Una de las ramas de brezo chisporroteó ruidosamente y surgieron del fuego nuevas llamas. Las golondrinas de la pisonia gigante se alborotaron por un momento para volver a quedar silenciosas. Se oía el rumor distante del oleaje batiendo contra el rompiente, el ligero susurro del viento y el murmullo constante de las hojas.
Entre las tres personas sentadas en torno al fuego reinó un prolongado silencio. Después, Pat Mitchell volvió a hablar. Su voz era firme y resuelta.
—¿Me llevará usted a la costa, Johnny?
Johnny contestó desde la penumbra:
—Eso es Renboss quien debe decidirlo, señorita Pat. Yo trabajo para él. Ésta es su isla.
Y así fue como vino a caer sobre mis hombros el deber de decidir, en un momento en que no sentía el deseo ni la necesidad de hacerlo. De pronto me irrité y dije bruscamente:
—¿Desea usted marcharse?
—No.
Me levanté y arrojé el cigarrillo lejos de mí. Oí salir mis palabras atropelladamente, sin reconocer mi propia voz.
—Entonces, si puede usted andar, podrá también trabajar. Podrá cocinar y ordenar el campo. Podrá husmear por los arrecifes allí donde yo le diga. Podrá quedarse en el bote mientras Johnny y yo buceamos. Y, por lo que más quiera, estese calladita y no meta las narices en nuestros asuntos.
Tras tan galante filípica los dejé y me fui a la playa, no sin que me siguiera la incómoda sensación de que me había comportado como un estúpido.
La luna, grande y fría, flotaba en la púrpura del atardecer. Su silueta luminosa se mecía sobre las aguas en una ondulante lámina de plata. El «Wahine», anclado en medio de ella y con las velas recogidas en los mástiles, parecía un buque fantasma.
A lo lejos se distinguía la blanca línea de espuma del rompiente. Veía las aguas inquietas agitándose contra las rocas y la boca del canal rompiendo la larga línea de corales. Desde donde estaba podía precisar, sin temor a equivocarme, el emplazamiento de las pozas en que Pat Mitchell había encontrado su moneda y Jeannette y yo la nuestra.
Jeannette… Me di cuenta, de pronto, de que no había pensado en ella desde hacía mucho tiempo. Traté de recordar su rostro y no pude. Eran otras las facciones que acudían a mi mente, formando una y otra vez la imagen de un pequeño rostro moreno y lleno de encanto, realzado por el esplendor de una espesa cabellera negra. Era inútil tratar de recordar… Miré al horizonte, a las aguas ya sumidas en tinieblas, y me dije que había llegado el momento de empezar a trabajar. Al día siguiente, por lo tanto, iniciaríamos la búsqueda del «Doña Lucía».
Al día siguiente Johnny y yo escogeríamos un sector de la plataforma exterior y recorreríamos su fondo palmo a palmo en busca de un viejo galeón hundido hacía más de dos siglos. Y si no lo hallábamos allí, tendría que hacer acopio de valor y abandonar la seguridad de la plataforma para adentrarme en el seno azul del océano.
Penetraría en un continente de titanes, morada de enormes rayas voladoras, que avanzaban como inmensos murciélagos por las tinieblas azules, de fieros tiburones y de siniestros pulpos gigantes. Descendería a los límites alucinantes del mundo donde los detritus de las capas superiores servían para alimentar aquellas otras vidas, tenebrosas, sin nombre, primitivas, de los fondos marinos.
Sentí frío, de pronto, y tuve miedo.
Los pasos de Johnny Akimoto en la arena me sobresaltaron, sacándome de mi abstracción.
—La señorita Pat le da las gracias, Renboss.
—Soy un estúpido, Johnny…, un maldito estúpido.
—No, Renboss —dijo Johnny—, ningún hombre es un estúpido cuando hace lo que le dicta el corazón.
—No se trata de mi corazón, Johnny, sino de… de las circunstancias. Mañana tenemos que empezar a trabajar.
—Sí, Renboss.
Señalé con el brazo extendido la zona de arrecifes donde habíamos encontrado las monedas.
—Tiene que estar por allí, Johnny. Treinta o cuarenta metros a la derecha del canal, entre los arrecifes y la gran «cabeza de negro».
—Es una zona muy amplia.
—Por eso es por lo que empezaremos a trabajar mañana.
—La señorita Pat dice que podemos utilizar su lancha, Renboss. Es más grande que nuestro bote y de más fácil manejo en esas aguas.
—No, Renboss; no es astuta. Quiere demostrarnos que está agradecida por haberla permitido quedarse.
—Tal vez, pero sabe lo que quiere, ¿no crees? —repuse encogiéndome de hombros.
—Sí, Renboss; sabe lo que quiere.
—¿Y qué es lo que quiere, Johnny?
—¿Por qué no se lo pregunta usted a ella? Que descanse, Renboss.
Me dirigió una amplia sonrisa, dio media vuelta y se marchó.
Volví a la tienda, dando un paseo por la playa. Me lavé los dientes y me remojé la cara en el cubo, apagando el fuego con el resto del agua. Me quedé un momento mirando cómo se extinguía en una nube de vapor y luego aflojé los vientos de la tienda para evitar que la humedad de la noche tensara demasiado la lona. Me quité la camisa y los zapatos y me tumbé en el catre, echándome la sábana por encima. Encendí un cigarrillo y estuve contemplando durante unos segundos el hipnótico resplandor de su combustión, que destacaba en la oscuridad con mágico atractivo.
Del otro lado de la tienda llegó hasta mí una voz débil y vacilante.
—¿Renn?
—¿Qué hay?
—Gracias.
—No tiene usted por qué darme las gracias. He hecho lo que deseaba hacer.
—Gracias por eso, también.
—¿Quiere usted un cigarrillo? —pregunté en voz baja.
—Sí, por favor, Renn.
Retiré la sábana, crucé la tienda, le di un cigarrillo y se lo encendí. Al tenue resplandor de la cerilla, las gráciles líneas de su rostro destacaron, suaves y elegantes como las de un medallón clásico. Permanecí contemplándola hasta que la llama se consumió entre mis dedos. Tiré la cerilla al suelo y la cubrí de arena con la punta del pie. Después, volviéndome a ella, le dije bruscamente:
—Será mejor que mañana se traslade usted a su tienda.
—Sí, Renn.
—Que descanse.
—Igualmente, Renn.
Volví a mi cama y me eché una manta porque tenía frío. Tardé mucho, muchísimo tiempo en dormirme.
Por la mañana, durante el desayuno, trazamos nuestro plan para la jornada. Como había subido la marea, tendríamos que dejar para más tarde nuestra exploración de las pozas en busca de restos del antiguo naufragio. El mar estaba en calma, por lo que podíamos iniciar la búsqueda en la plataforma exterior, comenzando junto a las mismas rocas del rompiente y avanzando desde allí poco a poco hasta el mismo borde de la plataforma. Durante mi entrenamiento había consumido un tercio del aire de las botellas. Deberíamos ser precavidos y administrar bien el resto, puesto que lo necesitaríamos, no sólo durante la búsqueda, sino también durante las operaciones de rescate del tesoro, si llegábamos a encontrar al «Doña Lucía». Esto me preocupaba. El trabajo submarino es lento; teníamos que cubrir un área muy extensa y si habíamos de descender a mayor profundidad sería aún más lento. Entonces Pat nos expuso su idea.
Lastraríamos el cable del ancla con plomo del lastre del «Wahine», procurando que quedase a unos dos metros del fondo de la plataforma. Yo descendería, me colgaría del cable y Pat y Johnny me arrastrarían con la lancha una y otra vez hasta examinar toda la plataforma exterior. De tal forma podríamos llevar a cabo la operación en unas cuantas horas, siempre que durante ellas persistiera la calma. Me ataría un sedal al cinturón, cuyo otro extremo sostendría Johnny, y mediante él podría indicarles si deseaba que se detuviesen para poder explorar con mayor detenimiento una zona determinada o si me amenazaba algún peligro. Era un procedimiento sencillo que resultaba muy económico y con el que ahorraríamos tiempo. Pat Mitchell se llenó de alegría cuando lo aceptamos.
Dejamos a Pat fregando los platos y ordenando el campo y Johnny y yo llevamos la lancha hasta el «Wahine». Johnny improvisó una bolsa con un trozo de espesa red y metió en ella el plomo que necesitábamos, atándola por la parte superior con una gruesa cuerda. Nos llevamos tres cilindros de aire comprimido, que serían suficientes para cuatro horas de trabajo, dejándonos, además, un pequeño excedente para caso de emergencia. Johnny tomó consigo uno de los rifles que guardaba en la alacena del camarote y se guardó tres cargadores de municiones en el bolsillo del pantalón.
—Por si acaso, Renboss —me dijo sonriendo.
Después cogió un largo astil de madera esmaltada, parecido al mango de una maza de golf, con una punta de flecha en el extremo.
—¿Para qué es eso, Johnny?
—Es un arpón de pesca.
—¿Para mí?
Mostró sus blancos dientes en una alegre sonrisa.
—Para mí, Renboss. Por si se ve usted en algún aprieto y tengo que bajar a ayudarle.
Era evidente que nos hallábamos embarcados en una seria y peligrosa aventura cuyo fin podía ser tanto la riqueza como la muerte.
Lo cargamos todo en la lancha y Johnny, tan meticuloso como de costumbre, engrasó el motor fuera borda, lo limpió, y llenó el depósito de gasolina. Entonces volvimos a la playa.
Pat Mitchell se hallaba esperándonos. Había preparado la comida y ya había colocado cuidadosamente en una caja de madera junto con una marmita de té frío. Sonrió contenta cuando elogié su previsión.
Llevaba una camisa a cuadros con el cuello abierto, pantalones cortos de sarga y una gorrilla de lona cómicamente ladeada cubriendo parte de su hermoso pelo negro. Su cuerpo, pequeño, moreno y perfecto despertó en mí el deseo.
Cargamos la lancha, la empujamos hasta el agua y, poniendo en marcha el motor, surcamos las tranquilas aguas de la albufera en dirección a la boca del canal. Entonces reparé en dos objetos que debieron pasarme desapercibidos cuando Johnny y yo cargamos la lancha. Se trataba de dos flotadores de cristal, forrados con sendas redes, de cada uno de los cuales pendía un lastre de plomo.
—Son balizas —dijo Johnny—. Las utilizábamos para pescar langostas. Ahora nos servirán para señalar dónde empezamos y dónde terminamos. Nos moveremos entre ellas trasladándolas a medida que avancemos. Cuando terminemos los retiraremos.
Atravesamos el canal fácilmente y continuamos a lo largo del rompiente, colocamos las balizas a ambos extremos de la zona que íbamos a explorar. Luego detuvimos el motor y sumergimos el cable del ancla con la bolsa de lastre.
Había llegado el momento de la inmersión. Una extraña sensación me atenazó el estómago y noté un ligero sudor por todo el cuerpo. Me enjugué la frente con el dorso de la mano. Johnny Akimoto me dirigió una rápida mirada, sin hacer comentario alguno. Pat y él me colocaron el equipo submarino, pero yo sólo sentía las suaves manos de la joven contra mi piel. Bebí ávidamente varios tragos de té y la molesta sensación de mi estómago se desvaneció.
—Cuando notes dos tirones del sedal, Johnny, estaré listo para empezar. Si doy tres, estaré pidiéndoos que os detengáis. Cuatro significarán que estoy en peligro y que te necesito. ¿Está claro?
—Muy claro, Renboss —contestó Johnny.
—Buena suerte, Renn —dijo Pat Mitchell, inclinándose para besarme en los labios.
Deslicé la máscara hacia abajo y me la adapté perfectamente. Aprisioné entre los dientes el extremo del conducto de aire y me sumergí.
El peso del cinturón y del equipo me hizo descender cerca de un par de metros y, mirando hacia arriba, pude ver el casco romo de la lancha, las paletas de la pequeña hélice y el primer tramo del cable adentrándose en la penumbra azulada de las aguas.
Di media vuelta de campana y continué descendiendo perpendicularmente, procurando seguir la dirección del cable. Sentí el acostumbrado dolor en las fosas nasales y la obstrucción de las trompas de Eustaquio que, como siempre, también desaparecieron tan pronto como tragué saliva con fuerza. Un banco de peces pasó ante mí en una ráfaga azul y oro. Sus feos rostros parecían sonreír con el gesto burlesco de los payasos. El rompiente quedaba a unos diez metros a mi izquierda. El agua y la distancia le daban un extraño colorido, y la combinación de algas y corales, en torno a sus sinuosas grietas y a sus oscuras cavidades, hacían que pareciese un inmenso bosque encantado. Una pequeña raya pasó bajo mi pecho agitando grácilmente su amplia membrana natatoria y manteniendo rígida la aguda punta de su cola.
En la penumbra que rodeaba el rompiente distinguía el constante ir y venir de otros peces, grandes y pequeños, en una orgía de formas y tamaños. A mi derecha vi pasar lenta, parsimoniosamente, un pequeño banco de caballos cuyos dorsos relucían en mil destellos arrancados por los espesos rayos de luz que, aquí y allá, refractaban las aguas. Por fin llegué al fondo.
Pisaba arena, pequeñas conchas y residuos coralinos, pero no podía verlos. Me encontraba avanzando entre ondulantes algas de los más diversos colores y tonos. Algunas de ellas acariciaban mi piel como si fueran de delicada seda y otras la raspaban como manos callosas.
El lastre, suspendido del extremo del cable, colgaba a poco más de un metro del fondo. Miré hacia arriba y vi la forma ojival de la lancha recortada en la claridad de la superficie.
Acababa de asirme al cable e iba a indicar a Johnny que pusiera en marcha el motor, cuando vi al tiburón.
Era un gran ejemplar, de unos tres metros y medio, azul y lustroso, y se hallaba a menos de siete metros de mí. Llevaba varias rémoras adheridas al estómago y al extremo de sus aletas dorsales, y tres pececillos pilotos, inmóviles como él, colgaban de su frente.
Me estaba observando y sólo agitaba sus aletas caudales. Exhalé una bocanada de burbujas, pero el escualo parecía reacio a dejarse intimidar por tan infantiles artilugios. Me colgué del cable y agité violentamente los brazos con el propósito de impresionarle.
No se inmutó. Salté hacia él y entonces se alejó, volviendo acto seguido, con movimiento lento y solemne, para colocarse algo más cerca de mí.
Así firmemente el cable y traté de dar la alarma sin perder de vista al escualo, que, si se decidía a atacarme, cargaría a velocidad vertiginosa contra mí. Sólo me cabían dos soluciones.
Podía tirar del sedal que llevaba atado a la cintura y hacer que Johnny Akimoto se arrojara al agua con su arpón y su largo cuchillo. El tiburón podía atacarle a él también. Si Johnny le hería, la sangre atraería tal vez a otros escualos que se lanzarían ávidamente sobre su hermano herido para devorarle. En ese caso, aun cuando lográsemos escapar indemnes, tendríamos que dar por terminada nuestra jornada de trabajo, lo que para mí debía ser un último recurso. Escogí la segunda alternativa.
Di sólo dos tirones del sedal y segundos después oí el repiqueteo del fuera borda, que el agua magnificaba como un gigantesco altavoz. La lancha empezó a moverse.
Aquello pareció persuadir al tiburón que, con un rápido movimiento de su aleta caudal, giró en redondo y se internó en las sombras con tanta presteza como para sorprender a los mismos peces pilotos.
El cable se combó, arrastrándome tan suavemente por las aguas que tuve la sensación de estar flotando sobre un mullido colchón de plumas; mientras avanzaba, oteaba la penumbra en la que iba penetrando lentamente, escudriñaba las caprichosas formas de los escollos coralinos que tenía a mi izquierda y me extasiaba con los rayos de luz que surcaban las aguas a mi derecha, iluminando de forma misteriosa los fondos marinos.
La herbosa superficie del fondo ascendía y descendía en continuas ondulaciones, formando colinas de redondeadas cimas y pequeños barrancos. Había pequeñas grietas de coral, pero no distinguía signo alguno que pudiera acreditar el naufragio del viejo galeón en aquella zona. Son muchas las vicisitudes por las que puede atravesar un barco hundido en aguas coralinas. Si el hundimiento tiene lugar sobre una masa de arrecifes sumergidos, el coral absorberá al barco, creciendo sobre él como la jungla creció sobre los inmensos templos incas. Si, por el contrario, va a parar a un fondo arenoso, la arena llegará a cubrirlo, tal vez, pero es fácil que quede algún vestigio de la presencia del barco. También puede ocurrir que los azares de las corrientes y las mareas lo dejen completa o parcialmente al descubierto. En estos casos sus metales desaparecen, corroídos por la acción galvánica; los gusanos marinos carcomen su maderaje, crecen sobre él algas y plantas marinas de toda especie y prolíficamente los peces nadan una y otra vez a través de sus heridas, eternamente abiertas. Pero para siempre, hasta la consumación de los tiempos, quedará una señal, un vestigio, una cicatriz en el fondo del océano.
Estaba buscando, precisamente, esa señal.
La tensión del cable cedió por un momento y a continuación volvió a tirar de mí, haciéndome trazar un gran arco. La lancha había llegado al límite señalado por la primera baliza y se disponía a virar en redondo para recorrer el otro lado del sector que estábamos explorando. En efecto, tras habernos alejado del rompiente unos treinta metros, comenzamos a avanzar en sentido contrario al que habíamos seguido anteriormente. Miré hacia abajo y me estremecí al comprobar que, tan sólo un metro a mi izquierda, la exuberante pradera submarina se precipitaba en el abismo del océano.
La plataforma de la isla era más estrecha de lo que habíamos calculado y, por tanto, si el «Doña Lucía» se hallaba en ella, lo encontraríamos pronto o, de lo contrario, no le encontraríamos nunca. De pronto la penumbra se intensificó. Miré hacia arriba espantado. Una raya gigante avanzaba solemnemente a unos cuantos metros por encima de mí. Fascinado la vi detenerse unos segundos sobre mi cabeza y proseguir su curso, moviendo la enorme masa de su cuerpo con la ligereza de un pájaro. Me volví de espaldas a la dirección en que me arrastraba el cable y continué observándola durante un rato. Después giré de nuevo y volví a escudriñar las azuladas brumas que se extendían frente a mí.
Y allí, delante de mí, a unos veinte metros tan sólo, anonadado por la emoción de mi descubrimiento, vi el «Doña Lucía».
Su mole parecía estar surgiendo de los abismos marinos en un anhelo desesperado de luz. Se hallaba cubierto de algas y vegetación submarina de toda especie, y circundado por masas de arena y coral. Los bancos de peces, grandes y pequeños, entraban y salían de entre la frondosa jungla que coronaba el viejo galeón. Uno de sus lados era convexo y el otro era un plano inclinado, casi perpendicular al fondo marino. Al pie de este plano se distinguía una prominencia cilíndrica, semejante a un corto puntal, del que pendían, ondulantes, varias orlas de algas. A medida que el cable me acercaba más, comprendía que no había lugar a dudas: la parte convexa no era sino la alta proa de un barco español y la inclinada, su cubierta. El puntal era lo que quedaba del mástil.
Había hallado mi barco.