, las sarmentosas raíces del árbol tejían en torno a nosotros una espesa celosía. Por encima de nosotros sus grandes hojas danzaban al compás del viento en un tenue murmullo. Un blanco jengibre en flor esparcía sobre nosotros su intenso perfume y de entre las grietas de una roca próxima surgía un ramo de orquídeas silvestres. La plateada cinta del mar no era más que un susurro a nuestros pies.
Al principio hubo entre nosotros cierta tirantez. Empezamos a hablar de nimiedades, tratando de disimular nuestra inquietud, e incluso nos contamos algunos chistes, riéndonos como extraños que acabaran de conocerse en una fiesta. Luego, a medida que la placidez de la noche nos fue envolviendo y nos dejamos mecer por la melodiosa canción de las aguas, nos aproximamos más el uno al otro y comenzamos a hablar, muy bajito, casi en un susurro, de corazón a corazón. Le hablé de mi hermoso y breve romance con Jeannette… de nuestra llegada a la isla… de las circunstancias en que tuvimos que abandonarla… de los años de estéril angustia transcurridos desde que la dejé.
Le hablé de mis temores y de mis esperanzas, del espeluznante y prolífico mundo submarino… Le conté la pequeña odisea de la búsqueda del «Doña Lucía» y la aventura de mi encuentro con el tiburón aquella mañana. Pat apretó su mano contra la mía y sentí temblar su cuerpo.
Luego, cambiando de posición, se volvió hacia mí y me miró fijamente.
—Renn, quiero que me digas una cosa.
—¿Qué?
—¿De verdad te interesa el dinero?
La respuesta me pareció peligrosa y traté de eludirla.
—¿No le interesa a todo el mundo?
—Todo el mundo necesita dinero, Renn. La mayoría de la gente desearía tener más de lo que tiene. Pero no todos hacen del dinero el único y exclusivo fin de su vida.
No podía aducir nada en contra. No podía sino admirar la agudeza de la jovencita.
—¿Tiene alguna importancia para ti el que me interese o no el dinero?
—Sí, Renn, la tiene. —Su voz adquirió un tono angustiado, casi suplicante—. Sé lo que deseas hacer. Sé que crees que si logras tu tesoro, podrás liberarte de la vida que odias. Podría ser…, pero lo dudo.
—¿Y qué?
—Creo que ese dinero va a poner grilletes a tus manos, encadenando tu corazón.
Había tanta amargura en su voz y tanta angustia en sus ojos que me impresionó. La atraje hacia mí y adopté un tono festivo.
—Vamos, cariño. ¿Qué es eso? ¿Un sermón sobre los siete pecados capitales?
Me miró súbitamente enfurecida.
—¡Sí! Si prefieres interpretarlo así. Si lo tomas con la intención que yo lo digo no verás en ello sermón alguno. Es… es algo que odio y que me da miedo.
—¿El dinero? ¿Aquello por lo que trabajamos durante cincuenta semanas al año?
—No, Renn. El dinero no, sino la codicia del dinero. Ese tedioso y desmedido anhelo. El temor y el odio que leí esta mañana en tus ojos cuando miraste a la avioneta y pensaste en Manny Mannix.
El aguijón se clavó en mis entrañas y sin dar tiempo a que el dolor me abatiera, pregunté agriamente:
—¿Codicia? ¿Odio? ¿Temor? ¿Qué demonios sabes tú de eso?
—Muchísimo, Renn. He vivido en su compañía durante veinte años. Mi padre es un hombre rico y no ha conocido un momento de felicidad en su vida.
No podía objetar nada. Mi irritación se desvaneció y pregunté:
—¿Es eso todo?
Se volvió a mí con los ojos encendidos alzando el mentón orgullosamente.
—No, Renn, no es todo. Por primera vez en mi vida he encontrado un hombre al que puedo respetar y admirar… incluso amar, si él me deja. Quiero que luche; que sea capaz de luchar por algo con todas sus fuerzas. Pero quiero que, si pierde, sepa sonreír para poder sentirme orgullosa de él aún entonces. Ahora ya lo sabes, Renn. ¿Nos vamos?
—¿Irnos?
La tomé entre mis brazos y la estreché fuertemente contra mi pecho. La besé y sus labios me respondieron anhelantes. Se abrazó a mi pecho y la sentí estremecerse…
El mar enmudeció súbitamente y las estrellas desaparecieron del firmamento. Si la luna se hubiera precipitado en los abismos no nos habríamos dado cuenta.
A la mañana siguiente Johnny nos llevó a Bowen en el «Wahine». Soplaba una suave brisa y Johnny surcaba las aguas con su acostumbrada destreza, feliz y orgulloso de sí mismo y de su barco. La mar estaba serena y el cielo limpio, de un azul intenso. Pero en Bowen el calor era sofocante. Del malecón a la calle principal avanzamos entre nubes de polvo.
Johnny se dirigió al garaje, entre un par de bidones vacíos, para comprar gasolina. Pat tenía que hacer algunas compras y yo fui a Correos para telefonear desde allí a Nino Ferrari.
El servicio interurbano funcionaba mejor aquella mañana y veinte minutos después de haber solicitado la conferencia con Sidney, me encontraba hablando con Nino.
—Nino, soy Renn Lundigan.
—¿Va algo mal, Renn? ¿Tan pronto?
La voz de Nino se oía lejana, pero a pesar de ello, capté su inquietud.
—No, Nino, de momento no hay nada que vaya mal. Eso ocurrirá más adelante, seguramente. No quisiera decir demasiado. Es mejor que usted me pregunte y yo le conteste. Le hemos encontrado, Nino.
—¿Que lo ha encontrado? ¿El barco?
Habíase elevado la voz a causa de la sorpresa.
—Eso es.
—¿A qué profundidad?
—A veinte metros.
—¿Está al descubierto?
—La mitad, aproximadamente. La parte de atrás.
—¿Arena o coral?
—Arena.
—¿Mucha?
—Mucha, Nino. Muchísima.
Me faltaba poco para oír funcionar los engranajes del metódico cerebro de Nino.
—Comprendo, amigo. Comprendo. ¿Desea usted que vaya?
—Sí; tan pronto como pueda. Traiga el material que vaya a necesitar. Yo pagaré el transporte aéreo.
—Será poco. Si no lo consiguiéramos con lo que lleve, sería necesario realizar una operación de salvamento de altos vuelos. ¿Comprende?
—Comprendo. ¿Podría usted llegar aquí esta noche?
Nino pareció dudar un momento. Luego hizo chasquear la lengua y preguntó:
—¿Dónde es aquí?
—Bowen. Hay un vuelo nocturno desde Sidney. ¿Podría usted venir?
Nino hizo chasquear la lengua de nuevo.
—Va usted muy de prisa, amigo mío.
—Tengo que hacerlo, Nino. Podríamos sufrir… interrupciones.
—¿Entonces será mejor que vaya preparado, no?
—No sería mala idea. Le recogeremos en el aeropuerto e iremos derechos al barco. Eso es todo, Nino. Si no llega usted a coger el avión, envíeme un telegrama al aeropuerto.
—Así lo haría —contestó Nino—. Arrivederci.
—Hasta luego, Nino. Dese prisa.
Colgué el auricular. Al salir de la cabina tropecé con un hombre vestido de blanco que se apoyaba contra la puerta de la cabina contigua. Cuando me volví hacia él para disculparme, retiró el puro de su boca y me sonrió.
—Buen trabajo, comandante —me dijo Manny Mannix.