Capítulo IX

El sol canicular del mediodía ardía sobre el toldo de lona. Llevamos a Pat a la tienda; entre los árboles, y dejé que Johnny terminara de instalarla mientras yo iba a ponerme ropa seca y a preparar alguna excusa con la que romper el hielo.

Cuando volví la muchacha estaba sola, ligeramente incorporada en el catre y con un neceser en la mano. La miré y vi que era hermosa. Sus mejillas habían perdido la palidez de la enfermedad para iluminarse con una saludable lozanía, acentuada por los efectos del sol. Su pelo no aparecía ya lacio y desgreñado, sino brillante, cuidadosamente cepillado y peinado hacia atrás, con lo que destacaban la elegante línea de sus pómulos y la delicada y orgullosa prominencia de su firme mentón.

Sus ojos eran negros y estaban algo velados por la turbación del momento. Sus manos, de línea enérgica y ágil, reposaban sobre la colcha.

Era todo feminidad, pequeña y bien formada, como una de esas clásicas estatuillas de oro. El catre crujió cuando me senté sobre él. Saqué un cigarrillo y le ofrecí otro a la joven, pero lo rechazó con un gesto. Lo encendí, fumé durante unos segundos para calmar mis nervios y luego empecé a hablar:

—Señorita Mitchell… Pat…

—No, señor Lundigan; déjeme que sea yo quien lo diga.

Se inclinó hacia delante y habló seria, cuidadosamente, como si temiera olvidar las palabras que había preparado, como si las palabras, una vez dichas, no expresaran perfectamente su significado.

—Lo que le dije esta mañana fue imperdonable. Era innecesario y cruel y no sé por qué lo dije. O quizá sí lo sepa. Fue porque… porque usted me había visto sin ropas y no tenía derecho y… bueno… fue por eso y lo siento. Me iré cuando usted lo desee y nadie se enterará nunca de que he estado aquí…, nadie.

Después volvió a reclinarse contra las almohadas como si se hubiera quedado agotada. Me miró como si temiera lo que yo pudiera decir o hacer. Traté de sonreír, pero no tuve mucho éxito. La sonrisa es expresión de confianza y yo distaba mucho de experimentar tal sentimiento.

—Yo también lo siento —dije—. Ésta es la primera vez que he vuelto a esta isla desde que… desde que mi esposa y yo estuvimos aquí juntos. No puedo expresar lo que la llegada a la isla representaba para mí. Era como… como el regreso al hogar. No podía soportar la idea de que otra persona…

—¿Se entrometiera?

—Sí; tengo que confesarlo: se entrometiera. Pero usted no tiene la culpa. La culpa ha sido mía. Usted ni siquiera podía saber que la isla era mía. Estaba usted enferma. Usted… ¡Bueno, al diablo con ello! He sido un bruto. ¿Quiere que hablemos de otra cosa?

Ella se sonrió. El hielo estaba roto. Me pidió un cigarrillo, se lo di, se lo encendí y la conversación se desvió por otros derroteros.

Le dije que había oído hablar de ella en la costa. Le dije que el joven farmacéutico se había vuelto loco por ella y que había impresionado a todos los isleños, que no estaban acostumbrados a ver a una chica yendo de un lado para otro en una barquichuela. Le hizo gracia y se rió.

—¿Impresionado? Lo que han debido creer es que estoy loca.

—Yo también lo creo. Su lancha no ofrece ninguna garantía en estas aguas.

Se encogió de hombros.

—No corro ningún peligro si tengo cuidado y espero a que el tiempo me sea favorable. He tenido suerte casi siempre.

—¿Casi siempre?

Pat asintió.

—Cuando llegué aquí no tuve mucha suerte. Hacía mucho viento y el mar estaba revuelto. Eso no me preocupó demasiado, pero luego no podía encontrar paso por los arrecifes.

—¿Y qué hizo usted?

—Recorrí los arrecifes de arriba abajo hasta que lo encontré.

—Peligroso.

—Sí, mucho. No podía hacer otra cosa. Además, cuando encontré el paso, la corriente era tan fuerte que me parecía estar montando un caballo salvaje; pero no me ocurrió nada.

Miré sus pequeñas manos, que reposaban en la sábana. Su boca era también firme… firme y además sonriente.

La chica tenía brío y valor. Empecé a notar en mí cierta simpatía hacia ella. Pensé que aquello podía ser peligroso. Seguí haciéndole preguntas.

—Es usted naturalista. Es una vocación un poco rara en una mujer, ¿no cree?

Al oír aquello su mentón se elevó ligeramente.

—No veo por qué ha de ser rara. A mí me gusta, y además está bien pagado y me deja tiempo libre para hacer lo que se me antoje.

—¿Por ejemplo… esto?

—Exactamente.

—¿Y qué es lo que está usted haciendo precisamente ahora?

—Una tesis doctoral. La ecología del «Haliotis asinina». Vulgarmente, para que usted se entere, del «zoarces».

Con aquella respuesta me daba con la puerta en las narices y lo encontré divertido. A continuación le correspondía a ella preguntar:

—¿Y usted, Renn? ¿A qué se dedica ahora?

—Ya se lo dijo Johnny. Estoy aprendiendo a bucear.

—¿Por placer?

—Por placer. ¿Tiene usted algo que objetar?

—No. Para unas vacaciones me parece estupendo. Pero ¿qué va a hacer usted después, Renn? En lo que a trabajo se refiere, claro. No creo que se vaya a quedar en la playa toda la vida.

La pregunta me cogió desprevenido. Aquélla no era una chica a la que pudiera decírsele cualquier cosa para salir del paso. Me encogí de hombros e hice mi habitual gesto de pena con la boca, diciendo:

—Pues verá, no puedo volver a enseñar. Ninguna Universidad me aceptaría. Pero no soy un mal historiador y creo que por aquí hay tema para escribir uno o dos libros. —Hice un gesto con las manos tratando de abarcar todo el contorno—. Ya sabe: los primeros navegantes, la trata de esclavos, la busca de perlas…, nada de todo eso ha sido ni siquiera estudiado decentemente.

Sus ojos se iluminaron y se inclinó hacia mí con auténtico interés profesional.

—Muy bien, Renn. Eso es magnífico. Ésta es la «Costa de Berbería» australiana. Aquí se puede encontrar materia para los más diversos temas: piratería, violencia, romance…, todo. Si yo supiera escribir, eso es lo que me gustaría hacer. Verá, le voy a enseñar una cosa.

Abrió su neceser, alzó la tapa de uno de los compartimientos y sacó un pequeño objeto redondo que me puso en la palma de la mano. Me quedé mirándolo fijamente sin atreverme a levantar los ojos.

Era una copia exacta de la moneda española que Jeannette y yo habíamos encontrado en los arrecifes. Noté que me ponía pálido. Se me secaron los labios. Se me paralizó la lengua. Cerré los ojos y vi que todos mis sueños se venían abajo como un castillo de naipes. Los volví a abrir. La moneda seguía mirándome, como un gran ojo de oro, imperturbable. Miré a Pat Mitchell. Le pregunté quedamente:

—¿Dónde consiguió usted esto?

Su explicación fue solícita y espontánea:

—Aquí, Renn. En los arrecifes. La encontré al segundo día de llegar. Andaba husmeando en una de las pozas cuando vi lo que me pareció un trozo de coral, plano y redondo. No sé qué fue lo que me indujo a cogerlo, de no ser su forma, que me pareció poco frecuente. Cuando lo hice, vi que debajo del coral había metal, sucio e informe, naturalmente. Me lo traje a la tienda, lo limpié… y resultó ser esto.

—Comprendo.

—Pero, Renn, ¿no se da usted cuenta? —Estaba extrañada de mi repentino cambio de actitud—. No parece darse cuenta de lo que significa esa moneda. Viene a confirmar la teoría de que los antiguos navegantes españoles anduvieron por aquí y de que algunos de ellos naufragaron en los arrecifes. Usted es historiador, Renn; tiene que comprender, por lo tanto, la importancia que eso tiene.

La comprendía perfectamente. ¡Cómo no iba a comprenderla! Comprendía también que aquella chica volvería a la costa, revelaría su hallazgo e iría enseñando su moneda antigua a todo el mundo, hasta que la viera algún periodista que anduviera a la caza de noticias y la aprovechara para escribir una columna de relleno en su periódico. Con ello quedaría abierta la veda y todos los malditos turistas de la costa vendrían a mi isla en busca de tesoros, a menos que…

Debí de pronunciar las últimas palabras en voz alta, porque Pat Mitchell puso su mano sobre la mía y me preguntó intrigada:

—¿A menos que qué, Renn?

Me encontraba entre la espada y la pared. Dejarla marchar con la noticia suponía lanzar un pregón a los cuatro vientos. Decirle la verdad sería hacerle partícipe de mis planes y árbitro de mi fortuna y de mi destino.

Inconscientemente estreché la moneda en mi mano. Sentí su borde contra la palma. Entonces recordé las palabras de Johnny Akimoto: «Es una buena chica. Hará lo que ha prometido». Si confiaba en Johnny debería confiar también en Pat Mitchell. Aflojé la mano y volví a mirar a la muchacha. Vi preocupación en sus ojos. Luego me preguntó en voz muy baja:

—¿He dicho algo que no debiera, Renn?

—No; nada. Quiero mostrarle algo —repuse meneando la cabeza.

Fui a mi cama, saqué la maleta de debajo y busqué la pulsera que había comprado a la chica del Hotel Lennon. Volví junto a Pat y se la puse en la mano.

—Como ve usted, su moneda tiene pareja.

Los ojos de la chica se dilataron. Puso las dos monedas juntas y las examinó detenidamente. Cuando habló de nuevo, su voz estaba llena de sorpresa.

—¿Es suya, Renn?

—Sí.

—¿Dónde la encontró?

—La encontramos mi mujer y yo en los arrecifes, hace unos años. Probablemente en el mismo lugar en que encontró usted la suya.

—¿Qué conclusión saca usted de todo esto, Renn?

Lo dijo lenta y conscientemente, y sus palabras sonaron como monedas que cayeran en un estanque.

—La conclusión es que el galeón «Doña Lucía» salió de Acapulco cargado con un tesoro y con rumbo a Filipinas, naufragando en esta isla en 1732. Y Johnny Akimoto y yo hemos venido aquí para encontrarlo.

Hubo una pausa muy larga. Las dos monedas yacían ignoradas sobre la sábana. Ninguno de los dos las miramos, porque nos estábamos mirando el uno al otro. Por fin Pat Mitchell habló muy sosegadamente:

—Gracias por habérmelo confiado, Renn. Es un honor para mí el saberlo. No tiene que preocuparse. Cuando esté mejor me marcharé, como prometí. Le daré a usted mi moneda y nadie sabrá nada.

No contesté. ¿Qué podía decir? Estaba cansado. Me dolían los ojos. Me tapé la cara con las manos y apreté las palmas contra los párpados… con el viejo gesto familiar del estudiante sobrecargado de trabajo que se pasa las noches estudiando. Pat Mitchell retiró mis manos con las suyas y tomándome suavemente por el mentón, me levantó la cara hacia ella.

—¿Significa tanto para usted, Renn?

—Creo que lo significa todo.

—Ese barco se hundió hace doscientos años, Renn. Puede que no lo encuentre usted nunca.

—Ya lo sé.

—¿Y entonces?

—No me he preocupado en pensar lo que haría entonces.

—Algún día —dijo cariñosamente—, algún día puede que tenga que pensarlo. Espero, por su bien, que no se lo tome demasiado a pecho.

Volvió a recostarse en las almohadas y cerró los ojos. Me pareció muy pequeña y muy cansada, muy deseable.

Le acaricié la mejilla con la punta de los dedos y salí de la tienda.

Johnny Akimoto estaba inclinado, echando leña al fuego. Se irguió al verme. La pregunta bailaba en sus ojos. Le dije escuetamente:

—Ya lo sabe, Johnny.

Siguió mirándome y me preguntó:

—¿Qué es lo que sabe, Renboss?

—Por qué estamos aquí, lo del tesoro… todo.

—¿Se lo ha dicho usted?

—He tenido que hacerlo, Johnny. Encontró esto en los arrecifes.

Lancé la moneda al aire, la recogí y se la puse en la mano. La miró durante unos segundos en silencio.

—He tenido que decírselo. ¿Comprendes, Johnny?

Me miró esbozando una sonrisa.

—Lo comprendo, Renboss. Lo comprendo perfectamente.

—¿He hecho bien, Johnny?

—Creo que sí, Renboss —contestó Johnny Akimoto—. Ahora somos tres.

Todo fue más fácil al no haber secretos entre nosotros. Cada mañana Johnny y yo llevábamos a Pat a la playa y la acomodábamos bajo el toldo. Se iba reponiendo poco a poco y la infección de la pierna estaba desapareciendo. Pronto podría empezar a andar un poco, pero de momento no tenía más remedio que permanecer tumbada en el catre, bajo la lona, leyendo, sesteando, componiendo sus notas o contemplando el bote desde el que Johnny y yo buceábamos.

Habíamos comenzado a hacer pruebas en el borde exterior de la plataforma de arrecifes que rodeaba a la isla, es decir, en la estrecha franja en que la profundidad era de veinte metros. Aún no habíamos iniciado la búsqueda del «Doña Lucía». Todavía estaba entrenándome y tratando de adaptarme física y mentalmente a las nuevas condiciones de profundidad y presión. Tenía que aprender el arte de la descompresión, ascendiendo a la superficie por etapas de cuatro o cinco metros y descansando tras cada una de ellas para evitar la acumulación de nitrógeno en la sangre. Al principio me asía al cable del ancla, midiendo por medio de él la distancia recorrida en cada etapa, como si se tratara de una cinta métrica. En el fantástico escenario del mundo submarino el cable se me antojaba el único vínculo visible con la realidad y en mis primeros contactos con la espeluznante intimidad de las aguas me agarraba a él desesperadamente, tratando de recobrar la serenidad.

Durante aquellas inmersiones hice nuevas amistades. Pero aquellos conocidos podrían llegar a convertirse en enemigos, si bien de momento parecían contentarse con mirarme como un extraño fenómeno en sus omnímodos dominios: la larga y delgada caballa española, con sus innumerables dientes dispuestos en forma de sierra; el pulpo, hinchado y solemne; la ágil y sigilosa raya…, y de vez en cuando un tiburón solitario.

Al principio todo aquello me espantaba. Después aprendí a permanecer quieto, suspendido en las azules aguas, mientras el pez me observaba fijamente con sus ojos fríos, girando rápidamente y alejándose tan pronto como yo soltaba un chorro de burbujas o daba una torpe palmada con las manos.

Johnny no me hizo muchas advertencias hasta que vio que había adquirido confianza. Sólo entonces empezó a hablarme del peligro, con la lógica y la ecuanimidad que le eran características:

—Siempre hay peligro, Renboss; no lo olvide usted. No sabemos lo que es capaz de pensar un pez y, por lo tanto, no podemos prever cuál será su reacción. Un perro, sí; un caballo, también. Ésos pertenecen a nuestro mundo. Han vivido con nosotros durante miles de años. Pero un pez, ¡quién sabe! Tal vez en alguna ocasión se acerque a usted un tiburón. No tendrá usted mucho tiempo. El tiburón avanzará hacia usted, se detendrá, empezará a dar vueltas y tal vez se aleje a continuación; pero casi inmediatamente después volverá derecho a usted como una bala.

—¿Qué hay que hacer entonces, Johnny?

Se encogió de hombros.

—Pues como está usted entre peces, tiene que luchar como un pez: nadando, retorciéndose y dando giros y vueltas para tratar de intimidarle.

—¿Y si no le intimido?

—Puesto que tiene usted un cuchillo, debe tratar de clavárselo en el vientre. No hay otra solución.

La lección era siempre la misma: vencer el miedo mediante la serenidad y el raciocinio. Vencer el peligro mediante el valor y el sentido común. Un hombre desnudo y en el fondo del mar no posee otras armas.

A veces Johnny buceaba conmigo. Le veía quince metros más arriba, llevando sólo una máscara, un taparrabos y un largo cuchillo metido en su vaina de cuero. Me tumbaba de espaldas en el agua y le observaba. Veía su oscuro cuerpo doblándose como movido por un resorte para proyectarse acto seguido completamente rígido y descender hasta tres o cuatro metros por encima de mí en muy pocos segundos. Luego veía cómo la presión del agua le comprimía el estómago, los pulmones y el tórax, dándome la impresión de que le iban a estallar de un momento a otro, a pesar de lo cual todavía podía nadar junto a mí un rato, sonreírme desde detrás de sus grandes gafas submarinas y despedirse agitando la mano cómicamente antes de volver a la superficie.

Yo estaba orgulloso de mi recién adquirida destreza, pero la de Johnny era mayor y más antigua. A mí me era dado respirar. Las botellas que llevaba a la espalda me proporcionaban una hora de absoluta independencia en ese sentido, pero Johnny no tenía sino sus dos pulmones, su fuerza, su habilidad y su sereno valor. Después, cuando terminaban las lecciones, volvíamos a la playa en el bote haciendo balance de mis nuevos conocimientos. Y cuando las sombras del atardecer comenzaban a proyectarse sobre la isla, nos sentábamos junto al fuego y comíamos lo que Johnny hubiera preparado, mientras Pat Mitchell unía su voz a las nuestras en el curso de las conversaciones con que se amenizaban las tranquilas veladas.

Una noche, en la cálida oscuridad de nuestro campamento, Pat tocó un punto que me había venido preocupando por algún tiempo.

—Respecto al galeón hundido, Renn…

—¿Qué ocurre con él, Pat?

—He pensado bastante sobre él durante estos últimos días. Se hundió por la parte exterior de los arrecifes, ¿no es así?

—Creo que sí —asentí—. Tuvo que ser así. Antes de venir aquí creí que sería posible que el oleaje le hubiera empujado contra los mismos arrecifes, destrozándolo. El hallazgo de la moneda parecía confirmarlo. Pero ahora que estoy aquí, no lo creo tan probable.

Luego habló Johnny Akimoto.

—Yo creo que se hundió por la parte de fuera, Renboss. Estoy seguro de que fue allí.

—¿Qué le hace estar tan seguro, Johnny? —preguntó Pat.

—Pues verá, señorita Pat. Ese barco español era más grande que mi «Wahine», ¿no?

—Mucho más grande, Johnny —contesté yo—. Sería de doscientas o tal vez trescientas toneladas.

—Eso es… Bueno, pues ahora piense usted en el «Wahine». Es un barco pequeño y a pesar de eso necesita metro y medio de agua. El mar tiene que estar muy mal para levantar un barco como el mío y arrojarlo al otro lado de la cadena de arrecifes. Creo que lo más probable es que arrastrara a su galeón hasta los primeros escollos y le dejara allí encallado, y que más tarde el agua y el viento lo arrancaran de los escollos y lo hundieran al borde de la plataforma exterior de la isla.

—Todo eso encaja bien, Johnny; pero ¿cómo explicas que las dos monedas se encontraran en la poza, del lado interior de los arrecifes?

—Ahí es donde yo quería ir a parar, Renn. —La voz de Pat era firme y llena de convicción—. No fue el barco. Fueron sus hombres.

—¿Sus hombres?

—Sí. Piense en lo que suele ocurrir en un naufragio. Se encuentran sin control sobre el barco y en aguas desconocidas. Saben que están próximos a tierra, pero no saben si está habitada o no. Por instinto natural los hombres tienden a conservar lo que poseen. El barco se encalla y saben que se va a hundir. Saltan y tratan de llegar a nado a la isla. ¿Qué es lo que un hombre llevaría consigo al saltar?

La voz de Johnny Akimoto se oyó en la oscuridad.

—Se lo puedo decir yo, señorita Pat: su cuchillo y su dinero.

Aquella hipótesis me dejó admirado. Un ejemplo de razonamiento lógico que me hizo redoblar mi respeto hacia aquella joven morena, de orgulloso mentón y brillantes ojos negros. Pero necesitaba saber algo más.

—Si todo ocurrió así, es de suponer que algunos de ellos alcanzarían la isla. Sin embargo la he recorrido de arriba abajo y no he descubierto nunca el menor rastro humano.

—No, Renboss —dijo Johnny—. Si el barco hubiera naufragado la noche de la tormenta, ninguno de ellos habría sobrevivido. El oleaje los habría estrellado contra las rocas. Además los tiburones habrían acudido al olor de la sangre. ¿Comprende?

—Sí, Johnny; comprendo. Y también comprendo algo más: si tu hipótesis y la de Pat son correctas, creo que tenemos un buen porcentaje de posibilidades a nuestro favor para encontrar el «Doña Lucía» al borde de la plataforma exterior.

—Eso siempre que no se destrozara durante el naufragio, sino que se hundiera inmediatamente.

—Eso representaría un buen porcentaje en contra.

De momento nadie añadió nada a lo dicho. Era una buena teoría. Tendríamos que ponerla a prueba y para ello Johnny y yo deberíamos explorar cientos de metros cuadrados de fondo submarino en la plataforma exterior, del otro lado de los arrecifes y a una profundidad media de veinte metros. Seguramente tendríamos que descender más, puesto que la plataforma se estrechaba en algunos puntos y el «Doña Lucía» podía haber resbalado por la pendiente del borde, yendo a parar a las profundidades del océano. Si hubiera ocurrido esto último yo tendría que explorar esas zonas solo, ya que el límite de inmersión de Johnny quedaba veinte metros por encima del mío.

Johnny Akimoto se levantó para echar unos brezos al fuego. Yo entré en la tienda y saqué una manta para que Pat se la echara por los hombros. Cuando nos hubimos sentado los dos de nuevo, la joven nos dio una pequeña noticia:

—Hoy he andado.

—¿Qué?

—He estado andando. Al principio ha sido doloroso; pero después, ya no tanto. He dado una vuelta cojeando y no me ha ido mal del todo.

Johnny la reprendió:

—No debiera usted haber hecho eso, señorita Pat. No debe arriesgarse…

—No crea que me he arriesgado demasiado, Johnny. La hinchazón ha desaparecido, al menos en gran parte. El hacer un poco de ejercicio cada día no me hará ningún mal…

Capté cierto matiz anormal en su voz y miré hacia ella; pero sus ojos quedaban en la sombra y no pude ver más que el ligero movimiento retador de su mentón.

—Así que ahora, cuando le parezca, puede usted decirme que me vaya.